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Me

imagino a Bernhard Winter llevando consigo por todas partes esta otra visión de las
cosas y contrapesándola una y otra vez con sus propios sentimientos. Percibe: aquí se
contraponen sentimientos irreconciliables. Por un lado, la voluntad de mantener el gobierno
sobre la vida hasta el final, por el otro, la disposición a plegarse al destino de la
degeneración. Se preguntará si, cuando se decante por un lado o por el otro, a esto se lo podrá
llamar una decisión. Y si no es una decisión, ¿qué es entonces? ¿Se puede decir que es
simplemente expresión de la manera como uno es y como ha vivido?
Cuando un día Bernhard Winter reconozca los primeros indicios de degeneración, se
preguntará cuánto valor le da a lo que le queda por vivir en el presente. Los libros científicos
están en el rincón. Está todavía Sarah. La música. La poesía. El olor del mar. Pero las cosas
van siendo cada vez menos y se vuelven cada vez más pálidas. Y tal como lo hemos conocido,
en algún momento le parecerá: ahora es suficiente.

MORIR
Cuando alguien muere, ocurren dos cosas: las funciones vitales corporales se detienen, y la
persona como centro de vivencias se extingue. ¿Qué significa ocuparse de que este doble
acontecer tenga lugar con dignidad? ¿Cómo pueden contribuir los otros a la dignidad del
moribundo, y qué puede hacer uno mismo para que su morir esté en consonancia con su idea de
la dignidad? ¿Qué puede significar aquí en general la dignidad, vista desde dentro y desde
fuera?
He comenzado el libro con el pensamiento: la dignidad de un ser humano es su autonomía
como sujeto, su capacidad de decidir él mismo sobre su propia vida. Respetar su dignidad es
respetar esta capacidad. El morir es el acontecer en cuyo transcurso se pierde la autonomía de
un ser humano. ¿En qué sentido podemos, a pesar de ello, decidir nosotros mismos sobre este
acontecer? ¿No es contradictorio hablar de una pérdida autónoma de la autonomía, de querer
decidir nosotros mismos sobre la pérdida de la autodeterminación? Sería contradictorio,
empero, solo si se quisiera decir: vivir cada momento de esta pérdida como un momento en el
cual estoy en plena posesión de la capacidad que precisamente estoy perdiendo. Si se quisiera
decir, por tanto: en cada momento de la pérdida, incluso en el último, puedo ejercer mi plena
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autonomía. Esto es impensable, una paradoja. Así no se puede entender la dignidad del morir.
¿Cómo, entonces?
Lo que se puede querer decir es: ahora, cuando estoy todavía en posesión de mi autonomía,
decido qué carácter ha de tener, algún día, la pérdida de esta autonomía. Por qué vías ha de
transcurrir. Se trata de lo que llamamos una muerte natural: no una muerte por accidente o por
un acto de violencia, en los que el carácter repentino del morir se anticipa a la pregunta por su
dignidad. ¿Cómo puede un ser humano querer configurar su muerte natural? El proceso del
morir es el último episodio de una vida —de una vida única, individual—. Es parte de la idea
de dignidad el hecho de que este episodio debería ajustarse a la vida que concluye. En otras
palabras: cada uno debería tener su morir individual, su propia muerte. ¿Qué constituye una

Bieri, Peter. La dignidad humana: una manera de vivir, Herder Editorial, 2017. ProQuest Ebook Central, http://ebookcentral.proquest.com/lib/unizarsp/detail.action?docID=4870742.
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muerte tal? ¿Cómo se puede entender la individualidad, el carácter único de un morir? ¿En qué
puede consistir el proyecto individual del final de una vida?
Cuando uno ve imágenes de salas de lazaretos o de salas grandes de viejos hospitales, en
las cuales yacen y mueren personas entre otras muchas personas, puede que le venga el terrible
pensamiento de que no solo tienen que soportar dolores, miedo y soledad, sino que también les
es vedado un morir propio, individual. Y un sentimiento semejante a este puede sobrecoger a
alguien que visita a un moribundo en un hospital moderno, donde huele a desinfectante y las
suelas de goma rechinan en el linóleo de los interminables pasillos. Después, una vez fuera,
puede que uno levante la mirada hacia la ventana tras la cual yace el enfermo en una de las
innumerables habitaciones, que desde fuera parecen cajas de hormigón. Hay razones, buenas
razones médicas, para que muera allí. Los aparatos y los tubos menguan el dolor. Visto así, es
correcto.
Con todo, a uno le puede parecer que en otro sentido no es correcto. En el sentido de que
allí no puede morir en el entorno y con las cosas que han constituido el mundo de su vida: los
muebles, la vajilla, los cuadros, las fotografías, los recuerdos, los libros, las pequeñas cosas
que determinaban la atmósfera de sus espacios, también las lámparas con la luz habitual. Y no
es solo que uno piense: todo esto le falta allá arriba, eso tiene que dolerle. También se puede
pensar: no puede ser que un ser humano tenga que morir en una de las uniformes habitaciones
de color gris claro que le es ajena y que al final de su vida lo enajena de sí mismo. Por
razones de dignidad, esto no puede ser.
«¿Cuál es la alternativa?», pregunta mi mujer. «Sí», digo yo, «lo sé». Cuando cruzamos la
puerta del jardín, me quedo parado. Me imagino a mí mismo habiendo hecho la maleta en las
últimas horas y estando ahora aquí para ir al hospital a morir. He caminado por todos los
espacios, he tomado en mi mano por última vez muchas cosas, cargadas de recuerdos. Y ahora
cerraré la puerta por última vez. «No», digo, agarro la maleta y vuelvo a entrar en la casa.
«Acortará tu vida», dice mi mujer. Yo asiento. «¿Y los dolores?». «Hay médicos a domicilio,
y hay morfina», digo. «¿Estás de acuerdo?», pregunto. O quizás no lo pregunte. Hay cuestiones
de dignidad que no requieren consentimiento.
Con todo, naturalmente la propia muerte no solo tiene que ver con el propio entorno. Tiene
que ver también con las personas propias, aquellas que me han marcado y han contribuido a
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definir la melodía de mi vida. Puede ser que desee tenerlas a mi lado cuando se acerque el
final. También puede ser que desee estar solo conmigo mismo en la hora final. En cualquier
caso, forma parte de un morir digno el que uno pueda despedirse de aquellos sin los cuales la
propia vida habría sido diferente. De la despedida forma parte una mirada retrospectiva:
recordar lo que se ha vivido y superado conjuntamente, lo que ha salido bien y lo que ha
salido mal. Puede estar presente el deseo de disculparse y de reconciliarse. En suma, es un
último intento de ganar claridad sobre la vida que ahora termina como un todo. En este punto,
la dignidad del moribundo incluirá la dignidad de la veracidad, tal como la hemos comentado
en el capítulo cuarto.
También de parte de los otros la veracidad pertenece a la posibilidad de un morir digno.
Hay que decir la verdad al enfermo. Esto vale también para el enfermo que va a morir. Hay
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que decirle lo que tiene, cuánto tiempo le queda, qué dolores le esperan, qué se puede hacer
contra estos. ¿Por qué? Debe poder prepararse para su muerte, tanto en las acciones
exteriores como en la actitud interior. No ser claro con él es algo más que una tutela
indignante. Se le roba nada menos que la oportunidad de acabar con su vida. Hay médicos y
parientes que le escatiman la verdad porque temen una reacción de pánico, un acto irreflexivo.
¿Pero qué clase de idea es esta? Llegará un momento en que ya no se podrá seguir ocultando.
Si se trata de alguien de quien se espera una reacción violenta, se produce ahora. ¿Qué es lo
que se ha ganado con ello? ¿Semanas sin dignidad, en las que se lo saluda cada mañana con un
falso consuelo y con falsas esperanzas, al tiempo que el morir ya lo está devastando? ¿Se ha
hecho de verdad algo bueno con ello? ¿Habiéndole robado un tiempo valioso para prepararse
para la muerte? E igualmente uno puede hacerse esta pregunta: cuando no se puede impedir
que alguien se quite la vida tras la revelación de un diagnóstico mortal. ¿No es esto su manera
de proceder, una manera de proceder que hay que consentirle? ¿Quién puede arrogarse la
autoridad para impedir esto a cualquier precio, incluso al precio de una mendacidad que priva
al enfermo de su dignidad en el sentido de la autonomía?
¿Hay mentiras justificables en el lecho de muerte? ¿Mentiras que protegen la dignidad del
moribundo, aunque atenten contra el principio de la veracidad? Pueden ser mentiras bien
intencionadas sobre las capacidades del moribundo, sobre sus rendimientos, su estima, su
integridad moral, sobre sentimientos de afecto y de aprecio que otros supuestamente le
profesan. «Has sido un buen padre, un ejemplo, te echaremos de menos. Y tus composiciones,
todo el mundo sabe que son brillantes y perdurarán». Serían mentiras que le permitirían morir
con una autoimagen mejorada. ¿Qué sentimos cuando observamos esto o participamos nosotros
mismos en las mentiras? «Así podrá morir más sosegado». No es un bien de poca importancia,
nada que uno pueda dejar de lado despectivamente. Cuando abandonamos al moribundo y
fuera nos interpelamos, puede que nos digamos: «Ya hemos hecho lo correcto. ¿A quién le
habría sido útil decirle la cruel verdad?». Pero también podría remordernos una duda. En este
momento nos hemos apartado de un encuentro genuino y no lo hemos tomado en serio.
Podríamos vivirlo como un daño a nuestra integridad. Pero no solo esto, también podríamos
vivirlo en el sentido de que las mentiras lo han dañado a él. Le han impedido arreglárselas
consigo mismo al final. Ello hubiera sido parte de su dignidad. Y si bien él no ha vivido esta
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pérdida, la ha habido. Y no somos inocentes en ello, ni que sea por nobles motivos.

DEJAR MORIR
Puede ocurrir que enfermemos incurablemente. Lo que puede hacer todavía la medicina es
retrasar la muerte y hacer soportable el morir. Nuestra dignidad en el sentido de la autonomía
exige que nosotros, los enfermos, podamos decidir lo que el médico puede hacer y no puede
hacer con nosotros. Tenemos la última autoridad sobre ello. Puede ser que tomemos una
decisión que es irracional a la luz de la razón médica. No más intervenciones, aunque puedan
detener la muerte por algún tiempo. Ninguna quimioterapia. Tampoco medicamentos
retardadores, únicamente calmantes. Ninguna respiración artificial, ningún auxilio artificial del
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