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Gulliver viaja a fabulosos lugares como Liliput, donde le atraparán sus

diminutos habitantes; o Brobdingnag, poblado por gigantes; o la isla voladora


de Laputa, donde viven disparatados científicos; o al país de los houyhnhnms,
donde los caballos dominan a los hombres. Un clásico de aventuras pero
también una dura sátira sobre el comportamiento de los hombres.
Tradicionalmente considerada como una obra de lectura infantil y juvenil,
«Los viajes de Gulliver» va mucho más allá de este nivel y nos sitúa ante una
visión crítica de la sociedad inglesa de mediados del siglo XVIII, con el
objeto de hacernos reflexionar a jóvenes y a mayores sobre una época
aparentemente de esplendor (la Ilustración), pero que en el fondo lo era de
decadencia y estaba bien necesitada de reformas que trajeran mayor bienestar
al hombre y le hicieran más feliz.

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Jonathan Swift

Los viajes de Gulliver


Clásicos a medida - 42

ePub r1.0
Titivillus 14.10.2023

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Título original: Travels into several Remote Nations of the World. In four parts. By Lemuel
Gulliver, first a Surgeon, and then a Captain of several ships
Jonathan Swift, 1726
Adaptación: Lourdes Íñiguez
Ilustrador: Dani Padrón

Editor digital: Titivillus


ePub base r2.1

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La época de Jonathan Swift. Contexto histórico y social

Durante la larga vida de Jonathan Swift, casi ochenta años, (1667-1745),


Inglaterra vive una época de grandes conflictos tanto dentro como fuera de
sus fronteras. A nivel interno, Swift conoce los reinados de cinco reyes, desde
Carlos II (1660-1685) a Jorge II (1727-1760). De ellos, vamos a fijarnos en
dos en este periodo: Jacobo II y Ana. Jacobo era hijo de Carlos I Estuardo, el
rey que fue decapitado en 1649 por querer imponer el absolutismo y no
reconocer los derechos del Parlamento. La pugna por sustituir el derecho
divino del monarca por el derecho natural del hombre, que plantea que el
sujeto de la soberanía es el pueblo y no el rey, se adelanta en Inglaterra
respecto a otros países por la influencia de los filósofos empíricos, que
defendían el libre pensamiento y la crítica frente a cuestiones tenidas hasta
entonces por inamovibles, como era el papel del rey. Esta idea tuvo una
repercusión trascendental en la trayectoria política del siglo XVIII y
desembocaría en la Revolución Francesa de 1789. Con ello, en Inglaterra los
reyes se ven obligados a otorgar su poder al Parlamento y a no gobernar como
monarcas absolutos.
Pero esta lección no la aprendió Jacobo II, que reinó de 1685 a 1688 y
quiso restaurar el autoritarismo de su padre, después de haber pasado el país
por una república parlamentaria (1649-1653) y por la dictadura militar de
Oliver Cromwell (1653-1658). Por si fuera poco, este rey se convirtió al
catolicismo, siendo el Parlamento protestante. En 1688 se produjo la Gloriosa
Revolución, que le quitó el trono y se lo dio al holandés Guillermo de Orange
(1689-1702), quien estableció una monarquía constitucional. Jacobo huyó a
Francia y se puso bajo la protección de Luis XIV. Muerto el holandés sin
descendencia, le sucedió la hija de Jacobo, Ana Estuardo, conocida como «la
buena reina Ana», cuyo reinado abarcó de 1702 a 1714 y consiguió en 1707
unir Escocia a Inglaterra, bajo el nombre de Reino Unido de la Gran Bretaña,
anexión no exenta de dificultades por ser Escocia católica, al igual que pasaba
con Irlanda y ser ambas tratadas con mano opresora por Inglaterra. El reinado

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de Ana fue con todo pacífico y se caracterizó por el turno de partidos,
conservadores y liberales. Al morir sin descendencia, pues todos sus hijos
murieron antes que ella, la dinastía pasó a Jorge I, de la casa alemana de los
Hannover, inaugurándose así la época georgiana.
Frente a la debilidad de las monarquías inglesas, en la vecina Francia
reina durante más de cincuenta años el Rey Sol, Luis XIV, de 1643 a 1715, el
cual, a la vista de lo que había sucedido en Inglaterra y no queriendo dejar de
ser un rey absoluto, va a imponer un tipo de gobierno que se ha dado en
llamar Despotismo Ilustrado y que se basa en realizar desde el poder una serie
de reformas sociales encaminadas a conseguir el progreso y la felicidad del
hombre, pero sin darle participación, de ahí el lema: «Todo para el pueblo,
pero sin el pueblo». Todos los monarcas de Europa se aprestan a gobernar de
este modo, contando con el apoyo de la burguesía, que va aumentando su
poder frente a la nobleza reacia a perder sus privilegios, separando el poder
civil del de la Iglesia, y logrando vencer la pasividad del pueblo, que se
aferraba a sus tradiciones.
En la política exterior, Luis XIV, en su afán imperialista, esto es, su deseo
de extender el territorio de Francia hasta sus fronteras naturales, el Rin y los
Pirineos, entabló una serie de guerras en las que Inglaterra no solo se implicó,
sino que se convirtió en la líder de las coaliciones contra Francia, para
conseguir lo que ellos llamaban «el equilibrio de poderes» (Balance of
powers), lo que suponía repartirse Europa de forma equitativa entre las
potencias. La vacante en el trono de España, al morir Carlos II el 1 de
noviembre de 1700 sin descendencia, exacerba el conflicto, pues dos casas
reinantes se disputan el trono: los Austrias frente a los Borbones e Inglaterra
se alía con Austria. Al final gana Francia, ya lo sabemos, y el Rey Sol pone a
su nieto Felipe V en el trono de España. Un hito importante de esta guerra es
la toma del peñón de Gibraltar por los ingleses en 1704, posesión que ratifica
el Tratado de Utrecht en 1713, y además España se ve obligada a renunciar
definitivamente a sus territorios en Europa, con lo que Inglaterra consigue lo
que quería: el equilibrio de poderes.
Pero no es solo en instituir un sistema de gobierno democrático en lo que
Inglaterra se adelantó al resto de Europa, sino también en su sentido
mercantilista, que le llegó de la mano de una burguesía emprendedora que se
dio cuenta de las ventajas que tenía establecer un monopolio de comercio con
las colonias de ultramar —en 1600 había fundado la Compañía Inglesa de las
Indias Orientales y en 1732 ya poseía las trece colonias en Norteamérica que
fueron sus estados primitivos—. Así, en 1651, bajo el gobierno de Cromwell

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se redactó un Acta de Navegación, por la cual los productos que salían o
llegaban a los puertos ingleses solo podían ser transportados por barcos
ingleses o de los países de origen. Esto perjudicaba a las otras potencias
marítimas —Holanda, España, Portugal, Francia—, pero con ello Inglaterra
no solo se aseguraba unos ingresos considerables, sino que mantenía su poder
y su prestigio, y se proyectaba a lo que iba a convertirse en el siglo XIX: el
gran imperio preponderante en el mundo.

La ciencia y el progreso

El siglo XVIII marca el paso entre lo que se ha llamado el Antiguo Régimen,


entendido como las bases en las que se había apoyado el pensamiento, la
cultura, la educación, o sea, la forma de vida anterior y el mundo
contemporáneo, caracterizado por un movimiento de renovación, que se
denomina Ilustración. Todo se somete a examen bajo el dictado de la razón,
de la observación y de la experiencia. Y se es especialmente crítico con los
valores considerados hasta entonces intocables, en particular los religiosos.
Esto va a originar que el interés de los estudios pase de lo metafísico a lo
científico, fomentándose la investigación tanto en la ciencia como en la
técnica, con un claro objetivo: conseguir el desarrollo y el bienestar del
hombre.
En la ciencia, la época que nos ocupa la llena con creces en Inglaterra el
matemático, físico y astrónomo Isaac Newton. Nace el mismo año en que
muere Galileo Galilei, 1642, y sigue su misma trayectoria, esto es, separar la
ciencia de la teología. Ninguno se plantea las causas ni la esencia de nada,
sino solo pretenden constatar lo que observan y darle una explicación
racional. Si Galileo, siguiendo a Copérnico, había dejado establecido que el
Sol es el centro de nuestro sistema y la Tierra y demás planetas giran a su
alrededor, Newton expone la ley de la gravitación universal. Parece ser que,
viendo caer una manzana, Newton se preguntó por qué caían estas y no la
Luna, y se puso a buscar la respuesta hasta dar con la ley de la gravedad de
los cuerpos. Además completó el telescopio que había hecho Galileo,
convirtiéndolo en el aparato que ha llegado a nuestros días, hoy se conserva
en la Royal Society de Londres, de la que Newton fue miembro y desde 1703,
director. En 1705, la reina Ana lo nombró Sir. Sus estudios no solo se
limitaron al cosmos, sino también abarcaron la luz, el color y la electricidad.
Murió en 1727. Fuera de Inglaterra, cabe destacar el invento de la máquina
calculadora por el matemático francés Blas Pascal en 1640.

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En cuanto a descubrimientos geográficos, si bien el marino danés Vito
Bering había atravesado el estrecho que lleva su nombre (1725-28) y
explorado parte de Alaska (1740), el mundo conocido era el que habían
descubierto fundamentalmente españoles y portugueses: Colón, Vasco da
Gama, Magallanes y Elcano. En 1522 este último logra completar la vuelta al
mundo, cuyos confines llegaban a las islas Filipinas, Molucas o Marianas;
también se conocía la Tierra de Van Diemen, después Tasmania, la isla al sur
de Australia, descubierta por el holandés Abel Tasmán en 1642. Los barcos
navegaban cargados de mercancías, pese a los peligros de tempestades o
piratas. Todavía quedaban algunos años para que el capitán inglés Cook
explorase nuevos mares, aumentando las colonias del imperio británico. Pero
ya el espíritu de la Ilustración fomentaba el conocimiento de otros pueblos y
culturas, y la tolerancia hacia ellos.

La novela inglesa en esta época

La Ilustración alcanza también a la literatura y al arte. Características de la


literatura de este llamado Siglo de las Luces son:
a) Culto a la razón, de donde le viene el nombre de Racionalismo, y al
buen gusto, lo que obliga a rechazar la fantasía y atenerse a lo verosímil y a la
mesura, es decir, a la moderación. Estas normas se toman directamente de los
clásicos Aristóteles y Horacio, por eso al movimiento se le llama también
Neoclasicismo.
b) Sentido de la utilidad, lo que supone que la literatura debe tener un fin
didáctico. De ahí el ingrediente educativo y moralizador, incluso satírico de
muchas de estas obras; lo que se toma también de los clásicos.
c) Carácter aristocrático, que significa que el arte se hace para la corte y
las clases ilustradas, y desde ellas se expande al pueblo.
La aparición en 1719 de Robinson Crusoe de Daniel Defoe señala el
inicio de la novela moderna en Inglaterra. A este periodo se le ha llamado la
Era Augusta o Edad de Oro de las letras británicas. Este auge se debe en gran
parte a la incorporación de la burguesía y especialmente de la mujer a la
sociedad y, por tanto, a la lectura. La novela de Defoe estaba basada en un
hecho real, la experiencia vivida por un marinero escocés en una isla
deshabitada a 700 km de las costas de Chile, hasta que fue rescatado; se
publicó sin nombre del autor y escrita en primera persona, para hacer creer
que se trataba de unas auténticas memorias, lo que corroboraba su realismo y
minuciosidad en los detalles. La obra es una alegoría de la existencia humana

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y un elogio del hombre que es capaz de dominar el medio hostil y salir
triunfante de sus lances.
Siete años después, en 1726, aparece Los viajes de Gulliver de Jonathan
Swift, en la cual retoma el género del viaje, pero el optimismo de Defoe es
sustituido por una sátira llena de amargura y pesimismo hacia la sociedad
inglesa de su época y hacia el género humano en general.
Mediado el siglo XVIII, la novela de aventuras deja paso a un relato
intimista, en el que la mujer va a ser la protagonista que da cuenta de su
estado interior. Así, Pamela de Samuel Richardson (1740-42). Y tras él,
Henry Fielding hace un magnífico retrato social y estudio psicológico de su
personaje, un pícaro, en Tom Jones (1749).

Viaje a una utopía

En un mundo que se quedaba cada vez más pequeño, el afán de hacer nuevos
descubrimientos geográficos era patente en todos los navegantes europeos y
no solo por razones filantrópicas o científicas, sino puramente comerciales y
utilitarias. En este ambiente, pues, la novela de viajes tenía que surgir. El
tema no era nuevo en la literatura, pues ya la Odisea de Homero había
iniciado el género ocho siglos antes de nuestra era y los viajes de Marco Polo
se habían recogido en un libro (1298-99).
Jonathan Swift, como hombre culto de su época, conocía también Utopía
(1516), la obra maestra del eminente humanista inglés Thomas Moro. Este
político, abogado y escritor llegó a ser canciller de Enrique VIII, pero se
enemistó con él cuando el rey dispuso su ruptura con la iglesia católica y el
Vaticano para casarse con Ana Bolena. Acusado de alta traición, Thomas
Moro fue decapitado en 1535. Utopía es un nombre griego que significa «no
lugar». Se trata de una isla imaginaria, en la que un tripulante de la
expedición de Américo Vespuccio, que se separa del grupo, va a vivir durante
cinco años. El protagonista describe la isla y su forma de vida, que es el
modelo ideal de su autor, una sociedad en la que reina la igualdad entre los
ciudadanos, la distribución de la riqueza, la tolerancia, el trabajo regularizado,
el voto popular…, y en la que están abolidos la guerra y el dinero. Está claro
que esta obra es un claro precedente de los Viajes de Swift y que este, sin
duda, la conocía bien. Tampoco debían faltar en su biblioteca las Cartas
persas del barón francés de Montesquieu, publicadas anónimamente en 1721,
el cual, después de haber viajado por toda Europa, observando las costumbres
y la forma de pensar de los diversos pueblos, escribió esa novela epistolar,

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que es una sátira contra las costumbres, instituciones, abuso de poder y leyes
de Francia. Su éxito fue extraordinario.
No debemos dejar de mencionar la influencia de las Fábulas del satírico
francés Jean de la Fontaine, publicadas entre 1668 y 1694, en tres volúmenes,
inspiradas en los clásicos, el griego Esopo (siglo VI a. C.) y el romano Fedro
(siglo I), en las que, con animales como protagonistas, ridiculiza con gracia e
ironía los comportamientos humanos.
Este tipo de literatura de crítica social estaba en boga en los tiempos de
Swift, pues poco después de sus Viajes, François Voltaire publicó sus Cartas
inglesas (1734), tras una estancia en Inglaterra. Era un alegato tan duro que el
libro fue quemado públicamente en París y dictada una orden de arresto
contra su autor.
Los viajes de Gulliver se encuadran, como vemos, en esta línea de sátira
contra todos los estamentos de su época: el rey, el gobierno, la política, la
nobleza, la religión, la justicia, la ciencia…, la condición humana. Disfrazado
bajo el ropaje de un personaje ficticio, el autor visita cuatro lugares
desconocidos, donde viven enanos, gigantes, extraños habitantes de una isla
flotante y de una tierra firme inquietante, y, por si fuera poco, inteligentes
caballos capaces de hablar. A veces con la sonrisa que provoca el ir burla
burlando y a veces flagelando con ira y dolor, el lector recorre de su mano
estos mundos diferentes, pero no tan distintos en el fondo.
Swift escribió su obra para criticar los muchos libros de viajes que estaban
de moda en su tiempo, por su desmedida fantasía, en una época en que se
defendía la verosimilitud como rasgo fundamental del Realismo. En su
intención se asemeja a la de Cervantes respecto a los libros de caballerías un
siglo y poco más antes. De hecho, Swift se queja de lo poco que se atienen a
la verdad estos libros en su tiempo; pero no deja de ser un recurso literario,
pues tampoco el suyo puede decirse que sea un reflejo fiel de la realidad. Sea
como sea, la obra ha sido erróneamente considerada como literatura infantil y
juvenil, sobre todo en sus dos primeras partes, que son las que hemos leído la
mayoría de nosotros en nuestra niñez, pero va mucho más allá de la
adolescencia. Por el contrario, suscita en el adulto una profunda reflexión
sobre nuestra forma de vida, pues puede perfectamente proyectarse a nuestra
época.
Cabe plantearse dos preguntas: 1) ¿Son mejores esos mundos que presenta
Gulliver que el que él ha dejado en Europa? 2) ¿No queda ningún resquicio a
la esperanza de poder modificar ese mundo para mejorarlo? A la primera
pregunta podemos contestar que esos posibles mundos ideales adolecen de los

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mismos defectos que el suyo, incluso los personajes considerados por él como
modélicos, los caballos, están lejos de serlo. En cuanto a la segunda pregunta,
Gulliver acaba convertido en un ser solitario, que odia a sus semejantes y no
soporta su trato. ¿Se ha vuelto loco? Si es así, Gulliver está muy lejos de la
locura de nuestro loco universal, don Quijote, porque a este hombre, apodado
«el Bueno», tampoco le gusta el mundo en el que le ha tocado vivir, pero no
huye de él, ni lo derriba; sino que en su «viaje» sale a luchar, o como él dice,
a «desfacer» los «entuertos» que en este encuentra, con el fin de remediarlos
y convertir ese mundo en uno mejor, tarea que, al final, siempre es un sueño
imposible; pero el mérito está en intentar reformarlo y no en darse por
derrotado y rechazarlo.

Esta edición

Siguiendo el criterio de esta colección de Clásicos a Medida, la obra que aquí


ofrecemos es una traducción y adaptación del original inglés. Hemos
simplificado los capítulos, hemos dinamizado la narración, convirtiendo
muchos fragmentos en diálogo, y hemos suprimido las partes menos
interesantes o reiterativas. Pero no por ello se pierde la esencia del argumento
ni la intención de su autor.

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Del editor al lector

El autor de estos Viajes, el señor Lemuel Gulliver, es un lejano pariente y


amigo mío. Actualmente vive retirado en una casa que compró en el condado
de Nottingham, su tierra natal. Antes de dejar su antigua casa de Redriff, me
entregó estos papeles, con libertad de disponer de ellos como creyera más
conveniente. Los he revisado atentamente: el estilo es muy directo y sencillo,
y el contenido del relato se atiene a la verdad. Ahora me aventuro a
entregarlos al mundo, esperando que sean un mejor entretenimiento para
nuestros jóvenes ilustrados que los repetidos temas de política y sociedad.
RICHARD SYMPSON

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PRIMERA PARTE

Viaje a Liliput, el País de los Enanos

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CAPÍTULO I

Gulliver da noticia de sí mismo, de su


inclinación a viajar y de cómo llegó al país de
Liliput

Mi padre tenía una pequeña propiedad en Nottinghamshire[1]. Yo era el


tercero de cinco hijos. A los catorce años, me mandó al colegio a Cambridge
y allí residí tres cursos, bien aplicado a mis estudios; pero como el coste de mi
manutención era una carga demasiado grande para tan escasa fortuna, entré de
aprendiz con un reconocido cirujano de Londres, con el que permanecí cuatro
años. No obstante, lo que a mí me gustaba era viajar y a aprender navegación
dedicaba el poco dinero que recibía. Fue mi maestro el que me recomendó al
capitán de un buque mercante, el Swallow, que iba a Oriente Medio, y en él
me enrolé durante tres años. A mi regreso, decidí instalarme como médico en
Londres y me casé con Mary Burton, hija de un próspero comerciante de
calzas[2]; pero mi consultorio empezó a ir mal y, en consecuencia, hablé con
mi mujer y opté por volver a navegar. De este modo, trabajé seis años como
médico a bordo de dos barcos y realicé varios viajes a las Indias Orientales y
Occidentales. Durante las travesías, leía y cuando desembarcábamos,
observaba las costumbres de las gentes y aprendía sus idiomas. Volví a casa y
otra vez me cansé de estar en ella, así que cuando el capitán del Antelope me
ofreció un ventajoso puesto, no lo dudé y me fui con él rumbo a los mares del
Sur. Esto fue el 4 de mayo de 1699.
Pensábamos llegar a las Indias Orientales, pero una violenta tormenta nos
desvió hacia la Tierra de Van Diemen[3]. El viento nos arrastró hasta unas
rocas y en el impacto, el barco se partió por la mitad. Doce hombres murieron
y seis logramos echar un bote al agua, maniobramos, pero las olas lo
volcaron. No puedo decir qué fue de mis compañeros; en cuanto a mí, nadé
como pude, empujado por el viento y la marea. Al anochecer, llegué a una
playa. No vi señales ni de casas, ni de gente; el agotamiento me venció y caí
profundamente dormido.

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Acababa de amanecer cuando me desperté. Intenté levantarme, pero no
pude moverme porque mis brazos, piernas, cabello y todo mi cuerpo estaban
fuertemente sujetos al suelo. Oía un ruido confuso a mi alrededor, pero en la
postura en que me encontraba, bocarriba, solo podía ver el cielo. Poco
después, sentí que algo se movía por mi pierna izquierda y avanzó hasta mi
barbilla; se trataba de una persona humana, pero no medía más de quince
centímetros[4] de estatura, con arco y flechas. Le seguían cuarenta más de su
misma especie. Me quedé completamente atónito, di un grito tan fuerte que
todos salieron corriendo atemorizados, y algunos resultaron heridos al caer
desde mi costado. No obstante, regresaron pronto y uno de ellos se acercó a
mi cara y exclamó con voz chillona:
—Hekinah degul.

Yo permanecía acostado y estaba muy intranquilo, entonces hice un


esfuerzo por liberar mi brazo izquierdo de las cuerdecillas y las pequeñas
estacas que lo inmovilizaban. Lo conseguí y, por segunda vez, las criaturas
huyeron; pero al instante se oyó la voz fuerte y aguda de otro de ellos:
—Tolgo phonac.
Cien flechas, como afiladas agujas, me alcanzaron la mano izquierda.
También intentaron clavarme sus lanzas en el costado, pero yo llevaba un
jubón[5] de cuero que no pudieron atravesar. Decidí, por tanto, estarme quieto
y esperar hasta la noche. Cuando ellos vieron que no me movía, dejaron de
dispararme. Oí un ruido a mi derecha, volví un poco la cabeza y vi un tablado
de unos cuarenta centímetros[6] de alto, desde donde uno de ellos, que parecía
persona notable, me dirigió un discurso del que no entendí ni una palabra,

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pero me pareció distinguir algunas frases de amenazas y otras de promesas y
de cortesía. Contesté con pocas palabras, pero en tono sumiso y, como estaba
muerto de hambre, me llevé repetidamente el dedo a la boca, lo que el hurgo
—pues así es nombrado un gran señor, como supe después— pareció
entender, porque bajó del estrado y ordenó que me trajeran comida. Al punto
colocaron escaleras en mis costados y me subieron más de cien cestas
cargadas de carne de varios animales, que yo engullía de tres en tres, ya que
cada una era para mí un bocado, al igual que los panes, que no superaban el
tamaño de balines de escopeta. Hice luego señas de que quería beber e
hicieron rodar hasta mí una gran cuba de un vino muy suave, que yo vacié de
un trago. Me servían tan rápido como podían y mostraban gran asombro por
mi corpulencia y apetito. Hubiera seguido comiendo, pero ya no tenían nada
más que traerme. Se paseaban por mi cuerpo, saltando y brincando, llenos de
alborozo. Y repetían:
—Hekinah degul.
Confieso que varias veces estuve tentado de coger a unos cuantos y
estrellarlos contra el suelo y de hacer ademán de querer comerme vivo a
alguno; pero al punto recordaba la hospitalidad con la que me habían tratado y
desaparecían estos pensamientos. Al rato, se presentó otra persona de alto
rango y, subiendo por mi pierna izquierda, seguido de una comitiva, se acercó
a mi cara para leerme una orden firmada por el rey, tras lo cual, con expresión
resuelta, señaló la dirección de la capital, a la que se suponía que yo debía
dirigirme, ya que Su Majestad me esperaba. Contesté con pocas palabras, y
con la mano desatada señalé mi otra mano y la cabeza y el cuerpo, haciendo
movimientos de querer romper las ligaduras, lo que él desaprobó con un
gesto, al tiempo que volví a sentir el escozor de sus flechas en mis manos y
cara. Me serené y les mostré que podían hacer conmigo lo que quisieran. El
hurgo mandó traer un ungüento de agradable olor, que me extendieron por la
piel dolorida y me calmó de inmediato el picor. Sentí que me dormía, pues
probablemente el vino contenía algún narcótico. Mientras estaba sumido en
profundo sueño, trajeron una enorme plancha de madera con ruedas, que ellos
usaban para transportar sus máquinas de guerra y otros grandes pesos, y
novecientos hombres de los más robustos me levantaron con poleas y me
colocaron sobre ella. Mil quinientos caballos del emperador, de unos doce
centímetros de alto, se encargaron de llevarme hasta la ciudad, que distaba de
la playa ochocientos metros[7].
Cuando me desperté, era mediodía y estábamos a las puertas de la
muralla. El rey salió a mi encuentro; pero no se subió a mi cuerpo, por

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consejo de sus escoltas, que tenían miedo de poner en peligro su real persona.
Nos habíamos parado junto a un gran edificio, un antiguo templo que
dedicaban a usos comunes. Su gran puerta tenía alrededor de un metro y
veinte de alta, por sesenta centímetros de ancha, y allí dispusieron que me
alojara. Yo me podía arrastrar para entrar y salir, y tumbarme dentro cuan
largo era. Los herreros del rey prepararon noventa cadenas de unos dos
metros de largas, con sus correspondientes candados, para encadenarme la
pierna izquierda; de modo que, aunque lleno de pesar, podía levantarme y
andar lo que estas me permitían. Hecho esto, me quitaron todas las cuerdas
con que me habían atado.

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CAPÍTULO II

La corte de Liliput. Gulliver se gana el favor del


rey

Cuando me vi de pie, miré alrededor y he de confesar que la ciudad y su


entorno me parecieron el decorado pintado de una obra de teatro. La ciudad
estaba rodeada de bosques, cuyos árboles más altos medían dos metros, y
también de campos labrados y de jardines llenos de flores. Se llamaba
Mildendo y estaba completamente cercada por una muralla de un metro de
alto y treinta centímetros de espesor, con fuertes torres defensivas cada veinte
metros. La cruzaban dos calles principales, que la dividían en cuatro partes,
conformando un cuadrado perfecto, en cuyo centro se levantaba el palacio
real. Las casas tenían de tres a cinco pisos y en total podía albergar unos
quinientos mil habitantes. Las tiendas y mercados estaban bien surtidos.
Al enterarse la gente de mi llegada, todos quisieron venir a verme, y los
primeros, la emperatriz y los jóvenes príncipes acompañados de su séquito.
Llegaron personas ricas y desocupadas, pero también gente de los pueblos,
que abandonaron sus labranzas, y se hubiera llegado a un gran descuido en las
tareas cotidianas si Su Majestad no lo hubiera impedido publicando diversos
bandos[8].
El rey tenía veintiocho años y era el hombre más alto y fuerte de todos los
de su corte y reino. Eso mismo bastaba para infundir respeto y temor en sus
súbditos. Su porte era majestuoso; llevaba un traje a la moda entre asiática y
europea, y una espada de unos ocho centímetros de largo, envainada en una
funda de oro con diamantes; de oro era también su yelmo, que se remataba
con una pluma. Para poderlo ver mejor me tumbé, de modo que mi cara
quedaba a su altura. Me hablaba con una voz aguda y clara, y yo le contestaba
en todos los idiomas que sé —inglés, francés, alemán, español, portugués,
italiano, holandés y latín—; pero sin resultado. Ordenó que me preparasen
comida, para lo cual trescientos cocineros se instalaron con sus familias en
unas tiendas junto a mi casa, y que me trajeran camas, lo que hicieron las
seiscientas personas que puso a mi servicio, superponiendo en cuatro niveles

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seiscientas de las suyas. Trescientos sastres me confeccionaron asimismo un
traje al estilo del país. Entretanto, él celebró varios consejos para decidir qué
se había de hacer conmigo; el tesorero planteaba lo costoso de mi
alimentación para las arcas públicas, por lo que Su Majestad obligó a las
aldeas a contribuir con un número de bueyes, ovejas y otras viandas, que él
les pagó de su propia asignación. Además, encargó a seis de sus más
eminentes maestros que me enseñaran su lengua. Todas sus órdenes fueron
cumplidas.
Llevaba allí tres semanas y ya había logrado grandes progresos en el
aprendizaje de su idioma. El emperador me visitaba a menudo.
—Señor —le dije en cuanto fui capaz de expresarme—, os ruego
encarecidamente que me concedáis la libertad.
—Os la otorgaré con el tiempo y con la aprobación de mis consejeros,
amigo Gulliver. Pero antes tenéis que jurar la paz conmigo y con mi reino.
Igualmente os sugiero que tratéis de ganaros una buena opinión entre mi
pueblo con vuestro discreto comportamiento.
—Así lo haré, Majestad.
—Y si no lo tomáis a mal, voy a dar orden a unos funcionarios para que
os registren, porque seguramente lleváis encima armas y otros objetos que
pueden ser peligrosos para nosotros, dada vuestra prodigiosa corpulencia.
—Os daré plena satisfacción en lo que me pedís.
Vinieron dos empleados públicos y, tomándolos en mis manos, los fui
metiendo en todos mis bolsillos, excepto en dos del chaleco, en los que
guardaba unas lentes, que a veces uso debido a la debilidad de mi vista, y
otras cosas de las que no quería desprenderme. Aquellos caballeros, provistos
de papel y pluma, fueron haciendo una lista de todo lo que iban encontrando
en los bolsillos del que ellos denominaron el Gran-Hombre-Montaña.
Acabada la tarea, lo leyeron ante el rey. Decía así:
«Un trozo de tela lo suficientemente grande como para alfombrar el salón
del trono». Yo expliqué que aquello era mi pañuelo. «Un enorme cofre de
plata, que contiene un polvo que nos hizo estornudar». Era rapé o polvo de
tabaco. «Un largo artilugio provisto de veinte estacas, que recuerda a la
empalizada que rodea el palacio real». Era mi peine. «Una columna de hierro
hueca, de la altura de un hombre, sujeta a un soporte de madera, y de la cual,
por uno de sus lados, sobresalen unos enormes pedazos de hierro de forma
extraña, que no sabemos qué puedan ser». Se referían a mi pistola con sus
balas. «Dos fundas alargadas, que doblan el tamaño de nuestra cabeza; ambas
contienen dos raros objetos de metal en forma de bandeja, que nos parecen

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peligrosos por estar afilados». Y, sin duda, lo eran, pues se trataba de dos
navajas —les aclaré—, una para cortar la carne y la otra, para afeitarme la
barba. «Una especie de máquina, que cuelga de una cadena y lleva dentro de
una bolsa, metida en una faja que rodea su cintura. Al pedirle que la sacara —
detallaban los pormenores—, nos la enseñó, resultando ser como una caja
redonda, la mitad de plata y la otra mitad de un material transparente; tiene
dibujados unos signos en círculo y produce un ruido incesante, como el de un
molino de agua. Suponemos que debe de ser un animal desconocido o el dios
al que el Hombre-Montaña adora». Yo les aseguré que era mi reloj, una
máquina que marcaba cada minuto de mi vida, por lo que rara vez hacía algo
sin consultarlo. «Otra bolsa, que también cuelga de su cintura, contiene un
montón de pequeños granos negros, ignoramos para qué puedan servir». Era
la pólvora con la que cargaba mi pistola. «Finalmente, en una tercera bolsa,
sujeta a su cinturón al igual que las anteriores, lleva unas piezas de metal
amarillo, que, si son de oro, deben de tener un valor incalculable». Yo
justifiqué que se trataba de mi dinero y que nunca salía sin él.
—Haced entrega de todos esos objetos —me ordenó amablemente el
emperador, una vez terminada la lectura del documento— y el primero de
todos será vuestra espada.

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La arrojé al suelo con funda y todo, ante el grito general de terror por su
tamaño y por el resplandor que su hoja despedía al dar en ella el sol.

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—Y ahora, la columna de hierro.
Saqué la pistola, como me pedía, y le expliqué para qué servía. A
continuación, cargándola solo con pólvora, la cual, gracias al buen cierre de
mi bolsa, no se me había mojado en el mar, la disparé en el aire, no sin antes
advertir a Su Majestad que no se asustara. Aquí el asombro fue mucho mayor
que el que habían mostrado a la vista de la espada. Cientos de hombres
cayeron de espaldas con el estampido y hasta el propio rey tardó un rato en
recobrarse.
—Majestad, tened mucho cuidado de que estos granos nunca se acerquen
al fuego, pues con la más pequeña chispa se pueden inflamar y podrían hacer
volar vuestro palacio imperial.
Hice entrega de todo lo demás y, salvo la espada, la pistola y la pólvora,
me fueron devueltas mis cosas, conservando también lo que tenía en mis
bolsillos secretos.
Mi buena actitud y mi amabilidad con la gente en general habían influido
tanto en el emperador y en su corte, que empecé a abrigar esperanzas de
lograr pronto mi libertad. Poco a poco, los nativos dejaron de tenerme miedo;
a veces me tumbaba y dejaba que cinco o seis bailasen en mi mano y los
niños jugaban al escondite entre mi pelo. Por entonces, yo había hecho ya
grandes progresos en entender y hablar su idioma. Un día, el emperador quiso
obsequiarme con algunos espectáculos del país y ninguno me divirtió tanto
como el de los funambulistas. Consistía en hacer equilibrios sobre una fina
cuerda, colocada a sesenta centímetros del suelo. Este número solo era
practicado por aquellas personas que pretendían alcanzar un alto puesto en la
corte y se adiestraban en ello desde jóvenes. No hacía falta haber nacido en
noble cuna o tener una educación esmerada. Cuando se producía la vacante de
algún alto dignatario o alguno había caído en desgracia, se presentaban cinco
o seis candidatos para el cargo. Flimnap, el tesorero, era además capaz de dar
un salto sobre la cuerda floja. Esta distracción acarreaba con frecuencia
graves accidentes de fractura de huesos y el peligro era mucho mayor cuando
se ordenaba a los propios ministros que demostraran su destreza, pues en su
afán por superarse en la competición, algunos habían sufrido ya hasta tres
caídas.
Dos días después, se le ocurrió otro pasatiempo. Quiso que yo
permaneciera en pie, con las piernas abiertas, como un coloso, e hizo desfilar
a sus tropas por debajo de mí: tres mil soldados de infantería y mil de
caballería, con banderas desplegadas y al repique de los tambores.

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Había enviado yo tantas peticiones de libertad que finalmente Su
Majestad accedió a llevar el asunto a su consejo de gobierno y nadie se opuso,
salvo el almirante Bolgolam, persona muy estimada por el rey, el cual, sin
provocación alguna por mi parte, se complacía en ser mi enemigo. La petición
fue aprobada en contra de su voluntad, pero consiguió que las condiciones de
la misma fueran de lo más rigurosas. Él mismo, acompañado de dos
secretarios, vino a traerme el escrito que yo debía jurar, primero al modo de
mi país y luego según sus propias leyes. Estas requerían que mientras juraba
debía sostener en alto el pie derecho con la mano izquierda, ponerme el dedo
corazón de la otra mano en la coronilla y el pulgar en la punta de la oreja
derecha.
Los artículos del solemne juramento rezaban así:
«Su Muy Sublime Majestad, el poderoso emperador de Liliput, Calin I,
gloria y terror del universo, cuyos pies pisan el centro de la Tierra y cuya
cabeza toca el Sol, y cuyos dominios se extienden hacia los confines del
globo, propone al Hombre-Montaña los artículos siguientes, que estará
obligado a cumplir bajo fiel juramento:
»Primero. El Hombre-Montaña no saldrá de nuestro reino sin nuestra
licencia.
»Segundo. No se atreverá a entrar en nuestra ciudad sin nuestra orden.
»Tercero. No se tumbará ni pisará nuestros sembrados ni praderas.
»Cuarto. Tendrá el mayor cuidado en no pisar a ninguno de nuestros
amados súbditos, ni sus caballos ni sus carros, y no los cogerá en sus manos
sin su consentimiento.
»Quinto. Será nuestro aliado en la guerra que se prepara contra la isla de
Blefuscu.
»Sexto. En sus ratos libres ayudará a nuestros obreros en sus tareas de
reparación y construcción.
A cambio de este compromiso, el citado Hombre-Montaña recibirá una
ración diaria de comida y bebida equivalente a la de 1724 de nuestros
habitantes y tendrá libre acceso a nuestra Real Persona».
Juré y firmé el documento con gran contento y acto seguido me liberaron
de las cadenas. El mismo emperador me hizo el honor de asistir a la
ceremonia.

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CAPÍTULO III

Los enemigos de Liliput. Decisiva intervención


de Gulliver fuera y dentro del país

Una mañana, a los quince días de haber obtenido mi libertad, el ministro del
Interior vino a mi casa y me rogó que le concediese una entrevista, a lo que
accedí sin demora. Se subió a mi mano e inició esta conversación.
—Os felicito por vuestra libertad, Gulliver; pero habéis de saber que no se
os habría concedido tan pronto si las cosas fueran bien en la corte. Porque,
aunque a los ojos de los extranjeros nuestro Estado es floreciente, hemos de
hacer frente a dos graves males: una violenta revuelta interna y el peligro de
invasión de un poderoso enemigo exterior. Respecto a lo primero, he de
deciros que desde hace varios años existen en este imperio dos partidos
opuestos, los Tramecksan y los Slamecksan, que se distinguen por los tacones
altos o bajos que llevan sus partidarios y seguidores en los zapatos. Su
Majestad ha nombrado al actual gobierno de entre las filas de los tacones
bajos. Por el contrario, el príncipe heredero siente cierta preferencia por los
tacones altos, como se puede comprobar porque lleva un tacón más alto que el
otro, lo que le provoca una clara cojera al andar. La hostilidad entre estos dos
partidos ha llegado a tal punto que no se hablan, ni quieren comer ni beber los
unos con los otros.

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»Por si esto fuera poco —prosiguió—, llevamos más de tres años
enfrentados a nuestro vecino, la isla de Blefuscu, el cual amenaza con
invadirnos. Este es el otro gran imperio del universo; porque, aunque vos nos
habéis hablado de otros países en el mundo, en los que habitan criaturas de
vuestra estatura, nuestros filósofos están seguros de que debisteis caer de la
Luna o de alguna estrella, pues es evidente que con solo cien individuos de
vuestra talla destruiríais por completo nuestro mundo. En fin, el motivo que
ha llevado a la guerra a nuestros dos Estados es cuál sea la forma más idónea
de cascar los huevos, si por el extremo más ancho, que sostienen ellos, o por
el más estrecho, que defendemos nosotros, tras ser instaurada por el abuelo de
Su Majestad después de herirse un dedo al abrir uno a la antigua usanza.
Blefuscu nos acusa de haber provocado un cisma religioso entre nuestros dos
países hermanos, contraviniendo la doctrina que recoge nuestro libro sagrado;
pero en realidad el texto dice así: Que todo creyente verdadero casque sus

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huevos por el extremo conveniente. Cuál sea este ha de dejarse a la conciencia
de cada uno, pero la pugna ha costado ya seis guerras y miles de vidas, y a
ella se han dedicado docenas de gruesos libros, sin que lleguemos a la paz.
Nuestro enemigo cuenta con gran número de simpatizantes aquí en nuestra
patria y está preparando una gran flota para atacarnos. Su Majestad me ha
enviado para exponeros la situación y pediros vuestra ayuda, confiando en
vuestro valor y fuerza.

—Presentadle al rey mi humilde respeto —contesté al ministro— y


hacedle saber que, aunque no me corresponde, siendo extranjero, mezclarme
en asuntos internos de otro país, estoy dispuesto a defenderle a él y a su reino
contra cualquier invasor, aun a costa de mi vida.
El reino de Blefuscu está situado al nordeste de Liliput, separado de este
solo por un estrecho de setecientos metros de anchura y dos metros de
profundidad, con la marea alta. Yo no lo había visto aún y, ante este aviso de
preparación de invasión, evité ir hacia aquel lado de la costa por temor a ser
descubierto por alguno de sus barcos. Comuniqué a Su Majestad un plan que

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había ideado para apresar a toda la flota enemiga que estaba anclada en el
puerto, lista para zarpar. Busqué un buen punto de observación y, tumbado
sobre una colina, saqué mi catalejo de bolsillo y estuve observando los
barcos. La flota se componía de cincuenta buques de guerra y un gran número
de fragatas. Volví a mi casa y mandé que me trajeran una gran cantidad del
cable más grueso que encontraran y de barras de hierro. El cable era como
nuestro cordel, pero lo trencé, y las barras eran como las agujas de punto, pero
también las entrelacé y doblé sus puntas para hacer ganchos, que até a otros
tantos cables, hasta completar cincuenta. Llevando estos preparativos, me
desnudé, excepto del calzón y la camisa, y me metí en el mar. Llegué a la
flota de Blefuscu en menos de media hora. Al verme, los enemigos se
horrorizaron de tal modo que saltaron al agua; yo enganché los cincuenta
cables a los correspondientes barcos, hice un nudo con todos los cables y
corté con mi cuchillo las amarras que los anclaban. Sin gran esfuerzo, tiré del
extremo anudado y logré arrastrar tras de mí a toda la flota enemiga. No dejé
de recibir flechazos en todo el rato, que me producían escozor en cara y
manos, pero así logré salvar a mis amigos los liliputienses, mientras que los
blefuscudianos se quedaban sumidos en el asombro y la desesperación.
—¡Larga vida al poderoso emperador de Liliput! —grité muy alto al
regresar.
El rey me recibió con grandes alabanzas y me nombró allí mismo nardac,
que es el más alto título honorífico entre ellos.
—Quiero, amigo Gulliver, que en una próxima ocasión volváis al puerto
de Blefuscu y traigáis el resto de los barcos de su flota naval. Reduciré todo
su imperio a una provincia del nuestro y así quedaré yo como único monarca
del mundo.
Viendo cuán desmedida puede llegar a ser la ambición de los príncipes,
me esforcé por disuadirle de su empeño con argumentos no solo de política,
sino también de justicia y generosidad.
—Siento, señor, no poder complaceros en este punto, pues jamás serviré
de instrumento para llevar la esclavitud a un pueblo libre y valeroso.
Esta sincera y atrevida declaración mía no sentó nada bien a Su Majestad,
pues se oponía a sus planes imperialistas, y nunca me lo perdonó. Desde aquel
momento comenzó a urdirse una intriga entre el rey y una camarilla de
ministros maliciosamente dispuestos en mi contra, que pudo haberme llevado
a mi perdición. ¡Qué poco pesan los mayores servicios prestados a los
príncipes si se les pone en la balanza el contrapeso de una negativa a
satisfacer sus pasiones!

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Tres semanas después de esta hazaña, llegó a Liliput una vistosa embajada
de Blefuscu con humildes ofrecimientos de paz; he de decir que en esas
negociaciones yo colaboré con mi saber y experiencia y la paz quedó sellada
en términos muy ventajosos para nuestro emperador. Los emisarios, enterados
de mi actitud benévola hacia ellos, me invitaron a visitar su país, lo que
acepté con satisfacción, rogándoles que presentaran mis respetos a su
emperador en Blefuscu; pude entenderme con ellos a través de un intérprete,
ya que muchos ciudadanos de uno y otro reino conocen ambos idiomas en
virtud de las relaciones comerciales y culturales que hay entre ellos.
Pedí permiso al rey y me lo concedió, según pude advertir, de un modo
muy frío. No imaginé la razón hasta que alguien me contó en secreto que
Flimnap y Bolgolam le habían presentado mi actitud hacia los embajadores
como una deslealtad, culpa de la que puedo asegurar mi corazón estaba
completamente libre. Y esta fue la primera vez en que empecé a darme cuenta
de lo que suponen las maquinaciones y odios de cortes y ministros. Ajeno a
ello, no tardé mucho en poderle demostrar a Su Majestad mi gratitud al
prestarle un valioso servicio. Y fue como sigue. En plena noche, me
despertaron los gritos de decenas de personas que llamaban a mi puerta.
—Hombre-Montaña, te necesitamos. Los aposentos de la reina están
ardiendo, debido al descuido de una dama que se ha quedado dormida
mientras leía una novela. Ven inmediatamente.
Sobresaltado, logré llegar al palacio sin pisar absolutamente a nadie. Vi
que habían colocado escaleras de mano sobre las paredes y llevaban y
llevaban cubos de agua, pero esta quedaba a cierta distancia y no daban
abasto para sofocar las llamas. La situación parecía crítica, pero entonces se
me ocurrió una rápida solución. Dejé descargar mi vejiga sobre el palacio y el
torrente de orina apagó al punto el fuego. El edificio quedaba a salvo de la
destrucción. Ya había amanecido y regresé a mi casa, sin esperar a ser
felicitado por el emperador, pues, aunque el servicio realizado era de
agradecer, no sabía cómo se podría tomar Su Majestad el medio con el que lo
había llevado a cabo, dado que las leyes del reino condenaban claramente a
muerte a cualquiera que hiciera aguas dentro del recinto palaciego. El rey me
mandó un mensaje tranquilizador, asegurándome que pediría al ministro de
Justicia que redactara mi indulto; sin embargo, la reina había mostrado una
gran repugnancia por lo que yo había hecho, había abandonado aquel ala del
palacio y las personas de su confianza la habían oído jurar venganza.

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CAPÍTULO IV

Sobre los usos y costumbres de los habitantes de


Liliput

Con gusto paso a dar al lector algunos datos sobre este imperio. Como ya he
dicho, la estatura media de estos nativos es algo menos de quince centímetros,
y en correspondencia con ella se encuentra la de todos los animales y plantas.
Así, los caballos y bueyes más grandes miden diez o doce centímetros de alto;
las ovejas, cuatro; los pollos tienen el tamaño de un gorrión; y los árboles no
sobrepasan los dos metros.
Sobre su cultura, diré que su manera de escribir es muy curiosa, pues no
lo hacen de izquierda a derecha como los europeos, ni de derecha a izquierda
como los árabes, ni de arriba abajo como los chinos, sino de forma oblicua, de
uno a otro ángulo del papel, como algunos de nuestros escolares.
Entierran a sus muertos con la cabeza hacia abajo, porque es creencia
popular que cuando llegue el día del fin del mundo, la Tierra se dará la vuelta
y cuando resuciten se encontrarán directamente de pie.
Las leyes no son obedecidas por los ciudadanos por miedo al castigo que
pueda conllevar su incumplimiento, sino por los privilegios que reciben al
hacerlo, por ejemplo, añadir a su apellido el título de snilpall, que significa
«legal», y ser premiado con una suma de dinero que sale del presupuesto
estatal. Con todo, los crímenes contra el Estado son castigados con la mayor
severidad, pero si la persona acusada demuestra su inocencia en el juicio, el
acusador es condenado a muerte y el perjudicado es indemnizado con los
bienes de aquel, aportando la corona la parte que aquellos no cubren. Al
mismo tiempo, se proclama por toda la ciudad su inocencia.
Al escoger personas para trabajar en cualquier empleo, inclusive la
administración pública, se tiene en cuenta más las virtudes morales que la
inteligencia o la habilidad, pues se piensa que los individuos honrados están
menos inclinados a la corrupción que aquellos que poseen dotes superiores, y
ello lo prueba la escandalosa práctica de bailar en la cuerda para conseguir los

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cargos superiores, que ha prosperado merced al incremento de partidos
políticos y facciones.

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Respecto a la educación, los niños de nobles familias cuentan con serios y
cultos maestros que les inculcan los principios del honor, la justicia, el valor,
la modestia, la clemencia, la religión y el amor a su patria. Siempre se les
tiene ocupados, excepto durante las horas de comer y dormir y las que se
dedican al ejercicio físico, que son dos y se las considera un entretenimiento.
Por su parte, las niñas de clase alta no reciben una educación distinta a la de
los varones, salvo en los ejercicios y en algunas normas relativas a la vida
doméstica; cuando cumplen los doce años, se las saca del colegio, pues es la
edad en que deben ser preparadas para el matrimonio. Las familias modestas
pagan el colegio de sus hijos de acuerdo a sus ingresos. Los campesinos
conservan a sus hijos en casa, encargándose los padres de enseñarles a labrar
y cultivar la tierra, por lo que su educación tiene pocas repercusiones para la
sociedad.
Finalmente, a los viejos y enfermos los mantienen los hospitales, pues la
mendicidad es una práctica desconocida en este país.
Un día, Su Majestad expresó su deseo de venir a comer conmigo,
acompañado de su real consorte y de los jóvenes príncipes. Acepté el gran
honor. Forzado por la necesidad, yo me había fabricado una mesa y una silla
con los mayores árboles que encontré. Para esta ocasión, preparé unos tronos
sobre mi mesa, justamente frente a mí. Les acompañaba el tesorero Flimnap y
observé que me miraba con tosco semblante. Este ministro había sido mi
enemigo desde que llegué, aunque exteriormente me adulaba, y era la razón
principal para ello los celos que sentía, porque su esposa me trataba con gran
deferencia y había venido varias veces de visita a mi casa, siempre
acompañada de otras personas. Por este motivo, Flimnap le hizo ver al
monarca el mal estado en que se encontraba la Hacienda del reino y el
elevado gasto que mi sostenimiento suponía; por lo que le aconsejaba que se
deshiciera de mí en la primera oportunidad que encontrase. He de decir que el
emperador se dejaba manejar demasiado por aquel malévolo favorito.

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CAPÍTULO V

Gulliver, enterado de lo que se planea contra él,


huye a Blefuscu y de allí vuelve a Inglaterra

Antes de dar cuenta de mi salida de este reino, quiero informar en detalle al


lector de la intriga secreta que durante dos meses se estuvo tramando contra
mí. Toda mi vida he permanecido ajeno a las cortes, sin duda, dado lo
modesto de mi condición. Desde luego, había oído hablar del temperamento
de los grandes príncipes y ministros, pero nunca imaginé encontrarme con sus
terribles efectos en un país tan remoto y diferente de los europeos. Una noche,
una persona reconocida en la corte, a quien yo le había hecho un favor ante el
rey en un momento en que había caído en desgracia ante sus ojos, vino con
gran sigilo a mi casa.
—Habéis de saber —dijo para avisarme— que por vuestra causa se ha
reunido últimamente el consejo del reino varias veces en privado y hace dos
días Su Majestad ha tomado una decisión. Bien os consta que el almirante
Bolgolam os odia a raíz de vuestra gran victoria sobre Blefuscu, la cual ha
eclipsado su gloria. Pues este, en unión del tesorero Flimnap y otros, han
redactado un pliego de acusaciones por traición y otros crímenes nefandos[9].
En gratitud a los favores que me habéis hecho, he logrado hacerme de una
copia, con lo que arriesgo mi cabeza en vuestro servicio. Esta es. —Y pasó a
leerla.
«Primero. Aunque, mediante un estatuto aprobado por Su Majestad
Imperial Calin I, se promulga que quienquiera que haga aguas menores dentro
del recinto del palacio real incurrirá en delito de alta traición, el acusado
Gulliver, conocido por el sobrenombre de Hombre-Montaña, ha quebrantado
esta ley, con el pretexto de apagar el incendio que se había originado en los
aposentos de nuestra amada reina.
»Segundo. Que el mencionado acusado, después de haber traído la flota
imperial de Blefuscu al puerto real de Liliput, y habiendo recibido la orden de
Su Majestad de apresar todos los demás barcos enemigos y reducir el citado
Estado a la condición de provincia del nuestro, rechazó prestar dicho servicio,

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con la excusa de no estar dispuesto a destruir las libertades y vidas de un
pueblo inocente.
»Tercero. Que el acusado se dispone actualmente a visitar la corte de
Blefuscu de manera desleal y traidora, para ayudar y animar a su emperador,
nuestro enemigo».
—Hay algunos otros artículos —añadió—, pero estos son los más
importantes. En los debates habidos acerca de estas acusaciones, hay que
reconocer que Su Majestad ha abogado en vuestro favor por los muchos
servicios que le habéis prestado; pero el tesorero y el almirante han insistido
en que os merecéis una muerte ignominiosa, como el envenenamiento por
medio de flechas disparadas a vuestra cara y manos, o el incendio de vuestra
casa con vos dentro, o la muerte por inanición al retirárseos el alimento. Su
Majestad se ha negado a esta crueldad y en su clemencia se dignará
perdonaros la vida, dando orden de que solamente se os saquen los ojos. Esta
pena le ha parecido al consejo demasiado blanda, pero acata la voluntad real.
En un plazo de tres días, vendrá el secretario a vuestra casa a leeros la
acusación y la sentencia. Dejo a vuestra prudencia las medidas que deberéis
tomar al respecto. Y ahora debo irme de inmediato.
Así lo hizo, dejándome sumido en un mar de dudas. Pensaba yo si sería
mejor que me juzgaran, para darme la oportunidad de defenderme. Pero,
habiendo repasado mentalmente los juicios de estado a los que he asistido en
mi vida, me di cuenta de que todos acababan como los jueces habían decidido
previamente, por lo que no me atreví a confiar en esa peligrosa posibilidad.
También podría con poco esfuerzo destrozar a pedradas la ciudad; pero,
recordando el juramento que le había hecho al rey y los beneficios de él
recibidos, la descarté. Por consiguiente, determiné partir aquella misma
mañana para Blefuscu.
Marché a la parte de la isla donde estaba nuestra flota, cogí un gran buque
de guerra y, después de llenarlo con mi ropa y mis pocas pertenencias, nadé
hasta el puerto de Blefuscu, donde la gente me recibió con gran alegría. Me
encaminé a la ciudad y el rey salió a recibirme, junto a la corte y demás
autoridades.
—Majestad —dije, al tiempo que me tendía en el suelo para besar su
mano—, he venido con el permiso del emperador de Liliput a presentaros mis
respetos y a ofreceros mis servicios, siempre que no entren en conflicto con
mi rey.
No dije nada de la desventura que dejaba atrás, ni tampoco pensé que el
emperador la diese a conocer en mi ausencia. Pero pronto iba a comprobar mi

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error.
Tres días después de mi llegada a la isla, caminando por curiosidad por la
costa, descubrí como a tres kilómetros mar adentro un objeto que parecía una
barca volcada bocabajo y que las olas acercaban. Me quité los zapatos y,
andando por el agua, llegué hasta él. Era realmente un bote, que por alguna
tempestad se habría soltado de un barco. Lo empujé hasta la playa y me fui
hasta el emperador.
—Majestad —le expuse—, la fortuna ha querido poner una barca en mi
camino para que pueda volver a mi patria. Os ruego que deis órdenes para que
dos mil hombres me ayuden a repararla y a equiparla con los materiales
necesarios. Y una vez terminada, os pediré permiso para partir.
—Así será —concedió sin poner objeciones.
Mientras tanto en Liliput, el rey esperaba mi regreso y al ver que mi
ausencia se prolongaba, envió un mensajero a la corte de Blefuscu, con la
copia de la acusación promulgada contra mí y la noticia de que yo había
huido de la justicia, por lo que, si no regresaba en el plazo de dos horas, sería
declarado traidor. Añadía que esperaba que el monarca de este país vecino, a
fin de mantener la paz y amistad entre ambos, me devolviera atado de pies y
manos, para ser castigado como merecía.
El emperador de Blefuscu dio una respuesta llena de cortesías, pero
negándose a enviarme atado, pues me estaba muy reconocido por el logro de
la paz. Sin embargo, aseguraba que ambas majestades se verían pronto libres
de mi presencia, ya que yo había encontrado un barco capaz de llevarme fuera
de sus islas. Fue el propio rey el que me contó lo sucedido, a la vez que me
ofrecía su protección si quería quedarme a su servicio. Yo agradecí su
intención; pero, decidido a no volver a confiar en príncipes ni en ministros,
aceleré cuanto pude mi marcha y antes de un mes el bote estaba reparado,
nuevas velas hechas, bien engrasado y listo para hacerme a la mar. Yo llevaba
conmigo buena provisión de carne de buey y carnero, así como seis vacas, dos
toros y otras tantas ovejas y carneros vivos, con la idea de criarlos y propagar
su raza en mi país. De buena gana me hubiera llevado también a una docena
de nativos, pero el rey me hizo prometer que no le privaría de ninguno de sus
habitantes, ni aunque ellos lo desearan.

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Mi intención era dirigirme hacia la Tierra de Van Diemen, guiado por mi
brújula, y cuando llevaba un par de días en la mar, avisté un barco, desplegué
las velas y me vieron. Media hora después estaba a bordo. Se trataba de un
barco mercante inglés que volvía de Japón. El capitán me pidió que le contara
de dónde procedía y así lo hice, pero como él pensara que había perdido el
juicio a causa de las calamidades padecidas, me saqué del bolsillo mi ganado
y, asombrado, se convenció de la verdad.
Por fin, el 13 de abril de 1702 llegamos a Inglaterra. En los dos meses que
permanecí con mi mujer y mis hijos, pues mi deseo de viajar era insaciable,
obtuve un considerable provecho al vender mis animales. Tras mi último
regreso he comprobado que se han multiplicado y que la lana de las ovejas es
muy apreciada en el mercado. Dejé, pues, a mi familia en mi casa de Redriff,
respaldada por la pequeña fortuna que acababa de heredar de un tío, y volví a
embarcarme en el Adventure, buque mercante que partía para las Indias
Orientales. Pero los acontecimientos de este viaje serán referidos en la
segunda parte de mis Viajes.

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SEGUNDA PARTE

Viaje a Brobdingnag, el País de los Gigantes

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CAPÍTULO I

Tras sufrir una gran tempestad, Gulliver es


olvidado por sus compañeros en una extraña tierra

Condenado por mi carácter y por la fortuna a una vida activa y sin descanso,
dos meses después de mi regreso volví a dejar mi patria el 20 de junio de
1702, rumbo a la India. Tuvimos buen tiempo hasta llegar al cabo de Buena
Esperanza; pero, atacado el capitán de fiebres palúdicas[10], tuvimos que
permanecer en el cabo hasta finales de marzo. Nos dirigimos después a
Madagascar, donde los vientos empezaron a soplar con tal fuerza durante
veinte días, que fuimos arrastrados hasta las islas Molucas. Los monzones no
dejaban de arreciar y en una feroz tempestad se rompieron algunas velas, por
lo que aún nos desviamos unas dos mil millas al este, de modo que el
marinero más anciano de a bordo no tenía idea de en qué parte del mundo nos
hallábamos. Todavía teníamos provisiones, pero no agua. Así que unos días
después, un grumete divisó tierra desde la cola[11] del mástil; no sabíamos si
era una isla o un continente. Como no encontramos ninguna cala donde
pudiera fondear un barco de cien toneladas, echamos el ancla y preparamos
un bote, en el que una docena de hombres se acercó a la playa. Entre ellos, iba
yo, que le había pedido permiso al capitán para reconocer el territorio y ver si
podía hacer algún descubrimiento. Mientras los marineros buscaban un
riachuelo cercano, yo me alejé por el otro lado un par de kilómetros; pero,
como no vi nada que atrajera mi curiosidad, volví hacia la playa y me quedé
atónito.
Nuestros hombres habían regresado al bote; yo iba a gritarles, aunque de
nada hubiera servido, pues remaban hacia el barco como si en ello les fuera la
vida. Tras ellos, avanzaba por el mar una criatura monstruosa a grandes
zancadas, pero no pudo alcanzarlos porque el fondo estaba lleno de rocas
puntiagudas. Retrocedí y corrí todo lo rápido que pude, siguiendo el camino
que antes había tomado, hasta llegar a un campo cultivado de hierba; para mi
sorpresa, esta medía más de seis metros. Seguí andando y pude ver otro
terreno también cultivado de cereales, en los que estos alcanzaban doce

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metros por lo menos; este se hallaba cercado por un seto de unos treinta
metros de alto, y los árboles eran tan grandiosos que no pude calcular su
altura. Entonces vi a uno de los habitantes, que se acercaba a una puerta que
tenía el vallado y fácilmente traspasaba unos escalones de dos metros cada
uno. Parecía tan alto como un campanario y con cada paso avanzaba diez
metros[12]. Me invadió el terror y corrí a esconderme entre el trigo. Lo oí
llamar con una voz de trueno y al instante se presentaron siete gigantes como
él, con enormes hoces para segar. Temí que me alcanzaran, los tallos de las
espigas se me clavaban en el cuerpo y sus voces se oían cada vez más cerca.
Vencido por la desesperación y maldiciendo mi locura al emprender un
segundo viaje, contra el consejo de mi familia y amigos, me tendí en tierra.
Pensaba que ahora me presentaba yo como un liliputiense ante aquellos
bárbaros y que si la crueldad humana guarda relación con la corpulencia,
aquellos salvajes podían comerme de un bocado. Paralizado por la impotencia
y el pánico, deseé que allí acabaran mis días.
Pero el espíritu de supervivencia siempre prevalece. Viendo que alguno de
aquellos cíclopes me iba a aplastar con su pie o que me cortaría por la mitad
al segar con su hoz, me levanté y grité todo lo fuerte que el miedo me lo
permitía. La enorme criatura miró al suelo y me vio. Dudó un rato, con la
precaución de quien se atreve a coger un animalucho peligroso y, al fin, me
agarró por la cintura y me elevó a dieciocho metros del suelo para poderme
contemplar. Yo temía a cada momento que me dejara caer y me estrellara,
como solemos hacer normalmente con un mal bicho; alcé los ojos y los
brazos, y con tono humilde le dirigí unas palabras de súplica. Pareció que le
agradaron mi voz y mis gestos, y me miró con curiosidad; después echó a
correr hacia el que parecía su amo, el cual llamó al resto de trabajadores y se
sentaron todos en círculo a mi alrededor para verme mejor. Hice una
reverencia al labrador y le hablé lo más alto que pude en todos los idiomas
que conozco, pero fue en vano. Mandó a sus servidores que siguieran
trabajando y sacándose del bolsillo un enorme pañuelo, lo extendió en el
suelo para que yo me tendiese sobre él, así lo hice y me envolvió hasta la
cabeza para mayor seguridad. De este modo me llevó a su casa, llamó a su
mujer y esta, como si hubiese visto un sapo o una araña, dio un grito; pero
después se tranquilizó al comprobar cómo me portaba y cómo respondía a las
indicaciones que su marido me hacía, y poco a poco empezó a ser cariñosa
conmigo.
Era el mediodía y la familia, esto es, el granjero, su mujer, tres niños y
una abuela, se sentaron en la mesa alrededor de un plato de ocho metros de

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diámetro. El padre me puso encima de la mesa, que levantaba nueve metros
del suelo, la esposa picó un poco de carne y desmigajó un poco el pan, me los
puso en una fuente y me la acercó; le hice una profunda reverencia, saqué mi
cubierto y me puse a comer, lo que le causó un gran regocijo. A mitad de la
comida, su gato preferido le saltó al regazo; el animal era mayor que un buey
y al ronronear producía un ruido como el de una docena de tejedores. Su
aspecto de fiera me descompuso y aunque mi ama lo sujetaba, yo temía que
saltara sobre mí y me atrapase entre sus garras; pero el gato no me hizo el
menor caso. También entraron en la habitación varios perros del tamaño de
elefantes.
Cuando ya casi habían terminado, entró el ama de cría con un niño en los
brazos, el cual, al verme, empezó a berrear porque quería tenerme, como si yo
fuese un juguete; la madre me levantó para que me viera y el pillastre me
cogió y metió mi cabeza en su boca. Yo empecé a gritar tan fuerte que el
pobre se asustó y me dejó caer, y me hubiera roto el cuello si su madre no
llega a abrir el delantal debajo de mí para recogerme.
Acabada la comida, el labrador se marchó otra vez con sus jornaleros, no
sin antes encargarle a la mujer, según creí entender, que cuidase de mí. Yo
estaba muy cansado y mi ama, que lo notó, me llevó a su cama y allí me dejó,
cubriéndome con un pañuelo. Aquella habitación podía tener cien metros de
ancho y más de cincuenta de alto. La cama se alzaba ocho metros del suelo.
Yo sentía que las necesidades fisiológicas me acuciaban, pero no me atrevía a
bajar; al contrario, las ganas se me quitaron al ver cómo dos ratas del tamaño
de dos mastines grandes, pero infinitamente más ágiles y veloces, treparon
por las cortinas y echaron a correr por el lecho, olfateando. Una de ellas se
acercó hasta mi cara; entonces yo saqué mi cuchillo y se lo clavé antes de que
pudiera morderme. La otra se lanzó a la huida. Llegó mi ama y se asustó al
verme cubierto de sangre, pero se tranquilizó al comprobar que no estaba
herido. Intenté hacerme comprender por señas lo que necesitaba y pareció
entenderme, porque me llevó al jardín y me bajó de su mano. Me oculté entre
dos hojas y allí evacué.

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CAPÍTULO II

Gulliver es llevado a la ciudad para ser


exhibido. Después llega a la corte y lo que allí le
ocurre

Mi ama tenía una hija de nueve años y no más de doce metros de altura. Esta
niña era muy habilidosa haciéndole ropas a su muñeca, y me cosió varias
prendas. Ella y su madre arreglaron además la cuna de la muñeca, para que yo
pudiera dormir en ella. También fue mi maestra en mi aprendizaje de su
lengua, yo le señalaba una cosa y ella me decía su nombre, así que en pocos
días fui capaz de pedir todo lo que se me ocurría. Me puso por nombre
Grildrig, que significa «hombrecillo» o «maniquí», por el que me llamaba
ella, su familia y después toda la gente. A esta niña le debo mi salvación; yo
la llamaba Glumdalclitch, «ayita», y me cuidó con gran afecto.
Entonces empezó a correr la voz de que mi amo había encontrado un ser
extraño en el campo, con forma y comportamiento de ser humano, pero que
no llegaba a dos metros de alto; era obediente y amable, y parecía hablar una
lengua ininteligible. Otro labrador, amigo de la familia, vino a visitarlos con
la intención de comprobar la verdad de lo que se decía. Mi amo me mostró al
visitante y lo saludé en su lengua. Para mi desgracia, este individuo le
propuso hacer negocio conmigo, llevándome a la ciudad un día de mercado,
para enseñarme como atracción y cobrar por ello, lo que a mi amo le pareció
una excelente idea. Preparó una caja cerrada por todos lados, que tenía una
puertecita para que yo entrara y saliera, y varios agujeros para que entrara el
aire; mi ayita me puso la cama de su muñeca dentro, para que allí me
acostara. El primer día de mercado, la niña me llevó, iba temerosa de que su
padre me vendiera, como había hecho el año anterior con un corderito que le
había regalado, cuando estuvo gordo.
Llegamos a una posada y, después de hablar con el posadero, contrató a
un pregonero para que anunciara por las esquinas que en la «Casa del Águila
Verde» se exhibía un ser diminuto, que tenía el aspecto de una criatura

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humana, sabía hablar y realizaba cien trucos sorprendentes. La gente se
agolpó para verme y fueron entrando de treinta en treinta; me colocaron en
una mesa e hice lo que me ordenaron: caminaba, saludaba, hacía reverencias,
decía las frases que me habían enseñado y sacaba mi espada para blandirla en
el aire, como hacen los actores en el teatro. Aquel día repitieron el número
doce veces. Mi amo no dejaba que nadie me tocara, pero un golfillo me lanzó
una avellana a la cabeza, que de haberme dado me la hubiera roto, pues era
como una calabaza. Las sesiones duraron ocho horas y acabé tan rendido que
tardé tres días en recuperarme. El espectáculo se repitió otros varios días, así
en la ciudad como en su casa.
Tantas ganancias obtenía mi amo que decidió llevarme a la capital.
Entonces Glumdalclitch forró mi caja por entero, acolchándola bien para que
no me golpeara al viajar; completó el mobiliario, añadiendo a la cama una
mesa y una silla, y me proveyó de ropa blanca y otras cosas necesarias.
Atravesamos varios ríos mucho más grandes que el Nilo o el Ganges y apenas
algún arroyo tan chico como el Támesis. Tardamos diez semanas en llegar,
porque mi amo me iba mostrando por todas las ciudades y pueblos por los que
pasábamos. Y, por fin, llegamos a la metrópoli, que se llamaba Lorbrulgrud,
es decir, «Orgullo del Universo». Mi amo se alojó en la calle principal, cerca
del palacio real, y puso carteles por todos sitios. Alquiló un enorme local,
donde yo iba a actuar y, como la gente ya tenía noticia de mi persona,
habilidades y buen sentido, las sesiones se repetían diez veces cada día, para
asombro y satisfacción de la gente y gran beneficio para mi amo, que se había
vuelto insaciable; pero cuanto más se llenaban sus bolsillos, más se debilitaba
mi salud.
Un día, un gentilhombre de la corte vino a ver a mi amo para comunicarle
que la reina deseaba conocerme. Me llevó enseguida. Al ver a Su Majestad,
me arrodillé y besé su pie, igualmente contesté a las preguntas que me hizo
sobre mi país y mis viajes, quedando encantada de mi comportamiento.
—¿Te gustaría vivir en la corte? —me preguntó.
Yo me incliné en una humilde reverencia.
—Majestad, soy esclavo de mi amo; pero si yo pudiera disponer sobre mí,
estaría orgulloso de dedicar mi vida a vuestro servicio.
Entonces se dirigió a mi amo.
—Buen hombre, ¿estás dispuesto a vendérmelo a buen precio?
—De buen grado, mi reina, si me dais por él mil piezas de oro —lo que
ella ordenó al instante que se le entregaran.

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—Majestad —dije yo—, soy vuestro más sumiso vasallo. Os ruego que
me concedáis la merced de admitir también a vuestro servicio a
Glumdalclitch, que me ha cuidado con cariño, para que siga siendo mi aya y
maestra.
Su Majestad accedió y también el granjero, su padre, con lo que los dos
nos quedamos muy contentos en la corte. La reina me cogió en sus manos y
me llevó ante el rey, me puso sobre su escritorio y me mandó que le diera
información sobre mí mismo, lo que hice en pocas palabras. El monarca
imaginó que yo sería una pieza de un mecanismo de relojería, arte que en
aquel país ha alcanzado muy alta perfección. Pero cuando oyó mi voz y se
percató de que lo que decía era razonable, se quedó maravillado. Llamó a tres
ilustres eruditos y cuando estos me hubieron examinado con absoluta
minuciosidad, convinieron, tras arduo debate, en que yo era una excepción a
las leyes de la naturaleza, un relplum scalcath —dijeron ellos— o lo que es lo
mismo en latín, un lusus naturae, denominación que satisfaría plenamente a
los modernos filósofos de Europa, que esconden su ignorancia bajo esta
mágica solución, impidiendo así el avance del conocimiento humano.
La reina mandó que se acondicionara mejor mi caja, ampliándola hasta
tener cinco metros cuadrados, y poniéndole un tejado abatible y ventanas de
guillotina; igualmente completó mi vajilla y el mobiliario, añadiendo dos
armarios y un baúl para meter mis cosas. Además encargó que se me
confeccionaran ropas de las más finas sedas, pero estas eran tan pesadas como
las mantas de cama y muy incómodas de llevar. La reina se aficionó tanto a
mi compañía que era incapaz de comer sin mí; se divertía viéndome comer en
miniatura, porque ella —que decía tener un estómago delicado— de un
bocado devoraba la pechuga de una alondra, nueve veces mayor que un pavo
nuestro, y bebía en una copa de oro más de una cuba de un trago. También el
rey gustaba de tenerme sobre su mesa, sentado yo en una sillita, y conversar
conmigo. Me preguntaba por las cosas de mi país: costumbres, cultura,
gobierno, religión, guerras, etc., de todo lo cual yo le daba cuenta como mejor
sabía. Pero he de confesar que un día, en que fui demasiado efusivo alabando
a mi amada patria, le dio un ataque de risa y, mirando a su primer ministro,
que lo tenía detrás, casi tan alto como el Big Ben de Londres, comentó:
—¡Cuán despreciables son las grandezas humanas, que pueden ser
imitadas por criaturas tan diminutas como tú! Y es más, apostaría que ellas
también tienen sus títulos y distinciones honoríficas, que construyen sus
niditos y madrigueras a los que llaman casas y ciudades; que visten ropas
elegantes; que aman, odian, engañan, traicionan y luchan. ¡Qué insignificante

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e indefenso animal es el hombre en comparación con cualquier otro de los que
habitan la Tierra! Verdaderamente la naturaleza ha degenerado con el paso
del tiempo y así los hombres, que fueron creados en su origen como unos
seres más altos y robustos, lo que se ha comprobado en los diversos
enterramientos descubiertos, han quedado reducidos en nuestros días a esta
raza menguante, expuesta a ser destruida por cualquier pequeño accidente. Y
sin embargo, pese a su debilidad, se muestran como burbujas llenas de
orgullo.
Y así continuó, en el tono moralista de tantos pensadores europeos,
mientras que a mí se me subían los colores por la indignación al oír hablar
con tal desdén del hombre y de nuestra noble nación, orgullo y envidia del
mundo. Pero yo no estaba en situación de mostrarme ofendido por estas
injurias, es más, incluso llegué a dudar de que realmente lo fueran, pues pensé
que si yo hubiera tenido el tamaño de estos seres, y desde el mismo
contemplara un grupo de damas y caballeros ingleses acicalados con sus
mejores galas para una fiesta, también me hubiera burlado de ellos, como el
rey lo hacía de mí.
Pero nadie me mortificaba y enfurecía tanto como el enano de la reina, el
cual medía en su pequeñez nueve metros. Al encontrar un ser tan por debajo
de él se volvió insolente y cruel conmigo. Cuando me veía pasar, se estiraba
al máximo y cuando yo estaba hablando con los señores y señoras de la corte,
siempre aprovechaba para soltar algunas palabras ofensivas a propósito de mi
estatura. Yo me vengaba llamándolo «hermano». Un día, durante la comida,
este maligno sujeto se subió a la silla de la reina y cogiéndome por la cintura
me zambulló de cabeza en un cuenco de nata y echó a correr. Estuve a punto
de ahogarme, pero mi ayita corrió en mi auxilio. El enano no solo se llevó
unos buenos azotes, sino que la reina lo regaló a una dama de alta alcurnia,
con lo que afortunadamente para mí dejé de sufrirlo.

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Con todo, se daban muchas ocasiones para que los reyes se rieran de mí a
menudo. Un día la reina me preguntó si en Inglaterra toda la gente era tan

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cobarde como yo y el motivo había sido el siguiente. El reino se infesta en
verano de mosquitos tan grandes como gorriones, y estos odiosos insectos no
me daban tregua cuando estaba sentado a la mesa. Yo sacaba mi cuchillo y a
alguno lo cortaba en pedazos en el aire, haciendo que mi destreza fuese muy
admirada. Recuerdo otra mañana en que Glumdalclitch me había puesto
dentro de mi caja sobre el alféizar de una ventana; yo tenía las mías abiertas
porque hacía buen tiempo y me disponía a desayunar un trozo de pastel que
mi ayita me había traído. Entraron más de veinte avispas tan grandes como
perdices, con un zumbido ensordecedor; algunas se lanzaron al pastel y otras
vinieron a revolotear alrededor de mi cabeza, amenazándome con sus
aguijones. Saqué mi cuchillo y despaché a cuatro; las demás salieron
huyendo. Les arranqué los aguijones a las muertas, tenían más de cuatro
centímetros y eran punzantes como agujas; los guardé en mi baúl y me los
llevé conmigo a Inglaterra para mostrarlos.

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CAPÍTULO III

Descripción del país. Siguen las desventuras de


Gulliver

Ahora quiero ofrecer al lector una breve descripción de este país, en la


medida en que lo recorrí. Su extensión es de unos diez mil kilómetros de
longitud y de cinco a ocho mil kilómetros de anchura, por lo que no puedo
sino asegurar que nuestros geógrafos de Europa están en un error al suponer
que solo hay mar entre Japón y California. En consecuencia deben corregirse
los mapas y cartas de navegación, para lo cual estoy dispuesto a prestar mi
colaboración.
El reino limita al norte con una cadena montañosa de cincuenta kilómetros
de altura, que es completamente infranqueable a causa de los volcanes que
hay en sus cimas. Por los otros tres lados está rodeado por el océano. No hay
un solo puerto en todo el reino, pues sus costas son escarpadas y llenas de
rocas cortantes. En cuanto al mar, está generalmente encrespado y las olas
baten continuamente contra los peñascos. Por todo ello, esta gente no
mantiene comunicación con ningún otro país del mundo. Pescan en los ríos,
que son caudalosos, pero no en el mar, salvo excepciones; por ejemplo, una
vez capturaron una ballena que fue a estrellarse contra las rocas y la vi servida
en una fuente en la mesa del rey. El país está muy poblado, ya que cuenta con
cincuenta ciudades y cerca de cien pueblos y aldeas. La capital es, como ya
dije, Lorbrulgrud, que tiene unos seiscientos mil habitantes y está dividida en
dos partes por un río. El palacio real ocupa once de los noventa kilómetros de
extensión de la ciudad.
Se nos asignó un carruaje para que pudiéramos conocer esta villa e ir de
compras. La gente, que ya había oído hablar de mí, se acercaba al coche y
Glumdalclitch, en cuyo regazo yo iba sentado en una silla, hacía que se
detuviera para que me pudieran ver mejor. Un día contemplé un horrible
panorama: un grupo de mendigos se apiñaba en la puerta de una tienda y
vinieron hacia nosotros; los había con tumores hinchados tan grandes como
todo mi cuerpo, otros tenían enormes granos llenos de pus y otros eran

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lisiados con piernas de madera de seis metros. Todos iban llenos de andrajos
y de piojos. La visión era tan nauseabunda que se me revolvió el estómago.
Pero el espectáculo más espantoso que jamás hayan presenciado los ojos de
un europeo fue la ejecución de un asesino que había matado a un caballero.
Yo pensaba que aquello sería algo extraordinario, había mucha gente y me
picó la curiosidad. Subieron al malhechor al cadalso y le cortaron la cabeza de
un solo tajo con una espada de doce metros. El golpe que dio la cabeza al caer
contra el suelo me hizo temblar.
Con todo, habría vivido bastante feliz en aquel país si mi pequeñez no me
hubiese expuesto a diversos accidentes molestos y ridículos, algunos de los
cuales paso a contar.
Una tarde, mi aya me dejó en el jardín, mientras ella paseaba con la
institutriz que le habían asignado. De repente se desencadenó una violenta
granizada, cuya fuerza me derribó en tierra y, aunque me cobijé bajo una
mata, los golpes que recibí fueron tantos que estuve diez días magullado.
Mucho más peligroso fue lo que me sucedió otro día en que también salimos
a pasear por el mismo jardín y mi aya me sacó de la caja, para que descansara
sobre la hierba y pensara tranquilamente en mis cosas. Un perrillo blanco,
propiedad de uno de los jardineros, pasó casualmente por allí y, al olerme, se
vino hacia mí, me cogió con cuidado en su boca y corrió hacia su amo,
moviendo la cola y depositándome a sus pies. No me hizo daño, pero el
jardinero y yo nos llevamos un buen susto; el pobre hombre me condujo sin
un rasguño hasta donde estaba mi aya, la cual estaba angustiada por mi
desaparición; temió que la reina se enfadara y decidió que en adelante no
volvería a perderme de vista cuando saliésemos. Los pájaros más pequeños no
parecían tenerme ningún temor y saltaban a mi alrededor o me quitaban la
comida que yo tenía en las manos, tratando de picarme en los dedos.
Otro grave percance pudo costarme la vida y ocurrió de este modo. La
reina, que solía oírme hablar de mis viajes marítimos, me dijo:
—Gulliver, seguro que sabes manejar un barco con vela o con remos, así
que te vendría bien para tu salud hacer un poco de ejercicio físico.
—Majestad —contesté—, ambas cosas se me dan muy bien, pues aunque
mi trabajo en los barcos ha sido el de médico de a bordo, a veces he tenido
que trabajar como cualquier marinero. Ahora bien, ¿dónde podría realizarlo
aquí, si vuestras barcas más pequeñas son como nuestros buques de guerra?
—Si tú ideas una barca, encargaré a mi carpintero que la construya y
también te facilitaré el sitio donde navegar.

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El obrero era ingenioso y, siguiendo mis instrucciones, en diez días acabó
un velero en el que cabrían sin dificultad ocho europeos. Cuando estuvo
terminado, la reina complacida lo llevó en su falda al rey, el cual ordenó que
lo pusieran en una gran cisterna llena de agua para que yo lo pudiera probar.
Dos criados quedaron encargados de limpiarla, así como de vaciarla y llenarla
para que estuviera disponible. Allí solía yo remar para mi propia distracción y
la de la reina y sus damas. A veces desplegaba la vela y entonces las señoras
organizaban un vendaval con sus abanicos o algunos pajes empujaban el
barco con sus soplidos, mientras yo demostraba mis dotes de navegante,
gobernando a babor y estribor.
Acababa de estrenar mi barco, cuando una rana gigantesca apareció y
saltó hasta su borde, haciendo con su peso que se inclinase tanto sobre el lado
en que se había posado, que estuve a punto de zozobrar. Yo me dejé caer
hacia el otro lado, a fin de mantener el equilibrio. La rana saltó adentro y me
salpicó toda la cara y la ropa de barro. Era el animal más horrendo que yo
haya visto en mi vida. Glumdalclitch quiso intervenir, pero me las ingenié
para echarla fuera, sacudiéndole golpes con los remos.
Ahora bien, el mayor peligro en que me vi durante mi estancia en aquel
país fue a causa de un mono que pertenecía a uno de los cocineros del palacio.
Me encontraba yo en mi casa, con la puerta y las ventanas abiertas, pues hacía
mucho calor, cuando vi la cara de un descomunal mono mirando y
curioseando, hasta que me descubrió; entonces sus enormes garras se colaron
por la puerta, como hace un gato al jugar con un ratón. Corrí a esconderme
debajo de la cama, pero el revoltoso animal acabó por cogerme del faldón de
la casaca. Me alzó con la mano derecha y me acunó en su regazo, como hacen
las nodrizas[13] con los bebés. Pienso que me tomó por una cría de su especie,
pues me acariciaba muy suavemente. Un ruido le asustó y, cargando conmigo,
saltó a un tejado próximo. El caos se apoderó de aquella parte del palacio.
Glumdalclitch gritaba y los criados corrían en busca de escaleras. El rey y
muchas decenas de personas de la corte dejaron lo que estaban haciendo para
observar al mono y algunos le tiraban piedras, provocando el incidente las
risas y las burlas de la concurrencia. Por el contrario, yo temía que me dejara
caer y me estrellase los sesos. Por fin, viéndose perseguido y acorralado, el
mono me soltó sobre un caballete del tejado y escapó. Un muchacho trepó
hasta donde yo estaba y, metiéndome en uno de sus bolsillos, me bajó sano y
salvo.

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CAPÍTULO IV

Gulliver intenta agradar a los reyes

El rey, a quien le encantaba la música, daba frecuentes conciertos en la corte


y algunas veces me llevaban. Me metían en mi caja y me ponían sobre una
mesa, para que pudiese oírlos; pero el estruendo era tan descomunal que
apenas podía distinguir las melodías. De joven aprendí a tocar un poco el
clavicordio[14] y mi ayita tenía uno en su dormitorio. Se me ocurrió que
podría entretener a los reyes interpretando alguna balada inglesa; pero esto me
resultaba poco menos que imposible, porque el teclado medía dos metros y
cada tecla, treinta centímetros de ancho. Así que ideé el siguiente método.
Hice dos palos redondos, como dos bastones, y cubrí una de sus puntas con
un trozo de piel de ratón para no estropear las teclas al golpearlas. Colocaron
frente al teclado un banco y me subieron a él. Allí corría yo, de acá para allá,
aporreando tan rápido como era capaz las teclas con mis dos palos; de este
modo interpreté una danza popular, que satisfizo enormemente a Sus
Majestades.
Como ya he dicho, el rey gustaba mucho de conversar conmigo. A
menudo ordenaba que llevasen mi caja a su despacho, la ponía sobre la mesa
y yo sacaba una silla, quedando así a la altura de su cabeza.
—Señor —me permití decirle un día—, el desdén que mostráis por
Europa y el resto del mundo no parece responder a vuestro excelente juicio,
pues la razón no es proporcional al tamaño del cuerpo. Ahí tenéis el ejemplo
de las hormigas y de las abejas, que son mucho más hábiles, sagaces y
laboriosas que otros animales más grandes. Así que, por insignificante que yo
os parezca, espero algún día tener la oportunidad de prestaros un señalado
servicio.
El rey me escuchó con atención y su opinión sobre mí empezó a mejorar
considerablemente. Por lo que con cierto interés dijo:
—Veamos, Gulliver, infórmame lo más exactamente que puedas sobre el
gobierno de Inglaterra, pues, aunque generalmente los príncipes somos

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defensores de nuestras propias costumbres, me gustaría conocer algo distinto
que merezca ser imitado.
—Majestad, os diré que nuestro imperio consta de dos islas que forman
tres poderosos reinos, además de nuestras posesiones en América. El rey es la
máxima autoridad, pero es el Parlamento con sus dos cámaras el que
gobierna. Estas son: la Cámara de los Lores, formada por caballeros nobles y
de rancia fortuna, y la Cámara de los Comunes, formada por personas
valiosas, escogidas por el propio pueblo en virtud de su talento y amor al país.
A los jóvenes nobles se les educa con esmero, tanto en las armas como en las
letras, para llegar a ser consejeros del rey, miembros de los altos tribunales de
justicia y buenos generales, dispuestos a defender la patria. A ellos hay que
sumar, como parte de esta asamblea, a los obispos, santos varones, cuya
misión es la de cuidar de la religión y de quienes la enseñan al pueblo.
A continuación le hablé de los tribunales de justicia, formados por los
jueces, que son los intérpretes de la ley y se encargan de castigar a los
malhechores y proteger a los inocentes. Mencioné la prudente administración
de nuestros recursos y el valor y las hazañas de nuestro ejército. Le hablé
finalmente de los habitantes y de nuestras costumbres, deportes y
pasatiempos, y terminé con una breve relación histórica de los hechos más
sobresalientes de los últimos cien años.
—Varias dudas se me presentan —manifestó—: ¿Qué método empleáis
para cultivar el cuerpo y la mente de vuestros jóvenes nobles en los primeros
años de su vida, que son los dedicados a aprender? ¿Qué capacidades se
exigen a los lores para ejercer con sabiduría y rectitud su tarea? ¿Viven libres
de ambiciones, sobornos y parcialidades o, por el contrario, se someten a los
caprichos de los príncipes? ¿Y los venerables obispos han practicado la
santidad en su vida cuando eran simples sacerdotes o se han convertido en
siervos viles de algún noble, con tal de alcanzar su alto ministerio?
Además quiso saber mediante qué sistema eran designados los miembros
de la Cámara de los Comunes; si un extraño con la bolsa llena podía comprar
los votos de sus convecinos y si una vez conseguidos sus puestos no
sacrificaban el bien público para beneficiar a sus allegados o indemnizarse
ellos mismos por las molestias del cargo.
—¿Cuánto tiempo —preguntó a continuación— tardan los jueces
normalmente en determinar lo que está bien y lo que está mal, y cuánto
cuesta? ¿Son libres al tomar sus decisiones o se ha observado que los políticos
o los partidos tengan algún peso en la balanza de la justicia?

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Después la tomó con la administración de nuestro Tesoro y me preguntó
de dónde sacaba el Estado el dinero con el que pagar a nuestros acreedores y
costear las excesivas y ruinosas guerras de las que le había hablado.
Finalmente, el relato de los hechos históricos le pareció una sucesión de
conspiraciones, rebeliones, revoluciones, asesinatos, destierros y de los peores
efectos que podían producir la avaricia, la crueldad, el odio, la envidia y la
locura.
—Mi pequeño Gulliver —concluyó—, me has hecho la más admirable
alabanza de tu país; pero con ello has demostrado que la ignorancia, la
indolencia y la maldad son los rasgos que definen a un legislador, que los que
mejor interpretan y aplican las leyes son aquellos que tienen más interés en
eludirlas y pervertirlas. No dudo de que vuestras instituciones públicas fueran
irreprochables en sus inicios, pero en estos momentos todas ellas están
manchadas por la corrupción. En cuanto a ti, confío en que, como has pasado
la mayor parte de tu vida viajando, te hayas librado de muchos de los vicios
de tus compatriotas, los cuales me parecen los seres más perniciosos de
cuantos se arrastran por la superficie de la Tierra.
Me vi obligado a soportar con paciencia que mi amado país fuera tratado
de manera tan injuriosa. Con todo, intenté eludir con ingenio muchas
preguntas molestas y presentar cada asunto por el lado más favorable que
podía, aun faltando a la estricta verdad. Por desgracia no tuve éxito. Con la
esperanza de congraciarme con Su Majestad, le mencioné un descubrimiento
realizado hacía trescientos o cuatrocientos años, que supuse podía asombrarle.

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—Señor, en mi país fabricamos un polvo que, al acercarle la más pequeña
brasa o chispa, todo lo enciende, aunque sea tan grande como una montaña,

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una ciudad o un ejército, haciéndolo volar por los aires con gran estruendo.
Yo conozco muy bien los ingredientes, que son corrientes y baratos, y sé
cómo mezclarlos, así como construir las bolas que lo contienen y la máquina
con la que lanzar estas.
El monarca quedó horrorizado ante la descripción de aquel terrible
artefacto destructor y de que tan impotente y miserable insecto —se refería a
mí— pudiese albergar tan despiadadas ideas, las cuales, llevadas a la práctica,
eran capaces de sembrar la sangre y la desolación en la humanidad.
—Mucho me satisface conocer nuevos inventos, pero en lo que se refiere
a este, antes prefiero perder la mitad de mi reino que conocer su secreto. Así
que, si en algo valoras tu vida, no vuelvas a mencionarlo jamás.
«¡Qué extraña manera de reaccionar! —pensé—. ¡Un príncipe, adornado
de tan altas cualidades y adorado por sus súbditos, deja escapar por un
hermoso pero innecesario escrúpulo, el cual no podemos ni imaginar en
Europa, una oportunidad que le hubiera convertido en dueño absoluto de la
vida, la libertad y la fortuna de sus gentes!».
Y es que los saberes de este pueblo son muy limitados, pues se refieren
únicamente a temas de moral, historia, poesía y matemáticas. Esta última solo
aplicable a aquello que puede ser útil en el progreso de la vida cotidiana,
como la agricultura o las artes mecánicas; así que entre nosotros sería poco
valorada. Poseen bibliotecas, pero ni la del propio rey supera los mil
volúmenes. Tuve interés por saber cómo este monarca había podido formar
un ejército e instruirlo en la disciplina militar no teniendo contacto con
ningún otro país. Pronto quedé enterado, tanto por las conversaciones como
por los libros, de que durante largo tiempo aquel pueblo había sufrido la
misma enfermedad que aqueja a toda la especie humana: la lucha de la
nobleza por el poder, del pueblo por la libertad y del rey por el dominio
absoluto. Todo lo cual había provocado sucesivas guerras civiles, a la última
de las cuales había puesto fin el abuelo de este rey con un pacto general, y los
militares se habían mantenido desde entonces dentro de su más estricto deber.

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CAPÍTULO V

La extraña forma como Gulliver sale del país y


regresa a Inglaterra

Siempre tuve la convicción de que alguna vez recobraría la libertad, aunque


me era imposible imaginar por qué medios, pues el barco en que yo navegaba
fue el único, según se decía, que se había avistado por aquellas costas. El rey
había dado la orden de que si aparecía algún otro, lo sacaran del agua y lo
llevaran en un carro a Lorbrulgrud. Tenía él grandes deseos de conseguirme
una mujer de mi mismo tamaño con quien poder propagar la raza; pero yo
hubiera preferido morir antes que sufrir la desgracia de dejar una
descendencia de criaturas exóticas a las que se les enjaularía como a canarios
y quizá se les vendiera como objetos curiosos. Sin duda me trataban con
afecto y amabilidad, era el favorito de los reyes y la alegría de la corte, pero
todo ello a costa de mi dignidad como persona. Por otra parte, no podía
olvidar a mi familia ni mi hogar, ni a los amigos y conocidos con los que
conversar o pasear por la calle. No obstante, mi liberación iba a llegar antes
de lo que yo esperaba y mediante una vía del todo insospechada.
Llevaba ya más de dos años en aquel reino y Glumdalclitch y yo
acompañamos a los reyes en un viaje por la costa sur del país. A mí me
transportaban en mi caja, como de costumbre. El rey decidió pasar unos días
en un palacio que tenían cerca del mar. Mi aya estaba muy cansada, pero yo
anhelaba ver el océano, así que pedí permiso para que un paje me llevara
hasta la orilla. Así lo hizo, cogió la caja y se acercó a las rocas; le mandé que
me pusiera en el suelo y, abriendo una de las ventanas, miré con nostalgia
hacia el infinito, mientras él se dedicaba a coger huevos de pájaros. El vaivén
de las olas me produjo sueño y me quedé dormido. De pronto, me despertó un
violento tirón de la anilla que tenía la caja en la parte superior para facilitar su
transporte. Sentí que me levantaban por los aires hasta gran altura y que
volaba a gran velocidad. Grité tan alto como pude, pero no sirvió de nada. Oía
sobre mi cabeza como un batir de alas, y fue en ese momento cuando empecé
a darme cuenta de la angustiosa situación en la que me encontraba:

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seguramente, un águila había cogido la anilla de mi caja en su pico, creyendo
que yo era una tortuga o una almeja grande, y tenía intención de dejarme caer
contra las rocas para que la concha se rompiera y me pudiese devorar.
Al poco, noté que el aleteo se agitaba y mi caja se bamboleaba; oí varios
golpes secos y de repente me vi caer perpendicular y vertiginosamente
durante un minuto hasta que choqué contra el agua, produciendo un estruendo
más fuerte que el de las cataratas del Niágara. Después me sumergí y quedé
por unos instantes a oscuras, hasta que la caja empezó a subir y se quedó
flotando. Las planchas de hierro que reforzaban sus paredes evitaron que se
destrozara con el impacto y también que entrara agua. Entonces supuse que el
águila que me llevaba había sido perseguida por otras dos o tres y se vio
obligada a soltarme para defenderse.

¡Qué triste suerte me esperaba enfrentado a las olas, al hambre y al frío, y


cuántas veces deseé verme al lado de mi ayita, de la que tanto me había
separado en apenas una hora! No podía dejar de lamentarme por el daño que
le podría venir a causa del disgusto de la reina por haberme perdido.
Estando en estos desconsolados pensamientos, me pareció oír que algo
raspaba uno de los lados de la caja y poco después me sentí remolcado por el

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mar. Me acerqué a una de las ventanas y por una ranura que abrí grité a pleno
pulmón en todos los idiomas que conozco:
—¡Socorro! ¡Socorro! ¡Auxilio! ¡Ayuda!
Luego até el pañuelo a un bastón y pasándolo por la abertura lo agité
varias veces en el aire, a fin de que si algún bote o barco se hallaba cerca
pudiese comprobar que un infeliz mortal estaba encerrado dentro de aquel
arca.
Nadie me contestó, pero sí me noté levantado lentamente por la anilla.
Volví a sacar el pañuelo y a pedir socorro. Entonces sí oí un grito y a alguien
que andaba sobre el tejado.
—¡Si hay alguien ahí abajo, que hable! —dijeron en inglés.
—¡Soy un inglés —contesté— al que la mala suerte ha arrojado a la más
terrible calamidad que pueda sufrir un ser humano! ¡Por favor, sacadme de
este calabozo!
—¡No tenéis nada que temer, estáis a salvo! La casa está amarrada a
nuestro barco. Ahora vendrá el carpintero y abrirá un agujero en la tapa para
poderos sacar.
Llegó el carpintero y practicó un orificio por el que salí. Al saltar al barco,
me sentí confundido ante tantos pigmeos, pues por estos los tomé después de
haber acostumbrado mis ojos a los gigantes que había dejado. Los marineros
me hicieron mil preguntas, que no me apetecía contestar, pues estaba a punto
de desmayarme. El capitán me llevó a su camarote y me acostó en su propia
cama.
—Capitán —le dije antes de dormirme—, en mi caja tengo algunos
muebles de cierto valor. Si queréis subirla a bordo, os los enseñaré.
Al oírme decir aquellas insensateces, el capitán debió pensar que yo
deliraba o que había perdido la razón; no obstante, me tranquilizó.
—Perded cuidado, os prometo que haré lo que deseáis.
Cuando me dormí, subió a cubierta y ordenó a algunos hombres que
fueran a coger lo que encontraran de valor, que fue solo el baúl donde
guardaba mis ropas y algunas cosas valiosas, pues los muebles los
destrozaron a golpes, aprovechando algunas tablas para reparar su barco y
después hundieron el maltrecho cascarón.
Sobre las ocho de la noche me desperté muy recuperado. El capitán
mandó preparar la cena, suponiendo que debía de estar en ayunas. Me habló
con gran cortesía y pudo comprobar que no estaba loco. Cuando nos
quedamos solos, dijo:

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—Y ahora espero que me contaréis vuestro viaje y las peripecias que os
han traído hasta nuestro barco en ese gigantesco cofre de madera.
—Por supuesto, señor; pero antes me gustaría saber cómo me visteis.
—Serían las doce del mediodía —explicó el capitán e hizo una pausa—.
Estaba yo mirando por mi anteojo y lo vi a lo lejos; pensé que era una
embarcación y decidí acercarme para comprar algunos víveres, que empiezan
a escasearnos. Al aproximarme, me di cuenta de mi error. Entonces mandé a
mis hombres en un bote para averiguar qué era aquel extraño objeto y
volvieron asustados, jurando que habían visto una casa que nadaba. —Se rio
de la simpleza—. Yo mismo salté al bote y le pedí a mis hombres que
llevasen un cable fuerte, amarramos la caja por su anilla y la remolcamos
hasta el barco. Después vi vuestro pañuelo revolotear por la abertura y ya
imaginé que algún desgraciado debía estar encerrado en su interior.
—¿Visteis alguna gigantesca ave volar por los aires en el momento en que
divisasteis la caja? —le pregunté con curiosidad.
—Pues sí, los marineros dijeron que habían visto tres águilas volando
hacia el norte. —Pero no hizo ninguna observación sobre que su tamaño fuera
mayor de lo normal.
—¿A qué distancia estamos de tierra, capitán?
—Según mis cálculos, a no menos de trescientas millas.
—Debéis de estar en un error, señor mío —le aseguré—, pues yo no había
salido del país del que procedo más de dos horas antes de caer al mar.
Con esto lo volví a dejar perplejo.
—Amigo, creo que vuestra cabeza no está aún despejada; será mejor que
vayáis a acostaros de nuevo al camarote que os hemos preparado.
—Os aseguro, capitán, que mi cabeza funciona perfectamente y vuestro
buen trato y compañía me han reconfortado mucho.
Entonces se puso realmente serio y adoptó un gesto preocupado.
—¿No seréis —preguntó— un reo condenado por algún crimen horrible,
al que un príncipe ha decidido castigar arrojándoos al mar, como se hace en
algunos países de estas latitudes? Porque si es así, sentiría haber recogido a un
hombre tan depravado, pero me comprometo a dejaros a salvo en el primer
puerto al que arribemos.
—Vuestras sospechas son totalmente infundadas, señor. Tened paciencia
para oírme referir mi historia desde que salí de Inglaterra hasta que me
encontrasteis.
Y como la verdad siempre halla su camino entre las mentes racionales,
este honrado y apreciable caballero se convenció de mi franqueza y de la

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veracidad de mi relato. Con todo, para confirmar cuanto le había dicho, le
rogué que diera orden de traer mi arcón, cuya llave yo llevaba en mi bolsillo.
Lo abrí en su presencia y saqué la pequeña colección de objetos raros del país,
que allí había guardado, por ejemplo, el corte de la uña del dedo pulgar del
rey, unos alfileres y agujas que medían entre treinta y cincuenta centímetros
de longitud, un anillo de oro que me había regalado la reina, quitándoselo de
su dedo meñique, y a mí me servía de collar…, y, sobre todo, los cuatro
aguijones de las avispas que maté. De todas estas extravagancias, el capitán se
encaprichó del diente de un sirviente, al cual el cirujano se lo extrajo por error
estando sano; yo lo había limpiado y guardado, medía treinta centímetros de
largo y diez de diámetro. Se lo regalé y se quedó plenamente satisfecho de la
explicación que le di.
—Confío —sugirió— en que a vuestro regreso a Inglaterra daréis a
conocer al mundo vuestras experiencias y las haréis publicar.
—Creo que tenemos ya demasiados libros de viajes —repuse— y
sospecho que muchos autores están menos interesados en contar la verdad que
en satisfacer su vanidad, su codicia o la diversión de los lectores ignorantes.
No obstante, os agradezco vuestra sugerencia y lo pensaré.
Por fin, el 3 de junio de 1706 llegamos a los Downs. Habían pasado nueve
meses desde mi escapada y cuatro años desde mi marcha de Inglaterra. Me
despedí cordialmente del capitán y le hice prometer que iría a visitarme a
Redriff. Cuando llegué a mi casa, me agaché para entrar por la puerta y
cuando mi mujer corrió para besarme, me arrodillé pensando que de otro
modo no podría llegar a mi cara. Tanto me había acostumbrado a levantar la
cabeza para mirar a más de dieciocho metros que miraba a la gente que me
rodeaba desde arriba, como si fuesen enanos y yo un gigante. En resumen, me
porté de forma tan incomprensible que pensaron que en verdad se me había
ido la cabeza. Pasado un tiempo, llegué con mi familia y amigos al acuerdo de
que nunca más debía volver a emprender otro viaje. Sin embargo, mi destino
adverso dispondría el rumbo de mi vida de otro modo, como verá el lector
más adelante.

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TERCERA PARTE

Viaje a Laputa, la isla volante, y otros lugares no


menos interesantes

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CAPÍTULO I

Gulliver emprende su tercer viaje y es apresado


por piratas. Llega a una isla flotante

No llevaba en casa más de diez días, cuando el capitán Robinson del buque
Hopewell vino a verme. Yo había ido anteriormente como médico en otro
barco mercante que él comandara y siempre me había tratado como a un
igual. Proyectaba hacer un viaje a China dos meses más tarde y me pidió que
me fuera con él, con un salario doble de lo habitual y unas condiciones tan
inmejorables que no pude rechazar su oferta. Mi deseo de ver mundo seguía
en mi tan firme como siempre, el problema iba a ser convencer a mi esposa,
pero lo logré habida cuenta de las ventajosas perspectivas que pensó tendría el
viaje para nuestros hijos.
Zarpamos el 5 de agosto de 1706 rumbo a Tonquín y después de hacer
una escala de tres semanas para que la tripulación descansara, llegamos a
nuestro destino. Estábamos ya allí realizando nuestras mercaderías, cuando
dos barcos piratas nos persiguieron para robarnos, nos alcanzaron y fuimos
abordados, apresándonos y atándonos los brazos con gruesas cuerdas. Vi que
entre ellos iba un holandés, y yo, que conocía su idioma, me dirigí a él, pues
parecía tener cierta autoridad.
—En consideración a que somos de países vecinos, tened piedad de
nosotros.
—¿Piedad? —habló atropelladamente, lleno de cólera—. Os juro que os
ataremos espalda contra espalda y os arrojaremos al mar.
Pero el capitán del barco, que era japonés, nos aseguró que no nos
matarían. Le hice una reverencia en señal de agradecimiento y, volviéndome
al holandés, le reprobé su actitud.
—Holandés, es lamentable encontrar más misericordia en un pagano que
en un hermano cristiano.
El muy malvado me haría pronto arrepentirme de mis palabras, pues
convenció al capitán para que se me diera el peor castigo que puede sufrir un
ser humano, peor aún que la muerte misma. Mis hombres fueron repartidos

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entre los dos barcos piratas, pero a mí me dejaron a la deriva en una canoa
con dos remos y una vela, y provisiones para cuatro días. Cuando estuve a
alguna distancia de los piratas, descubrí con mi anteojo de bolsillo varias islas
al sudeste. Soplaba un viento suave, desplegué la vela y me dirigí a la más
próxima, consiguiendo llegar en unas tres horas. Era toda rocosa, pero
encontré muchos huevos de pájaros, y haciendo fuego asé algunos de ellos. Al
día siguiente navegué a otra isla y a otra, hasta la más grande. Era también
rocosa y yerma, pues solo matas y plantas aromáticas se veían. Busqué una
cueva donde cobijarme y guardar mis exiguas provisiones, que aumenté con
más huevos de pájaros. Dormí muy poco, ya que la inquietud que sentía por
mi miserable destino en aquel inhóspito paraje me mantuvo en vela.
Era tarde cuando me levanté y salí a pasear por la playa; el cielo estaba
claro y el sol quemaba. De repente, se hizo la oscuridad, pero era muy distinta
de la que se produce cuando se cruza una nube, alcé la vista y vi un enorme
cuerpo opaco que se interponía entre el sol y donde yo estaba, y avanzaba
hacia la isla. Juzgué que estaría a unos cuatro kilómetros de altura; conforme
se acercaba pude observar que se trataba de un extraño objeto volador sólido,
plano y liso, cuya superficie brillaba intensamente al reflejarse el mar bajo su
base. Lo tenía a menos de dos kilómetros de distancia, saqué mi anteojo y vi
que tenía varios pisos, unidos por unas amplias escaleras laterales por las que
subía y bajaba mucha gente. El natural amor a la vida hizo que se despertara
en mí la alegría por la esperanza que aquel artefacto podía suponer de
librarme del desolado lugar en que había ido a parar. Pero a la vez no podía
contener mi asombro al contemplar una isla flotante en el aire, habitada por
hombres que podían ponerla en movimiento según su voluntad.

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Cuando estuvo más cerca, me fui para ella y, sacando mi pañuelo, lo agité,
al tiempo que gritaba tan alto como era capaz. Entonces un grupo de gente se
agolpó en ese lado y me miró desconcertado; cuatro o cinco hombres subieron
apresuradamente la escalera hacia la parte superior de la isla, sin duda, para
comunicar el hallazgo y recibir órdenes al respecto. Por fin, la isla se movió y
se acercó hasta cien metros de mí. Una persona, que debía de ser un principal,
según la ropa que llevaba, me gritó en un dialecto que a mí me sonó parecido
al italiano; yo contesté en ese idioma, pero era evidente que ninguno de los
dos nos entendíamos. Me hizo señas para que fuera hacia ellos, así lo hice y
desde la galería más baja dejaron caer una cadena con un asiento en su
extremo, me subí y me elevaron por medio de poleas.

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CAPÍTULO II

Laputa y sus habitantes. Una piedra maravillosa

A mi llegada arriba me rodeó una muchedumbre, que me contemplaba con


estupor y yo también estaba pasmado de verlos a ellos, pues nunca antes
había encontrado una raza de mortales con tales figuras, semblantes y
vestimentas. Tenían inclinada la cabeza a la derecha o a la izquierda; uno de
sus ojos miraba hacia dentro y el otro, al infinito. Sus ropas tenían estampadas
formas de soles, lunas y estrellas, mezcladas con otras de violines, arpas,
trompetas y muchos más instrumentos de música desconocidos en Europa.
Distinguí aquí y allá a algunos con vestidos de criados, que llevaban en sus
manos una especie de vejigas infladas y sujetas a unos palos cortos, dentro de
las cuales debía de haber piedrecillas o guisantes secos. Con ellas golpeaban
suavemente, de vez en cuando, en la boca, los ojos o las orejas de quienes
estaban más próximos, ensimismados en sus especulaciones, para que
prestaran atención a lo que debían decir, ver u oír, según les dieran en el
órgano correspondiente. Después supe que la tarea de estos bateadores era
muy importante en la comunidad y todas las personas que podían
permitírselos los tenían a su servicio, a fin de que velasen por sus señores y
evitasen que se distrajeran en sus pensamientos o que fuesen tropezando con
las personas u objetos o cayesen en algún precipicio. Por lo que respecta a las
mujeres que allí se veían, según me dijeron más adelante, lamentaban verse
recluidas en la isla, aunque allí vivían con gran lujo y disponían de libertad,
pero ellas suspiraban por ver el mundo de abajo y participar en las diversiones
de la capital de este reino, que se hallaba en tierra firme; pero eso no les
estaba permitido sin un permiso especial del rey, lo que era casi imposible de
obtener, porque habían comprobado lo difícil que era persuadir a las que
bajaban para que volvieran a subir.
Me condujeron al palacio real, que estaba en el piso superior de la isla,
para presentarme a Su Majestad. Estaba sentado en su trono y ante sí había
una gran mesa llena de globos, esferas e instrumentos matemáticos de todas
clases. El rey se hallaba zambullido en la solución de un problema y tuvimos

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que esperar más de una hora para que nos concediera audiencia. Cuando los
consejeros lo creyeron conveniente, un paje le golpeó ligeramente en la boca
para que saliera del sopor; me miró y recordó el motivo de mi llegada. Dijo
algunas palabras, que yo no entendí, y yo le contesté, pero él tampoco me
entendió; por lo que la visita se dio por concluida.
Me llevaron después a otra habitación y designaron dos criados para mi
servicio; me trajeron la comida, que era abundante, pero curiosa: una paleta
de cordero venía cortada en forma de un triángulo y un filete de ternera en la
de un rombo; después me pusieron dos patos atados en forma de violines y
unas salchichas como flautas; los criados cortaron el pan en cilindros, conos y
prismas. Tras la comida, apareció por orden del rey otra persona, acompañada
de un bateador; venía con libros, papel y pluma, para enseñarme su idioma,
con lo que empecé a conocer bastantes palabras de su vocabulario y a
construir sencillas frases. Esta tarea se prolongó varios días y pronto pude
manejarme básicamente en su lengua; así supe que la palabra Laputa, como
ellos llamaban a su isla, significaba precisamente «Isla volante o flotante».
Igualmente me mandaron un sastre para que me confeccionara un traje, que
sustituyese a mi maltrecho atuendo. Tomó primero mi altura mediante un
cuadrante y luego, con compases y reglas, midió la talla de mi cuerpo. A los
pocos días, me entregó el traje, que resultó completamente disparatado, pues
se había equivocado en los cálculos.
El rey había mandado llevar la isla hasta la vertical de la capital, que se
llamaba Lagado. Estaba a unos quinientos kilómetros mar adentro y tardamos
en llegar cuatro días, pero yo no noté ningún movimiento. El segundo día del
viaje, el rey y sus cortesanos dedicaron tres horas a tocar sus instrumentos
musicales para entrar en sintonía —decían ellos— con la música de las
esferas celestiales. Asimismo, durante el trayecto, la isla se detuvo sobre
varias ciudades y pueblos del reino, con el fin de recibir las peticiones de sus
súbditos. Estas las mandaban al rey escritas en un trozo de papel que
sujetaban a los extremos de unos cordeles que desde la isla les lanzaban.
Mi conocimiento de matemáticas me ayudó a comprender mejor a estas
gentes, así como su idioma, que se relaciona mucho con esta ciencia y con la
música. Por ejemplo, cuando querían alabar la belleza de una mujer, un
animal o un objeto lo describían con figuras geométricas o notas musicales.
Del mismo modo, en la cocina del rey encontré todo tipo de instrumentos
musicales y matemáticos que utilizaban de moldes para cortar o servir los
alimentos que llevaban a su mesa.

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Pero así como son diestros en los temas que se refieren a estas disciplinas,
son completamente torpes y patosos en los temas de la vida cotidiana y en los
de imaginación y fantasía, hasta el punto de que no hay palabras en su idioma
que nombres esos campos. Muestran especial interés, sin embargo, por la
política y los asuntos de Estado, que discuten apasionadamente, y también por
la astronomía y la astrología. En efecto, sienten un temor reverencial por los
cambios que puedan producirse en los astros y por sus consecuencias; por
ejemplo, piensan que la Tierra acabará siendo absorbida por el Sol o que el
Sol acabará apagándose y dejará de iluminar y calentar a la Tierra, o que la
Tierra se ha librado por muy poco de chocar con un cometa, pero que esto
está previsto que ocurra dentro de treinta años, con lo que quedaremos
reducidos a cenizas.
En un mes había realizado tan gran avance en el idioma que podía
conversar con el monarca de forma aceptable. Le rogué que me permitiera ver
las curiosidades de la isla y me lo concedió, encomendando a mi preceptor
que me acompañase. Yo deseaba principalmente conocer el mecanismo al que
se debía el movimiento de la isla. Empezaré por dar sus datos: Laputa es
perfectamente redonda, tiene un diámetro de ocho kilómetros y un grosor de
trescientos metros. Su base es una plancha regular, lisa, de diamante, sobre la
que reposan una capa de mineral y otra de riquísima tierra fértil. La parte
superior presenta una inclinación hacia el centro de la circunferencia, de ahí
que las lluvias y los rocíos viertan hacia dentro, formando riachuelos que
desembocan en cuatro grandes estanques, que riegan la tierra y abastecen de
agua a sus moradores. En el centro de la isla hay un hueco de unos cincuenta
metros, por donde los astrónomos descienden a un gran aposento, al que ellos
llaman Flandona Gagnole, esto es, «Cueva de los Astrónomos». Este recinto
está iluminado continuamente por veinte lámparas, que son las que
proporcionan luz a toda la isla. En él se guardan gran cantidad de
instrumentos astronómicos.
Pero su mayor tesoro, del cual depende el destino y la suerte de la isla, es
una prodigiosa piedra imán, parecida a una lanzadera de telar, de casi seis
metros de longitud y tres de grosor. Este imán está sostenido por un fortísimo
eje de diamante que pasa por su centro y sobre el cual este discurre de manera
perfectamente equilibrada. Rodeando el imán hay un cilindro hueco, también
de diamante, en cuyas paredes hay una hendidura de treinta centímetros de
profundidad, en la cual los extremos del eje encajan y giran cuando así se
requiere. No hay ninguna posibilidad de sacar la piedra de su eje ni este de su
ranura, porque todo forma una única pieza con la base de la isla. Por medio de

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este imán se hace bajar y subir la isla y moverse de un lado a otro, pues por
uno de sus lados tiene una fuerza de atracción y por el otro lado, de repulsión
respecto al mineral que se encuentra en su base y que también conforma las
entrañas de la tierra firme y del mar de este reino. Este poder solo es efectivo
en una longitud de ocho kilómetros, por lo que la isla no puede ir más allá de
esa distancia, ni tampoco subir a más de esa altura. Cuando la piedra de imán
se coloca paralela a la línea del horizonte, la isla permanece inmóvil, pues en
tal caso sus dos extremos se hallan a igual distancia de la tierra firme, y
cuando el eje se pone oblicuo, según que el polo que se acerca a la tierra sea
el de atracción o el de repulsión, la isla se acerca o se aleja.
El rey indica a los astrónomos que manejan la piedra la posición en la que
la han de poner para moverse según su deseo. Estos hombres dedican la
mayor parte de sus vidas a observar los cuerpos celestes con unos telescopios,
cuyas lentes son mucho más potentes que las de los nuestros, por lo que sus
descubrimientos superan en mucho a los de los astrónomos de Europa. En mi
opinión sería muy recomendable que se hicieran públicos dichos
conocimientos.

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El rey podría ser un monarca absoluto si pudiera convencer a sus
ministros de que lo apoyaran, pero como por una ley fundamental del reino a
este y a la familia real les está prohibido abandonar la corte, en la isla flotante,
y, por su parte, los ministros tienen sus propiedades abajo, en el continente, y
saben que el oficio de favorito es de incierta duración, no consentirán jamás
en esclavizar al pueblo bajo el absolutismo.
Si alguna ciudad se alza en rebelión o se niega a pagar los impuestos, el
rey cuenta con varios métodos para someterla. El primero y más suave
consiste en suspender la isla sobre dicha ciudad, privándola de los beneficios
del sol y de la lluvia y, en consecuencia, castigar a sus habitantes a padecer
hambre y enfermedades. Si el crimen lo merece, se les bombardea con
grandes piedras, que destruyen sus casas y hasta sus vidas. Pero si aún
persisten en su actitud o amenazan con una insurrección, se deja caer la isla
directamente sobre la ciudad, aniquilándola por completo. Este extremo es
excepcional y los ministros no se lo aconsejan por su propio interés y porque
acarrearía el odio de los súbditos hacia su regia persona.
Precisamente, tres años antes de mi llegada, la segunda ciudad en
importancia del reino, Lindalino, se sublevó contra el rey. Cuando este
anunció su visita, cerraron las puertas, apresaron al gobernador y a toda
velocidad levantaron cuatro enormes torres, que coronaron con enormes
piedras de imán, con la idea de que la isla fuera atraída por estas y se
estrellara contra ellas. Así pensaron acabar con la monarquía, matar al rey y
cambiar totalmente un sistema de gobierno que les parecía opresivo y contra
el que habían protestado en repetidas ocasiones. El rey había decidido
descender sobre la ciudad y someterla como acostumbraba; pero, advertido de
lo que se proponía, no tuvo más remedio que tratar con sus ciudadanos y
concederles lo que pedían.

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CAPÍTULO III

Gulliver llega a Lagado y visita la Gran


Academia de Ciencias y Letras

Aunque no puedo decir que me tratasen mal en la isla, he de confesar que me


sentía abandonado, pues ni el rey ni sus habitantes sentían el mayor interés
por nada que no fuese relativo a las matemáticas o la música. Un pariente del
rey, hombre de gran juicio y valía, pero considerado ignorante y estúpido
porque no se le daban bien las matemáticas, me dio una carta de
recomendación para un buen amigo suyo de Lagado y con ello pedí permiso a
Su Majestad para que me dejara marchar, a lo que accedió. Me bajaron de la
isla de la misma manera que me habían subido. Debo decir que experimenté
una gran satisfacción al pisar tierra firme.
Llegué a la ciudad y me dirigí a la casa de este señor, le presenté la carta y
fui muy amablemente acogido, hasta el punto de que me brindó alojamiento
en la misma. Al día siguiente, salimos en su carruaje a ver la ciudad, que es
aproximadamente la mitad de Londres. Me llamó la atención la expresión
distraída y como ausente de la gente, y el descuido en su arreglo personal, así
como el abandono de los edificios. Salimos al campo y no pude ver ningún
cultivo ni prado.

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—Nunca he visto —exclamé— terrenos tan desatendidos, casas tan
ruinosas ni gente que manifieste tanta miseria y necesidad.
—Voy a llevaros a mi hacienda —me contestó—. Veréis cosa muy
distinta y podremos seguir con esta conversación.
Así lo hicimos y quedé admirado de ver los campos de trigo, los prados de
hierba y las plantaciones de viñedos.
—Aquí empieza mi propiedad —me señaló, advirtiendo que mi rostro se
iluminaba—. Yo fui varios años gobernador de Lagado, pero por una
conspiración de los ministros fui destituido por negligencia. Hoy mis
conciudadanos me desprecian por dar tan mal ejemplo a la comunidad; solo
unos cuantos viejos tercos y tenaces como yo seguimos empeñados en esta
tarea. Ignoro —añadió con expresión melancólica— si me veré obligado a
derribar mis casas y destruir mis plantaciones para seguir la desidia
actualmente de moda y no disgustar a Su Majestad.
Después me explicó que hacía unos cuarenta años que ciertas personas
habían subido a Laputa y regresaron con la cabeza llena de delirios y fantasías
sobre los nuevos métodos en los que se habrían de asentar las bases de su
futuro. A este fin crearon una Academia de Proyectistas, en la cual los
catedráticos ideaban novedosos planes para la agricultura y la edificación, así
como nuevos instrumentos y herramientas de trabajo, con los que un hombre
podría hacer el trabajo de diez y un palacio sería construido en una semana,
los campos producirían cien veces más y darían frutos en todas las estaciones
del año. Y así otras innumerables ideas venturosas.
—El inconveniente —concluyó con pesar— consiste en que todavía no se
ha llegado a perfeccionar ninguno de estos proyectos y mientras los campos
están baldíos, las casas se caen y la gente no tiene alimentos ni vestidos. Y
nosotros nos vemos rechazados por oponernos al supuesto progreso y
bienestar del país.
A continuación, me propuso visitar la Gran Academia. Esta se componía
de varios edificios que ocupaban toda una calle. Me recibió el rector y me
acompañó por sus dependencias. En ellas había más de quinientas estancias y
en cada una se encontraba un proyectista o más enfrascados en sus ideas. El
primero que vimos era un hombre enjuto, con el pelo largo y desaseado, que
llevaba ocho años intentando extraer rayos de sol de los pepinos; vi a otro que
se afanaba en calcinar hielo para convertirlo en pólvora, y un tercero
pretendía ablandar el mármol para transformarlo en almohadas. Un arquitecto
muy ingenioso había ideado una nueva manera de construir casas empezando
por el tejado. Visité muchas salas más. Me quedaba toda un ala de la sabia

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casa, dedicada a los avances en las ciencias especulativas. El primer
catedrático que vi era doctor en Filología y estaba en una gran aula rodeado
de cuarenta alumnos, que sujetaban un enorme tablero, que ocupaba casi toda
la habitación.
—Se trata de un invento —me explicó al advertir que yo lo observaba con
atención— en que llevo trabajando desde mi juventud, con el objeto de hacer
progresar el conocimiento por medio de operaciones mecánicas. De momento
es solo una teoría que aún no se ha llevado a la práctica; pero estoy seguro de
que, gracias a él, la persona más ignorante, por un precio moderado y con un
pequeño esfuerzo corporal, podrá llegar a escribir tratados de filosofía,
política, leyes, matemáticas, teología, etc., sin necesitar para nada tener
talento ni estudiar.
El tablero funcionaba como un gigantesco rompecabezas. Contenía miles
de pequeñas piezas del tamaño de un dado y cogidas por un alambre, a las que
se les pegaba un papelito en cada lado con una palabra escrita, incluyendo
todas las del idioma, pero sin ningún orden. Cuando el docto profesor lo
mandaba, los alumnos cogían el tablero por unas asas que tenía en sus bordes
y lo hacían girar. Una vez que se paraba, cada muchacho componía una frase
con las palabras de cada línea, tal como hubiesen quedado. Esas frases se
enlazaban hasta componer párrafos y así se iba repitiendo la operación hasta
completar el tratado que había de entregarse al mundo.
Pasamos luego a la Escuela de Idiomas, donde tres catedráticos estaban
consagrados al proyecto de acortar el discurso, reduciendo las palabras
polisílabas a una sílaba y prescindiendo de los verbos y de los adjetivos, pues,
en realidad, todas las cosas imaginables son designadas por los nombres.
—Mi proyecto va aún más allá —me explicó con afán otro ilustre
profesor—, ya que me propongo prescindir hasta de los nombres, dado que al
pronunciar las palabras disminuye el aire de nuestros pulmones y, en
consecuencia, nos acorta la vida. Pretendemos que las personas no tengan ni
siquiera que hablar, sino que cada cual lleve consigo los objetos que
correspondan al tema que quiere tratar y los vaya señalando.
Este invento se hubiera podido implantar, sin duda, con gran facilidad y
beneficio para la salud de los individuos, de no haber sido porque las mujeres
amenazaron con rebelarse si no se les dejaba hablar con la lengua, como
habían hecho hasta ese momento.
También vimos la sección dedicada a Matemáticas, donde el experto
profesor enseñaba a los alumnos cómo resolver ecuaciones de gran
envergadura. He de admitir que este método jamás lo hubiéramos imaginado

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en Europa. El estudiante tenía que tragarse en ayunas una pastilla con un
componente cefálico especial que contenía las incógnitas descifradas. Durante
tres días, no podía tomar nada más que pan y agua. Cuando se digería la
píldora, subía al cerebro la solución.
—Pero aún no se ha producido el éxito esperado —aclaró—, en parte por
error en la cuantía de la composición de la pastilla y, en parte, por el rechazo
de los alumnos al sabor nauseabundo de la misma y a la subsiguiente
abstinencia que su toma requiere.
Pero donde pasé el peor rato fue en el Departamento de Ciencias Políticas.
Los profesores parecían haber perdido el juicio, pues preparaban proyectos
para convencer a los monarcas de que escogieran a sus ministros en función
de su sabiduría, capacidad y honradez, con el fin de defender el bien del
pueblo y no se dejaran arrastrar por los vicios y las debilidades que suelen
llevar a la corrupción a quienes gobiernan. Un catedrático me enseñó un
manual de instrucciones para descubrir a los traidores y conspiradores,
analizando en detalle la dieta que comían y sus excrementos, pues había
comprobado que cuando alguien quiere asesinar al rey sus heces tienen un
color verdoso. Otro grupo discutía acaloradamente sobre el medio más eficaz
de recaudar dinero sin oprimir a los súbditos; unos eran partidarios de gravar
los vicios y la necedad, mientras que el resto pensaba, por el contrario, que los
impuestos debían recaer sobre el talento, el valor y la buena educación.
Y como no encontré en este país nada que me invitase a prolongar mi
permanencia en él, empecé a pensar en regresar a mi casa.

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CAPÍTULO IV

Gulliver va a la isla de Glubbdubdrib y con


quiénes se encuentra allí

Salí de Lagado y me dirigí a Maldonada, desde cuyo puerto me proponía


partir para Japón y desde allí a Inglaterra. Pero los barcos no salían hasta un
mes después, así que acepté la sugerencia de un distinguido caballero de
llevarme de excursión a la isla de Glubbdubdrib, que significa «Isla de los
hechiceros o de los magos».
—Se trata —me explicó— de una isla pequeña y fértil, gobernada por el
jefe de cierta tribu, en la que todos son magos. Este hombre, gracias a su
habilidad en la nigromancia[15], es capaz de resucitar a los muertos y de
ponerlos a su servicio durante veinticuatro horas.
Me quedé asombrado y, cuando llegamos, fuimos a visitarlo. Varios
servidores nos llevaron a su presencia, desvaneciéndose como fantasmas
cuando él les pidió que nos dejaran solos. Mi compañero hablaba su idioma,
de modo que no tuvimos problemas para entendernos. Estuvimos en la isla
diez días, aunque excusamos la invitación de quedarnos en el palacio, a la
vista de sus moradores.
En otro encuentro con este digno dirigente, me indicó que podía convocar
a cualquier muerto que se me ocurriese. Agradecí tan alta deferencia y no se
me ocurrió por menos que llamar a Alejandro Magno, para que viniese al
frente de su ejército; lo cual, a un chasquido de los dedos del gobernador, fue
cumplido de inmediato en la gran explanada que había al pie de la ventana de
la sala en que nos encontrábamos. Con dificultad pude entender su griego,
pues tenía poco que ver con el que yo había estudiado. Me aseguró que no
había muerto envenenado, sino que había sido por intoxicación, tras haber
bebido demasiado. Luego vi a Aníbal atravesando los Alpes con sus elefantes,
y a César y Pompeyo, que preparaban sus tropas para un combate. Pedí que
apareciera ante mí el Senado de Roma y frente a él la cámara de nuestros
representantes del actual Parlamento; el primero parecía una asamblea de
héroes y semidioses; la otra, un puñado de buhoneros, carteristas, bandoleros

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y mercachifles. Dejé a los ilustres estrategas y llamé a los eruditos: Homero,
Aristóteles, Descartes…
Quise ver después a algunos de los muertos modernos, aquellos que han
desempeñado los más relevantes papeles en la historia de nuestro país o de
Europa durante los dos o tres últimos siglos. Y así rogué al gobernador que
llamara a una docena de reyes con sus antepasados. Con ello pude comprobar
de dónde provenían los rasgos que caracterizaban a sus familias: por ejemplo,
la barbilla prominente, la necedad progresiva o hasta la locura. Y descubrí
que la maldad, la falsedad y la cobardía distinguen a determinadas familias
tanto como su escudo de armas.
Quedé disgustado con la historia moderna, pues habiendo examinado con
detalle a sus principales protagonistas, descubrí cómo los historiadores
interesados o fácilmente sobornables han confundido al mundo, atribuyendo
grandes hazañas a los mayores cobardes, virtud a los traidores, sabios
consejos a los ignorantes, sinceridad a los aduladores, verdad a los delatores.
Cuántas personas inocentes han sido condenadas a muerte o al destierro por
los manejos de los ministros o la perversión de los jueces; cuántos villanos
han sido elevados a los más altos puestos del poder y cuán grande es la parte
que en los acontecimientos de las cortes se debe a las intrigas de criados,
amantes, alcahuetas, bufones y parásitos. Tres reyes me aseguraron que el
trono real no puede sostenerse sin individuos corruptos, porque los hombres
honrados han sido y son un estorbo para los asuntos públicos. ¡Qué bajo
concepto me formé, después de esta visita, sobre la sensatez y la integridad
del ser humano!

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CAPÍTULO V

En su camino de regreso a Inglaterra, Gulliver


se detiene en Luggnagg

Por fin, pasadas dos semanas, llegó el barco que se dirigía a Japón, pero tras
un mes de travesía, hubo de desviarse a causa de una tempestad al puerto de
Luggnagg. Era el día 21 de abril de 1709. Bajamos y un oficial de aduana me
sometió a un interrogatorio. Se había enterado de que yo era extranjero y un
gran viajero, así que decidió retenerme hasta recibir órdenes de su rey.
Después de quince días de espera en un incómodo alojamiento, llegó un
mensajero de la corte con la noticia de que Su Majestad se complacía en
señalar el día en que yo tendría el honor de «lamer el polvo de delante de su
escabel». Se trataba de algo más que una fórmula de cortesía, pues, al
presentarme ante él dos días después, se me ordenó que me arrastrara y
lamiera el suelo conforme avanzaba hacia su realísima persona, y lo peor es
que no había más remedio que hacerlo, de lo contrario hubiera incurrido en un
delito capital. Cuando el rey decidía dar muerte a alguno de los nobles de su
corte de manera suave e indulgente, ordenaba que sobre el suelo se esparciese
cierto polvo mortífero y en veinticuatro horas moría el que lo había lamido.
Hay que aclarar que después de cada ejecución se lavaba bien el suelo. Yo
había contratado los servicios de un joven que hablaba el laputiano, así que
me hizo de intérprete y el rey quedó muy contento de nuestra entrevista; me
ofreció un alojamiento en el palacio y una paga diaria en oro para mis gastos,
además de otras mercedes. Permanecí en esta ciudad tres meses, pero mi
deseo era volver a mi patria.
En este tiempo, hice amistad con personas de buena clase y maneras, y
gracias a mi intérprete pude sostener originales conversaciones. Un día, un
caballero me preguntó:
—¿Habéis visto a los struldbruggs?
—¿Y esos quiénes son?
—Son los inmortales.

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—No, por cierto, y os ruego que me expliquéis qué significa tal nombre
aplicado a una criatura mortal.
—Pues lo vais a saber. Sucede que de vez en cuando, por azar, en una
familia nace un niño con una mancha circular roja en la frente y eso es señal
de que jamás morirá. Y ahora responded: ¿qué clase de vida llevaríais vos si
vuestro destino hubiera sido nacer inmortal?
—¡Ah! Es fácil decirlo. Si hubiese tenido esa suerte —contesté con
entusiasmo—, tan pronto como hubiera sido consciente de ello me habría
preocupado, lo primero de todo, de conseguir riquezas por todos los medios.
En segundo lugar, me habría dedicado desde los primeros años de mi
juventud al estudio de las ciencias y las letras. Por último, habría ido tomando
nota con cuidado de todos los acontecimientos que hubieran ido teniendo
lugar, así como de los cambios en las costumbres, modas, comidas,
diversiones y en la lengua. Con ello me habría convertido en un erudito, esto
es, en una enciclopedia viviente plena de conocimientos, a quien todos
consultarían. Basándome en mi propia sabiduría y en la experiencia adquirida,
me entretendría en enseñar a los jóvenes los valores de la virtud tanto en la
vida pública como privada. Y para colmar mi cometido, junto a mis otros
compañeros inmortales lucharíamos contra la corrupción del mundo, dando
constante aviso e instrucción a la humanidad.
—¡Bah, amigo, qué equivocado estáis! Yo voy a disuadiros de algunos
errores en los que ha caído la naturaleza humana por su necedad y estupidez.
Ante todo, os imagináis un tipo de vida que es poco razonable e injusta, ya
que supone mantener a perpetuidad la juventud, la salud y el vigor. La
cuestión no es si escogeríais vivir siempre joven y lleno de salud y
prosperidad, sino cómo transcurriría para vos una vida eterna con las
desventajas que acarrea la vejez. —Hizo una pausa y continuó—: Los
struldbruggs viven felices hasta los treinta años, después van entrando más y
más en el abatimiento y la melancolía, hasta llegar a los ochenta, que es el
límite máximo de edad en este país. A esta edad, no solo padecen las mismas
enfermedades y demencias de todos los ancianos, sino muchas más derivadas
de la horrible perspectiva de no morir jamás. A los noventa años se les caen
los dientes, olvidan los nombres de las cosas y de las personas, y no pueden
andar. En consecuencia, envidian a los jóvenes, que disfrutan de su esplendor,
y también a los viejos, porque estos morirán y descansarán en un puerto, al
que ellos nunca podrán tener esperanza de llegar.

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Después de esta charla, varios amigos me llevaron a conocer a algunos de
estos inmortales. Los más jóvenes podían tener doscientos años y los más

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viejos, más de mil, pues se habían perdido los registros de su nacimiento.
Malvivían de una escasa asignación del Estado y constituían el espectáculo
más lamentable que haya contemplado en mi vida. El lector podrá deducir
que, con lo visto y oído, se redujeron considerablemente mis ansias de vivir
eternamente.
El 6 de mayo de 1709 me despedí solemnemente del rey y de todos mis
amigos. Encontré un buque que me llevó a Japón y desde allí embarqué en un
mercante holandés, en el que presté mis servicios de médico. Casi un año
después llegamos a Ámsterdam y, por fin, el 16 de abril de 1710 volví a ver
las costas de mi país natal, tras una ausencia de cinco años y seis meses.

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CUARTA PARTE

Viaje a Houyhnhnms, el País de los Caballos

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CAPÍTULO I

Gulliver embarca de nuevo. Una rebelión a


bordo le lleva a ser abandonado en un país
desconocido

Me quedé en casa felizmente durante cinco meses. Pero yo no había


aprendido la lección, así que cuando de nuevo se me brindó la oportunidad de
ser capitán del Adventurer, un mercante de trescientas cincuenta toneladas,
volví a hacerme a la mar rumbo a la bahía de Campeche, en la península de
Yucatán, en Méjico, para cargar la preciosa madera que lleva su nombre.
Zarpamos de Portsmouth el 7 de septiembre de 1710 e hicimos escala en las
islas Canarias. Durante la travesía se propagaron unas calenturas en mi barco
y varios de mis hombres murieron, por lo que me vi obligado a atracar en las
islas Barbados, en las Antillas, para reclutar marineros. Pronto tuve ocasión
de lamentarlo, pues me enteré de que la mayoría de ellos habían sido
bucaneros; convencieron al resto de la tripulación para apoderarse del barco y
dedicarlo a la piratería, asaltando y saqueando a los barcos españoles que
volvían de las Indias. Una mañana irrumpieron en mi camarote y me ataron
de pies y manos, amenazándome con arrojarme por la borda si se me ocurría
moverme. Quedé hecho su prisionero. Estuvimos navegando muchos días,
pero yo ignoraba el rumbo que seguían.
El día 9 de mayo de 1711 uno de ellos bajó al camarote y me anunció que
el capitán había decidido desembarcarme. Me subió a cubierta y me forzó a
entrar en un bote, me permitieron ponerme mi mejor traje y coger un hatillo
de ropa blanca; pero ningún arma, salvo mi cuchillo, y demostraron su
amabilidad no registrándome los bolsillos, donde yo me había guardado todo
el dinero que tenía y algunos otros utensilios. Varios hombres remaron por
espacio de tres millas y me abandonaron en una playa. Les pregunté en qué
sitio estábamos, pero no me lo dijeron. Me senté en la orilla y, cuando hube
descansado un poco, me interné en el territorio dispuesto a entregarme a los
primeros salvajes que encontrara, a los cuales les compraría mi vida a cambio

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de algunos brazaletes, anillos y otros abalorios que había traído conmigo. En
la tierra se veían grandes hileras de árboles, muchos prados de hierba y
también campos cultivados de avena. Avanzaba con gran cautela, temiendo
verme herido por la espalda por alguna flecha. Llegué a un camino lleno de
huellas de pisadas humanas, algunas de vacas y sobre todo de caballos.
Por fin, descubrí varios animales en un campo y algunos de ellos subidos
a los árboles. Me oculté detrás de un matorral para verlos mejor. Tenían una
figura muy rara y deforme; casi todo su cuerpo estaba cubierto de pelo,
excepto en la cara y otras zonas que presentaban una piel de color marrón
tostado. No poseían cola. A menudo se sostenían de pie con las patas traseras,
pero casi todo el rato estaban sentados o tumbados. Trepaban a los árboles
con la rapidez de las ardillas, cogiéndose a las ramas con sus largas y afiladas
garras, y daban saltos y brincos con gran agilidad. Las hembras eran más
pequeñas que los machos y sus ubres les colgaban al andar entre sus patas
delanteras. A decir verdad, yo nunca había visto en mis viajes animales tan
repugnantes. De modo que me levanté y seguí el camino, esperando que me
llevara a la cabaña de algún indio. No había avanzado mucho cuando uno de
estos repulsivos animales me cortó el paso; me miró fijamente, como si yo
fuera un objeto que no hubiese visto antes, se acercó más y levantó la pata
delantera, no sé con qué intención; pero yo saqué mi cuchillo y le di un golpe
con el puño. La bestia rugió tan fuerte que una manada de cuarenta, al menos,
acudió en tropel aullando. Yo corrí a protegerme la espalda con el tronco de
un árbol y los mantuve alejados blandiendo mi cuchillo.
De repente, vi que todos salían a correr a toda velocidad y me di cuenta de
que la causa era que se acercaba un caballo. Este se sobresaltó al descubrirme,
me miró a la cara con indudable gesto de asombro; después me miró las
manos y los pies, y dio varias vueltas a mi alrededor. Yo me atreví a
acariciarle el cuello, pero él movió la cabeza como rechazando mi saludo.
Después relinchó tres o cuatro veces, pero con tonos tan distintos que casi
empecé a pensar que estaba hablando. Llegó otro caballo y ambos levantaron
sus patas delanteras derechas y chocaron entre sí los cascos, al tiempo que
relinchaban de forma acompasada y sucesiva, como si estuviesen
manteniendo una conversación.
Los dos caballos se me acercaron y me miraron de arriba abajo, en
especial mi ropa y mis zapatos. El primero, que era tordo[16], me acarició la
mano con su pata delantera, como admirando el color y la delicadeza de mi
piel. En resumen, el comportamiento de aquellos animales me pareció tan

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racional que no pude sino pensar que fueran magos metamorfoseados[17] por
algún sortilegio[18], y me dirigí a ellos.
—Caballeros, si sois ilusionistas, como me aventuro a creer, podréis
entender mi idioma; por consiguiente, me permito informaros de que soy un
pobre inglés angustiado, lanzado para mi desgracia a vuestra costa, y os ruego
que me conduzcáis a vuestra casa o aldea, donde pueda aliviar mi necesidad.
Y en pago de este favor, os regalaré este cuchillo y este brazalete —dije,
sacándolo del bolsillo.
Las dos criaturas habían guardado silencio mientras yo hablaba y después
relincharon alternativa y entonadamente, como hablando entre ellos. Pude
distinguir varias veces la palabra yahoo[19], que yo intenté repetir imitando su
relincho. Los dos quedaron visiblemente sorprendidos y el segundo caballo,
que era bayo[20], me puso a prueba con una segunda palabra: houyhnhnm, que
más tarde supe que en su lengua significa «caballo» y es sinónima de «la
perfección de la naturaleza»; esta también la repetí varias veces hasta que
sonó de forma aceptable. Los dos caballos se mostraron muy admirados de mi
capacidad y, pasado un rato, se despidieron.
El tordo me hizo señas con la cabeza para que caminara delante de él. Me
condujo hasta un gran edificio rústico, hecho de estacas de madera clavadas
en el suelo y otras atravesadas encima, con un techo cubierto de paja. Saqué
algunas baratijas para regalar a la familia de la casa. El caballo me indicó que
entrara en un recinto con suelo de arcilla. Tenía un enrejado con heno y un
pesebre que se extendía a lo largo de uno de sus lados; había además una
tarima sobre la que se veían unas vasijas y varias herramientas. Varios
jamelgos se encontraban sentados sobre las patas traseras y otros, realizando
tareas domésticas. Una segunda habitación estaba acondicionada como la
anterior, aunque de manera más elegante; el caballo tordo me hizo pasar a
ella. Me froté los ojos, creyendo que la casa estaba embrujada o que yo
soñaba. Allí vi a una hermosa yegua en compañía de un potro y de una
potranca, sentados todos sobre las ancas en esteras de paja bien limpias. Al
verme, la yegua se levantó y me dirigió una mirada de desdén, al tiempo que
decía: yahoo, cuyo significado yo aún no comprendía, pero pronto me iba a
enterar, pues el caballo movió la cabeza para que le siguiera a una especie de
patio, donde se levantaba un barracón a alguna distancia; en él vi a tres de
aquellos aborrecibles animales con los que me había topado al llegar,
comiendo raíces y carne cruda, la cual sujetaban con sus patas delanteras y
desgarraban con avidez con los dientes. Estaban todos atados por el cuello a
un poste.

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El caballo amo —al que así llamaré desde ahora— ordenó a un sirviente,
un jamelgo alazán[21], que trajera a una de aquellas bestias y la puso junto a
mí. Ambos caballos nos miraban y comparaban, repitiendo a la vez la palabra
yahoo. No puedo explicar con palabras el horror y las náuseas que sentí
cuando observé en aquel ser inmundo una perfecta figura humana: su cara, su
nariz y su boca solo se diferenciaban de mis facciones en que aquellas estaban
aplastadas; sus patas delanteras eran como mis brazos, pero llenos de pelo y
con las uñas de las manos mucho más largas y encorvadas; sus patas traseras
eran idénticas a mis pies, salvo que yo llevaba zapatos y por eso no se me
veían. Lo que se podía ver de nuestros cuerpos también era similar, excepto
en el color de la piel y el pelo. Sin embargo, a los caballos les tenía
despistados mi ropa, que ellos desconocían. Más adelante yo les explicaría
que en mi país toda la gente la llevaba para resguardarse del frío o del calor,
porque no teníamos pelo en el cuerpo. El alazán cogió una raíz y me la
ofreció, yo la olí y se la devolví; lo mismo hizo con un trozo de carne cruda y
hedionda, que yo rechacé lleno de asco y él se la lanzó al yahoo, que la
devoró al instante. Me mostró después el heno y yo le hice un gesto negativo
con la cabeza. El caballo amo dedujo que ninguna de aquellas cosas era
comida para mí; envió al yahoo de nuevo a su cobertizo y señalándose con su
pata delantera la boca me dio a entender que le dijera qué quería comer. En
estas acertó a pasar por allí una vaca, a la que apunté con mi dedo y le pedí
que me dejara ordeñarla; mandó a una yegua criada que trajera una vasija con
leche, estaba muy limpia y bebí de ella hasta saciar mi hambre.

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Al mediodía llegó un hermoso corcel viejo en un carro tirado por cuatro
yahoos. Estaba invitado a comer. En la mejor estancia de la casa, habían

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dispuesto los pesebres en forma circular y los habían dividido en
compartimentos. Todos los caballos se sentaron sobre sus ancas y comieron
cada uno su heno y un cuenco de avena con leche. El caballo amo me indicó
un sitio a su lado y yo me senté, pero no comí nada. Sin embargo, estuve
pensando en cómo podría yo prepararme mi comida: cogí una buena cantidad
de avena, la puse en una vasija y la calenté al fuego hasta que los granos se
desprendieron, los molí entre dos piedras como mejor pude, les eché agua e
hice una masa, que volví a tostar hasta que me quedó una especie de torta y
esta sí la mezclé con la leche y me la tomé. Andando el tiempo, pude atrapar
algún conejo o pájaros con lazos, y también recogía hierbas comestibles, que
hervía. Al principio todo me parecía insípido por la falta de sal, pero después
pude experimentar qué poco basta para satisfacer las necesidades de la
naturaleza, y he de decir que en los tres años que conviví con los caballos
jamás caí enfermo.
Cuando llegó la noche, el caballo amo mandó a sus caballos criados que
me preparasen un sitio para albergarme, estaba tan solo a seis metros de la
casa y bien separado de los establos de los yahoos.

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CAPÍTULO II

Gulliver aprende el idioma de su amo y puede


conversar con él

Mi principal propósito era aprender el idioma de mi amo y él estaba deseoso


de enseñármelo. Yo lo señalaba todo y anotaba los nombres en mi diario para
estudiarlos. Se admiraban los miembros de su casa de que una bestia yahoo
diera muestras de tales rasgos de criatura racional, de que quisiera aprender y
de que fuera tan cortés y limpia, cualidades totalmente opuestas a las de los
yahoos que ellos tenían como esclavos. Mi amo tenía grandes deseos de oír
mi historia y en tres meses fui capaz de hacerlo de forma aceptable.
—Yo llegué a tu país —inicié mi relato— desde un lugar lejano por mar,
en un barco, esto es, un gran recipiente hueco hecho de troncos de árboles.
—¿Y quién construyó ese barco? —preguntó con interés.
—Seres como yo, que son los habitantes de todos los países que conozco.
—No entiendo —contestó— cómo una manada de yahoos pueda ser
capaz de construir un barco y venir desde tan lejos. Además yo sé que no hay
ningún país más allá del mar. Así que tú dices lo que no es. —En su idioma
no existe la palabra «mentira».
—En mi país —añadí— y en todos por los que he viajado, los yahoos son
los únicos seres racionales y dirigen sus países. A mí también me ha
asombrado llegar aquí y encontrar que los houyhnhnms son los animales
racionales y los yahoos, a los cuales yo me parezco en todo, son bestias.
Verdaderamente no hallo la razón para explicar cómo la naturaleza haya
podido evolucionar de manera tan degenerada y brutal. Y si alguna vez tengo
la suerte de regresar a mi patria y cuento a mis amigos este viaje, ellos
también creerán que les digo lo que no es.
—Y dime, ¿hay houyhnhnms entre vosotros? Y si es así, ¿a qué se
dedican?
—Sí, ya lo creo que los hay —contesté—. Nosotros los llamamos
«caballos» y los tenemos en gran número. En verano pacen en los campos y
en invierno están guardados en los establos, alimentados de heno y avena;

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allí, los sirvientes los cuidan, los limpian, les peinan las crines y les sirven la
comida. Son animales fuertes, veloces y generosos, y los más hermosos que
tenemos. Las personas distinguidas los utilizan para viajar, tirando de sus
carruajes o para competir en las carreras; a los labradores les ayudan en las
tareas agrícolas, arando la tierra, y los carreteros los cargan con sus
mercancías para que las transporten por los caminos. En las patas les ponemos
herraduras, que son unas placas de hierro fijadas a sus cascos, para evitar que
se lastimen al pisar las piedras. Para montarlos, colocamos una silla sobre sus
lomos, y los dirigimos con una brida.
—¿Cómo es posible que os arriesguéis a subir sobre los houyhnhnms? —
exclamó con gran indignación.
—Porque los amaestramos desde que tienen tres o cuatro años para los
diferentes trabajos a los que se les va a destinar. Y si alguno muestra ser
indomable, se le castra para hacerlo más dócil.
Es imposible describir el resentimiento que se dibujó en su rostro, por el
trato brutal que dábamos a su raza.
—Lo que no puedo comprender es cómo unos seres tan escasamente
dotados por la naturaleza como tú podéis ser los dirigentes y solo lo justifico
por vuestra razón, porque por vuestro cuerpo estáis en desventaja respecto a
nuestros yahoos. Es verdad que no sois tan deformes como ellos, pero las
patas delanteras no os sirven para andar, con lo que frecuentemente perdéis el
equilibrio y os caéis; vuestros ojos no ven por los lados, al estar orientados
principalmente al frente, salvo que volváis la cabeza; no podéis comer con la
boca, por lo que necesitáis ayudaros de las patas delanteras; en fin, vuestro
cuerpo está desnudo de pelo, de modo que necesitáis protegeros del frío y del
calor. Por añadidura, en este país, todos los animales aborrecen a los yahoos,
así que no me explico cómo podéis llegar a amansarnos y convertirnos en
vuestros siervos. No obstante, dejaremos esta discusión para otro día, porque
ahora estoy muy impaciente por conocer tu historia.
Le conté que había nacido de padres honrados en una isla lejana llamada
Inglaterra, la cual gobernaba una reina; que estudié para ser médico, oficio
que consistía en curar los males del cuerpo, y que había salido de mi país para
obtener riquezas con las que poder mantenerme yo y a mi familia, a mi
regreso. Hice especial hincapié en mi última travesía y en cómo me vi
traicionado por cincuenta hombres que llevaba a mis órdenes en el barco, y
cómo ellos me habían obligado a desembarcar en aquellas costas.
—Eran individuos desesperados —le comenté—, forzados a huir de sus
lugares de nacimiento a causa de su pobreza o de sus crímenes. Algunos

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habían perdido su dinero en la bebida, en mujeres o en el juego; otros estaban
condenados por robo, violación o asesinato; y los había que eran desertores
que se habían pasado al enemigo. Casi todos habían huido de la cárcel y no
tenían intención de volver a su país por miedo a la horca.
—No veo —me interrumpió— cuál puede ser el provecho o la necesidad
de cometer esas fechorías.
—Sin duda —respondí— es por ambición de poder o de riqueza o por los
terribles efectos de la lujuria, la maldad, la cólera o la envidia. Pero también
hay algunos a los que la ley les ha arruinado su vida.
Alzó los ojos atónito e indignado. El poder, el gobierno, la ley, el castigo,
la guerra, y mil cosas más no tenían palabras en su idioma, con lo que le era
difícil asimilar sus conceptos. Sobre todo estaba perdido en el dilema[22] de
cómo era posible que la ley, creada para proteger al hombre, pudiera causar su
desgracia. Él suponía que la naturaleza y la razón eran guías suficientes para
indicarle a un animal racional lo que debe hacer y lo que debe evitar. Por
consiguiente, me rogaba que se lo explicase mejor.
—La ley —aseguré— no es ciencia en la que yo sea experto; pero trataré
de satisfacerte. En nuestra sociedad existen unos hombres llamados jueces,
que se educan en el arte de probar con palabras que lo blanco es negro y lo
negro es blanco, según se les pague. Estos están dispuestos, por cuantiosos
sobornos, a favorecer el fraude, el falso testimonio y la opresión. Asimismo,
esta gente utiliza una extraña jerga que ninguno de los demás mortales es
capaz de descifrar, y en ella están escritas las leyes, así que, de este modo, han
conseguido confundir totalmente la esencia de la verdad y de la mentira, del
bien y del mal.
—No me cabe en la cabeza —replicó— cómo es posible que teniendo el
uso de la palabra como objetivo el comprendernos unos a otros y el transmitir
información sobre lo que ocurre, este fin fracase en el instante en que alguien
dice lo que no es verdad, pues en vez de informar a los otros, los deja sumidos
en la ignorancia y hasta puede arruinarles la vida.
Todo esto le causó un gran impacto. Por fin, parecía llegar a conocer de lo
que es capaz el ser humano, en especial en esta parte del mundo que
llamamos Europa y concretamente Inglaterra.

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CAPÍTULO III

Gulliver sigue hablando a su amo de Inglaterra y


de sus instituciones. Comparación con los
houyhnhnms

Debo advertir al lector que aquí recojo solo el resumen de las muchas
conversaciones que mantuve con mi amo, pues no se cansaba de pedirme más
y más explicaciones a medida que yo progresaba en el uso de su lengua.
Obedeciendo, pues, sus mandatos, otro día le hablé de la larga guerra que
sosteníamos contra Francia, en la cual se hallaban comprometidas las más
grandes potencias de la cristiandad.
—¿Y cuáles son los motivos que llevan a un país a luchar contra otro? —
preguntó.
—Innumerables —repuse—. Unas veces es la ambición de los reyes, que
nunca creen tener bastantes tierras ni gentes sobre las que mandar. Otras, es la
corrupción de los ministros, que enzarzan a su país en una guerra para acallar
las protestas de sus súbditos contra su mala administración. Las diferencias de
opinión también han costado millones de vidas: si silbar es un vicio o una
virtud o qué color sea el más adecuado para una casaca. En ocasiones,
nuestros vecinos quieren lo que nosotros tenemos o nosotros lo que tienen
ellos. Es muy frecuente también invadir el país que nos acaba de pedir auxilio
para defenderse de otro enemigo y, cuando este ha sido expulsado, se mata,
encarcela o destrona al rey al que se vino a ayudar. En suma, la razón es lo
que menos importa. Por eso, el oficio de soldado es uno de los más valorados
en Europa.
—Lo que me has contado sobre la guerra —argumentó mi amo—
demuestra, sin duda, los efectos de esa razón que os atribuís.
Afortunadamente, la naturaleza os ha creado de manera que sois incapaces de
causar graves males. Con vuestras bocas encajadas en vuestras caras no
podéis morderos los unos a los otros y vuestras garras son tan cortas y blandas
que no podéis heriros.

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No pude contener una sonrisa al ver su ignorancia, y como no me era
ajeno el arte de la guerra, se lo aclaré.
—Tienes razón, amo, pero desconoces el incontable número de artilugios
militares de que disponemos, a saber: cañones, mosquetes, carabinas, pistolas,
balas, pólvora, minas, espadas, bayonetas, puñales…; y batallas, asedios,
ataques, emboscadas, persecuciones, bombardeos, combates navales, buques
hundidos, destrucciones…; y gemidos de agonía, heridas, incendios, humo,
huidas… Y, al final, miles de muertos.
—¡Oh! Silencio. Conocía la vileza de las acciones de los yahoos, pero con
tu discurso has aumentado mi aborrecimiento hacia toda la especie.

En una siguiente ocasión salió el tema del dinero y, comprobando que era
completamente ajeno a su valor, me esforcé por enseñarle su uso.
—Cuando un yahoo logra reunir una buena cantidad de este metal valioso,
puede comprar todo lo que quiere: casas, tierras, manjares, ropas…, y puede
elegir a las hembras más hermosas. En consecuencia, nuestros yahoos nunca
creen tener bastante, bien para gastarlo o bien para guardarlo, según se incline
su carácter hacia el derroche o la avaricia. Por cada rico hay mil pobres, de los
que aquel se aprovecha, de manera que la gran mayoría de la gente del pueblo
se ve forzada a llevar una existencia miserable, trabajando de sol a sol por un
pequeño jornal, cuando no caen directamente en manos del hambre o
subsisten mediante la mendicidad, el robo, la prostitución, el engaño, la
adulación, el envenenamiento, y otras ocupaciones similares.
—No lo puedo creer —decía—. Yo pienso que todas las criaturas tienen
derecho a alimentarse de lo que produce la tierra, y el país que deja que sus
habitantes se mueran de hambre es despreciable. Nosotros tenemos un
consejo que vela porque cada región tenga cubiertas sus necesidades de heno,
avena, vacas o yahoos, y dondequiera que hay escasez de algo, se remedia de
común acuerdo y con la contribución de todos.
Y como quiera que en el transcurso de la conversación yo mencionase por
casualidad al gobierno y a los ministros del Estado, me pidió que le informara

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acerca de qué clase de yahoos eran aquellos a los que me refería con tal
nombre.
—Empezaré por el primer ministro —expuse con escaso entusiasmo—.
Es un ser exento por completo de otro sentimiento que no sea su desmedido
afán de riquezas, poder y títulos; que jamás dice la verdad, ni del que uno
puede fiarse cuando hace una promesa; que aquellos a los que más critica son
los que están en vías de ascender y a los que alaba son los que pueden
considerarse destituidos. Tres son las vías por las que un hombre puede llegar
a ser primer ministro: la primera consiste en saber aprovecharse con
prudencia de una esposa, una hija o una hermana; la segunda, en traicionar o
desautorizar a su predecesor; y la tercera, en mostrarse furioso en público
contra las corrupciones de la corte, porque estos son precisamente los más
serviles y maleables[23] por sus señores. Los ministros, a su vez, se rodean de
individuos deshonestos con los que forman su gobierno. Por último, por
medio de un documento llamado «Acta de Indemnidad» se aseguran contra
cualquier investigación o imputación posterior, y logran retirarse de la vida
pública para vivir del expolio[24] al que han sometido a la nación.
Mi amo me había oído hablar un día sobre la nobleza de mi país y,
queriendo hacerme un cumplido, me dijo que yo debía de proceder de una
familia noble, dado que superaba en mucho a todos los yahoos de su tierra,
pues, aunque carecía de la fuerza y de la agilidad de aquellos, poseía el uso de
razón y el don de la palabra. Le agradecí la buena opinión que se había
formado de mí y le aclaré al punto que mi familia era humilde, pero honrada,
y que entre nosotros la nobleza era algo distinto a la idea que él se había
forjado.
—Nuestros jóvenes nobles se educan en la ociosidad y el lujo desde su
infancia, consumen su juventud y su vigor en el vicio, por lo que contraen
enfermedades contagiosas por la mala vida que llevan y las malas compañías
que frecuentan. Cuando llegan a la madurez, con su fortuna casi arruinada, se
casan por dinero con mujeres a las que no quieren y engendran hijos muchas
veces raquíticos o deformes. Al final se convierten en unos seres débiles de
cuerpo y estúpidos e ignorantes de mente, pero llenos de sensualidad y
orgullo. No obstante, sin el consentimiento de esta ilustre clase social no
puede aprobarse, alterarse, ni rechazarse ninguna ley y estos nobles tienen,
asimismo, poder de decisión sobre todas nuestras propiedades sin apelación
posible.
Contrariamente a lo que acabo de decir sobre Inglaterra y los ingleses, el
lector bien puede quedar maravillado al saber cómo eran los houyhnhnms.

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Estos nobles cuadrúpedos están dotados por la naturaleza de todas las virtudes
y, en consecuencia, ignoran lo que es el mal; así que su principal máxima es
cultivar la razón y dejarse gobernar por ella. Por lo tanto, las discusiones,
riñas o disputas son males desconocidos entre ellos. Inculcan en sus hijos los
principios de nobleza, amistad, cortesía, generosidad, moderación y limpieza;
preparan a los jóvenes para ser fuertes, veloces y resistentes, ejercitándolos en
competiciones de carreras y saltos. No hay diferencia en la educación entre
machos y hembras, y hasta para buscar pareja tienen especial cuidado en
elegir la armonía entre el color de sus pelajes. Finalmente, cuando a los
setenta o setenta y cinco años ven decaer sus fuerzas y vigor, se despiden de
sus amigos y marchan a la muerte como si fueran de viaje a un lugar remoto,
con entereza y sin dolor.

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CAPÍTULO IV

Gulliver va cambiando de opinión respecto a sus


congénere[25] a medida que conoce mejor a los
caballos. Decisión que estos toman sobre él

Tengo que confesar con total sinceridad que los muchos valores de aquellos
excelentes animales, comparados con los grandes defectos y la corrupción de
los hombres, me habían abierto los ojos y encendido el entendimiento de tal
manera que empezaba a pensar que no merecía la pena defender a mis
iguales. Cuando pensaba en mi familia o en mis amigos o compatriotas, y en
la especie humana en general, los veía como lo que realmente eran: yahoos,
un poco más civilizados y dotados de habla, pero no haciendo uso de su
razón, excepto para agrandar sus vicios. Cuando veía la imagen de mi cuerpo
reflejado en un arroyo o en una fuente, apartaba la cara lleno de horror y odio
hacia mí mismo, mientras que observaba a los caballos con placer, hasta el
punto de llegar a imitar sus gestos y su modo de andar y de hablar, lo que se
ha convertido en mí en una costumbre, por lo que mis amigos se burlan de mí;
pero yo tomo sus comentarios como un gran cumplido. Igualmente, ellos me
habían enseñado a aborrecer la mentira y el disimulo. La verdad me parecía
tan valiosa que decidí jugármelo todo a ella y pasar el resto de mi vida junto a
los admirables houyhnhnms. Mas quiso la fortuna, mi constante enemiga, que
esa suerte no cayese de mi lado.
Una mañana, mi amo mandó a buscarme y me hizo sentar frente a él.
Estaba nervioso, como si no supiera cómo iba a decir lo que debía.
—He estado reflexionando sobre tu historia y sobre lo que me has contado
de tu país, y he llegado a la conclusión de que la gente de la que me has
hablado, así como tú mismo, no sois sino una clase de animales a los que la
naturaleza os ha concedido una pizca de razón, de la que os servís tan solo
para agravar vuestras innatas[26] maldades y adquiridas corrupciones. Cuanto
más lo pienso, más me convenzo de que sois tanto en vuestro cuerpo como en
vuestra forma de vida muy similares a los yahoos. Ellos se pelean por la

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comida y roban las cosas de los demás, aunque tengan suficiente para todos,
guardan con avaricia unas piedras brillantes que encuentran en estos campos,
sin dejar que los otros vean su tesoro; pisan y destrozan los campos cultivados
solo por el gusto de hacer daño, y, en fin, son liderados por el más deforme y
más ruin del grupo. No perderíamos nada si fuesen eliminados de la faz de la
tierra.
Yo le di a conocer mi decisión de permanecer con ellos para siempre; pero
eso no le hizo alterar su convicción, por lo que llevó el tema al consejo de su
comunidad.
—Amigos —se dirigió a sus convecinos—, todos sabéis que yo tengo en
mi casa a un yahoo maravilloso, que es limpio, cortés y ha aprendido nuestro
idioma. Él me ha contado que llegó a nuestro país por mar y nuestras leyendas
nos hablan de que en un tiempo lejano aparecieron en nuestro territorio una
pareja de yahoos, no se sabe si producidos por el propio barro de la tierra o
por la espuma del mar, los cuales procrearon y así se fue multiplicando la
especie. Mi yahoo opina que quizá los primeros yahoos llegaron por mar,
como él, y que con el paso del tiempo fueron olvidando sus orígenes y sus
principios, hasta llegar al estado salvaje en que hoy se encuentran. Nuestro
yahoo es como sus antepasados, así que os pregunto qué debemos hacer con
él, pues su intención es quedarse con nosotros para siempre.
Un viejo camarada intervino.
—Yo veo dos opciones: o lo empleamos como al resto de su especie o le
mandamos volver a nado al país del que ha venido.
La primera opción fue rechazada ampliamente, ya que, teniendo yo cierto
grado de inteligencia y considerándome por naturaleza un depravado, se
temían —justificó otro asistente— que pudiera convertirme en líder de
aquellos brutos y levantarlos contra ellos, destruyendo sus campos y robando
su ganado.
—Y perderíamos a nuestros esclavos —apuntó un tercero—; nuestros
campos se quedarían sin cultivar y tampoco tendríamos quiénes nos ayudaran
en el trabajo, pues cometimos la imprudencia de abandonar la cría del asno,
que era un animal mucho más bonito, fuerte y manso que los yahoos.
Mi amo no quería pensar en la segunda opción, porque sabía que era
imposible. Por lo tanto, me aconsejó que yo me las ingeniase para construir
una suerte de vehículo semejante a los que le había descrito, que pudiera
llevarme por el mar hasta mi país. Sus palabras me provocaron tal angustia y
desesperación que caí desvanecido a sus pies. Cuando me recuperé, le dije
con un hilo de voz.

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—Amo, yo no soy capaz de nadar ni una milla; ¿cómo voy a poder llegar
a la tierra más cercana de aquí, que distará un centenar? Por otra parte,
tampoco dispongo de los materiales necesarios para construir una pequeña
barca. Sin embargo, por obediencia y gratitud hacia ti, lo intentaré, aunque
estoy seguro de que mi fin será la muerte. De todas formas, la prefiero a la
perspectiva de acabar mis días entre los yahoos.
—Es lo que esperaba que me dijeras. Así pues, te doy dos meses para que
te construyas la barca. Te mandaré al potro alazán para que te ayude.
Nos dirigimos a la parte de la costa donde había desembarcado. Subí a
una colina y saqué mi anteojo, mirando hacia el mar en todas direcciones; me
pareció ver una pequeña isla al nordeste. Esta sería el primer punto de mi
destierro y después me dejaría llevar por el azar. A continuación, fuimos a un
bosquecillo, y con mi cuchillo y un hacha tosca, hecha con una piedra de
pedernal sujeta a un mango, que el potro manejaba con destreza, pudimos
cortar varios troncos y ramas. Sin entrar en detalle, diré que en seis semanas
tenía terminada una especie de canoa india, aunque mucho mayor, recubierta
de pieles bien cosidas con hilo que yo mismo fabriqué con fibras vegetales.
Hice igualmente la vela y me proveí de cuatro remos. Metí en ella buena
cantidad de carnes cocidas de conejo y ave, y me llevé dos vasijas, una con
leche y otra con agua. Un carro tirado por yahoos la llevó hasta la playa.
Llegado el día en que todo estuvo listo, me despedí de mi amo, de su familia
y demás amigos, con los ojos arrasados en lágrimas y el corazón lleno de
pesar, y me hice a la mar.
—¡Cuídate mucho, buen yahoo! —oí a mi amo repetir hasta que me
perdió de vista.

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CAPÍTULO V

La peligrosa travesía de Gulliver en su vuelta a


Inglaterra. Unos yahoos muy afables. Su nuevo
modo de vida.

Era el 15 de febrero de 1715. Soplaba el viento. Mi propósito era descubrir


alguna isla desierta en la que con mi trabajo pudiera conseguir lo necesario
para sobrevivir, tan horrible me resultaba la idea de tener que volver con los
yahoos de mi país. El viento me llevó hasta una pequeña isla; era rocosa, pero
había una cala a cubierto de las tempestades y allí metí la canoa. Hallé en la
playa algunos moluscos, que comí crudos, pues temía que al hacer fuego
pudieran descubrirme los indígenas, aunque no vi a ninguno. Al día siguiente,
me aventuré a ir un poco más adentro. Entonces los vi junto a un arroyo;
había unos treinta nativos alrededor del fuego, hombres, mujeres y niños
totalmente desnudos; los hombres, al verme, dejaron a las mujeres y niños y
avanzaron hacia mí. Corrí lo más rápido que pude, salté a la canoa y emprendí
la retirada; pero una flecha me alcanzó en la pantorrilla izquierda y me
produjo una profunda herida, que curé como pude y cuya cicatriz llevaré hasta
la tumba.
Estaba desolado, cuando divisé una embarcación hacia el nordeste, que
cada vez se hacía más visible. Dudé si hacerle señales o huir; pero al fin
prevaleció mi odio a los yahoos y volví a la isla de donde había salido,
prefiriendo aventurarme entre los indios bárbaros que vivir en la sociedad de
los yahoos europeos. Dejé mi canoa y me escondí detrás de unas rocas. Al
poco rato llegó un bote, proveniente del barco, con varios hombres portando
cántaros para recoger agua. Al saltar a tierra, vieron mi canoa y me buscaron
y hallaron. Uno de los marineros me habló en portugués.
—¡Eh, tú! Levántate y dinos quién eres.
—¡Oh! Soy un pobre yahoo —respondí también en portugués,
poniéndome en pie—, desterrado del país de los houyhnhnms. Os ruego que
no me hagáis daño y me dejéis partir.

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Se admiraron de oírme hablar en su misma lengua y por el color de mi
piel pensaron que tenía que ser europeo.
—¿Quién eres? ¿De dónde vienes? ¿Qué haces aquí? —me preguntaron
de forma atropellada.
—Yo he nacido en Inglaterra y de allí salí hace unos cinco años. No me
hagáis daño, pues solo soy un pobre yahoo que busca un lugar desierto donde
pasar el resto de su infortunada vida.
Los portugueses estaban perplejos de ver mi comportamiento, mi forma
de hablar y mis vestiduras de pieles, y pensaron que las desventuras sufridas
me habían hecho perder el juicio.
—No temas, hermano. Te vamos a llevar a nuestro barco y seguro que el
capitán te lleva gratis a Lisboa, desde donde podrás volver a tu tierra.
Recogieron el agua y me llevaron con ellos. El capitán me recibió con
tanta amabilidad y cortesía que me extrañó que tales atenciones vinieran de
un yahoo. Me trajeron comida y me condujeron a un camarote para que
pudiera dormir. Me eché sobre la cama y a la media hora, cuando supuse que
la tripulación estaría comiendo, me escabullí con la intención de saltar al
agua; pero un marinero, que estaba de guardia, me lo impidió, e informado el
capitán, me encadenaron en el camarote. Traté de justificarle mi decisión
aludiendo a los tres años que había pasado en el país de los caballos y todo lo
bueno que había aprendido de ellos; pero él creía que todo aquello había sido
un sueño o una fantasía mía. Me aseguró que lo único que quería era
ayudarme y me hizo prometer que no trataría de escapar de nuevo. Le di mi
palabra de honor. También intentó varias veces que me despojara de las pieles
que me cubrían y me vistiera con un traje que me ofreció, pero yo detestaba
cubrirme con nada que hubiera llevado un yahoo.
Llegamos a Lisboa el 5 de noviembre de 1715. Al desembarcar, el capitán
me obligó a cubrirme con su capa, para evitar que la gente se agolpara a mi
alrededor, y me condujo a su casa. Entonces le conté más detalles de mi
experiencia vivida con los caballos; él me convenció para que aceptase un
traje nuevo y algunas otras cosas necesarias para que pudiera volver a
Inglaterra, lo que sería en breve. Asimismo, me habló e insistió en
demostrarme las razones de honor y conciencia por las que debía volver con
mi mujer y mis hijos. Pasados unos días, consiguió que bajase a la calle; yo
sentía pavor, pero él me acompañó y tuve que taparme la nariz con una hierba
aromática.
Por fin el 24 de noviembre partí de Lisboa en un barco mercante inglés.
Tras despedirme de mi bienhechor, subí a bordo y, durante la travesía, me

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fingí enfermo y me encerré en mi camarote. El 5 de diciembre de 1715
echamos ancla en los Downs y llegué sano y salvo a mi casa de Redriff. Mi
mujer y mis hijos me recibieron con enorme sorpresa y alegría, pues estaban
seguros de que había muerto. Pero debo confesar que a mí su vista solo me
llenó de disgusto y desprecio, pues no podía olvidar a los virtuosos caballos.
Y cuando mi esposa me dijo que se había quedado embarazada durante mi
última estancia en casa y, por tanto, era padre de otro hijo, es decir, de otro
yahoo, quedé sumido en la vergüenza y el horror más profundos.
Cuando escribo estas líneas hace cinco años que regresé a Inglaterra.
Durante el primero no podía soportar la presencia de mi familia, pues su solo
olor me resultaba insoportable. Hoy día no se atreven a tocar mis cosas, ni mi
comida, ni tampoco puedo tolerar que me toquen a mí. El primer dinero que
empleé fue para comprar dos caballos jóvenes, que guardo en una cuadra. Su
olor reanima mi espíritu, ellos me entienden, con ellos converso todos los días
y no conocen ni la silla ni la brida. Intento enseñar a los yahoos de mi familia
las lecciones de virtud que aprendí con los houyhnhnms y procuro mirar con
frecuencia mi propia imagen en un espejo, a ver si es posible que logre
acostumbrarme con el tiempo a soportar la visión de una criatura humana.

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Despedida del lector

De este modo, gentil lector, te he hecho un relato fiel de mis viajes a lo largo
de más de dieciséis años. En él me ha importado más la verdad que el adorno,
pues considero que el principal objetivo de un viajero no ha de ser divertir,
sino informar e instruir a los hombres, a fin de hacerlos más sabios y mejores,
así como cultivar sus mentes con los ejemplos malos y buenos de lo que
recoge en los lugares extranjeros.

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Vida y obra del autor

Jonathan Swift nació en Dublín en 1667. Estudió en el Trinity College de su


ciudad. En 1689, al estallar la guerra civil, se traslada a Inglaterra, donde
empieza a trabajar como secretario de un noble parlamentario, lejano pariente
suyo, que lo protege, sir William Temple, en cuya casa conoció a su hermana
y a su sobrina, Esther Johnson, que habría de jugar un importante papel en su
vida. Regresa a Irlanda y se ordena sacerdote en 1694. Después de
permanecer un año en la parroquia de Kilroot, vuelve a Londres, donde
participa activamente en la marcha política, religiosa y literaria de la ciudad,
llegando a ser una figura relevante en su devenir social y cultural. También es
por entonces cuando recibe el encargo de tutorar la educación de la joven
Esther, a la que había conocido siendo una niña. No se sabe bien el tipo de
relación que hubo entre ellos, se ha llegado a decir que incluso se casaron en
secreto; sea como sea, ella es la destinataria de su Diario para Stella, 65
cartas publicadas póstumamente en 1766.
Defensor primero de los liberales —whigs—, en 1710 inicia un
acercamiento hacia los conservadores —tories—, cuya política apoyó desde
las páginas del diario Examiner. En 1714, con la muerte de la reina Ana y la
caída del gobierno tory, decide volver a Dublín y allí pasaría el resto de su
vida. Su encendida defensa de los derechos de los irlandeses frente a la
opresión inglesa, en especial en sus Cartas del pañero (1724), en las que
denunciaba el proyecto del gobierno inglés de imponerles una moneda de
cobre de baja calidad y animaba al pueblo irlandés a rebelarse, le convirtió en
un héroe nacional. Sus últimos años, tras la muerte de Esther, se
caracterizaron por asomos de demencia. Sufrió ataques de vértigo y tras un
largo periodo de decadencia mental, murió en Dublín el 19 de octubre de
1745. Fue enterrado en la catedral de San Patricio, de la que había sido deán
en 1713, junto al sepulcro de Esther. Su epitafio, escrito en latín por él
mismo, dice: «Aquí yace el cuerpo de Jonathan Swift, deán de esta catedral,
en un lugar en el que la ardiente indignación no puede ya lacerar su corazón.

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Ve, viajero, e intenta imitar a un hombre que fue un irreductible defensor de
la libertad».
En cuanto a su obra, empezó a escribir desde muy joven poesía, pero esta
no pasaba de ser mediocre. En lo que sí iba a destacar es en la prosa,
publicada casi toda de forma anónima o bajo seudónimos por su tema social,
político o religioso, y sobre todo por su vena satírica, cuando no cínica y
escéptica. En 1704 apareció su primer libro, anónimo: La batalla entre los
antiguos y los modernos, en el que se burla de las querellas o discusiones en
las tertulias literarias de moda entonces, en las cuales se contraponía la
calidad de los clásicos, a los que él defiende, frente a los modernos ilustrados
de su época. También cabe mencionar el Cuento del barril (1704), de tema
satírico religioso; La conducta de los aliados (1711), de tema político, y la
más sangrante de todas: Modesta proposición para impedir que los hijos de
los pobres de Irlanda sean una carga para sus padres o para el país (1726).
Pero la obra que le ha asegurado un lugar en la historia de la literatura
universal ha sido, sin duda, su novela Los viajes de Gulliver, cuyo título
completo es Viajes a varias naciones remotas del mundo, en cuatro partes,
por Lemuel Gulliver, primero médico y después capitán de diversos barcos
(1726). De sus siguientes obras, nombraremos tan solo sus Versos sobre la
muerte del doctor Swift (1731), en la que revela su obsesión por la muerte.

Fecha de composición de la obra

No se sabe con certeza cuándo escribió Swift Los viajes de Gulliver. Algunos
críticos piensan que lo inició hacia 1713, cuando formaba parte de un club de
escritores que se habían planteado como objetivo satirizar la literatura más
popular entonces y a él le tocó el género de viajes. Ahora bien, la redacción
en sí la abordó hacia 1720, primero escribió las dos primeras partes, luego la
cuarta y, por último, la tercera, que ya tenía hecha en 1724, y todo revisado en
1725. Como él sabía que el libro podía levantar opiniones airadas, se las
ingenió para no ser amonestado, como había pasado con otras de sus obras y
panfletos. En 1726, viajó a Londres y un amigo dejó el manuscrito anónimo y
en secreto en la casa del editor Benjamin Motte. Este cortó o alteró los pasajes
más ofensivos, como la rebelión de Lindalino, que era una sátira implacable
contra Inglaterra por su trato tiránico hacia Dublín, o el concurso de acceso a
ministro en la corte de Liliput y añadió algunos párrafos alabando a la reina
Ana. El 28 de octubre de 1726 salió la primera edición de forma anónima.
Más tarde, en 1735, el editor irlandés George Faulkner publicó las Obras del

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autor, en cuyo volumen segundo se incluían Los viajes de Gulliver ya
completo, es decir, sin las enmiendas de Motte, por lo que esta edición es la
que se considera correcta y en ella se han basado todas las reediciones
posteriores.

Análisis del contenido

Bien explícito en su título, la obra está dividida en cuatro partes, que


corresponden a los cuatro viajes que el protagonista, Gulliver, realiza a lo
largo de más de dieciséis años por diversos mares del globo. La primera parte
se abre con una introducción al estilo de los libros de la época, en la que
Gulliver da noticia de su vida, estudios, afición a viajar, y de cómo se decide
a enrolarse en la tripulación de un barco mercante como médico, con el fin de
mejorar la situación económica de su familia.
Inicia, pues, su primer viaje el 4 de mayo de 1699, rumbo a los mares del
Sur, llega a las costas de la Tierra de Van Diemen, el barco naufraga y él se
salva nadando hasta una isla desconocida, que resulta ser el país de Liliput, en
el que habitan personas de 15 cm de altura. Gulliver observará este país y a
sus habitantes según el modelo prefijado que tiene de Inglaterra. Un
desacuerdo con el rey de Liliput le lleva a ser acusado de traición, por lo que
marcha al país vecino, Blefuscu, y desde él a Inglaterra. De este modo, el país
que él consideraba amigo, Liliput, es el que, por la envidia de dos de sus
ministros y el poder que ambos ejercen sobre el rey, lo va a condenar, y el que
era el enemigo, Blefuscu, será el que lo acoja y proteja hasta su vuelta a
Inglaterra.
Tenemos ya planteada la distorsión entre la realidad y la apariencia, o lo
que es lo mismo, lo que es y lo que debería ser. En efecto, Gulliver llega a un
país que dice ser grande, pero en realidad está destrozado por las guerras
internas de sus partidos —los tacones—, y las guerras externas por el poder y
el dominio de los imperios, y además por el cisma religioso que se ha abierto
por la interpretación de las Escrituras —el pasaje sobre por dónde cascar los
huevos—. Está claro que se trata de una sagaz crítica a los enfrentamientos
entre liberales y conservadores, y católicos y protestantes de su tierra.
Gulliver acaba desilusionado ante la maldad del rey de Liliput.
Dos meses después, aburrido de la vida sedentaria, Gulliver vuelve a la
mar, rumbo a la India, el 20 de junio de 1702. Desviado el barco por las
tormentas, acaba en otra isla ignota abandonado por sus compañeros. Si antes
eran enanos, ahora el liliputiense será él ante los gigantes que habitan el país

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y, debido a su estatura, le asaltarán miles de peligros. En este viaje se pasa de
la crítica de la sociedad a la del individuo y a sus miserias. Hay varios
episodios nauseabundos, aunque disfrazados de humor, como ver comer a la
reina o el encuentro con los mendigos y enfermos de la calle, pero ninguno
tan horroroso como la ejecución de un reo. Y si los habitantes de
Brobdingnag nos parecen rechazables, cómo les parece a ellos la Europa de
las guerras, asesinatos, conjuras, rebeliones… Ahora es Gulliver el que
sorprende al rey por su maldad cuando le dice cómo preparar la pólvora para
matar a cientos de personas y poder declararse absoluto. Como al mítico
Ganimedes, un águila rapta a Gulliver y de esta manera inverosímil se salva y
regresa a casa.
Crece la fantasía y también la sátira se hace más aguda en el tercer viaje,
para el que parte el 5 de agosto de 1706, esta vez hacia Tonquín, en China.
Ahora son los piratas los que asaltan su barco para robar sus mercancías y a él
lo dejan a la deriva, logrando llegar a otra isla. Tres ambientes disparatados se
suceden: un objeto volador identificado como una isla flotante, Laputa,
cuando todavía no se había oído hablar de ovnis, con su tierra firme inferior;
otra isla donde vive un mago con poderes de resucitar a los muertos y un
extraño paraíso donde viven personas inmortales. El primero es un país de
sabios que, a base de estar en las nubes, han perdido el sentido de la realidad,
hasta el punto de que sus habitantes de la tierra malviven perdidos en sus
especulaciones sin sentido práctico. Y es el rey el que mantiene de esta
manera al pueblo, pues no baja nunca de las alturas donde ha instalado su isla
voladora.
Los asuntos más controvertidos del primer episodio son: 1) El
planteamiento de una revolución social contra el monarca y de un cambio de
gobierno, con el consiguiente propósito regio de bombardeo aéreo para
sofocar esa rebelión. Esto, en una época marcada por la ejecución de Carlos I
Estuardo en 1649, no dejaba de ser arriesgado. Sin duda es una parodia
directa del sometimiento de Irlanda respecto a Inglaterra. 2) La burla
despiadada del espíritu de la Ilustración y del Racionalismo, cuyos
representantes, los ilustrados, estaban dedicados a sus debates y tertulias
teóricas desde arriba, esto es, los palacios, las academias o los cafés, en vez
de intentar mejorar de una forma útil y práctica el nivel de vida de la sociedad
real de abajo.
Antes de volver a su casa, Gulliver visita la isla de Glubbdubdrib. Este
episodio sirve para presentar otro tema polémico de moda entre los
intelectuales: los clásicos frente a los modernos. Swift defiende a los

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primeros. Pensemos que los clásicos eran una autoridad indiscutida en el siglo
XVIII, que por ello lleva el sobrenombre de Neoclasicismo. Y este asunto era
también tema de discusión en las altas instituciones, como la Royal Society de
Londres, el Hôtel de Madame de Rambouillet de París o la Academia del
Buen Gusto de Madrid. A continuación, Gulliver va a otro no menos extraño
y siniestro lugar: Luggnagg, donde viven los inmortales. En esta secuencia,
Swift recoge el mito de la eternidad, que es otro de los anhelos del hombre en
cuanto supone el triunfo contra el tiempo y la muerte; pero también contra
todo tipo de cambios y vicisitudes de la vida, esto es, la permanencia en la
eterna juventud.
A pesar de su intención de quedarse en casa, el 7 de septiembre de 1710,
Gulliver vuelve a salir, esta vez como capitán de su barco, con rumbo a
Méjico, pero con tan mala suerte que sufre un motín a bordo y es abandonado
otra vez no sabe dónde. Esta es la parte más inverosímil, extraña y perversa
de la obra, en la que la distorsión de la realidad es total. Gulliver llega al país
de los houyhnhnms, caballos sacados de las fábulas, que se portan como seres
humanos, regidos en todo por la razón y la moral, y que tienen como esclavos
a los yahoos, seres humanos degradados hasta el estadio de bestias, tan solo
guiados por sus instintos básicos. La sátira contra la sociedad occidental es
aquí tan feroz que Gulliver llegará a sentir vergüenza de ser un hombre y de
pertenecer al género humano. Por el contrario, admira tanto el estilo de vida
de los caballos que los imita en todo y desea quedarse con ellos para siempre;
sin embargo, ellos lo consideran un peligro para su comunidad, así que
deciden expulsarlo. Por fin, el 5 de diciembre de 1715 vuelve a Inglaterra,
pero se convertirá en un misántropo incapaz de adaptarse a la sociedad. Final
más que triste, verdaderamente desolador.
Las cuatro partes de la obra siguen una pauta: las desgracias de Gulliver
van en aumento: naufragio, abandono, ataque pirata, rebelión a bordo. Y su
actitud también se endurece, desde el inicial optimismo al nihilismo final. La
conclusión que podemos sacar es que ninguna forma de gobierno es ideal: los
liliputienses son malvados, en Brobdingnag las calles están llenas de
mendigos y enfermos abandonados, y la gente disfruta con las ejecuciones;
los laputianos son irracionales y los caballos, a fuerza de ser tan racionales, se
han convertido en seres fríos e insensibles, incluso ante la muerte.
Los viajes de Gulliver se ha definido de varias maneras: como un relato
para niños, como una sátira mordaz y también como una novela precursora de
ciencia ficción. Dos temas principales podemos extraer de su lectura: 1) Una
sátira contra los sistemas de gobierno europeos y, en concreto, el inglés. 2)

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Una indagación sobre la naturaleza humana, en especial, en el tema de la
corrupción, con una radical deducción, que el hombre es malo por naturaleza
y la sociedad lo hace peor. Pero en este mundo depravado, también hay algún
individuo bueno; así, Gulliver encuentra en todos los países por los que pasa
algún personaje amigo que le ayuda y, finalmente, el capitán del barco
portugués lo trata tan bien que él se asombra de que sea un yahoo.

Análisis de la forma

La obra se nos presenta como unas memorias del médico y marino inglés
Lemuel Gulliver, escritas, por lo tanto, en primera persona, desde un tiempo
todavía cercano al de las experiencias vividas, cinco años después de haber
regresado definitivamente a Inglaterra, y desde la perspectiva que da esa
lejanía respecto a los lugares remotos en los que ellas se produjeron.
El libro está dedicado al lector, al que se dirige con frecuencia para
implicarlo en el relato, con el fin de aleccionarlo contra la excesiva cantidad
de libros de viajes que se leían en su época, fantasiosos y poco didácticos. Así
se lo dice al capitán que lo rescata del mar, tras su estancia con los gigantes, y
en la despedida que dirige al lector al final de la obra. Al igual que hiciera
Cervantes con los libros de caballerías, Swift se busca un escritor ficticio al
que convierte en autor de su obra, con lo que su nombre queda enmascarado
en el anonimato, eludiendo así su propia responsabilidad. Recurso literario
que no les vale ni al uno ni al otro, porque todos saben quién es el verdadero
autor.
En cuanto a los procedimientos de composición, en los dos primeros
viajes la narración es más intensa porque la acción es más dinámica, las
aventuras se suceden unas tras otras. En los otros dos viajes, la acción se
ralentiza, apenas pasa nada, y Gulliver deja de ser actor para ser espectador
que cuenta lo que ve, pero no protagoniza los hechos, o relata lo que pasa en
otro lugar lejano, Inglaterra. Al mismo tiempo, aumenta el diálogo y la
reflexión, y también la crítica se hace cada vez más agria y directa; el
sarcasmo sustituye al humor. Por lo que se refiere a la descripción, el autor es
parco en ellas, aunque encontramos algunas realmente bellas, como la
preciosa maqueta que es la capital de Liliput, en contraste con el hiperbólico
paisaje del reino de Brobdingnag. Minuciosa es la descripción de la isla de
Laputa, con su toque científico en la explicación de los detalles del prodigioso
imán que la mueve. En cuanto a personas, destaca el atractivo retrato del rey
de Liliput, frente al repulsivo de los yahoos.

Página 114
Por último, respecto al lenguaje, hay que decir que Swift utiliza el propio
de su época: humanístico, con un tono reflexivo y riguroso, poco dado a los
adornos estilísticos, a no ser las figuras apropiadas al talante satírico con el
que escribe: comparación, metáfora, hipérbole, ironía, sarcasmo, paradoja, en
las que demuestra un gran ingenio y agudeza. La obra, en conjunto, se lee con
facilidad y resulta muy amena.

Influencias posteriores y adaptaciones

La aparición de Los viajes de Gulliver obtuvo un éxito tan resonante que antes
de finales de 1726 ya se habían hecho dos nuevas reimpresiones, sobre el
texto de Motte. Además, contó con numerosos seguidores, así: Memorias de
la corte de Liliput o El famoso aparato con el que el capitán Gulliver
extinguió el fuego del palacio. Hay que decir que todos los apócrifos fueron
desautorizados por Jonathan Swift. También en el Parlamento de Londres se
empezaron a publicar de 1738 a 1746 unos relatos semificticios sobre los
debates que en él tenían lugar, con el título: Debates en el senado de Liliput.
Traducciones y adaptaciones a otras lenguas se hicieron de inmediato: por
ejemplo, en Francia, el abate Desfontaines la tradujo en 1727 y en 1730
publicó Viajes de Jean Gulliver, hijo del capitán Lemuel Gulliver; en Rusia,
el escritor ucraniano Vladimir Savchenko escribió El viaje de Lemuel
Gulliver a la tierra de los Tikitakas. En España, la primera vez que se tradujo
fue en 1793 y 1797, en Madrid y Plasencia, por el militar Ramón Máximo
Spartal; siendo esta versión la que más se difundió hasta finales del siglo XIX.
Las traducciones se extendieron por el mundo: Grecia, India, Japón…
En música, el compositor alemán Georg P. Telemann, en 1728, compuso
una suite basada en las dos primeras partes del libro.
Y para el cine o la televisión han sido múltiples las adaptaciones que se
han hecho, si bien la mayoría se han basado solo en las dos primeras partes.
Citamos estas:
1939: Los viajes de Gulliver, versión animada de la factoría Disney,
dirigida por Max Fleisher. Obtuvo una nominación a los Oscar.
1965: En Japón se hace otra versión animada en la que Gulliver viaja con
robots a la Luna: Los viajes espaciales de Gulliver.
1968-69 y 1979: Hanna-Barbera produjo para la TV dos series animadas:
Las aventuras de Gulliver y Los viajes de Gulliver.
1981: La BBC produjo la película Gulliver en Liliput, para su serie
«Classics».

Página 115
1996: La cadena de TV norteamericana NBC produjo una miniserie de
tres horas, dirigida por Charles Sturridge, que es una de las pocas
adaptaciones de la obra completa. El protagonista es Ted Danson y destaca la
colaboración de Peter O’Toole en el papel del emperador de Liliput. Gozó de
una excelente crítica y ganó cinco premios Emmy.

Página 116
Notas

Página 117
[1] Shire: sufijo sajón que significa «condado». <<

Página 118
[2]Calza: prenda de vestir masculina que cubría hasta la rodilla, a manera de
un pantalón bombacho. <<

Página 119
[3] Tierra de Van Diemen: isla de Tasmania, al sureste de Australia. <<

Página 120
[4]
En el original inglés, seis pulgadas (inch), medida de longitud anglosajona
que equivale a 2,53 cm. <<

Página 121
[5]Jubón: prenda de vestir ajustada, con o sin mangas, que cubría el tronco
hasta la cintura. <<

Página 122
[6]En el original inglés, pie y medio (foot), medida de longitud anglosajona
que equivale a 30,5 cm. <<

Página 123
[7] En el original inglés, media milla (mile), medida de longitud que si es
terrestre equivale a 1609 metros y si es marina, a 1852 metros. <<

Página 124
[8]
Bando: comunicado oficial que dicta la autoridad a los vecinos de los
municipios. <<

Página 125
[9] Nefando: acción que resulta rechazable por ir contra la moral y la ética. <<

Página 126
[10]Fiebres palúdicas: producidas por la picadura de un mosquito que habita
en las lagunas o pantanos. <<

Página 127
[11]Cola: puesto del vigía, a manera de copa, situado en el final del mástil o
palo mayor del barco. <<

Página 128
[12]En el original inglés, yarda (yard), medida de longitud anglosajona que
equivale a 0,91 centímetros. <<

Página 129
[13] Nodriza: mujer encargada de amamantar a un niño ajeno. <<

Página 130
[14]Clavicordio: instrumento musical de cuerda y teclado, predecesor del
piano. <<

Página 131
[15]Nigromancia: arte adivinatoria que consiste en convocar a los espíritus de
los muertos. <<

Página 132
[16] Tordo: caballo que tiene el color de su pelo mezclado de negro y blanco.
<<

Página 133
[17] Metamorfoseados: cambiados o transformados de una cosa en otra. <<

Página 134
[18]Sortilegio: acción que consiste en modificar el destino mediante un
hechizo, brebaje o encantamiento. <<

Página 135
[19] Yahoo: esta palabra se recoge en los diccionarios de inglés con el
significado de «rufián, patán, grosero». Fue Jonathan Swift el que la inventó
en la obra que estamos leyendo. <<

Página 136
[20] Bayo: caballo que tiene su pelo de color blanco amarillento con tonos
rojizos. <<

Página 137
[21] Alazán: caballo que tiene su pelo de color rojo o canela. <<

Página 138
[22] Dilema: argumento formado por dos proposiciones o contenidos
contradictorios. <<

Página 139
[23]Maleable: persona que acepta lo que se le dice o manda, sin oponerse o
discutir. <<

Página 140
[24] Expolio: apropiación violenta de bienes públicos o privados. <<

Página 141
[25] Congénere: ser que tiene el mismo origen, género o clase que otro. <<

Página 142
[26] Innata: rasgo o capacidad con la que se nace. <<

Página 143
Página 144

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