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LA EVOLUCIÓN DEL CINE DE

TERROR
NATALIA ANGULO
 | 15 OCTUBRE, 2014 AT 08:31

El terror como diversión ha sido fuente indudable de entretenimiento desde


siempre. ¿Quién no ha compartido un pasatiempo como el de narrar cuentos de
miedo a la luz del fuego? Con el paso del tiempo, hemos incorporado a nuestra
cultura del ocio la búsqueda del escalofrío por medio de historias aterradoras.

Los relatos han dado paso a las películas, y estas películas de terror han ido, sin
duda, evolucionando.

La primera película de terror de la historia fue realizada en 1910 por J. Searle


Dawley, quien dirigió primera adaptación de ‘Frankenstein’. Su enorme éxito
provocó que aparecieran otros films como ‘El Golem‘. Estamos todavía en la época
del cine mudo.
Entre 1930 y 1940 dominó el cine basado en arquetipos de monstruos. Se
produjeron grandes obras como ‘Drácula‘, ‘La momia‘, ‘King Kong‘ o ‘El hombre
Lobo‘. Con el cambio de década llegó el maestro del suspense, Alfred
Hitchcock, quien con ‘Psicosis’ revolucionó el género. Ya no eran mostruos
deformados quienes asustaban, sino personas con apariencia vulgar y cotidiana, lo
cual hacía del miedo una sensación mucho más extendida e indeterminada.

En los años 70 se estrena ‘Tiburón‘, pero también ‘Carrie‘ o ‘El exorcista‘. El


elemento paranormal mezclado con la vida cotidiana se muestra como una mezcla
explosiva. El terror se fusiona con la fantasía y la ciencia ficción para dar lugar a
films como ‘Alien‘.
Alrededor de los 80 aparecen ‘La noche de Halloween‘, ‘Viernes 13‘ y ‘Pesadilla en
Elm Street‘, películas dirigidas a un público masivo, que incluían el gore propio
hasta entonces de los productos de serie b. Una tendencia a mostrar escenas
violentas de manera totalmente explícita que llega hasta nuestros días. El mejor
ejemplo de ello es que en 2011, la saga de ‘Saw’ contaba con siete películas.
En la década de los 90 experimentamos una vuelta a lo insondable e
incomprensible. Innovadora fue ‘Cube‘, impactante ‘El sexto Sentido‘ y
escalofriante ‘Los otros‘. Todas ellas con finales sorprendentes e inesperados. El
cine asiático explora entonces el mercado occidental con ‘The ring’, abriendo
camino para todo un subgénero.

Con el cambio de milenio se reinventa de nuevo el género y las películas de terror


se acercan a casos supuestamente reales, los cuales se muestran muchas veces
como falsos documentales. Adoptan la forma de vídeos caseros, de grabaciones de
seguridad… cualquier cosa sirve para dar realismo a la historia, la cual acostumbra
a contarse en primera persona. La precursora de todo esto es ‘El proyecto de la
bruja de Blair‘, la cual dará paso a decenas de fims que usaran esta técnica.
¿Y actualmente? ¿Cuál es la tendencia? Pues estamos en la era de la tecnología, el
3D y los grandes efectos digitales. ‘Expediente Warren’ o ‘Silent Hill’ cuentan con
magníficos efectos especiales y una fotografía muy cuidada que dan al espectador
una lograda sensación de inquietud.

El terror es un género es constante evolución, puesto que el miedo no es estático.


Lo que ayer nos asustaba, hoy nos da risa. Pero el miedo evoluciona, cambia de
forma. Actualizarse, reinventarse o morir. Nunca mejor dicho.

http://www.elcineenlasombra.com/la-evolucion-del-cine-de-terror/

Evolución del género de terror en el cine


Desde la prehistoria el hombre se ha visto impulsado a representar sus miedos
por medio del arte, tal vez como una forma de hacer que éstos sean
conmensurables y así poder afrontarlos: lo representado es poseído y, por
tanto, puede ser vencido. Con el tiempo, esta íntima relación --que encontramos
ya en la pintura rupestre y en los rituales de caza del hombre prehistórico--, se
convierte en una fuente de placer y en una simple válvula de escape. La tradición
comienza en la literatura pero el cine la adopta desde sus comienzos, desde las
primeras proyecciones de la linterna mágica, las cuales tenían como objeto
asustar al público de circos, ferias y espectáculos de magia. Con su asombroso
realismo el cinematógrafo provocaba en el público efectos insólitos: magos e
ilusionistas (como Houdini) lo explotaron, proyectando imágenes de fantasmas en
cementerios solitarios, para terrorífico deleite del público. A la nueva creación se
le atribuían propiedades mágicas: la capacidad de devolver a la vida las almas de
los muertos. 

Las primeras manifestaciones

Los primeros ejemplos de terror cinematográfico surgen con el expresionismo


alemán, como fruto de las inquietudes sociopolíticas de la Alemania de posguerra.
Tras El estudiante de Praga (1913), de Stellan Rye, filme de acendrado goticismo,
llegó a las pantallas El gabinete del doctor Caligari (1919), de Robert Wienne,
filme en el que un manicomio regido por un sabio enloquecido escenificaba el
drama de la sociedad germana, con las duras condiciones impuestas por las
potencias vencedoras en la Primera Guerra Mundial situada literalmente al borde
del abismo. Más acorde con la tradición literaria alemana, El Golem (1920), de
Paul Wegener y Karl Boese, ofreció un primer ejemplo de vida artificial, aunque en
este caso no era un científico, sino un sortilegio cabalístico, el desencadenante de
la animación de ese monstruo de barro. Igualmente inquietante era el vampiro
protagonista de Nosferatu, el vampiro (1922), de F.W. Murnau, inspirado (sin
reconocerlo), en la magnífica novela Drácula de la inglesa Bram Stoker. Este filme
mostraba, entre claroscuros, el drama de un alma en pena condenada a vivir con
la sangre de los que fueron sus semejantes. Por su parte, también el cine de
terror estadounidense se dejó guiar por la inspiración literaria, pero con
una mayor inclinación al melodrama. Si la posguerra pobló Europa de soldados
maltrechos, con el rostro destruido por la metralla, el cine norteamericano se
encargó de poblar las pantallas con románticos y sufrientes monstruos destinados
siempre a la fatalidad. Así la doble personalidad del doctor Jekyll era el tema
central de El hombre y la bestia (1920), de John Stuart Robertson, filme en el que
finalmente se castigaba el atrevimiento del científico por liberar sus impulsos
animales. En El fantasma de la ópera (1925), de Rupert Julian, un melómano,
cuyo rostro está corroído por el ácido, muere por el amor de una soprano.

Consolidación del género: El terror clásico

El género de terror, tal como lo conocemos hoy, se inicia en la Universal con


Drácula (1930), de Tod Browning, película que se vio muy afectada por su origen
escénico (procedía no de la novela de Bram Stoker, sino de una pieza teatral
inspirada en esa obra) y por una puesta en escena torpe. Pero la novedad del
vampiro y la presencia de Bela Lugosi le aseguraron el éxito, por lo que reincidió
con Frankenstein (directamente adaptado de la novela de Mary Shelley), que hizo
de Boris Karloff uno de los iconos más memorables de la historia del cine. Pero ya
La hija de Drácula (1936) sugiere el agotamiento del género. Entre 1937 y 1938
ninguno de los grandes estudios norteamericanos (Metro Golding Meyer,
Universal, United Artist, Warner…) distribuyen películas de terror. Sin embargo,
en 1939 la Universal resucita a Frankenstein en La sombra de Frankenstein,
película que es más un canto de cisne que un nuevo principio. 

La renovación del género: variantes y evoluciones y Serie B

El terror fantástico y la ciencia-ficción se renovaron gracias a una serie de


películas de bajo presupuesto realizadas hasta 1946 por la productora
norteamericana RKO. Las mismas combinaban el terror y la ciencia-ficción con el
thriller psicológico, creando así una atmósfera angustiosa, basada más en la
sugestión que en los efectos terroríficos. Las mismas estaban también
caracterizadas por la incorporación de títulos truculentos. En la década de los 50,
la proliferación de productores independientes y la apertura de numerosos
autocines y salas de programa doble en los Estados Unidos generó una necesidad
de títulos que, lógicamente, no podían satisfacer a los aficionados más preparados
y sensibles. Para complementar en los programas de las salas el título más
atractivo, los exhibidores comenzaron a programar estos filmes de "serie B". En
1950 el género ya había invadido las pantallas dividido en tres temas principales:
viaje espacial, extraterrestres hostiles e insectos gigantes, estos últimos, por lo
general, producidos por la radiación atómica. Tales producciones, dirigidas
básicamente a un público adolescente y muy poco exigente, eran un fiel reflejo de
las inquietudes de la época: el miedo a la bomba atómica, el miedo al comunismo,
y un generalizado sentimiento paranoico con respecto al exterior. Una vez
concluida la Segunda Guerra Mundial (1939-1945) el tema del gigantismo, ya
abordado en King Kong (1933), de Merian C. Cooper y Ernst B. Schoedsack, se
convirtió en harto habitual. Al éxito internacional de El monstruo de tiempos
remotos (1953), de Eugene Lourie, hay que sumar una producción nipona, Japón
bajo el terror del monstruo (1954), de Inoshiro Honda, y filmes norteamericanos
tan populares como La humanidad en peligro (1954), de Gordon Douglas, y
Tarántula (1955), de Jack Arnold. El temor a este tipo de mutantes, capaces de
destruir a su paso tanques y ejércitos, tiene una relación directa con los
experimentos atómicos. No en vano estaba muy extendida la idea de que la
radiactividad podía producir alteraciones genéticas. Asimismo los animales
metamorfoseados eran igualmente inquietantes: el cine convirtió en gigantes a
las arañas, las avispas, las hormigas y otras criaturas con no demasiadas
simpatías entre el público. Ese tipo de mutaciones no afectaron sólo a insectos o
reptiles. En algún caso afectaron también a seres humanos, dando lugar a
humanoides como el protagonista de La mujer y el monstruo (1954), de Jack
Arnold. El ser anfibio de este filme, con su deseo constante hacia la joven heroína,
sublimaba un contenido que ya podía observarse en los licántropos del cine: el
componente de bestialidad quedaba asimilado al deseo pasional, por oposición a
la contenida educación de los personajes más admirables. Otra metamorfosis con
final trágico es la relatada en La mosca (1958), de Kurt Neumann. En este caso el
personaje central, un científico, trataba de experimentar con una especie de
transportador molecular. Sin embargo, una mosca intervenía accidentalmente en
el proceso de suerte que la cabeza y una pata del insecto pasaban a formar parte
del cuerpo del sabio. En la escalofriante escena final, el insecto, enredado en una
telaraña, exhibía el rostro y un brazo del científico. Como en otras fábulas
semejantes, el mensaje final era claramente anticientífico. Hoy podemos afirmar –
gracias a nuestra visión panorámica y de conjunto— que la mayoría de las
producciones de terror de "serie B" no soportan una crítica mínimamente
rigurosa, aunque la nostalgia de muchos seguidores ha hecho de ellas objeto de
culto minoritario. El más destacado productor y realizador identificado con esta
corriente es Roger Corman. De su extensa e irregular trayectoria profesional cabe
rescatar la filmografía que consagró a la obra de Edgar Allan Poe. Títulos como La
caída de la casa Usher (1960), El péndulo y la muerte (1961), El cuervo (1963) y
La máscara de la muerte roja (1963) son sin duda alguna un meritorio ejemplo de
adaptación. 

La hibridación del género de terror

Con el tiempo la diferencia entre los géneros, al igual que lo que ocurre con la
ciencia-ficción, se convirtió en algo cada vez más difuso. Determinadas películas,
encuadradas de forma habitual dentro del mundo del thriller o la serie negra,
contienen innegables vínculos con el cine de terror. Tal es el caso de ¿Qué fue de
Baby Jane? (1962), de Robert Aldrich, y El estrangulador de Boston (1968), de
Richard Fleischer. Poco a poco, el público se iba preparando para la aparición de
psicópatas aún más escalofriantes. Frente a la modernidad apuntada en sus temas
por el cine de terror norteamericano, el cine británico de terror, realizado casi en
su totalidad dentro de la productora Hammer, demostró una nostalgia muy
profunda por los temas clásicos. Por su parte, un país como Italia, ofreció una
muy personal producción del género. En este país Darío Argento unió a su talento
para crear tensión una exhibición de violencia hasta entonces inédita en las
pantallas. Sin embargo, el cine italiano posterior, por lo general de bajo
presupuesto, ha insistido sobremanera en la truculencia, estrenando producciones
tan excesivas como Holocausto caníbal (1979), de Ruggero Deodato.

La explicitación del horror: el sadismo psicópata

Norman Bates, el protagonista de Psicosis (1961), de Alfred Hitchcock, incorporó


el sadismo de los psicópatas al repertorio del cine de terror. El público de los
sesenta, menos cauteloso al respecto que el de décadas anteriores, solicitaba una
mayor dosis de violencia en la pantalla. Fue así como aparecieron en el mercado
cinematográfico filmes como Blood Feast (1963), de Herschell Gordon Lewis,
quien también dirigió 2000 maniacs (1964). Estas películas mostraban de forma
descarnada asesinatos y vejaciones. Unos efectos especiales exagerados y ciertas
notas de humor prefiguraban el tipo de cine de horror que triunfaría en las
taquillas dos décadas después. La noche de los muertos vivientes (1968), de
George A. Romero, seguía el mismo trayecto. Con un estilo de realización cercano
al reporterismo, Romero proponía en su obra lo que algunos teóricos han
considerado sublimación del consumismo. Una nube radiactiva provoca una
epidemia cuyas víctimas se convierten en zombis que sólo consiguen calmar su
terrible ansiedad devorando carne humana. Estos títulos renovadores compartían
cartelera con otros más conservadores en cuanto a temas. El gigantismo, por
ejemplo, vivió una segunda edad de oro con títulos como Tiburón (1975), de
Steven Spielberg; El alimento de los dioses (1976), de Bert I. Gordon; y La bestia
bajo el asfalto (1980), de Lewis Teague. Bien es cierto que las masacres causadas
por las bestias protagonistas de estas producciones eran mostradas de forma más
explícita. Asimismo, el estilo documental reaparecía en La matanza de Texas
(1974), de Tobe Hooper, título en el que los psicópatas eran una familia de
carniceros del Medio Oeste liderados por el benjamín, Leatherface, un gigante
deforme que cubría su rostro con una piel humana, el cual se hizo popular entre
los aficionados, siendo el primer criminal de este tipo que despertaba las
simpatías del público.

La infancia protagonista

A finales de los sesenta, coincidiendo con la explosión demográfica, comienzan a


aparecer producciones en las que los niños son el agente que trae el horror, por lo
general asociado con las fuerzas diabólicas. Tres títulos ejemplifican este
contenido: La semilla del diablo (1968), de Roman Polanski; El exorcista (1973),
de William Friedkin; y La profecía (1976), de Richard Donner. Al margen de esa
variante luciferina, el recién nacido de ¡Estoy vivo! (1974), de Larry Cohen,
despertaba el amor de sus padres, aun a pesar de ser un bestial asesino capaz de
las más terribles atrocidades. Algo parecido contaba el argumento de Cromosoma
3 (1979), de David Cronenberg, película en la que una alteración genética
convertía a una mujer en madre de pequeños humanoides idénticos entre sí y
también semejantes en su afán por el crimen. Stephen King, por entonces un
pujante novelista de terror, dio al cine un primer argumento que también se
relacionaba con la infancia. La adolescente de Carrie (1976), de Brian De Palma,
poseía poderes psíquicos que, por culpa de su opresiva madre y de la
incomprensión de sus compañeros, desembocan en una masacre. Niños y jóvenes
parecen destinados en esta etapa a convertirse en portadores de desgracia en una
mayoría de títulos. 

Del lado del villano: cine de terror para adolescentes

En la referencia a Leatherface quedaba consignada una nueva tendencia de los


aficionados al género de terror, cada vez más proclives a simpatizar con el villano
en lugar de con el héroe. Producciones como Las colinas tienen ojos (1977), de
Wes Craven; La noche de Halloween (1978), de John Carpenter; y Viernes 13
(1981), de Sean S. Cunnigham, contaban con personajes centrales de conciencia
alterada, sádicos y, por lo general, guiados de forma exclusiva por el único afán
de asesinar al mayor número de personas que les permitieran sus fuerzas. Al
contrario de lo que pudiera parecer a priori, no se trata de asesinos de corte
realista, sino que el carácter de éstos está exagerado y parece acompañarlos un
cierto componente sobrenatural, ya que sobreviven de forma milagrosa a todos
los intentos por acabar con sus vidas. Es éste un cine de constantes sobresaltos,
basado en el golpe de efecto y el exhibicionismo casi grosero de los
espectaculares efectos especiales. Los crímenes imaginativos son el único
aliciente que renueva el esquema casi fijo de la trama argumental. Por otra parte,
las secuelas sirven para explotar comercialmente un filón que mantuvo su eficacia
a lo largo de toda la década de los ochenta. El humor negro, cada vez más
habitual en este tipo de producciones, guarda una cierta relación con los cómics
publicados en los años cincuenta por la editorial americana E.C., concretamente
con el titulado Tales from the Crypt. Un hombre lobo americano en Londres
(1981), de John Landis, y Creepshow (1982), de George A. Romero, son
tributarios de ese referente en la historieta o cómics. Así, son personajes que
claramente no pueden entenderse sin aludir a ese tipo de humor: Freddy, el
asesino del guante lleno de cuchillas de Pesadilla en Elm Street (1984), de Wes
Craven, y los enloquecidos diablos de Posesión infernal (1983), de Sam Raimi. A
veces la exageración puesta en escena en estos filmes conduce a una especie de
mezcla entre la comedia sin prejuicio y el terror de bajo presupuesto, como ocurre
en El vengador tóxico (1985), de Michael Herz y Samuel Weil. En otros casos, el
humor nace de lo chocante del personaje principal: que un muñeco para niños se
convierta en criminal es un planteamiento insólito que necesariamente conduce a
la sonrisa, como demuestra El Muñeco diabólico (1988), de Tom Holland. Los
personajes más populares del cine de terror de finales de los ochenta son los
asesinos en serie, ya sean tratados éstos desde una perspectiva semidocumental,
como en Henry, retrato de un asesino (1989), de John McNaughton; o con cierta
simpatía, caso de El silencio de los corderos (1990), de Jonathan Demme. Este
protagonismo, por lo extremo de su explotación, condujo a un cierto hartazgo del
público que en los años noventa optó por propuestas menos truculentas y más
ajustadas al horror clásico.

El regreso del vampiro: viejos temas, nuevas perspectivas

El personaje del vampiro, abandonado (con algunas excepciones) en el cine


norteamericano durante años, recuperó su protagonismo a mediados de los
ochenta. Los motivos que crean el caldo de cultivo ideal para el retorno de estos
señores de la noche, que tanto éxito tuvieron en los años treinta, son diversos:
desde un punto de vista sociológico, la epidemia del SIDA, que renovó el temor a
una infección letal a través del contacto con la sangre. Ninguna otra figura de
ficción personifica mejor esa condena a muerte que el vampiro. A este
componente social se sumó la corriente neorromántica que afectó a determinados
sectores. Mientras el público adulto solicitaba de nuevo melodramas estilizados,
los adolescentes se sintieron fascinados por una estética decadente,
inequívocamente gótica. Jóvenes ocultos (1987), de Joel Schumacher, explora la
vida en grupo de unos vampiros bohemios, modernizados en su atuendo, pero
clásicos en sus comportamiento. Drácula de Bram Stoker (1992), de Francis Ford
Coppola, ofrece un planteamiento más clásico, resaltando la historia de amor
entre el aristócrata transilvano y la bella Mina Harker. Por su parte, Entrevista con
el vampiro (1994), de Neil Jordan, convierte a los vampiros en atractivos galanes
que, pese a la fatalidad que pesa sobre sus vidas, conservan de buen grado el
encanto que los hace deseables. Asimismo fueron recuperados para el cine los
licántropos, otro mito del cine clásico. Los efectos especiales hicieron mucho más
explícita la transformación de estos hombres lobos, como dejaba de manifiesto
Aullidos (1980), de Joe Dante. El cuento de "Caperucita Roja", reinterpretado en
En compañía de lobos (1984), de Neil Jordan, era así objeto de una nueva lectura:
el licántropo simbolizaba las esencias masculinas menos civilizadas. Es éste un
estereotipo instintivo y pasional que, en tiempo de progresos feministas, todavía
encuentra su acomodo en el imaginario colectivo. El largometraje Lobo (1994), de
Mike Nichols, refuerza esa masculinidad agresiva e identifica un cliché que
conserva su actualidad. Por otra parte, el filme Frankenstein de Mary Shelley
(1994), de Kenneth Branagh, probó a resucitar al viejo monstruo de laboratorio
hecho a retazos. Pese a la menor resonancia de esta película, el modelo está del
todo vigente, auque transformado en los distintos entes cibernéticos que, como
Terminator, aparecen en la ciencia-ficción de los ochenta y noventa. La vida
artificial, a diferencia de lo que ocurría en los años treinta, no es ya una
aberración, antes al contrario, la ciencia parece observarla dentro del campo de la
posibilidad. Durante los noventa la estética gótica presente en el cine de vampiros
ha dado lugar a otras derivaciones dentro del género. Un ejemplo muy interesante
al respecto es El cuervo (1993), de Alex Proyas. El personaje central de esta
producción tiene una estética siniestra, no muy diferente de la que lucen en los
noventa numerosos jóvenes de Europa y Estados Unidos. La única gran diferencia
de este filme con los melodramas sobrenaturales de los años treinta y cuarenta es
la violencia. En cierto sentido, ése es el componente que ha marcado
decisivamente la evolución del género.

Las últimas tendencias

En los últimos años hemos asistido a un renacer de las películas de fantasmas,


con éxitos como El sexto sentido, (1999) de Shyamalan o Lo que la verdad
esconde (2000) de Zemeckis. Estos títulos, dirigidos al público adulto, compiten
en taquilla con otros dirigidos de forma más clara a adolescentes, y que son una
relectura de los films de asesinos múltiples que tanto éxito tuvieron en los años
80. Pero estas películas exageran la nota cómica para convertirse en verdaderas
parodias. Este es el caso de films como Scary Movies, (2000) de Wayans, que
revela cierta vocación autorreflexiva en el género, ya que parodia a la casi
igualmente cómica Scream (1996) de Wes Craven. También se ha trabajado el
género en una línea claramente experimental, que recuerda a la llamada Nouvelle
Vague francesa, (estilo de realización adoptado en Francia a principios de los años
60, cercano al estilo documental, carente de ornamento y que desafía las normas
de la sintaxis cinematográfica), y al estilo documental inaugurado en el terror con
La matanza de Texas. El proyecto de la bruja de Blair (1999) de Myrick y Sánchez,
supuso un gran éxito de promoción que decayó con posterioridad en
taquilla. Como vemos, pues , el género de terror, de presencia constante en la
historia del cine, presenta innumerables variantes que cambian al tenor de los
cambios de la propia sociedad, elaborando nuevas fórmulas y versionando las ya
consolidadas, a fin de actualizarlas. Este recorrido por el género pone de
manifiesto que “a cada época su miedo”, y que aunque pueda tener sus momentos
de crisis, el terror siempre tendrá sus creadores, sus intérpretes y sus
espectadores dispuestos a resucitarlo. Parece, en definitiva, cubrir una honda
necesidad del hombre.

http://caudaltextos.blogspot.pe/2009/05/evolucion-del-genero-de-terror-en-el.html

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