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Se abre la red
Calidad de gema
Hielo Caliente
Hojas muertas
5 Tree significa «árbol» en inglés; shady, «sombreado». Shady Tree se traduciría entonces como «árbol que da sombra». (N.
del t.)
-¿Que podría hacer yo con ese tipo de material? -dijo de forma
casual-. Es demasiado grande para mí. ¿Y qué pasa en el otro
lado?
-Otro conductor estará esperándote a la salida de la aduana. El
te dirá lo que tienes que hacer después. -Su voz denotaba un
tono de urgencia-. Si algo pasase en las aduanas, en cualquiera
de los lados, tú no sabes nada, ¿entiendes? No tienes ni idea de
cómo han llegado las pelotas a tu bolsa. Te pregunten lo que te
pregunten, tú repite únicamente: «Por mí». Actúa como si fueses
estúpido. Te estaré observando. Y es posible que otros también
te vigilen. Si te encierran en Estados Unidos, pide hablar con el
cónsul británico. No obtendrás ninguna ayuda de nuestra parte.
Para eso se te paga. ¿De acuerdo?
-Me parece justo -dijo Bond-. A la única persona a quien
causaría problemas sería a ti. -La miró con aire apreciativo-. Y
no me gustaría que eso pasase.
-Tonterías -repuso ella, desdeñosa-. No tienes nada que ver
conmigo. No te preocupes por mí, amigo. Puedo cuidar de mí
misma. Te sorprenderías.
Bond se levantó y se alejó del alféizar de la ventana, sonriendo a
los brillantes ojos grises que se oscurecían con la impaciencia.
-Puedo hacer cualquier cosa tan bien como tú. No te preocupes.
Te haré quedar bien. Pero relájate un poco y deja de ser tan
profesional por un segundo. Me gustaría verte de nuevo. ¿Nos
podemos encontrar en Nueva York si todo sale bien?
Bond se sintió como un traidor mientras le decía esas palabras.
Ella le gustaba. Quería que se hicieran amigos. Pero entonces se
plantearía el dilema de usar la amistad para seguir avanzando
en la red.
La joven lo miró pensativa por un momento y sus ojos perdie-
ron, poco a poco, el tinte oscuro. Sus apretados labios se
relajaron entreabriéndose. Había un asomo de balbuceo en su
voz cuando respondió:
-Yo, yo... esto es. -Se alejó de su lado de repente-. ¡Mierda!
-exclamó, pero la palabra en sus labios sonó artificial-. Estoy
libre el viernes por la noche. Supongo que podremos cenar jun-
tos. En el Club 21, en la Calle 52. Todos los taxistas lo conocen. A
las ocho en punto. Si el trabajo sale bien. -Se volvió mirando a
los labios de Bond, no a sus ojos-. ¿Te va bien?
-Perfecto -dijo Bond. Pensó que había llegado el momento de
marcharse antes de cometer ninguna equivocación-. Ahora,
¿hay algo más? -preguntó en tono eficiente.
-No -respondió ella, y rápidamente, como si acabase de recordar
algo, añadió-: ¿Qué hora es?
Bond consultó su reloj.
-Las seis menos diez.
-Tengo que darme prisa -dijo la joven.
Con un gesto de despedida se dirigió hacia la puerta. Bond la
siguió. Con la mano en la llave, la chica se volvió hacia él. Lo
miró con un aire de seguridad, casi de ternura en sus ojos.
-Todo irá bien -dijo-. Manténte alejado de mí en el avión. Que no
te entre el pánico si algo va mal. Si lo haces bien -su voz volvía a
tener un tono condescendiente-, intentaré conseguirte más
trabajos del mismo tipo.
-Gracias -dijo Bond-. Aprecio la oferta. Me gustará trabajar
contigo.
Encogiéndose de hombros ligeramente, ella abrió la puerta y
Bond salió al pasillo, aunque se volvió al instante.
-Nos vemos en ese sitio tuyo, el 21 -dijo. Quería añadir algo más,
encontrar cualquier excusa para quedarse con ella, con la mu-
chacha solitaria que escuchaba música y contemplaba su imagen
en el espejo.
Pero ahora la expresión de la chica era distante. Él podía ser un
perfecto extraño.
-Seguro -repuso ella, indiferente. Lo miró una vez más, cerrando
la puerta, lenta pero firmemente, en su cara.
Mientras Bond cruzaba el largo pasillo en dirección hacia el as-
censor, la joven permaneció de pie detrás de la puerta,
escuchando, hasta que las pisadas masculinas se desvanecieron.
Entonces, con ojos melancólicos, anduvo hacia el tocadiscos y lo
encendió. Cogió un disco de Feyer y buscó la canción que quería
escuchar. Puso el disco en el aparato y encontró el surco correcto
con la aguja. La melodía era Je ríen connais pas la fin. Permaneció
de pie, escuchando y preguntándose quién sería aquel hombre
que de repente, llegado quién sabía de dónde, se había cruzado
en su vida. «Dios -pensó de pronto con desesperación y cólera-,
otro maldito delincuente.» ¿No podría mantenerse alejada de
ellos alguna vez? Pero cuando el disco se terminó, la expresión
de su rostro era de felicidad, y empezó a tararear la melodía
mientras se maquillaba para salir.
Una vez en la calle, la joven se detuvo a consultar su reloj. Las
seis y diez. Todavía le quedaban cinco minutos. Cruzó Trafalgar
Square en dirección a la estación de Charing Cross, ordenando
en su cabeza lo que iba a decir. Entró en la estación y ocupó una
de las cabinas telefónicas que siempre utilizaba.
Eran las 18:15 cuando empezó a marcar el número de Welbeck.
Después de los dos toques de costumbre oyó el agudo siseo de
la aguja sobre la cera. Entonces, la voz neutral de su jefe
desconocido dijo una única palabra: «Hable». Y de nuevo el
silencio, con excepción del siseo de la grabadora.
Ya hacía tiempo que había dejado de ponerse nerviosa por lo
abrupto de la orden. Habló de prisa pero con claridad en el
auricular negro.
-Case a ABC. Repito. Case a ABC. -Hizo una pausa-. Portador
satisfactorio. Dice que su nombre real es James Bond y lo usará
en su pasaporte. Juega al golf y se llevará los palos. Sugiere
pelotas de golf. Usa Dunlop 65. Todos los otros preparativos se
mantienen en pie. Llamaré para confirmar a las 19:15 y a las
20:15. Eso es todo.
Escuchó por un momento el siseo de la grabadora y colgó el au-
ricular. Regresó a su hotel. Llamó al servicio de habitaciones
para pedir un Martini seco doble, y cuando se lo subieron se
sentó a fumar y a escuchar música, esperando a que fuesen las
19:15.
Entonces, o quizá después de su siguiente llamada a las 20:15, la
voz neutral, apagada, le devolvería la llamada: «ABC a Case.
Repito, ABC a Case...». Y a continuación le daría las
instrucciones que ella debía seguir.
Y en algún lugar, en una habitación alquilada de Londres, el si-
seo de la grabadora pararía en el momento en que ella colgase el
auricular. Y entonces quizá una puerta desconocida se cerraría y
se oiría un suave ruido de pisadas bajando por unas escaleras,
salir a una calle desconocida y luego desaparecer.
Capítulo 6
En tránsito
6 Juego de palabras que puede traducirse por «Servicio de cableado Fuego Asegurado».
(TV. del t.)
se encuentran las oficinas centrales de la Casa de los Diamantes,
para beneficiarse de los bajos impuestos que se pagan en
Nevada.
Washington añade que la Pandilla de las Lentejuelas está inte-
resada en otras actividades ilegales, como los narcóticos y la
prostitución organizada. Estas secciones están dirigidas desde
Nueva York por Michael «Shady» Tree, que tiene cinco
condenas anteriores por varios delitos. La banda dispone de
otros cuarteles en Mia- mi, Detroit y Chicago.
Washington describe a la Pandilla de las Lentejuelas como una
de las bandas más poderosas de Estados Unidos, con una
excelente «protección» de los gobiernos federales y de la policía.
Con el Equipo de Cleveland y la Banda Púrpura de Detroit, la
Pandilla de las Lentejuelas tiene las más altas calificaciones.
Nuestro interés en este asunto no ha sido revelado a Washing-
ton, pero en el supuesto de que sus investigaciones le llevasen a
un contacto peligroso con esta banda, nos informará de
inmediato y será retirado del caso, que pasaremos al FBI.
Es una orden.
El retomo de este documento en un sobre sellado corroborará la
recepción de esta orden.
No había firma. Bond recorrió de nuevo la página con los ojos, la
dobló y la puso dentro de uno de los sobres del Ritz. Se levantó
y entregó el sobre al mensajero.
-Muchas gracias -dijo-. ¿Sabrás encontrar la salida?
-Sí, gracias, señor.
-Buenas tardes.
La puerta se cerró en silencio. Bond cruzó la habitación hasta la
ventana y, con aire pensativo, miró hacia fuera, por encima del
Green Park.
Por un momento tuvo una clara visión de la enjuta figura en-
trada en años, sentada en su sillón en el silencioso despacho.
¿Pasar el caso al FBI? Bond sabía que M lo decía de veras, pero
también sabía lo amargo que debía de ser para M verse obligado
a pedir a Edgar Hoover7 que tomara un caso del Servicio Secreto
y sacara las castañas del fuego a Gran Bretaña.
Las palabras operativas del memorándum eran «contacto peli-
groso». Qué constituía un «contacto peligroso» lo decidiría
Bond. Comparado con la oposición a la que Bond había tenido
que enfrentarse, aquellos matones no parecían un gran
problema, ¿o quizá lo eran? De repente, Bond se acordó del
pesado rostro, duro como el cuarzo, de Rufus B. Saye. «Bueno,
en todo caso no me hará ningún daño echar un vistazo a ese
hermano suyo de nombre exótico: Seraffimo. El nombre de un
camarero de discoteca o de un vendedor de helados». Esa gente
era así. Barata y teatral.
Bond se encogió de hombros. Miró el reloj. 18:25. Echó un vis-
tazo a la habitación. Todo estaba preparado. Obedeciendo un
impulso, metió la mano derecha debajo de su abrigo y sacó la
Beret- ta .25 automática fuera de la pistolera de cuero que
colgaba debajo de su axila izquierda. Era la pistola nueva que M
le había regalado como recuerdo después de su última misión,
con una nota escrita en la tinta verde de M que decía: Quizá la
necesites.
Bond caminó hasta la cama, sacó el cargador y vació las balas
encima de la colcha. Practicó la acción varias veces, sintiendo la
tensión del gatillo al apretarlo y disparar el arma vacía. Echó
hacia atrás la recámara y comprobó que no había polvo en la
«Shady» Tree
Eran las 12:30 cuando Bond bajó del ascensor y salió al achicha-
rrante calor de la calle.
Dobló a la izquierda y se dirigió lentamente hacia Times Squa-
re. Pasó al lado de la elegante fachada de mármol de la Casa de
los Diamantes, parándose a examinar los dos discretos
escaparates forrados con terciopelo azul oscuro. En el centro de
cada uno de ellos había sólo una pieza de joyería, un pendiente
que consistía en un gran diamante en forma de pera colgando
de otra piedra perfecta, circular y cortada en forma de brillante.
Debajo de cada pendiente había una pequeña placa de oro
amarillo, con la forma de una tarjeta de visita y con una de las
esquinas dobladas. En cada placa estaban grabadas las palabras:
Los diamantes son para la eternidad.
Bond se sonrió, preguntándose cuál de sus predecesores había
traído a Norteamérica, de contrabando, esos cuatro diamantes.
Bond siguió caminando en busca de un bar con aire acondicio-
nado donde poder librarse del calor y pensar un poco. Se sentía
satisfecho de su entrevista. Al menos no se lo habían sacado de
encima, que era lo que más o menos esperaba. Estaba fascinado
con el jorobado. Había algo espléndidamente teatral en él, y su
vanidad sobre la Pandilla de las Lentejuelas resultaba
interesante. Pero, en el fondo, el tipo no era tan divertido.
Bond llevaba caminando unos minutos cuando, de repente, le
pareció que le estaban siguiendo. No tenía evidencia alguna de
ello, a no ser por el picor en el cuero cabelludo y una mayor
consciencia de la gente que lo rodeaba, pero tenía fe en su sexto
sentido, por lo que se paró de repente delante del escaparate que
tenía a su lado y miró hacia atrás como por casualidad,
recorriendo con los ojos la Calle 46. Nada, aparte de la mezcla de
gente moviéndose sin prisas en las aceras, la mayoría por el
mismo lado que él, el lado que estaba protegido del sol. No se
produjo ningún movimiento repentino en un portal, nadie se
secó el sudor del rostro con el pañuelo para evitar ser
reconocido, nadie se arrodilló para atarse los cordones de los
zapatos.
Bond examinó los relojes suizos del escaparate, se volvió y
continuó paseando. Tras unos cuantos metros se detuvo de
nuevo. Todavía nada. Siguió y dobló a la derecha hacia la
Avenida de las Américas, parándose después en el primer
portal, la entrada a una tienda de ropa interior femenina donde
un hombre vestido con un traje color café claro, de espaldas a
Bond, examinaba las bragas de encaje negro de un maniquí
particularmente realista. Bond se volvió recostándose contra un
pilar y miró a la calle con aire despreocupado, pero observando
con atención.
De repente algo le agarró el brazo derecho y una voz gruñó:
-Muy bien, inglés, tómatelo con calma si no quieres tragar
plomo para el desayuno.
Bond sintió que algo ejercía presión en su espalda, por encima
de los ríñones. ¿Qué había de familiar en la voz? ¿La ley? ¿La
Banda? Miró hacia abajo para ver qué sujetaba su brazo derecho.
Era un garfio de acero. ¡Bien, si el hombre sólo tenía un brazo!
Como un relámpago giró sobre sus talones, inclinándose hacia
un lado y lanzando el puño izquierdo en un golpe fallido.
La mano izquierda del otro hombre agarró su puño con un gol-
pe seco. Al mismo tiempo que aquel contacto telegrafiaba al
cerebro de Bond el hecho de que quizá no hubiera ninguna
pistola, le llegó la familiar carcajada y la perezosa voz que decía:
-Muy mal, James. Te cogieron los ángeles.
Bond se enderezó lentamente y por un momento no pudo hacer
otra cosa que mirar atónito al rostro de halcón de Félix Leiter, la
tensión acumulada relajándose lentamente.
-Así que me estabas siguiendo, hijo de puta chapucero -dijo
Bond, mirando con placer al amigo, a quien había visto por
última vez en una cama manchada de sangre de un hotel de
Florida, convertido en un hatillo de vendajes, el agente secreto
estadounidense con quien había compartido tantas aventuras-.
¿Qué demonios estás haciendo aquí? ¿Y qué demonios estás
haciendo comportándote como un tonto con este calor? -Bond
sacó un pañuelo y se secó el sudor de la frente-. Por un
momento casi me has puesto nervioso.
-¡Nervioso! -Félix Leiter rió burlón-. Ya estabas rezando tus
plegarias. Y tu conciencia está tan sucia que no sabías si ibas a
recibir de la pasma o de la banda. ¿Me equivoco?
Bond rió esquivando la respuesta.
-Vamos, espía de pacotilla -dijo-, invítame a una copa y
cuéntamelo todo. No creo en un azar tan fuerte como éste. En
realidad, te dejo que me invites a almorzar. Vosotros los téjanos
sois muy desprendidos con el dinero.
-Por supuesto -dijo Leiter. Deslizó el garfio de acero en el
bolsillo derecho de su abrigo y cogió el brazo de Bond con la
mano izquierda. Salieron a la calle y Bond se dio cuenta de que
Leiter tenía una acusada cojera-. En Tejas incluso las pulgas son
tan ricas que se alquilan sus propios perros. Vamos. Sardi está a
la vuelta de la esquina.
Leiter evitó los salones de moda de la casa de comidas que era la
favorita de actores y escritores famosos y condujo a Bond al piso
superior. Al subir los peldaños de la escalera, su cojera se hizo
más evidente y tuvo que agarrarse al pasamanos. Bond no hizo
ningún comentario. Pero mientras se lavaba las manos en el
servicio, tras dejar a su amigo sentado a una de las mesas del
bendito restaurante con aire acondicionado, hizo un recuento de
sus impresiones. El brazo derecho había desaparecido, y la
pierna izquierda, y tenía pequeñas cicatrices disimuladas detrás
de la línea del cabello, por encima del ojo derecho, que sugerían
un buen número de injertos. Pero, por lo demás, Leiter parecía
estar en buena forma. Sus ojos grises seguían invictos, la
llamarada de cabello pajizo sin ningún asomo de gris, y nada
había de la amargura de un mutilado en su rostro. Pero en el
corto paseo Bond había notado un amago de reticencia en la
actitud de Leiter y pensó que estaba relacionada con él, y quizá
con las actividades en que Leiter estaba metido en ese momento.
Desde luego nada tenía que ver, pensó, mientras cruzaba la
habitación para reunirse con su amigo, con sus heridas.
Le estaba esperando un Martini semiseco con una rodaja de li-
món. Bond sonrió ante la buena memoria de Leiter y lo probó.
Era excelente. Pero no podía reconocer el vermut.
-Está hecho con Cresta Blanca -explicó Leiter-. Una marca nueva
de California. ¿Te gusta?
-El mejor vermut que he probado nunca.
-Me he arriesgado y te he pedido salmón ahumado y brizzola
-dijo Leiter-. Aquí tienen la mejor carne de América, y brizzola es
el mejor corte: carne de vaca cortada por el hueso. Asada y
después terminada a la parrilla. ¿Te va bien?
-Lo que tú digas -repuso Bond-. Hemos tomado suficientes
comidas juntos como para que sepas lo que me gusta.
-Les he pedido que no se den prisa -dijo Leiter, que repiqueteó
en la mesa con el garfio-. Antes nos tomaremos otro Martini y
mientras te lo bebes será mejor que confieses. -Su sonrisa era
cálida, pero sus ojos miraban fijamente a Bond-. Sólo dime una
cosa. ¿Que negocios tienes con mi viejo amigo «Shady» Tree?
Pidió su comida al camarero y se inclinó hacia delante, espe-
rando.
Bond terminó su primer Martini y encendió un cigarrillo. Se
columpió despreocupadamente en la silla. Las mesas cercanas a
la suya estaban vacías. Volvió la cabeza y se enfrentó a Leiter.
-Dime algo primero, Félix. ¿Para quien trabajas estos días?
¿Todavía para la CIA?
-No -respondió Leiter-. Con la pérdida de la mano de disparar,
sólo podían ofrecerme un trabajo de oficina. Se pusieron muy
contentos y me pagaron muy bien cuando les aseguré que
prefería la vida al aire libre. Así que Pinkerton me ha hecho una
buena oferta. Ya sabes, la gente de «El Ojo que Nunca Duerme».
Ahora soy un «demoledor de puertas», un detective privado. La
rutina del «Vístanse y abran la puerta». Pero es divertido. Son
un buen equipo, y algún día podré retirarme con una pensión y
un reloj de oro de recuerdo que se vuelve verde en verano. De
hecho, estoy a cargo de su escuadrón de la Banda de las Carreras
(doping, carreras preparadas, guardias de noche en los
establos...), todo ese tipo de cosas. Un buen trabajo, y te lleva por
todo el país.
-Suena bien -dijo Bond-. Pero no sabía que fueras un experto en
caballos.
-No era capaz de reconocer un caballo a menos que llevara un
carro de leche detrás -admitió Leiter-. Pero lo coges en seguida,
y es sobre todo de la gente de quien tienes que saber, no de los
caballos. ¿Y tú? -Leiter bajó la voz-. ¿Todavía con la Vieja Com-
pañía?
-Eso es.
-¿Haciendo un trabajo para ellos en este momento?
-Sí.
-¿Secreto?
-Sí.
Leiter lanzó un suspiro. Tomó un sorbo de su Martini con aire
pensativo.
-Bien -dijo finalmente-, estás loco de atar operando solo, si es
que tiene algo que ver con los chicos de la Pandilla de las Len-
tejuelas. De hecho, eres un riesgo tan fuerte que estoy chiflado si
sigo comiendo contigo. Te diré por qué estaba merodeando
alrededor del territorio de Shady esta mañana, y quizá podamos
ayudarnos el uno al otro. Sin involucrar a nuestro equipo, claro.
¿De acuerdo?
-Sabes que me gustaría colaborar contigo, Félix -dijo Bond muy
serio-. Pero yo todavía estoy trabajando para el Gobierno, y tú
probablemente te encuentras en competición con el tuyo. Pero si
resulta que nuestra presa es la misma, no tiene sentido que nos
crucemos los cables. Si perseguimos a la misma liebre, estaré
contento de correr contigo. -Bond miró inquisitivo al tejano-.
¿Me equivoco si pienso que estás interesado en alguien con una
estrella en la frente y cuatro pezuñas blancas llamado Shy Smile?
-¡Correcto! -exclamó Leiter, sin estar demasiado sorprendido-.
Corre en Saratoga el martes. ¿Y qué tiene que ver la carrera de
este caballo con la seguridad del imperio británico?
-Me han dicho que apueste por él -dijo Bond-. Mil dólares a que
ganará. Como pago por un trabajo. -Bond levantó el cigarrillo y
su mano le cubrió la boca-. He traído cien mil libras en
diamantes en bruto en avión esta mañana para el señor Spang y
sus amigos.
Los ojos de Leiter se estrecharon. Dio un grave silbido de sor-
presa.
-¡Chico! -dijo con respeto-. Desde luego estás en una liga más
grande que la mía. Yo sólo estoy interesado porque Shy Smile es
un impostor. El caballo que ganará el martes no es Shy Smile ni
de lejos; ni siquiera estaba en la pista las tres últimas veces que
corrió. Se lo han cargado. Será un correcaminos llamado
Pickapep- per. De casualidad tiene también una estrella y las
cuatro pezuñas blancas. Es castaño, y han hecho un buen trabajo
con sus cascos y otros pequeños puntos de diferencia. Han
estado preparando este trabajo durante un año. En el desierto de
Nevada, donde los Spang tienen un rancho. ¡Van a arrasar! Es
una gran carrera, con veinticinco mil dólares extra. Y puedes
apostar lo que quieras a que van a empapelar el mundo con su
dinero justo antes de la salida. Seguro que es mejor que cinco. Al
menos diez o quince a uno. Ganarán una fortuna.
-Creía que en Estados Unidos todos los caballos tenían que
llevar los labios tatuados -dijo Bond-. ¿Qué han hecho al res-
pecto?
-Han injertado piel en la boca de Pickapepper. Copiando las
marcas de Shy Smile en ella. El truco del tatuaje se está
empezando a pasar de moda. Se dice en Pinkerton que los clubs
de jockeis van a empezar a tomar fotos de los ojos nocturnos.
-¿Qué son los ojos nocturnos?
-Son los callos que se producen dentro de las rodillas de los
caballos. Los ingleses los llaman «castañas». Parece que son dis-
tintos en cada caballo. Como las huellas dactilares de un
hombre. Pero será la misma historia de siempre. Ellos
fotografiarán los ojos nocturnos de cada caballo de carreras en
Estados Unidos y luego se darán cuenta que las bandas han
encontrado la forma de alterarlas con ácido. La pasma nunca se
pone al día con los ladrones.
-¿Cómo sabes todo esto de Shy Smile?
-Chantaje -respondió Leiter alegre-. Tengo un asuntillo
pendiente con uno de los chicos del establo de Spang. Le dejo
que compre mi silencio con los detalles de este negocio.
-¿Qué piensas hacer al respecto?
-Ya veremos. Me voy a Saratoga el domingo. -El rostro de Leiter
se iluminó-. Hombre, ¿por qué no vienes conmigo? Conducimos
hasta allí, y te llevo a mi madriguera. El Sagamore. Un hotel de
lo más fardón. Hay que dormir en alguna parte. Mejor será que
nos vean juntos lo menos posible, pero podremos encontrarnos
por las noches. ¿Qué te parece?
-Estupendo -dijo Bond-. No podía ser mejor. Y ahora son casi las
dos. Vamos a comer de una vez por todas y te cuento el final de
mi historia.
El salmón ahumado era de Nueva Escocia, un pobre sustituto
del producto escocés, pero la brizzola era tal y como Leiter había
prometido, tan tierna que Bond podía cortarla con el tenedor.
Terminó su comida con medio aguacate a la vinagreta y luego se
entretuvo sobre su café expreso.
-Y eso es todo. -Bond concluyó la historia que había contado
entre bocado y bocado-. Y mi teoría es que los Spang son los
responsables del contrabando y la Casa de los Diamantes, de la
cual son propietarios, comercializa las piedras. ¿Alguna idea?
Leiter dio unos golpecitos con su paquete de Lucky Strike contra
la mesa con su mano izquierda, hasta sacar un cigarrillo que en-
cendió con la llama del Ronson que Bond le ofrecía.
-Parece posible -accedió después de una pausa-. Pero no sé
demasiado de este hermano de Seraffino, Jack Spang. Y si Jack
Spang es Saye, será la primera vez que escucho algo de él en
mucho tiempo. Tenemos fichas del resto de la banda, y más de
una vez me he cruzado con Tiffany Case. Un encanto de chica,
ha trabajado alrededor de las bandas durante muchos años. No
es que tuviese demasiadas oportunidades desde la cuna. Su
madre llevaba la casa de citas más elegante de todo San
Francisco. Las cosas le iban bien hasta que cometió una gran
equivocación. Un día decidió dejar de pagar el impuesto de
protección al equipo local. Estaba pagando tanto dinero a la
policía que supuso que ellos la protegerían. Una locura. Una
noche, la banda se presentó por la fuerza y destrozó el garito.
Dejaron a las chicas tranquilas, pero tuvieron una «fiestecita»
con Tiffany. Entonces sólo tenía dieciséis años. No me sorprende
que no quiera saber nada de los hombres desde entonces. Al día
siguiente encontró la caja de seguridad de su madre, la reventó,
y se largó. A partir de ahí la rutina habitual: chica de guar-
darropa, bailarina de streaptease, estudio extra, camarera, hasta
que cumplió los veinte. La vida no debía parecerle demasiado
maravillosa y se dio a la bebida. Se aposentó en una casa de
huéspedes en Florida Keys y empezó a beber de forma suicida.
Tanto que por aquí se la conocía como «el Dulce en Conserva».
»Entonces un niño se cayó en el mar y ella saltó a salvarlo. Su
nombre salió en los periódicos y una mujer rica se encaprichó de
la muchacha y casi la secuestró. Hizo que se uniera a los
«Alcohólicos Anónimos» y luego se la llevó a todas partes como
dama de compañía. Pero Tiffany se escapó cuando llegaron a
San Francisco y se fue a vivir con su vieja mamá, que por
entonces ya se había retirado del negocio de las chicas. Es un
culo de mal asiento, y supongo que la vida le pareció un poco
aburrida, así que volvió a descarriarse terminando en Reno.
Trabajó en el Harold Club por un tiempo. Allí conoció a nuestro
amigo Seraffino, que se entusiasmó con ella porque no quería
acostarse con él. Le ofreció algún traba- jillo en el Tiara de Las
Vegas y allí se ha quedado durante los últimos dos o tres años.
Haciendo estos viajes a Europa, supongo. Pero en el fondo es
una buena chica. No tenía ninguna salida después de lo que
hicieron los de la banda con ella.
Bond vio de nuevo los ojos que le miraban hoscamente desde el
espejo y oyó el disco tocando Hojas Muertas en la habitación so-
litaria.
-Me gusta -dijo escuetamente. Sintió los ojos de Félix que le
miraban especulativos. Miró su reloj-. Bien, Félix, parece que los
dos estamos agarrando al mismo tigre. Pero por colas distintas.
Será divertido tirar de las dos al mismo tiempo. Me voy a
dormir un poco. Tengo habitación en el Astor. ¿Dónde nos
encontramos el domingo?
-Mejor mantenerse alejado de esta parte de la ciudad -dijo
Leiter-. Te veo fuera del Plaza. Temprano, así evitamos el tráfico
de la Parkway. Digamos a las nueve en punto. En la parada de
taxis. Ya sabes, donde están los taxis tirados por caballos. Así, si
llego un poco tarde, puedes aprender a reconocer caballos. Te
será muy práctico en Saratoga.
Pagó la cuenta y salieron al achicharrante calor de la calle. Bond
paró un taxi. Leiter se negó a que lo llevase. Antes de despe-
dirse, cogió a Bond afectuosamente por el brazo.
-Sólo una cosa más, James -dijo, y su voz tuvo una extremada
seriedad-. Quizá pienses que los gángsters norteamericanos no
son gran cosa. Comparados con SMERSH, por ejemplo, y otros
tipejos con los que te habrás enfrentado. Pero déjame decirte
que los chicos de la Pandilla son los mejores. Tienen una buena
máquina, a pesar de ponerse nombres ridículos. Y protección.
Así es como funcionan las cosas en Norteamérica estos días.
Pero no me malinterpretes. Realmente huelen mal. Y este trabajo
tuyo también huele mal.
Leiter soltó el brazo de Bond y lo miró subir al taxi. Entonces se
inclinó sobre la ventanilla.
-¿Y sabes a qué huele tu trabajo, estúpido hijo de puta? -le
preguntó, alegre-. A formol y a lirios.
Capítulo 9
Champán amargo
«Studillac» a Saratoga
«Shy Smile»
8 Ting-a-ling es una onomatopeya que se traduce por «Tilín». Bell significa «campana», y por consiguiente Tingaling Bell
sería algo así como «tintineo de campana». (TV. del t.)
el Sur, es lo que ellos llaman un pequeño habitu, que es lo
contrario a un gran habitu, un criminal habitual. Robo, asalto,
rapto..., nada en gran escala. Suficiente para que tenga una
abultada ficha policial. Pero durante los últimos años se ha
mantenido en el buen camino, si se le puede llamar así, como
entrenador de Spang.
Leiter lanzó su cigarrillo con precisión a través de la ventana
abierta al parterre de gladiolos. Se levantó desperezándose.
-Estos son los actores por orden de aparición -dijo-. Un elenco
distinguido. No veo el momento de prenderles fuego.
Bond estaba perplejo.
-Pero ¿por qué no los entregas a los árbitros? ¿Quiénes son tus
jefes en todo esto? ¿Quién paga la cuenta?
-Un anticipo de los principales propietarios -respondió Leiter-.
Nos pagan un anticipo y luego el resto de acuerdo con los re-
sultados. Y no llegaría muy lejos con árbitros. No sería justo
poner entre rejas a un mozo de establo. Sería como firmar su
sentencia de muerte. El veterinario ha dado el visto bueno al
caballo, y el verdadero Shy Smile fue matado de un tiro y
quemado luego hace meses. No. Tengo mi propio plan, y a los
chicos de la Pandilla les va a doler más que si los echan de la
pista antes de la carrera. Ya lo verás. De todas formas quedamos
a las cinco en punto, vendré a llamar a tu puerta por si acaso.
-No te preocupes -dijo Bond-. Estaré en el vestíbulo con mis
botas y mi silla de montar mientras los coyotes aúllan a la luna
todavía .
Bond se despertó a tiempo, el aire era maravillosamente fresco.
Siguió a la renqueante figura de Leiter a lo largo de la pálida luz
que se filtraba a través de los olmos, entre los establos que
empezaban a despertar. Al este, el cielo era de un color gris
perla iridiscente, como un globo de juguete relleno de humo de
cigarrillo, y entre los matorrales los ruiseñores ensayaban su
primera canción.
El azulado humo del fuego de los campamentos improvisados
detrás de los establos se levantaba en línea recta hacia el cielo, y
se podía sentir olor a café, a leña quemada y a rocío. Se
escuchaba el golpear de los cubos de latón y otros ruidos suaves
de hombres y caballos en las primeras horas de la madrugada.
Mientras se movían saliendo de debajo de los árboles hacia las
vallas de madera blancas que rodeaban la pista, pasó una fila de
caballos cubiertos con mantas, acompañados de un mozo por
cabeza, llevando las riendas agarradas a la altura del bocado y
hablando con suave dureza a sus respectivos caballos.
-Vamos, gandul, levanta las patas. Despierta. No estás muy
peleón hoy.
-Se están preparando para los entrenamientos de la mañana
-dijo Leiter-. Los galopes. Este es el momento que más odian los
entrenadores. Cuando vienen los propietarios.
Se apoyaron contra la valla, pensando en lo temprano que era y
en el desayuno. El sol alcanzó los árboles de repente, a un
kilómetro de distancia del otro lado de la pista, transformando
en oro pálido las ramas más altas; en pocos minutos, las últimas
sombras habían desaparecido y era de día.
Como si hubiesen estado esperando la señal, tres hombres apa-
recieron de entre los árboles a lo lejos, por la izquierda, uno de
ellos llevaba de las riendas a un gran caballo castaño, con una
estrella en la frente y los cuatro cascos blancos.
-No los mires -dijo Leiter en voz baja-. Date la vuelta y observa
la hilera de caballos que se acercan por el otro lado de la pista.
Ese hombre viejo que está con ellos es Sunny Jim Fitzim- mons, el
mejor entrenador de Norteamérica. Y ésos son los caballos de
los Woodward. Casi todos saldrán ganadores en el encuentro de
hoy. Compórtate con indiferencia y yo vigilaré a nuestros
amigos. No nos hará ningún bien parecer demasiado
interesados. Vamos a ver, un mozo de establo conduce a Shy
Smile y ése es Budd, muy bien, y mi viejo amigo Lame-Brain
llevando una preciosa camisa lavanda. Siempre tan elegante. El
caballo tiene buena planta. Poderoso de espaldas. Le han
quitado la manta y parece que no le gusta el frío. Encabritándose
como loco con el mozo de establo colgado de las riendas.
Lástima que no le pegue una coz en el morro al señor Pissaro.
»Budd lo ha agarrado -prosiguió Leiter- y ha conseguido
tranquilizarlo. Budd ha echado una mano al mozo,
conduciéndolo hasta la pista. Ahora se dirige a medio galope al
otro extremo de la pista, hacia uno de los postes de salida. Los
matones han sacado sus relojes, están mirando alrededor. Nos
han visto. Actúa con naturalidad, James. Una vez el caballo
empiece a correr dejarán de interesarse por nosotros. Exacto. Ya
puedes volverte. Shy Smile está en el otro extremo de la pista y
tienen sus prismáticos dirigidos hacia ella esperando la salida.
Serán cuatro vueltas. Pissaro es el que está al lado del quinto
poste.
Bond se volvió y miró a su izquierda, a lo largo de la valla, a las
dos figuras corpulentas con el sol reflejándose en los gemelos y
los relojes de pulsera y, a pesar de que no creía en gente como
aquélla, la aurora parecía envolverlos desde debajo de los
dorados olmos.
-Ha salido.
A lo lejos, Bond vio un caballo marrón que volaba hacia el ex-
tremo de la pista, y daba media vuelta y se dirigía hacia ellos.
Con la distancia no les llegaba ni un solo sonido, pero
rápidamente un débil tamborileo sobre la pista fue haciéndose
más intenso, hasta que el caballo, con un poderoso estruendo de
sus cascos, tomó la curva frente a ellos, casi pegado a la valla
opuesta, y se lanzó en la última vuelta hacia los hombres que lo
observaban.
Un escalofrío de excitación recorrió la espina dorsal de Bond al
pasar el caballo castaño como una exhalación, mostrando los
dientes, los ojos salvajes por el esfuerzo, sus brillantes cuartos
traseros batiendo la pista y su aliento saliendo a borbotones de
sus anchos orificios nasales. El mozo que lo cabalgaba iba
arqueado como un gato sobre los estribos, la cabeza baja, casi
tocando el cuello del caballo. En unos segundos habían
desaparecido en un remolino de ruido y tierra. Los ojos de Bond
se posaron sobre los hombres que observaban, ahora agachados,
y vio sus brazos moverse al unísono para detener el segundero
de sus relojes.
Leiter le tocó el brazo y con la mayor naturalidad caminaron de
vuelta bajo los árboles en dirección al coche.
-Se movía muy bien -comentó Leiter-. Mejor que el verdadero
Shy Smile se movió nunca. Ni idea del tiempo que ha hecho, pero
desde luego ha salido quemando la pista. Si puede hacer lo
mismo en la carrera, se llevará el premio. Ahora vayamos a
tomarnos un desayuno gigante. Ver a esos chorizos tan de
mañana me ha abierto el apetito. -Y añadió en voz baja, casi
como para sí mismo-: Y luego voy a ver cuánto quiere el maestro
Bell por hacer trampas y conseguir que lo descalifiquen.
Tras el desayuno, y después de oír un poco más sobre los pía-
nes de Leiter, Bond mató la mañana y luego almorzó en la pista,
mirando las carreras de poco interés que Leiter le había
advertido tomaban lugar durante la primera tarde del
encuentro.
Hacía un buen día y Bond disfrutó empapándose del lenguaje
de Saratoga -una mezcla de Brooklyn y Kentucky-; de la ele-
gancia de los propietarios y sus amigos en el cercado, a la
sombra de los árboles, donde se agrupaban los caballos antes de
la carrera; del eficiente mecanismo del gran marcador y sus
luces intermitentes, anotando las apuestas y el dinero invertido;
de los inicios sin problemas a través de la puerta de salida
manipulada por el empuje de un tractor, del lago de juguete, sus
seis cisnes y la canoa anclada; y, por todas partes, el exótico
toque de los negros que, excepto en el papel de jockeis, son una
parte muy importante de las carreras de caballos
estadounidenses.
La organización parecía mejor que la de Inglaterra. Daba la
sensación de que había menos oportunidades para las trampas
con la gran cantidad de medidas que se habían tomado contra
los tramposos; pero, en el fondo, Bond sabía que servicios de
cable ilegales esparcían el resultado de cada carrera a través de
los Estados, cortando las apuestas a un máximo de 20-8-4, veinte
por un ganador, ocho por primero o segundo y cuatro por una
clasificación, y esos millones de dólares anuales iban derechos a
los bolsillos de gángs- ters para quienes las carreras de caballos
eran una forma más de obtener ingresos, como la prostitución o
las drogas.
Bond probó el sistema que Chicago O'Brien había hecho famoso.
Apostó al favorito de cada casa por una clasificación, y, al
terminar el encuentro del día, había ganado quince dólares y
algunos centavos tras la octava carrera. Caminó de vuelta a casa
con la multitud, tomó una ducha, durmió un rato y más tarde
cenó en un restaurante cercano al círculo de subastas, donde
pasó una hora bebiendo lo que Leiter había dicho que estaba de
moda en los círculos ecuestres, bourbon y agua de manantial.
Bond sospechó que en realidad el agua salía del grifo de detrás
de la barra, pero Leiter le había asegurado que los verdaderos
bebedores de bourbon insistían en tomar su whisky a la manera
tradicional, con agua de un manantial situado en los orígenes
del río local, donde era más pura. El barman no pareció
sorprendido cuando Bond la pidió, y a Bond le divirtió la idea.
Comió un bistec pasable y, tras un bourbon final, se dirigió al
círculo de subastas, donde debía encontrarse con Leiter.
Era un cobertizo de madera pintado de blanco, con techo pero
sin paredes, en el que los desgastados bancos descendían hasta
un círculo de césped artificial delimitado por sogas plateadas
frente a la plataforma del subastador. Cuando un caballo era
conducido bajo el resplandor de las luces de neón, el subastador,
el formidable Swi- nebroad de Tennessee, detallaba su historia y
empezaba la puja con la cantidad que él pensaba la más
adecuada, aumentándola de cien en cien dólares en una especie
de canto rítmico, atrapando, con la ayuda de dos hombres
trajeados situados en los pasillos, cada movimiento de cabeza o
lápiz levantado entre las hileras de propietarios y agentes
elegantemente vestidos.
Bond se sentó entre una mujer flacucha en traje de noche y vi-
són, cuyas muñecas, cargadas de joyas, sonaban y
relampagueaban cada vez que hacía una puja. A su lado se
sentaba un hombre con aire aburrido -vestido con esmoquin
blanco y lazo rojo oscuro- que debía de ser su marido o su
entrenador.
Un caballo entró con paso nervioso en el círculo con el número
201 en la grupa. El cántico empezó de nuevo.
-Seis mil, ahora siete mil, ¿alguien da más? Siete mil y tres y
cuatro y cinco, ¿sólo siete mil quinientos por este hermoso potro
de Teherán?; ocho mil, gracias señor; y nueve mil, ¿lo toma?
Ocho mil quinientos y espera. ¿Quien da nueve ocho cinco?
¿Quién da nueve y seis y siete? ¿Quién pujará la gran cifra?
Hubo una pausa, un golpe del martillo y una mirada de
reproche hacia los asientos donde estaban los propietarios más
adinerados.
-Caballeros -continuó el subastador-, este espécimen de dos
años es demasiado barato. Estoy vendiendo más potros gana-
dores por esa cantidad de dinero que los que he vendido en todo
el verano. Vamos, ocho mil setecientos, ¿quién me da nueve?
¿Dónde hay nueve, nueve, nueve?
La momificada mano cargada de anillos y brazaletes sacó el lá-
piz de oro y bambú de su bolso e hizo unos cálculos en el
programa. Bond vio que decían 34- Subasta Anual de Saratoga
número 201, un potro bayo. Los plomizos ojos de la mujer miraron
a través de las sogas plateadas a los ojos eléctricos del caballo y
alzó el lápiz de oro.
-Y nueve mil, tengo nueve mil, ¿quién da diez? ¿Alguien puja
más de nueve mil, nueve uno, nueve uno, nueve uno? -Se inte-
rrumpió y lanzó la última mirada inquisitiva a los abigarrados
asientos blancos, seguida de un golpe de martillo-. Adjudicado
por nueve mil dólares. Gracias, madam.
Las cabezas se volvieron y la mujer, con aire aburrido, dijo algo
al hombre sentado a su lado, que se encogió de hombros.
El 201, «un potro bayo», fue conducido fuera del ruedo mientras
aparecía el 202, temblando por un momento bajo el shock de las
luces, el muro de rostros desconocidos y la neblina de olores ex-
traños.
Se produjo un movimiento en la fila de asientos situados detrás
de Bond, y el rostro de Leiter apareció al lado del suyo.
-Está hecho -le susurró al oído-. Costará tres mil billetes, pero
hará la trampa. Juego sucio en la última vuelta, justo al co-
mienzo de su sprint ganador. Bien, muchacho, nos vemos por la
mañana. -El susurro terminó.
Bond no miró a su alrededor, siguió contemplando las apuestas
durante un rato y luego, lentamente, caminó bajo los olmos,
apenado por un jockey, Tingaling Bell, que estaba jugando un
juego tan peligroso, y por un gran caballo castaño llamado Shy
Smile, que no sólo era un impostor, sino que además iba a jugar
sucio.
Capítulo 12
Las Perpetuidades
9 Wind es «viento» y, como en español, también significa «pedo». Windy podría traducirse por «pedorro». (N. del r.)
en la tierra. Kidd es un niño bonito. Sus amigos lo llaman Dolly10.
Es probable que se lo monte con Wint. Algunos de estos
homosexuales son los peores asesinos. Kidd tiene el cabello
blanco a pesar de sus treinta años. Ésta es una de las razones por
las que trabajan con capuchas. Pero un día ese
Wint se va a arrepentir de no haberse quemado la verruga. Así
que la mencionaste, pensé en él. Supongo que iré a ver a la
pasma y les pasaré la información. Sin mencionar tu nombre,
por supuesto. Les contaré el resumen de eso de Shy Smile y
supongo que podrán atar el resto de los cabos por su cuenta.
Wint y su amigo deben de estar tomando un tren en Albany a
estas horas, pero nunca hace daño echar un poco de leña al
fuego. -Leiter se dirigió hacia la puerta-. Tómatelo con calma,
James. Volveré en una hora. Nos merecemos una buena cena.
Averiguaré a dónde han llevado a Tingaling Bell y le
enviaremos la pasta. Le subirá un poco los ánimos, pobre hijo de
puta. Hasta luego.
Bond se desnudó y pasó diez minutos debajo de la ducha, enja-
bonándose todo el cuerpo y lavándose la cabeza para librarse
del último sucio recuerdo de los Baños Acmé. Después se puso
un pantalón y una camisa y se fue a la cabina de teléfonos de la
recepción a llamar a «Shady» Tree.
-La línea está ocupada, señor -dijo el operador-. ¿Sigo in-
tentándolo?
-Sí, por favor -respondió Bond, aliviado de saber que el jorobado
todavía seguía en su oficina y de que ahora podría decir con
toda honestidad que había estado intentando ponerse en
contacto con él. Tenía la impresión que Shady debía preguntarse
Rué de la Pay
El avión dibujó una gran curva por encima del brillante azul del
Pacífico y luego barrió rápidamente a través de Hollywood,
ganando altura para sobrevolar el Cajón Pass, que cruza el gran
acantilado dorado de las Sierras Altas.
Bond vio los interminables kilómetros de avenidas bordeadas
de palmeras, los aspersores girando sobre el césped esmeralda
delante de casas elegantes, las fábricas de aviones, los exteriores
de los estudios de cine con su galimatías de decorados -calles de
ciudades, ranchos del Oeste, lo que parecía una pista de carreras
en miniatura, una goleta de cuatro mástiles plantada en el suelo-
y después sobrevolaron las montañas y, a través de ellas, por
encima del interminable desierto rojo que es la antesala de Los
Angeles.
Sobrevolaron Barstow, cruzado por la solitaria vía del Santa Fe
que se interna en el desierto en su larga carrera a través de la
Meseta del Colorado, bordeando a la derecha las montañas del
Calicó, que una vez fueron el centro de bórax del mundo, y
alejándose de las llanuras sembradas de huesos del Valle de la
Muerte que se pierden por su izquierda. Entonces aparecieron
más montañas, manchadas de rojo como encías ensangrentadas
entre dientes podridos, y luego un destello de verde en medio
del devastado paisaje marciano, más tarde un suave descenso y
el «Por favor, abróchense los cinturones y apaguen sus
cigarrillos».
El calor golpeó el rostro de Bond como un puñetazo, y empezó a
sudar en los cincuenta metros que había entre el frescor del
avión y el bendito aire acondicionado del edificio de la terminal.
Las puertas de cristal, operadas por los ojos que todo lo ven de
las células fotoeléctricas, se abrieron en un susurro delante de
Bond, cerrándose lentamente a su espalda. Y ya estaban allí las
máquinas tragaperras, cuatro hileras de ellas, bloqueándole el
paso. Era un reflejo natural sacar las monedas, tirar de las
palancas y mirar el girar de los limones y las naranjas y las
cerezas hasta pararse con un breve sonido de campana, seguido
por un suave suspiro mecánico. Cinco centavos, diez centavos,
un cuarto de dólar. Bond probó suerte, y sólo una vez dos
cerezas y una campana escupieron tres monedas a cambio de la
que él había introducido.
Al retirarse, esperando a que el equipaje de la media docena de
pasajeros apareciese en la rampa cercana a la salida, vio un
anuncio sobre una gran máquina parecida a las que dispensan
agua helada. Decía: BAR DE OXÍGENO. Se acercó y leyó el resto:
RESPIRE OXÍGENO PURO, decía, SALUDABLE E INOFENSIVO, PARA
UN BIENESTAR INMEDIATO, ALIVIA LOS SÍNTOMAS DE MAREO,
FATIGA, NERVIOS Y MUCHOS MÁS.
Bond, obediente, metió una moneda en la ranura y se inclinó
para cubrir su nariz y su boca con el ancho inhalador de plástico
negro. Oprimió un botón y, siguiendo las instrucciones, inspiró
y aspiró lentamente durante un minuto. Era como respirar aire
muy frío sin olor ni sabor. Al acabarse el minuto, la máquina
produjo un clic y Bond se enderezó. No sentía nada más que un
ligero mareo, pero luego reconoció que había una gran dosis de
descuido en la sonrisa irónica que lanzó al hombre que había
estado observándolo con un maletín de cuero debajo del brazo.
El hombre le devolvió brevemente la sonrisa y siguió su camino.
El altavoz invitó a los pasajeros a que retiraran sus equipajes.
Bond cogió su maleta y la arrastró a través de las puertas
automáticas de la salida, donde lo esperaba, con los brazos
abiertos, el calor al rojo vivo del mediodía.
-¿Va usted al Tiara? -preguntó una voz.
Un hombre musculoso de grandes ojos marrones bajo la visera
de su gorra de chófer le disparó la pregunta mientras sostenía
un palillo en la comisura de los labios.
-Sí.
-Muy bien. En marcha.
El hombre no se ofreció a llevar la maleta de Bond, que lo siguió
hasta el elegante Chevrolet con una cola de mapache de la
buena suerte atada a la figurilla de la capota, una mujer desnuda
en metal cromado. Bond tiró la maleta en el asiento trasero y
subió al coche.
El taxi salió del aeropuerto y entró en la autopista situándose en
el carril de la derecha. Los otros coches pasaban a gran
velocidad. El conductor de Bond permaneció en el carril de la
derecha, conduciendo sin prisas. Bond se sintió examinado a
través del retrovisor. Echó una ojeada a la tarjeta de
identificación del conductor. Decía: ERNEST CUREO. N° 2584. En
ella había una fotografía cuyos ojos también miraban fijamente a
Bond.
El taxi olía a humo de cigarro y Bond oprimió el botón para ba-
jar el cristal de la ventanilla. Un golpe de aire tórrido le hizo ce-
rrarla de nuevo.
El conductor se volvió desde su asiento.
-No es una buena idea, señor Bond -le aconsejó amigablemente-.
El taxi está acondicionado. Quizá no lo parezca, pero la
temperatura es mejor que la del exterior.
-Gracias -dijo Bond, y luego añadió-: Tengo entendido que usted
es amigo de Félix Leiter.
-Seguro -respondió el conductor por encima del hombro-. Un
gran tipo. Me pidió que le echara una mano. Me encantará si
puedo ayudarle en algo mientras esté por aquí. ¿Se quedará
mucho tiempo?
-No sé -repuso Bond-. Por lo menos unos días.
-Tengo una idea -dijo el taxista-. No crea que intento des-
plumarle, pero si vamos a trabajar juntos y usted tiene algo de
pasta, quizá lo mejor sería que alquilara el taxi por todo el día.
Cincuenta pavos, tengo que ganarme la vida. Así no despertará
sospechas entre los botones de los hoteles y todo lo demás. No
veo cómo puedo mantenerme cerca si no. De esta manera
entenderán que me pase el día esperándolo. Son un buen
puñado de hijos de puta desconfiados los de la Línea.
-No podría ser mejor. -A Bond le había gustado el hombre desde
el principio, y confiaba en él-. Trato hecho.
-De acuerdo. -El conductor se explayó un poco-: Verá, señor. A
los tipos de por aquí no les gusta que haya algo que se salga de
lo ordinario. Son recelosos. Si una persona no tiene pinta de ser
un turista que viene a dejarse la paga, empieza a picarles la cu-
riosidad. Por ejemplo, usted mismo. Cualquiera puede ver que
es inglés incluso antes de que abra la boca, por la ropa y todo lo
demás. Bien. «¿Qué está haciendo aquí este limey»' y «¿Qué
clase de limey es? Parece un tipo duro. Así que vamos a
observarlo de cerca.» -Se volvió-. ¿Ha visto a un hombre que
estaba matando el tiempo en la terminal, con un maletín de
cuero bajo el brazo?
Bond se acordó del tipo que le había estado observando en el
Bar de Oxígeno.
-Sí -dijo, y entonces se dio cuenta de que el oxígeno le había
hecho bajar la guardia.
-Apuesto lo que sea a que en estos momentos está estudiando su
fotografía -aseguró el conductor-. El maletín esconde una cá-
mara de dieciséis milímetros. Sólo tiene que bajar la cremallera,
apretar el maletín con el brazo y la cámara empieza a disparar.
Habrá tomado unas cincuenta, de frente y de perfil, y esta
misma tarde estará en el departamento de «Identificación de
Jetas», en la oficina central, con una lista de lo que usted lleva en
su maleta. No parece que lleve un arma. Quizá se trata de un
simple trabajito de estafador. Pero si la lleva, habrá otro hombre
con pistola a su lado durante todo el tiempo que usted esté en
las salas de juego. Esta noche ya se habrá corrido la voz. Mejor
que ande al tanto de cualquier tipo con el abrigo puesto. Aquí
nadie los lleva, excepto para esconder la artillería.
-Gracias -dijo Bond, molesto consigo mismo-. Ya veo que tendré
que mantenerme un poco más despierto. Parece que lo tienen
bien montado por aquí.
El taxista gruñó afirmativamente y siguió conduciendo en si-
lencio.
Estaban entrando en la famosa «Línea». El desierto a ambos la-
dos de la carretera, que había permanecido vacío con la
excepción de los ocasionales tablones anunciando los hoteles,
empezaba a florecer con estaciones de servicio y moteles.
Dejaron atrás un motel con una piscina que tenía las paredes de
cristal transparente. Mientras pasaban, una chica se zambulló en
el líquido de color verde brillante y su cuerpo cortó el agua con
una nube de burbujas. Entonces apareció una estación de
servicio con un elegante restaurante drive-in.11 GASETERÍA, decía,
¡AQUÍ HACE FRESCO! ¡PERRITOS CALIENTES! ¡HAMBURGUESAS
GIGANTES! ¡HAMBURGUESAS ATÓMICAS! ¡BEBIDAS HELADAS!
¡ENTRE CON SU COCHE! DOS automóviles eran atendidos por
camareras con tacones altos y bikini.
La gran autopista de seis carriles se extendía a través de un bos-
que de anuncios en colores, perdiéndose, en la parte baja de la
ciudad, en un lago danzante de calor y olas. El día era tan
caluroso y sofocante como el fuego de un incendio. El hinchado
sol freía hasta el corazón del cemento, y no había sombra
alguna, excepto bajo las pocas palmeras que se encontraban
esparcidas en la entrada de los moteles.
-Estamos entrando en la Línea -le informó el conductor-.
También conocida como «Rué de la Pay». Escrito P-A-Y.12 Una
broma. ¿Lo pilla?
-Lo he cogido -respondió Bond.
-A su derecha, El Flamingo -dijo Ernie Cureo mientras pasaban
por delante de un motel bajo de estilo moderno con una in-
mensa torre de neón, ahora apagada-. Bugsy Siegel lo construyó
en el 1946. Un buen día vino de la costa a Las Vegas, a echar un
vistazo. Tenía mucho dinero y quería encontrar una buena
inversión. Las Vegas estaba en su apogeo. Una ciudad
totalmente abierta. Juego, casas de citas legales. Un montaje
agradable. A Bugsy no le costó mucho engancharse. Vio las
posibilidades.
El Tiara
Spectreville
13 «Caso», en inglés, es Case; por tanto, ABC se sirve del juego de palabras en ei telegrama para pedir la solución del caso,
o sea la eliminación de Tiffany Case. (N. del t.)
en la cubierta A, situado debajo del de Bond y Tiffany, donde los
dos hombres jugaban a las cartas en mangas de camisa. El
botones entregó el sobre y cuando se retiraba oyó que el hombre
gordo decía misteriosamente al del cabello blanco:
-¡Para que te enteres, tontorrón! En la actualidad, un masaje vale
veinte de los grandes. ¡No está mal!
El tercer día de viaje Bond y Tiffany se citaron en el Observa-
tion Lounge para tomar unos cócteles y cenar mas tarde en el
Veranda Grill.
Al mediodía, la calma reinaba en el mar y, tras almorzar en su
camarote, Bond había recibido un mensaje con una redonda ca-
ligrafía de chica, escrito en el papel de cartas del barco. Decía:
Fija un rendez-mí para hoy. No me falles. Bond fue derecho al te-
léfono.
Estaban hambrientos el uno del otro después de tres días de se-
paración. Pero Tiffany se puso a la defensiva cuando vio la mesa
que Bond había escogido, situada en uno de los rincones más en
penumbra del vibrante bar.
-¿Qué clase de mesa es ésta? --preguntó, sarcástica-. ¿Te
avergüenzas de mí o algo parecido? Me pongo lo mejor que esos
maricones de Hollywood son capaces de diseñar y tú me
escondes como si fuese la señorita Rheingold 1914. Quiero
divertirme un poco en este bote salvavidas y tú me pones en un
rincón como si yo tuviera una enfermedad contagiosa.
-Eso es -dijo Bond-. Lo que tú quieres es subir la temperatura a
todos los hombres del barco.
-¿Qué esperas que haga una chica en el Queen Elizabeth? ¿Pescar?
Bond se echó a reír. Hizo un gesto al camarero y pidió dos Mar-
tinis secos con vodka y una corteza de limón.
-Puedo ofrecerte una alternativa.
-«Querido Diario -dijo ella-. Estoy pasando unos días ma-
ravillosos con un inglés muy guapo. El problema es que va
detrás de las joyas de la familia. ¿Qué debo hacer? Tuya,
sinceramente confusa.» -Entonces, impulsivamente, se inclinó
hacia delante y puso su mano sobre la de Bond-. Escucha, señor
Bond, soy más feliz que unas castañuelas. Me encanta estar aquí.
Me encanta tu compañía. Y me encanta esta mesa en penumbra
donde nadie puede ver como te cojo la mano. No me hagas caso.
No estoy acostumbrada a ser tan feliz. No hagas caso de mis
bromas tontas, ¿de acuerdo?
Tiffany llevaba una pesada camisa de chantó crema y una falda
de lana y algodón gris marengo. Los colores neutrales realzaban
el tono tostado de su piel. El pequeño Cartier cuadrado con
correa negra era la única joya y las uñas cortas en las pequeñas
manos morenas que sostenían las de Bond estaban sin pintar. El
reflejo de la luz del sol brilló sobre la masa de cabello de color
oro pálido, en las profundidades de sus tornasolados ojos grises,
y en la línea de dientes blancos que se adivinaba entre los
lujuriosos labios, entreabiertos en espera de una respuesta.
-No -dijo Bond-. No haré caso, Tiffany. Todo lo que tiene que ver
contigo me gusta.
Ella lo miró a los ojos y se quedó satisfecha. Llegaron las bebidas
y la joven retiró la mano, observando inquisitiva a Bond por
encima del borde del vaso.
-Ahora dime un par de cosas: en primer lugar, ¿qué haces y para
quién trabajas? Al principio, en el hotel, pensé que eras un de-
lincuente. Pero, de alguna forma, tan pronto como desapareciste
por la puerta supe que me equivocaba. Supongo que debería
haber avisado a ABC y nos hubiésemos evitado muchos
problemas. Pero no lo hice. Venga, James. Suéltalo.
-Trabajo para el Gobierno -dijo Bond-. Quieren parar el
contrabando de diamantes.
-¿Una especie de agente secreto?
-Sólo un funcionario.
-De acuerdo. ¿Y qué vas a hacer conmigo cuando lleguemos a
Londres, encerrarme?
-Sí, en la habitación de los invitados de mi apartamento.
-Eso está mejor. ¿Tendré que convertirme en un subdito de la
Reina? Me justa ser una persona sujeta.
-Supongo que lo podremos arreglar.
-¿Estás casado...? -se interrumpió-. ¿O algo parecido?
-No. Tengo aventuras de vez en cuando.
-Así que eres uno de esos hombres pasados de moda que se
acuestan con mujeres. ¿Por qué no te has casado?
-Porque pienso que puedo arreglármelas mejor solo, supongo.
La mayoría de los matrimonios no suman a dos personas.
Restan a uno del otro.
Tiffany Case meditó lo que Bond acababa de decir.
-Quizá tengas algo de razón, pero todo depende de qué quieres
sumar. Algo humano o algo inhumano. No puedes estar com-
pleto sin alguien más.
-¿Y tú?
Ella no se esperaba la pregunta.
-Quizá me conformé con lo inhumano -dijo brevemente-. ¿Y con
quién demonios se supone que podía haberme casado, con
«Shady» Tree?
-Supongo que ha habido muchos otros.
-No, no los hubo -repuso la chica, irritada-. Quizá pienses que
no debía haberme mezclado con esa gente. Bien, creo que em-
pecé con el pie equivocado. -La llamarada de rabia se extinguió
y Tiffany miró a Bond defensivamente-. Hay personas a quienes
Ies pasa, James. De veras. Y a veces no tienen la culpa.
James tendió la mano y sostuvo la de ella con fuerza.
-Lo se, Tiffany -dijo-. Félix me lo contó. Por eso no te he hecho
ninguna pregunta. Olvídate. Lo que importa es el aquí y el
ahora. No el ayer. -Y, cambiando de tema, añadió-: Ahora dame
algunos datos. Por ejemplo, por qué te llamas Tiffany y que tál
es ser un repartidor de cartas en el Tiara. ¿Cómo demonios
llegaste a ser tan buena? Fue genial la forma en que manejaste
las cartas. Si eres capaz de hacer eso, puedes hacer cualquier
cosa.
-Gracias, colega -dijo ella con ironía-. ¿Como qué? ¿Jugar al
parchís? La razón por la que me pusieron Tiffany es porque
cuando nací, el bueno de papá Case estaba tan dolido de que no
fuese un chico que dio mil pavos y una polvera de Tiffany's a mi
madre y se largó. Se alistó en los Marines. Al final lo mataron en
Iwo
Jima. Así que mi madre me puso Tiffany Case14 y comenzó a ga-
narse la vida. Empezó con un puñado de chicas y luego se
volvió un poco más ambiciosa. Quizá esto no te parece
demasiado bien. -Lo miró en actitud defensiva y a la vez
suplicante.
-No me preocupa -repuso Bond secamente-. Tú no eras una de
sus chicas.
Tiffany se encogió de hombros.
-Entonces el lugar fue destrozado por las bandas. -Hizo una
pausa y se bebió el resto del Martini--. Y yo me lo monté por mi
14 «Polvera», en inglés, es Powder case. Tiffany Case, pues, puede traducirse literalmente como «Polvera de Tiffany». (N.
del t.)
cuenta. Los trabajos típicos que una chica puede encontrar. Des-
pués me fui a Reno. Tienen una escuela de juego, fiché con ellos
y trabajé como una loca. Hice el curso completo: dados, ruleta y
blackjack. Se puede ganar mucho dinero en el juego. Doscientos
a la semana. A los hombres les gusta que haya chicas
repartiendo, y da confianza a las mujeres. Creen que serás más
generosa con ellas. Los repartidores masculinos las asustan.
Pero no pienses que es divertido. Se lee mejor que se vive.
Hizo una pausa y sonrió a Bond.
-Ahora es tu turno otra vez -dijo-. Pídeme otra bebida y dime
qué tipo de mujer tendría interés para ti.
Bond encargó las bebidas al camarero. Encendió un cigarrillo y
se volvió hacia ella.
-Alguien que pueda hacer la salsa bearnesa tan bien como el
amor -dijo.
-¡Cielos! ¿Cualquier vieja boba que sepa cocinar y echarse de
espaldas?
-Oh, no. Debe tener lo que todas las mujeres tienen -Bond la
examinó con atención-: Cabello dorado. Ojos grises. Una boca
pecadora. Una figura perfecta. Y, por supuesto, conocer chistes
divertidos a montones, saber vestirse bien, jugar a cartas y todo
lo demás. Lo normal, vaya.
-¿Y te casarías con esa persona si la encontrases?
-No necesariamente -respondió Bond-. De hecho ya estoy
casado, más o menos. Con un hombre. Su nombre empieza por
M. Tendría que divorciarme de él antes de casarme con una
mujer. Y no estoy seguro de querer tal cosa. Ella me tendrá
repartiendo canapés en un salón en forma de L. Y luego todos
esos desagradables «Tú dijiste... No, nunca lo dije...» y otras
discusiones que parecen ir con el matrimonio. No duraría. Me
entraría claustrofobia y me largaría. Haría que me enviaran a
Japón o a cualquier otra parte.
-¿Y niños?
-Me gustaría tener hijos -dijo Bond escuetamente-. Pero cuando
me retire. No sería justo para ellos de otra manera. Mi trabajo no
es tan seguro. -Fijó la mirada en su bebida y se la terminó de un
trago-. ¿Y tú, Tiffany? -preguntó cambiando de tema.
-Supongo que a cualquier chica le gusta llegar a casa y encontrar
un sombrero en la percha del recibidor -dijo Tiffany, mal-
humorada-. El problema es que nunca he encontrado nada ade-
cuado debajo del sombrero. Quizá no he buscado lo suficiente, o
lo he hecho en los sitios equivocados. Ya sabes cómo son las
cosas cuando te metes en una rutina. Te acostumbras tanto que
ya no buscas nada más. Eso me pasó más o menos con los
Spang. Sabía que no me iba a faltar un plato caliente en la mesa.
Y ahorraría algún dinero. Pero una chica no puede hacer amigos
en esa compañía. O pones un cartel diciendo «Prohibida la
entrada» o acabas por ser moneda de segunda mano. Pero
supongo que me he hartado de estar sola. ¿Sabes lo que dicen las
coristas en Broadway? «Es una colada muy solitaria la que no
tiene una camisa de hombre en ella.»
Bond se echó a reír.
-Bien, ahora estás fuera de esa rutina -dijo mirándola burlón-. ¿Y
Seraffino? Esas dos habitaciones en el Pullman y la cena con
champán para dos...
Antes de que pudiera terminar, los ojos de Tiffany brillaron
como ascuas, se levantó de la mesa y salió del bar.
Se maldijo a sí mismo. Dejó dinero en la mesa para pagar la
cuenta y se apresuró a seguir a la muchacha. La alcanzó a medio
camino de la cubierta de paseo.
-Escucha, Tiffany -empezó.
Ella se volvió de repente enfrentándose a él.
-¡Qué mezquino llegas a ser! -exclamó, y lágrimas de rabia
brillaron en sus pestañas-. ¿Por qué tienes que estropearlo todo
con un comentario tan abrasivo como ése? Oh, James. --Se
volvió de espaldas, buscando un pañuelo en su bolso, para
secarse los ojos-. No entiendes nada.
Bond la rodeó con un brazo y la estrechó contra sí.
-Cariño. -Sabía que sólo el gran paso del amor físico solucionaría
aquellos malentendidos, pero con Tiffany todavía eran ne-
cesarios el tiempo y las palabras-. No era mi intención herirte.
Sólo deseaba saber. La noche del tren fue una mala experiencia
para mí, y la cena para dos me dolió mucho más que cuanto
pasó después. Tenía que saberlo.
Ella lo miró recelosa.
-¿Lo dices en serio? -preguntó ella acercándose a su rostro-.
¿Quieres decir que entonces ya te gustaba?
-No seas tonta -dijo Bond con impaciencia-. ¿Es que no te
enteras de nada?
Ella se retiró de su lado y miró a través de la ventana al infinito
mar azul y a un puñado de gaviotas que acompañaban al mara-
villosamente pródigo barco. Al cabo de un momento se volvió.
-¿Has leído Alicia en el País de las Maravillas?
-Hace años -respondió Bond sorprendido-. ¿Por qué?
-Hay una frase en la que pienso a menudo: «Oh, Ratón, ¿conoces
el camino para salir de este mar de lágrimas? Estoy muy can-
sada de nadar, oh Ratón». ¿Lo recuerdas? Bien, pensaba que tú
ibas a mostrarme la salida. En su lugar me has hundido más en
el agua. Por eso me molesté. -Lo miró de reojo-. Supongo que no
querías herirme.
Bond miró su boca en silencio y la besó con fuerza en los labios.
Ella no respondió al beso, pero cuando se apartó, sus ojos reían
de nuevo. Lo agarró del brazo y tiró de él hacia las puertas
abiertas que conducían al ascensor.
-Llévame abajo -dijo-. Necesito retocarme el maquillaje, y quiero
pasar un buen rato adornando el negocio para ponerlo a la
venta. -Se detuvo y puso su boca cerca del oído de Bond-. Por si
te interesa, James Bond -le susurró-, nunca me he acostado con
un hombre en mi vida. -Le estiró del brazo-. Vamos -dijo
bruscamente-. De todas maneras ya va siendo hora de que te
entretengas solito.
Bond la acompañó hasta su camarote y luego se fue al suyo, a
tomar un baño con sales calientes seguido de una ducha fría.
Después se echó en la cama y sonrió recordando algunas cosas
que ella había dicho. Se la imaginó en la bañera, mirando el
bosque de grifos y pensando en lo locos que estaban los
ingleses.
Golpearon a la puerta; un botones entró con una pequeña ban-
deja y la dejó sobre la mesa.
-¿Qué demonios es eso? -preguntó Bond.
-Es de parte del chef, señor -dijo el botones, y se retiró cerrando
la puerta del camarote.
Bond se deslizó fuera de la cama y fue a examinar el contenido
de la bandeja. Se sonrió. Había una botella de un cuarto de
Bollin- ger, un platillo con cuatro canapés de ternera y un
pequeño cuenco con salsa. Al lado, una nota a lápiz decía: Esta
salsa bearnesa ha sido confeccionada por la señorita Tiffany Case sin mi
ayuda. Firmado: El Chef.
Bond se llenó el vaso de champán y untó una buena cantidad de
salsa bearnesa en uno de los canapés de ternera, y se lo llevó a la
boca masticándolo despacio. Entonces fue al teléfono.
-¿Tiffany?
Escuchó la risa en el otro extremo de la línea.
-Bueno, decididamente sabes hacer una salsa bearnesa deli-
ciosa... -Colgó el auricular.
Capítulo 23
El trabajo no es lo primero
15 Odd, en inglés, son las probabilidades en una apuesta. El juego de palabras extraído de la película El Mago de Oz
significa «el Mago de las Apuestas». (N. del t.)
Bond llamó al camarero. Cuando éste se hubo retirado, la joven
se inclinó hacia delante de manera que su cabello acariciaba
suavemente la oreja de Bond y le dijo en voz baja:
-La verdad es que no lo quiero. Tómatelo tú. Esta noche deseo
estar tan sobria como un domingo antes de ir a la iglesia.- Se
sentó con la espalda bien recta-. Y ahora, ¿qué está pasando por
aquí? -preguntó con impaciencia-. Quiero ver un poco de acción.
-Ahí la tienes -dijo Bond.
El subastador levantó la voz y la sala quedó en silencio.
-Y ahora, damas y caballeros -dijo con vehemencia-, hemos
llegado a la pregunta ganadora. ¿Quién va a apostar 100 libras
por la elección de Campo Alto o Campo Bajo?
-¡Gracias, señor! Y 110. 120 y 130. Gracias, señora.
-Ciento cincuenta -dijo una voz de hombre cercana a su mesa.
-Ciento sesenta. -Esa vez era una mujer.
Monótona, la voz del hombre llegó a las 170.
-Ciento ochenta -pujó alguien.
-Doscientas libras.
Algo hizo que Bond se volviera a mirar a la persona que había
hablado. Era un hombre corpulento. Su rostro tenía la encerada
y pastosa textura de un caramelo de menta blanca chupeteado.
Unos pequeños ojos oscuros miraban al subastador a través de
las gafas bifocales. Todo el cuello del hombre parecía
concentrarse en la parte posterior de su cabeza. El sudor
impregnaba las rizadas y negras algas de su cabello; en ese
momento se quitó los lentes y se limpió el sudor con una
servilleta, haciendo un movimiento circular que comenzaba en
la parte izquierda de su rostro y giraba alrededor del cuello,
donde su mano derecha tomaba el relevo y completaba el
circuito hasta llegar a la goteante nariz.
-Doscientas diez -ofreció alguien.
La gran barbilla del hombre tembló y, abriendo su apretada
boca, dijo:
-Doscientas veinte. -Su acento era marcadamente estadouni-
dense.
¿Qué era lo que había despertado el recuerdo en la memoria de
Bond? Observó el grueso rostro, recorriendo con los ojos de su
mente el fichero de su cerebro, abriendo cajón tras cajón,
buscando una pista. ¿El rostro? ¿La voz? ¿Inglaterra?
¿Norteamérica?
Bond se dio por vencido y concentró su atención en el otro
hombre que estaba en la misma mesa. De nuevo, idéntico senti-
miento de reconocimiento urgente. Los rasgos juveniles,
curiosamente delicados por debajo del cabello blanco
engominado hacia atrás. Los blandos ojos marrones bajo las
largas pestañas. El efecto general de belleza estropeado por la
nariz carnosa sobre la ancha boca de labios delgados, ahora
entreabierta en una sonrisa vacía, como la ranura de un buzón.
-Doscientas cincuenta -dijo el hombre gordo mecánicamente.
Bond se volvió hacia Tiffany.
-¿Has visto alguna vez a esos dos? -Ella se dio cuenta de la línea
que la preocupación fruncía en su entrecejo.
-No -respondió con resolución-. Nunca. A mí me parecen de
Brooklyn. Una pareja de cortadores de trajes del Garment Dis-
trict. ¿Por qué? ¿Significan algo para ti?
Bond les echó otra ojeada.
-No -dijo dubitativo-. No, no lo creo.
Se produjo una explosión de aplausos en la sala y el subastador
saltó y bailó en su mesa.
-Damas y caballeros -anunció triunfal-, esto es realmente
maravilloso. Trescientas libras apostadas por la encantadora
señorita del precioso vestido de noche rosa. -Las cabezas se
giraron y Bond pudo leer en los labios que la gente preguntaba
«¿Quién es?»-. Y ahora, señor -dijo volviéndose hacia la mesa
del hombre gordo-, ¿puedo decir 325 libras?
-Trescientas cincuenta -le corrigió el hombre gordo.
-Cuatrocientas -chilló la mujer de rosa.
-Quinientas. -La voz era neutra, indiferente.
La chica de rosa cuchicheó irritada con su acompañante. El
hombre pareció repentinamente aburrido. Miró al subastador y
negó con la cabeza.
-¿Alguien da más de 500? -preguntó el subastador, sabiendo que
había exprimido a la sala todo lo que se podía-. A la una. A las
dos... -¡Bang!-. Vendido al caballero de allí, que verdaderamente
se merece un aplauso. -Batió las manos y la multitud, obediente,
le siguió a pesar de que hubiesen preferido que ganara la chica
de rosa.
El hombre gordo se levantó unos pocos centímetros de la silla y
se sentó de nuevo. En su rostro cerúleo no había señal de reco-
nocimiento y mantuvo la mirada fija en los ojos del subastador.
-Y ahora debemos cubrir la formalidad de preguntar a este ca-
ballero qué Campo prefiere. -Risas-. Señor, ¿prefiere Campo
Alto o Campo Bajo? -La voz del subastador era irónica. La pre-
gunta, una pérdida de tiempo.
-Campo Bajo.
Por un momento, la abarrotada sala guardó el más absoluto si-
lencio, seguido de inmediato por un murmullo de comentarios.
No había duda. Era obvio que el hombre iba a escoger Campo
Alto. El tiempo era perfecto. El Queen debía de estar haciendo al
menos treinta nudos. ¿Sabía algo? ¿Había comprado a alguien
del puente? ¿Se acercaba una tormenta? ¿Había algún problema
en las máquinas?
El subastador pidió silencio.
-Perdóneme, señor, ¿ha dicho Campo Bajo?
-Sí.
De nuevo, el subastador solicitó silencio.
-En este caso, señoras y señores, procederemos a la subasta del
Campo Alto. Señorita -se volvió haciendo una reverencia hacia
la chica de rosa-, ¿le importaría abrir las apuestas?
Bond miró a Tiffany.
-Este ha sido un negocio extraño -dijo-. Extraordinaria elección.
El mar está liso como el cristal. -Se encogió de hombros-, La
única respuesta es que ésos saben algo. -El asunto no tenía
importancia-. Alguien les dijo algo. -Se volvió y miró con
disimulo a los dos hombres y luego dejó que su vista pasara por
encima de ellos-. Parecen estar bastante interesados en nosotros.
Tiffany miró por encima del hombro de Bond.
-Ahora no nos miran -dijo-. Imagino que son sólo un par de
chiflados. El tipo del cabello blanco parece estúpido y el gordo
está chupándose el pulgar. Son un poco raros. Dudo que sepan
qué han comprado. Simplemente, se les han cruzado los cables.
-¿Chupándose el pulgar? -preguntó Bond. Se pasó la mano por
el cabello con gesto distraído; un recuerdo vago le asaltaba.
Quizá si ella le hubiese dejado seguir la línea de sus pensa-
mientos, se habría acordado. Pero Tiffany le puso la mano sobre
la suya y se inclinó hacia él, rozándole el rostro con el cabello.
-Olvídalo, James. No pienses tanto en esos hombres estúpidos.
-Sus ojos lo miraron con ardiente anhelo-. Estoy harta de este
lugar. Llévame a otra parte.
Sin decir nada más, se levantaron y dejaron la mesa, saliendo
del ruido de la sala. Mientras bajaban por la escalera hacia la
cubierta posterior, el brazo de Bond estrechó la cintura de la
joven, la cual, a su vez, inclinó la cabeza sobre el hombro
masculino.
Llegaron delante del camarote de Tiffany, pero ella lo empujó a
lo largo del corredor.
-Quiero que pase en tu casa, James -dijo.
Bond no comentó nada hasta que hubo cerrado la puerta de su
camarote con el pie detrás de ellos y se encontraron
estrechamente abrazados en el centro de la maravillosamente
privada, maravillosamente anónima pequeña habitación. Y
entonces, él dijo, en voz baja:
-Cariño mío. -Puso una mano sobre su cabeza de manera que la
boca de ella estuviera donde él quería.
Unos segundos después, su otra mano se movió hacia la cre-
mallera en la espalda del vestido. Sin separarse de Bond, ella se
liberó de la ropa con un movimiento de su cuerpo.
-Lo quiero todo, James -dijo jadeando entre sus besos-. Todo lo
que le hayas hecho a una chica. Ahora. Rápido.
Bond se inclinó, y rodeando con un brazo la cintura de Tiffany,
la levantó en brazos y, con suma dulzura, la depositó en el suelo.
Capítulo 24
Se cierra la red