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@DavidYanes79
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EXTERMINIO MENTAL

Una repentina arcada de intenso sabor a óxido me despertó. Sin aliento,


me incorporé raudo de la cama y sentado sobre el borde tosí con fuerza.
Por la comisura de mis labios se derramó un hilo de líquido viscoso que
avanzó pegajoso por la barbilla. Tuve la sensación que un trozo de hiel se
deshacía en mi garganta, pues jamás mi paladar sufrió semejante amargor.
Utilicé el revés de mi mano para liberarme de tal repugnancia a la vez que
sentí un intenso dolor de cabeza. Un mareo súbito se apoderó de mi cuerpo
e ínfimas gotas de sudor perlaban mi frente. La respiración me advertía,
arrítmica, la desesperada situación que atravesaba. La oscuridad de la
noche no permitía observar nada en derredor, pero sabía que la presencia
que atormentándome venía desde hacía algún tiempo estaba allí, muy
cerca, acechando, esperando el momento idóneo para derramar su ira
contra mí. Intenté pulsar la luz a tientas, sin éxito. Noté como el volumen
de oxígeno decrecía expedito, acentuando el claustrofóbico estado que
padecía, como cual aventurero atrapado en la negrura de un cavernoso
agujero. Necesitaba salir con urgencia de aquel lugar, de lo contrario era
cuestión de tiempo que mi cuerpo cayese desplomado víctima de un
desmayo. Era lo último que por mi mente pasaba; quedar a merced de
aquello que me observaba. Porque seguro estaba que así era, que no se
trataba de un producto diseñado por mi imaginación.
Me puse en pie y necesité unos segundos para dominar, sólo en parte, el
temblor de mis débiles piernas. Avancé un par de pasos junto a la cama, en
dirección al umbral de la puerta. Las rendijas de la persiana, a diferencia
de las noches de luna llena, no ofrecían un sólo atisbo de claridad. Lo
lamenté profundamente. Intenté neutralizar el nerviosismo que me
apresaba flexionando los dedos de la mano una y otra vez, y fue en ese
preciso momento cuando me percaté que una sustancia reseca me impedía
ejercer el movimiento con total normalidad. La piel que cubría ambas
extremidades se mostraba tensa, encallada. Las froté en un burdo intento
por liberarme de ello. Cerré los ojos y respiré profundo por la nariz. La
imagen de mi familia surgió repentina en mi mente, erigiéndose en la
única vía de escape posible. Los necesitaba, más que nunca. Quise gritar
sus nombres, alertarlos de la terrible situación que atravesaba, sin
embargo, el nudo que en mi garganta se hubo formado se había tensado
aún más a raíz de mi nuevo pensamiento y la voz surgía apagada, sin
fuerzas, como si todo aquello fuese una dantesca escena fruto de una cruel
pesadilla. El pánico que me producía ignorar quién o qué podía hallarse al
otro lado de la puerta que acababa de abordar me causó un dolor agudo en
el pecho. Los pulmones se contrajeron, menguando su capacidad de
ventilación; el oxígeno llegaba dificultoso hasta ellos. Debía superar la
puerta con urgencia, de lo contrario tenía la sensación que jamás saldría
con vida de aquella habitación que se había convertido en una improvisada
celda del averno. Cuando agarré la manilla, una efímera sucesión de
violentas imágenes apareció en mi mente originándome una fuerte
punzada en la sien. Temí enloquecer, dudé si no lo había hecho ya.
Lentamente fui ejerciendo una temblorosa presión hasta que el chasquido
de la cerradura advirtió su apertura. Tiré de ella con parsimonia,
amedrentado. El chirrido de las bisagras resonó en el pasillo que
progresivamente se abría ante mí. Nada vislumbré, pero tal vez la
sugestión que en esos momentos poseía me hizo pensar en la ingente
posibilidad de recibir un repentino ataque por parte de aquel que me
aguardaba. Abrí la puerta por completo y me aventuré a dar un paso al
frente. No supe catalogar el olor que hasta mí llegó, lo único cierto es que
me produjo una nueva arcada que a punto estuvo de hacerme vomitar.
Mientras apretaba con fuerza los puños y mordía mis labios tremulentos,
miré a ambos lados. Podía sentir los latidos de mi corazón golpeando
fuerte sobre el pecho y el pulso elevado intentando salir al exterior a
través de la carótida. A mi izquierda pude apreciar un halo de luz que
surgía tenue desde el interior del salón. Pronuncié en un susurro la primera
palabra que aprendí en mi vida, pero mi padre no contestó. Esperando la
respuesta percibí un frío aliento en la nuca. No miré atrás. Huí sin pensarlo
dos veces. Jamás, la escasa distancia que de mi destino me separaba, se
hizo tan extensa. Cuando finalmente llegué al umbral del ansiado salón,
resbalé, cayendo de espaldas contra el suelo. Ligeramente conmocionado
maniobré torpemente intentando recuperar la verticalidad, pero aquello
que mis ojos presenciaron sólo me permitió permanecer sentado sobre el
suelo y retroceder arrastrándome, hasta quedar parapetado contra la pared.
La estancia se asemejaba más a una sala de matadero que a su verdadera
función. Salpicaduras de sangre impregnaban la mayor parte de la
superficie de paredes y mobiliario. El desorden era mayúsculo, señal
evidente de lo allí acontecido. Sillas, televisor, cuadros y otros elementos
decorativos se esparcían por el suelo como si fuesen desechos flotando en
un mar de sangre. Desde mi posición, arrinconado y temeroso, aprecié los
cuerpos inertes de aquellos que protección debían ofrecerme. A mi
derecha, muy cerca de donde me encontraba, permanecía mi madre. Tenía
la cara completamente cubierta de sangre y las cuencas de los ojos vacías.
Clavado en el pecho, un puñal de considerables dimensiones le había
atravesado la caja torácica y seccionado el corazón. Un enorme charco
sanguinolento empezaba a resecarse bajo su cuerpo. Seguí recorriendo con
la mirada la habitación, inmóvil. Lágrimas que mezclaban dolor e
incomprensión nublaban mi vista asombrada. Junto a la ventana, envuelta
entre las cortinas arrancadas y ligeramente apoyada en el sofá, yacía mi
hermana. Había recibido un corte tan profundo en la garganta que parecía
inverosímil que la cabeza aún se mantuviese unida al cuerpo. El manantial
de sangre que de la herida brotó en el momento de la agresión había
inundado el suelo a su alrededor. Su jovial cuerpo semidesnudo presentaba
violentas mordeduras en pechos y brazos. El cadáver de mi padre
completaba la macabra escena en el otro extremo del salón, junto al
mueble bar. Tenía el rostro completamente desfigurado y estaba abierto en
canal, como un animal en proceso de despiece. Sus vísceras se esparcían
junto a él, desprendiendo el fétido olor que ya ocupaba la totalidad de la
sala.
Me levanté y caminé entre los cuerpos como un sonámbulo, abducido
por el terror. Me detuve frente al espejo que un día mi padre y yo
colocamos. Cuando en él me vi reflejado, no me reconocí. Restos de
sangre cubrían el contorno de mi boca y recorrían mi garganta en forma de
reguero hasta desembocar en mi pecho agitado. La misma sustancia cubría
mis manos, entumecidas por el impacto visual. Miré fijamente al espejo y
la figura que en mi pensamiento había aflorado con insistencia durante los
últimos días apareció tras de mí; era un rostro funesto, consumido. Su
sonrisa diabólica dejaba a entrever una repugnante dentadura infectada de
rabia. Me miraba a través de unos ojos ausentes de brillo, colonizados por
inmensas pupilas negras. Jirones de pelo brotaban desperdigados de su
ulceroso cuero cabelludo y caían sobre su rostro como sanguinolentas
hebras putrefactas. La criatura estiró sus brazos esqueléticos con la
intención de alcanzarme, pero me giré parsimonioso, como si nada tuviese
que ver conmigo. Desconozco el motivo, pero perdí el miedo de repente.
Fue entonces cuando ésta desapareció como una sombra al caer el sol.
Indiferente, sentado quedé ante mi difunta madre. Lloré y pensé en mi
destino más inmediato; quitarme la vida y acompañarlos al Más Allá. Sin
embargo, incapaz fui de arrebatar el cuchillo atrapado en las entrañas de
mi madre; alguien me asió por la espalda con fuerza, inmovilizándome por
completo.
Ahora, mi vida se agota entre las cuatro paredes de la celda de este
oscuro psiquiátrico. Y en mis momentos de lucidez pienso que ojalá no se
me permita salir de ella jamás; la criatura que me empujó a cometer
aquellos macabros crímenes sigue habitando en lo más profundo de mi
cerebro. Puedo verla a cada instante, ante mí, en mis sueños, en mis
pensamientos, deseando adueñarse de mis actos. Deseando matar de
nuevo. Temo que algún día desaparezca, porque si decide abandonarme y
ocupar otra mente, la muerte volverá a actuar de nuevo mostrando la peor
de sus versiones. Y lo peor de todo es, que cualquiera puede ser el elegido
y nada podrá hacer por evitarlo.

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