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Por otro lado, Beccaria también dedica otro extenso y dilatado capítulo,
el veintiocho, a plantearse la legitimidad de la pena de muerte,
ampliamente utilizada en el Antiguo Régimen para castigar todo tipo de
delitos. Para Beccaria, la pena de muerte es sólo una guerra de la
Nación contra un ciudadano, “porque juzga útil o necesaria la
destrucción de su ser”. Para Beccaria, claro está, la pena de muerte es
absolutamente inútil e innecesaria, y lo demuestra razonando. “No es lo
intenso de la pena, dice, quien hace el mayor efecto sobre el ánimo de
los hombres, sino su extensión”. En un gobierno capacitado para la
dirección de los ciudadanos, no sería la crueldad de éste castigo la que
disuadiría a los hombres de cometer delitos, sino la seguridad de su
acción y la certeza de otro tipo de penas que representaran un ejemplo
largo y dilatado en el tiempo para la población, ya que “las pasiones
violentas sorprenden los ánimos, pero no por largo tiempo”.
En definitiva, la pena de muerte no era compatible con su idea de
soberanía ni del contrato social, ya que ningún hombre hubiera cedido
aquella porción de su libertad que implicara la posibilidad de quitarle la
vida: el derecho a la vida era previo e inalienable.