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Querid@s Animales Nocturnos:

Nunca me cansaré de reiterar la alegría inmensa


que me produce volver a presentaros este fantástico trabajo condensado en el
nº 6 de la revista Círculo de Lovecraft. Y es que, parece que fue ayer-y por estas
fechas navideñas-cuando tratábamos de dar forma a nuestro primer ejemplar.
¡Cuánto “ha llovido” desde entonces!; ¡quién nos lo iba a decir! ¡Quién iba a creer
que nuestro proyecto (pergeñado una tarde de verano), tendría tanta y tan buena
acogida!... Como siempre digo: ¡un gusto el poder estar aquí con todos
vosotr@s!

A lo largo de estos quince meses aproximados de vida, Círculo de Lovecraft ha


ido evolucionando (algo normal por otra parte, inherente “a” y “con” la
personalidad de nuestros colaboradores); y en esa evolución, con más o menos
acierto, os hemos ido presentando formatos asociados, vinculados de una u otra
manera al género del terror (libros, comics, música, manifestaciones artísticas,
cine, contenidos mitológicos, etc.) pero, es ahora, cuando creemos-al menos lo
intuimos-que, nuestra web se ha encauzado hacia la dirección correcta: la
vertiente literaria. De hecho, habréis podido comprobar que nuestras
colaboraciones con las editoriales de género (Wave Books, Cazador de Ratas

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ed., Insólita ed., Huso ed., Apache ed., Saco de Huesos ed., Revista Cthulhu,
Revista Windumanoth…) ha ido in crescendo, desarrollándose de un tiempo a
esta parte; prueba de ello, es la increíble base de reseñas con la que ya
contamos en nuestra página web (http://circulodelovecraft.blogspot.com.es/), o
las entrevistas que elaboramos gracias a la inestimable colaboración de nuestros
autores reseñados y a sus editoriales de cabecera (Maiquel da Costa, Yinn o ten
cuidado con lo que deseas; Francis Novoa, Ninfea…); o bien, nuestras
“audiencias” con personas increíbles, relacionadas con el mundillo literario (José
M. Cárdenas, coordinador de la Tercera Fundación; Giny Valris, cofundadora del
proyecto Choose Cthulhu…) Y, ¡claro!, esta revista-en concreto su nº 6-, no
podía permanecer al margen de esta nueva trayectoria a la que pretendemos
redirigir nuestra página.

Además, y es justo referirlo, deseábamos que fuese para todos vosotr@s


nuestro pequeño y gran presente de navidad: un regalo a vuestra fidelidad, a
vuestro espíritu crítico, desafiante y aventurero; un regalo a la pasión de conocer,
al anhelo de aprender y hacer realidad vuestras ansias de escribir. Y, ¿acaso
existe mejor manera de crearlo que, daros a todos vosotr@s y a vuestros relatos,
la oportunidad de ver la luz? ¿Existe obra mejor que la que se hace con pasión?
Yo creo que no…

Por ello, como directora del Círculo, tengo el placer inmenso de presentaros a
todos estos autores/as que, han tenido a bien el obsequiarnos con su increíble
trabajo y esfuerzo; con su entusiasmo impagable, con su admirable dedicación
al mundo del horror, la fantasía, las imágenes y los sueños… Gracias, ¡mil
gracias a todos ell@s! por permitirnos publicar un pedacito de lo que anida en el
interior de su alma … ¡Es un HONOR!

Cierto es que, no hemos podido dar cabida a todos los relatos que han llegado
hasta nuestra redacción (teniendo que seleccionar según criterios tales como:
originalidad argumental, estilismo literario, etc.) por lo que, deciros a tod@s
aquellos que habéis participado, que os agradecemos de corazón vuestro
entusiasmo y generosidad para con esta modesta página de terror y “materias
afines”.

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Informaros también, a los amantes de la Ciencia-Ficción que, en este número
del magazine seguiréis encontrando vuestro espacio- ¡cómo no! -; además, para
los paladares sibaritas del más genuino “Mundo Lovecraft”, contamos con un
relato del maestro, y contenidos extras sumamente jugosos; en concreto, os
vamos a presentar la app de lectura inmersiva iLovecraft2, “El Color que cayó
del cielo”-perteneciente a iClassics-, en donde un gran equipo de profesionales
adaptan a los clásicos (Dickens, Doyle, Poe…) aunando ilustración, animación,
banda sonora e interactividad, para lograr hacer de la lectura una experiencia
increíblemente sugestiva y absorbente; vamos, ¡una auténtica pasada!...

Para terminar, permitidme que agradezca a todos aquellos que, de una u otra
manera, colaboran o han colaborado con nosotros a lo largo de nuestra
andadura: editoriales, revistas, páginas web, canales de YouTube…, ¡mil gracias
por el aliento recibido! ¡Mil gracias a mis “chicos” !, porque es un regalo del
cosmos poder trabajar a vuestro lado; y, ¡mil gracias a todos vosotr@s!, porque
sois los que dais sentido a nuestro proyecto y trabajo diario.

Me despediré de tod@s, deseando que estas fiestas y el nuevo año 2018 os


acerquen a vuestros proyectos, sueños y ambiciones personales; pero, ante
todo, desearos que no dejéis de ser distint@s, “heterogéneos y poliformes”. Que
no dejéis de leer, de escribir, de indagar…, de buscar los límites del universo en
los confines mismos de vuestra alma creativa.

¡Seguid ahí, aquí, con nosotr@s! ..., mis Querid@s Animales Nocturnos.

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9 Natalia Strigaro
Betsy se levantó esa mañana de invierno sorprendida por la ausencia de Alan.
Bajó las escaleras para preparar una taza de café y supuso que su marido había
sido atacado por una de esas musas que lo impulsaban a crear palabras que
luego se convertirían en libros.

Se acercó al recinto del escritor y desde la puerta percibió que algo andaba mal.
Podía ver la silueta de su marido en penumbras, acompañado de una pequeña
luminiscencia proveniente de la vela sobre su escritorio. Intentó activar la llave
de luz, pero no funcionó. Se acercó sigilosamente a él, como solía hacerlo
cuando estaba inspirado, y advirtió que la mano de Alan sostenía una pluma de
algún ignoto animal, cuya raquis sobrepasaba la cabeza del hombre por algunos
centímetros y sus barbas eran ampliamente ostentosas, parecía incluso irradiar
una débil fosforescencia. Vio sumergirse esa pluma, en un tintero tan antiguo
como el arte de escribir.

Cuando estuvo lo suficientemente cerca para verle la cara, Betsy dejó escapar
un grito el cuál logró ahogar a tiempo con sus temblorosas manos.

Los ojos de su marido no estaban en su lugar, éstos descansaban a un costado


del tintero cubiertos de sangre, aun así, Alan escribía y mientras lo hacía
murmuraba una y otra vez:

“Debo escribir, debo escribir sin detenerme,


pues si la realidad llegara alcanzarme
entonces dormiré para siempre”” ©

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Natalia Strigaro
Escritora argentina, publicó en revistas como “O NO”
“Dipsus” “Rigor Mortis” “Acido” y AXXÓN. También se
destaca en artes plásticas, actuación y dirección de cine,
radio y teatro.

Autora de las famosas obras de teatro como “Piel


Animal” y “Mi Marida”, entre otras.

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EL ÁRBOL DE LA CASA

DE LOS FREIRE
Federico Garrido
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La tarde en la que Silvia Gómez perdió su pelota de goma al otro lado del muro
de la casa de los Freire fue la última vez que se la vio con vida.

En una aldea como Loure, situada entre densos bosques en el interior de


Pontevedra, con un centenar de almas que quedaban aisladas durante los
meses de invierno, no era nada habitual que ocurrieran sucesos de este tipo. Los
vecinos, campesinos dedicados a las labores del campo y a la cría de vacas,
eran personas amables y sencillas, y rara vez discutían entre ellas. Vivían,
envejecían y morían. Solo algunos de ellos, jóvenes y desarraigados, se
marchaban de Loure en busca de una vida mejor en otra parte de Galicia o del
país. Los había, muy pocos, que viajaban al extranjero y ya no regresaban. En
un lugar como aquel, donde la luz eléctrica y el agua corriente solo hacía veinte
años que habían llegado, y por donde circulaban escasos vehículos, una niña de
diez años como Silvia Gómez podía sentirse segura y cómoda, con amplios
espacios para jugar a su libre albedrío. Nada debía temer en un pueblo de
callejas empedradas, viejos hórreos, casonas blasonadas y campos siempre
verdes.

Nada, excepto un hecho del pasado.

Solo dos o tres ancianos seniles, de haber sido capaces de rememorarlo,


habrían podido narrar un trágico hecho del que fueron testigos y partícipes más
de noventa años antes, cuando eran apenas unos niños de la edad de Silvia. La
memoria colectiva, el paso del tiempo y otros sucesos terribles como el
fusilamiento de diez vecinos durante la Guerra Civil se encargaron de sepultar
en el olvido aquel acontecimiento ocurrido una noche de 1922. El escenario fue
la vieja casa de los Freire, una mansión señorial erigida en el siglo XVII por un
marinero, Alonso Freire, que hizo fortuna comerciando con América, y cuyos
descendientes se convirtieron en amos de un exiguo señorío que abarcaba los
concejos de Loure, Pahiño, Nava y otros pocos más. Hasta que en 1861 nació

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Ramona Freire, que quedó huérfana a corta edad y se convirtió en el último
miembro del linaje de los Freire. Durante décadas, Ramona Freire vivió sola en
la vasta mansión, acompañada ocasionalmente de alguna criada, pero poco a
poco su carácter huraño y reservado la hizo recluirse de manera definitiva en su
casa, cortando cualquier vínculo con el resto de habitantes de Loure. Con el paso
de los años, surgieron los habituales rumores. Los supersticiosos labradores
evitaban pasar junto a la casa de Ramona, a ella la consideraban una meiga y
atribuían cualquier plaga en sus cultivos y las enfermedades del ganado a sus
embrujos. Nadie la vio salir de la vivienda durante años, y los que vivían cerca
de ella afirmaban escuchar ruidos extraños a altas horas de la noche. El recelo
dio paso al miedo, y este a un abierto rechazo y al odio. Una noche de invierno
particularmente fría, con los bosques de alrededor azotados por la ventisca y los
campos cubiertos de nieve, murió un bebé de apenas un año vomitando sangre.
El padre, encolerizado, señaló enseguida a Ramona Freire como causante de
su muerte. Se reunieron los hombres, se calentaron los ánimos, se dijeron
palabras afiladas como puñales. Una turba se presentó ante los muros de la
casa, y echó abajo la verja de hierro. Derribaron la puerta de entrada y buscaron
a la anciana por toda la casa; la hallaron en un rincón de una sala, a oscuras,
sentada frente al fuego de una chimenea y rodeada de gatos. No se pronunciaron
palabras. Entre el padre del bebé fallecido, sus parientes y varios amigos
cogieron a Ramona, que pataleó en vano, y la arrojaron a la chimenea. Entre
espantosos alaridos, los vecinos de Loure, entre los que había mujeres y niños,
e incluso el párroco del concejo, observaron la terrible agonía de Ramona Freire,
que murió consumida por las voraces llamas. Cuando solo quedaron huesos
calcinados, y el alba despuntaba en el cielo, algunos de los presentes se retiraron
a sus casas, en silencio y cabizbajos, mientras que otros recogieron los restos
con cuidado y los enterraron al pie del único árbol del jardín, un raro ejemplar
que era tan antiguo como la casa y cuya semilla se decía Alonso Freire había
traído de una remota isla del Pacífico.

Allí acabó todo, y un tácito pacto de silencio se impuso entre los habitantes
de Loure, autores y testigos de un execrable crimen. Y de no ser por ese olvido
obligatorio, por esa pesada losa que había borrado por completo cualquier
recuerdo sobre tal abominable hecho, la niña Silvia Gómez habría evitado

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acercarse a los muros que rodeaban la mansión y a la ominosa sombra del árbol
centenario.

Esa tarde de primavera, Silvia Gómez salió de su casa con el permiso de su


madre y corrió por la calle principal del pueblo, hasta detenerse ante la oxidada
verja del jardín de la casa de los Freire y sus muros añosos cubiertos de hiedra.
Durante casi un siglo la vieja mansión había permanecido deshabitada, y una
patente decrepitud se extendía por cada rincón, en el tejado casi hundido, en las
chimeneas negras de hollín, en las ventanas sombrías, en el jardín cubierto de
maleza y en las paredes desconchadas, llenas de manchas de húmedas, grietas
y plantas trepadoras. Aunque, sin duda, lo que más llamó la atención de Silvia
Gómez fue el enorme árbol que se erguía frente a la puerta, más alto que la
misma casa y que cualquier otro árbol de los contornos. Nadie sabía qué especie
era, ni lo habían visto jamás florecer o dar frutos. Su madera era de un marrón
oscuro, casi negro, con manchas rojizas, y las hojas tenían una sobrenatural
coloración violácea, que se acentuaba con la llegada del otoño. De lejos, tenía
el aspecto de un eucalipto, pero no se parecía a ningún árbol conocido.

Esa tarde, Silvia Gómez se sintió atraída por el gigantesco árbol, algo que no
le había ocurrido nunca. Por un momento, se olvidó de la pelota de goma, que
dejó tirada en el pavimento de la calle, y se asomó entre los barrotes de la verja.
Su mirada se clavó en el imponente árbol, cuyas hojas mecidas por la brisa
parecían susurrarle palabras que le daban miedo.

«Acércate» le decían, con un murmullo tenue. «Acércate. Quiero verte de


cerca. Quiero tocarte. Me gustan los niños. Me gusta la piel de los niños. Solo
tienes que dar unos pasos. Ven. Quiero abrazarte. Tengo ganas de abrazarte...»

Fue entonces cuando Silvia, impulsada por una voluntad más poderosa que
la suya, acariciada por la susurrante voz procedente del misterioso árbol

(«Acércate. Quiero tenerte a mi lado. Soy un árbol que ha vivido solo


mucho tiempo. Ven a mí. Ven junto a mí...»)

cogió la pelota, y con gesto mecánico, la arrojó por encima del muro
devorado por la tupida hiedra. Luego, se acercó de nuevo a la verja, atisbó entre
los herrumbrosos barrotes y metió su menudo cuerpo por el estrecho espacio.

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No le resultó difícil, pues era una chica delgada y ágil, y pronto se internó en el
desolado jardín, cuya hierba crecía hasta la altura del pecho, una hierba salvaje,
salpicada de cardos, amapolas y ortigas. La misma vereda hecha de losas de
granito que conducía a la casa había desaparecido bajo el mar de hierba y
matojos. Pero poco importaba eso a Silvia. Su interés se centraba en el árbol.
Como un autómata, dirigió sus pasos hacia él, mientras la sibilante voz la llamaba
igual que el dulce canto de una sirena.

«Un poco más. Solo un poco más. Huelo el aroma de tu piel, siento ya tus
caricias. Un paso más. Quiero que tus brazos me rodeen.»

Silvia Gómez se detuvo a menos de un metro del grueso tronco del árbol, con
los ojos fijos en la corteza. Las hojas, sobre su cabeza, murmuraban con tono
alegre.

—Ya estoy aquí—musitó la niña y esbozó una sonrisa.

Sin ruido, sin violencia, varias ramas semejantes a esqueléticos brazos se


inclinaron hasta tocar los hombros de la niña y la empujaron contra el tronco,
donde se abrió una ancha grieta, igual que unas fauces que supuraban un hedor
a carne putrefacta y hojas muertas. No hubo protestas por parte de Silvia, solo
una muda indiferencia. La abertura recibió el esbelto cuerpo de la niña con un
estremecimiento de placer, y de inmediato se cerró como una trampa. Las largas
ramas volvieron a su lugar, y las hojas violetas enmudecieron.

Durante meses buscaron a Silvia Gómez por toda la comarca. Se abrió una
investigación policial, teniendo en cuenta cualquier posibilidad, se detuvo a
varios sospechosos con antecedentes por pederastia, incluso se registró de
arriba abajo la casa de los Freire, sin ningún resultado.

Silvia Gómez nunca fue encontrada.

Y el extraño árbol de la casa de los Freire se yergue todavía en el descuidado


jardín, como un centinela de fantasmagórica silueta.

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Federico Garrido
Nació en Esparragosa de la Serena (Badajoz) en
1985. Licenciado en Derecho, ha publicado relatos
fantásticos y de terror en revistas, como Un saco de
calaveras, en Almiar (2016), Prisionero de los
bárbaros, en Visor (2017) y Canción inacabada, en
Relatos Insólitos (2017), y en antologías como
Renaissance. El nuevo ciclo de los Mitos (2016),
con su relato Los dioses de barro. Su primera
novela es Dicen que cantaron canciones (2017).

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Antes de salir del tema de Loveman* (*editor) y de las
historias de terror, debo relatar el sueño espantoso
que tuve la noche después de que recibiera la
última carta de S.L.'s.

Últimamente, hemos estado discutiendo


largamente cuentos extraños, y él me ha
recomendado varios libros inquietantes; de tal
manera que estuviese dispuesto para
relacionarlo con cualquier pensamiento espantoso o de
terror sobrenatural. No recuerdo cómo comenzó este sueño,
o sobre que giraba realmente todo. Hay solamente restos en mi
mente de un fragmento maldito cuyo final recuerdo todavía.

Por alguna razón terrible y desconocida, estábamos en un


cementerio muy extraño y muy antiguo que no podría
identificar. Supongo que ningún habitante de Wisconsin
podría representar tal cosa; pero sí los tenemos en Nueva
Inglaterra; viejos lugares horribles donde las lápidas de las
tumbas tienen extrañas letras y diseños grotescos, tales como un cráneo y
huesos atravesados. En algunos de estos lugares se puede recorrer un largo
camino sin que pises algún sepulcro de al menos ciento cincuenta años de
antigüedad.

Algún día, cuando Cook* (*Editor de "The Vagrant") edite el prometido

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Monadnock* (*publicación mensual) , podrás ver mi cuento La tumba (The
Tomb), que fue inspirado por uno de estos lugares.

Tal era la escena de mi sueño: una horrible depresión que emergía era cubierto
con una especie de maleza áspera y repulsiva, sobre la cual atisban furtivamente
las horrorosas piedras y las marcas de pútridas lápidas. En una ladera había
varias tumbas cuyas fachadas ya estaban en las últimas y pasadas etapas de la
decrepitud. Tenía la extraña idea de que ninguna cosa viva había pisado ese
suelo por muchos siglos hasta que Loveman y yo llegamos. Era muy tarde en la
noche, probablemente sobre las primeras horas, puesto que una luna cuarto
menguante había logrado altura considerable en el este. Loveman llevaba,
colgando en su hombro, un equipo portable de teléfono; mientras que yo, dos
pesadas espadas. Nos dirigimos directamente a un sepulcro plano cerca del
centro del lugar horrible, y comenzamos a desmalezar la tierra del musgo,
crecido y alimentado por las lluvias de años innumerables. Loveman, en el
sueño, lucía exactamente como en las fotos que él me ha enviado - un hombre
joven, grande, robusto, sin el menor rasgo semita (no obstante, la obscuridad), y
muy guapo excepto por el par de orejas prominentes. No dijimos palabra
mientras que él depositó su equipo de teléfono, tomó una pala, y me ayudó a
cavar la tierra y limpiar las malas hierbas.

Ambos parecíamos estar muy impresionados con algo, casi pasmados.


Finalmente terminamos estos preliminares, y Loveman volvió a revisar el
sepulcro. ¡Él parecía saber exactamente qué hacer, y yo también tenía alguna
una idea de eso - aunque no puedo ahora recordar de que se trataba! Todo lo
que recuerdo es que era consecuencia de cierta teoría que Loveman había
obtenido como resultado de la lectura extensa en algunos viejos libros raros, de
los cuales él poseía las únicas copias existentes. (Loveman, tú sabes, tiene una
biblioteca extensa de primeras ediciones raras y otros tesoros preciosos para
cualquier amante de los libros) Después de algunas elucubraciones, Loveman
tomó su pala otra vez, y haciendo palanca con ella, intentó levantar la losa que
hacía de tapa del sepulcro. Él no tuvo éxito, por lo tanto, me acerqué y le ayudé
con mi propia pala. Finalmente aflojamos la piedra, la levantamos combinando
nuestras fuerzas, y la arrojamos lejos. Debajo de ella había un pasadizo negro

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con escalones de piedra; pero tan horribles eran los vapores miasmáticos que
brotaban del hueco, que retrocedimos por un momento sin poder hacer otras
observaciones. Entonces Loveman tomó el teléfono y comenzó a desenrollar el
alambre - hablando por primera vez de esta manera.

-Lo siento mucho -dijo en una voz suave, agradable; medida, y no muy profunda -
Tengo que pedirte que permanezcas arriba, pues no podría responder por las
consecuencias si bajaras conmigo. Honestamente, dudo si cualquier persona
con un sistema nervioso como el tuyo podría soportarlo. No puedes imaginarte
lo que tendré que ver y pienso que cualquier persona sin los nervios acorazados
no podría descender y salir sano y salvo de ese lugar. De todos modos, éste no
es un lugar para alguien que no pudo aprobar el examen físico del ejército. Yo
descubrí esta cosa, y soy el responsable por cualquier persona que vaya
conmigo. Pero te mantendré informado de cada movimiento que haga por
teléfono; como puedes ver, ¡tengo bastante alambre para alcanzar al centro de
la tierra y regresar!

Discutí con él, pero me contestó que, si no me resignaba, daría todo este asunto
por terminado y conseguiría a otro compañero de expedición, un tal "Dr. Burke",
nombre totalmente desconocido para mí. Agregó, que no me necesitaba para
descender solo, puesto que solo él era el único poseedor de la verdadera clave
del asunto. Finalmente consentí, y permanecí sentado sobre un banco de
mármol del sepulcro abierto, y con el teléfono en mano. Él encendió la linterna
eléctrica, preparó el alambre del teléfono para desenrollar, y desapareció
descendiendo por los escalones de piedra húmedos, mientras el alambre crujía
a medida que se desenrollaba. Por un momento no perdí de vista el resplandor
de su linterna, pero desapareció repentinamente, como si hubiera dado una
vuelta por la escalera de piedra. Entonces todo era silencio. Después de eso
paso un período de tonto temor y de ansiosa espera.

La luna creciente subió más arriba, y una capa de niebla sobre la depresión
parecía espesarse más y más. Todo era horriblemente húmedo, y me pareció
ver un búho revolotear entre las sombras. Entonces fue que sonó el "clic" del
receptor de teléfono.

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-Lovecraft, pienso que lo estoy encontrando.

Las palabras se oían tensas, en tono excitado. Entonces una breve pausa,
seguida por más palabras en un tono de temor y horror inefable.
-¡ Dios, Lovecraft! ¡Si pudieras ver lo que estoy viendo!

Pregunté con gran entusiasmo qué es lo que estaba sucediendo. Loveman


contesto con voz temblorosa:

-No puedo decirlo. No me atrevo. Nunca soñé con algo así. No puedo hablar.
Esto es suficiente para desquiciar cualquier mente. Espera, ¿qué es eso?

Entonces otra pausa, y el "clic" del receptor, y una clase de gemido desesperado.

-Lovecraft, por el amor de dios: ¡Todos se levantan! ¡lárgate! ¡lárgate! ¡No pierdas
un segundo!

Yo estaba ahora completamente alarmado, y preguntaba frenéticamente a


Loveman que me dijera lo que estaba pasando. Él contestó solamente.

-¡No lo pienses! ¡date prisa!

Entonces sentí vergüenza de mi miedo. Me molestó que alguien pudiera pensar


que estaba dispuesto a abandonar a un compañero en peligro. Desatendí su
consejo y me disponía a bajar en su ayuda. Pero él gritó:

-No seas tonto, es demasiado tarde, no hay nada que hacer. Ni tu ni nadie
pueden hacer nada ahora.

Él parecía más calmado, con una terrible, resignada calma, como asumiendo
algo inevitable, ineludible. Con todo, él estaba obviamente ansioso de que yo
escapara de aquel peligro desconocido.

- ¡Por amor de dios sal de aquí, si todavía puedes encontrar la manera! No estoy
bromeando. Lovecraft, no te veré otra vez. ¡Dios! ¡lárgate! ¡lárgate!

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Gritando las últimas palabras, su tono era un creciente frenesí. He intentado
recordar la frase lo mejor posible, pero no puedo reproducir el tono. Siguió luego
-horriblemente largo- un período de silencio. Intenté ayudar a Loveman, pero me
encontraba paralizado absolutamente. El movimiento más leve me era imposible.
Podía hablar, sin embargo, y le llamaba con excitación por el teléfono:
-¡Loveman! ¡Loveman! ¿Qué es eso? ¿Qué es lo terrible?

Pero él no contestó. Y entonces sucedió algo increíblemente espantoso -


tremendo, inexplicable, casi innombrable. He dicho que Loveman estaba en
silencio ahora, pero después de un intervalo extenso de aterrorizante espera,
otro "clic" vino del receptor. Pregunté:

-Loveman, está usted allí?

Y en la contestación escuché una voz, algo que no puede describirse con


cualquier palabra. Decir que era muy profunda, líquida, hueca, gelatinosa,
enfermiza, gutural, indefinidamente distante. En ese teléfono la oí; la escuché
sentado en el banco de mármol, en el cementerio desconocido y muy antiguo,
con las piedras y las tumbas que se desmenuzaban, y la hierba larga, y la
humedad, y el búho, y la luna en cuarto menguante.

Encima del sepulcro, esto es lo que dijo:

- ¡IMBECIL, LOVEMAN ESTA MUERTO!

Me desmayé en el sueño, y luego sabía que estaba despierto: ¡y con un dolor de


cabeza tremendo! Yo no sé todavía qué fue todo eso, qué cosa, sobre (o debajo)
de la tierra, fuimos a buscar, o qué se supone que fuese esa horrible voz. ¡He
leído sobre los espíritus necrófagos, pero por un demonio, el dolor de cabeza
que tenía era peor que el sueño! Loveman se reirá cuando le cuente sobre este
sueño! A su debido tiempo, intentaré retratar esta imagen en una historia, así
como retraté otro sueño-cuadro en La maldición que cayó sobre Sarnath.

Me pregunto ahora si tengo derecho a registrar la profesión de escritor de


sueños. Odio llevarme el mérito cuando realmente no imaginé conscientemente

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esa imagen en mi propia mente. Con todo, si no es mérito mío, ¿quién en el cielo
podría reclamarlo? Samuel Coleridge reclamó para sí Kubla Khan, así que
pienso que registraré esta idea antes de dejarla ir.

Quiero creer que fue solamente un sueño...

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El llamado de la
Salamanca
Nicolás Luciano

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El flete circulaba por la ruta nacional 89; había partido desde Resistencia con
destino a Quimilí. Fue contratado por la prima del intendente de la capital de la
provincia del Chaco para entregar una diligencia a su hermana que residía en la
provincia vecina de Santiago del Estero, era una caja de madera asegurada con
remaches y de peso considerable. El dueño del flete conocía lo riesgoso de
manejar de noche, pero la señora necesitaba enviar la encomienda con urgencia
y el dinero extra que el hombre solicitó por hacerlo inmediatamente ayudaría a
su familia notablemente. La noche era tranquila y desolada, el conductor no se
cruzó en las horas que llevaba de viaje con ningún otro vehículo en su carril ni
en el contrario, seguramente por ser día de semana imagino el fletero. La luna
llena iluminaba solidariamente al solitario hombre y él lo agradecía. Quienes
viven del transporte saben que conducir durante la vigilia y sin el debido
descanso reviste una peligrosidad constante; uno nunca sabe si en la oscuridad
puede surgir inesperadamente otro rodado generando de esta forma
consecuencias de impredecibles alcances. El fletero poseía en sus caracteres el
semblante típico de su oficio, sufría de un ligero sobre peso, rostro barbado con
canas y tez color mate; su capacidad de atención y sobresalto ante las
circunstancias y cosas que le rodeaban era ejemplar como todo hombre de ruta.
Al pasar por la zona de la localidad chaqueña de Quitilipi su tensión aumentó
notablemente. A esas alturas del trayecto el estado del asfalto no era el adecuado
y otras cosas más supersticiosas afectaban sus nervios; ya podía observar al
costado del camino las luces extrañas de luminosidad casi fluorescentes que las
almas en pena generan en los campos aledaños al camino. A pesar de ser un
experimentado conductor no pudo evitar la ansiedad de superar ese rumbo del
itinerario mientras las luces lo acompañaban como esperando que en un
momento de dispersión psicológica se produjera lo peor; aumentó un poco la
velocidad por sobre el límite permitido aprovechando la desolación del camino a
pesar que su experticia le impedía ignorar la peligrosidad de esta acción porque
las sombras muchas veces guardan malas bromas para los conductores
habituales. Las luces que lo circundaban a la distancia eran como fogatas que
se encendían y apagaban mientras avanzaba en kilómetros y al pasar por un
cementerio rural sus nervios ya amenazaban con descontrolarse, estaba
convencido que le rodeaban los espíritus de los muertos y su alterada percepción
le generaba la sensación que eran decenas las luminosidades en los campos;

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sudaba constantemente por todos sus poros a pesar que la temperatura
ambiente no superaban los 10 grados Celsius y fue en ese momento al superar
el lúgubre conjunto de tumbas que lo vio al costado del asfalto sentado. Era un
muchacho joven que al divisar la luz de la chata se posicionó al borde del camino
para hacer señas con du dedo. El fletero decidió bajar la velocidad y al acercarse
a la figura del joven pudo observarlo con mayor detenimiento, ayudado por las
luces delanteras de su vehículo. El chico estaba solo, era desgarbado y no
aparentaba más de 20 años de edad; sus únicas posesiones eran una mochila
mediana y una guitarra criolla. Frenó donde se encontraba el muchachito feliz de
encontrar otra persona esa noche suponiendo que necesitaba transporte;
naturalmente no iba a dejarlo en la soledad de la noche si fuera ese el caso.
-Buenas noches, ¿necesitas que te lleven? -. Preguntó el hombre con las buenas
intenciones de darle una mano y de paso tener compañía en esa vigilia tan
lúgubre.

- Si señor necesito transporte. Soy músico y vengo de tocar en una peña de


Quitilipi pero viajo con los puesto que como podrá ver no es mucho,
lamentablemente es la primer persona que veo en horas de espera-. El fletero le
indicó que subiera y eso hizo agradeciendo el gesto varias veces.

- ¿Cómo te llamas pibe?, mi nombre es José, tengo que llevar a Quimilí esta
diligencia, ese es mi destino; vos me dirás a donde puedo dejarte mientras el
lugar se encuentre en mi itinerario-.

José lo observaba inquisitoriamente mientras en chico se acomodaba en el


asiento al lado del conductor y dejaba sus cosas atrás. Al terminar de instalarse
contestó a su benefactor las preguntas que le había formulado.

- Un gusto José, me llamó Gabriel Gaona y soy de Santa Fe, más precisamente
de Rafaela; como te dije antes me traslado por todo el país para participar en
peñas folclóricas y a eso me dedico con lo poco que tengo a cuestas.
Casualmente Quimilí era el sitio al cual quería llegar de forma inmediata ya que
pasado mañana hay una peña grande en el campo de un terrateniente local y
casi toda la gente que vive en la zona va a participar según me comentaron en

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Quitilipi. Fue muy atinado que nos encontremos esta noche tan tenebrosa y
desolada para poder hacernos compañía-.

Con las presentaciones de rigor efectuadas y con la tranquilidad de acompañarse


mutuamente emprendieron el camino a destino; era de madrugada cuando José
recogió al músico y solo faltaban dos horas para que el alba se presentara con
todo su esplendor. Conversaron muchísimo el tiempo que duró esa porción del
viaje.

Era primera mañana cuando la diligencia entró en la localidad de Quimilí por la


avenida principal de la ciudad. El lugar en cuestión es una pequeña
municipalidad donde la zona más urbanizada se encuentra en el pequeño centro
donde uno puede encontrar bares, boliches, los edificios públicos y casas más
adecuadas para una vida correcta. El resto de los barrios circundan ese centro y
son básicamente rurales, la mayoría de los pobladores son peones y viven en
casas bastante humildes con amplios terrenos y animales. El flete se detuvo
frente a una gran casa, un chalet imponente que destacaba sobre todas las
viviendas del centro. Era el hogar de los Santillán; esta familia era una de las
más acaudaladas de la zona, contaban con miles de hectáreas de campo y
muchos de los pobladores de la ciudad eran empleados suyos. Al bajar del flete
José le solicitó a Gabriel ayuda para bajar la carga, esa caja de madera de
relativo peso y tamaño; la pusieron en el suelo y el fletero tocó a la puerta del
chalet, rápidamente fueron atendidos por la señora Santillán quién
personalmente abrió la puerta y recibió la encomienda. Era una mujer de edad
mediana y facciones llamativamente europeas, pelo claro y ojos verdes se
complementaban a una personalidad altanera y prepotente. Confundiendo al
chico con un ayudante del flete les pidió a los dos hombres si podían entrar en
el living la caja. La señora misma abrió la encomienda que resultó ser un
pequeño escritorio de alta calidad, según les explicó había pertenecía a un
antepasado suyo y la madera de la que estaba hecho era quebracho colorado,
extinto en estos días. Una vez cumplida la labor agradeció la amabilidad de José
y Gabriel y no perdió la oportunidad para invitarlos a la gran peña que se
realizaría al día siguiente en los campos de la familia; la enorme carpa ya estaba
preparada y gran parte de los habitantes de la localidad y alrededores

29
concurrirían ya que era un regalo que todos los años ofrecían a la comunidad
toda, una noche de distención y baile. Fue en ese momento que Gabriel se
presentó como folclorista y solicitó a la señora su venia para participar en el
escenario y poder demostrar su talento. La señora con una aparente amabilidad
le otorgó el honor y ofreció albergarlo en uno de los puestos que se encontraban
en sus amplias extensiones de campo, el número 3 sobre la ruta de ingreso a la
ciudad; recibiría alimento, albergue y luego podría tocar en la peña. Le indicó
donde podría conseguir transporte para llegar al referido puesto y los despachó
de su casa sin más preámbulos.

Resuelto el asunto en la residencia Santillán José se despidió dejando sus


bendiciones a Gabriel, no se quedaría a descansar si no que volvería a
Resistencia inmediatamente para llegar antes del anochecer; extrañaría mucho
a su familia si se quedaba, aunque sea un solo día en Quimilí. Le regaló un último
favor al joven, lo llevaría a los terrenos de la adinerada familia para que se
instalara en el puesto número 3, el cual se ubicaba sobre la misma ruta de
ingreso a la ciudad a 3 kilómetros del letrero según las indicaciones de la señora;
de ahí que el nombre del puesto fuera el de la distancia que lo separaba de la
ciudad. Llegaron al punto indicado y sus caminos se separaron definitivamente;
Gabriel observó al flete alejarse más y más y cuando ya no pudo divisarlo en el
horizonte centró toda la atención en los campos que lo albergarían. Ingresó al
puesto que a su sorpresa estaba deshabitado; de seguro que por ese mismo
motivo la mujer le invitó a quedarse allí; parece que oficiaría de sereno por el
privilegio de participar en el escenario de la peña. Esos puestos se encontraban
en sectores estratégicos casi sobre las rutas para seguridad de los animales y
prevenir el abigeato. En el pequeño establecimiento pudo encontrar un catre para
descansar y un horno de barro para cocinar, el baño estaba por fuera y había
ollas y pavas para calentar agua. Una vez instalado en el lugar pudo contemplar
las vastas extensiones de territorio que eran posesión exclusiva de los Santillán;
pudo ver cientos de animales pastando de todo tipo, caballos, vacas y gran
cantidad de peones trabajando, parecían ser cientos de personas cada una con
una ocupación específica. La carpa donde se desarrollaría la fiesta estaba
levantada en el centro de los terrenos, a 15 kilómetros hacia dentro de donde se
encontraba su puesto, era tan grande que podía divisarla desde allí y solo podía

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suponer que la festividad iba a ser gigantesca.

Solo había transcurrido una hora desde que se había instalado cuando una
jovencita muy bien parecida tocó a la puerta de la casilla; Gabriel abrió y le
pareció una hermosa mujer, piel trigueña y ojos oscuros, figura esbelta y cabellos
en trenza de color azabache; traía en sus manos una canasta con comida, una
pava y mate.

- Buenos días, la patrona me dijo que venga a traerte alimentos; me contó que
vas a tocar en la peña y que sos su invitado en este puesto, a decir verdad,
pareciera que encontró el empleado barato perfecto, me llamo Ana, por cierto-.
Gabriel la invitó a pasar, no pudo evitar reírse con la ocurrencia de la chica.

- Me llamó Gabriel y si, parece que soy su “invitado”, al menos me permitió tocar
en la peña, pero a cambio voy a tener que prestar servicio de seguridad parece
ser -.

Se sentaron juntos en la puerta a tomar unos mates y charlar. A Gabriel le


parecían intrigantes los motivos por los cuales el puesto estaba sin ocupación,
pero Ana sólo le explicó que el trabajador que ocupaba el sitio se había marchado
sin previo aviso un mes atrás. Luego la charla se centró en sus vidas. El chico le
contó que era rafaelino y que sin mucho a cuestas viajaba por todo el país para
vivir de la música; que en su última presentación en Quitilipi se había hecho eco
de esta fiesta y no podía dejar de venir. Ana lo escuchaba atentamente, luego
fue su turno de hablar.

- Mi familia trabaja para los Santillán como lo hace media región, mi madre y yo
nos encargamos del servicio doméstico, mañana voy a formar parte del grupo de
baile así que los dos vamos a ser partes importantes de las festividades. Si
escuchás sonidos raros de noche no te asustes que de seguro es el Kakuy y su
canto molesto o los bichos que salen con la luna, tené mucho cuidado con las
yararás que acá son una plaga; en lo posible no salgas de noche de este puesto
por más que escuches cosas que te puedan llegar a alterar los nervios, total
estás de paso y nunca pasa nada malo en estos campos, nadie se atrevería a

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dañar de ninguna forma a esta familia tan poderosa-.

Charlaron y matearon hasta el atardecer y cuando el ocaso empezaba a insinuar


una señora en bicicleta apareció; era la madre de Ana que venía a buscarla para
regresar al hogar, los jóvenes se despidieron y Gabriel volvió a quedarse
acompañado únicamente por sus pensamientos; no pudo dejar de notar un aire
preocupante en las advertencias de su nueva amiga, que cosas tan terribles
podría llegar a oír para que sus nervios se estremecieran y como iba a cumplir
su labor si los ignoraba.

La experiencia que el pobre chico debió vivir esa noche sería capaz de alterar la
ansiedad de las personas más templadas. Primero la terrible soledad en la que
estaba inmerso generó desequilibrios en los pensamientos y percepciones de
Gabriel; su mente era una vorágine de ideas, el tiempo parecía transcurrir más
lentamente y los sonidos de los grillos lo alteraban profundamente impidiéndole
conciliar el sueño; no pasaba un solo vehículo por el lugar y esto le generó una
preocupación mayúscula. Pero lo peor no era eso, pronto comenzó a sentir
ruidos de movimientos en el pasto, como si cosas que el desconocía se
estuvieran arrastrando en el terreno. Estaba tentado a salir y sentarse en la silla
ya que temía que los ruidos fueran de personas que sigilosamente y, sin saber
que el puesto estaba nuevamente ocupado, se hubieran aventurado en el lugar,
pero recordó la advertencia de Ana y decidió simplemente quedarse recostado
en el catre y practicar su música con la guitarra para acallar su mente y por un
motivo práctico; si hubiera alguien afuera de seguro al sentirlo tocar se iría sin
dudarlo. Su fiel amiga le ayudo a relajar su ansiedad y olvidar por varias horas lo
horrendo de sus circunstancias sin embargo el cansancio arremetió sobre su
psiquis y lo instó a dormitar un poco con la guitarra encima.
Había logrado adormecer su conciencia por algún tiempo, pero de repente un
evento extraño lo despertó de su frágil estado onírico; eran sonidos espectrales
y lejanos en un principio, parecían retumbar en el aire. Se levantó sobresaltado
sin llegar a comprender inicialmente de que se trataba, eran generados por la
percusión de algún instrumento de eso no le quedaba duda; tomó una linterna
que encontró en un estante y salió para comprobar el origen de esos enigmáticos
ruidos. Al salir pudo captar con mayor sensibilidad las vibraciones que oía, su

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conocimiento musical le confirmó que eran bombos legueros y parecían estar
replicando el ritmo de chacarera típico de la región, pero no era físicamente
posible ya que se encontraba a kilómetros de la ciudad que era su idea más
racional, que habría alguna peña, pero en un instante esa idea quedó descartada
y lo que empeoraba fue el comprobar que parecían provenir del medio del campo
en dirección a la carpa. La situación los desconcertaba, no tenía forma de
dirigirse al lugar para revisar ya que la oscuridad era total sin embargo la
vibración de la percusión lo estaba enloqueciendo ya que legó al punto de sentir
en su propia mente el replicar de los legueros; la situación se tornaba
espeluznante y el pánico amenazó con atacarlo cuando, en un instante fugaz,
en la lejanía y en dirección al supuesto lugar desde donde se generaban los
sonidos pudo divisar una tenue luz rojiza, como un fuego encendido y a su
alrededor le pareció ver sombras más negras que la noche danzando alrededor
de esa manifestación espectral; bailaban al ritmo de los repliques y mientras
observaba paralizado e hipnotizado semejante espectáculo inexplicable una voz
se manifestó en su cabeza y le comunicó el siguiente mensaje-...los acordes
adecuados deberán ser entonados para que tus deseos se cumplan o para que
pierdas tu alma...-.Cuando escuchó esa rasposa voz en su cerebro lo terminó
por dominar el pánico; se escondió apresuradamente en el puesto y trancó la
puerta, se acurrucó temblando en el catre con una macana como defensa y allí
esperó. La espantosa experiencia pareció durar aproximadamente una hora;
cuando todo se tranquilizó y su estabilidad emocional pareció regresar pudo
comprobar en su reloj de pulsera que eran las 4 am. Estaba tan agobiado que
se desmayó de cansancio hasta que la alarma de su reloj sonó a las 6 am.

Ana regresó en bicicleta a la casilla por indicación de su patrona para llevarle


más alimentos al chico. Al llegar se encontró con un cuadro penoso; estaba
sentado en la silla, las ojeras que evidenciaban eran oscuras y estaba pálido y
notoriamente turbado. Sin perder tiempo le preparó un mate cebado con hierbas
para levantar su ánimo y le cocinó una buena torta asada en el horno de barro.
En un primer momento no parecía querer conversar, pero cuando se sintió más
repuesto lo primero que hizo fué preguntar lisa y llanamente a la chica si tenía
conocimiento de las cosas extrañas que sufrió durante la vigilia.

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-Tenía miedo que te pasara algo, no quería asustarte, pero si advertirte, mi tata
era el ocupante de este lugar; era bailarín como yo, nadie se comparaba en
talento con él. Siempre se quejaba de eventos extraños, de voces y sonidos en
su mente en ciertas épocas sobre todo durante la festividad de los Santillán; en
todo momento ignoró esos inexplicables sucesos, pero a medida que pasaba el
tiempo parecía más y más afectado por las experiencias que debía soportar.
Hasta que hace un mes una noche sin luna agobiado por sus nervios se aventuró
de noche en el campo para descubrir que estaba causando esos eventos y jamás
lo volvimos a ver desde esa noche, desapareció sin remedio según testimonio
del vigilante del segundo puesto que lo vio a distancia ingresar en los campos
con su bicicleta-.

Ana lloró desconsoladamente mientras contaba su historia y Gabriel la consoló


con un abrazo fraternal.

-Pero Ana decime una cosa, ¿no tenis idea de que puede ser ese fenómeno?,
¿los otros vigilantes que dicen de esto? -.

-Los otros vigilantes no ven ni escuchan nada extraño pero mi abuelo que es un
hombre de 90 años tiene una historia relacionada a esto, me la contó el día que
desapareció mi tata. Según él, antes de que estas tierras fueran alambradas,
estos amplios territorios eran visitados por los gauchos para participar de una
reunión extraña que se daba ciertas noches aquí; mi abuelo le llama la
Salamanca. Según la leyenda el Supay se apersona ante los gauchos que
desean obtener habilidades especiales o destacar en algún aspecto, pero con
consecuencias nefastas para el suplicante, generalmente los dones eran
otorgados pero el alma de la persona era la garantía de ese acuerdo. Yo temía
por vos porque sos músico y estas cosas raras parecen afectar a las personas
más sensibles, pero no quería alarmarte porque solo estás de paso y porque no
creo en esas supersticiones; de seguro mi tata se perdió afectado por la locura
y anda por los campos yirando o muerto-.

Gabriel escuchó la historia con atención; no podía explicar que vio esa noche,
pero desde luego no era tan irracional como para pensar que un aquelarre de

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demonios se desarrolló en sus narices. Poco a poco recuperó su bienestar
gracias a los cuidados de Ana que a cada instante le parecía más atractiva; tal
vez se quedaría una temporada en Quimilí.

Desayunaron y almorzaron juntos mientras observaban a los peones trabajar con


el ganado y los autos pasar por la ruta hasta pasado el mediodía la joven le indicó
que debía retirarse para prepararse para la fiesta, tenía que vestirse con los
trajes típicos y acondicionarse para el evento. Gabriel también deseaba practicar
así que se despidieron hasta la noche, ambos se prometieron mutuamente
lucirse en la gran peña.

Las horas transcurrieron volando para Gabriel quién se sumió completamente en


la práctica de su arte. Pronto, en un abrir y cerrar de ojos, el ocaso se presentó
sobre la región y toda la localidad comenzó a inundar el enorme terreno
paulatinamente; muchos ingresaban por caminos de tierra aquellos que
contaban con movilidad propia, los demás directamente sobre el campo
caminando o en sulkys. Los peones de los Santillán solo fueron requeridos ese
día para una sola labor, la de los preparativos de la fiesta; montar el escenario,
colocar las tablas que se emplearían para comida y los tablones que servirían de
asiento para la gente sumado a la correcta instalación de los elementos de
iluminación y sonido. Cuando la luz solar se atenuó y solo las estrellas facilitaban
la visión de las personas Gabriel se dirigió caminando los 17 kilómetros hacia la
carpa fascinado por la cantidad de gente que ingresaba desde distintos puntos
de la ruta; indudablemente la peña era gigante y que el padecimiento sufrido era
justificado. Llegó a la carpa luego de caminar dos horas en el campo y se
encontró con una alegre festividad iniciando; muchísima comida desde
empanadas, vino por doquier y carne asada a la estaca para toda la gente que
concurrió complementaban la gran cantidad de músicos y bailarines que se
lucían sobre el escenario. Vio a Ana ataviada con los trajes tradicionales bailando
con un grupo nutrido de personas al compás de gatos y chacareras que los
artistas regalaban a su público; la gran mayoría de los concurrentes eran
trabajadores del lugar. Pronto se presentó con la señora Santillán quién se
encontraba conversando con otras señoras de las altas alcurnias de la región en
un espacio especial reservado para ellos; se acercó para agradecerle y se

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sorprendió de no encontrar al patrón junto a ella, ; la animada mujer agradeció el
cumplido y le indicó que era su turno de demostrar lo que podía hacer con la
guitarra; se acoplaría al conjunto musical de guitarras y bombos que se
encontraban en ese momento tocando una chacarera doble, estilo musical más
largo a la hora de desplegarlo. Al concluir la canción se realizaría un impase y
ese sería el momento indicado para subir. Gabriel esperó aproximadamente 20
minutos, exactamente la cantidad de tiempo que duró el parate y, al subir
nuevamente los artistas, se sumó al alegre grupo con su guitarra y su corazón.
Eran aproximadamente 100 personas entre músicos y bailarines. Nuevamente
el repertorio era de chacareras dobles; se esforzó por lucirse como si fuera el
evento de su vida mientras sus ojos se posaban en su amiga la cual bailaba al
compás de su rítmica; la danza era sublime y hasta las estrellas parecían
mecerse con el ritmo y la impronta de los bailarines; la gente demostraba su
algarabía con los aplausos que habitualmente acompañan imitando el ritmo del
estilo musical folclórico cuyas raíces afro-indígenas son patentes en los
compases de su entonación. La presentación de Gabriel duró aproximadamente
45 minutos, al concluir, los aplausos fueron atronadores y su sonrisa denotaba
una satisfacción pocas veces experimentada por el chico. Ana lo observaba
sonriendo de la misma manera, su maquillaje y la ropa tradicional le otorgó un
porte precioso a su ya hermosa figura más hermosa aún y el joven músico no
pudo evitar sentir algo similar a un enamoramiento por la chica. Lo había
embrujado con su arte.

Las horas pasaron, se ubicó en el sector establecido para los artistas, tanto los
bailarines como los cantores, guitarristas y bombistos tenían un lugar reservado
para comer y beber a gusto; charló con todos y se hizo querer, les contó a todos
sus experiencias en el trajinar del camino y como se iba nutriendo en cada lugar
que visitaba, Las felicitaciones recibidas aumentaron aún más su sano ego hasta
que Ana le hizo señas con la mirada indicándole su deseo de pasar un momento
a solas con él. Juntos se retiraron de la enorme carpa y se encaminaron al campo
acompañados tan solo por el benévolo resplandor de las estrellas; no se
hablaban, parecía que disfrutaban tan solo de su mutua compañía y se
aventuraron muy al centro de los territorios de los Santillán, a varios kilómetros
de la carpa sin perderla de vista. Pronto, los deseos de los jóvenes fueron más

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fuertes y se besaron dulcemente en un instante eterno, donde los únicos sonidos
que acompañaban a la dulce pareja eran el del canto triste del Kakuy llamando
a su hermano perdido como cuentan los viejos y los ruidos de los insectos de la
noche. La vigilia era ensoñada, no reparaban en su alrededor, solo importaban
ellos y el fuerte deseo sensual l que los dominaba, cuando de repente y, de forma
súbita, un retumbe de legueros llegó a la mente de Gabriel. En un primer
momento creyeron que provenían de la peña, pero se sorprendieron al
comprobar que no era así; el viento estaba trayendo el sonido desde otro lugar,
más al interior del campo. El pobre chico empalideció dramáticamente, era la
misma y aterradora experiencia a la cual debió asistir la noche anterior.; dirigió
su mirada perdida al lugar de procedencia de esos fantasmales retumbes,
provenían exactamente del mismo territorio que la primera vez, a tan solo 4
kilómetros del lugar en el que se encontraban. Cuando pudo salir de su trance
pasajero sintió la necesidad de regresar a la seguridad de la carpa, pero su
semblante se desfiguró completamente al observar a su enamorada dirigirse sola
y solemnemente hacia el sitio donde el inexplicable acontecimiento se estaba
desarrollando. Entrado en desesperación por no comprender como Ana pudo
escabullirse sin que se diera cuenta y, además, se adelantara tanto hacia el lugar
maldito no dudo en seguirla para hacerla volver a la seguridad de la fiesta;
llamarla parecía ser inútil, no parecía oírle. La oscuridad era muy grande en esa
parte del territorio y los peligros eran muchos; podían perderse hasta inclusive
ser picados por víboras yararás las cuales son mortales, el no comprender como
Ana se adelantó tanto escapando a su vista de forma tan disimulada le generaba
más inquietudes a las que ya tenía y, sobre todo, la extraña forma en que la chica
caminaba aligerando más y más el paso le despertaba escalofríos; estaba como
hipnotizada y no hacía caso a sus gritos. Apenas podía verla en esa oscuridad,
ayudado apenas por la luz de las estrellas, desesperado la llamaba por su
nombre en vano hasta que accedieron a un punto extrañamente más luminoso
lo cual ayudó a que pudiera divisarla con mayor facilidad. Sin embargo, la luz no
era natural y mientras más se acercaban más terrorífico se tornaba el asuntó; la
siguió por un kilómetro directo a la luminosidad color roja y los ruidos en su mente
se tornaban cada vez más insoportables a medida que se acercaba a esa
extraña manifestación; al llegar a destino el horror se adueñó de su alma de
forma irremediable. Ingresaron a un campo donde oscuras figuras, diablos

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salamanqueros, danzaban locamente al són de los legueros invisibles; parecían
como hipnotizados por una fuerza suprema que los manipulaba a voluntad. Ana
se detuvo ante la luz roja que se ubicaba en el centro del terreno. Era desde el
fuego espectral donde se originaban todos los ruidos que podía escuchar. Ana
se detuvo ante la llama, se encontraba en trance profundo y no respondía a las
palabras de Gabriel, fue allí que lo vio; sentado en canasta frente al fuego etéreo,
una figura oscura como las demás que los observaba fijamente con sus ojos
color rojo fluorescente. Gabriel pasó del pánico al trance hipnótico causado por
el efecto de esos colores tan rojos como faroles en la oscuridad; en su mente
escuchó las mismas palabras que la noche anterior una voz rasposa conjuró
ingresando en su cerebro-...los acordes adecuados deberán ser entonados para
que tus deseos se cumplan o para que pierdas tu alma...-. Se repetían en su
cerebro con la una rapidez de un torbellino mientras los diablos danzaban con
mayor elocuencia. En un intento de salir del hechizo trató de ver a la chica que
tanto le gustaba pero su desesperación ya era total al comprobar la metamorfosis
sufrida por ella; la esbelta figura de Ana ahora era una sombra similar a las que
los rodeaban y en ese momento la roja luz de la fogata etérea que se encontraba
tras la demoníaca figura lo encandiló y envolvió por completo, ya no pudo
observar con claridad ninguna otra cosa que no fuera la sombra frente a él que
a su vez se iba disipando hasta dejar solo el color rojo rodeándolo
completamente.

Las búsquedas y rastrillajes fueron en vano, muchos dicen que se fueron solos
para vivir una vida errante, otros creen que el joven le hizo algo y luego de
desaparecerla se escapó por medio de los campos aprovechando la noche;
todas suposiciones infundadas ya que no se encontraron rastros que avalaran
ninguna de esas palabrerías de viejas chismosas de barrio. Sin embargo, otros
intuyen otras hipótesis; algunas noches los puesteros escuchan bombos
legueros resonar en la inmensidad y, muy sutilmente, la vibración de una dulce
guitarra al compás de chacareras dobles, alegrando a los diablos de la noche,
en un aquelarre sin fin.

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Nicolás Luciano
Nicolás Luciano Brito- 28/06/1990; ciudad de Rosario,
provincia de Santa Fe, República Argentina. Soy el
mayor de tres hermanos, hijo de un empleado de
panadería y una empleada no docente de la Facultad
de Medicina de la localidad de Rosario. Resido desde
mi natalicio en el Barrio Martin de la referida metrópoli;
soy egresado de la Facultad de Abogacía dependiente
de la Universidad Nacional De Rosario ejerciendo
actualmente la profesión de abogado. Curse mis
estudios primarios EGB en el colegio La Salle de la
misma ciudad, terminando mis estudios secundarios
polimodal en el colegio Cristo Rey De Las Escuelas
Pías recibiendo el titulo secundario en Humanidades y
Ciencias Sociales.

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J.A. Benson

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El señor Berton acostumbraba a sentarse en aquel sillón carmesí aterciopelado
buscando descanso para su cuerpo, pero no para su mente, la cual recibía una
tormenta de pensamientos y, sólo una dosis de Jack Daniels o Johnny Walker
verde lograba ponerlo en aquel confort de lúcida estupidez. El estudio
permanecía en tinieblas, excepto por la escasa luz que producían las velas
gastadas por noches de lectura pretérita.

Era el clásico hombre bien instruido, larguirucho y pálido que languidecía tras las
largas jornadas laborales y, lo único que parecía no agotarlo, era enfrascarse en
lecturas de hojas gastadas y amarillentas. Esa noche parecía que sus excesos
le habían dejado poco dispuesto para la lectura. Nuestro ebrio personaje se
limitaba a permanecer abigarrado en aquel rincón, sentado mientras fumaba su
cigarrillo. Así, se balanceaba entre la inconsciencia y la lucidez, pero siempre
acompañado de sus vicios, sin el menor cuidado de aquella carcasa llamada
cuerpo.

En ese momento, había sonado el teléfono. Berton se balanceó lentamente y


levantó la bocina. ¿Quién habla? —preguntó.

Disculpa mi impertinencia Berton, acabo de recordar que la diferencia de hora


es grande, te he enviado un paquete, seguramente te llegará en unos días.

¡Fernando! No te preocupes, no estaba dormido.

En ese caso, te dejo para que descanses, en unos meses iré a México y
podremos conversar con más calma. De momento, no puedo salir de Asturias.
Encontrarás interesante el paquete, ¡cuídate, amigo!

Espera, ¿cómo? ¿Un paquete, dices? —preguntó el ebrio.

Fernando había colgado. Berton no tuvo tiempo para intriga y, cansado, no tardó
en quedarse dormido.

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A la mañana siguiente, Berton se levantó, preparó el café y se sentó a trabajar
en su escritorio. En ese instante, sonó el timbre y, con fuerza inusitada, se
levantó para mirar por el ojillo de la puerta. Era un empleado del correo y traía
una caja con él. Rápidamente, corrió los cerrojos para recibir el paquete, el cual
fue entregado tras finalizar con todas las formalidades.

Sólo firme aquí Sr. Berton.

Se lo agradezco. Es muy puntual el servicio, me comunicaron que me lo


entregarían hoy y así ha sido.

Buen día —dijo el paquetero y partió.

Una vez dentro de la habitación, Berton colocó la caja sobre la mesa, tiró el
cordón y cortó la cinta adhesiva. Una vez hecha la operación, miró en su interior
para sacar su contenido. Había un libro negro forrado en piel, tenía unos detalles
de color oro, como marcas decorativas. Era un libro antiguo, sus hojas estaban
manchadas por la erosión del tiempo y se notaba que era una reliquia de alto
valor o, si no, una falsificación de un experto.

El libro tenía símbolos alquímicos que Berton reconoció, en la cubierta había


plasmada la figura de una salamandra. Cuando abrió el libro, una hoja cayó al
suelo, ¡era una carta! La hoja estaba escrita a mano con letras alargadas en
escritura bastante singular y exagerada que, sin duda, hubiera causado revuelta
en el terreno de la grafología.

Para Berton:

Querido amigo, decidí enviarte una carta para contarte la naturaleza del libro y
para hacerte una petición. Debido a la temática de la obra, entiendo que puedas
experimentar un escepticismo, pero debes entender que lo que nos atañe es su
valor histórico en el caso de ser auténtico. Esto es precisamente lo que te quiero
pedir. Quiero que vayas a algún laboratorio y realices la datación pues yo no
puedo conservarlo aquí. Si retengo una obra con valor histórico las autoridades
la confiscarían. Te pagaré y, en el caso de venderlo, también te daré una parte.

Como sabes, después de abandonar México e instalarme en Asturias estuve


recorriendo diferentes regiones. Me instalé en la Abadía de Santa Sofía. La vida
ascética comenzó a resultarme placentera. Nunca me sentí tan elevado de

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espíritu. Un día le pregunté al Abate si eran ciertos los rumores de tesoros y
libros prohibidos que solían tener las abadías. El Abate me dijo que el anterior
administrador había desechado todos los libros y otros habían sido vendidos.

Cuando abandoné la abadía visité a los anticuarios y, tras varios intentos fallidos,
encontré un libro que el traficante alegaba haber obtenido limpiamente,
asegurando que era parte de la colección de la Abadía. El anticuario tenía razón.

Te lo encargo mucho.

Atte. Fernando B.

Berton dejó la carta sobre la mesa y cogió el desgastado libro. Durante la lectura
encontró ilustraciones de caballeros, símbolos alquímicos y detallados ritos de
iniciación de lo que parecía ser una organización monástica. Aparentaba ser un
libro de la época medieval por sus ilustraciones toscas, las letras minúsculas
eran claras y redondeadas, las letras capitales eran largas, su castellano
indicaba que, a lo sumo, sería posterior al siglo XIII, pues en siglos anteriores el
latín dominaba, incluso en España.

La lectura trasnochada le había revelado a Berton un poco sobre la organización,


al parecer la Orden había sido una hermandad secreta sin afiliación religiosa que
se remontaba a los primeros 1000 años del cristianismo. El autor había sido un
hombre conocido como Kadan Herrera. Sus miembros, llamados “Caballeros
Caudados”, realizaban grandes ceremonias en la profundidad de grutas oscuras,
encomendando a seres celestes, y su emblema era la mismísima Salamandra,
conocido símbolo alquímico. Su influencia se propagaba en España, Francia e
Inglaterra. No había ubicaciones exactas de sus cuarteles o abadías y el único
nombre que se mencionaba era el de Herrera. En resumen, la obra era un libro
de magia que hablaba de seres procedentes de otras esferas y la forma de
contactar con ellos, incluso ganar su favor.

A Berton le recordaba a las tradiciones ocultas del antiguo Egipto, donde el


iniciado era conducido por caminos subterráneos donde confrontaba distintos
miedos hasta encontrarse al sumo sacerdote, al que se designaba como
“Hierofante” para guiarlo en su prueba final. Pero el libro, lejos de ser una guía
sobre los ritos de la vida y muerte, parecía ofrecer comunicación con entidades

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de otros planos, lo cual le recordaba a Berton toda lo que aseguraba Crowley, la
existencia de un “Aiwas” quien, por medio de su esposa, le dictó el libro de la ley.

Parecía que el anonimato era pieza clave de su misión o bien podía ser una
organización ficticia. Pero eso también resulta difícil de creer pues el libro poseía
los sellos de la Abadía de Sofía, por lo que era un texto oficial, al menos con
legitimidad de unos 300 años.

Dos semanas después, cumpliendo con la voluntad de su amigo para averiguar


la antigüedad del libro, Berton viajó a Massachusetts para acudir al
Departamento de radiometría de la Universidad de Miskatonic. Berton esperaba
sentado en un banco frente al parque del Instituto.

Un hombre con bata se acercaba hacia Berton.

¿Señor Julio Bates? - preguntó él.

Así es. Usted debe ser Berton Hess. Mire, estaba en una reunión, debo volver
pronto, acompáñeme. Debe tener en cuenta que será preciso arrancar un
fragmento del libro para poder realizar la datación, ¿está de acuerdo?

Si no hay otra manera… —contestó Berton.

Pues con lo que dispongo aquí no la hay. Pero le aseguro que será algo
minúsculo y usted podrá volver por los resultados en dos días —dijo Bates
tratando de suavizar el asunto.

Entonces le dejo el libro. Me retiro.

Que tenga buen día y gracias por la confianza, Sr. Berton.

Berton salió del laboratorio mientras Bates le seguía para encaminarlo hasta la
puerta.

Habían pasado semanas desde que Berton había visitado al Sr. Bates. Durante
todo este tiempo, Fernando no contestaba el teléfono. Hess no podía esperar
para compartir con Fernando la noticia de la autenticidad del libro. La datación
por isótopos había revelado que su antigüedad rondaba los 900 años. El grimorio
salamandra estaba en el buró guardado. Berton miraba en su dirección. En ese
momento suspiró y salió del estudio.

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Horas más tarde el hombre volvió, venía con una botella de whiskey en la mano,
un tono colorado cubría su rostro y se había desabotonado un poco la camisa,
seguramente se sofocó al subir las escaleras o por el efecto de la bebida. Se
dirigió hacia su librero y deslizó la yema de sus dedos sobre los numerosos libros
que tenía en el mueble, desde libros estrictamente académicos, hasta los de
ficción, y aquéllos que pertenecían al terreno de lo oculto; algo curioso para
alguien que se jacta de ser amante de la razón y perseguidor de la
pseudociencia. Era obvio que guardaba algo de superstición o, por lo menos,
que sus creencias, aunque latentes, seguían en su interior demostrando que
abrigaba pensamientos metafísicos, sobrenaturales y del terreno de lo onírico.

Berton miró de nuevo el buró y fue lentamente hacia el mueble para sacar el
grimorio. Fue a su escritorio, tomó asiento y continuó leyendo el libro justo donde
se había quedado.

Tres noches después Berton estaba ungido en aceite, rodeado de algún humo
de hierba aromática que inundaba la atmósfera del estudio. Él se encontraba
hincado en el suelo con un camisón negro que le llegaba hasta las rodillas y
empezó a recitar un extraño verso:

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No parecía ocurrir nada, sólo silencio. Decepcionado, Berton arrojó el libro a una
esquina y se tiró al suelo, boca arriba. Un aire frío penetró por la ventana y, con
fuerza inusitada, apagó el fuego de la urna que fue utilizado para la invocación.
Habiéndose quedado en completa oscuridad, Berton volteó hacia la ventana
para posar su mirada sobre la única fuente de luz, la luna. De pronto, una
llamarada surgió en la urna donde antes se había extinto el fuego. Berton se
incorporó y ahí, frente a él, observó su reflejo en el gran espejo que se sostenía
en la pared.

La terrible figura que mostraba el reflejo no era humana; una criatura vestida con
camisón negro con cabeza de anfibio, pálido, de ojos negros y brillosos se
asustaba al mismo tiempo que Berton, ¡era él! Su rostro era como el de una
bestia caudada; tenía una apariencia escamosa, brillosa y repugnante. Berton
abrió la boca horrorizado y fue testigo como de ella escapaba una larga y oscura
lengua que serpenteaba y se batía en el aire. Como alguien en shock que no
soporta la realidad en que vive, y teniendo a la mano los elementos de su propia
autodestrucción, Berton tomó la botella de whiskey y se bañó con su contenido,
buscó desesperado la caja de fósforos que había en la mesa y se prendió fuego,
¡fuego!

El segundo piso de la casita verde de la calle Pushkin # 23 se hallaba en un


infierno de llamas. Cuando los vecinos se percataron del incendio y llamaron a
los bomberos, se dijo que allí vivía un hombre. El humo se elevaba por la ventana
y, desde la calle, se veía las llamas que crecían y amenazaban con extenderse
en el resto de las habitaciones. Pero el auxilio había llegado rápido y, una vez
apagado el incendio, los bomberos subieron y llamaron a Berton. Pero nadie
contestó. Así que forzaron la puerta, pues se encontraba cerrada por dentro,
pero al entrar en la habitación, no había nadie, sólo un triste cuartucho ahumado
hasta el techo y una ventana abierta.

La salamandra se ha usado ampliamente en la antigüedad en heráldica y fue en


la época medieval símbolo alquímico del fuego por su inmunidad a éste. Lo cierto
es que la protección es sólo momentánea, la epidermis les confiere una
protección temporal contra las llamas.

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J. A. Benson
Jason Jesús Aguilar Benson, también conocido como J. A.
Benson es un Lic. en biología y escritor mexicano. Nació
en Santa Rosalía B.C.S. Ha participado en varios talleres
de escritura y colabora en revistas digitales. En marzo del
2017 publico su primera obra, una narrativa de horror que
incorpora elementos de la ciencia ficción titulada Omatidia.
Actualmente desempeña labores como docente y escritor
freelance. Benson es promotor de la revista Verminautas
de la cual es fundador y administra un sitio web dedicado
a reseñas literarias llamado Librero Independiente.

Intereses

Educación, publicaciones impresas, redes sociales,


lectura, paleontología, filosofía, Literatura de ficción, open
source, Horror, cine de culto, dibujo, reseñas literarias,
escritura, ciencia ficción.

Bibliografía

"La voz de otros tiempos" en El Matavenados (2015).

"Omatidia" Ed. Kindle Amazon (2017)

"El descanso de Mckintosh" Verminautas (2017).

Páginas:

http://www.facebook.com/jabensonzor

https://libreroindependiente.wordpress.com

https://www.facebook.com/Verminautas

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El terror psicológico es un subgénero que nace a partir del relato de terror
propiamente dicho. ¿Cómo podemos definirlo? Básicamente cuando el
argumento de la historia gira en torno a los miedos e inestabilidad emocional de
sus protagonistas como forma de crear tensión.

El propósito principal del terror psicológico no es producir miedo en el lector,


sino incomodidad, inquietud, al exponerlo a las vulnerabilidades emocionales y
psíquicas de sus protagonistas; en otras palabras: aquellas regiones oscuras,
insondables de la mente humana, que Carl Jung identificó con el arquetipo de la
sombra.

De este modo, el terror psicológico se basa en los conflictos propios y


colectivos del sujeto. No se trata de historias de monstruos, sino de seres
humanos que coquetean con lo monstruoso que habita en nosotros.

Repasemos las 10 mejores novelas de terror psicológico.

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1- El señor de las moscas - William Golding
William Golding revierte el paradigma de Peter Pan y los Niños Perdidos, quienes
vivían sin la presencia de adultos en un mundo gobernado por la diversión y el
compañerismo.

Aquí ocurre todo lo contrario: un grupo de niños quedan aislados en una isla,
solos y sin adultos cerca. Muy pronto las cosas se tornan siniestras. Estos niños
perfectamente educados retroceden hacia un tipo de civilización bárbara, donde
gobierna el más fuerte y se realizan toda clase
de ritos abominables, entre ellos, el sacrificio
humano.

A mi juicio, El señor de las moscas es sin


dudas la mejor novela de terror psicológico de
todos los tiempos, aunque en ella se advierten
algunos matices alegóricos que la desmejoran
ligeramente. Lectura imperdible.

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2- El retrato de Dorian Gray - Oscar Wilde
Oscar Wilde nos plantea en El retrato de
Dorian Gray lo que podría ocurrir si no
sintiéramos culpa, o mejor dicho, si el
sentimiento de culpa que procede de nuestros
actos pudiese ser recluido en algún otro lugar
externo a nuestra psique, en este caso, un
retrato con propiedades asombrosas.

Naturalmente, ese retrato sería una pieza más


bien perversa, obscena, cruel; mientras que
nosotros andaríamos por el mundo libres de
culpa, lo cual nos volvería sujetos realmente
peligrosos.

Todo eso ocurre, y más, en esta extraordinaria


novela de terror psicológico.

3- El silencio de los corderos - Thomas


Harris

Algo de eso ocurre en El silencio de los corderos:


un psicópata que no siente culpa ni
remordimientos por sus atroces actos de
canibalismo, y una agente del FBI que todavía se
reprocha no haber hecho algo para salvar a por lo
menos un cordero del matadero durante su
infancia.

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Los impulsos libres de uno, o desatados, mejor dicho, y los miedos reprimidos
del otro se unen en una gran novela de terror psicológico.

4- La maldición de Hill House – Shirley


Jackson

Lo que a primera vista parece una simple


historia de fenómenos paranormales se
transforma aquí en un verdadero
monumento al terror psicológico.

No es esta casa embrujada lo que


verdaderamente asusta, donde ocurren
sucesos de tipo poltergeist y fenómenos
de actividad paranormal, sino la
posibilidad inquietante de que esos
mismos episodios procedan de la psique
desequilibrada de sus habitantes.

5- El resplandor - Stephen King


Déjese a un alcohólico en un contexto donde pueda metabolizar sus demonios y
obtendrá usted una de las grandes novelas de terror psicológico de todos los
tiempos.

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Perfecto, Stephen King no se queda solo con eso, sino que incluye la presencia
de entidades innombrables dentro de los muros del Overlook Hotel; sin embargo,
el verdadero horror no surge de allí, sino de los impulsos homicidas de su
protagonista.

Lo paranormal, al menos aquí, solo sirve como disparador del verdadero horror,
estrictamente psicológico.

6- La isla siniestra (Shutter Island) - Dennis


Lehane
Una de las más interesantes novelas de terror
psicológico de los últimos tiempos.

Aquí, un investigador llega a una isla que


funciona como residencia psiquiátrica para
criminales e individuos realmente peligrosos
para la sociedad, solo para descubrir que él
mismo forma parte de un tratamiento
impactante.

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Interesante homenaje a la novela gótica, y especialmente a la idea de Edgar
Allan Poe de un hospital psiquiátrico dirigido por lunáticos.

7- Psicópata americano - Bret Easton Ellis


¿Qué puede decirse de un psicópata
que comete toda clase de crímenes?

Seguramente que merece la cárcel de


por vida; sin embargo, aquí las cosas
son un poco más complejas.

Este psicópata solo comete homicidios


en su imaginación, constantemente y
con un grado de crueldad y una
minuciosidad espantosas, aunque
nunca los traslada a la realidad.

Si los pensamientos son hechos de la


mente, entonces aquí estamos frente a
una de las mentes más horrorosas de la
literatura moderna.

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8- El coleccionista - John Fowles
Cualquier coleccionista de mariposas es, sin dudas, sospechoso de albergar una
atroz vida imaginaria.

Tal es el caso de Frederick Clegg, un


hombre tranquilo, contemplativo, que
adora coleccionar mariposas, pero
también acechar desde las sombras a
una bella estudiante de arte, Miranda
Grey.

Con ella ejecuta la misma estrategia


que para cazar mariposas: esperar,
capturar y coleccionar.

9- Flores en el ático - V.C. Andrews


Horror psicológico en estado puro.

Aquí, cuatro hermanos son aislados del mundo en el interior de un frío, húmedo
y desolador ático.

Lo que ocurre allí es demasiado horroroso como para describirlo fuera de su


contexto.

Baste decir que se trata de una gran novela de terror psicológico.

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10- Otra vuelta de tuerca - Henry James
Extraordinaria novela de fantasmas, pero donde los fantasmas realmente
escasean y, en cambio, son sustituidos por amorfas y oscuras presencias
producto de la psique de una niñera muy influenciable.

En este caso, no son los niños quienes


tienen pesadillas luego de oír una historia
de miedo, sino los adultos que desatan
sus miedos infantiles al escuchar a los
niños y sus extrañas teorías sobre lo que
ocurre tras la muerte.

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59
Dan Aragonz

La grieta
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La estruendosa lluvia que desbordaba el riachuelo junto a la granja y que
también trataba de colarse por las fisuras del techo de la casa, no era
impedimento para que Milton Bosch, quien mantenía la cabeza apretujada bajo
la almohada, cubierto de tres mantas tejidas por su difunta esposa, estuviera
dormido. Siempre dejaba un vaso con agua y sus gafas sobre la mesilla junto a
la cama, por si despertaba sediento en mitad de la noche, o se acordaba de
retomar la novela de terror preferida de su mujer, que le costaba terminar, por la
dificultad que le suponía recordar se de algunos capítulos y personajes. Con el
tiempo. Se sorprendía la mayor parte de las veces dormido, en su intento por
avanzar páginas. Solo atinaba a estirar su brazo y apagar la bombilla, para
volverse a dormir; a sus sesenta años, la vida era lenta y cada vez, se hacía más
borrosa.

Inclinó su cuerpo huesudo sobre la cama y se quedó sentado, en silencio.


Atento a un silbido que escuchó venir del patio de su granja. No podían ser
pájaros bajo la lluvia a las cuatro de la mañana, y menos el viento soplando bajó
aquella lluvia vertical. Sospechaba que se trataba de alguno de sus vecinos.
Quienes no se mostraron nada de contentos, el día que plantó el letrero que
avisaba de la venta de la propiedad. Pero no había nada que pudieran hacer; su
abogado, que también era su mejor amigo. Estaba a punto de cerrar el negocio
con el comprador de la ciudad, y no iba a permitir que nada se interpusiera en
sus planes. La venta estaba casi lista.

Bajó de la cama, sin encender luces que delataran su posición. Y cogió lo


primero que encontró a mano para vestirse y se acercó descalzo, sigiloso, hasta
la única ventana de su cuarto. Con la esperanza, que no se tratara de un ladrón.

Removió la cortina y asomó su rostro por el vidrio empapado. Descubriendo


que el silbido había cesado y que quizá solo se trataba de su imaginación. A su
edad, le costaba tanto recordar como generar nuevos recuerdos. A veces se
sentía como pausado en el presente sin poder avanzar. Pero sabía que apenas
vendiera el terreno eso cambiaría con las vacaciones que se daría.
Se dio media vuelta para regresar a la cama, pero esta vez, escuchó pisadas

61
que no le hicieron dudar, que alguien estaba fuera de la casa. Se quedaban
pegadas en el barro a medida que las sentía avanzar, provocándole la misma
sensación que las historias que leía su esposa en voz alta, mientras trataba de
quedarse dormido. Había escuchado sonidos extraños en su vida, pero este en
especial, le causó inseguridad. Seguro, se trataba de un animal que quería
comerse las últimas hortalizas que mantenía reservadas para un cliente sobre
un carro de madera a un costado de la casa.

Salió corriendo bajo la lluvia, con una linterna y un trozo de madera que
mantenía colgado detrás la puerta para defenderse. Y se encontró de frente, con
el lugar que había previsto en la oscuridad.

Apuntó con la luz unas pisadas que se notaban frescas, y supo de inmediato,
por la forma que tenían las huellas, que no podía tratarse de un ser humano;
eran profundas y formaban un círculo de tamaño considerable en el barro. Como
si un caballo hubiese caminado en dos patas y luego hubiese desaparecido sin
dejar rastro. Lo que le parecía sospechoso; estaba seguro que trataban de
asustarlo para que no vendiera la propiedad.

Entró a la casa, tras deambular un rato por los alrededores, sin encontrar
nada. Y se quitó la ropa mojada para meterse a la cama. Al rato, en un intento
fallido por leer para olvidarse del asunto, se quedó dormido.

Por la mañana. A eso de las diez. Minutos antes que el reloj sonara. Un ruido
similar al de la noche anterior, lo despertó y lo lanzó fuera de las sabanas. Al
remover las cortinas también tejidas por su mujer. Encontró un hermoso sol que
bañaba el cielo, y las nubes, que habían terminado de desbordar el arroyo por la
noche, se habían desvanecido. Cuando volvió a poner atención al sonido que
persistió en sus oídos. Observó a la distancia, a través del vidrio, junto a la
desmoronada cerca que rodeaba su terreno. A un pequeño novillo de ojos
saltones, que mordisqueaba la madera y emitía quejidos similares a los lamentos
de un bebe hambriento.

Se vistió y salió apresurado de la casa, hasta llegar a los límites de su


propiedad para ahuyentar al animal; estaba seguro que este no le traería más
que problemas, aunque criar ganado para hacer algo de dinero adicional, no era

62
mala alternativa. Pero a su edad, era demasiado trabajo, y no tenía el cuerpo, ni
el tiempo para dedicarse a ello. Además, solo faltaba un día para que el futuro
dueño se presentara para dar un último vistazo a la granja, antes de cerrar el
negocio.
Trató de ahuyentarlo con gestos y sonidos guturales. Pero al mirar a su
alrededor, se dio cuenta de una veintena de vacas mal agestadas, que se comían
la hierba entre los arbustos y se bebían el agua del arroyo. Sus cuerpos
desnutridos, la mayoría demasiado huesudos y de pelaje grisáceo, parecían
estar más muertos que vivos. No era difícil saber que estaban enfermos; Sus
ojos suplicaban que alguien terminara con su sufrimiento.

Regresó corriendo a la casona y cogió su escopeta. Pensando en meterles un


tiro si hacía falta; no quería contraer enfermedades, y menos, tener a una decena
de cuerpos putrefactos en los campos fértiles que estaba a punto de vender.
Bajó la pequeña escalera de la entrada, introduciendo un cartucho en el arma
que cargaba entre las manos. Mientras avanzaba con cautela, y medía una
distancia prudente para apretar el gatillo.

Disparó al aire una vez, pero los animales no se inmutaron. Continuaban


comiéndose la maleza a los pies de los arbustos, y ni siquiera habían levantado
sus cabezas para ver de dónde provenía el estruendo. La segunda bala tampoco
funcionó. Y la tercera. Solo fue malgastar la última munición. Simplemente, no le
habían hecho caso. Por lo que volvió furioso a la casa por más municiones. Pero
recordó que ya no tenía; había gastado todas las cargas, el día que murió su
esposa.
Sabía que su problema matutino se había agrandado y convertido en una
pesadilla, porque el sol justo sobre su cabeza marcaba el medio día. Se sentó
en su silla mecedora a un costado de la escalerilla de la entrada y observó que
el ganado moribundo parecía estar multiplicándose sin parar; ahora había
cientos, e incluso más, que parecían rodear la granja.

A lo lejos. Escuchó a unos caballos que se aproximaban a paso lento. Estaba


seguro que su cliente venía por las hortalizas que le había guardado y para su
suerte, estarían con una pinta estupenda, por la lluvia que las había bañado

63
durante la noche. Era su comprador especial, porque siempre le pagaba el
mismo día y en efectivo.

El sujeto estacionó junto a la cerca y se bajó de la carreta, tranquilo. Pero le


bastó solo echar un vistazo a la granja, para subirse al carro y tironear de los
animales para regresar por donde había llegado.

Milton se levantó y salió apresurado para no perder el dinero. Pero al pisar el


segundo escalón, resbaló y cayó al piso, y con ello, la oportunidad de vender lo
que de seguro, terminaría podrido.

Desde el suelo trató de incorporarse, con un terrible dolor de la espalda. Pero


se dio cuenta que la carga, que tenía a un costado de la casona lista para la
entrega, estaba vacía; Parte del ganado esquelético se la devoraba y no
quedaba casi nada.

Corrió para ahuyentar los animales, que parecían más muertos que vivos. Y
les lanzó varios golpes, con el fin que dejaran de engullir. Pero al mirar el rostro
de una vaca, que parecía que el cráneo se le asomaba bajo las heridas que tenía
en la cabeza, se alejó con asco. También observó que, en la boca, donde
mascaba algunos tallos, le sobresalía entre los dientes, la enorme cola de una
rata. Pero de eso, no estaba seguro.

Se alejó de las bestias, pensando en contratar algún servicio para sacarlas del
terreno como única solución. Pero para eso, debía viajar a la ciudad y ya era
demasiado tarde. No le quedaba más que esperar hasta el amanecer. Sobre
todo, porque no veía bien, aunque utilizara sus gafas para conducir de noche. Lo
que eliminaba la alternativa de aventurarse por la carretera hasta la ciudad, a
esa hora. De alguna forma extraña, albergaba la esperanza que se fueran
durante la madrugada.

Pasada la media noche, mientras rogaba de rodillas junto a la cama a una


fotografía de su esposa, que la venta de su propiedad se cerrara de forma
normal. Volvió a escuchar en el patio las mismas pisadas, que lo incomodaron la
noche anterior.

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Tomó su escopeta y la linterna. Y no dudó en salir tan rápido como pudo,
sabiendo que el arma no portaba balas. No toleraba la idea que alguien se
interpusiera en sus planes. Y estaba dispuesto a hacer lo que fuera, si alguno de
sus vecinos intentaba interponerse en su camino. Incluyendo, mancharse las
manos de sangre.

— ¿Quién anda ahí? — dijo apuntando con la linterna — ¡Si quieren impedir
que venda este maldito terreno están muy equivocados! ¡Ya está vendido y no
acepto ofertas! —gritó, mientras avanzaba cauteloso con el rayo de luz delante,
en medio de la oscuridad.

—¿Quién te ha hecho esto? —dijo un hombre, que se quitó el manto negro


que le cubría el rostro y dejó al descubierto su largo cabello blanco.

— ¿Qué haces en mi propiedad? —dijo Milton sorprendido. —Si te han pagado


para asustarme, pues tengo malas noticias, no lo han conseguido. — dijo,
mirando su alrededor, inseguro. —Lárgate y no quiero volver a verte de nuevo
por aquí. —dijo apuntándole.

— ¿Son tuyos? —dijo el sujeto, que comenzó a mirar a los animales a su


alrededor. — Parecen enfermos y perdidos, como tú —dijo, acercándose y
acariciando la cabeza de una vaca moribunda.

— Si te los llevas, puedo pagarte —dijo Milton soltando una leve sonrisa—
Quiero que desaparezcan de mi vista.

— No me has dicho tu nombre.

—Milton Bosch—dijo nervioso.

— Milton. Solo necesito una cosa para ayudarte. —dijo el sujeto.

—Lo que pidas con tal que la tierra se trague a estas malditas bestias.

—Cuidado con lo que pides. Las palabras son muy poderosas. Como la
maldición que te han echado.

— ¿Dé qué demonios hablas? —lo miró Milton, asustado.

—Magia negra.

—Esos malditos bastardos. Ya sabía que algo raro pasaba. Esto no es normal.

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—Pero no te preocupes, puedo llevármelos. Solo con una sola condición. —
dijo el sujeto que se dejó lamer la palma de la mano por otro animalucho que se
le acercaba. —No puedes abandonar nunca este terreno —dijo el hombre,
acercándose con un sonido en sus pisadas, que le resultaron familiar a Milton.

—Un momento ¿Quién diablos eres? — dijo Milton tratando de mirarle las
piernas que no podía ver por el manto que le caía sobre el cuerpo.

— ¿Sabías que una sola gota de sangre revela la maldad de una persona? —
dijo el sujeto hiriéndole la palma de la mano con sus largas uñas.

— Pero ¿qué haces? —gritó Milton asustado y se echó para atrás. Soportando
el arma en una sola mano.

—Tengo tu palabra — dijo el sujeto que volvió a cubrirse la cabeza— Y no lo


olvides. Nunca debes abandonar estas tierras—dijo mientras se alejaba silbando
una dulce melodía.

Milton se quedó de pie y bajó su arma. No podía creer lo que estaba viendo.
El ganado moribundo comenzaba a seguir al tipo, quien continuaba con la
musiquilla entre sus labios y se perdía por el camino. Pero aunque todos los
animales desaparecieron de su granja, desconfío del truco.
Regresó a la cama y tomó el libro de su mujer para pensar en otra cosa. Sin
dejar de preguntarse, quién podía odiarlo tanto, como para lanzarle una
maldición. Al rato se quedó dormido, en otro intento fallido por avanzar páginas.

Cuando abrió los ojos por la mañana. Lo primero que hizo fue arrimarse a la
ventana. Esperaba que la visita nocturna, no fuera un extraño sueño que su
mente había provocado para resolver su infortunio y estaba en lo cierto; los
animales enfermos habían desaparecido, y con ellos, aquel sujeto que
comenzaba a resultarle familiar en su cabeza. Pero no podía recordar donde lo
había visto.

Pensó en el trato pactado, pero no le importaba demasiado; Milton Bosch solo


pensaba en sí mismo, y en llenar su camioneta con las últimas cosas de valor
que tenía dentro de la casa, antes de largarse rumbo a la ciudad para
hospedarse en un hotel. Aunque no sabía cuántas lo eran, por sus problemas de
memoria; el bendito día por fin había llegado y solo necesitaba recibir la llamada

66
de su abogado, avisándole que se presentaría en un par de horas con el nuevo
dueño. Acarreó algunas de sus pertenencias al vehículo, para no perder tiempo.
Dio un portazo al maletero, que casi no cedía por la cantidad de cosas que
había encajado a la fuerza dentro del coche. Y para no perder espacio, prefirió
dejar la escopeta en casa, sin problema. Echó un último vistazo al terreno, antes
de encender el motor de la camioneta. Y sin mirar por el retrovisor durante un
buen rato, para no desconcentrarse, aceleró.

En solo un par de horas se encontró en la ciudad, descansando. Recostado


sobre la cama de agua, en la habitación lujosa que había alquilado de camino.
Donde recordó el libro de su esposa, que se le había quedado sobre la mesilla
de noche. Lo que no le importó demasiado. Había cosas que era mejor olvidar,
para no invadir el presente prospero de una buena persona. Además, no
recordaba casi nada el libro. Su memoria cada vez, estaba peor.

Cuando estaba a punto de llamar a su abogado, para saber cómo había ido el
negocio. Su teléfono sonó.

— ¡Algo ha sucedido y dicen que no me dejaran salir, hasta que vengas aquí!
—Milton alejó el auricular por el grito. — ¡Y yo no firmo nada, hasta que vengas
Milton! ¿Me escuchaste?

Milton Bosch colgó el teléfono y salió con lo puesto. Dos horas más tarde, se
estacionó donde siempre dejaba la camioneta, junto a la reja, muy cerca de la
entrada y abrió la puerta.

Asomó la cabeza sobre la cubierta de la cabina al salir del coche. Mirando si


veía aparecer a su abogado por algún sitio, pero no lo encontraba. Su nariz sintió
un hedor repugnante que casi lo hace vomitar. Pero no era el único que lo
soportaba; sus vecinos que estaban reunidos dentro de su propiedad, también
se tapaban la nariz y la boca con ambas manos, para soportar el tóxico ambiente
que había. Los rostros enfadados de los campesinos, no se admiraban
precisamente de su presencia. Lo que lo asustó mucho; No se imaginaba el
motivo de la rabia de sus vecinos. Hasta que su abogado salió gritando de la
casona y fue a su encuentro.

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— ¡La venta ha sido cancelada! —dijo, acercándose a Milton. — El tipo que iba
a comprarla vio a estas personas descontroladas sobre mi auto y se asustó. —
el abogado echó un vistazo a los campesinos y luego continuó. — Por suerte,
logré escapar de estos lunáticos y meterme ahí dentro. Convenciéndoles que
vendrías a darles una explicación.

— Pero ¿qué les pasa? — dijo nervioso. — ¿Qué hacen en mi propiedad?

— Me podrías explicar ¿Qué demonios es eso? —dijo el abogado que se hizo


a un lado y lo dejó pasar.

— ¿Qué cosa? —dijo Milton acercándose y cubriendo su nariz, temeroso a que


sus vecinos que formaban un círculo en su terreno, se abalanzaran sobre él,
aunque poco les faltaba.

Empuñaban sus manos con rabia y le miraban con verdadero odio mientras se
acercaba.

— ¿Tienes algo que decir? —dijo un hombre de barba que salió del circulo que
tapaba la visión de Milton.

— ¿De qué hablas Owen? —dijo Milton reconociendo al sujeto, esperando por
su rostro enfurecido, que le lanzara un puñetazo para defenderse.

— ¡Hablo de esta porquería! —dijo el hombre, llevándose una mano a la boca


por el asco que sentía—¿Qué has hecho con nuestros animales maldito hijo de
puta? —señalando con la otra mano, el espacio que había dejado entre las
personas.

Milton lo miró confuso y se acercó lo suficiente, para recibir de frente el


putrefacto olor que lo hizo vomitar; en el centro del terreno se extendía una larga
grieta en la tierra, llena de una sustancia rojiza que salía a borbotones y se
contraía como la lava de un volcán activo.

— ¿Qué han hecho con mi granja? —dijo Milton, llevándose la mano a la boca
con asco.

— ¿Te has vuelto loco? —gritaron todos, desarmando el circulo y moviéndose


intranquilos a su lado.

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— ¡Es la maldición que ustedes me han tirado! — dijo, aguantándose el reflujo.

— Esta mañana desperté y mis animales habían desaparecido. Cuando vi a


una de mis gallinas metida en tu granja, la seguí. Y a lo lejos solo pude observar,
como esta maldita cosa se la tragaba. —dijo Owen, que se le abalanzó y lo cogió
por los brazos, dejándolo inmóvil.

— ¡Suéltame! —dijo Milton, mientras forcejeaba y miraba sobre el líquido


viscoso que bullía, que no era más que sangre y tripas de animales muertos, a
decenas de ojos de animales que flotaban y lo observaban, como si estuvieran
vivos.

— ¡No lo suelten! —gritó la multitud enfurecida, arrastrándolo hasta al charco


nauseabundo que se agitaba a medida que lo acercaban.

— ¡Es magia ne…! —alcanzó a gritar por la mano de Owen que le tapó la boca.

Todos soltaron a Milton al verse con los zapatos cubiertos de sangre; el líquido
estancado en la grieta comenzó a desbordarse y a arrastrarse por el piso. Un
montón de extensiones amorfas compuestas de huesos y músculos en
descomposición, que se formaban de la nada, parecían estar más vivos que
nunca. Agarraban en su camino los pies y brazos de los campesinos. Que eran
descuartizados y parecían ser adheridos a la masa deforme que crecía a medida
que los engullía.

Milton horrorizado, cubierto de fluidos asquerosos, logró escabullirse entre la


confusión y ganar distancia. Mientras la masa llena de vísceras y sangre,
continuaba alimentándose de los hombres despavoridos que no conseguían
escapar. Eran alcanzados por los miembros repentinos que le seguían
apareciendo al monstruo. Era la cosa más horrible que habían visto en su vida.
Sobre todo, por aquella cantidad de ojos y tripas de animales muertos, que
colgaban de la aberrante figura. Donde también le pareció ver el rostro de su
difunta esposa.

Corrió a la casa y se encerró con llave. Pero sabía, que eso no lo ayudaría en
nada. Estaba tan nervioso, que imaginaba que estaba atrapado en una horrible
pesadilla.
Se giró y apuró la marcha por el pasillo, con la intención de salir por la puerta

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trasera. Pero su abogado apareció con un cuchillo en la mano desde la cocina y
le propinó una herida en el muslo que lo dejó sangrando en el piso.
Intentó levantarse para alcanzar su escopeta apoyada junto a la ventana. Pero
su socio de negocios fue más hábil y la agarró primero.

— ¡Levántate! — dijo el abogado, apuntándole. — Solo necesito llegar hasta


tu coche. Y tú me vas a ayudar. —dijo arrastrándolo del cuello hasta la entrada.

Cuando abrió la puerta. Ambos vieron horrorizados como el amasijo de


vísceras, continuaba devorándose a quienes trataban de escabullirse saltando
la cerca. Donde a más de uno, se le escuchaba gritar desde donde fuera que
estuviera en ese momento.

El abogado puso a Milton cerca la escalerilla. Y le dio una patada en la espalda,


que lo tiró al suelo junto a quienes se arrastraban amputados bañados de sangre
y soltaban alaridos de dolor.

El monstruo se arrastraba, adhiriendo y descartando vísceras y huesos a su


cuerpo. Con la decena de brazos resbalosos que continuaban creciéndole. La
gigante masa giró lo que parecía ser su cabeza, y en un par segundos alcanzó
a Milton. Quien no dejaba de pensar en su mujer, y en su culpa en el accidente
que le costó la vida.

Reaccionó y trató de hacerse el muerto. Pero antes que contuviera la


respiración. La desfigurada bestia extendió sus tentáculos, y cogió al abogado
que casi alcanzó a escapar en la camioneta de Milton. Devorándoselo y
descomponiendo su cuerpo como un caracol que es bañado en una solución
salina. Fue entonces, cuando Milton perdió el conocimiento.

Cuando despertó. La grieta en su granja no estaba y los cuerpos habían


desaparecido. Supuso entonces, que todo había sido parte de una pesadilla que
comenzó con la visita de aquel misterioso sujeto. Pero antes que pudiera
cerciorarse. El silbido, nuevamente lo paralizó. No sabía de dónde provenía. Ni
podía verlo. Pero sabía que estaba ahí.

Espero horas y horas en la misma posición, sin hacer ni un solo movimiento,

70
hasta que el sol comenzó a esconderse y la melodía para sus oídos por fin
terminó. No se atrevió a volver a salir de la casa, ni a abandonar la granja nunca
más. Ni siquiera para saber, si sus vecinos estaban vivos o muertos.

Pasaron un par de años. Y nunca más, pudo sacarse la musiquilla de la cabeza


hasta el minuto de su muerte, donde sentado en su silla mecedora, descubrió
mientras llegaba a la última página del libro de su esposa, una fotografía que
cayó al suelo, donde aparecía su mujer y su hijo, antes del accidente que les
costó la vida a ambos.

71
Dan Aragonz
Escritor amateur de Ciencia ficción y
terror.

Aficionado al cine, las series, al Snes y el


cómic.

72
73
Liliana Celeste
74
Capítulo 1
El Dr. Frederich W. Gutteburg era un célebre catedrático de una prestigiosa
universidad de Germania, especializado en arqueología y antropología. En aquél
otoño se encontraba en las estepas de Rumania dirigiendo a un grupo de
estudiantes en los trabajos de excavación e investigación de un complejo de
monolitos que databan de la Edad de Bronce.

Una tarde de abril, uno de los jóvenes estudiantes excavaba bajo un monolito
con extraños petroglifos. Había deducido que dicho monolito señalaba el lugar
principal en donde se llevaban a cabo los sacrificios, buscaba pacientemente
restos óseos y otros vestigios hasta que finalmente encontró algo... algo que
definitivamente no esperaba encontrar. Desconcertado por el insólito hallazgo
fue inmediatamente a informarle al Dr. Gutteburg quién, ante noticia tan
afortunada, abandonó presuroso su tienda y se dirigió al lugar.

El hallazgo consistía en un arcón de madera, todo hacía deducir que se trataba


de una urna funeraria. El Dr. Gutteburg muy entusiasmado por el estado de
conservación del sencillo arcón de madera ordenó abrirlo y al ver lo que contenía
se enojó mucho creyendo que los estudiantes habían querido gastarle una
broma. El joven estudiante que halló el arcón insistió en que no era así, entonces
el Dr. Gutteburg ordenó que llevaran el arcón y su contenido a su tienda.

El Dr. Gutteburg examinó el anacrónico hallazgo, pero no muy convencido de la


legitimidad del mismo decidió llevarlo personalmente con un colega para que le
dé una segunda opinión. En la tarde embaló el arcón, subió a su camioneta y se

75
dirigió a la ciudad. Mientras conducía se decía a sí mismo: Un hallazgo como
éste hubiera sido racional entre las ruinas de un castillo o en las catacumbas de
un monasterio, pero en un complejo de monolitos que datan de la Edad de
Bronce... ¡es absurdo y apócrifo!... ¡un libro que podría tener cuatro centurias de
antigüedad con cubierta de cuero y hojas de pergamino!... ¿será una broma de
mis alumnos con la intención de tomarme el pelo?... sin embargo, el libro parece
auténtico... podría haber sido enterrado entre las ruinas para que no fuera
encontrado pues el respeto y temor que inspiraban los monolitos entre la gente
del medioevo alejaría a cualquier profano o ladrón.

Capítulo 2
El Dr. Gutteburg llegó a la casa de su colega al anochecer. El Dr. Sevillano era
un investigador español experto en arqueología protohistórica, pero con
tendencias hacia la criptología y otras disciplinas consideradas no científicas por
lo que sus teorías e investigaciones no eran tomadas muy en serio por el gremio
al considerarlas especulativas. En los últimos años el Dr. Sevillano se había
ensimismado en un complicadísimo ensayo de religiones comparadas y
precisamente se encontraba en Rumania estudiando las formaciones rocosas de
las montañas de los Montes Cárpatos buscando una relación con las piedras
erosionadas de Fontainebleau en Francia, con las caprichosas figuras de
Marcahuasi en Perú y las Montañas Sagradas de Tepoztlán en México
guiándose del libro escrito por el investigador Daniel Ruzo.

El Dr. Gutteburg le mostró el libro a su colega, el Dr. Sevillano dispuso sus


instrumentos sobre la mesa de trabajo, se puso los guantes y tomó
cuidadosamente el rarísimo volumen: Era un libro grande, su cubierta estaba
hecha de un pellejo suave al tacto con un hermoso grabado al fuego de un
escudo heráldico partido que ostentaba en el primer cuartel un león rampante y
en el segundo cuartel tres flores de lis. El Dr. Sevillano tomó una muestra del

76
cuero de la cubierta del libro para analizarla y así poder determinar la antigüedad
exacta del mismo. Las hojas eran de pergamino y los caracteres habían sido
trazados con pluma y tinta roja, estaba escrito en latín medieval.

En la primera hoja estaba dibujado nuevamente el mencionado escudo


heráldico, pero ésta vez coloreado: El león rampante en oro sobre campo de azur
y las tres flores de lis en plata sobre campo de sable, en la orla de plata que
rodeaba el escudo estaba escrito con letras de molde en sable la leyenda: “El
León Dorado no ruge, pero ataca”. En el pendón de la orla se distinguían las
siguientes iniciales: L D R en letras románicas entrelazadas.

En la segunda hoja había un dibujo hecho con carboncillo vegetal: Una bella
mujer de delicados rasgos y larga cabellera que caía en ondas sobre sus
hombros desnudos. El bosquejo terminaba difuminándose artísticamente a la
altura del busto femenino y bajo éste se leía una leyenda que decía: “Kirian, la
divina hija de la luna de plata”. El Dr. Sevillano se puso sus gruesos lentes de
montura de carey para leer la tercera hoja que, haciendo la traducción
correspondiente del tatín medieval en el que estaba escrito, empezaba así:

Soy Lionel D’Rew hijo segundo del Rey Idesun del linaje de Ulduor y Merathian,
éstas son mis memorias que escribo desde mi reclusión en una celda en un
monasterio en la lejana ciudad de Isum'gormaruth. Sufro de una mortal
enfermedad, mis huesos se pudren y mi carne se convierte lentamente en
corteza que se cae a pedazos. Ruego a los Dioses que me den la vida suficiente
para contar mi historia.

A la edad de dieciséis años dejé mi ciudad en busca de aventuras y riquezas. No


perderé el tiempo relatando mis primeras andanzas pues fueron las típicas que
le suceden a un caballero andante. Llevaba dos años viajando hacia el sur, era

77
una tarde de otoño y yo cabalgaba en un sendero bordeado por abedules cuando
se me cruzó una muchacha de no más de quince primaveras, pude ver que era
hermosa a pesar de las pobres vestimentas que llevaba y estaba huyendo. Me
apeé de mi caballo y le ofrecí mi ayuda como demanda la ley de la caballería.
Ella sollozando me pidió que la llevara lo más lejos que fuera posible, estaba
ayudándole a montar en la grupa de mi caballo cuando llegaron sus
perseguidores. Desenvainé mi espada dispuesto a defender a la humilde y bella
doncella de aquellos tres hombres.

- ¡Deteneos o conoceréis el filo de mi espada! – exclamé.

- No será necesario, joven caballero – dijo el más fornido de los hombres – no


somos malhechores ni pretendemos lastimar a ésta muchacha.

- ¿Entonces por qué ella huye de vosotros? – pregunté.

- Os lo diré, soy lord Adrien Ranwulf y ésta niña es mi hijastra – respondió un


hombre de porte altanero, ojos azules y barba entrecana – Su madre falleció
hace un mes y sólo pretendo cumplir con la última voluntad de mi amada esposa:
Enviaré a la niña a Zhir Dhum.

- ¿La ciudad maldita? – pregunté disimulando el terror que me inspiraba ése


nombre.

- Si, para que viva con quienes son como ella – continuó el lord – Ella está
maldita, cuando nació el sol se oscureció y la tierra tembló. Los habitantes de mi
pueblo le temen porque creen que ella trae las desgracias que nos aquejan, pero
lo cierto es que tiene visiones y las pronostica. Si fuera un hombre cruel dejaría
que la quemaran viva para complacer a mis súbditos, pero no lo soy, quiero
protegerla. En Zhir Dum cuidarán de ella. Si no creéis en mi palabra podéis
acompañarla.

Juré acompañar a la niña a pesar de mis temores. Regresamos juntos al pueblo


en donde conocí la hospitalidad de lord Ranwulf y a la mañana siguiente me uní

78
a la escolta de soldados que llevaría a la niña a la ciudad maldita. Partimos al
alba y…

El Dr. Gutteburg le hizo una señal a su colega para que callara. Estaba
desilusionado, esperaba que el libro fuera un manuscrito auténtico que le diera
algunas luces sobre los hechos acaecidos en Rumania durante la invasión de
los turcos y se había hecho la ilusión de poder concluir su ensayo sobre los
príncipes rumanos pero lo leído bastaba para concluir que se trataba de una de
aquellas novelas fantasiosas sobre las aventuras de un ficticio caballero andante
de un mítico reino absurdo quien se enfrenta a mil y una peripecias increíbles
por el amor de una doncella, género, dicho sea de paso, muy en boga en aquellos
tiempos.

El Dr. Sevillano, por el contrario, estaba bastante entusiasmado y pasó a la


siguiente hoja para seguir revisando el manuscrito, pero ésta estaba en blanco.
Sin embargo, había una flor seca que se había conservado prensada entre las
páginas desafiando a los siglos: Era una sencilla flor azulada, específicament e
una miosota vulgarmente llamada nomeolvides que se deshizo cuando intentó
levantarla con una pinza. En la hoja siguiente había otro dibujo también hecho
con carboncillo vegetal: Una linda niña vestida humildemente a la usanza
campesina de los pueblos nórdicos del siglo XIV sentada sobre la hierba bajo la
sombra de un frondoso árbol. El Dr. Gutteburg se sirvió una copa de licor de
cereza y con aire resignado le hizo una señal a su colega para que prosiguiera
con la lectura, el Dr. Sevillano continuó leyendo:

Después de siete días de tranquila marcha llegamos a la Ciudad Dormida. Un


tibio sol otoñal nos acompañaba, pero cuando nos acercamos a sus muros
sentimos el frío de la muerte. Atravesamos sus calles empedradas con losas de
mármol blanco y contemplamos las casas, palacios y templos intactos, ajenos al
paso del tiempo a pesar que la ciudad fue abandonada hace siglos. La leyenda
contaba que una noche sin luna aparecieron unas luces blancas y azules sobre

79
la ciudad, en ése entonces la más próspera de la región y rebosante de
habitantes, al amanecer todos los seres vivos habían desaparecido
misteriosamente… y la ciudad quedó así, dormida e incorrupta en el tiempo, ni
las alimañas ni la hierba mala la invadían. Pasamos la noche acampando en la
plaza y partimos con la primera luz de la mañana.

Después de dos días de camino divisamos la montaña sobre la que se alza la


oscura Zhir Dhum, la llamada ciudad maldita, morada de hechiceros y sacerdotes
que aún adoran a los Dioses Olvidados. Pero para llegar hasta ella teníamos que
atravesar los pantanos y fuimos atacados por los carroñeros. Yo había
escuchado cuentos sobre ellos, se decía que hace mucho tiempo en lugar del
pantano se alzaba una ciudad de comerciantes, mercaderes y artesanos que
pagaban tributo a los sacerdotes de Zhir Dhum quienes a cambio los bendecían
con prosperidad… hasta que un día, viendo la riqueza y poder que tenían,
decidieron liberarse del yugo de los sacerdotes, entonces se negaron a pagar
los tributos y los sacerdotes los maldijeron con la peste, una putrefacción que se
extendió a los animales y a la misma ciudad. Los pocos sobrevivientes se
degradaron al nivel de bestias que vivían salvajemente en el pantano devorando
toda clase de carroña.

Luchamos por nuestras vidas, todos los soldados cayeron bajo las garras de
aquellas bestias del inframundo… y yo mismo hubiera perecido defendiendo con
mi último aliento a la inocente niña si no fuera por un caballero con armadura
dorada que montaba un corcel de viento y un bravo guerrero que m ontaba un
dragón bicéfalo que llegaron providencialmente en nuestra ayuda. La espada del
caballero de armadura dorada relucía como el sol y bajo su filo cayeron muchos
de los carroñeros pero aquellas criaturas malditas no morían, afortunadamente
el dragón bicéfalo que resoplaba bocanadas de azufre los incineró reduciéndolos
a cenizas.

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El Dr. Gutteburg le manifestó a su colega que ya no tenía interés en el libro (un
corcel de viento podía interpretarse como un caballo muy veloz pero un dragón
bicéfalo que resoplaba bocanadas de azufre y además le servía de cabalgadura
a un guerrero era demasiado). El arqueólogo añadió tratando de disculparse con
su colega que no despreciaba la literatura fantástica medieval, pero tenía
ocupaciones mucho más importantes que atender en la excavación y no podía
quedarse a escuchar una historia ficticia escrita por un autor desconocido. Le
dejó el libro al Dr. Sevillano, se enroscó su bufanda y se marchó.

El Dr. Sevillano, antípoda de su colega (y amante de la literatura fantástica),


estaba doblemente entusiasmado por tratarse no sólo de una novela que al
parecer nunca había visto la luz sino también por ser el manuscrito original de la
época, era una obra inédita. Volvió a acomodar sus anteojos de gruesa montura
de carey sobre su nariz aguileña, se quitó los guantes de trabajo, se arrellanó en
su butaca y prosiguió leyendo.

Capítulo 3
El Dr. Sevillano fue atrapado por la lectura. Lionel D’Rew continuaba narrando
que el caballero de la armadura dorada y el guerrero del dragón bicéfalo habían
sido enviados por Selessar, la gran sacerdotisa de Zhir Dhum. Ella había recibido
un aviso onírico de los Dioses sobre la llegada de la niña y luego había visto en
su espejo de obsidiana que los hombres que la acompañaban en su viaje
necesitarían ayuda. La niña, que se llamaba Kirian (por lo tanto, el primer dibujo
era de ella hecha mujer) fue recibida como aprendiz por Selessar. Lionel, quien,
como todo héroe romántico de una novela caballeresca, se había enamorado de
Kirian pero partió siguiendo su destino de caballero andante dejando su corazón
con ella y prometiéndole que algún día regresaría.

81
Lionel proseguía la narración contando sus aventuras y hazañas realizadas para
gloria y fama de su dama. También había poemas y sonetos escritos para su
amada pero el Dr. Sevillano los leyó sin interés y terminó por pasarlos sin
prestarles atención. Siguió a Lionel en su viaje fantástico por tierras inhóspitas,
ciudades malditas y parajes desconocidos. Imaginariamente lo acompañó
cuando cruzó un milenario bosque de árboles petrificados habitado por arpías
hambrientas a las que aniquiló con su espada aunque una de ellas le dejó una
profunda cicatriz en la mejilla derecha con sus filosas zarpas; tembló con él la
noche que una feroz tormenta lo obligó a buscar refugio en un mausoleo del
cementerio de una ciudad en ruinas y usar los huesos de los muertos para hacer
una fogata y no perecer de frío mientras escuchaba el aleteo de unas aves
carroñeras esqueléticas pugnando por entrar a su refugio para devorarlo; siguió
sus pasos cuando atravesó el desierto de Zaddakdimur en donde la erosión
causada por el viento y la arena le ha dado formas fantásticamente siniestras a
las piedras ciclópeas, descubrió un templo olvidado en cuyo altar aún se
mantenía de pie un ídolo de piedra verde con rasgos de reptil y se enfrentó con
la momia del guardián; descansaron juntos en un castillo abandonado que
pendía de un acantilado, desde la torre principal podía contemplarse el mar de
las sirenas, Lionel se hubiera quedado un largo tiempo descansando en el
castillo si no fuera por los gritos y sollozos que se escuchaban durante la
madrugada y parecían venir de las mismas paredes de piedra; se asombró
cuando Lionel divisó entre la niebla los muros de la mítica ciudad de Kadahk
Drak bañada por la luz del crepúsculo púrpura… y finalmente compartió su
agonía cuando fue atacado por un oso gigante que hablaba como si fuera
humano.

El ataque del monstruoso oso marcó el final de las aventuras de Lionel, quedó
fatalmente herido en medio de la llanura esperando la muerte, pero un cazador
lo encontró y lo llevó a su cabaña. La esposa del cazador lo curó y lo cuidó lo
mejor que pudo, sin embargo, Lionel perdió el pie y parte de la pierna izquierda
motivo por el que tuvo que renunciar a su noble vida de caballero andante
protector de desvalidos y asesino de criaturas malignas. Entonces decidió

82
regresar a la ciudad de Zhir Dhum anhelando encontrar la paz del guerrero en
compañía de su amada dama.

Usó sus últimas monedas que ocasionalmente recibía en recompensa de sus


hazañas liberando pueblos de seres malignos y rescatando doncellas en
comprar una carreta y dos caballos. Se puso en marcha y después de un largo
viaje que felizmente no tuvo grandes contratiempos llegó a la ciudad de Zhir
Dhum. Habían pasado muchos años, Selessar había fallecido y Kirian se había
convertido en la gran sacerdotisa del Templo de la Luna; la encontró cambiada
de una manera que no esperaba, ella se había convertido en una mujer de
deslumbrante belleza, pero había perdido la inocencia y dulzura de su mirada,
había algo oscuro en su semblante… pero recibió a Lionel con sincera alegría y
le dio el cargo de escribano.

Un maullido destemplado hizo que el Dr. Sevillano se sobresaltara y diera un


brinco en su silla... recobrada la serenidad reparó en una esponjosa bola de
pelos que se frotaba contra su pierna: Era Coqueta, su melosa gata de angora.
Tomó al animalito y le hizo algunos mimos, luego abrió la ventana y la dejó
perderse en las fauces de la noche. Volvió a acomodar sus anteojos de gruesa
montura de carey sobre su nariz aguileña y prosiguió con su entretenida lectura.
Las siguientes hojas parecían copia de un manual de aprendiz de hechicero;
había varias recetas mágicas cuya preparación demandaba ingredientes
desconocidos o legendarios, fórmulas para crear amuletos, indicaciones de
cómo abrir portales y rituales de magia prohibida.

Las recetas mágicas y hechizos se intercalaban con las memorias personales de


Lionel. Contaba que Darkthanlor, el médico brujo, le fabricó una pierna de
madera que funcionaba tan bien como si fuera de carne y hueso, reconocía que
se sentía agradecido por aquél útil artilugio, pero también sentía repudio por los
macabros experimentos que Darkthanlor realizaba con los prisioneros que le
traía un hombre tuerto de piel morena. Después de un par de hojas en blanco

83
Lionel narraba con mano temblorosa los rituales prohibidos que se realizaban en
Zhir Dhum y que le habían dado su fama de ciudad maldita, expresaba su
profunda aversión por aquellas prácticas, pero el amor que sentía por Kirian
evitaba que se marchara de aquél lugar sacrílego, además albergaba la
esperanza que ella recapacitara y usara sus poderes para el bien.

El Dr. Sevillano tomó algunas anotaciones interesantes de las criaturas que


describía Lionel. Entre ellas se mencionaba a los Ghouls, según lo escrito por
Lionel eran humanos “abrazados” por un Dios para que se convirtieran en sus
fieles servidores. Le recordó el mito del vampiro y sus abrazados con la
diferencia de que aquellos Ghouls no eran inmortales como los no muertos que
se levantan de sus tumbas, aunque analizándolo detenidamente los vampiros
como los describe el folklore común tampoco lo son: Tienen juventud indefinida
y pueden curarse rápidamente de sus heridas, pero pueden morir ya sea por una
estaca clavada en el corazón, por decapitación, por la luz directa del sol o por la
acción del fuego.

Sin embargo, otras criaturas le eran completamente desconocidas y no les


encontraba similitud con otras criaturas mitológicas o legendarias, por ejemplo,
los Drabs. Releyó el párrafo en donde Lionel los mencionaba y apuntó en su
libreta: “Un drab se encargaba de cuidar a Istur”. Se puso de pie, se acercó al
estante, pasó sus dedos largos y manchados por la nicotina por los lomos de sus
libros, encontró uno, dos... los tomó, los revisó y encontró la respuesta: Un drab
era una especie de enano gris que se encargaba de realizar tareas domésticas
en los castillos encantados, también había drabs de complexión más robusta que
se encargaban de cuidar a los prisioneros de las mazmorras de las fortalezas
malditas. Disipada la duda continuó leyendo.

En las hojas siguientes Lionel detallaba tácticas de batallas, planos de armas de


una tecnología desconocida para la época, maneras de descifrar códigos
secretos e indicaba la ubicación de unos portales mágicos que conectaban un

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mundo con otro sobre un mapa que no coincidía con ningún continente conocido.
El manuscrito se volvía cada vez más interesante.

El Dr. Sevillano prosiguió con su lectura hasta que el reloj le indicó que era
medianoche, entonces apagó la luz de su estudio, se lavó la cara, se puso su
vieja pijama a rayas y se acostó. Cerró los ojos, estaba cansado, sus músculos
empezaron a relajarse, poco a poco fue quedándose dormido y estaba en ésa
etapa del sueño en la que los sentidos perciben los mensajes del más allá
cuando escuchó un maullido lastimero y una carcajada metálica proveniente de
la cocina ubicada en el primer piso... de inmediato se sentó en su cama con el
rostro bañado por un sudor gélido pero como el hombre de ciencias que era
intentó tranquilizarse diciéndose que seguramente había sido el maullido
destemplado de un gato callejero que se había metido a la cocina atraído por el
olor de su gata en celo y que había tumbado algún traste viejo... sin embargo a
pesar de tan razonable explicación no pudo volver a cerrar los ojos. Convencido
de que el maullido del gato le había espantado el sueño se levantó de la cama,
se puso su bata y bajó nuevamente a su estudio, tomó el libro y continúo leyendo.

Capítulo 4
El Dr. Sevillano leyó y tomó notas hasta que la luz del alba se filtró por la ventana
indicándole que había amanecido, colocó un marcador en la hoja en la que se
había quedado y cerró el libro. Tenía los ojos enrojecidos, se preparó una taza
de infusión de manzanilla y se fue dormir. Ésta vez pudo dormir plácidamente,
se despertó a la hora del almuerzo y se preparó un puré instantáneo; luego llamó
a Coqueta para darle de comer, pero la gata no respondió, la buscó en sus
escondrijos favoritos de la casa pero no la encontró, le causó cierta inquietud
pero recordando el maullido de la noche anterior se dijo que ya regresaría… con
gatitos en su panza.

85
Dedicó el resto de la tarde a consultar sus libros de geografía y cartografía
antiguos buscando algún mapa arcaico que coincidiera con el mapa que tenía
las ubicaciones de los portales del libro apócrifo, pero sin resultados. Se preparó
una generosa cantidad de café y siguió leyendo el libro. Lionel describía
gráficamente los rituales que se realizaban en la explanada del Templo las
noches de luna llena y de luna negra, éstos eran de un marcado carácter sexual
y sanguinario, orgías depravadas que culminaban con el sacrificio de las víctimas
y danzas salvajes en alabanza de los Dioses Olvidados. Se puso de pie y recorrió
la habitación pensativo, tomó una carpeta y revisó algunos apuntes sobre los
cultos lunares y comprobó que en casi todas las culturas éstos tenían relación
con la sodomía y la muerte sin embargo la luna, madre de las hechiceras,
también era protectora de la vida, los nacimientos y las cosechas. Por un lado
oscuridad, magia negra, retorcidos rituales, prácticas sexuales perversas y por
otro... descorrió la cortina... la luna llena derramaba sus rayos de plata haciendo
que la semilla que duerme en la oscuridad de la tierra brote... la misma luna bajo
la cual se juran amor los enamorados, la misma luna bajo la cual se realizaban
los más sangrientos y degradantes rituales paganos.

Caviló que, si había entendido la lectura Celesta y Urania, dos Diosas bastante
mencionadas en el manuscrito de Lionel, representaban una a la luna maléfica,
la hechicera que reclama sacrificios sangrientos, arrastra a la locura a sus
amantes e inspira a los criminales y la otra a la luna benéfica, la curandera que
fructifica las cosechas, mueve las aguas e inspira a los poetas... especuló que si
Celesta era La Muerte, entonces Urania tenía que ser La Vida. ¿Podría ésta
dualidad explicar el simbolismo mágico de las fases de la luna?... la luna
creciente símbolo del renacimiento sería Urania, la luna llena sería el balance
entre la vida y la muerte en su faceta positiva, la luna menguante símbolo de la
decadencia sería Celesta y finalmente, la luna nueva o luna negra, sería el
balance en su aspecto negativo... pero ambas lunas exigían en sus rituales la
practica aberrante de la sodomía. Según el libro Celesta era cruel y despiadada
pero Urania era dulce y pasiva... pensó unos segundos, el “uranismo” era la
homosexualidad masculina pasiva... tomó algunas notas en una ficha, pero
luego, avergonzado de haber llegado a conclusiones especulativas basándose

86
en un manuscrito que claramente era una novela fantástica, las tachó y decidió
irse a dormir.

Pero el libro ejercía una extraña atracción sobre él, no podía dejarlo, sentía la
necesidad de seguir leyéndolo… por algo había sido enterrado en un arcón de
madera bajo un monolito. Trató de convencerse que el único mérito que tenía el
manuscrito era el de ser una novela fantástica muy creativa demasiado cruda
para su época, motivo por el cual seguramente había sido censurado… pero más
práctico hubiera sido quemarlo. No pudo resistirse, tomó el libro y siguió leyendo.
Lionel contaba sobre unos rituales para revivir cadáveres y esclavizarlos pero el
siguiente párrafo que tenía la invocación había quedado estropeado por una
mancha de tinta, el Dr. Sevillano tomó un pequeño instrumento y empezó a
raspar el exceso de tinta reseca tratando de recuperar lo escrito, vio que podía
hacerse pero que demandaría mucha paciencia, él estaba algo cansado para
hacer un trabajo tan minucioso... dio la vuelta a la página en donde el relato se
reanudaba narrando un experimento fallido de la creación de un ser híbrido mitad
humano y mitad lobo.

Finalmente, Lionel contaba la caída de la ciudad de Zhir Dhum. Kirian se había


convertido en una sacerdotisa despiadada, sus hechiceros y guerreros habían
cometido atrocidades indescriptibles y esclavizado varios pueblos. Entonces un
héroe apareció: Isuldir el bendito, hijo bastardo del rey Alegorath y de la princesa
hada Melisser. Isuldir a cabeza de un ejército de monjes guerreros con el
estandarte de la estrella dorada, las hordas de los elfos silvanos y las hadas
magas del reino de Fantassar tomaron la ciudad maldita… después de una épica
batalla que dejó incontables bajas por ambos bandos derrotaron a la malvada
Kirian y su ejército de hechiceros, nigromantes y guerreros bestias. Kirian fue
condenada a morir en la hoguera, pero era inmune al fuego, entonces la
descuartizaron y sus pedazos fueron guardados en cajas de hierro y luego
enterrados en las catacumbas de las Once Catedrales de la Orden de la Estrella
Dorada. Lionel también fue juzgado, pero al demostrar su arrepentimiento
revelando la ubicación y manera de acceder a la biblioteca maldita que guardaba

87
los grimorios de magia oscura y libros prohibidos obtuvo la clemencia de Isuldir
y fue confinado en una celda en donde contrajo la enfermedad mortal que lo
aquejaba, luego de abrazar la religión de los Dioses Benevolentes fue enviado a
un monasterio de la ciudad de Isum'gormaruth desde donde escribía sus
memorias. En la última hoja había un mapa que no correspondía con ningún
lugar conocido con la ubicación de las Once Catedrales en donde habían sido
enterrados los restos de Kirian.

El Dr. Sevillano cerró el libro, un estremecimiento recorrió su espalda, tenía la


sensación que el libro escondía una verdad que no había logrado comprender,
que le habían sido revelados oscuros secretos que sobrepasaban sus
conocimientos… pero algunos párrafos de fantasía pueril y ése final tan típico de
un héroe que aparece providencialmente y del bien venciendo al mal desmerecía
por completo que se le tomara en serio. Trató de convencerse que el manuscrito
tan sólo era una novela fantástica, de estilo oscurantista con partes obscenas y
que las referencias que coincidían con rituales, cultos y sectas reales que había
encontrado demostraban la cultura y arte literario del escritor apócrifo para crear
un mundo fantástico. La narración era impecable, pensó que era una buena
novela que podría publicarse como una curiosidad literaria, seguramente
agradaría a los lectores de fantasía épica tan en moda en estos tiempos y no
escandalizaría al lector promedio como pudo hacerlo en la época en la que fue
escrita.

Con ése pensamiento se sintió libre de temores, además podría ganar dinero
con su publicación. Ya era pasada la medianoche, notó que tenía hambre y se
dirigió a la cocina para prepararse una merienda. Mientras se preparaba un
omelette volvió a sus preocupaciones mundanas como que Coqueta aún no
regresaba. Se sentó en la mesa de la cocina para comer, vio de refilón que el
reloj marcaba la 1:11 de la madrugada… entonces escuchó un ruido como de
garras raspando la madera y un maullido lastimero, el ruido provenía del armario
en dónde guardaba las escobas y otros implementos de limpieza. Se levantó de

88
un salto ¡La pobre Coqueta debió de meterse en el armario huyendo del acoso
de su gatuno pretendiente y se había quedado encerrada!

Se apresuró en abrir la puerta del armario… lo que encontró lo hizo retroceder


de espanto, era Coqueta, pero estaba muerta, media devorada a mordiscos y
abierta por la panza en medio de un charco de su sangre y sus vísceras…
¿Cómo era eso posible? Acababa de escuchar sus rasguños y un maullido
lastimero. El Dr. Sevillano sintió un estremecimiento, todo su cuerpo temblaba y
un sudor helado bañó su frente surcada por arrugas… entonces todo se hizo
difuso a su alrededor como si la realidad se distorsionara… escuchó otra vez el
maullido, éste provenía del fondo del armario… consiguió tomar la linterna y
dirigió la luz al fondo del armario… el fondo de éste había desaparecido, era un
agujero del que brotaba una niebla aromática y azulina… y de éste surgió un
gato enorme, casi del tamaño de un puma, de pelaje blanco nacarado y tres ojos,
si tres pues tenía uno en la frente, de color azul zafiro… el animal se acercó a él,
el Dr. Sevillano temblaba paralizado del terror… era un gato lunar tal cual lo
describía Lionel… ¿Sería el animal que mató a Coqueta?... pero según lo leído
los gatos lunares eran criaturas dóciles, familiares benévolos y protectores de
los hechiceros.

El animal lo olisqueó, pasó por su lado y se quedó sentado en posición de alerta


en medio de la cocina. Entonces resonó la carcajada metálica que había
escuchado la pasada noche y del agujero del fondo del armario surgió un hombre
alto y enjuto vestido de negro, su cabello también negro enmarcaba su rostro
cetrino y macilento, llevaba un báculo de plata.

- ¿Dónde está el libro? – preguntó el aparecido imperiosamente.

- El… el libro… - musitó el Dr. Sevillano temblando de pies a cabeza.

- Lo lamento, disculpadme por mi falta de modales, pero el viaje entre


dimensiones suele causarme malhumor, es una sensación bastante
desagradable – dijo el hombre macilento – soy Darkthanlor, hechicero y

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nigromante de Zhir Dhum… busco un libro escrito por Lionel D’Rew, lo necesito
para ubicar los lugares en donde se hallan enterrados los pedazos de mi amada
Kirian, deseo revivirla. Lo he buscado por largo tiempo, pero Irassela, la hija de
Isuldir, lo ocultó viajando a través del tiempo y el espacio. Mirrimiau – añadió
señalando al monstruoso gato – lo rastreó hasta aquí. ¿Tendría la gentileza de
entregármelo?

- Si… si… por supuesto – murmuró el Dr. Sevillano dudando si lo que estaba
pasando era real, una alucinación o pesadilla – está en mi estudio.

- Guiadme hasta él, por favor – dijo el hombre con un gesto exageradamente
amable.

El Dr. Sevillano dando pasos tambaleantes guió al nigromante hasta su estudio


y le señaló el libro que se encontraba sobre una mesa. Darkthanlor lo tomó,
buscó entre las páginas y al encontrar el mapa del final sonrió.

- ¿Todo… todo lo que se narra en el libro es real? – preguntó el Dr. Sevillano


balbuceante.

- Tan real como lo soy yo – respondió el nigromante - ¿Lo habéis leído por
completo?

El Dr. Sevillano asintió, no podía hacer otra cosa.

- Entonces comprenderéis que no puedo marcharme dejándoos aquí conociendo


los secretos que ahora conocéis – dijo Darkthanlor – pero la alegría de haber
encontrado el libro me impulsa a ser benevolente, sé que sois un hombre culto
e inteligente, podéis serme útil. Os ofrezco llevaros a mi mundo si juráis servirme
fielmente.

- No… he leído el libro, sé que eres un ser malvado y si pretendes revivir a la


malvada Kirian sólo será para traer la destrucción y abominación a tu mundo y

90
los otros mundos… no puedo servir a la oscuridad – respondió con dignidad el
Dr. Sevillano.

- Entonces no me dejáis otra opción – dijo el nigromante alzando su báculo.

Lo último que vio el Dr. Sevillano fue un haz de luz azulada y sintió que se
deshacía envuelto en una nube que olía a jazmín y lavanda.

Capítulo 5
Unos días después el Dr. Gutteburg se hizo un tiempo para visitar a su colega,
tenía curiosidad de conocer las investigaciones que hubiera hecho respecto al
manuscrito apócrifo. Cuando llegó a la casa del Dr. Sevillano, tocó a la puerta y
nadie le abrió se sintió extrañado; su colega no solía salir, menos cuando tenía
algún documento raro que estudiar entre sus manos. Esperó un buen rato de pie
en la puerta pensando que su colega había salido a hacer unas compras, pero
pasó el tiempo y su colega no regresaba. Entonces decidió husmear y descubrió
que la camioneta de su colega se encontraba en la cochera, por lo tanto, no
había salido.

El Dr. Gutteburg temió por la vida de su colega, éste era un hombre mayor que
tomaba mucho café y fumaba demasiado, tal vez había sufrido un ataque
cardíaco. Forzó la puerta y entró, un penetrante olor a jazmín y lavanda saturaba
el ambiente. Llamó a su colega sin recibir repuesta, revisó toda la casa y cuando
entró al estudio encontró las ropas del Dr. Sevillano dispuestas de una extraña
manera en el suelo. En la cocina encontró el cadáver de la gata. El Dr. Gutteburg
llamó a la policía, se realizaron las investigaciones que demandaba el caso, pero
el Dr. Sevillano nunca fue encontrado. El libro apócrifo tampoco fue hallado.

91
Liliana Celeste
Escritora, actriz y modelo alternativa. Ganadora del
primer premio en el concurso de cuentos de Terror
de la Sociedad Histórica Peruana Lovecraft con su
cuento “La criatura de los humedales” (2014). Ha
publicado el poemario “Memorias de una Dama
Blanca” y un compendio de cuentos de fantasía y
ciencia ficción “Anacrónicas” (2016). Participó en
las antologías de relatos de terror “Voces
Polisémicas” y “Tenebra” (2017).

92
93
LA MAÑANA DEL
SÉPTIMO DÍA
Jorge Esteban

94
Daniel se despertó agitado, respirando pesadamente y con un sudor frío
bañando su frente. Era la sexta noche que tenía el mismo sueño. Volteó hacia
donde se encontraba su reloj despertador y miró la hora: 3:33; la misma hora a
la que despertó las cinco noches anteriores. Sus manos temblaban; las miró en
la oscuridad… El miedo se apoderó de él al darse cuenta del significado que
implicaba este suceso. Ya no le importó que se tratara de realidad o sugestión,
no estaba dispuesto a esperar la séptima noche. Temblando, comenzando a
sollozar, dirigió su mano hacia el cajón de la gaveta a la derecha de su cama. Lo
abrió lentamente… y tomó con dificultad el revólver .45 que guardaba para su
protección. Lo levantó y apoyó el frío cañón sobre su sien…

-Te digo que nunca había tenido sueño más real en toda mi vida -dijo Daniel,
casi gritando, mientras agitaba las manos en el aire-. Nunca había sentido eso
en un sueño.

-Debe ser el impacto que te causó la lectura –le contestó David-. Te


sugestionaste y eso hizo que soñaras con todas esas fantasías de la forma tan
real como la que me cuentas.

-Es que si hubieras soñado lo que yo… No fue un simple sueño parecido al
cuento; era exactamente igual… -Daniel guardó silencio y metió las manos en
sus bolsillos, resignado a no poder expresar sus sensaciones-.

-Solo digo que no te claves con eso –dijo David-. Tómalo como una jugarreta de
la mente. Se quedó en tu subconsciente y salió a flote a través de tus sueños.
Entiendo que sea interesante encontrarle un significado místico-sobrenatural,
pero…

-Es que tú no lo soñaste… -interrumpió Daniel con la mirada clavada al piso-.

Daniel llegó a su casa y trató de relajarse en su sofá, aunque el sueño de esa


noche y la plática con David seguían rondando en su mente. Sí, sería interesante
encontrar significados ocultos y sentirse envuelto en una aventura más allá de
su monótona y gris vida, si no fuera porque el sueño había sido

95
abrumadoramente horrible para él. “Primero, la soledad: se encontraba
totalmente solo en una playa con un enorme acantilado a su derecha y un
conjunto de grandes piedras a su izquierda, parecidas a los megalitos de
Stonehenge, tan grandes que lo hacían sentir pequeño e indefenso ante… ¿Ante
qué? Segundo, la oscuridad: una oscuridad como no había conocido en el mundo
real; al voltear la vista al cielo, no se veía ni una estrella, a pesar de que el cielo
estaba despejado de nubes; al desamparo se le añadió la sensación de
insignificancia y opresión ante el abismo que se abrían sobre él, como una
terrible boca lista para devorarlo… No, la palabra no era devorar… Para
succionarlo; sí, esa era la palabra… ¿Por qué estaba tan seguro de que esa era
la palabra adecuada? Tercero, la neblina: El cielo estaba despejado, pero desde
el suelo se alzaba una niebla gris y espesa, difusa, pero que poco a poco iba
tomando forma hasta asemejar una masa de incontables garras y tentáculos
dispuestos a hacer presa de él en cualquier momento. ¿Por qué sentía tan
claramente a la neblina envolviendo su cuerpo? Era extraño. Si lo hubiera
escuchado de alguien más no lo habría encontrado tan aterrador, parecían
meras percepciones subjetivas de un ambiente inusual… Pero la sensación…
La soledad, el desamparo, la opresión, la desesperación…

Entonces una luz en el cielo captaba su atención. Primero era una pequeña luz
amarilla, como una estrella surgiendo tímidamente de los abismos exteriores;
luego, se iba acercando y, conforme se acercaba, la luz crecía más y más, e iba
pasando del pálido amarillo a un amarillo brillante, naranja, naranja-rojizo, rojo…
Se acercaba a una velocidad increíble. La luz de fuego era enorme,
verdaderamente enorme. Estaba frente a él, con un tono rojo-carmesí parecido
a sangre hirviente. Se detuvo a unos centímetros de sus ojos, abiertos de par en
par… Surgió de ella una mano, pero no una mano totalmente humana, era una
mano verdosa, húmeda, escamosa. Como de lagarto. La mano lo tomaba de la
cabeza y lo arrojaba al mar. Se ahogaba, manoteaba, pataleaba… No sabía
nadar. El agua entraba por su boca y nariz, llenando sus pulmones. Se rendía.
Cerraba los ojos. Se hundía. Sentía presión en su brazo: una mano lo agarraba.
Abría los ojos. Una sombra frente a él. Lo sacaba a la superficie. La luz de fuego
se había ido. La luna iluminaba el cielo y sus rayos iluminaron también la sombra
que se levantaba ante él. Una hermosa muchacha. Lo miraba, le sonreía, se

96
acercaba a él, lo besaba. Él estaba demasiado confundido para disfrutarlo. La
muchacha terminó de besarlo y volvió a mirarlo. Daniel también la miró, pero ya
no era una muchacha: era un monstruo parecido a un lagarto que se abalanzaba
sobre él y le mordía el rostro”. Ahí despertó. Gracias a Dios solo había sido un
sueño. Un horrible sueño.

“Fuego en el Cielo, Niebla en la Tierra”, de Philip Ashton Brown. Lo que él soñó


era exactamente el cuento que había leído la tarde anterior. Exactamente igual.
Hasta el protagonista se llamaba Daniel. Bien, tal vez eso lo hizo sugestionarse
más, pero… la sensación…

El cuento no lo sorprendió mucho, a excepción de la parte final: en el epílogo, el


autor, ocultista además de escritor, aseguraba que en realidad no era un simple
cuento, sino un estímulo desinhibidor que se le ordenó publicar para que un joven
llamado Daniel, al leerlo, regresara a su hogar, en las profundidades del mar,
con su raza: los hombres-pez, u hombres-lagarto, como se les conoce en las
islas del Pacífico sur. Después de eso, los hombres-lagarto, procedentes del
espacio hace eones y ahora confinados en las profundidades del mar (como se
leía en una de las terribles páginas del Necronomicon, del árabe loco Abdul Al-
Hazred), saldrían a la superficie, con el viejo Daniel, uno de ellos, como el líder
que los llevaría a reconquistar el mundo. Durante siete noches el joven
desconocido a quien iba dirigida la historia soñaría exactamente lo descrito en el
cuento. Al principio no creería, pero la sexta noche recibiría una señal.

Qué locura, pensó Daniel para sí al terminar el cuento la tarde anterior. Ahora,
sentado en su sofá, decidió hacer caso a David, sonrió por llegar a considerar en
serio esas fantasías y encendió el televisor: Los Simpsons, su programa favorito.
El gag de ese capítulo llamó especialmente su atención: el sillón estaba bajo el
mar y los Simpsons, parecidos a Hombres-Pez, llegaban nadando a sentarse.

Se quedó dormido. Se despertó agitado, sudando frío, respirando con dificultad.


Miró la hora: 3:33. Otra vez la pesadilla. ¿Por qué fue exactamente igual que la
anterior? Dos noches seguidas. Y la misma hora en el reloj. Encendió la luz y fue
a la cocina por un vaso con agua. En verdad necesitaba tranquilizarse.

97
- ¿En verdad fue exactamente igual? ¿Cada detalle? –Preguntó David incrédulo
a Daniel, mientras salían de la escuela-.

-Exactamente igual David. Sí, cada detalle-. Le respondió Daniel. –Y desperté a


la misma hora: 3:33.

-Bueno, es curioso, debo admitirlo. Y qué tal si es tu subconsciente, que no le


basta con expresarse en tus sueños y se las arregla para que despiertes a la
misma hora, como supuesta señal de que todo esto es verdad. Tú mismo me
has dicho que quisieras que algo extraordinario, sobrenatural, sucediera en tu
vida, que describes como aburrida y sin sentido.

- ¡¿Mi subconsciente?! -Contestó Daniel algo molesto, alzando la voz-. Bueno,


ojalá tengas razón… -se tranquilizó-. Esta no es la forma en que me gustaría
romper mi monotonía.

-Claro que tengo razón, o hay otra explicación racional que ahora se nos escapa.
No te azotes por eso. Son ideas locas de autores locos -dijo David soltando una
risita-.

- ¿Y crees que siga soñándolo por las siete noches? No me gustaría soñarlo una
noche más…

-No lo soñarás. Esta noche iré contigo a tu casa. No dormiremos hasta después
de las 3:33 y así romperemos el patrón para que tu subconsciente no siga con
eso. Y si no puedes evitar dormirte, evitaré que mires la hora, eso es parte de la
secuencia, y cuando despiertes y veas 3:34… ¡Voilà! ¿Entendido? -David mostró
su puño-.

-Entendido –Dijo Daniel sonriendo y respondiendo el saludo-. ¡Hasta la noche! –


Se despidieron-.

Esa noche estaban listos: Botanas, refrescos, café y, en la televisión, un maratón


de Malcolm in the Middle. Al comenzar el maratón, a las 12:00 a.m., Daniel no
pudo evitar un escalofrío al mirar el Hombre de la Laguna Verde que aparece
durante el intro de la serie. Después sonrió y se olvidó de ello.

98
Eran las 2 a.m. y Daniel tenía sueño. David, totalmente despierto, se burló de su
falta de resistencia y decidió desconectar el reloj para que no sucediera lo de las
noches anteriores. De repente, entre el sueño, Daniel creyó ver una sombra en
la ventana; en la oscuridad no la distinguió y llamó la atención a David para que
volteara a ver. Pero David no respondió, estaba dormido, y Daniel, con los
párpados pesados, solo alcanzó a ver una silueta vagamente humana que hacía
extraños movimientos con las manos desde la ventana. Daniel se durmió. Y
despertó gritando. David también despertó y, al mismo tiempo, Daniel miró el
reloj: no estaba desconectado. 3:33. Tercera noche con la misma pesadilla.

-Puede que sea mi subconsciente, pero eso no lo hace menos aterrador –Dijo
Daniel aun agitado-.

-Tienes razón –Admitió David-. Nunca me quedo dormido a menos que me lo


proponga; y estaba propuesto a no dormir esta noche. Y lo del reloj… tú me viste
desconectarlo.

-Sí, te ví hacerlo. Aunque tal vez, dormido, yo lo conecté y hasta lo puse en su


hora. Tú lo has dicho, el subconsciente.

-Sí, cierto. Pero no deja de ser extraño.

En la mañana, Daniel se acordó de la sombra en la ventana, le contó a David y


le pidió que fueran a ver si encontraban algo. Se dirigieron al patio para revisar
la ventana y los alrededores, pero no encontraron nada. Nada, excepto algo
extraño en la ventana, parecido a baba seca fuertemente adherida.

-Bien, el experimento no funcionó –Dijo Daniel resignado-.

-Tú tranquilo, veremos la forma de terminar con esto. Mira, esta noche quédate
en mi casa –sugirió David-. Mis padres no llegarán hasta dentro de tres días.
Cortaré el sistema de luz, eso impedirá que veas la hora al menos. Sabrás
conectar un reloj, pero no sabes nada más de electrónica o electricidad.

- ¿Qué hay de la memoria racial? Tal vez fui un electricista en otra vida y… el
subconsciente… -dijo Daniel irónicamente-.

99
- ¡No seas tan pesimista! –respondió David sonriendo-. Intentémoslo, ¿qué
podemos perder?

Esa noche siguieron el plan… No funcionó. Se durmieron tranquilos, confiados,


esperando encontrar todo apagado al despertar. Y así era, excepto por el reloj.
Daniel despertó gritando y con el grito despertó David. Miraron el reloj encendido:
3:33. Y al instante se apagó. Fueron a revisarlo: estaba muy caliente. No
perdieron nada, excepto un día más. Fue la cuarta noche de la pesadilla.

Llegó la mañana: la luz del sol iluminó el cuarto y a las dos figuras que ahí
permanecían, despiertas, reflexivas, en silencio, mientras los pájaros cantaban
y la vida volvía a las calles. Daniel y David no repararon en ello. Recordaron el
suceso de la ventana la noche anterior y fueron a revisarla. No se sorprendieron
de lo que hallaron: más baba seca adherida al vidrio. Pensaron en recolectar un
poco y llevarla a revisar. Así hicieron. El maestro de Biología dijo que la revisaría
después; la puso en la mesa del comedor escolar y siguió coqueteando con la
maestra de inglés. Daniel y David supieron que no la revisaría.

De regreso a casa, pasando por la playa, Daniel se quedó arrobado mirando la


inmensidad del mar. David no lo notó hasta unos pasos más adelante y al volver
la mirada hacia su amigo, vió en Daniel una mirada totalmente perdida dirigida a
la vastedad del océano; estaba realmente hechizado.

- ¡Hey! –Le dijo David tomándolo del brazo y sacudiéndolo un poco para sacarlo
del trance-.

- ¿Eh? –Fue lo que atinó a decir Daniel, confundido, como recién despertando
de un sueño-.

-Te quedaste como ido. ¿Qué pasó? –preguntó David-.

-No lo sé… El mar… De repente… -Daniel rió, con la mirada triste-. Te parecerá
una locura, pero me dieron unas ganas enormes de ir a la playa y arrojarme al
mar.

-Claro que es una locura –le respondió David-. Tú no sabes nadar.

100
-Lo sé –Contestó Daniel con la mirada aun en el ondeante mar de color turquesa -
.

Antes de regresar a sus casas David propuso a Daniel ir a quedarse con él una
vez más, pero Daniel declinó y le dijo a David que esta vez solo quería descansar
lo más posible antes del anochecer. Que regresara a su casa y lo disculpara por
su sistema de luz; le agradecía la intención y le ayudaría si supiera algo de
electricidad. Ahora solo quería volver a casa. Se despidieron y regresaron cada
uno a su hogar.

En su casa, Daniel decidió olvidar todo el asunto una vez más, viéndolo en ese
momento casi con resignación a que la profecía del loco Philip Ashton Brown se
cumpliera sobre el loco Daniel del Rey. Se durmió, la pesadilla se repitió una vez
más y también el miedo, el sudor frío, el temblor… y la hora: 3:33. Quinta noche
de la pesadilla.

Al siguiente día no fue a la escuela. En la tarde David lo llamó y le dijo que iría a
verlo, pero Daniel dijo que se había quedado dormido, que estaba mejor, solo
faltaban dos noches de pesadillas y seguramente había una explicación lógica a
todo eso que se les había escapado; la séptima noche el juego del subconsciente
terminaría y todo volvería a la normalidad. Se despidieron por teléfono y Daniel
se quedó pensando en lo mucho que lo había ayudado su amigo. Comió un poco
y después se dirigió a su cuarto. De la gaveta al lado de su cama, del cajón, sacó
la foto de Jessica. La miró y sonrió, pensando si la volvería a ver después de la
séptima noche. Si la profecía era cierta sería mejor que no, al menos que ella no
lo viera. Aunque, después de todo, si era verdad, él ya no existiría, sino sólo el
líder de los Hombres-Pez, que tomaría su lugar para conquistar el mundo que
aseguraban les pertenecía hace incontables eras perdidas en las brumas del
tiempo. Cuántas ganas tenía de visitar el mar. Al fin, se durmió.

Daniel se despertó agitado, respirando pesadamente y con un sudor frío


bañando su frente. Era la sexta noche que tenía el mismo sueño. Volteó hacia
donde se encontraba su reloj despertador y miró la hora: 3:33; la misma hora a
la que despertó las cinco noches anteriores. Sus manos temblaban; las miró en
la oscuridad. Había algo raro en su mano derecha. El miedo se apoderó de él al

101
darse cuenta del significado que implicaba este suceso. Ya no le importó que se
tratara de realidad o sugestión, no estaba dispuesto a esperar la séptima noche.
Temblando, comenzando a sollozar, dirigió su mano hacia el cajón de la gaveta
a la derecha de su cama. Lo abrió lentamente y, encendiendo la lámpara, miró
por última vez la fotografía de Jessica. Sonrió débilmente. Miró su mano con más
detenimiento, era en verdad extraña: verdosa, húmeda, escamosa. Como de
lagarto. La dirigió hacia el cajón y tomó con dificultad el revólver .45 que
guardaba para su protección. Lo levantó y apoyó el frío cañón sobre su sien…

Un sonido seco y fuerte rompió el silencio de la noche.

El mundo, este mundo, se acabó para Daniel del Rey. Los rayos del sol
iluminaron la mañana del séptimo día.

102
Las pesadillas nacen
de las

ilustraciones…
103
El principio del

fin
Carlos Trapala

104
Antes de que todo cambiara yo solía trabajar en un barco pesquero, todos los
meses de agosto íbamos al pacifico ya que era la temporada más abundante de
camarón y ahí era más fácil tomarlos debido a que las tormentas y huracanes
estaban en el golfo, una noche nos adentramos mar abierto, llevábamos una
buena racha de pesca y si nos apurábamos, podríamos conseguir lo de los
cuatro meses en solo dos y regresaríamos antes a casa.

Ese era mi anhelo ya que casi no estaba en casa debido a mi trabajo, la noche
transcurría y seguíamos llenando el barco con camarones, cuando una tormenta
se empezó a formar en el horizonte, estábamos demasiado lejos de la orilla así
que tendríamos que esperar a que la tormenta pasara, nos encerramos todos en
la zona baja y checábamos constantemente la cubierta para ver que todo
estuviera bien.

La tormenta empeoro, el barco se sacudía fuertemente, y las olas parecían


aumentar cada vez más su fuerza, el barco no soporto más y cuando menos me
lo esperaba estaba con el agua hasta el pecho y seguía subiendo poco a poco,
buscamos una salida, nadamos por todo el interior hasta encontrar una puesta
de desagüe y por ahí salimos el primer oficial Martínez y yo, los demás murieron
en la desesperación al tratar de salir o, al menos, eso es lo que pensábamos. La
lluvia seguía más intensa, el mar estaba cada vez más agitado, de pronto vimos
una isla que se dejaba ver cercana, nadamos hasta allá y al encontrar tierra firme
nos quedamos en la orilla para ver como nuestro barco era devorado por la
inmensidad del mar.

Caí inconsciente por el cansancio, lo último que vi fue al oficial Martínez a mi


lado, cuando desperté, la tormenta seguía y no parecía que fuera a tener un fin
próximo, de pronto me di cuenta que estaba solo, no sabía que había pasado
con el oficial, así que me levante para ir a buscarlo, recorrí toda la orilla que pero

105
no vi nada, así que decidí adentrarme en la isla, estaba llena de hierbas que no
conocía, en ciertas partes habían algas marinas y muchos esqueletos de peces
muy grandes, lo cual me sugería que había o hubo alguien más en esa isla,
llegue al centro, ahí estaba el oficial Martínez, se encontraba arrodillado frente a
un gran agujero, me acerque a él, le hable pero no parecía reaccionar, lo tome
del hombro para girarlo, aún tengo en la memoria su rostro, estaba totalmente
hinchado, parecía que llevara varios días en el agua, su piel se veía casi
translucida y podía ver todas sus venas en su rostro y manos, pensé que estaba
muerto, pero no, empezó a tomarme de las piernas y me dijo

-La...La...Lárgate de esta maldita isla ahora mismo

-Que fue lo que le sucedió oficial-le conteste con preocupación- ¿está usted
bien?

-Vete, aun tienes una oportunidad, ¡vete!

-Pero, oficial, ¿qué está sucediendo?

-Evítalos a toda costa, no debes tocarlos

- ¿De qué está hablando?

-De las Criaturas que trae la tormenta, una vez que entran en ti no hay vuelta
atrás.

De pronto, el oficial se empezó a convulsionar y gritaba como si el dolor que


sintiera fuera insoportable, se presionaba el cuello, parecía que algo lo estaba
asfixiando, me acerque para tratar de ayudarlo, pero me empujó.

- ¡Huye! - gritaba una y otra vez.

Empecé alejarme cuándo vi que de su boca empezaban a salir una especia de


tentáculos, sus ojos se ponían completamente en blanco y cuando vi que se puso
de pie corrí a la orilla, al llegar vi a los demás tripulantes del barco salir poco a
poco de entre las olas, todos tenían el mismo aspecto que Martínez, trate de huir
a lo más alto de la isla, y al verme acorralado por aquellas criaturas que antes
eran habían sido mis compañeros e incluso mis amigos, opte por arrojarme al
mar, ellos solo se quedaron viendo como caí, y sin pensarlo dos veces también
se arrojaron al mar, nade lo más lejos que pude, aun los podía ver detrás de mí,

106
nadando. Vi que un barco se aproximaba y me dirigí a él, no sé cómo, pero logré
llegar y me ayudaron a salir del mar, les conté todo lo sucedido, pero no me
creyeron, pasamos por donde se suponía que la isla debía de estar, pero no
había nada, la marea se la había tragado.

Cuando llegamos al puerto la ciudad estaba totalmente devastada, la tormenta


había llegado ahí, a lo lejos solo se escuchaban disparos y gritos de personas,
todos empezaron a salir del barco para buscar a sus familias, pero lo primero
que encontraron fue la muerte, esas criaturas estaban ahí también, habían
convertido a todos en esos seres sacados de las profundidades del mar, vi que
con sus tentáculos hacían que se aproximaran a ellos y una vez que estaban lo
suficientemente cerca un extraño parasito pasaba de la criatura a su nueva
víctima.

De pronto vi que algo asomaba de las nubes, eran tentáculos, que se sacudían
y dejaban caer esos parásitos, y entre todos esos tentáculos se dejaba ver una
gran boca llena de dientes en medio de la tormenta, que poco a poco se acercaba
al suelo y todas criaturas se acercaban a ella, una vez que estaban en su boca
los masticaba y una lluvia de sangre se hacía presente en toda la ciudad, al
terminar de devorarlos se alzaba en los cielos y empezaba de nuevo la tormenta,
pude ver que el agua que parecía caer esa salida que emanaba de la boca de
aquella criatura al agitarse para dejar caer esos parásitos, los truenos que se
escuchaban en realidad eran producidos por una serie de agujeros que tenía la
criatura de los cuales salía lo que al parecer eran las nubes.

Han pasado varios años desde que eso comenzó, cada siete años esa criatura
regresa y consume todo lo que quiere hasta quedar saciada, no hay manera de
detener algo que es eterno, hoy sabemos que eso que nosotros creíamos una
simple historia, es realidad, lo que nosotros llamamos muerte, no es otra cosa
más que el centro del vacío, la antítesis de la creación, el creador del caos, él es
Azathoth el dios primigenio, el cielo se empieza a nublar, todo se oscurece, los
primeros rugidos se dejan escuchar y lo único que viene a mi mente es si vivir
con el constante miedo de su regreso mejor que la muerte.

107
Carlos Trapala
Carlos Antonio Trapala López, pasante
de ingeniería ambiental, empecé a
escribir relatos de terror en el 2016, pero
siempre he sido un fiel fan a toda la
temática de terror desde comics,
películas, libros, videojuegos, etcétera,
actual mente vivo en Tamaulipas,
México, trabajo en una empresa y
escribo blogs de terror en mis tiempos
libres.

108
AUTOPSIA DE LA PSIQUE
Israel Santiago

109
Son pocos los secretos que este inerte envase corpóreo puede ofrecerme,
Debido a que ya conozco los más íntimos detalles de la mecánica del cuerpo.
Pensando analíticamente que tan solo un camino queda por explorar,
Aquellos lugares sombríos en donde todo lo desconocido suele habitar.

Un universo de situaciones que tus ojos han contemplado y guardado en la


memoria,
Perdiéndose lentamente en la decadencia de tu fisonomía humana.
Eventos que infinidad de veces no tomas conciencia de ellos,
Y algunos otros que a pesar de vivirlos tu lógica se niega a reconocerlos.

Sombras semi ocultas que pasan frente a tus ojos a cada instante,
Voces que escapan de edificios y paredes susurrándote palabras llenas de
odio, suplicas y miedo a través del viento.
Milagros realizados sin la intervención de seres que viven en el confort de la
religiosa divinidad,
Así como invasores del cuerpo que hacen que tu alma sea secuestrada por
criaturas llenas de sombra y oscuridad.

Y así desmembraré cada parte de tu cuerpo al que puedo mantener con vida,
Siendo tus ojos la linterna mágica proyecte el testimonio de aquellos eventos
que han sucedido.
Sin necesitar curiosos testigos llenos de exageraciones por el protagonismo del
miedo,
Que tan solo desvirtúan la esencia de todo aquello que nos provoca terror por
años enteros.

110
Animales y criaturas que la naturaleza había ya de haber exterminado,
Gente pequeña y extranjeros de las estrellas con la facultad de mimetizarse en
lo que nos rodea.
Hombres con capacidad de metamorfosearse en animales que le gritan a la
noche,
Acompañados de mujeres bañadas en grasa infantil y volar por los aires.

Objetos imposibles volando y nadando a través de los cielos y los abismos


oceánicos desconocidos,
Palabras que construyen sintaxis letales que siguen a miles de generaciones.
Rumores que guardan dentro de sí un mundo lleno de enigmas, misterios y
conspiraciones,
Dibujadas con mentiras verdaderas en los encabezados de las mañanas.

Todos los pliegues de tu alma me asombran con todo aquello que estaba
guardado en ti,
Innumerables sucesos más allá de la realidad de los que has sido testigo.
Quien se atreverá a decir ahora que la ciencia no puede explicarlo todo,
Cuando a tu alma la tengo atrapada en este recipiente de electricidad, vidrio y
plomo.

De esta manera iniciamos el viaje hacia la última frontera entre la realidad y el


mas allá,
Donde vives y narras todo aquello que realmente oculta lo sobrenatural.
Mis manos tendrán que recurrir a herramientas e instrumentos modernos
cuando sea necesario,
La autopsia de la psique ha dejado de ser la fe de aquello que soñaban con su
manifiesto.

Pedazos de madera con caracteres pintados ya serán necesarios en esto


diálogos,
Así como fórmulas para fabricar sortilegios líquidos que hacían milagros.
Todo aquello que has llamado sobrenatural a través del tiempo mismo,

111
A partir de este momento se quitará los girones de la ropa de la burla con la
que caminaba con remordimientos.

Cuantos misterios verán, por vez primera, la luz de la razón tan negada,
Dejando de ser alucinaciones y pesadillas que los necios han humillado.
Ni los cielos ni los infiernos pueden negarse a ser explorados,
Sin importar el precio a pagar por descubrir los secretos celosamente
guardados.

Así, doy comienzo a esta cruzada que solo unos cuantos la realizan con la
honestidad de sus terrores,
Caminando en todas las realidades que se ocultan bajo los velos.
Por fin entenderé aquello que el ser humano ha acompañado ocultos en su
sombra,
Soy la autopsia de la psique que ahora se alimentará de los abismos de tus
miedos…

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Israel Santiago
Escritor de “El Despertar de Cthulhu”
(https://goo.gl/wvQg5D), y colaborador del
programa “AutopsiaPsique”.

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114
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Por Cristina García Pérez

La ciencia ficción es uno de los géneros más menospreciados de la literatura. Muchos lo consideran
como un género de menor importancia frente a la novela histórica (tan de moda en cualquier
producción que busque un Oscar en la gran pantalla), la comedia o el terror. La ciencia ficción es el
estilo que predijo con exactitud la llegada de los auriculares o de internet. Es el género que inspiró a
los científicos para ir a la luna. Y como estos casos existen otros cientos. Es interesante observar como
algunos libros consiguieron predecir los cambios culturales que acontecerían en el futuro. No, no se
trata de oráculos que miran a los astros. Repasamos los ejemplos más llamativos de novelas de ciencia
ficción cuya premisa forma parte de nuestro presente.

Fahrenheit 451 de Ray Bardbury

Un libro imprescindible para entender cuestiones tan interesantes como la manipulación de los medios,
el control de los medios culturales por parte de gobiernos totalitarios y otros temas de rabiosa
actualidad.

Por cierto, esta obra publicada en 1953 hablaba de “radios concha en el oído”. Con estos artilugios los
personajes podían escuchar noticias en cualquier lugar. ¿No te recuerda a los auriculares y los
podcasts?

Armada de Ernest Cline:

“El futuro está sucediendo tan rápido que es complicado que no adelante a la trama de la obra, que
incluye la impresión de aviones no tripulados en 3-D”, así de claro habla el autor de la obra sobre sus
predicciones de “presente”.

En el libro se hablaba de conceptos como los aviones impresos y no tripulados (drones) y la


teletransportación. Esta segunda cuestión aún no se ha resuelto por los científicos.

Look Backw ard de Edw ard Bellamy

Este libro fue escrito en 1800. En la novela el autor imagina un hombre del siglo XIX que acaba en el
siglo XXI, donde encuentra un mundo lleno de centros
116 comerciales y tarjetas de créditos, las cuales,
cuando se escribió, ni por asomo existían.
The Blazing World de Margaret Cavendish

Usualmente se atribuye la primera descripción literaria del submarino a Julio Verne, por su obra 20.000
leguas de viaje submarino. Sin embargo, Margaret Cavendish ya estaba escribiendo ciencia ficción
sobre vehículos submarinos en 1666. Vale, en el universo de Cavendish hay tritones que hablan, pero
pensar en un transporte bajo el agua tiene su mérito.

Ralph 124C 41+ de Hugo Gernsback

Ralph 124C 41+ fue la primera obra que se atrevió a imaginar teléfonos de radar y vídeo. Es decir,
Gernsback estaba hablando de videochat en 1911. Cuanto menos sorprendente, ¿Verdad? En esta
época ni siquiera existía la televisión y el radar fue inventado en 1933. Por lo que podemos considerar
que la novela hace una doble predicción sobre el futuro.

Neuromante de William Gibson

Su descripción de internet es casi correcta. Se predice una red mundial de ordenadores y con
intercambio de información con computadoras personales. Por otra parte, su visión es de una ciudad
ciberpunk llena de dementes que saltan a la realidad virtual con trajes estrafalarios. En esta parte, por
suerte, no estuvo tan acertado Gibson.

Tom Sw ift y su rifle eléctrico por Víctor Appleton

Swift fue un experto en desarrollar inventos totalmente irreales para la época en la que vivió.

En esta obra el protagonista cuenta con un rifle que dispara rayos de electricidad. Usa el arma para
matar elefantes por su marfil (un fin que no nos gusta nada). El autor inspiró tanto la creación del
117
célebre (y controvertido) TASER que el nombre es un acrónimo de Thomas A. Swift’s Electric Rifle.
2001: Odisea en el espacio de Arthur C. Clarke.

Esta novela de ciencia ficción se centra en hablar de la metafísica del ser humano y su papel en el
universo. Sin embargo, si se las ingenia para predecir el uso de las tabletas, o mejor dicho “newspads”.
El invento, sirve para leer artículos en una pantalla de mano, ¿bastante parecido a un Ipad no?

Los caminos deben rodar por Robert A. Heinlein

En “Los caminos quieren rodar”, Heinlein predice con exactitud la aparición de “escaleras mecánicas”
que se mueven de forma automática y con las que puedes transportar objetos mientras caminas. El
resto de la historia difiere bastante de la realidad. El autor imagina que las aceras, carreteras y
ferrocarriles en los Estados Unidos serán remplazados por estas cintas transportadoras. Estamos un
poco lejos aún de esa realidad.

Stand on Zanzibar de John Brunner

La cantidad de predicciones que hace esta obra sobre el futuro asusta. Sobre todo por su nivel de
acierto.

Fue escrito en los años 60, sin embargo, ya imagina que en 2010 los coches son eléctricos, Detroit está
en ruina económica, había tiroteos en las aulas de EE. UU y el presidente del país es Obomi. Si O-B-
O-M-I.

118
RAKSHASA
Javier Lobo

119
El viejo brigadier tomó la taza de té de la bandeja que su criado dispuso
ante él y se sentó ante el gran sillón, mirando distraídamente las llamas en el
hogar de la chimenea. Los monzones se encontraban ya muy próximos, y la
estación de las lluvias se podría prolongar por tiempo indefinido.

Echaba de menos las hermosas playas de Ceylán, la calidez de aquella


parte de la colonia, muy lejos de la pestilente hediondez de Londres, donde hasta
la mismísima bruma que vomitaba el Támesis apestaba a corrupción

Tomó un prolongado sorbo; ciertamente, el té de aquellas tierras era de


una excelencia casi indescriptible.

El británico miró al joven hindú. El pánico había teñido sus ojos, y


retrocedía por el corredor muy despacio, alejándose de él, sin dejar de tocar el
amuleto que pendía de su cuello.

—Rakshasa… Rakshasa… —murmuraba, una y otra vez, sin cesar.

Lo vio desaparecer en las sombras, muy despacio, hasta que ni siquiera


los claros tonos crema de su uniforme fueron distinguibles. Cerró los ojos y trató
de conciliar algo de sueño. No recordaba cuándo fue la última vez que pudo
dormir bien. Tenía ante sí un trabajo épico, una labor titánica, encargada, ni más
ni menos, que por Su Majestad: los informes sobre la secta thugge eran
alarmantes. Se hablaba de estrangulaciones masivas de entre ciento veinticinco
y ciento cincuenta personas cada vez, localidades enteras que eran
exterminadas en una sola noche.

Aún el mensaje que le fue entregado no hacía demasiado: estaba firmado


por el mismísimo Sir William Henry Sleeman, ascendido al rimbombante cargo
de Comisario para la Supresión de Thugs y Dacoits, pero el lacre del sobre
mostraba el sello de la Compañía de las Indias Orientales.

La todopoderosa Compañía…

Sleeman no era más que un peón impuesto por los verdaderos amos del
reino.

120
Las palabras del mensaje aún le quemaban la memoria, y era capaz de
ver la florida letra de su autor, ordenándole que procediera a perseguir sin tregua
a todos los thugs del área de su influencia. Que disponía de cuantos medios
tuviera a su alcance y que podía proceder como mejor entendiera.

Todos los medios a su alcance… Cuando escribió diciendo que carecía


de suficiente personal para iniciar una campaña, Sir William le dijo que ese no
era su problema, que era un oficial británico y que, por tanto, debía resolver
conflictos, no plantear nuevos.

Necio bastardo…

Así fue cómo, con un reducido contingente de soldados bisoños sin


experiencia alguna en combate junto con algunos hombres de las montañas,
salvajes duros como las rocas que pisaban con sus pies descalzos, se lanzó a
la caza de los asesinos. El espectáculo era verdaderamente desolador cada vez
que encontraban una aldea arrasada: rostros con la mirada desencajada por el
terror; cuerpos ennegrecidos e hinchados bajo el sol por los que se escapaban
los gases emitiendo agudos silbidos; las moscas zumbando de un lado a otro,
frenéticas ante el festín que se les había servido.

Finalmente, encontraron a un grupo que se había detenido junto a un río


a beber. El viejo brigadier no se lo pensó dos veces y dio orden de cargar. Fue
una escaramuza muy sangrienta. Varios sectarios cayeron bajo las balas de los
mosquetes, pero otros no temieron al plomo, y presentaron dura batalla con sus
manos desnudas, con las que partieron cuellos como si fueran frágiles ramitas a
una velocidad escalofriante; un thug se arrojó al río y trató de cruzar a nado a la
otra orilla, pero comenzó a gritar “magar, magar” cuando se le cruzó en su
camino un grueso tronco que, de pronto, se giró y comenzó a revolcarse sobre
el infortunado, formando una gran turbulencia a su alrededor; resultó ser un
cocodrilo, y dio buena cuenta del estrangulador, del que no quedó más que una
mancha rojiza que fue desapareciendo lentamente de la superficie de las aguas.

Pero, realmente, quienes salvaron la situación fueron los montaraces, con


sus largos cuchillos curvos y sus armas primitivas, que se hundieron en la carne

121
de los otros hasta que no quedó nadie con vida. Un thug se sujetaba las costillas,
tratando de impedir la salida de la sangre de una fea herida que mostraba en
uno de sus costados.

El británico dio orden de interrogarlo, y así supieron que el grupo se dirigía


a las montañas, donde disponían de una guarida en la que ocultarse antes de la
siguiente rafia, a la espera de que las aguas se calmasen; igualmente, el
moribundo les hizo saber que aquellas montañas se encontraban infestadas de
miembros de la secta, y que tenían escondrijos en lugares tan inaccesibles que
ni siquiera los hombres que le acompañaban podrían acceder a ellos.

Lanzando espumarajos de sangre, les maldijo a todos, y les aseguró que


Kali en persona vendría a por sus almas. El brigadier se giró hacia el líder de sus
montaraces, que le aseguró que podía ayudarle en su misión, y dio orden de
acabar con la vida del hombre que agonizaba a sus pies.

El montañés sonrió de manera tétrica, se inclinó sobre el estrangulador,


introdujo los dedos de sus manos en los labios de la herida, y comenzó a hacer
fuerza para abrirla aún más. el thug chilló y se debatió inútilmente, intentando
por todos los medios detener aquel dolor tan insoportable hasta que, con una
aterradora sucesión de chasquidos, se le saltaron las costillas, dejando
expuestas sus entrañas, mientras la sangre se derramaba a borbotones de su
cuerpo.

Esa misma noche, a la luz de una hoguera, mientras comían pescado y


frutos del bosque, el montaraz se sentó a su lado y, con el acento atroz de las
gentes de su tribu al pronunciar la lengua inglesa, le contó la historia de un
monstruo que surgió desde las mismas profundidades de los Infiernos, y al que
la mismísima diosa Kali temía. Era un espíritu muy antiguo, que había habitado
en los bosques, pero que se había ocultado hacía muchísimo tiempo en el interior
de una cueva muy cercana al lugar donde se encontraban, aguardando un
corazón que se pusiera a sus órdenes para volver a hacerse corpóreo y poder
abatir a los hijos de Kali.

Y los hijos de Kali eran los thuggee.

122
Pensando que se trataba de algún raro ritual de aquellos montaraces, el
británico dio visto bueno a ir a la cueva que le decía su criado. Apenas terminaron
el refrigerio, se levantaron y caminaron por entre los árboles, hundiéndose cada
vez más en las tinieblas de la noche. El brigadier caminó agarrándose del
hombro del líder de los montaraces en todo el tiempo que duró aquella caminata,
pues decidieron no andar usando antorchas para evitar que los sectarios
supieran que se estaban desplazando y para no despertar a los espíritus del
bosque, ni alertar a rakshasa.

Las nubes que cubrían el cielo nocturno se abrieron, y una rolliza luna
llena emergió, derramando su pálida luz sobre una cueva que apareció de la
nada por entre la maleza ante sus atónitos ojos. Una extraña fosforescencia
resaltaba las paredes y el suelo de su interior. Entonces la comitiva se hizo a un
lado, y el jefe de la cuadrilla le dijo que tenía que entrar sólo, que rakshasa le
esperaba, y que él le diría qué tenía que hacer.

Pensando que formaba parte de algún rito de iniciación o de valor, el


hombre fue penetrando muy despacio en las húmedas entrañas de la gruta,
mareado por la débil luz que iluminaba la roca, creando falsos relieves y
depresiones del terreno allí donde no las había. Tuvo que apoyarse contra las
paredes en un par de ocasiones para no caer; fue al cabo de un rato, mientras
seguía caminando por aquellas profundidades, cuando sintió un repentino picor
en la mano que había usado para no caerse. Al mirarse, observó que la palma
se encontraba completamente recubierta por la misma sustancia fosforescente
que iluminaba la cueva.

Sintió miedo, y comenzó a retroceder, cuando una figura adquirió relieve


ante sus ojos. Emergía de la misma roca, como si el mineral lo escupiera, o
puede que se le hubiera escapado de su atención mientras caminaba. Era un
ser antropoide, de grandes músculos, coronado por una rotunda cabeza en la
que brillaban dos ojos amarillentos. Unos enormes dientes irregulares
aparecieron allí donde se suponía que estaba la boca de la cosa. Eran más
grandes que un vaso de agua, y más afilados que la hoja de un cuchillo.

123
Abrió la boca para gritar, pero no pudo. La luminiscente figura se arrojó
encima de él. Sintió una fuerte dentellada sobre el cuello, y que los
descomunales colmillos le desgarraban la carne.

Luego perdió el conocimiento.

Se despertó con las primeras luces del día, rodeado de los montaraces
que le apuntaban con sus fusiles. El jefe del grupo le dijo que ya era un rakshasa,
enemigo de Kali hasta el fin de los tiempos, y que ya no les necesitaba a ninguno
para completar su misión. Acto seguido, el grupo se replegó hacia las
profundidades del bosque, dejándole en la más completa soledad.

El brigadier les observó en silencio, contemplando cómo se perdían en la


espesura, sin hacer apenas ruido. Aguantó las lágrimas tan bien como pudo, en
tanto un sentimiento de frustración y de rabia le consumía el pecho. Sin poder
evitarlo, incapaz de contenerse por más tiempo, mientras el jefe de la partida se
perdía en la maleza, le maldijo con todas las barbaridades que se le fueron
ocurriendo hasta que se le secó la garganta y comenzó a babear una espuma
sanguinolenta que se le derramó por la barbilla.

Comprendiendo que se encontraba en la más absoluta de las soledades,


se incorporó, recompuso su uniforme, y comenzó a andar por las montañas sin
rumbo fijo, sin saber a ciencia cierta hacia dónde se dirigía, y ni si volvería a ver
un nuevo amanecer.

Acuciado por el hambre y la sed, el británico vagó durante varias jornadas


hasta llegar a un bosque. Al caer el sol, un dulce aroma le acarició el olfato.
Alguien estaba cocinando un espeto de pescado en una hoguera. Pero había
otro aroma aún más poderoso que llamaba su atención con insistencia.

Un intenso y exquisito aroma a metálico empapando capas y capas de


jugosas fibras que le hacían salivar como una bestia furiosa. Carne cargada de
hormonas que disparaban sus sentidos, haciéndole descubrir nuevos matices
que jamás soñó que existieran, que le excitaban como el ansia del sexo.

124
De pronto, escuchó el ruido de ramas que se rompían y de algo que
rodaba por el suelo, hasta que cayó junto a él. La luz de la luna le mostró el rostro
desencajado de un aldeano, apenas un muchacho, con la lengua asomando por
entre los labios y los ojos desencajados. El cuello mostraba un anormal
estrechamiento, indicando que había sido estrangulado.

No obstante, aquel cuerpo emitía un aroma que se le antojó irresistible,


de lo más apetitoso.

Sin poder evitarlo, avanzó en cuadrupedia, como un animal de la jungla,


oliscando la carroña que miraba al cielo nocturno con sus ojos muertos en los
que rebosaban la angustia y el terror, y le pasó una reseca lengua sobre la piel
de la mejilla, aún imberbe. El sudor tenía un regusto salado, pero lleno de todos
los sabores que anhelaba con la misma angustia que un adicto al opio cuando
inhalaba, tembloroso y con la nariz goteante, de la pipa en un fumadero del barrio
chino.

Abrió la boca y clavó los dientes con fuerza sobre la mejilla.

Cerró los ojos. La sangre ya se había detenido, pero aún seguía estando
lo suficientemente fresca como para resultarle deliciosa al paladar. Nunca un
roastbeef le pudo saber mejor que el pedazo de carne cruda que mascaba con
deleite en esos momentos.

Impaciente, en pleno estado febril, tironeó de los raídos harapos con los
que el joven se había cubierto en vida hasta dejar al descubierto el torso. Vio un
pecho fibroso y casi sin grasa, propio de alguien acostumbrado a la dura faena
de los campos de té o de lino. Una lástima. Las acumulaciones de grasa habrían
dado una mayor jugosidad al frugal banquete, pero ya que no había nada mejor
que llevarse a la boca, y dado que estaba muerto de hambre, no le iba a hacer
ascos.

Ya vendrían los remordimientos. Ahora no tenía tiempo para cargos de


conciencia. Era el momento de sobrevivir.

125
Succionó los tejidos que aprisionaba entre sus dientes, sorbiendo hasta la
última gota de sangre que hubiera quedado retenida en sus fibras, mientras
sentía su corazón volviendo a latir con fuerza, dejando atrás la debilidad.

Unas voces riendo y unos chillidos de horror entre los que se alzaban
algunas súplicas en lengua salvaje reclamaron su atención. Despacio, se
arrastró entre la maleza hasta llegar al borde de un claro en el que brillaba una
hoguera. Varios thuggee sentados en el suelo devoraban pescados asados en
tanto otro sectario seguía divirtiéndose con su macabro entretenimiento. Esta
vez, era una niña de no más de nueve años, que no tardó en sucumbir a la fiebre
asesina del hombre.

Miró en todas direcciones. Se dio cuenta que había estado ascendiendo


todo el rato, y que el claro no era más que una cornisa de una montaña
densamente tapizada por la vegetación de la jungla. Y estaba en completa
desventaja.

Los ojos de la niña le miraron directamente, mientras un hilillo de sangre


se le descolgaba por la comisura de los labios.

El aroma de la sangre…

De pronto se vio fuera de sí, como si fuera ajeno a todo lo que sucedía. El
aire se llenó del sonido de unos extraños rugidos que no pudo identificar, pero
que creyó que podían pertenecer a un tigre. Los hombres se pusieron
inmediatamente tensos; algunos buscaron sus fusiles y se prepararon para hacer
frente a la amenaza.

La maleza estalló y un cuerpo enorme emergió de sus profundidades,


lanzándose contra el grupo. El suelo no tardó en llenarse de sangre y trozos de
carne, en un grotesco remedo de muñecos rotos; al final, sólo quedó el thug que
había estrangulado a la niña. Miraba al frente, con la mirada desencajada por el
espanto, pálido como la cera, sin ser capaz de moverse. Lo último que vio fue
que abrió la boca y chilló aterrado antes de perder el conocimiento.

126
De nuevo, las luces del alba le despertaron y descubrió con horror que se
encontraba tumbado en un charco de sangre reseca, con moscas zumbando
alocadas en todas direcciones. Los fragmentos de cuerpo se pudrían lentamente
al sol. La cabeza del último sectario en morir se encontraba aplastada contra la
pared de roca, pareciendo más un paño sanguinolento que un cráneo, mientras
su cuerpo acéfalo se encontraba tendido a sus pies, destrozado a dentelladas.

El brigadier observó que el cadáver de la niña parecía no perderle de vista


en ningún momento, y que la mirada que le dedicaba era una mezcla de
agradecimiento y profunda pena.

Volvió a caminar por la jungla, no supo a lo largo de cuántas jornadas,


hasta que regresó al hogar. El oficial que había quedado al cargo de la región
había mandado ya varias expediciones en su búsqueda, pero todas regresaron
sin éxito; no obstante, en su despacho le aguardaban diversos informes emitidos
por los jefes de esas patrullas en los que se informaban de asesinatos masivos
de thugge que solían terminar en un macabro ritual de desmembramiento y
vivisección; otros reportes comunicaban que algunos de los miembros más
buscados de la secta se estaban entregando de manera libre y voluntaria,
huyendo de la jungla, ya que afirmaban que “los demonios han vuelto, y Kali no
puede hacer nada para protegernos”.

Habían pasado veintisiete días desde que su grupo salió del fuerte. El
brigadier hizo cálculos: llevaba perdido unos veintitrés días, más o menos, desde
que entró en la gruta recubierta de hongos fosforescentes según le dijo el
montaraz.

Algo más de tres semanas, y lo que fuera había exterminado casi por
completo a todos los sectarios de su región.

No obstante, el pensamiento de que algo sobrenatural le había pasado


cuando entró en la cueva le llevaba acompañando desde el primer incidente, al
igual que no era capaz de borrar de su memoria la sorprendente e inquietante
mirada de la niña.

127
Cada noche que pasó deambulando perdido en la jungla, las pesadillas le
asaltaban e impedían que pudiera dormir con tranquilidad. Siempre era el mismo
sueño: se inclinaba como Narciso sobre un charco de agua prístina que el
devolvía su reflejo. Las facciones nobles, bien afeitado, con el bigote
pulcramente recortado y arreglado. Pero algo le decía que no estaba solo, y le
preguntaba a su propio reflejo “¿Hay alguien aquí?”, a lo que su imagen le
respondía con un interminable “Aquí, aquí, aquí”.

Entonces, unas manos atravesaban la superficie del agua, lo agarraban


con fuerza de los hombros y lo arrastraban hasta el fondo del charco, mucho más
profundo de lo que cabría imaginar a simple vista. A medida que se iba
sumergiendo, su reflejo se iba convirtiendo en una bestia repulsiva que rugía y
trataba de devorarlo.

La primera vez que pudo dormir en su lecho, cayó rendido sobre el


colchón lecho, pero no tardó en asaltarle un sueño turbador en el que la bestia
que no era capaz de ver atacaba a los indios de las aldeas próximas. Incluso un
soldado que hacía la ronda de noche desapareció de su puesto, y fue encontrado
al cabo de un par de horas… o lo que quedaba de él.

El soldado no había podido hacer uso de su rifle para defenderse. La


criatura le había desgarrado las extremidades hasta dejar visibles los huesos de
las mismas, llegando incluso a arrancarle de cuajo la pantorrilla derecha, y hasta
le cercenó algunos dedos de las manos. El torso aparecía abierto de un zarpazo,
con jirones de piel y músculo cayendo dentro de la caja torácica, que había
vaciado casi por completo. Tan sólo habían quedado algunos trozos de lo que
fueran sus pulmones y el corazón, abierto por la mitad como si fuera un libro. Los
intestinos del joven aparecieron colgando de un árbol a veinte metros de donde
yacía el cadáver.

El rostro mostraba una expresión de espanto inenarrable, en el que no


había maxilar inferior, al parecer, arrancado de cuajo. Parte de la dentadura de
la mandíbula que quedaba había saltado por la fuerza del impacto; incluso el ojo
izquierdo había saltado de su cuenca, y se encontraba colgando de un lado de
la cara unido a la bóveda del cráneo por el nervio ocular.

128
Alrededor del cuerpo y cerca del lugar del ataque se encontraron unas
extrañas huellas que no se correspondían con ninguna fiera conocida, ya no sólo
en Asia, sino en el mundo.

Se intensificaron las búsquedas de la criatura. Se habló de un tigre de


dimensiones tan colosales que no tardó en convertirse en leyenda para casi
todos los extranjeros; sin embargo, el británico notaba las miradas recelosas que
le dedicaban los criados y todos los nativos que se cruzaban en su camino.

Una noche, como salido del aire, apareció el montaraz en su dormitorio.


Quiso echar mano de su pistola, pero el hombre hizo un gesto apaciguador con
las manos. En un inglés machacado por el brutal acento de las montañas, le
explicó que ahora estaba maldito, que era un rakshasa, y que sólo la muerte le
podía salvar, pero tenía que esa salvación se la tenía que procurar de su propia
mano, antes de que la bestia surgiera de nuevo, pues en esa forma era
invulnerable.

Lanzando maldiciones contra el hindú, alzó el arma dispuesto a abatirlo,


pero el otro fue más rápido y se escabulló por su ventana, perdiéndose en la
noche sin dejar ni rastro.

Ahora se acercaban los monzones, y las llamas de la chimenea no eran


capaces de eliminar el frío que mordía sus huesos, ni el dolor en sus
articulaciones; ni siquiera el té tenía ya buen sabor en su boca, pareciendo más
un sucio caldo que la infusión de tan exquisito sabor que tanto gustaba paladear.

El criado hindú volvió a aparecer de entre las sombras, murmurando sin


cesar su letanía, un rezo con el que pretendía ahuyentar a los malos espíritus.

—Rakshasa… Rakshasa… —murmuraba, una y otra vez, sin cesar.

Observó que temblaba como una hoja, inquieto por estar ante él, con el
deseo de perderse de su presencia cuanto antes.

El dolor fue en aumento. Apretó los dientes, pero fue inútil. Un gemido
escapó por entre sus labios, mientras jadeaba de manera irregular. Escuchó la

129
ropa rasgarse con un lamento prolongado. Le faltaba el aire. Sus manos se
deformaban, y unas afiladas garras aparecían allí donde tenían que estar sus
uñas.

El indio chilló de espanto, tirando con estrépito una bandeja y saliendo de


la estancia a la carrera sin dejar de gritar cosas inconexas en su lengua. Alzó la
mirada, y se vio reflejado en un espejo: el rostro se le deformaba adquiriendo
una apariencia del todo bestial, cubriéndose de un pelo denso y crespo. La
mandíbula crujió hasta saltar de su alojamiento, mientras los dientes se le
quebraban y se caían al suelo, dando paso a un relicario de colmillos afilados
que les fue sustituyendo.

Antes de perder la razón, pudo ver a su lado a la niña, como si aún


estuviera viva, con la mirada fija en él, con aquella profunda tristeza en los ojos.

130
Javier Lobo
Javier Lobo es el pseudónimo con el que trabaja un
autor andaluz de género de terror. Lo que empezó
siendo un humilde blog, se ha convertido en un
trabajo que le ha llevado a publicar su primera novela,
“El Oni en la Alfombra”, en Amazon, de la que os dejo
el enlace: myBook.to/yokai

“Rakshasa” es su tercera colaboración con Círculo de


Lovecraft, tras “El Solar” (Círculo de Lovecraft nº 4)
y “Morse” (Círculo de Lovecraft nº 5). También ha
colaborado con otras revistas digitales de género,
como Creepy Zone, Vuelo de Cuervos, o From
Outer Space.

131
Apóyanos – Pincha en la imagen

132
NO CORTES A
«LA CORTEZA»
Carlos Enrique Saldivar
133
«No vayas a ese lado del bosque», fueron las palabras de su padre. «Sin
embargo, te conozco bien, de modo que, si cometes la gran estupidez de ir, ¡no
cortes a “La corteza”!».
No había dicho: «No cortes la corteza», sino:
«No cortes a “La corteza”», como si la corteza
de un árbol fuese una criatura maravillosa, no un
simple elemento del bosque, no la parte inmóvil
y gruesa de un organismo viviente. Qué curioso,
se refería a la corteza como una entidad
especial, dueña de alguna clase poder en aquel
mágico sitio llamado naturaleza.

La necedad es característica de los espíritus


jóvenes, Jaime no hizo caso de su padre ni
entendió la advertencia. Su progenitor se había
limitado a darle una recomendación, quizá
hubiera sido mejor contarle la historia de aquel
enigmático árbol; no obstante, puede que el
viejo leñador no estuviera seguro de que aquel
mito fuese cierto. Tal vez si le hubiese narrado
la leyenda a su hijo, este hubiera ido de todas maneras a esa parte inexplorada
de la región. Incluso, es posible que si ambos, padre e hijo, hubiesen creído en
aquella tenebrosa historia, el segundo hubiera ido a ese lado del bosque aun
más rápido, deseoso de encontrar algo fantástico en aquellos lares y se habría
aproximado de frente a dicho árbol, para perforarlo a puro golpe de hacha. Cual
fuere el caso, Jaime ya se encontraba en aquel lugar.

Ese es «La corteza». Ese es el árbol. ¿Qué tendrá de especial? Al poco de


verlo, lo descubrió; el árbol era el más hermoso del área, el más grande, y poseía
ciertas formaciones extrañas; tenía abundantes hojas, las ramas parecían
desbordarse como tentáculos. Ningún animal era visible ahí. Lo más
impresionante era el tronco, grueso e imponente. Jaime tocó la madera, no era
demasiado ancha, parecía piel humana seca. El joven titubeó. No. Se trataba de
una ilusión. La madera era dura como lo usual, un tronco curiosamente plano,

134
sin muchos pliegues, como si hubiera sido tallado. Si los habitantes del pueblo
lo viesen, quedarían sorprendidos. Jaime, al igual que su padre y su abuelo, era
leñador de profesión. Debía derribar dos o tres árboles aquel día, había
desechado la idea de llevar herramientas mecánicas; lo haría a punta de hacha.
En aquella región, muy alejada de las ciudades, ubicada en el este peruano, los
leñadores podían trabajar con tranquilidad dentro de las normas legales. Muchos
residentes de la zona se sentían contentos, pues la madera que se hallaba por
aquellos rincones era de excelente calidad. Más allá se ubicaba la laguna, cerca
estaba el lindero de los nenúfares, ese era el lugar donde reposaban los mejores
árboles, los más viejos y anchos, los que tenían la mejor madera, los más
preciados. Curiosamente pocos leñadores llegaban hasta allí. Si arribaban, lo
hacían solo una vez, no regresaban más a ese terreno, ¿por qué? Quienes
retornaban al pueblo, tras un día de arduo trabajo, solían contar inquietantes
historias sobre presencias indefinibles que merodeaban la zona. Aunque no
había discusión en que la vía de los nenúfares era deliciosa. Lo que se temía era
que llegase el día en que alguna compañía maderera se dispusiera a talar
árboles ahí. De momento, el terreno les pertenecía a los residentes; la tala y la
carpintería eran sus negocios.

Jaime tenía plena conciencia de ello y estaba satisfecho. Debía empezar a


talar, al menos dos árboles, y uno de ellos debía ser: «La corteza». Pero aún no
comenzaría con este, lo dejaría para después. Cortarlo sería una tarea titánica,
por lo tanto, debía entrenarse primero, calentar los músculos. Observó los
alrededores y vio un enorme y hermoso álamo. Inició con este, dio el primer golpe
de hacha y se percató de que no era nada suave, cortó, siguió cortando con el
hacha de mango de rojo granate, cabeza verde arce y filo de metal finísimo.
Jaime golpeó el vegetal una y otra vez. Siguió. Le faltaba poco para terminar.
Era temprano; no hacía mucho calor, sin embargo, el esfuerzo provocó que el
sudor empezara a recorrer el delgado cuerpo trigueño del muchacho, su bivirí
blanco se humedeció, sus pantalones jean remangados se le pegaron, como si
fueran parte de su piel, sus zapatos negros se doblaban, parecían crujir
animados. Jaime cortó una vez, otra vez. Le restaba un golpe de hacha para
terminar y empujar el árbol para subirlo a su carretilla. Cuando estaba a punto
de dar el hachazo definitivo, escuchó un débil murmullo que decía:

135
—Jaime… sácame de aquí... Jaime... Jaime...

El susurro lo perturbó, era casi imperceptible, pero supo que era real, debía
ser así, no estaba loco; no obstante, él se hallaba solo en el bosque, no había
nadie más, no tenía hermanos menores que lo hubieran seguido, todos sus
amigos se habían marchado a una festividad en las afueras del poblado. De
hecho, la atmósfera era extraña, no había ardillas o pájaros cerca, ¿por qué?
Esa vocecilla no era infantil, sino femenina. El timbre era humano, Jaime empujó
el árbol y miró entre los arbustos, la lejanía, caminó un poco, tras de él oyó:

—Jaime, aquí, corta aquí.

El chico se acercó a La corteza, un amplio y bello álamo blanco. Jaime recordó


algunas narraciones de su infancia: según la gente del pueblo, el árbol tenía
propiedades mágicas, el tronco era grueso, cortarlo demandaría una tremenda
labor, pero era posible lograrlo, el joven tenía todo el día, sus músculos estaban
ávidos de una buena faena, podría hacerlo.

Sería después de talar otro álamo. Se hallaba entusiasmado, trabajaría un


poco más.

Respetaba mucho al místico árbol, aunque si lo llevara a la aldea,


sorprendería a todos. Lo talaría, antes necesitaba ejercitarse un poco más, eligió
un pequeño álamo y empezó a cortar. La corteza, ubicada a unos metros,
parecía mirarlo y entonar una suave música.

Una música de bosque. Una música de hadas.

Aunque solo es mi imaginación, suena muy bien. Acerté en no traer mi radio


a pilas, para no distraerme. De pronto la ilusión terminó. Cuando dio un nuevo
hachazo, oyó esto:

—Aquí, querido Jaime. No me olvides. Nenu te espera aquí.

El joven no quiso voltear, un ligero miedo se había apoderado de él, siguió


cortando el tronco del álamo, llegó a la mitad, faltaba un poco más, pronto lo
traería abajo y…

—Jaime, aquí, córtame, córtame.

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Jaime siguió talando, hacía un gran esfuerzo, un golpe más y terminaría.
Luego partiría un nuevo tronco y habría terminado. Empezó a dudar, ¿seguiría
con el álamo blanco? Quizá dos árboles de menor tamaño sería lo prudente. El
álamo principal ya no, ya no. Escuchó detrás de él:

—Jaime, mira atrás de ti. Mira hacia aquí. Mírame...

Él no volteo, siguió dándole hachazos al árbol que tenía adelante suyo, una y
otra vez.

Un hachazo.

—Jaime, voltea y mírame.

Otro hachazo.

—Jaime, veme y acércate.

Otro hachazo.

—Jaime, precioso, acércate y tómame.

Otro hachazo.

—Hazme el amor.

Otro hachazo.

—Te amo.

Un hachazo más.

Jaime derribó el pequeño álamo. Pensó en la pasión, en el calor que lo


inundaba desde dentro. Volteó, dejó caer el hacha sobre el suelo. Recordó una
historia que le había contado su madre, la cual había fallecido hacía mucho
tiempo, la leyenda de una hermosa criatura que habitaba los bosques. La vio.
Aquel ser estaba frente a él, desnuda, aunque con algunas hojas cubriendo sus
partes íntimas, las hojas superiores cayeron y dejaron al descubierto sus frutales
senos, su piel era blanca, sus cabellos: verdes manzana, ensortijados, del mismo
color que sus ojos. Su boca, su nariz y sus orejas eran pequeñas, y sus labios
eran de un rojo brillante, como la sangre de alguien muriendo; su voz, melodiosa,

137
cantaba al hablar. Él permaneció mucho rato contemplándola, la adorable
chiquilla le sonreía. Por fin Jaime dijo:

—¿Eres Nenu, la hija de los espíritus nenúfares?

—Sí, soy la última ninfa que queda por estos sitios.

Ella giró y abrazó el tronco riendo, la suya era una risa de hada, sus nalgas
pálidas y desnudas le parecieron a Jaime las cosas más deseadas del universo.
Ella se apoyó en el árbol, lo rodeó y desapareció. El eco de su risa quedo
grabado en la inmensidad del bosque.

—No te vayas, Nenu —dijo Jaime con tristeza. Acto seguido pensó en el
consejo de su padre, entendía por qué no debía cortar a La corteza. Ahora
comprendía. Las ninfas no eran malas, pero sí un tanto peligrosas, jugaban con
los hombres, eran incapaces de amarlos, solamente los utilizaban para el sexo.
Quizá su padre, cierto día, conoció alguna, tal vez por eso se separó de la madre
de Jaime. A lo mejor muchos hombres a través del tiempo las habían encontrado,
quizá eso fue lo que percibieron los leñadores que vinieron antes a la zona. Las
ninfas los engatusaron, los enamoraron, les dieron placer y los abandonaron.
Una ninfa era un regalo de los dioses. Voluptuosas, hambrientas de sexo.
Algunos hombres hubieron de morir de amor aquí mismo, quizá las mismas
ninfas los enterraron, quizás ellas han caminado en el mundo humano, a lo mejor
se disfrazaron de pueblerinas o era posible que llegaran a la ciudad. Quizá
Carolina, la chica más bonita de la aldea, fuese una ninfa liberada por algún
leñador necio, enamorado y luego despreciado. ¿Cuántos hombres habrán sido
traicionados por las ninfas? Ellas no son fieles y pueden soportar el calor de cien
hombres a la vez, quizá estos varones enloquecieron por el dolor, se convirtieron
en árboles y hoy descansaban tras unas paredes de madera, en tanto sus pieles
se hicieron ásperas y oscuras. Sus ojos no podrán ya ver la luz de los días.
Quizá, quizá, quizá. Nenu.

Jaime caminó por los alrededores y atisbó el ambiente a unos metros, vio un
par de ramas pequeñas en forma de cruz, no se había dado cuenta de aquello
antes, parecía una ¿tumba? Había de ser de algún lugareño, tal vez un leñador
enterrado por un pariente. ¿O que fue puesto bajo tierra por una ninfa? ¿Quizá
por Nenu? Solo quedaba ella, eso había dicho la doncella, no había otras ninfas,

138
nada más Nenu, y sería para él, la amaría hasta la muerte. Solo ella, nadie más
que ella. Debía encontrarla. Retrocedió, se giró y se paró frente a La corteza.
¿Por qué su padre no le había contado la historia completa? ¿Qué insondable
misterio representaba aquel precioso álamo? Jaime lo acarició con sus dedos,
sintió una protuberancia surgir de la madera, un pezón, del cual brotaba un
líquido, similar a la leche.

Jaime lamió, bebió, le supo bien. Miró el tronco, un rostro se formaba ahí, el
más bello de los paisajes, estaba adornado por hojas cuales cabellos, muy
verdes. Le sonreía. Era ella.

Nenu, la hija de los nenúfares, la más perfecta amante de entre las ninfas.
Una criatura vegetal, la cual prometía lealtad y sexualidad en abundancia. Debía
sacarla de ahí. La imagen de la chiquilla se proyectaba hacia el ámbito que
envolvía al joven. Ahora podía verla delante de él, sobre el pasto, desnuda,
sonriendo, cubierta por algunas raíces verdosas.

Hubo viento Sus cabellos flotaron. Arqueó el cuerpo y sus senos se dilataron
excitados.

Jaime cayó de rodillas...

La ninfa abrió sus piernas.

Jaime se acercó a ella, pero sólo abrazó el viento. Nenu ya no se hallaba con
él. Estaba...

—Precioso, corta a la corteza. Quiero salir y estar contigo. Soy la única que
queda.

La única. Nada más ella. Toda para mí. Los dos juntos. Está bien.

Jaime avanzó unos pasos, se ubicó junto al álamo derribado y desde esa
posición miró detenidamente a La corteza. Esta lucía excelsa. Se acercó otra vez
a ella y acarició de nuevo la superficie del árbol, era suave, parecía un cuerpo
humano, parecía latir, que vivía. El chico atisbó la parte alta del vegetal y creyó
ver un rostro femenino allí, aunque era viejo y se veía triste. Más alto, en la copa
del árbol, el sol todavía resplandecía, aunque con debilidad, y transmitía sus
rayos a esa imagen que lucía como a punto de llorar.

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Jaime abrazo la corteza del árbol. Un insecto se posó en esta, y cayó muerto...

El muchacho lo vio todo, y entendió... La corteza tenía vida, La corteza era


una cárcel, y en aquel momento tenía prisionera a Nenu. Aunque no… era más
que eso, La corteza representaba una parte de la ninfa; sí, ella era La corteza,
pero al mismo tiempo La corteza era su prisión, dos seres vivientes fusionados
en uno: guardián y reclusa; si la corteza moría, Nenu quedaría libre, como tantas
otras que fueron liberadas en el pasado. Ella sería de carne y hueso, sus
cabellos: verdes como sus ojos, sus pezones: rosados, sus labios rojos lo
besarían a él, solo a él y a nadie más. Jaime se dijo que no tenía tiempo que
perder, debía quebrar a La corteza. Era momento de coger el hacha y cortar, y
así lo hizo.

Al primer tajo, salió un líquido rojo de La corteza.

Ojalá su padre se lo hubiera explicado mejor, ¿por qué los adultos, los viejos,
siempre ocultan la verdad a sus hijos? ¿No entienden acaso que la verdad salva
vidas en vez de perturbar el orden y la vitalidad? las ninfas existen, Nenu existió,
como muchas otras, que habían escapado de los árboles y se enamoraron de
los hombres. Bastaba recordar la hermosa y trágica fábula de Orfeo y Eurídice,
o las leyendas de Flora, Farina, Mandrágora, Verdosa, Hiedra, Cucarda, todas
bonitas, todas peligrosas, dulces, cariñosas, hambrientas de amor, de varones.
De todas, Nenu era la mejor, hija de los nenúfares, quienes a su vez eran hijos
de divinidades y plantas. Nenu nació en aquella región y tardó mucho en crecer.
Nenu fue encerrada varias veces en los árboles, aunque siempre la liberaban,
sus amantes la sacaban y la amaban. Ella los saciaba, después los abandonaba.
Muchos murieron por la tristeza de perderla, otros la buscaron sin descanso.
Nenu se iba lejos, aunque siempre volvía a su lugar de origen. Vivía en total
desnudez, se sentía cómoda así, cubierta de hojas que se ajustaban a su cuerpo,
como prendas confeccionadas por la naturaleza con precisión mágica. Su
cuerpo, delgado, macizo, blanco como una nube, sus bellos y grandes senos,
parecidos a mangos, sus caderas anchas, sus piernas cuales tallos frutales. Sus
ojos brillaban y reflejaban el bosque, su inocencia se perdía entre los animales y
las plantas que tanto amaba. Tenía el cabello verde, de este modo lo lucía
cuando murió por vez primera.

140
Hace años, muchos años, un hombre la asesinó.

Fue uno de aquellos que soñaban con los favores de la hermosa ninfa, se le
considera ninfa porque vivió entre ellas. No es un nenúfar, ella desciende de la
unión de esta planta y un ser elemental; y, como toda ninfa, tuvo la oportunidad
de escapar de la muerte una vez, lo consiguió hace cien años, ahora parte de su
esencia vive, pero atrapada en La corteza. Jaime se dijo que era una leyenda
fascinante. No. Es una realidad asombrosa.

Un golpe de hacha. Mucho sudor. Se quita el bivirí.

La corteza tiene prisionera el alma de Nenu, debo sacarla de ahí, regresarla


a la vida y amarla. Jaime envejecería a su lado, ella permanecería joven, es
verdad, pero él la tendría consigo hasta que muriese en el regazo de aquella. Lo
más maravilloso era que su amada le daría hijos preciosos, vástagos de ninfa y
humano, algo que no había sucedido antes porque ella no se quedaba con nadie.
El joven estaba convencido de que Nenu a él nunca lo dejaría.

Otro golpe de hacha. El sol se debilita. Más sudor.

Nenu, preciosa y sensual Nenu, en breve estaremos juntos.

Un golpe más de hacha, el acero se clava en el tronco cuyo líquido rojo y


espeso, similar a la sangre, sale a borbotones y salpica bastante el rostro del
muchacho.

Nenu, pronto saldrás de tu cárcel; pronto, querida, y te haré el amor como a


nadie.

Un golpe más.

Dime algo, Nenu; dime algo, lo que sea quiero escuchar tu acariciadora voz.

Otro golpe de hacha.

Se oyó una risita que hizo eco y cubrió todo el bosque, el corazón y la mente
de Jaime.

Resonancias en el paisaje de sus sueños, de sus eternas fantasías.

Un golpe más.

141
Se escuchó un canto en un idioma desconocido, la voz de una niña, no, de
una mujer cantando. Jaime creyó ver pájaros que descendían: algunos lo hacían
sobre los árboles. Había insectos que se reunían en torno La corteza. Los
roedores salían de sus madrigueras, también se detenían a contemplar el
evento. La corteza se abriría en su totalidad y...

Así que ahí es donde han estado todo este tiempo, animalitos.

Un golpe. Zas.

Pronto. Muy pronto. Los arboles parecían temblar de emoción. Las flores
parecían danzar. Las hojas cayeron y volaron arqueando sus formas diversas:
de números, de letras, de palabras, de figuras geométricas. El sol ya decaía poco
a poco; también parecía sonreír.

¿O acaso lloraba?

¿Acaso lo estoy imaginando todo?

¿Acaso la poca fauna que había aquí ahora está huyendo?

¿Cómo saberlo? No sabía más que lo que hacía, conocía y experimentaba:


las ninfas son hermosas, pero se les teme; son un tesoro que puede ser robado.
Al perderlas, se pierde todo. O ellas podían quedarse sin el varón que tuviera la
suerte (buena, mala, eso no importa) de toparse con ellas. No podían existir para
brindar una vida soñada, con ellas no había bailes, cantos, expectativas,
alegrías, proyectos. ¿O puede que sí? A lo mejor nadie había disfrutado lo mejor
de estas exuberantes criaturas porque ningún mancebo tuvo la presteza de ir
más allá de los que sus ojos veían, de lo que sentía su corazón. Es tiempo de
partir la barrera, de ir un paso adelante, de arriesgarse. El placer, la felicidad
estaban allí, a solo unos minutos de tesón y esfuerzo. Jaime sentía que algo
extraordinario le aguardaba.

No pensar, no detenerse, seguir cortando, seguir…

Un golpe más. Zas.

Sudor. Cansancio. El joven continuaba talando, de modo maquinal y potente.


Se escuchó un quejido leve, como de una mujer anciana… El gran álamo blanco
estaba a punto de caer.

142
Se oyó una risita.

Un golpe más. Zas.

Ja, ja, ja, ja, ja, ja.

Otro golpe de hacha. Saz.

Ja, ja, ja, ja, ja, ja. Óyeme.

Se escuchaba la voz de la ninfa, cada vez más cercana. Ella, con sensualidad,
le dijo:

«Pronto me tendrás frente a ti, no puedo esperar a que llegue ese momento,
quiero tenerte dentro de mí, hacerte dichoso, Jaime, querido. Dale, dale más
duro, más fuerte dale, precioso, dale, demuéstrame que eres el hombre que
estuve esperando. ¡Dale ya, ahora!».

Jaime sentía que las fuerzas se le iban, sin embargo, más podía el deseo,
más podía la determinación. Jaime lanzó muchos resuellos y golpeó; gritó, pegó
los hachazos con ambas manos. Se le iba la vida en cada corte. Los músculos
se tensaban. La sangre le salpicaba en la cara. Abrió la boca para tomar aire y
probó, sin querer, ese líquido dulzón. Oyó un quejido, el último del gran álamo
blanco: La corteza había cedido. Ahora estaba abierta y...

El golpe final. El árbol cayó.

Jaime también se desplomó, de rodillas; soltó el hacha de mango rojo granate,


el cual manchó de sanguinolencia el pasto.

No debí hacerlo, no debí hacerlo, pero tuve que, Nenu, te amo y tú me amas.
En unos instantes estarás a mi lado, ninfa de mi corazón; ya sal, por favor,
criatura de mis amores.

Jaime se levantó y miró el muñón sobre el tronco: un lago de sangre. Éste aún
latía.

Sal de ahí, Nenu, tu querido Jaime quiere estar contigo. Sal ahora y nos
iremos juntos. Si quieres vamos a la aldea; si quieres, nos marcharemos lejos de
aquí; si quieres, viviremos en este bosque. No me hagas esperar, que te amo.
Sal, por favor, te deseo, te adoro, sal, sal…

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Dejó de manar sangre. El tronco dejó de latir.

Ella salió. Levantó primero su pequeña cabeza coronada con cabellos verdes,
los cuales ya no eran verdes manzana, era difícil definir qué clase de verde era;
por momentos se oscurecía y clarificaba como si algún tipo de luminosidad se
encendiera a ratos en aquella parte de su organismo. Sus cabellos no estaban
ensortijados, se hallaban desordenados, parecían moverse, como lombrices que
querían despegarse con desesperación de su cabeza. Ella se puso de pie, su
cuerpo se encontraba totalmente desnudo, sin hojas, tallos ni raíces; emergió del
charco sanguinolento, que asemejaba una capsula medicinal abierta en dos.
Nenu se hallaba en perfectas condiciones. Levantó una pierna, levanto la otra, y
se alejó del árbol…

Sonreía, reía, cantaba y se estiraba. Sus genitales eran pequeños, casi


indistinguibles.

Los ojos de Jaime adquirieron un brillo potentísimo al contemplar tal milagro


de belleza. Quiso abrazarla, pero ella lo apartó y empezó a bailar. Cantó
levantando las manos y gritó:

«¡Al fin, después de tantos años! ¡Al fin soy libre! ¡Libre para hacer lo que
quiera de mi vida y de las vidas de los demás! Solo yo faltaba y ahora estoy fuera
del gran álamo blanco.

Jaime se quedó alelado ante la alegría inusual de la ninfa, aunque se dijo que
en realidad la situación era normal, ella había estado presa de un encantamiento
durante mucho, tal vez por demasiado, ahora era libre, para estar con él. El joven
se irguió llamándola, pero ella no respondía, se iba sin hacerle caso. Jaime la
llamó por su nombre. Ella se alejaba más y más.

—¡Nenu, mírame, Nenu!

La muchachita se calló y se detuvo. Lo miró curiosa. Le sonrió.

—¿Ya no me amas? —pregunto Jaime con un gesto de desamparo.

—Pues... —dijo la joven—, yo podría amarte o podrías olvidarte de mí y


dejarme libre. Escoge: ¿quieres que te ame o prefieres que me vaya a perderme
en la grandeza del mundo?

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La voz aniñada de la muchacha lo conmovió. Jaime dijo:

—Quiero que me ames, Nenu.

—De acuerdo. No vengas aquí, yo iré hacia ti.

Jaime dejó de acercarse a ella y observó esa hermosura desnuda, de piel


blanca y limpia, de cabellos verdes y ojos del mismo color, aproximarse a él, con
extremada sensualidad, mirándolo de frente, con una sonrisa de labio a labio. Lo
tenía hipnotizado, prendado, él no podía resistirse. Ella lo abrazó, él quiso
besarla. Ella lo evitó, volteó su rostro a un costado.

—¿Me amas? —pregunto Jaime.

La jovenzuela lo tenía abrazado, era más pequeña que él. No respondió a la


pregunta de su acompañante. Continuó en silencio y miró con fijeza a los ojos
del muchacho. El gesto dulce de la doncella cambió de pronto, trocó a una
seriedad tenebrosa; giró la vista y observó con interés el hacha que estaba un
metro de ella, en el suelo, manchada de sangre.

—Los otros —dijo la entidad— también querían ser amados, pero ya no había
ninfas, ni nunca más las habrá. Por eso ellos terminaron así. Sin embargo, no
era nuestra intención, aunque no siempre pensamos así, a veces no pensamos...
y si lo hacemos, pensamos mal…

—¿Qué dices, amada Nenu?

—Es una adicción, es algo más fuerte que nosotros, no podemos evitarlo, nos
da mucho placer, es como si nos alimentáramos de ello. No hay ninguna ninfa,
lo siento mucho por ti.

—Sí hay una ninfa, y eres tú, mi hermosa niña.

—Ja, ja, ja, no soy una niña. En realidad, no siento nada, solo una gran alegría
y esto…

La chiquilla hizo un movimiento, estiró su brazo izquierdo y el hacha se levantó


del suelo por sí sola y embocó en la mano de ella. Jaime no vio al principio lo
que sucedía, y al percatarse de todo, ya era demasiado tarde. Uno de los bordes

145
del hacha le golpeó el rostro, el impacto fue terrible. Empero, el pegue no lo cortó,
pues fue el extremo opuesto del arma.

Jaime cayó de espaldas. Perdió el conocimiento unos segundos, cuando


recobró la visión el sol se estaba ocultando. Aquella cosa que tenía delante de
sí no era Nenu. Jamás lo fue.

El chico no pudo decir palabras solo masculló algunas frases:

¿Nenu? ¿Nenu? ¿Qué… tú...? ¿Qué eres... tú? ¡Qué mierda...!

Lo que estaba frente a él tenía el hacha en la mano, y se estaba riendo.

Lo que estaba frente a él era horrible: tenía dos grandes y saltones ojos
amarillos; una nariz larga y deforme; una boca amplia, repleta de colmillos y que
mostraba una sonrisa demoniaca; sus escasos cabellos eran raíces
agusanadas; su cuerpo era marrón oscuro, de este emanaba un olor a huevos
podridos, tenía pezuñas, garras; sus enormes orejas de cerdo se movían
mientras contemplaba al joven herido.

Seguía riéndose, su risa ya no era como la de…

Habló, su voz era como la de mil placas de madera astillándose por acción de
una sierra.

—¡Me querrías aún si luciera así? Yo sé que no soy igual que los otros, ahora
no soy como los demás, nunca lo seré, estoy solo y me encanta, adoro hacer
esto una y otra vez, ja, ja, ja. —Su voz era terrible. Jaime se tapó lo oídos. La
bestia añadió: —Soy el último y el peor de todos. Por eso, hay más maldad en
mí, demasiada, y tú, inocente, caíste.

Jaime gritó, enloqueció en ese instante y se tapó el rostro cuando la horrenda


criatura levantó el hacha y la descargó con sobrehumana fuerza sobre su
indefenso cuerpo, ahora utilizando el lado filoso, el cual hizo añicos el hombro
derecho del muchacho.

El bosque entero parecía llorar; y la atmosfera, estremecerse con los gritos.

El olor putrefacto era insoportable, empezaba a extenderse muchos metros.

Jaime aún vivía, aunque estaba mareado por el dolor. Entre lágrimas decía:

146
—Nenu, Nenu, Nenu, ¿por qué haces esto?

El joven consiguió tocarle una pierna a la bestia, notó que era de madera, pero
de algún modo resultaba elástica; el resto de su piel era de tallo marrón, estaba
arrugada y enredada, una piel macabra, diabólica, perteneciente a un tipo
específico de ser maligno que vivía en el bosque, que disfrutaba eliminando
animales, ninfas, hadas y hombres. Jaime comprendió en ese momento el
consejo de su padre, aunque dejó de entender otras cosas cuando cayó de
costado y miró la pequeña cruz de ramas a unos metros, en el montículo, el cual
era una tumba improvisada, que tenía más de cien años.

Otro hachazo. Una carcajada. Otra carcajada.

—¡Nenu!, Ne…nu… N…e…

Otro hachazo, otro más, y otro.

La última mirada del joven estuvo dirigida a un melancólico y bello rostro que
se hallaba dibujado sobre la crucecilla vegetal. A medida que perdía la vida,
comprendía: las ninfas fallecen una sola vez: son criaturas de luz. En cambio,
hay entidades de la oscuridad que no perecen fácilmente y solo queda ponerlas
en una celda. Ellos lo hicieron, los más viejos del pueblo lo contuvieron hace
décadas, y no se lo contaron a sus hijos; era un secreto bastante terrible como
difundirlo entre sus descendientes; tan solo señalaron normas con severidad, les
prohibieron que talaran ese árbol, que ni siquiera se acercaran a dicha zona del
bosque. Era una regla. Nadie había desobedecido, hasta ahora. Las palabras
finales de Jaime fueron:

Ne… nu... por... qué... có... m…

—Ya deja de llamarme «Nenu», ella hace tiempo que está muerta, fue una
presa sencilla.

La faz del monstruo giró hacia la tumba de tierra cuya cruz había caído. Volvió
la vista al moribundo y, dándole un hachazo en el cráneo, le dijo:

—¡Yo soy «La corteza»!

147
Carlos E. Saldivar
Carlos Enrique Saldivar R. (Lima, Perú,
1982). Estudió Literatura en la Universidad
Nacional Federico Villareal. Publicó los libros
de cuentos Historias de ciencia ficción
(2008), Horizontes de fantasía (2010); y el
relato “El otro engendro” (2012).

Compiló las selecciones: Nido de cuervos:


cuentos peruanos de terror y suspenso
(2011), Ciencia Ficción Peruana 2 (2016) y
Tenebra: muestra de cuentos peruanos de
terror (2017).

148
A escondidas
Damaris Gassón

149
Este es el lugar más seguro de mi cuarto, debajo de la cama. Cuando me siento
solo o asustado me refugio aquí, pese a que mi mamá me dice que no lo haga,
que no soy un animal. Yo nunca salgo de mi cuarto, pero pego mi oído a la puerta
y por eso he escuchado a mi mamá y a mi abuela discutiendo porque mi abuela
dice que soy un engendro del diablo ya que nací con dos cachos en la frente y
la boca unida a la nariz; mi mamá le replica que esas son protuberancias óseas
y lo de la boca se llama labio leporino, que no tiene nada que ver con el diablo.
Mi abuela a su vez le dice que si no es así, que cómo es que ella no recuerda el
modo en que quedó embarazada, a lo que mi mamá nada responde. Lo cierto
es que sí, mi mamá me defiende de este modo, ¿por qué me mira con asco y no
me deja salir de aquí?

Este es el único sitio en el que recuerdo haber estado toda mi vida; conozco cada
rincón, cada grieta, a mis amiguitos peludos a los que les doy de mi comida y a
los de muchas patas que están arriba entre hilos blancos. A veces me pregunto
qué son esos sonidos que vienen de afuera, mi mamá viene poco, me trae la
comida y limpia mi bacinilla. A veces dice; − un pájaro, así cantan ellos −, pero
no sé lo que es un pájaro y quedo con la misma duda. Tampoco me dice nada
sobre mi papá, ni quién es y por qué no lo conozco. Yo pienso que si lo conociera
sabría por qué soy así, pero mi mamá lo único que hace cuando le pregunto es
apretar los labios hasta que se le ponen blancos, me ve de arriba abajo y sale
de mi cuarto. Quisiera tener la esperanza de que, si él supiera que estoy aquí,
me vendría a buscar y tendría una vida más agradable, quizás hasta me querría.

Hoy mi mamá entró feliz a mi cuarto, cantaba y bailaba y trajo una comida extraña
pero deliciosa, unos cuadraditos blancos con algo rosado y salado por dentro y
otra cosa marrón muy dulce, yo como todos los días unos terrones marrones a
las que les hecho un poco de agua primero pues son duros. Son muy raras las
ocasiones en las que mamá me trae algo distinto y nunca se queda, le da asco
verme comer. Me dijo que mi abuela murió y que ahora seríamos libres, que me
sacaría de aquí y que por fin conoceríamos juntos el mundo; pero después de

150
comer esa extraña comida sentí unos horribles dolores de estómago y me
ensucié encima con mi propia caca, mamá me tiraba baldes de agua fría para
limpiarme y se fue furiosa de la habitación diciendo que no valía la pena arrojar
perlas a los cerdos.

Mamá tiene varios días sin venir, menos mal que aquí tengo un saco grande de
terrones marrones y varios baldes de agua. En este momento la escucho entrar
y la espero ansioso. Ella abre la puerta y la veo ahí, mirándome, con el vestido
roto, con sangre que baja por sus piernas y un ojo morado. Observa la habitación
sucia y luego me ve a mí, suspira y se sienta a mi lado en la cama y me dice: −
¿Será que tú también te convertirás en un demonio cuando seas un hombre?,
¿Qué haré contigo cuando llegue ese momento? − A lo que le respondí − lo único
que sé mamita es que te quiero. Luego simplemente me miró y se fue de la
habitación.

Recuerdo que antes mi mamá me leía cuentos. Historias de hadas, princesas


encantadas, brujas y duendes. A través de los dibujos de los cuentos es que
conozco el mundo, pero sé que no soy hermoso como un príncipe sino feo como
un gnomo. Temo asustar a la gente y que me arrojen a las fauces de un dragón
o que me pongan a combatir con leones en el Coliseo Romano. En una
oportunidad le pregunté a mamá si mi fealdad no sería un hechizo de una
malvada bruja (mi abuela, por ejemplo) y me dijo: − ¡Quién sabe…! − luego
aprendí a leer por mi cuenta y cuando mi mamá lo descubrió me sonrió aliviada,
trajo muchísimos libros a mi cuarto y los dejó arrumados en un rincón. Ahora que
mamá se ausenta cada vez más y por más tiempo, los libros me sirven de refugio
y consuelo, y no me importa que sean los mismos que leo una y otra vez, igual
tienen el poder de sacarme de aquí y de hacerme feliz.

Desde que mi abuela murió, mamá está muy rara. A veces viene con comida
extraña y se pone a bailar conmigo, pero otras veces aparece triste y con marcas
de heridas en sus brazos. Cuando está triste me dice si no sería mejor acabar
con la miseria de ambos, me mira intensamente y se rasguña la cara. Me dice
que estamos presos ambos, que nunca saldremos de esta casa, pues nadie la
va a querer jamás mientras arrastre al hijo del diablo. Yo solo espero hasta que
se le pase pues si la contradigo se pone furiosa y empieza a pegarme con lo que
consiga y a maldecirme a mí y a su vientre impuro que me concibió.

151
Estaba debajo de la cama cuando escuché un estruendo espantoso y el miedo
no dejó que me moviera por un largo rato. Yo había oído a mamá como siempre,
pero después del ruido solo había silencio. Me armé de valor y empecé a subir
las escaleras, nunca lo había hecho antes, pero presentía que a mamá le había
sucedido algo muy feo. A medida que subía, las escaleras se hacían más largas,
como si estuvieran bajo un hechizo y pensé que seguro era por la bruja de mi
abuela que no quería que saliera del cuarto. Cuando respiré y volví a abrir los
ojos, los escalones estaban normales de nuevo y subí. Ante mi estaba la puerta,
moví el pomo como vi a mamá hacerlo infinidad de veces y se abrió.

No sé cómo describir todo lo que había detrás de la puerta, para empezar, tuve
que cerrar los ojos un buen rato y después taparlos con mis manos debido a la
intensa luz que entraba por lo que creo yo son ventanas. El piso, las paredes y
todo alrededor está limpio, si hasta se parece un poco a uno de esos cuartos que
aparecen en mis cuentos. No podía evitar tocar todo lo que veía y sentir la
suavidad de algunas cosas, o lo rugoso de algunas flores puestas en la mesa y
su olor, como si la luz que entraba a raudales también entrara por mi nariz. Los
muebles tan mullidos, las alfombras, las cortinas, debo haberme confundido y
entré a la casa de los Osos. Pero había un olor más fuerte que se imponía sobre
todos los olores agradables, un olor cobrizo que creí reconocer, y siguiendo mi
nariz empujé otra puerta y ahí la vi.

Mi amada mamá, mi madre yacía sobre una mesa con un horrible hueco en su
frente lleno de sangre seca y unas cosas blancas. Las moscas se posaban y
volaban alrededor de ella, pero lo más curioso eran sus ojos. Tenían la expresión
del que ha entendido algo al fin y se tranquiliza, así que no debía ser tan malo.
Pero no se movía, estaba helada y los dedos de sus manos parecían hechos de
piedra de lo tiesos que estaban. Vi en la mesa una botella con agua morada que
olía como ella últimamente y también vi algo que brillaba y que estaba entre una
de sus manos y pese a que no sé que es me da un poco de miedo y presiento
que fue lo que le hizo ese hueco en la cabeza.

Y si, estoy triste, pero quiero seguir conociendo las maravillas que aguardan por
mí en la casa. Entro en un cuarto más pequeño y mientras giro otra cosa brillante
que hace que salga agua siento que algo me mira y me aterro. El susto hizo que
me pegara contra la puerta ante el monstruo que me contemplaba; un ser

152
asqueroso, negro, que carecía de pelo, con dos cuernos en la frente y un hoyo
horrendo en la boca, pero que me veía también con gestos de asco y miedo. Veo
que repite todos mis movimientos, me paso una mano por la cara y hace lo
mismo, saco la lengua y lo repite, hasta que caigo en cuenta que ese infame ser
que me mira soy yo y que esa superficie no es más que un espejo, como el
espejo mágico de Maléfica.

Así que es por esto que nunca he salido de mi cuarto, por este horror que está
ante mí, sólo los ojos no son tan feos, son azules como el cielo de mis historias,
pero de resto… No puedo salir al mundo así, me perseguirían y me cazarían
como a un animal, una aberración inhumana y no les quitaría la razón. Voy a
buscar un saco de mi alimento, agua suficiente y veré cuánto tiempo duro en mi
cuarto.

El tiempo pasa y la comida se acabó, no me atrevo a salir y no sabría cómo hacer


para conseguir comida, pero justo en medio de mis cavilaciones escuché que
tocaban a la puerta de mi cuarto: − Iujuuu ¿Hay alguien ahí?, Lucio hijo mío abre
que soy yo tu Padre −. Sentí como si un dedo helado tocara mi corazón y pese
a que estaba famélico y a punto de comerme a mis amigos peludos, no quería
salir de debajo de la cama.

− Lucio, no querrás que me vaya y te quedes aquí solo y muerto de hambre


¿verdad? Ven hijo, toma mi mano, póstrate ante mí y todo lo que veas te será
dado porque me pertenece −. La verdad me sentía dudoso porque aquí moriría
consumido y solo y, por otra parte, ¿qué tenía que perder? Este ser o lo que
fuera sabía mi nombre y me vino a buscar, así que dudo que se fuese a ir sin
conseguir lo que quería. Me asomé un poco y lo vi, un hombre hermoso, parecido
a un príncipe. Se agachó y sonriendo me tendió la mano diciendo: − Anda Lucio
sal de ahí, mira que carezco de paciencia pues en realidad es una virtud −.

Salí de debajo de mi cama y se sentó a mi lado, le pregunté por qué había


tardado tanto si en realidad era mi padre, y me respondió que debía estar
preparado y ansioso por recibirlo. Le dije también que yo era horroroso, que
nadie querría verme, entonces sacó un espejo que tenía detrás de su espalda y
lo puso frente a mí. Vi a un muchacho de tal belleza que parecía un ángel o un
elfo, sin cachos ni defectos, perfecto en todos los sentidos. Pero mientras esto

153
pasaba, se operaba también un cambio en mi mente, los recuerdos de mi madre
se empezaron a teñir de rabia, de un odio tan grande que me provocaba subir y
empezar a saltar y a escupir sobre su osamenta y patear lo que quedara de ella.
De prender fuego a la maldita casa y de partir con este ser quien era el único en
el mundo que me comprendía y mostraba respeto por lo que yo era. Y así lo hice,
los retos de mi madre y la casa ardieron hasta sus cimientos…

Comentarios del programa televisivo “Hurgando en la política”

− Es impresionante el ascenso del candidato Lucio Ferrer, ¿no es así Víctor?

− Es cierto Pedro, la galanura de este hombre, aunado a su carisma, su


inteligencia y ese especial sentido de humildad con el que miles y miles de
votantes se identifican, hacen que lo describan como un «ángel» enviado por
Dios para regir el destino de nuestra nación y salvarnos del peligro del islam y
sus fanáticos.

− ¿Sabías Víctor que el candidato Lucio tiene múltiples fundaciones,


especialmente en ayuda a niños con labio leporino y otros defectos congénitos?

− Si lo sé, extraño para un hombre que casi parece modelo de modas. Y no sólo
eso Pedro, el candidato Lucio visita personalmente sus fundaciones y el personal
que conforma su tren de trabajo en su mayoría son jóvenes formados por él que
provienen de ahí. Estos jóvenes sienten tal devoción y lealtad que parece una
secta religiosa. En unos de los mítines del candidato Lucio…

154
Periódico el Clarín
Miércoles 23 de junio de 20XX

¿Asesino Serial o Reencarnación del Mal?


Los recientes sucesos relacionados con las muertes de más de 20 mujeres
tienen en jaque a la policía de la población de MXXX. El asesino serial apodado
“El Demonio” ha impuesto su propia marca ritual obligando a sus víctimas a
suicidarse disparándose en las sienes, luego las quema a ellas junto con sus
casas y finalmente parece que baila sobre las ruinas. Sólo existe un testigo
del Demonio y es un joven (al cual por razones de seguridad mantenemos
en el anonimato) que logró esconderse tras una de las puertas de su casa
y escuchó impotente la atrocidad que se cometía contra su madre. Un
simple vistazo del joven hacia el monstruo bastó para casi paralizarlo del
terror, lo describió como: − Un ser horroroso, con cachos, un hueco en la
boca que casi se unía a la nariz, piel totalmente negra y ojos azules
desvaídos −. El joven comentó que casi no podía entender lo que el Demonio
decía, pero parecía estar reclamándole a su víctima como si se tratara de
su propia madre: − Lo único que no entiendo − Dijo el joven − es cómo logró
que mi mamá se disparara a sí misma. Algo sucedió que no llego a entender
o que me perdí, pues mi propia madre le pedía perdón por todo el maltrato

155
que le había infringido durante tantos años y por no haberlo amado ¿Cómo
podía haberlo amado o maltratado si su único hijo soy yo? Y conmigo fue
una madre ejemplar. Además, reconozco que soy un cobarde, pues eché a
correr una vez que escuché el disparo −. La policía local no ha encontrado
huellas ni indicios que permitan identificar al asesino, así que las pesquisas
continúan. (Sigue en la página 7).

156
Damaris Gassón
Damaris Gassón Pacheco (Caracas, 16/12/70) Lic. en
Administración, Postgrado en Finanzas. Curso de
Escritura Creativa en la Escuela de Escritores (Caracas,
2016). 16 cuentos publicados en la Revista Digital El
Narratorio- Argentina (2016 y 2017). Tres cuentos
publicados en la Revista Penumbria- México (2016 y
2017). Un cuento publicado en la antología de cuentos
venezolanos de la Revista Tiempos Oscuros – España
(2017).

157
El Gato
Aaron Novelo
158
Aquella mañana de invierno, Antonio Rejón se levantó a primera hora del día
para ir a trabajar. Era un hombre a mediados de sus veinte, vivía en una pequeña
casa de ciudad Estokero, junto con su madre y su perrita salchicha de dos años
que estaba por dar a luz a una camada de cachorros. Un hombre sencillo, con
una vida sencilla, conforme con las cosas que había logrado en su joven vida y
avanzando de forma segura hacia las que aún le faltaba conseguir.

Esa fría mañana de invierno, Antonio Rejón tomó el autobús y se dirigió a su


empleo en la tienda de mascotas, mientras el día transcurría con su calma
habitual. Recorrió los mismos caminos, observó los mismos paisajes y saludó a
los mismos rostros, la rutina de sus últimos cinco años. Poco sabía que las cosas
estarían por cambiar, que ya nada volvería a ser lo mismo.

El primero de los cambios se dio cuando, al llegar al trabajo, vio patrullas


estacionadas frente a la tienda. Una alarma se encendió en su cabeza y corrió
a ver qué ocurría. Encontró a su jefa hablando con uno de los oficiales, ambos
con el mismo semblante de desconcierto en el rostro. La mujer le explicó que, al
llegar, había encontrado la reja de la tienda abierta. De inmediato se imaginó que
había sido víctima de un robo, pero que al entrar se encontró con que no faltaba
nada de valor. Ni el dinero, ni los muebles, ningún bulto de comida había sido
tocado. Todo parecía estar en orden, por lo que supuso que simplemente no
había cerrado bien la reja la noche anterior. El problema fue que, al llevar comida
a los hámsteres como todas las mañanas, estos habían desaparecido de sus
jaulas; junto con los perros, gatos, conejos e incluso peces de la tienda. No había
quedado nada, a excepción de una sustancia similar al moho en las jaulas y un
desagradable aroma.

Era un suceso de lo más insólito, las cosas de valor se encontraban intactas,


pero de los animales no habían dejado ni un sólo pelo. La policía

159
inmediatamente lo clasificó como un caso de vandalismo y los periódicos locales
más tarde darían una pequeña nota con un toque de comedia titulada: Ni una
huella en Patitas. Por su parte, la dueña del local estaba hecha una furia; no sólo
le preocupaba el valor de los animales desaparecidos (un cachorro de Bulldog
Francés estaba valorado en diez mil pesos), sino la seguridad de los mismos,
pues era una autentica amante de los animales. Molesta y desdichada, decidió
cerrar la tienda hasta que la policía le diera una respuesta, y sus animales fueran
encontrados sanos y salvos.

Mandó entonces a Antonio a casa, con su paga de la semana y avisándole de


que, de no ser resuelto el caso antes de la siguiente semana, se encontrara con
ella para recibir su liquidación, e incitándolo a comenzar a buscar un nuevo
empleo sin resentimiento. Era una mujer vieja, cuya vida eran la tienda y sus
animales. Antonio le tenía genuino cariño y lealtad, y se sintió conmovido por su
tristeza; pero hasta que la policía no diera respuesta, no había mucho que él
pudiera hacer al respecto.

Resignado, se dirigió a la avenida para tomar el camión de regreso a casa,


cuando, entre uno de los basureros de la plaza comercial, encontró a un pequeño
gato sentado sobre sus cuartos traseros, que lo miraba directo a los ojos. Era un
animal adulto, de cuerpo delgado y pelaje gris claro brillante como la plata. Sus
ojos eran dos canicas color amarillo intenso, con el iris marcado como una grieta
oscura en medio de la tierra. Antonio se quedó quieto durante unos segundos,
procurando no hacer ningún movimiento que ahuyentara al felino. No lo
recordaba de los demás animales de la tienda, pero estaba muy sano y limpio
como para ser callejero.

Se acercó a él entonces, dando pequeños pasos y extendiendo los brazos poco


a poco. El gato no pareció inmutarse cuando Antonio lo levantó entre sus brazos,
parecía estar acostumbrado al trato humano. Lo revisó de cabo a rabo, buscando
alguna marca o collar que pudieran identificarlo, pero no encontró nada. Corrió
entonces a la tienda a buscar a su jefa; si ella lo reconocía, no sólo podría ayudar
a esclarecer el misterio, también podría suponer algún tipo de consuelo para la
mujer. Sin embargo, al llegar, se encontró con que tanto la mujer como los
policías se habían marchado.

160
Miró entonces al gato, quien a su vez le regresó la mirada; dentro de su iris
parecía tener un par de puntos claros, destellos apenas perceptibles; era un
animal de verdad hermoso, no podía dejarlo ahí a su suerte. Decidió llevárselo a
casa hasta que pudiera contactar a su jefa, entonces ella podría identificarlo o
no. Acomodó al animal entre sus brazos y se dirigió a tomar el autobús.

Al regresar, contó a su madre el extraño evento de la mañana. La mujer se vio


igual de consternada que él y deseó que el misterio se viera resuelto pronto. No
tuvo objeciones con que el gato se quedara con ellos hasta que Antonio
contactara a su jefa, siempre y cuando, él se encargara de la alimentación y
limpieza del mismo.

Su perrita apareció entonces desde la cocina, lugar que había elegido para
descansar desde que quedó preñada. Su barriga hinchada se arrastraba por el
suelo y, más que salchicha, ahora parecía un chorizo relleno; clara señal de que
pronto daría a luz a una camada de cachorritos. Se sentó frente a Antonio y
contempló al gato en sus brazos por unos segundos, después emitió un leve
bufido, casi un chillido, y se dirigió de vuelta a la cocina. Al parecer la enemistad
entre gatos y perros no era un mito.

Antonio dejó al gato en el suelo y el animal se deslizó entre sus manos,


dirigiéndose al mueble donde tenían el televisor de la sala; escaló la madera
como una araña hasta llegar a la cima y permaneció ahí el resto del día, sin
moverse cual estatua y siempre con la mirada fija en la casa debajo de él. Antonio
achocó el comportamiento del animal a los nervios, y supuso que bajaría en
cuanto tuviera hambre. Dejó unos platitos bajo el mueble, uno con agua y el otro
con una lata de atún, y dejó al animal para que se acostumbrara a su nuevo
ambiente.

El segundo de los sucesos extraños se dio esa noche, cuando Antonio bajó a
tomar un vaso de agua y se percató de un extraño olor a pescado podrido. El
traste de atún continuaba tan lleno como lo dejó y el gato no se había movido de
donde estaba. Seguía ahí sentado sobre el mueble, observando a Antonio con
sus brillantes ojos.

Los días pasaron, sin noticias de su jefa o de algún avance por parte de la policía.
Antonio, por su parte, había decidido que, al menos que su jefa decidiera volver

161
a abrir la tienda, no buscaría empleo hasta pasadas las fiestas decembrinas. El
gato continuaba con su extraño comportamiento, colocándose en la cima del
mueble la mayor parte del día y sólo bajando esporádicamente para dar un paseo
a las afueras de la casa. Antonio ya no se molestaba en alimentarlo pues, ya
fueran croquetas o atún lo que colocara en su traste, el gato parecía no probar
ni un solo bocado; debía ser que el animal cazara su propio alimento durante sus
paseos.

No fue hasta dos semanas después que su jefa lo llamó, citándolo en un punto
cercano a la tienda. Una vez juntos, la mujer le comunicó lo que él ya
sospechaba. La policía no había logrado ningún avance, y ahora parecían estar
más dispuestos a ignorar el problema hasta que este fuera olvidado; después de
todo, sólo eran un par de animales desaparecidos, nada de valor se había
perdido. Antonio lamentó las noticias, y se vio más que dispuesto a compartir la
indignación y rabia de la mujer, así como a ayudarla a buscar formas en que
pudieran obligar a la policía a darles respuesta. Pero la mujer había perdido las
ganas de pelear y ahora, más que enojo, lo que la embargaba era una fría
resignación. Vendería la tienda y se dedicaría a partir de ahora a disfrutar de su
vejez, al lado de los animales que aún conservaba en casa. Agradeció a Antonio
por sus cinco años de servicio y le entregó un sobre con su liquidación.

Antes de despedirse, Antonio recordó hablarle del gato que había encontrado en
los basureros. Le mostró a su ahora ex jefa las fotos que le había tomado al
animal con su celular, pero la mujer no pudo reconocerlo. Al parecer, nunca
habían tenido un gato gris en la tienda. La mujer lo incitó entonces a darle un
hogar al gato, e incluso se ofreció a regalarle un par de bultos de comida, pero
Antonio rechazó el obsequio, argumentando que no se sentía cómodo con tantas
cortesías y que prefería que ella vendiera los bultos para su propio beneficio;
aunque, la realidad era que de todas maneras el gato de seguro no los comería.

Al llegar a casa le dio las noticas a su madre. La mujer lamentó la situación de la


señora, y se alegró de que Antonio recibiera su justa liquidación (se alegró mas
al saber la cantidad). Con lo que no se vio tan complacida era con que el gato
tuviera que quedarse, ahora de forma definitiva

162
Admitía que el animal no causaba problemas, además de que, al parecer, no
tendrían que preocuparse por el costo de su alimentación. De la misma forma, el
animal era muy limpio, pues no parecía dejar ningún pelo suelto a su paso y
realizaba todas sus necesidades afuera de la casa. Pero había algo en el animal
que la ponía nerviosa; más que eso, le crispaba los nervios.

-El gato no hace ruido- dijo con voz cansada-, sé que eso debería ser una ventaja
(tú sabes cómo odio los chillidos que suelen dar esos bichos por las noches),
pero este parece ser mudo. No maúlla, ni siquiera ronronea. Nunca me doy
cuenta cuando sale o entra a la casa, como si fuera un fantasma flotando por
ahí. La pobre Fiona tampoco lo soporta- señaló a la perrita que dormía en un
cesto de ropa-, ya no salé de la cocina, y estoy segura de que todo se debe a
ese animal.

Antonio la convenció de que sus quejas eran sin sentidos, y que ese gato era
más común y corriente que cualquiera de la calle. Además, ya que el animal no
representaba ningún problema real, no había motivo para no conservarlo.

Se dirigió entonces a la sala a buscar al animal, con un pequeño collar en sus


manos que había comprado de vuelta a casa. El animal no estaba en el sitio de
siempre, pero en su lugar había algo nuevo. Antonio no se vio tan perplejo por la
cosa que apareció en su pared- pues era común que manchas de humedad y
moho aparecieran en invierno-, como con la forma de la misma. Entre los ladrillos
y la blanca pintura de la pared, una figura verde oscuro había aparecido,
formando lo que parecía ser un deforme signo de interrogación, con dos líneas
a forma de gancho sobresaliendo a los lados como dos serpientes muertas. No
sólo eso, la mancha parecía desprender un extraño aroma, muy similar al atún
podrido que había dejado al gato la primera noche. Antonio se prometió limpiar
la mancha más tarde, pero no sin antes tomarle una foto para preservar tan
insólito suceso.

Más tarde, el gato regresaría a casa y se colocaría enfrente del extraño signo en
la pared, de tal forma que, al verlos de frente, parecían estar unidos.

La noche de navidad, pasada la madrugada y después de que Antonio y su


madre se acostaran, comenzó el horror. Habían tenido una cena tranquila, solos
como vivían y sin familiares cercanos, se dedicaron a tener una pequeña charla,

163
comer un pavo comprado con el finiquito de Antonio y beber un cuarto de botella
de sidra. Después de eso se habían retirado a la cama. Antonio se encontraba
dormido cuando ocurrió todo y, de no haber sido por los gritos de su madre, quizá
no se hubiera enterado de nada hasta la mañana siguiente.

Y es que la mujer lanzó un chillido de terror que ola casa pareció temblar sobre
sus cimientos. Antonio saltó de su cama y corrió hacia el curto de su madre, pero
la mujer salió a su encuentro cuando él casi llegaba a la puerta. Miró a Antonio
con los ojos inyectados en sangre y dijo algo que él no alcanzó a escuchar; fue
cuando se percató de lo que ocurría

Las paredes de la casa de verdad vibraban y una sucesión de pequeños


estallidos resonaba contra el concreto. Antonio tomó a su madre y junto a ella se
lanzó al suelo, convencido de que su casa era víctima de una balacera. Escuchó
los ladridos de Fiona en la parte baja y deseó que tanto ella como el gato fueran
lo bastante listos para buscar refugio. La ventana del cuarto de su madre estalló,
lanzando los restos del cristal sobre sus cuerpos. El asedio se extendió por
alrededor de un minuto, pero en su mente pareció durar una eternidad. Pasaron
más de diez minutos de tranquilidad antes de que Antonio se aventurara a bajar
las escaleras para buscar el teléfono y llamar a la policía.

Bajó las escaleras, encorvado y a paso lento, listo para arrojarse al suelo a la
menor señal de peligro. Al llegar abajo, se asomó a la ventana, moviendo apenas
la cortina y sólo dejando el espacio suficiente para que uno de sus ojos observara
el exterior. La luz de la luna caía débilmente sobre la noche y los postes de luz
parecían haberse apagado. No había rastro de coches o personas armadas, sólo
dos diminutos focos resplandeciendo dentro de las tinieblas de aquella noche de
navidad. Los ojos de Antonio por fin se acostumbraron a la oscuridad y
contempló la escena en su patio delantero, al tiempo que sentía sus músculos
aflojarse y su mandíbula caer al suelo.

Salió, sintiendo el frio de la noche recorrer su cuerpo sudoroso. Abrió la puerta,


ignorando los gritos de su madre en el piso de arriba que le preguntaba qué
pasaba. El patio se había convertido en un cementerio, uno repleto por los
cuerpos sin vida de por lo menos un centenar de aves negras. Los cadáveres se
extendían de un lado a otro de la casa, con las patas dirigidas hacia el cielo y los

164
picos destrozados en sus rostros muertos. Habían chocado contra las paredes
como proyectiles, manchando con su sangre y plumas la pintura de la casa.

Y, en medio de aquel pandemónium de cuerpos, sentado sobre sus cuartos


traseros y devorando uno de los cadáveres cual ghoul después de una batalla,
se encontraba el gato de pelaje plateado, observando a Antonio en silencio.

El resto de la madrugada se ocupó en recoger los cadáveres de las aves, antes


de que el sol saliera y comenzara a descomponerlos. Su madre estaba hecha un
manojo de nervios y parecía encontrarse al borde del colapso mental. Juraba
que esto era obra de algún tipo de mal de ojo, y se maldijo a si misma por no
haber ido a misa con la regularidad debida. Antonio hizo todo lo posible para
calmarla, asegurándole que, aunque era un hecho poco común, se habían dado
casos en que los pájaros-confundidos por algún cambio en el viento o siguiendo
a un guía lesionado- se estrellaban contra torres o edificaciones, sobre todo si
estas estaban cubiertas por algún tono azul como el de su casa. Por suerte se
había encargado de ahuyentar al gato antes de que ella bajara las escaleras,
pues de seguro al verlo en medio de aquella locura, hubiera culpado al animal
de lo sucedido.

El año llegó a su fin y así las fiestas decembrinas. Antonio comenzó a buscar un
nuevo empleo, aunque no con mucho ímpetu; el dinero que su ahora ex jefa le
había dado era suficiente para que pasara una buena temporada sin
necesidades. De igual manera, durante esos días, el estómago de Fiona alcanzó
su punto máximo, pronto daría a luz y la casa se vería llena con los chillidos de
una camada de cachorritos.

Antonio comenzó a ocupar la mayor parte de sus días al cuidado de su perrita,


construyéndole un lugar en la cocina con mantas y colchones viejos para que
pudiera proveer a sus crías de un espacio seguro y cálido. De la misma forma,
por las noches, se levantaba un par de veces para comprobar que todo estuviera
en orden. Pero, no fue hasta una tarde a comienzos de febrero, que Fiona dio a
luz.

Antonio se encontraba junto a su madre en la sala, mirando un programa en la


televisión. El gato no se encontraba sobre el mueble, en su lugar sólo se podía
observar la mancha en la pared que Antonio seguía prometiendo limpiar pronto.

165
De repente se escuchó un suave gemido desde la cocina. Fiona apareció
entonces, tocando el suelo de la sala por primera vez en meses.

- ¿Qué pasa, pequeña? - preguntó Antonio acercándosele.

La perrita tenía el hocico lleno de baba y movía los ojos de un lado a otro como
un par de canicas fuera de control. Antonio la sostuvo del cuello y comenzó a
acariciarla, intentando calmar al animal. Pero, antes de que pudiera hacer más,
Fiona lo miró a los ojos, con el semblante lleno de terror y, según pensaría más
tarde Antonio, lagrimas descendiendo por su hocico. Entonces se escuchó un
ruido similar a un chapoteo, como cuando una tubería estancada es liberada de
su contenido. La perrita soltó una masa de placenta caliente de color verde
oscuro y textura similar a la natilla, la porquería se extendió por el suelo,
manchando los pantalones y zapatos de Antonio y cubriéndolo todo con un
repugnante aroma a pescado podrido; acto seguido, Fiona dio a luz.

La madre de Antonio lanzó un grito de horror y corrió a la ventana para vomitar.


Antonio por su parte no pudo moverse, sostuvo a Fiona en sus brazos mientras
ella se convulsionaba y la vida abandonaba su cuerpo. Sin embargo, no miraba
a su perra, sus ojos estaban fijos en la cosa que ella había dado a luz, la masa
palpitante y viviente que debían ser media docena de cachorros pero que, sin
embargo, eran un solo ser. La cosa lanzó un chillido con sus seis hocicos, los
cuales se abrieron al unisonó como un grupo de trompetas blasfemas, al tiempo
que retorcía sus decenas de patas; algunas como de perro y otras tan deformes
como pesuñas. Vivió lo que debió ser la existencia más abominable y angustiosa
que la faz de este mundo haya contemplado, para finalmente morir segundos
después junto a su madre.

Antonio se quedó paralizado, sintiendo aquel nauseabundo aroma similar al


pescado podrido que emanaba de la placenta y de la cosa surgida de ella,
sosteniendo el cadáver de la que fuera su fiel compañera durante los últimos
cinco años. Su mente estaba en blanco, y no salió de su trance hasta que sintió
la mano de su madre sobre su cabeza, y escuchó su voz que le rogaba se
desasiera de aquella aberración.

Enterró a Fiona en su patio trasero, colocando su cuerpo dentro de un pequeño


cajón y adornando su tumba con una lápida de madera que él mismo talló.

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A la cosa nacida de su perra la metió dentro de una bolsa negra, la llevó a un
terreno baldío cercano a su casa, y la arrojó dentro del monte, esperando que
los gusanos acabaran pronto con cualquier rastro de su existencia. Ni él ni su
madre hablaron más del tema, procurando ni siquiera volver a mencionar a la
difunta Fiona en sus conversaciones.

En febrero, el frio del invierno llegó a su punto máximo, y de la misma forma, la


relación entre Antonio y su madre pareció congelarse. Ella lo evitaba, le dirigía
la palabra sólo en los casos más esenciales y evitaba sentarse con él a la mesa.
Había comenzado a salir con sus amigas más a menudo, cosa que en el pasado
su hijo le había alentado a hacer, pero que ahora parecía sólo un pretexto para
separarse de él.

Durante una de las cada vez más escasas ocasiones en que hablaban, su madre
volvió a pedirle que se decidiera del gato. La sangre entonces golpeó el cerebro
de Antonio, llenándolo de rabia e indignación por igual.

De eso se trataba entonces, aun culpaba al pobre animal por los extraños
sucesos. Aquella vieja supersticiosa. No sólo su ignorancia le enojaba, también
lo avergonzaba ¿Cómo podía ser tan ignorante?

Le respondió con un rotundo “No”, y se disponía a decirle que se estaba


comportando de una manera ridícula. Pero, antes de que pudiera hablar más, su
madre le pidió que entonces abandonara la casa, dándole una semana para
buscar un nuevo departamento. La mujer se dio la vuelta entonces y salió por la
puerta.

Antonio se quedó mudo por un minuto, para después lanzó un grito de


frustración. Bien, si ella quería que se fuera, pues se largaría para no volver; que
ella viera como se las arreglaba con las cuentas. Tomó su billetera y salió
dispuesto a encontrar un apartamento o habitación para mudarse esa misma
tarde. Por supuesto, no encontró nada, y ni siquiera hizo el esfuerzo por buscar
realmente. Una vez que el enojó se le hubo pasado decidió que lo mejor era
hablar con su madre, explicarle las cosas y hacerla entrar en razón.

Regresó entonces a casa, poco después de entrada la noche. Al abrir la puerta


sintió una espesa nube de humo golpear su rostro que lo obligó a emitir una

167
arcada. El lugar entero estaba cubierto por una extraña bruma, similar al roció
de la madrugada. El olor a pescado que la mancha de moho en la pared
emanaba había aumentado hasta volverse insoportable. Antonio retrocedió
dispuesto a salir de la casa, al menos hasta que el aroma se dispersara en el
aire, pero un ruido proveniente de la cocina lo detuvo; un gemido producido por
la voz de su madre. Corrió hacia la cocina, ignorando que la puerta de la calle se
cerraba detrás de él y que la mancha en la pared emitía una fría luminosidad
amarillenta.

-Mamá- gritó al llegar a la cocina.

Ella se encontraba dentro, de pie sobre la mesa y con las manos extendidas
junto a sus muslos y la mirada fija en la nada. Antonio la tomó entonces de una
mano y le suplicó que le dijera que ocurría. Ella lo miró, con los ojos inyectados
en sangre y un semblante lleno de perplejidad, como si a penas notara que su
hijo estuviera en la misma habitación.

-Antonio- gimió con la voz apagada.

-Sí, mamá, soy yo ¿Qué tienes? Dime por favor.

-Antonio, vine a casa y…- su voz subía y bajaba, descendiendo hasta volverse
un murmullo por segundos para al instante siguiente volverse un chillido- ¡Lo vi,
Antonio! Lo vi sobre el mueble de la televisión ¡Lo vi! Pero no era él –una burbuja
de saliva escapó por su garganta y emitió una sucesión de balbuceos sin sentido-
¡Fg! ¡Fg! Entonces lo escuché en la cocina ¡Fui! Fui a ver que era, pero no lo
encontré ¡Fgth! Me pareció que se escabullía y ¡Wgahnagl! ¡Fgthagn!

-Mamá ¡Respira por favor! - suplicó Antonio, aun sosteniendo su mano e


intentando ayudarla a bajar de la mesa.

- ¡Te dije! Te dije que te lo llevaras ¡Ia! ¡Ia! Te lo dije. Era él, pero ya no era ¡Ia!
Era diferente.

-Mamá ¿de qué hablas?

-Me dijo quién era ¡me lo mostró!

- ¿Quién?

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La mujer entonces abrió la boca por completo, formando un círculo perfecto con
ella. Miró a su hijo, con los ojos amenazando por escapar de sus cuencas. Lo
tomó por la mandíbula, se agachó hasta llegar a su altura y dijo entre balbuceos
ahogados.

-Nya, Nya. - ¿El gato? Intentó preguntar Antonio, pero había perdido el aliento-
.Nya, Nya ¡Nya! ¡Nya! ¡Nya! ¡Nyarlaaaaaaaaaaaa!

Gritó a su oído, tan fuerte que Antonio sintió que uno de sus tímpanos estallaba.
La voz de su madre se había transformado en una sirena de ambulancia, sus
manos lo tomaron por los cabellos y jaló con tal fuerza que se los arrancó del
cuero cabelludo. Antonio gritó entonces también, se aferró a las muñecas de su
madre y la lanzó sobre él. Cayó al suelo vencido por el peso de la mujer quien
había cesado sus gritos para sumirse en el absoluto silencio.

-¡Mamá!

La tomó por los hombros y rodó boca arriba, pero era ya tarde; los ojos de la
mujer estaban cubiertos por la bruma y su pecho no se agitaba más, estaba
muerta. Su rostro se había transformado en una máscara, una que parecía
intentar captar la esencia de la locura y el más absoluto terror en estado puro.
Antonio la sacudió y golpeó su pecho, pero ya no había nada que se pudiera
hacer.

Lanzó un gemido y se abrazó el cadáver de su madre, pero entonces al alzar la


vista, se topó con una pared de neblina. La cocina y sala, la casa entera estaba
cubierta por una extraña nube de vapor que emana un repugnante olor a
pescado putrefacto. De entre estas sombras, la figura de una pequeña criatura
se dibujó: era el gato.

Antonio se puso de pie, dejando con cuidado el cuerpo de su madre sobre el


suelo. Buscó entre la bruma uno de los cuchillos de la alacena y se dirigió a la
sala. Apenas y podía ver más allá de su propia nariz, pero escuchaba los pasos
del animal al moverse; sólo que ahora no sonaban como las suaves pisadas de
un felino, eran algo más pesado… y viscoso.

Se movió paso a paso hacia la sala, con el cuchillo extendido hacia adelante,
dispuesto a rebanar a cualquier cosa que se le pusiera en frente. Había llegado

169
hasta la parte media de la sala cuando sintió una ola eléctrica recorrer los pelos
de su nuca; lo estaban observando. Giró sobre sí mismo, quedando de frente
ante unos pequeños focos que resplandecían entre las sombras.

Movió su cuchillo en el aire y, como si hubiera cortado la neblina, esta se hizo a


un lado, revelando la figura del gato sobre el mueble, observando a Antonio por
encima de su cabeza.

-¡Tu!- gimió- ¡Tu eres el responsable de esto!

El gato no respondió, se limitó a mover la cola de lado a lado y mirarlo en silencio.

-¿Qué eres?- preguntó como un murmullo.

El gato no respondió.

-¿Qué eres? ¡Contéstame, te exijo!

El gato no respondió de nuevo, se limitó a mover la cola y mirarlo a los ojos. Con
aquella mirada de fría indiferencia tan típica en los felinos.

-¡Dime!- gritó Antonio hasta desgarrarse la garganta.

De nuevo el gato guardó silencio, pero, esta vez al mirarlo con aquellos ojos que
brillaban como fuegos fatuos, le mostró quien era. Los ojos del animal se
clavaron en los de Antonio, observándolo con aquellas pupilas en forma de
grieta. Grietas en las que Antonio se vio arrastrado.

No había nada, ni vida, ni espacio, ni tiempo o materia, todo era oscuridad. Lo


único que existía era Antonio, la nada y las dos estrellas moribundas que eran
los ojos del gato. Sin sentido o significado, nada que pudiera explicar la
desaparición de los animales, la muerte de los pájaros de Fiona o de su madre.
Sólo la mirada del gato y el vacio cósmico.

Las piernas de Antonio fallaron, cayó sobre sus rodillas y se sintió regresar a la
realidad. La bruma había desaparecido, junto con el aroma a pescado y la
mancha en la pared. El gato seguía sentado sobre el mueble, pero no
permaneció por mucho. Se levantó, estiró su cuerpo y descendió de un salto al
suelo. Entonces, y como si estuviera satisfecho consigo mismo, avanzó hacia la
ventana, contoneando su cola de lado a lado y sin reparar en Antonio. Abandonó

170
la casa, para jamás volver, dirigiéndose a aquellos espacios que sólo los felinos
conocen.

Antonio no se movió, continuo en la misma posición por días, con la mirada


perdida y el semblante de un idiota en el rostro. Había contemplado al vacio y
este le había regresado la mirada. Se quedó ahí en la misma posición, de rodillas
ante la nada y esperando a que la vida abandonara su cuerpo y la muerta lo
hundiera dentro del espacio oscuro donde los animales de la tienda, Fiona y su
madre habían ido; donde todas las cosas estaban destinadas a terminar; aquel
cosmos que son los ojos del gato.

171
Aaron Novelo
Mi nombre es Aaron Novelo. Nacido en la ciudad de
Campeche, Campeche, llevo ocho años dedicándome a
la escritura, donde me desempeño en el rubro del terror y
la ficción extraña, inspirado por escritores como H.P.
Lovecraft, Stephen King, Charles Dickens, Algernon
Blackwood y William Hope Hodgson. Actualmente, mi
novela corta Nieve Roja está en proceso de publicación,
bajo el sello de editorial Grupo Porrua.

172
GATOGALLO
Mendiel

173
Un sorbo más de café me mantiene despierto durante esta noche de estudio. La
química y yo no nos llevamos muy bien desde el colegio. Menos ahora que se
volvió universitaria y parece que el título la hace más compleja y soberbia.

Me rasco la cabeza mientras las fórmulas y los pesos atómicos se revuelcan en


mi cerebro como amantes apasionados después de un largo tiempo sin verse.
El café les calma los ímpetus para que puedan ir desfilando en orden delante de
mis ojos y puedan quedarse en mi cerebro como útiles datos que espero usar en
una experiencia real alguna vez en la vida.

En la casa oscura, solo el comedor, mi lugar favorito de estudios a pesar de todo,


es la única habitación alumbrada a medias. El resto de la casa duerme placida y
en el pasillo apenas se divisa el brillo del piso lustrado en donde el eco de las
pisadas de mis gatos parece retumbar en mis oídos.

Me concentro en el tema de mis angustias de estudiante para no escucharlos.

Parece que ya se cansaron pues de un momento a otro dejaron de correr como


bichos desaforados. Al fin el silencio necesario para la concentración. Ese
silencio que grita en tus oídos, que es como un vapor espeso que entra en ti,
abriéndote poco a poco el canal auditivo. Es un silencio pesado.

Se me cierran los ojos, otro sorbo de café caliente servirá. Las letras se nublan
y se cruzan entre ellas.

Miro alrededor del cuarto desde la mesa donde mi cabeza se acaba de apoyar
vencida por el cansancio.

Nuevamente, el eco de las voces comienza como lo hace de vez en cuando


desde esa pared que da al dormitorio de mi hermano. Me pongo de pie
despertando de mi letargo y me acerco a ella. Pego mi oído, la acaricio con las
manos.

174
Los sonidos de la misa llegan a mí, los cánticos, los rezos susurrados, las voces
de los curas que me llevan por un momento a alguna misa medieval. Los cantos
gregorianos me rodean.

El sacerdote principal ora y venera a alguna deidad. No reconozco el idioma,


nunca lo hago.

Los feligreses le responden en éxtasis, cantando, gritando, casi gimiendo.

Me quedo esperando a que se acalle aquel ruido, nunca dura más de unos
minutos.

Me siento mirando mis apuntes de nuevo, no se callan, esta vez parece que la
misa va más larga de lo habitual, quizás porque estamos cerca del Día de los
Muertos.

Doy un salto poniéndome de pie y tirando la silla al piso con mi movimiento.

El GatoGallo, como mi familia y yo lo apodábamos, gritaba en las afueras de mi


casa, el sonido entraba por la ventana, ese grito de gato en celo, de gallo herido,
de niño llorando, todo en conjunto en un berrido infernal inexplicable llenaba la
noche acompañando a la misa que seguía escuchándose en el comedor de mi
casa, la habitación más pesada de esta.

Nadie había visto a ese ser, nunca mi madre nos había dejado asomarnos por la
ventana cuando lo oíamos. El aspecto del GatoGallo era un misterio. Solo nos
helaba la sangre con sus gritos nocturnos. Mi abuela decía que gritaba para que
los chismosos se asomaran, para que se asomaran y pudiera llevarlos consigo
como el demonio de la calumnia que debería ser.

Un escalofrío corrió por mi cuerpo alejándome de la ventana. Esta vez el


GatoGallo no se iba, esta vez se acercaba más y a medida que se acercaba los
cantos y alabanzas de aquella misa invisible se hacían más fuertes y
exasperados.

Con un golpe de aire frio mis ventanas se abrieron, las cortinas volaban
agitándose sin parar. Aquel ser incorpóreo estaba adentro, su presencia se
sentía como el miedo más profundo, como el frio más tétrico, como el temor más

175
oscuro que sentía envolver mi cuerpo mientras mi corazón se aceleraba cada
vez más y mis pulmones casi colapsaban de la agitación.

La pared de la misa comenzó a deformarse, los bultos y depresiones se movían


como si de un mar agitado se tratara.

Una cabeza del color del muro emergió de la pared quedándose colgando de
ella como si fuera un cuadro. Tenía los ojos abiertos casi fuera de sus cuencas,
su lengua colgaba hacia afuera mucho más larga de lo normal, llenando mi piso
de babas oscuras y sanguinolentas, gemía llevando el compás de aquel coro
fúnebre.

Otra más emergió de pronto, ésta tenía los ojos cosidos, inflamados, purulentos.
La lengua salía de su boca estirada y tensa, enrollando su cuello en varias
vueltas que la ahorcaban cortándole la piel.

Otras cabezas emergieron, las bocas abiertas a la fuerza, las comisuras


reventadas, lenguas hinchadas que ahogaban a sus poseedores, todos
gimiendo, formando el coro de la misa que siempre había escuchado.

Su dios incorpóreo, su dios gritón, el dios que los había condenado por su propia
curiosidad de querer verlo, se presentaba ante ellos. Ahora formaban parte de
su corte infernal, de su sequito de suplicantes perpetuos.

Sentí los dedos largos y fríos del ente alrededor de mi cuello que me tenía
indefenso mientras las cabezas se agitaban gimiendo cada vez más alto,
extasiados en su propio dolor con el cual alababan a su señor.

Me levantó del piso volteando hacia mí, su rostro transparente, ahora se hacía
notar en un haz de fuego rojo y su cuerpo asemejaba las alas de un ave de
plumaje negro. Abrió la infernal boca gigantescamente rodeando mi cuerpo con
ella. Sentí su aliento a azufre, vi su interior donde las almas que guardaba se
retorcían entre las llamas de su estómago. Iba cerrando su boca sobre mí.

“¡Pero yo no mire por la ventana! “ – reclamé histérico y petrificado con mi último


aliento.

176
El GatoGallo me levantó, estirando toda la extensión de su emplumado brazo,
gritándome en el rostro, escuché aquel sonido espeluznante e indescriptible del
cual había huido toda mi vida, golpeando mi cara.

Las cabezas se agitaban ahora en silencio, como en un éxtasis conjunto, todas


al mismo tiempo, al mismo ritmo.

Volvióme el ser a asir hacia su boca, condenado estaba yo a que me engulla y


formar parte de su colección de cabezas lapidadas, cerré los ojos, su interior ya
quemaba mi cuerpo.

La puerta del comedor se abrió, caí sentado en el piso mirando como


desaparecía toda mi visión en un segundo mientras mi madre se asomaba
preguntándome porque abría las ventanas con tanta fuerza.

No le contesté, aun mis dientes castañeteaban de miedo mientras apretaba una


pluma negra en mi mano.

177
Mendiel
Escribo por simple placer recién hace dos años y medio
a pesar de no tener estudios de literatura. Abrí un blog
hace dos años llamado Pies Fríos en la Espalda
(http://piesfriosenlaespalda.blogspot.pe/) donde la
mayoría de relatos son de terror, aunque hay de todos los
géneros. Me gusta el terror psicológico y sobre todo el
gore de diferentes estilos. Escribo bajo el pseudónimo de
Mendiel. Uno de mis cuentos, "El Pelado Jairo", saldrá
publicado en el próximo número de la revista Nictofilia,
Revista Iberoamericana de Terror.

178
Bella Muerte
179 Giuliana Marano
Èrase una noche de verano, la belleza de una silueta fulguraba tan
resplandeciente como la luz de la luna llena. Me impactó al verla pasar,
deslizándose ágilmente entre los carolinos del bosque silencioso. Habría jurado
que era su voz la que oía, pero sólo eran los susurros de la brisa suave que
helaba mis mejillas.

Decidí incorporarme y seguir su rastro. Me encamine por el sendero recubierto


de plantas, si bien sólo había pequeñas cepas, no podía dilucidar el color del
terciopelo de su vestido, tenía pequeñas letras impresas en él. No sabía si era
negro o de un color rojo oscuro cual sangre espesa.

Olvidé fijar mi vista en el camino y tropecé con una rama, el perfil delicado de la
muchacha se detuvo a escasos metros de mí.

En ese momento, los ruidos de la naturaleza se apagaron y el silencio reinó


sepulcral. Mi corazón se aceleró de tal modo que creí que iba a salírseme del
pecho. Ni siquiera yo mismo sabía la razón de perseguir a esa sombra sin rostro.
Me atraía sin haberla visto como si se hubiera adueñado de mis pensamientos,
me llamaba por mi nombre, me seducía su misterioso semblante
.Por fin se volvió hacia mí, descubrí en ella enormes ojos color miel, una nariz
aguileña y una boca exquisitamente contorneada, dibujando una mueca burlona
en su cara.

Quise hablarle, pero me sentí petrificado y mis labios no articularon palabra


alguna. Para mi sorpresa avanzó hacia mí a pasos cortos, se detuvo justo
enfrente.
Yo, por mi parte, veía las escenas como en un cortometraje, no era real la forma
en que acercaba sus labios hacia mí ni sentir sus manos tersas y suaves, pero
también frías como el hielo acariciándome el cuello, perdí el conocimiento.
Desperté en mi cama, mi temperatura corporal había descendido, un hombre me

180
hablaba, ignoro cuales eran sus palabras porque vino a mí el recuerdo de la
mujer del bosque. Toqué mis labios, ¿esos dulces labios no habían sido más que
un sueño?

A la distancia podía escuchar el llanto de un niño, traté de concentrarme en el


sonido, pero mis pensamientos divagaban, ya pertenecían a otro lugar más
confortable. De a poco, a la voz del niño se sumaron gritos. Se hacían más y
más débiles, y más fuerte la sensación de embeleso crecía en mí, pensaba en
árboles y en sus flores, veía un vestido arrastrarse por sobre ellas.
-No va a sobrevivir, lo siento mucho- Le dijo el doctor a la esposa de Mauro, que
sostenía en brazos a su hijo recién nacido.

Me entregué a los brazos de la muerte, en forma de una hermosa muchacha


cuyo vestido tenia escrito los pecados que había cometido en mi corta vida de
27 años. Pero al desaparecer bajo su manto, fui feliz, la muchacha tenía la
suavidad de un ángel, y ya no vi mi cuerpo desfigurado por el accidente al chocar.

181
Giuliana Marano
Giuliana nació en Mendoza en el otoño de 1992. Hija
única. Desde pequeña se sintió cercana a los relatos de
suspense, policiales y al género del terror. Por lo que
pasó parte de su infancia sumida en la ficción de la
biblioteca del colegio de monjas al que asistió. Más tarde,
volcó esta influencia en su propia producción, para crear
personajes extraños…

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Te presentamos El Color que cayó del
cielo, el segundo volumen de iLovecraft,
la colección interactiva dedicada al
maestro del terror H.P.Lovecraft.

El color que cayó del cielo (1927) es


considerado uno de los mejores relatos de
ciencia ficción y terror de todos los
tiempos. El genio de Providence rompió los
moldes establecidos y presentó el mayor
de los horrores como un simple elemento
cromático, que acecha y amenaza a los
protagonistas de la historia, algo realmente
innovador para la época en la que los
relatos de terror se basaban en vampiros,
fantasmas y otros monstruos más
convencionales. Tal vez por ello, éste es
uno de los relatos favoritos del propio
Lovecraft.

Lee, escucha, toca y mueve tu dispositivo y adéntrate en la historia como nunca


lo habías hecho antes. Las escenas animadas e interactivas, unidas a los efectos
de sonido, un cuidado diseño y la banda sonora original se unen para que te
sumerjas en las entrañas de uno de los relatos más aclamados de H.P. Lovecraft,
convirtiendo la lectura en una experiencia inmersiva sin precedentes.

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Características de la APP:

✓ 110 páginas (versión tablet) / 173 páginas (versión móvil)

✓ Disponible en 3 idiomas: Español, Inglés y Francés.

✓ Más de 63 ilustraciones interactivas y 120 efectos de sonido


✓ Ilustrado y dirigido por David G. Forés.

✓ Más de 115 minutos de Banda Sonora Original compuesta por Miquel


Tejada.
✓ Contenido Extra: Bocetos del ilustrador y making-of

✓ Relato completo del autor, sin adaptaciones.

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There are more things (Hay más cosas) es un relato de terror del escritor
argentino Jorge Luis Borges, publicado en la colección de cuentos fantásticos
de 1975: El libro de arena.

There are more things está dedicado a H.P.


Lovecraft, lo cual ya nos pone en guardia
teniendo en cuenta que quien lo homenajea
es nada menos que Jorge Luis Borges.

Aquí, el horror no se encuentra en la


deformación, sino en la concepción de formas
nuevas. H.P. Lovecraft, en cambio, es un
hombre que plantea el horror a través de
seres primitivos, inspirados en inmigrantes y
mestizos que causaban asco al hombre de
Providence. Según su génesis del horror, el
mestizo no es humano, o lo es en un estadío
básico, además de ser un ente que se
multiplica exponencialmente. Trazando un
macabro esquema darwiniano, las razas
inferiores son las más antiguas, de modo que

189
en sus historias de terror, los Antiguos preceden a todas las entidades
avanzadas moralmente.

En There are more things, que además de un homenaje, es un desafío sobre


cómo se debe escribir un relato de terror, la casa encantada se halla en Lomas
de Zamora, Argentina, y pertenecía a Edwin Arnett, el tío agnóstico del narrador.
Allí, a contramano de lo que sucede con H.P. Lovecraft, donde el horror es
informe, o bien carente de formas convencionales, Jorge Luis Borges explora
algunas posibilidades que desbordan los tópicos clásicos del horror. Éste existe,
desde ya, pero no en el roce con lo irreal o lo imposible, sino en la sospecha
inquietante de lo irreconocible.

190
Jorge Luis Borges

A punto de rendir el último examen en la Universidad de Texas, en Austin, supe


que mi tío Edwin Arnett había muerto de un aneurisma, en el confín remoto del
continente. Sentí lo que sentimos cuando alguien muere: la congoja, ya inútil, de
que nada nos hubiera costado haber sido más buenos. El hombre olvida que es
un muerto que conversa con muertos. La materia que yo cursaba era filosofía;
recordé que mi tío, sin invocar un solo nombre propio, me había revelado sus
hermosas perplejidades, allá en la casa colorada, cerca de Lomas. Una de las
naranjas del postre fue su instrumento para iniciarme en el idealismo de
Berkeley; el tablero de ajedrez le basto para las paradojas eleáticas. Años
después, me prestaría los tratados de Hinton, que quiere demostrar la realidad
de una cuarta dimensión del espacio, que el lector puede intuir mediante
complicados ejercicios con cubos de colores. No olvidaré los prismas y pirámides
que erigimos en el piso del escritorio.

Mi tío era ingeniero. Antes de jubilarse de su cargo en el ferrocarril decidió


establecerse en Turdera, que le ofrecía las ventajas de una soledad casi agreste
y de la cercanía a Buenos Aires. Nada más previsible que el arquitecto fuera su
íntimo amigo Alexander Muir. Este hombre rígido profesaba la rígida doctrina de
Knox; mi tío a la manera de casi todos los señores de su época, era
librepensador, o, mejor dicho, agnóstico, pero le interesaba la teología, como le
interesaban los falaces cubos de Hinton o las bien concertadas pesadillas del
joven Wells. Le gustaban los perros; tenía un gran ovejero al que le había puesto

191
el apodo de Samuel Jonson en memoria de Lichfield, su lejano pueblo natal.

La casa Colorada estaba en un alto, cercada hacia el poniente por terrenos


anegadizos. Del otro lado de la verja, las araucarias no mitigaban su aire de
pesadez. En lugar de azoteas había tejados de pizarras a dos aguas y una torre
cuadrada con un reloj, que parecían oprimir las paredes y las parcas ventanas.
De chico, yo aceptaba esas fealdades como se aceptan esas cosas
incompatibles que solo por razón de coexistir llevan el nombre de Universo.

Regresé a la patria en 1921. Para evitar litigios habían rematado la casa; la


adquirió un forastero, Max Preetorius, que abono el doble de la suma ofrecida
por el mejor postro. Firmada la escritura, llegó al atardecer con dos asistentes y
tiraron a un vaciadero, no lejos del camino de las Tropas, todos los muebles,
todos los libros y todos los enseres de la casa. (Recordé con tristeza los
diagramas de los volúmenes de Hinton y la gran esfera terráquea.) Al otro día,
fue a conversar con Muir y le propuso ciertas refacciones, que este rechazó con
indignación. Ulteriormente, una empresa de la capital se encargó de la obra. Los
carpinteros de la localidad se negaron a amueblar de nuevo la casa: un tal
Mariano, de Glew, aceptó al fin las condiciones que le impuso Preetorius.
Durante una quincena, tuvo que trabajar de noche, a puertas cerradas. Fue
asimismo de noche que se instaló en la Casa Colorada el nuevo habitante. Las
ventanas ya no se abrieron, pero en la oscuridad se divisaban grietas de luz. El
lechero dio una mañana con el ovejero muerto en la acera, decapitado y
mutilado. En el invierno talaron las araucarias. Nadie volvió a ver a Preetorius,
que, según parece, no tardo en dejar el país.

Tales noticias, como es de suponer, me inquietaron. Sé que mi rasgo más notorio


es la curiosidad que me condujo alguna vez a la unión con una mujer del todo
ajena a mí, solo para saber quién era y cómo era, a practicar (sin resultado
apreciable) el uso del láudano, a explorar los números transfinitos y a emprender
la atroz aventura que voy a referir. Fatalmente decidí indagar el asunto.

Mi primer trámite fue ver a Alexander Muir. Lo recordaba erguido y moreno, de


una flacura que no excluía la fuerza; ahora lo habían encorvado los años y la

192
renegrida barba era gris. Me recibió en su casa de Temperley, que
previsiblemente se parecía a la de mi tío, ya que las dos correspondían a las
sólidas normas del buen poeta y mal constructor William Morris.

El dialogo fue parco; no en vano el símbolo de Escocia es el cardo. Intuí, no


obstante, que el cargado té de Ceylan y la equitativa fuente de scones (que mi
huésped partía y enmantecaba como si yo aún fuera un niño) eran, de hecho, un
frugal festín calvinista, dedicado al sobrino de su amigo. Sus controversias
teológicas con mi tío habían sido un largo ajedrez, que exigía de cada jugador la
colaboración del contrario.

Pasaba el tiempo y yo no me acercaba a mi tema. Hubo un silencio incómodo y


Muir habló.

-Muchacho (Young man) —dijo--, usted no se ha costeado hasta aquí para que
hablemos de Edwin o de los Estados Unidos, país que poco me interesa. Lo que
le quita el sueño es la venta de la Casa Colorada y ese curioso comprador. A mí,
también. Francamente, la historia me desagrada, pero le diré lo que pueda. No
será mucho.

Al rato, prosiguió sin premura:

-Antes que Edwin muriera, el intendente me citó en su despacho. Estaba con el


cura párroco. Me propusieron que trazara los planos para una capilla católica.
Remunerarían bien mi trabajo. Les contesté en el acto que no. Soy un servidor
del Señor y no puedo cometer la abominación de erigir altares para ídolos.

Aquí se detuvo.

- ¿Eso es todo? –me atreví a preguntar.

-No. El judezno ese de Preetorius quería que yo destruyera mi obra y que en su


lugar pergeñara una cosa monstruosa. La abominación tiene muchas formas.

Pronunció estas palabras con gravedad y se puso de pie.

Al doblar la esquina se me acercó Daniel Iberra. Nos conocíamos como la gente


se conoce en los pueblos. Me propuso que volviéramos caminando. Nunca me

193
interesaron los malevos y preví una sórdida retahíla de cuentos de almacén más
o menos apócrifos y brutales, pero me resigné y acepté. Era casi de noche. Al
divisar la casa Colorada en el alto, Iberrra se desvió. Le pregunte por qué. Su
respuesta no fue la que yo esperaba.

-Soy el brazo derecho de don Felipe. Nadie me ha dicho flojo. Te acordaras de


aquel mozo Urgoiti que se costeó a buscarme de Merlo y de cómo le fue. Mira.
Noches pasadas, yo venía de una farra. A unas cien varas de la quinta, vi algo.
El tubiano se me espantó y si no me le afirmo y lo hago tomar por el callejón, tal
vez no cuento el cuento. Lo que vi no era para menos.

Muy enojado, agregó una mala palabra.

Aquella noche no dormí. Hacia el alba soñé con un grabado a la manera de


Piranesi, que no había visto nunca o que había visto y olvidado, y que
representaba el laberinto. Era un anfiteatro de piedra, cercado de cipreses y más
alto que las copas de los cipreses. No había ni puertas ni ventanas, pero sí una
hilera infinita de hendijas verticales y angostas. Con un vidrio de aumento yo
trataba de ver el minotauro. Al fin lo percibí. Era el monstruo de un monstruo;
tenía menos de toro que de bisonte y, tendido en la tierra el cuerpo, parecía
dormir y soñar. ¿Soñar con qué o con quién?

Esa tarde pasé frente a la casa. El portón de la verja estaba cerrado y unos
barrotes retorcidos. Lo que antes fue jardín, era maleza. A la derecha había una
zanja de escasa hondura y los bordes estaban pisoteados.

Una jugada me quedaba, que fui demorando durante días, no solo por sentirla
del todo vana sino porque me arrastraría a la inevitable, a la última.

Sin mayores esperanzas fui a Glew. Mariani, el carpintero, era un italiano obeso
y rosado, ya entrado en años, de lo más vulgar y cordial. Me bastó verlo para
descartar las estratagemas que había urdido la víspera. Le entregué mi tarjeta,
que deletreó pomposamente en voz alta, con algún tropezón reverencial al llegar
a doctor. Le dije que me interesaba el moblaje fabricado por él para la propiedad
que fue de mi tío, en Turdera. El hombre habló y habló. No trataré de transcribir
sus muchas y gesticuladas palabras, pero me declaro que su lema era satisfacer
todas las exigencias del cliente, por estrafalarias que fueran, y que él había

194
ejecutado su trabajo al pie de la letra. Tras de hurgar en varios cajones, me
mostró unos papeles que no entendí, firmados por el elusivo Preetorius. (Sin
duda me tomó por un abogado.) Al despedirnos, me confió que por todo el oro
del mundo no volvería a poner los pies en Turdera y menos en la casa. Agregó
que el cliente es sagrado, pero que, en su humilde opinión, el señor Preetorius
estaba loco. Luego se calló, arrepentido. Nada más pude sonsacarle.

Yo había previsto ese fracaso, pero una cosa es prever algo y otra que ocurra.

Repetidas veces me dije que no hay otro enigma que el tiempo, esa infinita
urdimbre del ayer, del hoy, del porvenir, del siempre y del nunca. Esas profundas
reflexiones resultaron inútiles; tras de consagrar la tarde al estudio de
Schopenhauer o de Royce, yo rondaba, noche tras noche, por los caminos de
tierra que cercan la casa Colorada. Algunas veces divisé arriba una luz muy
blanca; otras creí oír un gemido. Así hasta el 19 de enero.

Fue uno de esos días de Buenos Aires en el que el hombre se siente no solo
maltratado y ultrajado por el verano sino hasta envilecido. Serían las once de la
noche cuando se desplomó la tormenta. Primero el viento sur y después el agua
a raudales. Erré buscando un árbol. A la brusca luz de un relámpago me hallé a
unos pasos de la verja. No sé si con temor o con esperanza probé el portón.
Inesperadamente, cedió. Avance empujado por la tormenta. El cielo y la tierra
me conminaban. También la puerta de la casa estaba a medio abrir. Una racha
de lluvia me azotó la cara y entré.

Adentro habían levantado las baldosas y pisé pasto desgreñado. Un olor dulce y
nauseabundo penetraba la casa. A izquierda o a derecha, no sé muy bien,
tropecé con una rampa de piedra. Apresuradamente subí. Casi sin proponérmelo
hice girar la llave de luz.

El comedor y la biblioteca de mis recuerdos eran ahora, derribada la pared


divisoria, una sola gran pieza desmantelada, con uno que otro mueble. No trataré
de describirlos, porque no estoy seguro de haberlos visto, pese a la despiadada
luz blanca. Me explicaré. Para ver una cosa hay que comprenderla. El sillón
presupone el cuerpo humano, sus articulaciones y partes; las tijeras, el acto de

195
cortar. ¿Qué decir de una lámpara o de un vehículo? El salvaje no puede percibir
la Biblia del misionero; el pasajero no ve el mismo cordaje que los hombres de a
bordo. Si viéramos realmente el universo, tal vez lo entenderíamos.

Ninguna de las formas insensatas que esa noche me deparó correspondía a la


figura humana o a un uso concebible. Sentí repulsión y terror. En uno de los
ángulos descubrí una escalera vertical, que daba al otro piso. Entre los anchos
tramos de hierro, que no pasarían de diez, había huecos irregulares. Esa
escalera, que postulaba manos y pies, era comprensible y de algún modo me
alivió. Apagué la luz y aguardé un tiempo en la oscuridad. No oí el menor sonido,
pero la presencia de las cosas incomprensibles me perturbaba. Al fin me decidí.
Ya arriba mi temerosa mano hizo girar por segunda vez la llave de la luz. La
pesadilla que prefiguraba el piso inferior se agitaba y florecía en el último. Había
muchos objetos o unos pocos objetos entretejidos. Recupero ahora una suerte
de larga mesa operatoria, muy alta, en forma de U, con hoyos circulares en los
extremos. Pensé que podía ser el lecho del habitante, cuya monstruosa
anatomía se revelaba así, oblicuamente, como la de un animal o un dios, por su
sombra. De alguna página de Lucano, leída hace años y olvidada, vino a mi boca
la palabra anfisbena, que sugería, pero que no agotaba por cierto lo que verían
luego mis ojos. Asimismo recuerdo una V de espejos que se perdía en la tiniebla
superior.

¿Cómo sería el habitante? ¿Qué podía buscar en este planeta, no menos atroz
para él que él para nosotros? ¿Desde qué secretas regiones de la astronomía o
del tiempo, desde qué antiguo y ahora incalculable crepúsculo, habría alcanzado
este arrabal sudamericano y esta precisa noche?

Me sentí un intruso en el caos. Afuera había cesado la lluvia. Miré el reloj y vi


con asombro que eran casi las dos, Dejé la luz prendida y acometí
cautelosamente el descenso. Bajar por donde había subido no era imposible.
Bajar antes de que el habitante volviera. Conjeturé que no había cerrado las dos
puertas porque no sabía cómo hacerlo.

Mis pies tocaban el penúltimo tramo de la escalera cuando sentí que algo

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ascendía por la rampa, opresivo y lento y plural. La curiosidad pudo más que el
miedo y no cerré los ojos.

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Patricia K. Olivera

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Aún recuerdas esa noche, ¿cierto? Estabas ansioso por salir de la rutina, por
dejar las costumbres rígidas de tu vida de oficinista, de hombre serio,
concentrado y buena gente. Hacía tiempo que querías una aventura, una noche
loca de orgía y excesos; hacía tiempo que querías hacerlo de forma salvaje,
saltarte las reglas de una vez y darle rienda suelta a tu exaltada imaginación.
¿Te acuerdas que la noche estaba fría? Había llegado la primavera en el
calendario, pero no en los hechos y en las calles se podían ver los rastros de ese
rocío nocturno que mojaba de forma imperceptible. ¿Recuerdas a los niños que
pasaban junto a ti, disfrazados, con su frase preparada de «truco o trato» para
entregar a cambio de algunas golosinas? En el fondo, cuando los veías pasar
rememoraste viejos tiempos y cierta nostalgia se instaló por unos instantes en tu
corazón. Digo breves porque si hay algo que a ti no te gusta es recordar la vida
miserable de la que juraste escapar cuando eras niño. ¿Recuerdas a tu madre?
Cada noche con un amante distinto en la cama y tú, escondido en los rincones,
observándolo todo con actitud muda y distante. A pesar de eso, siempre fuiste
un niño inteligente, en la escuela entendías todo a la perfección y pasabas cada
año con excelentes notas. Claro, ese fue solo el principio del gran salto que diste
hasta llegar a donde estás; todo porque te juraste que no serías como ella y no
pasarías privaciones ni pobreza otra vez.
Volviendo a esa noche, ¿recuerdas que no solo los niños se divertían? También
algunos adolescentes, y otros no tanto, aprovecharon a disfrazarse para hacer
fiestas y jugarse bromas pesadas. Pasaban a tu lado en pequeños grupos, reían
y hablaban entre ellos, bebían del pico de alguna botella o dejaban a su paso el
aroma de un porro. Pero es cierto, tú no los veías, ibas enfrascado en tus lascivos
pensamientos; no notabas la alegría de la gente, ni siquiera observabas los
decorados tenebrosos que lucían las casas en sus jardines ni las calabazas que
contenían las velas decorativas que alumbraban las veredas. Ahora puedo
decirlo, el que no encajaba entre esa gente eras tú. No llevabas disfraz ni

200
compartías la alegría general, por el contrario: caminabas con las manos en los
bolsillos y la mirada baja, concentrado, ajeno a tu entorno.
Estabas apurado, al fin habías quedado en salir con la belleza de mujer que
conociste en internet. No fue algo casual, a pesar de tu apuro por nuevas
aventuras decidiste tomarte tu tiempo, nunca fuiste amigo de las decisiones
precipitadas; era obvio, te asustaban los cambios, por mínimos que fueran. Pero
bueno, volviendo a tu cita, llevabas dos meses exactos chateando con una mujer
muy hermosa, según la foto que ella mostraba en su perfil. Por su forma de
expresarse parecía una mujer ardiente y salvaje. El día que la viste por primera
vez a través de la pantalla y escuchaste su voz por los parlantes quedaste
impresionado por completo. No solo por la sensualidad de su voz, sino por la
belleza física de la que era dueña. Una belleza que de tan intensa te producía
vértigo.
Esa primera vez te hizo experimentar un orgasmo virtual; jamás imaginaste que
se iba a desnudar sin ningún pudor y mucho menos que exhibiría su sexo frente
a la pantalla, tan cerca. Nunca habías visto un sexo así, con tanta precisión; los
risos castaños de su pubis eran abundantes, pero permitían ver su clítoris rosado
como una protuberancia que crecía poco a poco y dejaba en evidencia su
excitación. Sus pálidas manos, que resaltaban con el esmalte negro de las uñas,
apartaban los vellos rebeldes dejando al descubierto ese botón de carne que
acariciaba con los dedos índice y pulgar, estimulándolo, al tiempo que recorría
los inflamados labios, brillantes por sus propios fluidos. ¿Recuerdas como las
minúsculas gotas de sudor se deslizaban con rapidez por tu cara? ¿Y tu sexo?
Parecía a punto de rasgar la tela del pantalón, nunca habías quedado tan duro
como en ese momento tan solo al ver cómo se deslizaba la lengua por los labios
entreabiertos y te miraba con ojos de gata a punto de devorarte. Lo mejor fue
cuando te ordenó que liberaras tu miembro y te masturbaras frente a ella.
Y claro, eso no fue suficiente, querías más, querías tenerla toda, penetrarla en
serio, descargar dentro de ella hasta perder el sentido. Te resultó difícil
convencerla de que ya no querías satisfacción a través de una pantalla. Te dijo
que no quería estropear la relación tan linda que estaban construyendo, que lo
más conveniente era esperar a conocerse mejor a través de la red. Incluso te
llegó a decir que tenía miedo de que te aburrieras de su belleza, que a veces
esta era como una maldición para ella, que hasta podría resultar fatal. Pero no

201
te importó, lograste convencer a Yidhra para que te diera una cita formal y hacía
allí te dirigías. Por eso no mirabas a los lados, no veías a la gente que celebraba
Halloween, la festividad no te importaba en lo absoluto.
¿Quién te diría, casanova iluso, que lo que ibas a encontrar en el sitio donde te
citó iba a cambiar tu espléndida y programada vida? En ningún momento pasó
por tu cabeza sospechar, ni siquiera un poco, que podía ser una loca
desquiciada; mucho menos algo inexplicable e inhumano. Y puedes jactarte de
haber tenido suerte, la irrupción de aquellos jóvenes en el justo momento en que
había comenzado a devorarte interrumpió su banquete. Pero entraron porque
buscaban un lugar solitario para hacer una fiesta privada, no porque oyeran tus
alaridos desesperados resonar en el aire. Ella desapareció al instante. A los
chicos les llevó tiempo darse cuenta de que no bromeabas: era cierto que te
faltaba casi toda la cara, que los huesos expuestos al igual que los trozos de piel
y la abundante sangre no formaban parte de un maquillaje para la ocasión.
Pero bueno, al menos te quitaste las ganas de echarte un buen polvo con ella,
fuiste muy afortunado de que solo succionara tu sexo hasta hacerte aullar de
placer y no te lo arrancara con los mismos dientes con los que comenzó a
despellejar tu rostro. Te salvaste de que no te comiera el corazón.
¿Quién diría que esa devoradora se iba a cruzar en tu camino? No debiste
ignorar una festividad que lleva un significado más profundo además del
comercial. No debiste dejarte guiar por tu obsceno deseo de sensaciones
nuevas. Tú no la encontraste, ella te buscó a ti hasta que caíste en su trampa:
tenía hambre y salió de caza. Ambos saldrían favorecidos con el intercambio: tú
saciarías tu pasión devoradora y ella te devoraría al final… Ojo por ojo y diente
por diente. Nada es gratis en esta vida.
En fin, hoy por hoy tu verdad es que la pensión que te pagan por invalidez al
menos sirve para pagar la estadía en esta casa de salud; después de todo, te
cuidan e intentan paliar los dolores atroces que sufres en el rostro, aun después
de tanto tiempo.
Yo te advertí y no quisiste escucharme, te dejaste llevar por la libido, por la lujuria
y el placer. ¿Recuerdas que me escuchabas cuando eras pequeño? En esa
época sabías que yo sería incapaz de darte un consejo erróneo. Mírate ahora,
atado a esa cama para que no te lastimes en tu desesperación, aullando como
un loco para conseguir solo un poco de morfina para tus dolores. Sí, no me mires

202
con esos ojos de espanto, has sido un niño grande muy malo. ¡Mírame!, ahora
deambulo de aquí para allá. No supiste usarme con precaución y ahora estoy
desempleada. Ya no podré aconsejar a nadie si no supe hacerlo contigo…
¿Quién querrá una conciencia con tan malos antecedentes?

203
Patricia K. Olivera
Patricia K. Olivera (Montevideo, Uruguay):
Ha colaborado en varias revistas literarias virtuales ,
afines al género fantástico como miNatura, NM, Historias
Pulp, entre otras. Comparte espacio en antologías
extranjeras como: Memento Móri (Brasil), Cuentos
ocultistas (México) y Around de world in more than 80
cifi stories (Alemania).

Es técnica en Corrección de Estilo (lengua española), y


estudiante de Lingüística y Letras en la Universidad de la
República (Udelar).

Blog que administra: De ciencia ficción by P. K. Olivera

204
El Salto
205 Esteban Villalobos
¡Es usted un milagro!, fue lo primero que escuché luego de recobrar la
conciencia. No recuerdo haber visto pasar toda mi vida por mi mente, ni nada
por el estilo, solo recuerdo la experiencia ambigua de sentir un terrible dolor
acompañado de alegría, me encontraba libre y eso era lo importante. Ya no tenía
miedo.
Esto no lo podían saber los médicos, para ellos era un paciente más de
los que, deprimidos, intentaban quitarse la vida y que luego de dos meses de
tratamiento, la “depresión” había remitido por completo.
Todo esto para mi suerte, ya que la alegría de mi liberación era suficiente
para que los doctores estuvieran satisfechos de su trabajo y no tuviera que
decirles la verdad, de lo contrario, pensarían que estaba loco.
Hace tres meses que estoy en este hospital, un lugar viejo y desaseado,
con una apariencia tan irreal como las visiones de algunos de sus pacientes.
Por fin, me van a dar de alta. Llegó la hora de dejar de pretender y poder
buscar respuestas. Recuerdo poco sobre mi vida anterior a estos sucesos, de
quien era y de quien soy en realidad, solo recuerdo cuando todo esto comenzó.
Estaba ordenando viejos libros cuando uno de ellos llamó mi atención,
tenía un encuadernado de cuero café oscuro de aspecto muy viejo y una
incrustación ámbar, me detuve a observarlo con más atención y al final decidí
comenzar a leerlo.
Fue entonces cuando una entidad ajena a mí tomo posesión de mi cuerpo,
tuve una sensación fugaz de perplejidad y temor al darme cuenta de que algo
luchaba por controlarme y yo nada podía hacer.
Mi energía se estaba drenando día con día sin yo poder hacer nada en
absoluto. Poco a poco mis acciones dejaron de obedecer a mi voluntad. No sé
quién era este ser o de dónde provenía, solo sabía que era un extranjero en mi
cuerpo y que se hacía más fuerte con el tiempo a la vez que mi propio yo se
desaparecía.
Podía sentir los cambios que ocurrían en mi cuerpo, como este ser se iba
apoderando de cada una de las células de mi organismo, transformándolas y
despojándolas de mi identidad, me daba cuenta como mis recuerdos se
desvanecían y daban lugar a las memorias de este ser. Memorias ajenas y
oscuras a las que no me permitía acceder, estos recuerdos estaban nublados en
mi mente, se camuflaban de tal forma que no podía conocer su identidad, pero

206
si su presencia, sin embargo, conocía su objetivo; apoderarse de mi cuerpo por
completo.
Al principio luchaba con todas mis fuerzas, pero todo fue inútil, con el
tiempo estaba debilitado. Con el paso del tiempo se hacía más fuerte, podía
sentir su confianza y la euforia que le producía acercarse cada vez más a su
objetivo. A medida que su euforia aumentaba, mi sensación de vacío crecía.
No tenía idea de que pensaba hacer una vez lo lograra, no me permitía
saberlo no podía permitírmelo, lo haría vulnerable. Era consciente de su rutina,
todos los días atravesábamos el parque al salir de mi casa, cruzábamos el
puente y llegábamos a la ciudad, a partir de ahí todo se nublaba, mi cabeza
parecía que iba a explotar y el terror se apoderaba de mi durante un tiempo
incalculable, hasta darme cuenta de que recorríamos el camino a la inversa.
Con el vacío llegó la desesperanza, y con ella, los pensamientos suicidas,
deseaba que el proceso se diera rápido y me suplantara, sin embargo, era lento
y doloroso, con el poco control que tenía sobre mis actos, dejé de comer y de
dormir en un intento desesperado de dañar mi cuerpo y a la vez a él, pero la
pérdida de peso y la falta de sueño parecieron afectarle poco. Llegué a pensar
que incluso estas acciones no eran mías y que no tenía salvación.
Un día, mientras cruzábamos el puente, pensé en lanzarme y acabar con
todo de una vez por todas, deseaba con toda mi voluntad que tuviera las fuerzas
para hacerlo y en ese instante algo cambió, sentí su miedo por primera vez, supe
que él podía mantener mi cuerpo funcionando de algún modo, pero un cuerpo
totalmente desmembrado acabaría con él. Sentí como el pánico se apoderaba
de él, se dio cuenta de que había descubierto una vulnerabilidad, su miedo me
alimentaba y me iba dando la energía suficiente mover mis músculos a voluntad
y con ello pude saltar al vacío.
Pude ver por un instante sus memorias, mundos distantes y extraños, así
como muerte y destrucción, ese era su objetivo, escapar del caos de su
existencia mediante la usurpación de mi cuerpo, no obstante, encontraría su
muerte, pude percibir el terror que sentía al salir de mi cuerpo en un intento
desesperado por salvarse, pude escuchar su grito de auxilio justo antes de caer
al río y me di cuenta de que no venía solo.
Es usted un milagro recuérdelo bien, me dijo el doctor justo antes de
dejarme salir del hospital.

207
Esteban Villalobos
Esteban Villalobos, costarricense, 39 años de edad. Por
más 15 años psicólogo de profesión y apasionado de los
mitos.

208
Lacey L. Conde

209
Una noche de mayo, una noche como esta en la que el
viento soplaba con energía y la temperatura obligaba a
tiritar a aquel que la desafiara, apareció la Muerte afuera de
la casa de la joven Elena. Obsesionada y ofuscada golpeó
la puerta hasta que esta joven abrió. Tal fue el horror que
sintió Elena al ver a su visita vestida de negro sin ojos y con
un hedor nauseabundo al frente de ella que quedó inmóvil.

La Muerte le ordenó entregar al ser viviente más joven y


puro de la casa con un tono desafiante. La señora estaba
muy molesta con Elena, ya que la joven era la única del
pueblo que siempre tenía una sonrisa en el rostro sin
importar las inclemencias del clima y los daños de sus
sembríos o las noticias desalentadoras de sus vecinos.
Elena siempre sonreía desde el día en que nació. Tenía un aura angelical, único
en el pueblo, irradiaba alegría por donde ella iba.

Al fallecer su madre y luego su padre, ella quedó a cargo de su pequeña


hermana, Celeste. Nada le importaba más a Elena que brindar alegría y
tranquilidad a Celeste. Eso enfurecía mucho a la muerte que se iba llevando
poco a poco a todos los habitantes del pueblo que lentamente perdían la sonrisa
por los problemas de sus sembríos y por su pobreza. La Muerte se iba
apoderando poco a poco del que perdiera la esperanza. El primer síntoma era
perder la sonrisa, al día siguiente la temperatura del cuerpo bajaba rápidamente,
después el enfermo perdía el apetito y por último, la esperanza. Es así que la
Muerte esperaba con ansias el primer síntoma, la pérdida de la sonrisa ya que
era signo de que podría llevarse un alma más.

Sin embargo, con Elena era diferente. Ella no dejaba de sonreír y siempre veía
el lado positivo a todo acontecimiento. Celeste, su pequeña hermana, se
inspiraba en Elena. La Muerte quería llevarse a Elena primero, pero no podía
hacerlo sin que ella perdiera su sonrisa así que ideó un plan malévolo,
escondería a Celeste en el bosque y así haría que Elena perdiese su bella
sonrisa.

210
Esa noche fría de mayo, en la que todos los habitantes del pueblo tiritaban cada
vez que abrían sus puertas, fue que la Muerte intentó quitar la sonrisa del rostro
de Elena. Cuando la joven vio a la señora de negro ordenando la entrega de
Celeste de manera inmediata, Elena derramó una lágrima del ojo derecho, sólo
una lágrima es lo que ella se pudo permitir. Inmediatamente después, buscó un
pañuelo y se lo secó. Entonces la joven llamó a Celeste, la pequeña de 5 años
apareció, tomó la mano de la señora Muerte y le dio un beso. En ese momento,
Elena no pudo hacer otra cosa que sonreír de tan tierno gesto.

La Muerte enfurecida, quiso disimular su molestia, presurosa corrió hacia afuera,


avergonzada se alejó del pueblo y dejó a Elena y Celeste en paz. Desde esa
noche, las hermanas no volvieron a saber de la Muerte, y sin saber si es
coincidencia o no, las inclemencias del clima cesaron y los sembríos volvieron a
dar sus frutos.

La Muerte dejó en paz al pueblo de Elena por 30 años, tiempo suficiente para
calmar sus mejillas de tan vergonzoso episodio para ella: la noche en la que la
Muerte sintió ternura por una niña.

211
Lacey L. Conde
Lima, marzo de 1988

Es docente de inglés en una universidad privada.


Licenciada en Educación y con estudios de Maestría en
Enseñanza del inglés, como lengua extranjera.
Admiradora de autores como Edgar Allan Poe y H.P.
Lovecraft y creadora de diversos cuentos de terror.
Asimismo, es administradora del blog Historias en la
Oscuridad.

212
El Extraño
Marco Hernández

213
“Para aquellos que perdieron todo en el sismo del 19-09-2017 y siguen
luchando y para aquellos cuyas voces no pudieron ser escuchadas entre los
escombros y el llanto”

La primera vez que recuerdo haber visto al extraño, fue en la noche del 18 de
septiembre del 2017, la noche anterior al terremoto que azotó al centro y oriente
del país. Regresaba de mi trabajo a bordo de mi bicicleta, cuando al doblar la
esquina de la calle en la que vivía, disminuí la velocidad y alcé mi cabeza hacia
el edificio que estaba frente a mi casa, buscando a la chica que vivía en el tercer
piso, cuya belleza había captado mi atención meses atrás. Sin embargo, lo que
mi vista encontró, distaba mucho en apariencia de lo que esperaba.

Ahí, en la terraza del departamento donde por lo general, la bella chica salía a
fumar a expensas de sus padres, estaba de pie un hombre con una apariencia
terrible. Delgado y encorvado, vestía de forma casual, con un “hoodie” color
negro que cubría su cabeza y dejaba oculto su rostro. A pesar de eso, el brillo
escarlata de sus ojos y su amarillenta sonrisa de dientes afilados no pasaban
desapercibidos para mí, así como mi presencia no pasó desapercibida para él,
ya que me siguió con la mirada, mientras avanzaba por la oscura calle el escaso
trayecto que había de la esquina de la calle hasta mi casa. Difícil es olvidar esa
mirada, como dos esmeraldas fulgurantes en medio de la noche.

En cuanto llegué a la puerta de mi casa, una ráfaga de viento golpeó mi cara y


me hizo cerrar por unos segundos los ojos. Cuando los volví a abrir, el extraño
ya no estaba. Sólo estaba yo, en la oscura y desierta calle. Al otro extremo de la
calle, era visible la luz de una luminaria solitaria y a algunas personas que

214
caminaban bajo su cobijo. Me apresuré a entrar a mi casa, pensando en que mis
ojos estaban cansados y que le jugaban una broma pesada a mi mente. Sin
embrago, esa noche no pude dormir tranquilo.

Al día siguiente pasó lo que tenía que pasar. La ciudad se sacudió tal y como lo
hiciera treinta y dos años antes. Varios edificios cayeron, otros quedaron
endebles y próximos a derrumbarse. Yo no me encontraba en casa cuando el
desastre pasó, pero cuando me enteré de la magnitud que éste había tenido, y
en cuanto nos permitieron regresar al interior del inmueble por nuestras
pertenencias, fue que regresé pedaleando como nunca había pedaleado antes,
sólo para encontrar mi casa de pie y a mi familia a salvo, lo mismo que todas
nuestras pertenencias. Sin embargo, el edificio de enfrente no había salido muy
bien librado. Por fortuna, todos sus inquilinos, incluyendo a la chica del tercer
piso pudieron salir a tiempo.

Los siguientes días fueron de incertidumbre. Los servicios básicos como la luz
eléctrica, el agua y el servicio de telefonía local estuvieron interrumpidos. Fue
gracias a que las compañías de telefonía celular liberaron el uso de datos, de
llamadas y de mensajería que mi familia, mis conocidos y yo, no sólo pudimos
mantenernos en contacto, sino que también pudimos enterarnos de la magnitud
de la tragedia. Los inquilinos del edificio de enfrente no corrieron con mejor
suerte. Vivían en la calle, en un pequeño campamento que armaron para
custodiar su antiguo hogar y las pertenencias que aún estaban en el interior, esto
al menos hasta que las autoridades les permitieron regresar por ellas.

Fue gracias el altruismo natural de mi madre, que pude conocer a la chica del
cuarto piso. Al menos durante una semana, estuve sirviéndoles café a los
damnificados en las mañanas antes de ir a mi trabajo y en las noches al volver.
Julieta era su nombre y estudiaba medicina. Era callada, tímida con un ligero
toque de antipatía, tal vez por la situación que estaba viviendo. Me hubiera
gustado conocerla mejor; posiblemente hubiéramos sido buenos amigos. Sin
embargo, en cuanto las autoridades dejaron a los inquilinos volver al interior del
edificio por sus pertenencias, el padre de Julieta, un hombre robusto, enérgico y
de mirada severa, dio la orden a los hermanos de la chica para que lo
acompañaran a rescatar sus valores más indispensables. En menos de un día,
la familia había puesto sus pertenencias en bolsas negras, y éstas en la parte

215
trasera de una gran camioneta junto con sus mascotas, dos perros dálmatas
bellísimos y partían hacia rumbo desconocido.

Ese día, yo me encontraba en el marco de la pequeña puerta de mi casa, viendo


cómo los tres hombres se dedicaban a sacar apresuradamente sus
pertenencias. Estaba sumido en la contemplación y en mis propios
pensamientos, cuando una figura en el vestíbulo lleno de cuarteaduras y de
apariencia endeble del edificio llamó mi atención. Una vez más, el extraño estaba
ahí de pie, observándome con esos dos puntos brillantes que tenía en lugar de
ojos, sonriendo con esos colmillos amarillentos bajo esa capucha negra. Pude
sentir mi cara contorsionándose de espanto, casi al tiempo que los dos hermanos
de Julieta bajaban por la escalera del edificio cargando una pantalla plana,
pasando junto al extraño sin inmutarse, como si no estuviera ahí, ocultándolo de
mi vista. Una vez que los chicos salieron del edificio, el extraño había
desaparecido.

Fueron necesarios cuatro meses para que iniciaran las tareas de demolición del
edificio de enfrente. Debido a la proximidad con otras viviendas, la demolición se
hizo poco a poco y de manera manual para evitar daños accidentales. En un año,
en lugar del edificio de enfrente había un lote baldío. Durante ese tiempo, no
pasó una sola noche, en la que al regresar de mi trabajo no volteara a ver a aquel
edificio que gradualmente se transformaba en un espacio vacío en la peculiar
simetría de la ciudad, a aquel gigante muerto, a ese esqueleto que permanecía
como un guardián silencioso del vecindario en busca del extraño que habitaba
su interior. Varias veces me pareció ver el brillo rojizo de sus ojos en el interior
del inmueble, un brillo que destacaba en la oscuridad de la calle.

Pasaron dos años más. Fue entonces que mi familia y yo abandonamos la


pequeña casa en la que vivimos durante mucho tiempo, casi toda mi vida, de
hecho. Después de luchar incansablemente para construir un patrimonio, los
esfuerzos de mi madre dieron sus frutos en forma de una pequeña casa ubicada
en un vecindario tranquilo al sur de la ciudad, sin edificios que pudieran
derrumbarse sobre nuestras cabezas. Por mi parte, conseguí un ascenso, que
mejoró nuestra situación económica considerablemente. Parecía que las aguas
se tranquilizaban después de estar agitadas por mucho tiempo. No volví a ver al
extraño en mucho tiempo. Incluso llegué a pensar que su aparición no había sido

216
otra cosa que mi imaginación movida por los eventos traumáticos que habíamos
vivido. No obstante, la realidad distaba mucho de eso.

Fue en una noche fría de diciembre, una de aquellas noches sin luna. Debido a
que la distancia entre mi trabajo y mi casa había aumentado, resultaba cansado
usar un vehículo tal como la bicicleta. Para ese entonces, aun no sabía manejar
un automóvil de una manera que resultara satisfactoria para la agitada vida de
la ciudad, por lo que, al no poder usar la bicicleta, recurrí al transporte público.
Al salir de aquella pequeña estación de tren a altas horas de la noche y después
de subir las escaleras que conducían al puente peatonal que atravesaba esa ya
no tan transitada avenida y girar a mi izquierda, pude verlo una vez más. Ahí
estaba, de pie, justo al otro lado del puente, frente a las escaleras que conducían
a la acera, iluminado por la luz de una farola. Me miraba con ese par de ojos
esmeralda, a la vez que esbozaba su carcomida sonrisa.

El extraño dio un paso hacia mí. La farola que lo iluminaba dejó al descubierto
su rostro, un rostro con la piel colgando en sanguinolentos jirones. No tenía
labios ni párpados, lo que hacía que su mutilado rostro me pareciera aún más
monstruoso. Me aterró a tal grado el hecho de que diera un paso en mi dirección,
que yo di un paso hacia atrás. No sabía qué hacer. No sabía si correr de vuelta
a la estación del tren o bajar la escalera del lado opuesto del puente. Si hacía lo
primero, tendría que esperar a que un tren me salvara, y debido a lo avanzado
de la noche eso era muy improbable. Sin embargo, si hacía lo segundo, si corría
del otro lado del puente, sería más probable que un ladrón o un pandillero
terminaran conmigo antes que el extraño. El sonido del último tren de la noche
me sacó bruscamente de mis pensamientos. Decidí correr rumbo a la estación y
entrar al tren a como diera lugar, saltando el torniquete sin pagar el pasaje,
fueran cuales fueran las consecuencias. Apenas había dado un paso, cuando
pude notar que el extraño había desaparecido una vez más. Voltee en todas
direcciones, buscándolo incluso bajo el puente. Se había ido sin dejar rastro. El
tren cerró sus puertas y partió, dando el característico pitido que caracteriza al
metro de la ciudad de México. Yo hice lo propio, corriendo sin mirar atrás hasta
llegar a mi casa.

Una vez que llegué a casa, no fui recibido con mejores noticias. Mi abuela, una
mujer extremadamente anciana y extremadamente activa, pero cuya avanzada

217
edad había vuelto su cuerpo frágil como las hojas secas de los árboles que caen
en el otoño, había sufrido una caída que le había provocado heridas de tal
magnitud que la dejarían postrada en su cama por el resto de sus días. La
depresión de saberse impedida, inmovilizada y encadenada para siempre a una
cama, mermó su salud emocional. El frío clima invernal no ayudó en absoluto.
Tras cuatro meses de agonía emocional y un mes de agonía física, mi abuela
abandonó este mundo, intranquila y con un rictus en su rostro que jamás
olvidaré. El día en que la sepultamos, en medio de las tumbas, a una distancia
considerable, pude ver al extraño una vez más, observando el funeral. Su rostro
me era visible una vez más. Siempre encapuchado, los jirones de su piel ya no
estaban cubiertos de sangre, se asemejaban a trozos de cuero colgantes. Pude
distinguir que hacía una mueca, entrecerrando los ojos y abriendo ligeramente
los labios, por lo que supuse que ahora poseía labios y párpados. Sus ojos eran
los mismos de siempre, rojos esmeralda a la luz del sol. Su sonrisa era siempre
la misma, amarillenta, carcomida y puntiaguda. Esos malditos ojos…Esa maldita
sonrisa….

Pasaron varios inviernos más. No volví a ver al extraño, no en mucho tiempo al


menos. Las circunstancias hicieron que abandonara mi trabajo y me dedicara a
estudiar una maestría y un doctorado. Me mudé otras dos veces de domicilio y
fui capaz por fin de comprar un automóvil y de aprender a manejar de manera
aceptable. Conocí a dos chicas, una de ellas muy bella pero que no me llenaba
intelectualmente. La otra, por su parte, aunque no era atractiva, lo compensaba
con su personalidad, intelecto y capacidad para ahondar en temas profundos
cada vez que conversábamos. Nunca nos casamos, pero a los dos años de
habernos conocido, tuvimos un bebé. El día que llegamos al hospital, mientras
esperaba en la blanca sala que era la antesala del quirófano, me pareció ver a
través del rabillo del ojo, el brillo esmeralda que me era tan familiar de los ojos
del extraño. Sin embargo, al voltear a la ventanilla, pude ver que no se trataba
de otra cosa que de una alucinación producida por mis nervios. Un semáforo y
su rojiza luz que marcaba el alto a los automóviles de la calle. Sí, eso debía ser…

Pasaron más estaciones, más primaveras e inviernos. Las flores se marchitaban


al inicio de éstos últimos solamente para renacer a la primavera siguiente. Lo
mismo pasó con la vida de mi madre, con la única diferencia de que su vida no

218
se renovó para la siguiente primavera. La visité una semana antes de que un
ataque al corazón la arrancara de la existencia terrenal para siempre, mientras
dormía. Durante ese tiempo, platicó, rió y bromeó como no había hecho en
mucho tiempo. Su corazón saltaba de emoción con las ocurrencias y peripecias
de su pequeño nieto, el cual aseguraba era idéntico a mí. Se fue tranquilamente,
a diferencia de mi abuela varios años atrás, lo cual era notorio en su expresión.
Estaba durmiendo y nada más.

Por mi parte, al ver que todos sus asuntos estaban en orden y que había muerto
en la más absoluta paz, no hice otra cosa más que alegrarme por ella, a pesar
de que me había conmovido hasta el alma el perderla. Tres días antes de que
muriera, nos encontrábamos solamente ella y yo, hablando sobre mi infancia,
nuestra vida y lo que había acontecido en el transcurso de la misma. Me llamó
la atención que mencionara que cuando yo era pequeño era muy tímido y al ser
su único hijo, me había inventado varios amigos imaginarios. Riendo
avergonzado le contesté que no recordaba esa etapa de mi vida. Y ciertamente
era así. Habían transcurrido varios años y recordaba muy poco de lo que había
sido mi infancia. Sin embargo, mi madre hizo especial énfasis en uno de esos
amigos imaginarios, al parecer mi preferido y el mejor de todos y en la abrupta
manera en la que éste desapareció. Al parecer, un día de repente, yo había
decidido madurar y “matarlo”. Ésta última declaración, me heló la sangre, sin
saber exactamente el por qué.

El día en que velábamos el cuerpo de mi madre siguiendo la tradición, vi al


extraño por última vez. Había sido la última voluntad de mi madre ser sepultada
al lado de sus padres, por lo que decidió vender la casa a la que nos habíamos
mudado hacía varios años para trasladarse a vivir a su pueblo natal, razón por
la cual su funeral fue en la casa de uno de mis tíos, propiedad ahora de mi prima
y que anteriormente fuera la casa de mis abuelos. Su ataúd permanecía en el
centro del patio, mientras una multitud de personas lo rodaban, rezando letanías
en voz alta. Yo estaba sentado en una pequeña escalinata que conduce al baño,
junto a mi hijo, abrazándolo y recordando; recordando todas las veces que mi
madre me reprendió, todas las veces que se mostró indiferente ante mis logros,
las veces que me castigó, las veces que gritamos, las veces que lloramos juntos,

219
las veces que me apoyó, las veces que me abrazó, las veces que me llamó “mi
niño” ...

De repente, ahí estaba, de pie, frente al ataúd, con el mismo atuendo de siempre,
con la misma apariencia, como si el tiempo no pasara por él. Traía puesto el
hoodie sobre la cabeza, como de costumbre y miraba fijamente el interior del
ataúd abierto. Miraba el cuerpo de mi madre. Todas las personas a su alrededor
parecían no verlo. Siempre con las manos dentro de los bolsillos del hoodie y de
apariencia taciturna, alzó la cabeza para mirarme fijamente. Lo que vi terminó
con mi asombro por volver a verlo y lo reemplazó con terror. A pesar de estar
completo y no presentar la carne de la cara hecha jirones, su apariencia era
horrenda, indescriptible, corrupta a tal grado que parecía representar todo lo
malo y podrido de la humanidad y del mundo en su faz. Siempre sonriéndome
con esos dientes puntiagudos y amarillentos, mirándome fijamente con esos ojos
color rojo esmeralda sin pupila, que brillaban con un odio inenarrable, imposible
para cualquier ser humano o bestia.

Mi hijo entonces jaló la manga de mi camisa, sacándome por un momento del


terror que me invadía. Me preguntó quién era ese hombre, señalando al extraño.
Entonces lo comprendí. Miré fijamente al extraño con determinación y coraje,
como se debe mirar la muerte, con el desprecio con el que debemos tratar al
temor. La expresión en el rostro del extraño se deformó, cambiando de la burla
al odio, al tiempo que desaparecía súbitamente. Le reafirmé a mi hijo que no
debía sentir miedo, ni siquiera al estar frente la muerte. No debía asustarse, no
se trataba de nadie importante.

Han pasado muchos años, tantos que mi cuerpo se ha marchitado y mi mente


se ha deteriorado. Mi hijo creció fuerte, sano y feliz. Nunca mencionó a ningún
amigo imaginario o a ningún otro hombre parecido a aquel que me atormentó
durante muchos años. La inmadurez de su memoria al ser muy pequeño en el
tiempo en el que se llevó a cabo el funeral de mi madre hizo que olvidara muy
pronto al extraño. Y es ahí donde él debe quedarse, en el olvido. Él es el miedo,
o al menos una manifestación del mismo. Mi miedo al cambio, a perder a mis
seres queridos y a mi propia muerte.

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Éstas mismas palabras le dije a mi hijo aquel día y se las repetí muchas veces a
lo largo de su vida, así como me las repito a mí mismo ahora mismo que las
escribo. Como ya he dicho, mi mente se ha deteriorado. Ahora escribo para no
olvidar, escribo para recordar; para recordar las cosas importantes. Sé que no
me queda mucho tiempo y me preparo para ello, para recibir con los brazos
abiertos y con una sonrisa a la muerte. Hay veces en que veo el espejo y en
lugar de mi rostro, veo al extraño. Furioso, lleno de odio y rencor por ser olvidado.
Es entonces cuando recuerdo todo esto, mi vida, todo lo que acabo de escribir y
lo regreso a la eterna prisión que es el olvido. Pienso que todos tenemos un
extraño siguiéndonos siempre, esperando aparecer cuando olvidemos olvidarlo,
alimentándose de nosotros, sanando sus heridas con nuestra incertidumbre. De
nosotros depende ayudarlo en esa empresa. Porque como escribió alguna vez
Edgar Allan Poe: “A la muerte se le toma de frente, con valor y después se le
invita una copa”.

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Marco Hernández
Nací el 31 de julio de 1993. Admirador del terror en todas
sus manifestaciones artísticas. Amante de la naturaleza y
las ciencias, estudié biología en la Facultad de Estudios
Superiores Zaragoza de la Universidad Nacional
Autónoma de México. Trato de incorporar elementos,
teorías y hechos científicos a mis relatos, tratando de
hacerlos más realistas. Actualmente trato de obtener el
grado correspondiente.

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