Documentos de Académico
Documentos de Profesional
Documentos de Cultura
Mi gran consuelo era una rusa alucinante que se llamaba Alma. Era la gran pasión de mi
vida aunque jamás cogió conmigo. Ella se acostaba con hombres recios golpeadores,
pero disfrutaba de mis relatos y teorías. La larga cabellera rojiza de Alma llameaba por
la calle corrientes, entrando y saliendo de los lugares top de la década del 60: La Paz, el
Bar Colombiano, Politeama y el Bar Cultural. Extremadamente flaca y decididamente
atractiva, con un misterioso origen familiar que se ocupaba de ocultar con minuciosa
paciencia, estudiante crónica de derecho y filosofía por vocación, Alma respiraba
utopías y amaba a los hombres capaces de crearlas. Mi mayor placer consistía en que
me cantara canciones rusas al oído hasta hacerme llorar.
(...)
Aquella tarde, con un gesto hipnótico Alma puso un porro en mi boca, y sin que
mediara resistencia lo encendió.
(...)
En el instante en que inhalé aquel humo, toda mi vida se esclareció, como si un rayo
aterrador iluminase cada instante de mi historia. Por primera vez desde niño, aterricé de
ese insensato viaje hacia la adultez. Dejé de escuchar la frecuencia mediocre del guión
que se oculta en las conversaciones, y percibí telegramas ocultos entre las oraciones. El
insoportable peso que cargaba desde la infancia se esfumó, y entonces pude ver.
Alma me tomó de la mano y salimos del bar. Una bocanada de gritos del aire me
traspasó los pulmones. En esos tramos de la caminata vomite la angustia que siempre
me había anudado la boca del estomago con la parte baja de los pulmones: me desate de
una estructura psíquica conformada por cadenas asociativas, temores, culpas y órdenes
mal ensambladas. Me estaba escapando de la trampa.
Guardo un recuerdo doloroso y confuso de aquélla época. Entraba y salía de los bares
coqueteando con proyectos que no se concretaban, orgías que no disfrutaba y fiestas en
las que siempre quedaba afuera del jolgorio, invisible a la mirada de las mujeres
hermosas.
Esa noche, como dos brujos expertos, Alma y yo fuimos esquivando las vidrieras
colmadas del bar Politeama. Mientras flotaba por la calle, comencé a sentirme
extremadamente torpe ante aquélla sensación de plenitud, y traté de librarme de ella.
En la esquina del Obelisco me ocurrió por primera vez una cosa difícil de explicar, y
que posteriormente se convirtió en una cosa bastante habitual (la lectura de William
Burroughs me permitió elaborar esa experiencia sin caer en pánico). Digámoslo de un
tirón: desaparecí del mundo. Cuando volví, no sabía donde estaba ni quien era;
desconocía el sentido de las palabras. Miraba el cartel con el nombre de una calle y veía
dibujos en sánscrito. Se produjo un silencio inaudito, la actividad de miles de millones
de sinapsis se congeló, y nada ni nadie pudo hacerse cargo de la identidad de las cosas.
El sonido de la conversación de las personas que conformaban la multitud era el grito
psicótico de un gigantesco sapo rabioso.
Yo era una aparición fulminante estampada como un grabado prehistórico sobre los
pliegues de la vida, como si nunca antes hubiera existido. Reaparecí repentinamente
dentro de mi cuerpo –que era casi una ropa ajena-, y esa masa desconocida que era yo
estaba de pronto vomitando jugos sobre un semáforo.
(...)
Ese retorno al terror infantil me dejó con el culo pelado en plena calle Corrientes.
Intenté hablar, pero al parecer solo farfullé ridiculeces sin sentido.
- Sí, nene- me susurro Alma, acariciándome la nuca con su voz orgásmica-. Éste es el
baile...
Reinaba sobre la casa y sobre las presencias casi sin proponérselo. Su figura destilaba
luz, aunque él parecía estar hundido es las sombras en las que nadaba a gusto. A todo
volumen, el lado dos de Abbey Road era una sustancia lisérgica flotando en el aire.
Alrededor de él, y girando en distintas órbitas, estaban los personajes mas alucinantes
que había conocido.
(...)