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L A C A U S A D E D IO S , D E F E N D ID A A TRAVÉS D E S U J U S T IC IA , 437

C O N C IL L A D A C O N T O D A S SU S O T R A S P E R F E C C IO N E S ,
Y C O N L A T O T A L ID A D D E LAS A C C IO N E S 1072

1. E l tratado apologético de la causa de Dios no sólo conviene a la gloria de 439


Dios, sino también a nuestra utilidad, para que veneremos su grandeza,
es decir, su poder y su sabiduría; para que amemos su bondad y cuanto
se deriva de ella, o sea, la justicia y la santidad, y la imitemos tanto como
podamos. Este tratado tiene dos partes: la primera puede valorarse sobre
todo como preparatoria, la segunda como principal; la primera la refiere
por separado a la grandeza y a la bondad divina, la segunda estudia cuanto
concierne a ambas conjuntamente, entre las que están la providencia res­
pecto de todas las criaturas, y el gobierno sobre las criaturas inteligentes,
sobre todo en lo relativo a la piedad y a la salvación.
2. Los teólogos más rígidos han tenido en cuenta más el poder que la
bondad de Dios, los más laxos han hecho lo contrario; la verdadera orto­
doxia se preocupa por igual de ambas perfecciones. El error de quienes
anulan la grandeza de Dios puede denominarse antropomorfismo, y despotismo
el de quienes anulan su bondad.
3. La grandeza de Dios debe ser defendida sobre todo contra los socinia-
nos1073y contra algunos semi-socinianos, entre los cuales Conradus Vorstius
fue quien más se equivocó sobre esta perfección. Esta puede resumirse en
dos capítulos principales, la omnipotencia y la omnisciencia.
4. La omnipotencia comprende tanto la independencia de Dios respecto
de todo lo demás como la dependencia de todo respecto de él mismo.

1072 Este opúsculo, redactado en latín, en el que el propio Leibniz resume la Teodi­
cea, se publicó en 1710 com o una pieza separada de la propia obra. Sin embargo, aparece
publicado ju n to a la Teodicea, obra que Leibniz redactó y publicó en francés, a partir de su
segunda edición (1712) y en las ediciones posteriores de la obra.
1073 Véase la nota 12.
V

444 E N S A Y O S DE T E O D I C E A

5. La independencia de Dios brilla en su existencia y en sus acciones. En


efecto, en su existencia en tanto que es necesario y eterno y, como se dice
habitualmente, es el ser que existe por sí mismo1074; de donde se sigue
también que es inmenso.
6. En sus acciones es independiente natural y moralmente. Natural­
mente en tanto que es libérrimo y únicamente está determinado a obrar
por él mismo; moralmente, en tanto que es ávimeúGuvoc;, es decir, que
no hay nadie por encima de él.
7. La dependencia de las cosas respecto de Dios se extiende a todos los posi­
bles, o sea, a todo aquello que no implica contradicción, y también a todo
lo actual.
440 8. La posibilidad misma de las cosas, cuando no existen en acto, tiene
fundada su realidad en la existencia divina: en efecto, si no existiera Dios,
nada sería posible, y los posibles están desde toda la eternidad en las ideas
del entendimiento divino.
9. Las cosas actuales dependen de Dios, ya sea en su existencia, ya sea
en sus acciones y no sólo dependen de su entendimiento sino también de
su voluntad. Respecto de su existencia, en tanto que todas las cosas han sido
creadas libremente por Dios y, además, conservadas por él. Y no es una
enseñanza equivocada decir que la conservación divina es una creación
continua, com o el rayo brota continuamente del sol, aunque las criaturas
no emanen de la esencia divina ni emanen necesariamente.
10. Las cosas dependen de Dios en sus acciones, en tanto que Dios con­
curre a las acciones de las cosas, en la medida en que en las acciones hay
alguna perfección que siempre debe emanar de Dios.
11. Sin embargo, el concurso de Dios (incluso el ordinario, o sea, el no
milagroso) es a la vez inmediato y especial. Es inmediato porque el efecto
no depende solamente de Dios, puesto que su causa ha salido de Dios,
sino también porque Dios no concurre menos ni de manera más alejada a
producir el propio efecto com o a producir su causa.
12. Pero su concurso es especial porque no sólo se dirige a la existencia
y a los actos de la cosa, sino también al m odo de existir y a las cualidades,
en la medida que en ellos hay alguna perfección, que siempre fluye de
Dios, padre de las luces y dador de todos los bienes.
13. Hasta aquí hemos hablado del poder de Dios, ahora lo haremos
sobre su sabiduría, que es llamada omnisciencia a causa de su inmensidad.
Com o es perfectísima (n o menos que su omnipotencia) comprende toda

1074
Ens a se.
APÉNDICES 445

idea y toda verdad, es decir, todas las cosas, tanto las sencillas com o las
complejas, que pueden ser objeto del entendimiento, y se aplica asimismo
tanto a las cosas posibles com o a las actuales.
14. La ciencia de los posibles es la que se llama ciencia de la simple inteli­
gencia, que versa tanto sobre las cosas como sobre sus conexiones, tanto si
unas y otras son necesarias como si son contingentes.
15. Los posibles contingentes pueden ser considerados tanto por sepa­
rado como coordinados en mundos enteros posibles infinitos, cualquiera
de los cuales es perfectamente conocido por Dios, a pesar de que única­
mente uno de ellos sea conducido a la existencia. Y de nada sirve imaginar
muchos mundos actuales, porque uno solo abarca para nosotros toda la
universalidad de las criaturas, de cualquier lugar y tiempo, y en este sentido
utilizamos aquí la palabra mundo.
16. La ciencia de las cosas actuales, es decir, del mundo conducido a la 441
existencia y, en él, de las cosas pasadas, presentes y futuras se llama ciencia
de la visión, y solamente difiere de la ciencia de la simple inteligencia de
este mismo mundo, considerado com o posible, en que se añade el cono­
cimiento reflexivo con el que Dios conoció su decreto para conducir al
propio mundo a la existencia. Y no es necesario otro fundamento de la
presciencia divina.
17. La ciencia comúnmente llamada media está comprendida bajo la
ciencia de la simple inteligencia en el sentido que hemos expuesto. Sin
embargo, si alguien desea que haya alguna ciencia media entre la ciencia
de la simple inteligencia y la ciencia de la visión, podría concebir aque­
lla1075 y la ciencia media de manera diferente a como se suele concebir
comúnmente, es decir, com o ciencia media no sólo respecto de cosas
futuras condicionales sino también con relación a los posibles contingen­
tes en general. Así se tomará de manera más restrictiva la ciencia de la
simple inteligencia, es decir, en tanto que trata de las verdades posibles
y necesarias; la ciencia media, como la que trata de las verdades posibles
y contingentes; la ciencia de la visión, como la que trata de las verdades
contingentes y actuales. La ciencia media tendrá en común con la primera
el que trata sobre las verdades posibles y, con la última, que trata sobre las
contingentes.
18. Hasta aquí hemos tratado sobre la grandeza divina, ahora tratare­
mos también sobre la bondad divina. Pero así como la sabiduría, o sea, el
conocimiento de la verdad es la perfección del entendimiento, del mismo

1075
Se refiere a la ciencia de la simple inteligencia.
446 E N S A Y O S DE T E O D I C E A

m odo la bondad, es decir, el apetito del bien es la perfección de la volun­


tad. Más aún, toda voluntad tiene com o objeto el bien, al menos el bien
aparente, pero la voluntad divina tiene com o objeto a la vez el bien y la
verdad.
19. Así pues estudiaremos no sólo la voluntad sino también su objeto,
es decir, el bien y el mal, que nos proporciona la razón de querer y de no
querer. Ahora bien, en la voluntad estudiaremos no sólo su naturaleza sino
también sus especies.
20. La naturaiem de la voluntad exige la libertad, que consiste en que
la acción voluntaria sea espontánea y deliberada y, por ello, que excluya la
necesidad, que suprime la deliberación.
21. Se excluye la necesidad metafísica, cuyo opuesto es im posible o
implica contradicción; pero no se excluye la necesidad moral, cuyo opuesto
es lo inconveniente. En efecto, aunque Dios no puede equivocarse al ele­
gir hasta tal punto que elige siempre lo que es más conveniente, esto sin
embargo no es un obstáculo para su libertad, de tal manera que, antes
bien, la hace perfectísima. Sería un obstáculo si únicamente hubiera un
objeto posible de la voluntad, o si el aspecto posible de las cosas fuera
únicamente uno, en cuyo caso cesaría la elección y no se podría alabar la
sabiduría y la bondad del agente.
442 22. Por consiguiente, se equivocan o al menos hablan de manera cier­
tamente impropia quienes dicen que solamente son posibles aquellas cosas
que existen en acto, es decir, las que elige Dios. Este fue el error de Dio-
doro1076 el estoico, según Cicerón, y, entre los cristianos, el de Abelardo,
W iclef y Hobbes. Pero más adelante hablaremos mucho sobre la libertad,
cuando debamos defender la libertad humana.
23. Esto es lo que se puede decir de la naturaleza de la voluntad. Vamos
a analizar a continuación la división de la voluntad, que para nuestra circuns­
tancia actual es preferentemente doble: una la dividiremos en antecedente
y consecuente, y la otra en productiva y permisiva.
24. La primera división consiste en que la voluntad es antecedente,
es decir, previa, o consecuente, o sea, final; o lo que es lo mismo, que es
inclinante o decretoria; aquella es menos plena, esta es plena o absoluta.
En efecto, a primera vista, esta división suele ser explicada de manera dife­
rente por algunos, según los cuales la voluntad antecedente de Dios (por
ejemplo, la de salvar a todos los hombres) precede a la consideración de

1076 Para conocer y ampliar este problema, véase: Teodicea, I, 86; II, 170-172; II, 255,
con sus notas correspondientes.
APENDICES 447

la acción de las criaturas; y que la voluntad consecuente (por ejemplo,


la voluntad de condenar a algunos) sigue a dicha consideración. Pero la
primera precede y la segunda sigue también a otras voluntades de Dios;
porque la propia consideración de la acción de las criaturas no sólo está
presupuesta por algunas voluntades de Dios sino que presupone también
algunas voluntades de Dios, sin las cuales no es posible suponer la acción
de las criaturas. Por lo tanto, Tomás1077, Escoto y otros toman esta división
en el sentido en el que la utilizamos nosotros, que la voluntad antecedente
lleva hacia algún bien, tomado en sí mismo y de una manera particular,
en proporción a su grado de bondad, de donde se sigue que esta volun­
tad es solamente relativa1078; sin embargo, la voluntad consecuente tiene
en consideración la totalidad y contiene la determinación última, por lo
que es absoluta y decretoria, y cuando el discurso se refiere a la [volun­
tad] divina1079, siempre obtiene su efecto pleno. Por lo demás, si alguien
no quiere nuestra explicación, no discutiré con él sobre las palabras; si lo
desea, que sustituya antecedente y consecuente por previa y final.
25. La voluntad antecedente es completamente seria y pura y no debe
ser confundida con la veleidad (en la que alguien querría si pudiera y en
la que alguien querría poder) que no conviene a Dios; ni con la voluntad
condicional, de la que no tratamos aquí. Ahora bien, la voluntad antece­
dente tiende en Dios a procurar todo bien y a rechazar todo mal, en cuanto
que son tales y en proporción al grado en que son bienes o males. Pero el
propio Dios declaró hasta qué punto esta voluntad es seria cuando afirmó
con tanta energía que él no quería la muerte del pecador, que quería la
salvación de todos, que odiaba el pecado1080.
26. La voluntad consecuente procede del concurso de todas las volun­
tades antecedentes, de tal manera que, cuando los efectos de todas no
pueden existir a la vez, desde ahí se obtenga el mayor efecto que se puede 443
conseguir mediante la sabiduría y el poder. Esta voluntad suele llamarse
también decreto.
27. Es evidente a partir de aquí que las voluntades antecedentes tam­
poco son completamente inútiles sino que poseen su eficacia; aunque el
efecto que se obtenga de ellas no siempre sea pleno sino que está restrin-

1077 Para conocer y ampliar este problem a, véase: Teodicea, Prefacio (texto del Prefa­
cio al que se refieren las notas n.° 57-58); II, 162 y 182; Compendio sobre la controversia..., IV
objeción.
1078 Secundum quid.
1079 Et cum de divina (volúntate) sermo est.
1080 Ez. 18, 21, 23 y 28; 33, 11; Jn. 8, 7 y 11.
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gido por el concurso de otras voluntades antecedentes. Pero la voluntad


decretoria que resulta de todas las voluntades inclinantes siempre logra
un efecto pleno en tanto que el poder no falta en el que quiere, como es
cierto que no puede faltar en Dios. Ciertamente sólo en la voluntad decre­
toria tiene lugar el axioma {siguiente}: actúa el que puede y quiere; puesto
que al comprender con esto mismo, bajo su poder, la ciencia requerida
para actuar, se supone que ya nada interno ni externo falta para la acción.
Ahora bien, nada falta a la felicidad y a la perfección de Dios en tanto que
es alguien que quiere, mientras toda su voluntad no logre el efecto pleno;
porque solamente quiere los bienes por el grado de bondad que hay en
cada uno, y su voluntad se satisface en el grado más alto cuando se obtiene
el resultado óptimo.
28. La segunda división de la voluntad es en productiva, respecto de los
actos propios, y permisiva, respecto de los actos ajenos. Así pues, a veces es
lícito permitir (o sea, no impedir) lo que no está permitido hacer, como los
pecados, de lo que hablaremos enseguida. Y el objeto propio de la voluntad
permisiva no es aquello que se permite sino la permisión misma.
29. Hasta aquí hemos tratado sobre la voluntad, ahora lo haremos
sobre la razón para querer, o sea, acerca del bien y del maL U no y otro es tri­
ple: metafísico, físico y moral.
30. {El bien y el mal} metafísico consiste en general en la perfección e
imperfección de las cosas, incluso de las que no son inteligentes. Jesucristo
dijo que el padre celestial cuidaba de los lirios del campo y de las aves1081
y, según Jonás, Dios tiene en cuenta a las bestias1082.
31. {El bien y el mal} físico se aplica en general al bienestar y al malestar
de las sustancias inteligentes, y a esto se refiere el mal de pena.
32. (El bien y el mal} moral se aplica a las acciones virtuosas y viciosas,
y a esto se refiere el mal de culpa: y en este sentido, el mal físico suele pro­
ceder del mal moral, aunque no siempre en los mismos sujetos; pero sin
embargo esto, que puede parecer una aberración, se corrige provechosa­
mente hasta el punto de que los inocentes no quieren no haber sufrido.
Véase más adelante §55.
33. Dios quiere lo que es bueno por sí mismo, al menos de un modo
antecedente; es decir, quiere en general tanto las perfecciones de las cosas,
como en particular la felicidad y la virtud de todas las sustancias inteligen-

1081 Mt. 6, 26 y 28.


1082 Jon. 4,11.
APÉNDICES 449

tes y, com o ya se ha dicho, cada uno de los bienes conforme al grado de


su bondad.
34. Los males, aunque no caen bajo la voluntad antecedente de Dios 444

sino en la medida que esta tiende al apartamiento de aquellos, caen sin


embargo a veces, pero indirectamente, en la voluntad consecuente, por­
que algunas veces los bienes mayores no pueden alcanzarse si se hubieran
apartado aquellos, en cuyo caso el apartamiento de los males no condu­
ciría claramente a su efecto y, a pesar de que se mantenga en la voluntad
antecedente, no llega a la voluntad consecuente. De aquí que Tomás de
Aquino1083, después de Agustín, dijo sin incomodidad que Dios permite
que sucedan algunos males para que no sean impedidos muchos bienes.
35. Los males metafísicos y físicos, como las imperfecciones en las cosas
y los males de pena en las personas, algunas veces llegan a ser bienes sub­
sidiarios, como medios para bienes mayores.
36. Pero el mal moral, es decir, el mal de culpa, nunca tiene el valor
de medio, porque no hay que hacer el mal (conform e a la advertencia del
apóstol1084) para que se siga el bien; no obstante a veces solamente tiene el
valor de condición, la llamada sine qua non, o sea, de condición vinculada y
concomitante, es decir, sin la que no se puede lograr el bien debido; pero
bajo el {término} bien debido está contenida también la privación debida
del mal. Ahora bien, el mal se admite no a partir del principio de necesidad
absoluta sino por el principio de la conveniencia. En efecto, es preciso que
haya una razón para que Dios permita el mal más bien que no lo permita;
pero la razón de la voluntad divina solamente puede tomarse del bien.
37. Además, el mal de culpa nunca es en Dios objeto de su voluntad
productiva, sino sólo alguna vez de su voluntad permisiva, porque él mismo
nunca comete pecado sino que sólo y a lo sumo lo permite a veces.
38. Pero hay una regla general, común a Dios y al hombre, para permi­
tir el pecado: que nadie permita el pecado ajeno a no ser que para impe­
dirlo él mismo deba cometer un acto malo. Y para decirlo en una palabra,
nunca es lícito permitir el pecado a menos que debamos hacerlo, de lo que
hablaremos de manera separada más abajo, en el §66.
39. Así pues, Dios tiene entre los objetos de su voluntad lo mejor como
fin último; pero el bien, cualquiera que sea, incluso el bien subalterno, las
cosas indiferentes y también con frecuencia los males de pena los tiene

,#8s Tomás de Aquino, Comentarios a las Sentencias, II, dist. 32, qu. 1, art.l, y Summa
Theologica, I, 2, 3 ad 1; I, 19, 9; I, 22, 2 ad 2. San Agustín, Enquiridión, cap. 11.
1084 Rom . 3 ,8
450 E N S A Y O S DE T E O D I C E A

com o medios. Sin embargo, tiene el mal de culpa solamente com o condi­
ción sin la cual1085no existiría una cosa que por lo demás debía existir, en
el sentido en que Cristo dijo que es preciso que los escándalos existan1086.
40. Hasta aquí hemos hablado por separado de la grandeza y de la
bondad, que pueden considerarse com o los preliminares de este tratado;
ahora trataremos de lo tocante a una y a otra conjuntamente. Por lo tanto,
lo que es común a la grandeza y a la bondad es aquí lo que no procede sola­
mente de la bondad sino también de la grandeza (es decir, la sabiduría
445 y el poder): pues la grandeza hace que la bondad alcance su efecto. Y la
bondad se refiere a las criaturas en general o en particular a las criaturas
inteligentes. En el prim er caso, jun to con la grandeza, {la bondad} consti­
tuye la providencia en la creación y el gobierno del mundo; en el segundo
caso, constituye la justicia en el gobierno especial de las sustancias dotadas
de razón.
41. Como la sabiduría dirige la bondad de Dios que se ejerce sobre las
criaturas en general, se sigue que la providencia divina se manifiesta en la
serie completa del universo, y debe decirse que Dios ha elegido la mejor de
entre las infinitas series posibles de las cosas hasta el punto de que es esta
la que existe en acto. En efecto, todas las cosas en el universo son armonio­
sas entre sí, y el ser supremamente sabio no decide sin haber examinado
atentamente todo y, por consiguiente, solamente decide respecto de la
totalidad. Con relación a las partes tomadas separadamente, la voluntad
puede ser previa; respecto del todo debe ser entendida com o decretoria.
42. De donde se sigue que, hablando con rigor, no es necesario que
haya un orden en los decretos divinos, sino que se puede decir que sola­
mente ha habido un único decreto de Dios para que esta serie de cosas
llegara a existir, después de haber considerado todo lo que integra la serie
y de haberlo comparado con las cosas que integran las demás series.
43. Por consiguiente, el decreto de Dios es también inmutable, porque
todas las razones que se pueden objetar ya han sido tomadas en conside­
ración; pero de aquí no nace una necesidad distinta que la de consecuencia,
es decir, la que llaman hipotética, o sea, la que se deriva de suponer la pre­
visión y la pre-ordenación; pero no existe ninguna necesidad absoluta o
del consecuente, porque era posible también un orden distinto de las cosas,
tanto en las partes como en el todo, y porque Dios, al elegir la serie de los
contingentes, no ha alterado su contingencia.

1085 Sine qua non.


1086 Mt. 18, 7. Le. 17,1.
APÉNDICES 451

44. A pesar de la certidumbre de las cosas, las plegarias y los esfuerzos


no son inútiles para obtener los bienes futuros que deseamos. Porque, en
la representación en Dios de esta serie de las cosas como posible, es decir,
antes de que pensara decretarla, tuvo en cuenta en ella también las ple­
garias futuras (si era elegida) y las otras causas de los efectos que habían
de ser comprendidos en ella; y (las plegarias y las causas} han tenido peso
tanto en la elección de la serie com o en los sucesos comprendidos en ella.
Y lo que ahora impulsa a Dios a actuar o permitir ya lo había impulsado
entonces a decretar lo que ha de hacer o permitir.
45. Pues bien, ya hemos advertido más arriba que las cosas han sido
determinadas por la presciencia y la providencia, no absolutamente, es
decir, no importa lo que hagas o lo que no hagas, sino por sus causas y
razones. Así pues, si alguien dijera que las plegarias o el afán o el esfuerzo
son inútiles, caería en el sofisma al que los antiguos ya llamaban perezoso.
Véanse más adelante, §106 y 107.
46. Ahora bien, la sabiduría infinita del todopoderoso, junto a su bon- 446
dad inmensa, ha hecho que, una vez calculado todo, nada habría podido
ser hecho m ejor que lo que ha sido hecho por Dios; y, además, ha hecho
que todas las cosas sean perfectamente armoniosas y concuerden entre sí
con la mayor belleza: las causas formales o almas con las causas materiales o
cuerpos, las causas eficientes o naturales con las finales o morales, el reino
de la gracia con el reino de la naturaleza.
47. Y por consiguiente, cada vez que algo parece reprensible en las
obras de Dios, es necesario juzgar que no es suficientemente conocido por
nosotros, y creer que un sabio, que lo comprendiera, habría de juzgar que
no podría desearse nada mejor.
48. De donde también se sigue que no hay mayor felicidad que servir a
un señor tan bueno y, por tanto, que Dios debe ser amado por encima de
todas las cosas y que hay que confiar absolutamente en él.
49. Pero la razón más importante para elegir una serie de cosas (o sea,
esta serie) como la mejor fue Cristo ©eávGQOmoi;1087, que, en tanto que
criatura elevada a la más alta perfección, debía estar contenida en esta
serie nobilísima como una parte del universo creado y, por cierto, como
su cabeza; a quien, en fin, fue dado todo el poder en el cielo y en la tierra,
en quien debieron ser bendecidas todas las gentes, por quien toda criatura
será liberada de la esclavitud de la corrupción hasta llegar a la libertad de
la gloria de los hijos de Dios.

1087 Dios hecho hombre.


452 E N S A Y O S DE T E O D I C E A

50. Hasta aquí hemos tratado sobre la providencia general; además, la


bondad, referida especialmente a las criaturas inteligentes, unida a la sabidu­
ría, constituye ¡ajusticia, cuyo grado máximo es la santidad. Así pues, la justi­
cia, tomada en un sentido tan amplio, no comprende solamente el derecho
estricto sino también la equidad e incluso la misericordia digna de elogio.
51. La justicia tomada en general puede dividirse en justicia tomada
de manera especial y en santidad. La justicia tomada de manera especial versa
sobre el bien y el mal físico, es decir, sobre las demás criaturas inteligentes;
la santidad versa sobre el bien y el mal moral.
52. Los bienes y los malesfísicos llegan tanto en esta vida com o en la vida
futura. En esta vida muchos se quejan en general de que la naturaleza
humana esté expuesta a tantos males, sin pensar suficientemente en que
gran parte de ellos proceden de la culpa de los hombres, y en realidad
no reconocen con gratitud suficiente los beneficios de Dios respecto de
nosotros, y dirigen su atención hacia nuestros males más que hacia nues­
tros bienes.
55. A otros desagrada sobre todo que los bienes y los males físicos n
estén distribuidos conform e a los bienes y males morales, es decir, que
muchas veces el mal llega a los buenos y el bien a los malos.
447 54. A estas quejas deben darse dos respuestas: primero, la que aportó
el apóstol1088, que las aflicciones de este tiempo no son comparables con la
gloria futura que se revelará en nosotros. Segundo, lo que el propio Cristo
ha sugerido en una comparación hermosísima: si el grano de trigo que cae
en la tierra no muere, no dará fruto1089.
55. Por tanto, las aflicciones no solamente serán ampliamente compen­
sadas sino que también servirán para el crecimiento de nuestra felicidad;
estos males no sólo son útiles sino que además son indispensables. Véase
el §32.
56. La dificultad respecto de la vida futura es más seria aún; puesto que
se objeta que allí los bienes son vencidos por los males, ya que pocos son
los elegidos1090. Orígenes, es cierto, suprimió por completo la condenación
eterna; algunos antiguos, entre los que estuvo Prudencio, creyeron que
muy pocos debían ser condenados al menos eternamente; a algunos les
pareció bien que todo cristiano debía ser al fin salvado, a lo que parece
que Jerónimo se inclinó alguna vez1091.

1088 Rom. 8,18.


1089 Jn. 12, 24.
1090 Mt. 22,14.
1091
Teodicea, 1 ,17.
APÉNDICES 453

57. Pero no hay razón para que nos refugiemos en estas paradojas que,
además, han de ser rechazadas. La verdadera respuesta es que no podemos
valorar a partir de nuestro conocimiento la amplitud completa del reino
de los cielos, porque la gloria de los bienaventurados a través de la visión
divina puede ser tanta que los males de todos los condenados no puedan
compararse con este bien y la Escritura reconoce una increíble multitud de
ángeles bienaventurados y la propia naturaleza, engrandecida gracias a descu­
brimientos nuevos, nos pone de manifiesto una gran variedad de criaturas.
Esto hace que podamos defender el mayor valor del bien sobre el mal con
más comodidad que Agustín y otros antiguos.
58. Ciertamente nuestra tierra no es más que un satélite de un sol
único, y hay tantos soles com o estrellas fijas; además, es probable que
haya un espacio muy grande más allá de todas las estrellas fijas. Por consi­
guiente, nada impide que los soles o, sobre todo, la región que hay más allá
de los soles estén habitados por criaturas felices; aunque los planetas tam­
bién pueden ser o convertirse en lugares felices semejantes al paraíso. En
la casa de nuestro padre hay muchas moradas1092, dijo Cristo en particular
del cielo de los bienaventurados, al que algunos teólogos llaman empíreo y
al que sitúan más allá de los astros o soles, a pesar de que nada pueda afir­
marse con certeza acerca del lugar de los bienaventurados. Mientras tanto,
puede juzgarse también con verosimilitud que en el mundo visible hay
muchas moradas, unas más felices que otras, para las criaturas racionales.
59. Así pues, el argumento extraído de la multitud de condenados
únicamente está fundado en nuestra ignorancia y se refuta con la misma
respuesta que hemos señalado más arriba, o sea, que, si conociéramos todas
las cosas, sería evidente que no podríamos desear nada m ejor que lo que
ha hecho Dios. Incluso las penas de los condenados persisten por su per­
severancia en la maldad; por ello, el insigne teólogo Johann Fecht, en un 446
libro exquisito sobre el estado de los condenados1093, refuta bien a quienes
niegan que los pecados merezcan un castigo en la vida futura, com o si la
justicia, que es esencial para Dios, alguna vez pudiera cesar.
60. Finalmente, las dificultades más graves se refieren a la santidad de
Dios, es decir, a la perfección referida a los bienes y males morales de los
demás, que le hace amar la virtud y odiar el vicio incluso en los otros y lo

1092 Jn. 14,2.


1093 Johannes Fecht, De statu damnatorum, quod action.es ipsorum, inprimis malas concemit,
tractatio scholastica, in Gymnasio Durlacensi (D uriach) publicis ante hac disputationibus venlilata,
nunc revisa & secundum edita, Rostochii & Lipsiae (Rostock and L e ip zig ), J.J. Russworm,
1708. Véanse, p o r ejem plo las páginas 102 y ss.
454 E N S A Y O S DE T E O D I C E A

aleja lo máximo posible de la deshonra y el contagio de todo pecado; y,


sin embargo, por todas partes reinan los crímenes en el seno del imperio
de Dios todopoderoso. Pero, cualquiera que sea la dificultad, se la supera
incluso en esta vida con el auxilio de la luz divina, de manera que las per­
sonas piadosas y quienes aman a Dios puedan, en la medida que sea nece­
sario, obtener satisfacción para sí mismos.
61. Ciertamente se objeta que Dios concurre demasiado al pecado y que
el hombre no concurre lo suficiente. {Se objeta} ^«efectivam en te Dios con­
curre demasiado al mal moral física y moralmente a causa de una voluntad no
sólo productiva sino también permisiva del pecado.
62. Advierten que habría de tener lugar un concurso moral aunque
Dios en nada contribuyera al pecado con su acción mientras al menos lo
permitiera, es decir, mientras no lo impidiera cuando podía hacerlo.
63. Pero realmente dicen que Dios concurre a la vez moral y física­
mente, porque no sólo no impide a los pecadores sino que además los
ayuda de alguna manera proporcionándoles fuerzas y ocasiones. De ahí las
palabras de la Sagrada Escritura: que Dios endurece e incita a los malos1094.
64. A partir de aquí algunos se atreven a inferir que Dios, de estas dos
maneras o al menos de una de las dos, es cómplice e incluso autor del
pecado y hasta destruyen la santidad, la justicia y la bondad divinas.
65. Algunos prefieren debilitar la omnisciencia y la omnipotencia divi­
nas, en una palabra, la grandeza divina, com o si desconociera los males o
se preocupara mínimamente de ellos, o no pudiera enfrentarse al torrente
de los males. Esta ha sido la opinión de los epicúreos1095 y de los mani-
queos1096. A lgo semejante a esto, aunque algo más mitigado, enseñan los
socinianos1097, que con razón quieren ser precavidos para no mancillar la
santidad divina, pero abandonan sin razón las demás perfecciones de Dios.
66. Para responder, en prim er lugar, al concurso moral de permisión,
debemos continuar con lo que comenzamos a decir más arriba, que la
permisión del pecado es lícita (o sea, moralmente posible) cuando se des­
cubre que es debida (es decir, moralmente necesaria); a saber, cuando no
se puede im pedir el pecado ajeno sin cometer una ofensa a uno mismo,
es decir, sin la violación de lo que se debe a los demás o a uno mismo. Por
ejemplo, un soldado colocado en un puesto de guardia, y especialmente
en un momento de peligro, no debe abandonarlo para apartar a dos ami-

1094 Éx. 7,1-13 y Ro. 9,18.


1095 Véase la nota 377.
1096 Véase la nota 17.
1097
Véase la nota 12.
APÉNDICES 455

gos que se preparan para batirse en duelo. Véase más arriba el §36. Ahora 449
bien, que Dios deba hacer algo lo entendemos no a la manera humana sino
0£O7iQ£7TCí><;1098, puesto que en caso contrario suprimiría sus perfecciones.
67. Ahora bien, si Dios no hubiera elegido la m ejor serie del universo
(en la que interviene el pecado), habría admitido algo peor que todo el
pecado de las criaturas, porque habría suprimido su propia perfección, y
lo que se sigue de ahí, la de los demás. En efecto, la perfección divina no
debe apartarse de elegir lo más perfecto puesto que lo menos bueno con­
tiene la naturaleza del mal. Y se suprimiría a Dios, y se suprimirían todas las
cosas, si Dios padeciera de impotencia, o su entendimiento se equivocara,
o desfalleciera su voluntad.
68. E l concursofísico con el pecado ha hecho que algunos coloquen a Dios
com o causa y autor del pecado; de esta manera el mal de culpa sería tam­
bién el objeto de la voluntad productiva de Dios, y es en esto donde más
se burlan de nosotros los epicúreos y los maniqueos. Pero también aquí, al
iluminar nuestro espíritu, Dios es su propio defensor en el alma piadosa y
ávida de verdad. Explicaremos, por tanto, lo que significa que Dios concu­
rre al pecado materialmente, es decir, lo que hay de bien en el mal, pero
que no concurre al pecado formalmente.
69. Es preciso responder, pues, que ninguna perfección y realidad
puramente positiva hay en las criaturas y en sus actos buenos y malos
que no se deba a Dios, sino que la im perfección del acto consiste en
la privación y procede de la limitación original de las criaturas, que en
ese momento ya tienen procedente de su esencia, en el estado de pura
posibilidad (es decir, en la región de las verdades eternas o en las ideas
que conserva el entendimiento divino), puesto que lo que careciera de
limitación no sería una criatura sino Dios. Pero se dice que la criatura es
limitada porque tiene fronteras, o sea, límites en su magnitud, potencia,
conocimiento y en cualquier perfección. Así pues, el fundamento del mal
es necesario, aunque su origen es contingente, es decir, es necesario que
los males sean posibles, pero es contingente que los males sean actuales;
pero no es contingente que desde la potencia se pase al acto a causa de la
armonía de las cosas, por la conveniencia con la mejor serie de las cosas
de la que forman parte.
70. Pero como a muchos les parece vano o, al menos, oscuro lo que ale­
gamos sobre la constitución privativa del mal, después de Agustín, Tomás,

1098
C om o conviene a Dios.
456 E N S A Y O S DE T E O D I C E A

Lubinus1099y otros filósofos antiguos y modernos, lo pondremos de mani­


fiesto a partir de la propia naturaleza de las cosas para que nada parezca
más consistente: recurriremos a la semejanza de algo sensible y material,
que consiste asimismo en algo privativo, a lo que Kepler, célebre investiga­
dor de la naturaleza, llamó inercia natural de los cuerpos.
450 71. En efecto (para utilizar un ejemplo fácil), cuando el río transporta
barcos1100, les im prim e velocidad, pero limitada por su inercia, de tal
manera que (a todas las cosas les sucede lo mismo {caeteris paribus}) los
que están más cargados se mueven con mayor lentitud. En este caso ocurre
que la velocidad procede del río, la lentitud de la carga; lo positivo de la
fuerza de lo que empuja, lo privativo de la inercia de lo que es impulsado.
72. Es preciso decir que Dios otorga la perfección a las criaturas exac­
tamente de la misma manera, pero que está limitada por la receptividad
de estas; y así, los bienes procederán de la fuerza divina, los males de la
torpeza de la criatura.
73. De este modo, el entendimiento se equivocará muchas veces por
falta de atención y la voluntad se debilitará con frecuencia por falta de
entusiasmo, tantas veces como el espíritu se detiene por la inercia de la
criatura, cuando debería tender a Dios, es decir, hacia el bien supremo.
74. Hasta aquí se ha respondido a aquellos que piensan que Dios con­
curre demasiado al mal; ahora daremos satisfacción a quienes dicen que
el hombre no concurre suficientemente al mal, o que, al pecar, no es suficiente­
mente culpable, para revertir, sin duda alguna, la acusación contra Dios.
Así pues, nuestros antagonistas se esfuerzan en probar esto tanto a partir
de la debilidad de la naturaleza humana como por la defección de la gracia
divina necesaria para ayudar a nuestra naturaleza. Así pues, examinaremos
en la naturaleza del hombre tanto su corrupción como también los restos
que le quedan de la imagen divina desde su estado de integridad.
75. Así pues, examinaremos con atención tanto el origen como tam­
bién la constitución de la corrupción humana. E l origen procede tanto de la
caída de los primeros padres como de la propagación del contagio. Res­
pecto de la caída, es necesario considerar su causa y su naturaleza.
76. La causa de la caída, es decir, por qué el hombre ha caído, sabién­
dolo Dios, perm itiéndolo y concurriendo a ello, no hay que buscarla en

1099 Lubin Eilhardus (1565-1621) fue un cartógrafo, matemático, filósofo y teólogo


luterano alemán, que tuvo una notable influencia en Comenius. Publicó una edición trilin­
güe del Nuevo Testamento. Analizó el problema del mal en una obra titulada: Phosphorus sive
deprima causa et natura mali, Rostochii, exudebat C. Reusnerus, Sumptibus L, Alberti, 1601.
1100 Teodicea, I, 30.
APENDICES 457

cierto poder despótico de Dios, com o si la justicia y la santidad no fueran


atributos de Dios; lo que, efectivamente, sería verdadero si en él no hubiera
cálculo de lo recto y de lo justo.
77. Tampoco hay que buscar la causa de la caída en una cierta indife­
rencia de Dios hacia el bien y el mal, hacia lo justo y lo injusto, com o si él
mismo lo hubiera constituido arbitrariamente. Adm itido esto, se seguiría
que cualquier cosa puede ser constituida por él, con derecho y razón seme­
jantes, es decir, con ninguno; lo que de nuevo reduciría a la nada toda ala­
banza de su justicia y también de su sabiduría, puesto que en sus acciones
no habría elección alguna, ni fundamento para la elección.
78. Tampoco se debe situar la causa de la caída en una voluntad de
Dios imaginada, en manera alguna santa ni digna de ser amada, com o si
únicamente tuviera en consideración la gloria de su grandeza, y com o si,
exento de bondad, hubiera convertido a los hombres en miserables por
medio de una misericordia cruel para tener a algunos de quienes compa­
decerse; y a causa de una justicia perversa hubiera querido pecadores para 451

tener a quienes castigar. Todo esto es digno de un tirano y está muy lejos
de la gloria y perfección verdaderas, cuya belleza no sólo se refiere a la
grandeza sino también a la bondad.
79. Pero la verdadera raíz de la caída está en la im perfección o debi­
lidad original de las criaturas, que hacía que el pecado estuviera incluido
en la m ejor serie posible de las cosas, de lo que ya hemos hablado con
anterioridad. De donde ha resultado ya que la caída ha sido permitida jus­
tamente, a pesar de la virtud y de la sabiduría divinas, y que incluso, aun
manteniendo estas, no podía no ser permitida.
80. La naturaleza de la caída no debe ser concebida con Pierre Bayle,
como si Dios hubiera condenado a Adán, como castigo a su pecado, a tener
que pecar también en el futuro y (para ejecutar su sentencia) le hubiera
ínfundido la inclinación al pecado. Antes bien, la inclinación al pecado,
com o si fuera un nexo físico, fue consecuencia de la fuerza misma del
prim er pecado, del mismo m odo que de la ebriedad nacen otros muchos
pecados.
81. Viene ahora la propagación del contagio originado por la caída de los
primeros padres, que alcanza a las almas de sus descendientes. Parece que
no se puede explicar de manera más adecuada sino estableciendo que las
almas de los descendientes ya estaban infectadas en Adán. Para entender
esto mejor, es preciso saber, a partir de las observaciones y teorías más
recientes, que la formación de los animales y de las plantas no procede
de cierta masa confusa, sino de un cuerpo algo preformado ya oculto en
458 E N S A Y O S DE T E O D I C E A

el semen y animado desde hace tiem po1101. De donde se sigue que, por la
fuerza de la bendición divina originaria, ya habían existido en los primeros
padres de cada especie ciertos rudimentos orgánicos de todos los vivien­
tes (y por cierto, para los animales, la forma de animales, aunque imper­
fectos) y en cierto m odo las propias almas; todo lo cual se desarrollaría
con el tiempo. Pero es preciso decir que las almas y los principios activos
de las semillas destinadas a los cuerpos humanos han subsistido con los
demás animálculos seminales, que no tenían tal destino, en la condición
de naturaleza sensitiva, hasta que se hayan separado de los demás por su
concepción final y a la vez el cuerpo orgánico estuviera preparado para
tener la forma humana y su alma se elevara al grado de la racionalidad (no
determino si ocurre mediante una operación ordinaria o extraordinaria
de Dios).
82. Es claro también a partir de aquí que no he sostenido la preexis­
tencia de la racionalidad; sin embargo, se puede pensar que en los seres
preexistentes ya estaban preestablecidos y preparados por voluntad divina
para aparecer alguna vez no sólo el organismo humano sino incluso la pro­
pia racionalidad, en un acto, por así decirlo, sellado1102, que se anticipa a
su ejecución; y, al mismo tiempo, {se puede pensar) que la corrupción del
alma, aunque no había sido introducida todavía en el alma humana por
la caída de Adán, después de acceder al grado de la racionalidad, se ha
452 convertido en la fuerza de la inclinación original al pecado. Por lo demás,
a partir de descubrimientos muy recientes es claro que el principio vital
y el alma proceden únicamente del padre y que la madre durante la con­
cepción proporciona algo así como una envoltura (con la forma del óvulo,
según se dice) y el crecimiento necesario para la perfección del nuevo
cuerpo orgánico.
83. Así se suprimen las dificultades tanto filosóficas sobre él origen de
las formas y de las almas, sobre la inmortalidad del alma y, más aún, sobre
su indivisibilidad, que hace que un alma no pueda nacer de otra alma,
84. Como las dificultades teológicas sobre la corrupción de las almas,
de manera que no se pueda decir que un alma racional pura, preexis­
tente o creada de nuevo, sea introducida a la fuerza por Dios en una masa
corrupta para corromperse también ella misma.

noi véase: Teodicea, I, 90-91 y III, 397.


1102 In actu signato.
APENDICES 459

85. Así pues, habrá una cierta traducción1103, pero un poco más razo­
nable que la que establecieron Agustín y otros hombres insignes, no de
alma a alma (que fue rechazada por los antiguos, como es evidente desde
Prudencio, y que no es conforme con la naturaleza de las cosas), sino del
ser animado al ser animado.
86. Hasta aquí hemos tratado sobre la causa de nuestra corrupción;
ahora trataremos de su naturaleza y su constitución, que consiste en el
pecado original y en lo que se deriva de él. El pecado original tiene tanta
fuerza que convierte a los hombres en débiles en las cosas naturales, y en
muertos en las cosas espirituales antes de la regeneración; su entendi­
miento vuelto hacia las cosas sensibles y su voluntad hacia lo carnal, de tal
manera que somos por naturaleza hijos de la ira.
87. Mientras tanto, no es necesario conceder a Bayle y a otros adver­
sarios que impugnan la benignidad divina, o al menos la oscurecen con
algunas objeciones suyas, que quienes mueren, antes de tener un uso sufi­
ciente de la razón, sometidos solamente al pecado original y sin pecado
actual (com o los niños que mueren antes del bautismo y fuera de la igle­
sia) sean destinados necesariamente al fuego eterno: porque es preferible
abandonarlos a la clemencia del creador.
88. Alabo en este asunto también la moderación de Johann Hülse-
mann, de Johann Adam Ossiander1104 y de algunos otros teólogos insig­
nes de la Confesión de Augsburgo, que en seguida se inclinaron en este
sentido.
89. Todavía no están extinguidas por completo las chispas de la ima­
gen divina, de las que hablaremos un poco más adelante; pero, a través
de la gracia previa de Dios, pueden ser excitadas de nuevo incluso a las
cosas espirituales, de tal manera, sin embargo, que la sola gracia opere la
conversión.
90. Pero el pecado original no ha convertido la masa corrupta del
género humano en completamente ajena a la benevolencia universal de
Dios. Pues, sin embargo, tanto amó Dios al m undo1105, a pesar de que
este yace en el mal, que entregó a su hijo unigénito {para redimir} a los
hombres.

1105 Tradux. Véase: Teodicea, I, 86 y ss.


1104 Johann Adam Ossiander (Vaihingen 1622-Tubinga 1697) fue un teólogo luterano.
Ejerció la docencia de la teología y llegó a ser rector de la universidad de Tubinga. Fue
conocido com o 'el ojo de la Iglesia luterana'.
1105 Jn. 3, 16.
460 E N S A Y O S DE T E O D I C E A

453 91. El pecado derivado es doble, actual y habitual; en ambos consiste el


ejercicio de la corrupción, de manera que esta varía en grados y modifica­
ciones, y brota de manera diversa en las acciones.
92. El {pecado derivado) actual consiste tanto en acciones internas
solamente como en acciones compuestas de internas y externas; es tanto
de comisión como de omisión; y es tanto culposo a causa de la debilidad
de nuestra naturaleza como también malicioso debido a la depravación
del alma.
93. El {pecado derivado) habitual se origina en las acciones malas, ya
sean frecuentes, ya sean al menos fuertes a causa de la multitud o de la
magnitud de las impresiones. Y de este modo la malicia habitual añade algo
de depravación a la corrupción original.
94. Sin embargo, aunque esta servidumbre del pecado se difunda por
toda la vida del no-regenerado, no ha de extenderse com o si las acciones
de los no-regenerados nunca fueran verdaderamente virtuosas, incluso
inocentes, sino que siempre son formalmente pecaminosas.
95. En efecto, los no-regenerados pueden actuar también a veces por
amor a la virtud y al bien público y a causa del impulso de la recta razón, e
incluso pensando en Dios, sin haber mezclado la más pequeña intención
de ambición, de provecho privado o de pasión camal.
96. Sin embargo, lo que hacen procede siempre de una raíz infectada
y en ello se mezcla algo depravado (aunque a veces solamente sea a causa
del hábito).
97. Por lo demás, esta corrupción y depravación humanas, por grande
que sea, no convierte por ello al hombre en excusable, ni lo exim e de
culpa, com o si actuara con espontaneidad y libertad insuficientes; en
efecto, sobreviven los vestigios de la imagen divina, que hacen que la justicia
de Dios se mantenga a salvo cuando castiga a los pecadores.
98. Los vestigios de la imagen divina consisten tanto en la luz innata
del entendimiento como también en la libertad congénita de la voluntad.
Ambas son necesarias para que la acción sea virtuosa y viciosa, es decir, para
que conozcamos y queramos lo que hacemos, y también para que podamos
abstenernos de este pecado que cometeremos, solamente si nos aplicamos
a ello con empeño suficiente.
99. La luz innata consiste tanto en ideas incomplejas como en nociones
complejas que nacen de aquellas. Así sucede que Dios y la ley eterna de
Dios han sido inscritos en nuestros corazones, aunque sean oscurecidos a
menudo por la negligencia de los hombres y las pasiones de los sentidos.
100. Ahora bien, esta luz se prueba, contra ciertos escritores recientes,
tanto a partir de la Sagrada Escritura que atestigua que la ley de Dios ha
APÉNDICES 461

sido inscrita en nuestros corazones1106, como desde la razón, porque las 454
verdades necesarias pueden ser demostradas no a partir de la inducción
de los sentidos sino únicamente a partir de los principios ínsitos en la
mente. En efecto, la inducción de las cosas singulares nunca lleva a inferir
la necesidad universal.
101. La libertad permanece también a salvo por grande que sea la
corrupción humana, de manera que, aunque el hombre haya de pecar
indudablemente, nunca es necesario, sin embargo, que cometa este acto
de pecar que comete.
102. La libertad está exenta tanto de la necesidad como de la coacción.
N i la futurición de las verdades, ni la presciencia, ni la pre-ordenación de
Dios, ni la predisposición de las cosas producen la necesidad.
103. N i la futurición. En efecto, aunque la verdad de los futuros contin­
gentes esté determinada, sin embargo la certeza objetiva, o sea, la deter­
minación infalible de la verdad que hay en ellos, de ningún modo ha de
confundirse con la necesidad.
104. La presciencia o la pre-ordenación de Dios tampoco impone la necesidad,
aunque ella misma sea también infalible. Ciertamente Dios vio las cosas
en la serie ideal de los posibles como ellas habrían de ser, y en ellas vio al
hombre que pecaba libremente; y, al decretar la existencia de esta serie,
no cambió la naturaleza de la cosa, ni convirtió en necesario lo que era
contingente.
105. La predisposición de las cosas o la serie de las causas tampoco per­
judica la libertad. En efecto, aunque nunca suceda algo de lo que no se
pueda dar razón y nunca exista alguna indiferencia de equilibrio (com o
si en la sustancia libre y fuera de ella todas las cosas tendieran por igual
alguna vez a ambos opuestos) puesto que más bien siempre existen algunas
preparaciones en la causa agente y en las causas concurrentes que algunos
llaman predeterminaciones; es preciso decir, sin embargo, que estas deter­
minaciones solamente son inclinantes, y no necesitantes, de tal manera que
siempre queda a salvo alguna indiferencia o contingencia. Y nunca hay en
nosotros una pasión o un apetito tan grande com o para que de él se siga
necesariamente un acto; porque mientras que el hombre sea dueño de su
mente, aunque esté estimulado muy vivamente por la ira, por la sed o por
alguna causa semejante, puede siempre encontrarse, sin embargo, alguna
razón para detener el impulso, y alguna vez bastará únicamente el pensa­
miento de ejercer su libertad y su poder sobre las pasiones.

1106
Jer. 31, 33; Rom. 2,14-15; 2 Cor. 3, 2.
462 E N S A Y O S DE T E O D I C E A

106. Así pues, dista tanto que la predestinación o la predisposición a


partir de las causas, com o la hemos descrito, introduzca una necesidad
contraria a la contingencia, es decir, a la libertad o a la moralidad, como
que, antes bien, se distinga en esto mismo el destino1107 mahometano del
cristiano, lo absurdo de lo racional, asunto respecto del cual los turcos
no se preocupan de las causas, mientras que los cristianos y todos los que
saben deducen el efecto a partir de la causa.
107. En efecto, los turcos, com o es sabido (aunque no creo que todos
455 sean tan necios), piensan que es inútil evitar la peste1108y los demás males
bajo el pretexto de que las cosas futuras o decretadas han de suceder, hagas
lo que hagas, lo que es falso, porque la razón dicta que aquel que sin duda
va a morir a causa de la peste tampoco evitará ciertísimamente las causas
de la peste. Ciertamente, como se dice bien en un proverbio alemán, la
muerte quiere tener una causa. Y sucede lo mismo en todos los demás
casos. Véase más arriba el §45.
108. Tampoco hay coacción en las acciones voluntarias. En efecto, aun­
que las representaciones de las cosas externas tengan muchísimo poder
sobre nuestra mente, nuestra acción voluntaria es, sin embargo, espontá­
nea siempre, de tal manera que su principio está en el agente. Es lo que se
explica, más claramente que hasta ahora, a través de la armonía entre el
cuerpo y el alma, preestablecida por Dios desde el principio.
109. Hasta aquí hemos tratado sobre la debilidad de la naturaleza
humana, ahora hemos de hablar sobre el auxilio de la gracia divina, cuya
falta objetan nuestros antagonistas, con el fin de trasladar de nuevo la culpa
desde el hombre hasta Dios. Ahora bien, la gracia puede ser concebida de
dos maneras, una como suficiente para el que quiere, la otra com o exce­
lente para hacemos querer.
110. Es preciso decir que a nadie se le niega la gracia suficiente para d
que quiere. Dice un viejo proverbio que, a quien hace lo que puede hacer
no le ha de faltar la gracia necesaria; y Dios no abandona más que a quien
lo abandona, como señaló el propio Agustín1109 siguiendo a autores ante­
riores a él. Esta gracia suficiente es ordinaria, en virtud del verbo y de los

1107 Fatum. Teodicea, Prefacio y I, 55 y 59. GP V I, pp. 30, 31, 132 y 135.
1108 Teodicea, Prefacio y I, 55. GP V I, pp. 30 y 132.
1109 «Ip se autem Deus, cum per m ediatorem D ei et hom inum hom inem Christum
Iesum spiritaliter sanat aegrum vel vivificat mortuum, id est, iustificat impium, et cum ad
perfectam sanitatem, hoc est, ad perfectam vitam iustitiamque perduxerit, non deserit, si
non deseratur, ut pie semper iusteque vivatur.» San Agustín: De natura et gratia. Lib. I, 26.29.
APÉNDICES 463

sacramentos, o extraordinaria, y hay que dejársela a Dios, como la que uti­


lizó Dios respecto de Pablo.
111. En efecto, aunque muchos pueblos nunca hayan recibido la doc­
trina salvadora de Cristo, y no sea creíble que su predicación haya sido en
vano para todos aquellos a quienes les faltó, ya que el propio Cristo afirma
lo contrario respecto de Sodoma1110, por esta razón tampoco es necesario
que alguien se salve o se condene sin Cristo, aunque haya hecho lo que
puede hacer por naturaleza. En efecto, ni hemos examinado todos los
caminos de Dios ni sabemos si no hay algo que ayuda por alguna razón
extraordinaria al menos a quienes van a morir. Es necesario, en efecto,
considerar como cierto, también conforme al ejemplo de C om elio1111, si
a quienes se han propuesto utilizar bien la luz que han recibido les será
dada la luz de la que carecen, porque todavía no la han recibido, aunque
deba serles dada en el momento mismo de morir.
112. En efecto, así com o los teólogos de la Confesión de Augsburgo
reconocen una cierta fe en los niños de los fieles purificados por el bau­
tismo, a pesar de que no aparezca ningún vestigio de ella, de la misma
manera nada im pediría que Dios concediera a aquellos a los que nos
referimos, aunque hasta entonces no fueran cristianos, en plena agonía y
como algo extraordinario, esa luz necesaria que les faltó durante toda su
vida anterior.
113. Por consiguiente también oí. eE,co {quienes están fuera de la iglesia
católica}, a quienes solamente les ha sido negada la predicación externa, 456
deben ser dejados a la clemencia y a la justicia del creador, aunque des­
conozcamos a quiénes socorrerá Dios, ni por qué poderosa razón lo hará.
114. Pero como al menos es cierto que la gracia misma del querer no es
dada a todos, sobre todo la que es coronada por un final feliz, los adversa­
rios de la verdad hacen constar que entonces en Dios hay misantropía o al
menos acepción de personas, por el hecho de que administre la miseria de
los hombres, y porque no salve a todos aunque puede hacerlo, o al menos
porque no elija a quienes lo merecen.
115. Y, en verdad, si Dios hubiera creado a la mayor parte de los hom­
bres solamente para que la malicia y la miseria de ellos reclamara para él la
gloria de la justicia, no se podría alabar en él ni la bondad, ni la sabiduría,
ni la propia justicia verdadera.

1110 Mt. 10,15.


1111 Act. 10, 1-48.
464 E N S A Y O S DE T E O D I C E A

116. Y en vano se objeta que ante él no somos nada, no más que un


gusanillo respecto de nosotros; en realidad, esa excusa no disminuiría sino
que aumentaría su dureza, una vez eliminada por completo toda filantro­
pía, si Dios no cuidara de los hombres más de lo que nosotros cuidamos
de los gusanillos, a los que ni podemos ni queremos cuidar. Pero nada se
oculta a la providencia de Dios a causa de su pequeñez, ni se confunde a
causa de la abundancia; alimenta a los psyarillos, ama a los hombres, res­
pecto de aquéllos vela por su sustento, y en lo que depende de él, prepara
la felicidad de estos.
117. Si alguien pretendiera ir más lejos hasta {defender} que el poder
de Dios está tan libre y su gobierno tan exento de reglas que tiene derecho
a condenar incluso a un inocente, entonces ya no aparecería lo que sería
para Dios la justicia o en qué se diferenciaría semejante gobernador del
universo de un Principio del Mal que goza de las cosas, al que también se
atribuyera con justicia misantropía y tiranía.
118. En efecto, sería evidente que este Dios habría de ser tem ido por
su poder, pero no habría de ser amado por su bondad. Es claro que los
actos tiránicos no estimulan el amor sino ciertamente el odio, sea cual sea
el poder que haya en su agente, e incluso tanto más cuanto mayor sea su
poder, aunque las demostraciones de odio las reprima el miedo.
119. Y los hombres que veneran a un Dios semejante serán incitados,
por su imitación, a abandonar la caridad y a caminar hacia la dureza y la
crueldad. Así pues, bajo el pretexto de la existencia en Dios de un derecho
absoluto, algunos le han atribuido maliciosamente unos actos tales que
serían obligados a reconocer que un hombre actuaría muy mal si actuara
de esa manera; del mismo m odo que algunos se dejan llevar hasta decir
que lo que es depravado en los demás no lo sería en Dios, porque a él no
se le impone ninguna ley.
120. La razón, la piedad y Dios ordenan que creamos cosas muy
diferentes respecto de Dios. En él, la suma sabiduría, unida a la bondad
máxima, hace que observe con superabundancia las leyes de la justicia,
la equidad y la virtud; que cuide de todos, y sobre todo de las criaturas
inteligentes, que hizo a su imagen, y que produzca tanta felicidad y virtud
cuanta cabe en el m ejor m odelo de universo; pero que no admita ningún
otro vicio ni miseria que los que era exigido que fueran admitidos en la
serie mejor.
121. Y aunque nos parezca que no somos nada en comparación con el
propio Dios infinito, esto mismo es, sin embargo, un privilegio de su sabi­
duría infinita, que pueda cuidar de manera plenamente perfecta de las
cosas infinitamente inferiores a él. Aunque ninguna de estas cosas se com-
APÉNDICES 465

paren con él en ninguna proporción asignable, mantienen, sin embargo,


entre sí la proporción y exigen el orden que Dios les impuso.
122. Los geómetras imitan en esto a Dios de alguna manera mediante
el nuevo análisis infinitesimal al inferir de la comparación recíproca de las
magnitudes infinitamente pequeñas e inasignables las conclusiones mayo­
res y más útiles que alguien creería en las propias magnitudes asignables.
123. Rechazada, pues, aquella odiosísima misantropía, defendemos con
pleno derecho una filantropía suprema en Dios que ha querido seriamente
que todos lleguen al conocimiento de la verdad, que todos se conviertan
del pecado a la virtud, que todos se salven y que ha puesto de manifiesto
su voluntad con los múltiples auxilios de la gracia. Pero el que no se hayan
realizado siempre las cosas que él quiso, debe atribuirse siempre a la mal­
dad repugnante de los hombres.
124. Pero dirá usted que su sumo poder pudo vencerla. L o reconozco,
diré; pero no estaba obligado a hacerlo por ninguna ley, ni lo permitía una
razón procedente de otra parte.
125. Insistirás: tanta benignidad cuanta con razón atribuimos a Dios
tendría que haber sobrepasado la que estaba obligado a proporcionar; e
incluso, que Dios, que es el más perfecto, está obligado a proporcionar lo
mejor, al menos partiendo de la propia bondad de su naturaleza.
126. Aquí, pues, debemos recurrir finalmente, con Pablo, a las rique­
zas de la sabiduría suprema que ciertamente no ha permitido que Dios
ejerciera la violencia en el orden de las cosas y en sus naturalezas sin ley
ni medida, ni que se perturbe la armonía universal y que se elija una serie
de cosas diferente de la mejor. Ahora bien en esta {serie} se contenía que
todos fueran dejados a su libertad y algunos, además, a su perversidad; y
esto lo concluimos porque es lo que se ha realizado. Véase el §142.
127. Entretanto la filantropía universal de Dios, es decir, la voluntad
de salvar a todos se manifiesta con claridad desde los propios auxilios,
que ha proporcionado a todos, incluso a los réprobos, con suficiencia e
incluso, muy a menudo, con abundancia, a pesar de que la gracia no sea
vencedora en todos.
128. Por lo demás, no veo por qué es necesario que la gracia, cuando
alcanza su efecto completo, lo consiga siempre a causa de su naturaleza, o
sea, que sea eficaz por sí misma; porque puede suceder que la misma canti­
dad de gracia no obtenga en uno, a causa del rechazo de las circunstancias, 458
el efecto que se consigue en otro. Ni veo cómo podría probarse, ya sea por
la razón o por la revelación, que la gracia vencedora es siempre suficiente
para superar la resistencia, por grande que sea, y las incongruencias de las
466 E N S A Y O S DE T E O D I C E A

circunstancias, por grandes que sean. N o es propio de un sabio admitir


fuerzas superfluas.
129. N o niego, sin embargo, que alguna vez suceda que Dios se sirva
de aquella gracia triunfadora contra los obstáculos más grandes y contra
la obstinación más aguda, para que pensemos que jamás se debe descon­
fiar enteramente de alguien, aunque no debe establecerse a partir de aquí
regla alguna.
130. Se equivocan mucho más gravemente quienes atribuyen la gra­
cia, la fe, la justificación y la regeneración solamente a los elegidos, como
si (aunque lo contradice la experiencia) todos los 7tQÓ(;KaiQoi1112 fueran
hipócritas, y no hubieran de recibir el auxilio espiritual del bautismo, ni
de la eucaristía, ni en general del verbo ni de los sacramentos; o com o sí
ningún elegido, una vez justificado, pudiera recaer en el crimen, o sea, en
el pecado deliberado; o, como otros prefieren decir, com o si, en medio
de sus crímenes, el elegido no perdiera la gracia de la regeneración. Estos
mismos que suelen exigir al fiel una convicción ciertísima de fe final, son
quienes niegan que la fe se imponga a los reprobados o quienes consideran
que a estos se les ordena creer la falsedad.
131. Pero esta doctrina, entendida de la manera más rigurosa, incluso
de una manera puramente arbitraria, no apoyada en fundamento alguno, y
alejada de las opiniones de la iglesia primitiva, y ajena claramente al propio
Agustín, podría influir en la vida práctica y engendrar en el reprobado una
convicción temeraria incluso respecto de su salvación futura, o en el hom­
bre piadoso incluso una duda angustiosa respecto a su admisión actual en
la gracia, y en ambos no sin el peligro de la seguridad y de desesperación.
Así pues, después del despotismo, me opondría de manera muy especial a
esta especie de particularismo. i
132. Pero felizmente sucede que la mayoría atempera el rigor de tanta I
y tan paradójica novedad, y que los restantes, defensores de una doctrina j
hasta tal punto peligrosa, se mantienen en la pura teoría, sin llevar a la
práctica sus perversas consecuencias; mientras que los más piadosos de
ellos, en conformidad con un dogma mejor, trabajan para su salvación con
temor filial y con una confianza llena de amor.
133. Podemos estar seguros de la fe, de la gracia y de la justificación
presente, en la medida en que somos conscientes de lo que ocurre ahora
en nosotros. Ahora bien, tenemos una gran esperanza en nuestra perseve­
rancia en el futuro, aunque moderada por el cuidado, porque advierte el

1112
riQÓ<;KaiQOL, los que no han sido creyentes durante toda su vida.
APÉNDICES 467

apóstol1113 que quien esté en pie debe procurar no caer: pero de ningún
modo debemos renunciar a la dedicación a la piedad a causa de la persua­
sión de nuestra elección ni confiar en el arrepentimiento futuro.
134. Esto ha de bastar contra la misantropía atribuida a Dios. Es preciso
mostrar ahora que no se puede imputar con justicia a Dios la acepción de 459

personas, como si su elección careciera de razón. El fundamento de su elec­


ción es Cristo, pero que algunos participen menos (que otros} de Cristo, la
causa de esto está en la maldad final de ellos mismos, que Dios ha previsto
reprobándola.
135. Pero nos preguntamos todavía de nuevo: ¿por qué se dan auxilios
distintos, internos o al menos externos, a personas distintas, que en un
caso vencen a la maldad y en otro son vencidos {por ella}? En este punto ha
nacido una diversidad de opiniones: en efecto, a algunos les parece claro
que Dios ha ayudado más a los menos malos o, al menos, a los que habían
de oponer menos resistencia; a otros les parece bien que un auxilio igual
haya sido más eficaz en estos últimos; otros, por el contrario, no quieren
que el hombre se diferencie de alguna manera ante Dios por la prerroga­
tiva de una naturaleza m ejor o, al menos, menos mala.
136. Ciertamente, es indudable que entre las razones que inclinan al
Sabio a elegir interviene la consideración de las cualidades del objeto. Sin
embargo, la excelencia del objeto, tomada de manera absoluta, no cons­
tituye siempre una razón para elegir, sino que con frecuencia se tiene en
una consideración mayor la conveniencia de la cosa respecto de un deter­
minado fin, en el seno de una hipótesis determinada relativa a las cosas.
137. Así pues, puede suceder que, en una construcción o en una deco­
ración, no se elija la piedra más hermosa, o la más preciosa, sino la que
cubre m ejor el lugar vacío.
138. Pero lo más seguro es considerar que todos los hombres, cuando
están espiritualmente muertos, son igualm ente malos, aunque no de
manera semejante. Así pues, se diferencian por sus inclinaciones perver­
sas, y sucederá que serán preferidos quienes, en virtud de la serie de las
cosas, se encuentren en las circunstancias más favorables, en las que han
encontrado una ocasión m enor (ciertamente con éxito) de poner al des­
cubierto su peculiar depravación y una ocasión mayor de recibir la gracia
conveniente.
139. Así pues, también nuestros teólogos, siguiendo la experiencia, han
reconocido una diferencia notable entre los hombres, al menos en cuanto

1113 1 Cor. 10, 12.


468 E N S A Y O S DE T E O D I C E A

a los auxilios externos de la salvación, incluso aunque la gracia interna


fuera la misma; y, {para explicar) la economía de las circunstancias externas
que nos afectan se refugian en el abismo1114de Pablo, porque con frecuen­
cia los hombres se pervierten o se enmiendan por la suerte del nacimiento,
de la educación, del trato, del tipo de vida y de los sucesos fortuitos.
140. Así sucede que, fuera de Cristo y de la perseverancia última pre­
vista del estado de salvación por la cual nos unimos al propio {Cristo}, no
se nos da a conocer ningún fundamento de la elección o del don de la fie,
ni debe establecerse regla alguna cuya aplicación pueda ser reconocida
por nosotros, esto es, a través de la cual los hombres puedan adularse o
burlarse de los otros.
141. Pues a veces Dios vence una depravación insólita y una obsá-
46o nación extrema a resistir, para que nadie desespere de la misericordia,
com o indica Pablo respecto de sí mismo; a veces quienes han sido buenas
durante mucho tiempo desfallecen en mitad del camino, para que nadie
confíe demasiado en sí mismo; a menudo, sin embargo, aquellos cuya
depravación para resistir es m enor y cuyo interés por la verdad y el bien es
mayor, experimentan un fruto mayor de la gracia divina, para que nadie j
piense que la manera como se conducen los hombres no importa en abso- j
luto para la salvación. Véase el §112. \
142. Pero el propio abismo se mantiene oculto en los tesoros de la
sabiduría divina, o en el Dios oculto, y (lo que es lo mismo) en la armonía
universal de las cosas, que hace que esta serie del universo, que comprende
los eventos que admiramos y los juicios que adoramos, ha sido juzgada por
Dios como la m ejor y preferible a todas. Véase el §126.
143. El teatro del mundo corpóreo nos muestra cada vez más en esla
vida su elegancia gracias a la propia luz de la naturaleza, en el tiempo en ¡
el que los sistemas del macrocosmos y del microcosmos han comenzado a \
ponerse al descubierto a través de los inventos más recientes.
144. Pero la parte más excelente de las cosas, la ciudad de Dios, es nn
espectáculo cuya belleza seremos admitidos a conocer más de cerca por
fin alguna vez, cuando seamos iluminados por la luz de la gloria divina. En
efecto, ahora solamente se puede alcanzar con los ojos de la fe, es decñ;
con la confianza certísima de la perfección de Dios: cuanto más enten­
demos que no sólo ejerce el poder y la sabiduría sino también la bondad
de la mente suprema, más nos encendemos del amor de Dios y más nos
inflamamos por imitar de alguna manera la bondad y la justicia divinas.

1114
B á0og. Rom. 11, 33.
APENDICES 469

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462

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