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El señor de los venenos de Enrique Symns

Como siempre, otra vez, la vida me asfixiaba.

Mi gran consuelo era una rusa alucinante que se llamaba Alma. Era la gran pasión de mi
vida aunque jamás cogió conmigo. Ella se acostaba con hombres recios golpeadores,
pero disfrutaba de mis relatos y teorías. La larga cabellera rojiza de Alma llameaba por
la calle corrientes, entrando y saliendo de los lugares top de la década del 60: La Paz, el
Bar Colombiano, Politeama y el Bar Cultural. Extremadamente flaca y decididamente
atractiva, con un misterioso origen familiar que se ocupaba de ocultar con minuciosa
paciencia, estudiante crónica de derecho y filosofía por vocación, Alma respiraba
utopías y amaba a los hombres capaces de crearlas. Mi mayor placer consistía en que
me cantara canciones rusas al oído hasta hacerme llorar.
(...)

Aquella tarde, con un gesto hipnótico Alma puso un porro en mi boca, y sin que
mediara resistencia lo encendió.
(...)

En el instante en que inhalé aquel humo, toda mi vida se esclareció, como si un rayo
aterrador iluminase cada instante de mi historia. Por primera vez desde niño, aterricé de
ese insensato viaje hacia la adultez. Dejé de escuchar la frecuencia mediocre del guión
que se oculta en las conversaciones, y percibí telegramas ocultos entre las oraciones. El
insoportable peso que cargaba desde la infancia se esfumó, y entonces pude ver.

Alma me tomó de la mano y salimos del bar. Una bocanada de gritos del aire me
traspasó los pulmones. En esos tramos de la caminata vomite la angustia que siempre
me había anudado la boca del estomago con la parte baja de los pulmones: me desate de
una estructura psíquica conformada por cadenas asociativas, temores, culpas y órdenes
mal ensambladas. Me estaba escapando de la trampa.

Guardo un recuerdo doloroso y confuso de aquélla época. Entraba y salía de los bares
coqueteando con proyectos que no se concretaban, orgías que no disfrutaba y fiestas en
las que siempre quedaba afuera del jolgorio, invisible a la mirada de las mujeres
hermosas.
Esa noche, como dos brujos expertos, Alma y yo fuimos esquivando las vidrieras
colmadas del bar Politeama. Mientras flotaba por la calle, comencé a sentirme
extremadamente torpe ante aquélla sensación de plenitud, y traté de librarme de ella.

Me reía de la confusión radiofónica que se había producido en mi cerebro. Todas las


voces hablaban al mismo tiempo. Voces familiares se mezclaban con disputas
amorosas, y hasta un locutor que no dejaba de transmitir viejas conversaciones
inconclusas conmigo mismo. Los laberintos del cerebro se habían iluminado y cundía el
caos. Fue mi primer descubrimiento: yo no pensaba, no era responsable de nada de lo
que cruzaba por mi mente; era el espacio exterior de todos los sucesos que antiguamente
denominaba “yo”. Alguien o Algo, un proceso infame y siniestro hablaba consigo
mismo en mi cerebro, y construía sin cesar las madrigueras donde un gusano lleno de
dolor y miedo viajaba hacia la oscuridad. Mi carcajada aterrorizaba al gusano y a las
voces. Le dije a Alma:
- Tengo una radio en el cerebro...

En la esquina del Obelisco me ocurrió por primera vez una cosa difícil de explicar, y
que posteriormente se convirtió en una cosa bastante habitual (la lectura de William
Burroughs me permitió elaborar esa experiencia sin caer en pánico). Digámoslo de un
tirón: desaparecí del mundo. Cuando volví, no sabía donde estaba ni quien era;
desconocía el sentido de las palabras. Miraba el cartel con el nombre de una calle y veía
dibujos en sánscrito. Se produjo un silencio inaudito, la actividad de miles de millones
de sinapsis se congeló, y nada ni nadie pudo hacerse cargo de la identidad de las cosas.
El sonido de la conversación de las personas que conformaban la multitud era el grito
psicótico de un gigantesco sapo rabioso.

Yo era una aparición fulminante estampada como un grabado prehistórico sobre los
pliegues de la vida, como si nunca antes hubiera existido. Reaparecí repentinamente
dentro de mi cuerpo –que era casi una ropa ajena-, y esa masa desconocida que era yo
estaba de pronto vomitando jugos sobre un semáforo.
(...)

Ese retorno al terror infantil me dejó con el culo pelado en plena calle Corrientes.
Intenté hablar, pero al parecer solo farfullé ridiculeces sin sentido.
- Sí, nene- me susurro Alma, acariciándome la nuca con su voz orgásmica-. Éste es el
baile...

La grotesca comparación de Alma me sustrajo del horror, haciéndome vislumbrar las


características del “baile” el que se refería: una danza ejecutada sobre un infinito tonel
lleno de melaza negra, un baile de abstracciones dibujadas sobre las tinieblas para no
perder pie y caer eternamente contra la nada que articulaba toda la realidad. Miré a la
gente en la calle y vi a los transeúntes patinar sobre el miedo, tratando locamente de
creer en algo, aferrados a la bestial ignorancia. Indios bailando una danza vudú para
sostener la brujería de la vida cotidiana, fantasmas de la luz proyectados desde el fondo
del cosmos sobre el escenario grotesco de los días. Amores y trabajos, odios y rechazos,
planes y recuerdos, cada detalle y cada argumento no eran sino tretas de la mente para
evitar el choque repugnante con el vacío.

En el ascensor de la casa que visitábamos en la calle Tucumán, Alma encendió otro


porro y me ordenó fumar. (...)

Y así fue como comenzó mi otra vida.


Cuando se abrió la puerta del departamento, fui Alicia entrando en la cueva del
sombrerero loco.
El hombre hermoso sentado en un sillón como un antiguo y sabio rey estaba vestido de
manera estrafalaria.
(...)

Reinaba sobre la casa y sobre las presencias casi sin proponérselo. Su figura destilaba
luz, aunque él parecía estar hundido es las sombras en las que nadaba a gusto. A todo
volumen, el lado dos de Abbey Road era una sustancia lisérgica flotando en el aire.
Alrededor de él, y girando en distintas órbitas, estaban los personajes mas alucinantes
que había conocido.
(...)

Lo llamaban Mister Fu, y era reconocido allí donde lo nombraras.


El porro fumado en la escalera y la repentina irrupción en aquella casa me deslizaron
hacia las profundidades de mi inconsciente. Alma me contó luego que comencé a
describir, como un técnico experto, los circuitos del mecanismo que manipulaba mi
mente.
Hipnotizado por mis descripciones de ese horroroso paraje mental, Mister fu se arrastro
desde el sillón como una serpiente, se puso de espaldas al espectacular paisaje de la
ciudad tras la ventana, y con elegante tristeza me dijo:
-Yo nunca vi nada misterioso en este mundo...
Y en ese mismo instante, detrás de él, una estrella verde cayó del cielo y se desintegró.

Acurrucado en un sillón de aquélla casa desconocida, amanezco a la pesadilla de mi


guión. Piadosamente alguien me ha cubierto con una manta. La magia se esfumó,
dejando un recuerdo desagradable. Otra vez el estómago me ordena sigilosamente
convertirme en comadreja.
Extracto de “En la cueva del mago” perteneciente al capítulo “¿Que hubiera sido de
mí sin Alma? »

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