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- En definitiva el pecado original cometido por Adán y Eva esta colmado de soberbia, por

su propia debilidad humana y por su enferma necesidad de ser igual a Dios.


El pecado cometido por Caín esta cargado más de envidia hacia su hermano Abel,
mientras que Él (Abel) sí fue agradable a la vista de Dios, Caín no lo fue, eso le causo un
sentimiento de rencor contra su hermano, el cual sacio privándole de la vida.

2º- El pecado que cometieron Adán y Eva trajo consigo consecuencias catastróficas para
la raza humana, En primera instancia ellos dos fueron expulsados del jardín del Edén,
luego se les dicto una serie de castigos que aparecen la Biblia:
A la mujer le dijo: «Multiplicaré tus sufrimientos en los embarazos y darás a luz a tus hijos
con dolor. Siempre te hará falta un hombre, y él te dominará.»
Al hombre le dijo: «Por haber escuchado a tu mujer y haber comido del árbol del que Yo
te había prohibido comer, maldita sea la tierra por tu causa. Con fatiga sacarás de ella el
alimento por todos los días de tu vida.
Espinas y cardos te dará, mientras le pides las hortalizas que comes.
Con el sudor de tu frente comerás tu pan hasta que vuelvas a la tierra, pues de ella fuiste
sacado. Porque eres polvo y al polvo volverás.»
Gen. 3, 16-19.
Pero el peor de los castigos fue que con ellos entro en este mundo la muerte -¿Sí sabías
que Adán y Eva no estaban destinados a morir?-, pero a a causa de esa atrocidad
murieron.

3º- Algunos de los pecados que cometemos los hombres en relación con los que
cometieron Adán y Eva, son Soberbia, desafiar la voluntad de Dios, practicas contrarias a
sus mandamientos.
En cuanto a el pecado de Caín, el más común y que estamos a propensos a cometer es
el de la envidia a lo seres que nos quieren y nos rodean.

¿CUÁL FUE EL PECADO ORIGINAL?


Tomemos nuestra biblia y leamos la siguiente cita:
Gen 3, 8-
10
Una de aquellas tardes en las que Dios bajaba a
platicar con el hombre, esté ya no se encontraba. El
jardín estaba solitario y triste. Dios hizo oír su voz en
todo el jardín llamando a Adán, pero este no
contestaba, pues tenía miedo y estaba escondido.
¿Qué había sucedido? ¿Por qué de pronto una
relación tan limpia y amistosa se había roto.
Recordemos que Dios había creado al hombre a su
imagen y semejanza, es decir, le había participado su
inteligencia y libertad. Él no quería al hombre como un
esclavo o un juguete sino que lo amaba y lo respetaba;
lo había hecho libre, para que esa libertad participada
eligiera a su Creador. Si Dios no hubiera querido al
hombre para que lo alabara podía haber dado el habla
a las piedras, pero se complació en crear al hombre
libre para que colaborara con él en el trabajo de la
creación.

El hombre compartía la felicidad de Dios, pero al


mismo tiempo debía reconocer el límite de su libertad,
debía aceptar que Dios es el creador y que a Él están
sometidas las leyes y el uso de su misma libertad. Esto
es lo que significa «el árbol de la ciencia del bien y del
mal»; nos hace ver que nuestra libertad aunque
grande (pues el hombre podía hacer cuanto quisiese),
tiene un límite que debemos reconocer y respetar. De
otro modo se atribuye un papel que sólo le
corresponde a Dios. Esa fue la falta de Adán: Al comer
del árbol prohibido abusó de su libertad y quiso tener
para sí mismo los dones de Dios.

Podríamos decir que el pecado es romper nuestra


relación con Dios, un abuso de libertad. El mal no lo ha
creado Dios sino que lo introduce todo aquel que
abusa de su libertad. Al romper el hombre su amistad
con Dios, experimentó un terrible miedo que lo hizo
esconderse. El miedo a Dios es un consecuencia del
pecado, pues el hombre pecador se hace una imagen
de un Dios vengativo y castigador. Seguramente
nuestra ignorancia de la Palabra, nos hace tenerle
miedo a Dios, pues pensamos que está al acecho de
todo lo que hacemos, para ver si nos portamos bien o
mal. Asimismo, hay muchas personas que no se
acercan a Dios porque consideran que sus pecados
son muy graves y no son dignos de acercarse; ignoran
que ¡Dios es misericordioso!
Gén 3, 11- 12
Otro aspecto del pecado, lo encontramos en este
hecho significativo: El hombre lejos de reconocer su
desobediencia ante la pregunta de Dios, le da la culpa
a la mujer. El pecado suscita la división entre los
hombres; porque Adán y Eva antes de caer en el
pecado se amaban y respetaban. Después el hombre
no quiso reconocer su falta. Todo pecado por pequeño
que sea tiene repercusión social, pues genera
desconfianza y violencia. Lo descubrimos en nuestra
propia experiencia personal: ¡No nos gusta reconocer
nuestros pecados! ¡Nos molesta y nos humilla! Antes
bien buscamos culpables a todo lo que vemos a
nuestro alrededor. Los sacerdotes se quejan de que lo
que contamos en las confesiones no son pecados
propios sino ajenos.
Gén 3, 4- 5
Decíamos pues, que el pecado es abuso de la libertad
que Dios nos ha dado, y tuvo su origen en atender a
su engaño que nos preparó el maligno. El demonio
representado por la serpiente, es esa creatura
envidiosa de la felicidad del hombre que quiere
compartirnos su odio y su amargura. Es el acusador,
que al verse privado de la luz, instiga y engaña al
hombre a revelarse contra Dios.

Por eso presentó al hombre la posibilidad de


«liberarse», le hizo creer que podía poseer los
atributos de Dios y ser iguales a Dios. En esto
consistió el primer pecado del hombre y podemos decir
que en adelante, todo pecado tiene como base una
desobediencia y una falta de confianza en Él. Es la
soberbia la que nos hace preferirnos a nosotros
mismos en lugar de Dios; despreciamos a Dios
olvidando que somos creaturas necesitadas de ayuda
para conseguir nuestro propio bien.

Gén 3,
4- 6
Este versículo nos narra cómo se consumó el pecado.
Creo yo que poco a poco nos hemos ido dando cuenta
en dónde está la raíz de nuestros males: ¡Nos hemos
apartado de Dios! El pecado que cometieron Adán y
Eva no fue sexual, como piensan algunos, pues con
anterioridad Dios había bendecido la unión de la
pareja: «Sean fecundos y multiplíquense» (Gen 1, 28).
Más bien, el pecado fue la soberbia del hombre; haber
rechazado a Dios, es la actitud con la que el hombre
quiere independizarse, porque siente que Dios le
estorba para ser feliz. Dice el cincelazo 331: «El
soberbio es el que en la práctica dice al Señor»
¡Quítate, porque yo solo puedo hacerlo! Y es que cada
que cometemos un pecado, le decimos a Dios:
¡Sácate! ¡Me estorbas! ¡Yo quiero ser y Tú no me
dejas! Debemos comprender a estas alturas que el
pecado va más allá de un simple quebrantamiento de
la ley de Dios es sobre todo, no considerar a Dios, no
quererlo incluir en nuestro plan de vida.

Gén. 3,
16- 17
La sentencia que Dios hace al hombre y a la mujer,
nos muestra que la relación amistosa entre Dios y el
hombre estaba rota. El hombre ya no es más el rey de
la creación. Su desnudez y su vergüenza le hicieron
comprender que sólo era una creatura desvalida que
había rechazado a su propio Creador. Sin embargo,
Dios no maldijo al hombre; en adelante, el hombre
tendrá que cargar el peso de su propia naturaleza, con
la responsabilidad deberá asumir la lucha de la vida y
sus exigencias.

CONSECUENCIAS DEL PECADO


Las consecuencias del pecado que ahora
analizaremos, no son castigo de Dios, Dios no castiga,
sino que es el efecto lógico de haber perdido la
amistad divina.

1. Sufrimiento y dolor: El mundo en que vivimos parece


con frecuencia muy lejos del paraíso ideal que tuvo el
hombre. Las experiencias del mal, el sufrimiento y la
injusticia nos parecen un castigo de Dios. Ya no somos
los consentidos del paraíso, ahora nos enfrentamos a
las fuerzas de la naturaleza, superiores a las nuestras.

Por una idea fuertemente arraigada en el pensamiento


popular, le atribuimos a Dios cualquier desgracia que
padece el hombre. Dios no hace sufrir, el dolor tiene
una explicación enteramente natural. Es precisamente
Cristo nuestro Señor quien nos enseñará a vivir y a
ratificar este sufrimiento, pero no nos liberará de él.

2. Trabajo: El hombre en el paraíso realizaba un


trabajo fácil y agradable, ahora tendrá que sacar de la
tierra su propio alimento. La Escritura destaca que el
trabajo es fatigoso y pesado; pero actualmente
observamos que este trabajo a unos los hace ricos y
poderosos, a otros los hace esclavos para toda la vida
y unos pocos viven holgadamente aprovechando los
sudores de los demás. Cristo nuestro Señor viene a
enseñarnos que el trabajo no es una condena a
muerte, sino la posibilidad de colaborar con Dios en la
creación que todavía no ha terminado. «Mi Padre
trabaja, yo también trabajo» (Jn 5,17).

3. Muerte: Por el pecado, Dios quita al hombre la


posibilidad de vivir para siempre. Para quien vive la
vida sin pensar en Dios, la muerte es una maldición,
pues es dejar los bienes, afectos y placeres de este
mundo; pero para quien acepta los trabajos y
sufrimientos con la esperanza de una vida superior, la
muerte es una liberación. Cristo «Vencedor de la
Muerte» viene a darnos la vida en abundancia. Él es
quien quita el pecado del mundo y nos libera también
de los efectos del mismo pecado.

Gén 3,
15
Dios nunca maldijo al hombre, pero sí a la serpiente
representante del mal y, al hacerlo, también pronunció
la promesa de salvación para el hombre: «De la mujer
saldrá la victoria final sobre el mal». Dios no puede
permitir que su máxima obra viva hundida sin
esperanza de redención y, en el mismo momento de
su sentencia, se incline sobre su miseria. Otro gesto
de su amor lo notamos en el hecho de que no los
envió desnudos a la tierra, sino que los vistió para que
salieran del paraíso con dignidad.

Este texto es muy importante pues hace notar que


Dios no es de ninguna manera un juez implacable y
castigador sino el creador amoroso que no podía
dejarnos solos, a pesar de haberle rechazado. Dice el
cincelazo no. 20: «A pesar de nuestras infidelidades
que rechazan las manifestaciones del amor divino, el
Señor busca siempre ocasiones para volver a
empezar». Este pensamiento resume toda la historia
de salvación. La misericordia de Dios es más grande
que toda la maldad humana.

También el texto hace alusión a una mujer. Los


católicos vislumbramos en ella la figura de la Virgen
María «Vencedora del Mal», «la que aplasta a la
serpiente», la que con su generoso «sí» aceptó la
salvación para todos los hombres. Así como por una
mujer había entrado el pecado al mundo, también por
otra mujer, María, «entró la salvación al mundo».

Gén 4,
8
Adán y Eva ya en la tierra tuvieron muchos hijos. Los
primeros Caín y Abel ofrecían sacrificios a Dios. Caín
que era labrador ofrecía sus cultivos y Abel que era
pastor de ovejas sacrificaba los primeros nacidos de
sus rebaños (Gén 4, 1).

Sucedió que Caín empezó a sentir envidia de Abel,


porque las ofrendas que éste ofrecía eran más limpias
y agradables a Dios. Su rostro se descompuso y deseó
el mal para su hermano. Este texto nos viene a ilustrar
hasta dónde puede llegar el pecado del hombre,
concretamente, la envidia. La envidia es «hija» de la
soberbia, pues como el hombre se considera bueno,
lleno de dones y atributos propios, no puede concebir
a otro hombre que lo supere; así es que empieza esta
batalla por acabar con todo lo que pueda opacarle. La
envidia nunca queda como un sentimiento interior de
repulsa, sino que fácilmente genera violencia. Empieza
su acción por la palabra y llega como en el caso de
Caín, al asesinato.

Es natural que de nuestro corazón soberbio broten


quizá estos sentimientos. ¿Qué hacer? ¿Cuál es el
remedio? La soberbia y la envidia se curan con la
humillación, con la humildad que nos hace reconocer
que no somos nada ante Dios y que nuestros dones no
nos pertenecen, sino que son bendiciones de Dios con
los que tenemos que servir a los demás. El cincelazo
no. 296 nos ilustra esta idea: «En la medida en que yo
me siento más de lo que soy, más y más me aparto de
Dios».

Gén 6,
5
Con el paso del tiempo se multiplicaron los pecados en
toda la tierra. El hombre, creatura predilecta de Dios,
se había vuelto un ser obstinado en la maldad y
perversión. El primer hombre, Adán, se había apartado
de Dios, quedando marcada en toda su descendencia
una inclinación a lo malo. Fue como si el «molde» del
que iban a salir todos los hombres quedara averiado y,
como consecuencia, todos lo que salimos de ese
«molde» arrastramos ese «defecto de fábrica».

Gén 7,
17- 23
La humanidad estaba totalmente corrompida y Dios vio
necesaria una purificación que asegurara el porvenir
de su obra. Así que tomó al único justo, Noé, para
empezar con él, un nuevo pueblo santo, limpio de
maldad. Dios nos muestra a través de esta extremosa
decisión que está resuelto a cuidar su obra predilecta,
aún a costa de medidas dolorosas.
Noé es el creyente ideal que acepta colaborar con
Dios para salvar al mundo; se pone a trabajar
decididamente en el proyecto divino sin hacer caso a
las críticas de los incrédulos y flojos que prefirieron
seguir gozando de lo temporal que trabajar para el
futuro. Dios nos muestra a través de esta cita que
quiere una humanidad totalmente renovada, por eso la
hace pasar por una «limpia» por así decirlo, para
acabar con sus costumbres malas. Así como Dios
necesitó a Noé, hoy también necesita de hombres
santos que, sin sentirse salvados ni condenar a los
pecadores, influyan positivamente en la sociedad. Un
hombre bueno asegura que las promesas de Dios
siempre serán cumplidas, a pesar de todas las
maldades. Lo decía San Juan de la Cruz: «Vale más
un santo que diez mil cristianos mediocres».

Gén 11,
1-9
El episodio de la torre de Babel, es otro ejemplo más
para mostrar la tendencia al mal que tenemos todos
los hombres desde que en un principio perdimos la
amistad divina. A pesar de que Dios había purificado la
humanidad con el diluvio universal, con el paso de los
años volvió a olvidarse de Él; los hombres se volvieron
malos, se llenaron de soberbia e intentaron construir
una torre que llegara hasta el cielo para probar,
delante de todos, que podían hacer cosas grandes sin
ayuda de nadie. Y una vez más Dios interviene
drásticamente para acabar con las pretensiones
humanas de grandeza y de poder.

Tal vez, hermanos, en este mismo acontecimiento


encontremos reflejada nuestra triste experiencia
personal. Dios nos salva, nos limpia y purifica y al
momento de sentirnos limpios, como los «puerquitos
recién bañados» volvemos a caer en la suciedad. El
hombre es débil por naturaleza y siempre pecamos de
algún modo, pero esta tendencia nunca debe
desanimarnos, sino al contrario, debe concientizarnos
de que no podemos avanzar solos sin la ayuda de
Dios. Lo peor no está en la caída, sino en permanecer
en ese estado pesimista de no poder levantarse. Es
anticristiano que una persona reconociendo sus fallas
y defectos no quiera salir de ellos, porque en su
conducta niega el Poder de Dios que quiere hacer
santos a todos los hombres. Debemos luchar
optimistamente contra nuestros defectos, confiando
más en el poder de Dios que en nuestras propias
fuerzas.

Nos dice el cincelazo no. 208: «Los santos no son los


que nunca pecaron, sino los que pronto se levantaron
confiando en el amor de Dios».
Bien, hemos concluido nuestra lección, esperando que
en todos haya quedado «un asco» al pecado, pues por
medio de él rechazamos a Dios a quien debemos
amar. Por eso conviene que pidamos perdón a Dios
rezando el salmo 51 reconociendo nuestros pecados y
confiando mucho más en la infinita misericordia divina.

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