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Cuentos policiales
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Índice

Marco Denevi
Cuento policial........................................................11

Arthur Conan Doyle


El carbunclo azul ....................................................15

Agatha Christie
Doble pista ..............................................................49

Jorge Luis Borges


La espera .................................................................65

Agatha Christie
La aventura de Johnnie Waverly ...........................73
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Cuento policial
MARCO DENEVI
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Rumbo a la tienda donde trabajaba como vende-


dor, un joven pasaba todos los días por delante de una
casa en cuyo balcón una mujer bellísima leía un libro.
La mujer jamás le dedicó una mirada. Cierta vez el jo-
ven oyó en la tienda a dos clientes que hablaban de
aquella mujer.
Decían que vivía sola, que era muy rica y que guar-
daba grandes sumas de dinero en su casa, aparte de las
joyas y de la platería. Una noche el joven, armado de
ganzúa y de una linterna sorda, se introdujo sigilosa-
mente en la casa de la mujer. La mujer despertó, empe-
zó a gritar y el joven se vio en la penosa necesidad de
matarla. Huyó sin haber podido robar ni un alfiler,
pero con el consuelo de que la policía no descubriría al
autor del crimen. A la mañana siguiente, al entrar en la
tienda, la policía lo detuvo. Azorado por la increíble
sagacidad policial, confesó todo. Después se enteraría
de que la mujer llevaba un diario íntimo en el que
había escrito que el joven vendedor de la tienda de la
esquina, buen mozo y de ojos verdes, era su amante y
que esa noche la visitaría.
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El carbunclo azul
ARTHUR CONAN DOYLE
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Dos días después de la Navidad, pasé a visitar a mi


amigo Sherlock Holmes con la intención de transmitir-
le las felicitaciones propias de la época. Lo encontré
tumbado en el sofá, con una bata morada, el colgador
de las pipas a su derecha y un montón de periódicos
arrugados, que evidentemente acababa de estudiar, al
alcance de la mano. Al lado del sofá había una silla de
madera, y de una esquina de su respaldo colgaba un
sombrero de fieltro ajado y mugriento, gastadísimo por
el uso y roto por varias partes. Una lupa y unas pinzas
dejadas sobre el asiento indicaban que el sombrero
había sido colgado allí con el fin de examinarlo.
—Veo que está usted ocupado —dije—. ¿Lo inte-
rrumpo?
—Nada de eso. Me alegro de tener un amigo con
quien poder comentar mis conclusiones. Se trata de un
caso absolutamente trivial —señaló con el pulgar el
viejo sombrero—, pero algunos detalles relacionados
con él no carecen por completo de interés, e incluso
resultan instructivos.
Me senté en su butaca y me calenté las manos en la
chimenea, pues estaba cayendo una buena helada y los
cristales estaban cubiertos de placas de hielo.
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—Supongo —comenté— que, a pesar de su aspecto en compañía de un ganso cebado que, no me cabe
inocente, ese objeto tendrá una historia terrible... o tal duda, ahora mismo se está asando en la cocina de
vez es la pista que lo guiará a la solución de algún mis- Peterson. Los hechos son los siguientes. A eso de las
terio y al castigo de algún delito. cuatro de la mañana del día de Navidad, Peterson, que,
—No, qué va. Nada de crímenes —dijo Sherlock como usted sabe, es un tipo muy honrado, regresaba
Holmes, echándose a reír—. Tan sólo uno de esos inci- de alguna pequeña celebración y se dirigía a su casa
dentes caprichosos que suelen suceder cuando tenemos bajando por Tottenham Court Road. A la luz de las
cuatro millones de seres humanos apretujados en unas farolas vio a un hombre alto que caminaba delante de
pocas millas cuadradas. Entre las acciones y reacciones él, tambaleándose un poco y con un ganso blanco al
de un enjambre humano tan numeroso, cualquier com- hombro. Al llegar a la esquina de Goodge Street, se
binación de acontecimientos es posible, y pueden sur- produjo una trifulca entre este desconocido y un grupi-
gir muchos pequeños problemas que resultan extraños llo de maleantes. Uno de éstos le quitó el sombrero de
y sorprendentes, sin tener nada de delictivo. Ya hemos un golpe; el desconocido levantó su bastón para defen-
tenido experiencias de ese tipo. derse y, al enarbolarlo sobre su cabeza, rompió el esca-
—Ya lo creo —comenté—. Hasta el punto de que, de parate de la tienda que tenía detrás. Peterson había
los seis últimos casos que he añadido a mis archivos, hay echado a correr para defender al desconocido contra
tres completamente libres de delito, en el aspecto legal. sus agresores, pero el hombre, asustado por haber roto
—Exacto. Se refiere usted a mi intento de recuperar el escaparate y viendo una persona de uniforme que
los papeles de Irene Adler, al curioso caso de la señorita corría hacia él, dejó caer el ganso, puso pies en polvo-
Mary Sutherland, y a la aventura del hombre del labio rosa y se desvaneció en el laberinto de callejuelas que
retorcido. Pues bien, no me cabe duda de que este hay detrás de Tottenham Court Road. También los
asuntillo pertenece a la misma categoría inocente. ¿Co- matones huyeron al ver aparecer a Peterson, que quedó
noce usted a Peterson, el recadero? dueño del campo de batalla y también del botín de gue-
—Sí. rra, formado por este destartalado sombrero y un
—Este trofeo le pertenece. impecable ejemplar de ganso de Navidad.
—¿Es su sombrero? —¿Cómo es que no se los devolvió a su dueño?
—No, no, lo encontró. El propietario es desconocido. —Mi querido amigo, en eso consiste el problema.
Le ruego que no lo mire como un sombrerucho desas- Es cierto que en una tarjetita atada a la pata izquierda
trado, sino como un problema intelectual. Veamos, pri- del ave decía “Para la señora de Henry Baker”, y tam-
mero, cómo llegó aquí. Llegó la mañana de Navidad, bién es cierto que en el forro de este sombrero pueden
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18 PRÁCTICAS DEL LENGUAJE . CUENTOS POLICIALES PRÁCTICAS DEL LENGUAJE . CUENTOS POLICIALES 19

leerse las iniciales “H. B.”; pero como en esta ciudad pero, tal como Holmes había dicho, tenía garabateadas
nuestra existen varios miles de Bakers y varios cientos en un costado las iniciales “H. B.”. El ala tenía presillas
de Henry Bakers, no resulta nada fácil devolverle a para sujetar una goma elástica, pero faltaba ésta. Por lo
uno de ellos sus propiedades perdidas. demás, estaba agrietado, lleno de polvo y cubierto de
—¿Y qué hizo entonces Peterson? manchas, aunque parecía que habían intentado disimu-
—La misma mañana de Navidad me trajo el som- lar las partes descoloridas pintándolas con tinta.
brero y el ganso, sabiendo que a mí me interesan hasta —No veo nada —dije, devolviéndoselo a mi amigo.
los problemas más insignificantes. Hemos guardado el —Al contrario, Watson, lo tiene todo a la vista. Pero
ganso hasta esta mañana, cuando empezó a dar señales no es capaz de razonar a partir de lo que ve. Es usted
de que, a pesar de la helada, más valía comérselo sin demasiado tímido a la hora de hacer deducciones.
retrasos innecesarios. Así pues, el hombre que lo encon- —Entonces, por favor, dígame qué deduce usted de
tró se lo ha llevado para que cumpla el destino final de este sombrero.
todo ganso, y yo sigo en poder del sombrero del desco- Lo cogió de mis manos y lo examinó con aquel aire
nocido caballero que se quedó sin su cena de Navidad. introspectivo tan característico.
—¿No puso ningún anuncio? —Quizá podría haber resultado más sugerente —di-
—No. jo—, pero aun así hay unas cuantas deducciones muy
—¿Y qué pistas tiene usted de su identidad? claras, y otras que presentan, por lo menos, un fuerte
—Sólo lo que podemos deducir. saldo de probabilidad. Por supuesto, salta a la vista que
—¿De su sombrero? el propietario es un hombre de elevada inteligencia, y
—Exactamente. también que hace menos de tres años era bastante rico,
—Está usted de broma. ¿Qué se podría sacar de esa aunque en la actualidad atraviesa malos momentos.
ruina de fieltro? Era un hombre previsor, pero ahora no lo es tanto, lo
—Aquí tiene mi lupa. Ya conoce usted mis métodos. cual parece indicar una regresión moral que, unida a su
¿Qué puede deducir usted referente a la personalidad declive económico, podría significar que sobre él actúa
del hombre que llevaba esta prenda? alguna influencia maligna, probablemente la bebida.
Tomé el pingajo en mis manos y le di un par de Esto podría explicar también el hecho evidente de que
vueltas de mala gana. Era un vulgar sombrero negro su mujer ha dejado de amarle.
de copa redonda, duro y muy gastado. El forro había —¡Pero... Holmes, por favor!
sido de seda roja, pero ahora estaba casi completamen- —Sin embargo, aún conserva un cierto grado de
te descolorido. No llevaba el nombre del fabricante, amor propio —continuó, sin hacer caso de mis protes-
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tas—. Es un hombre que lleva una vida sedentaria, sale —Aquí está la precisión —dijo, señalando con el dedo
poco, se encuentra en muy mala forma física, de edad la presilla para enganchar la goma sujetasombreros—.
madura, y con el pelo gris, que se ha cortado hace Ningún sombrero se vende con esto. El que nuestro
pocos días y en el que se aplica fijador. Éstos son los hombre lo hiciera poner es señal de un cierto nivel de
datos más visibles que se deducen de este sombrero. previsión, ya que se tomó la molestia de adoptar esta
Además, dicho sea de paso, es sumamente improbable precaución contra el viento. Pero como vemos que desde
que tenga instalación de gas en su casa. entonces se le ha roto la goma y no se ha molestado en
—Se burla usted de mí, Holmes. cambiarla, resulta evidente que ya no es tan previsor
—Ni mucho menos. ¿Es posible que aún ahora, como antes, lo que demuestra claramente que su carác-
cuando le acabo de dar los resultados, sea usted inca- ter se debilita. Por otra parte, ha procurado disimular
paz de ver cómo los he obtenido? algunas de las manchas pintándolas con tinta, señal de
—No cabe duda de que soy un estúpido, pero tengo que no ha perdido por completo su amor propio.
que confesar que soy incapaz de seguirle. Por ejemplo: —Desde luego, es un razonamiento plausible.
¿de dónde saca que el hombre es inteligente? —Los otros detalles, lo de la edad madura, el cabe-
A modo de respuesta, Holmes se encasquetó el llo gris, el reciente corte de pelo y el fijador, se advier-
sombrero en la cabeza. Le cubría por completo la fren- ten examinando con atención la parte inferior del forro.
te y quedó apoyado en el puente de la nariz. La lupa revela una gran cantidad de puntas de cabello,
—Cuestión de capacidad cúbica —dijo—. Un hombre limpiamente cortadas por la tijera del peluquero. Todos
con un cerebro tan grande tiene que tener algo dentro. están pegajosos, y se nota un inconfundible olor a fija-
—¿Y su declive económico? dor. Este polvo, fíjese usted, no es el polvo gris y terro-
—Este sombrero tiene tres años. Fue por entonces so de la calle, sino la pelusilla parda de las casas, lo cual
cuando salieron estas alas planas y curvadas por los bor- demuestra que ha permanecido colgado dentro de casa
des. Es un sombrero de la mejor calidad. Fíjese en la la mayor parte del tiempo; y las manchas de sudor del
cinta de seda con remates y en la excelente calidad del interior son una prueba palpable de que el propietario
forro. Si este hombre podía permitirse comprar un som- transpira abundantemente y, por lo tanto, difícilmente
brero tan caro hace tres años, y desde entonces no ha puede encontrarse en buena forma física.
comprado otro, es indudable que ha venido a menos. —Pero lo de su mujer... dice usted que ha dejado de
—Bueno, sí, desde luego eso está claro. ¿Y eso de amarla.
que era previsor, y lo de la regresión moral? —Este sombrero no se ha cepillado en semanas.
Sherlock Holmes se echó a reír. Cuando lo vea a usted, querido Watson, con polvo de
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una semana acumulado en el sombrero, y su esposa le rodó sobre el sofá para ver mejor la cara excitada del
deje salir en semejante estado, también sospecharé que hombre.
ha tenido la desgracia de perder el cariño de su mujer. —¡Mire, señor! ¡Vea lo que ha encontrado mi mujer
—Pero podría tratarse de un soltero. en el buche! —extendió la mano y mostró en el centro
—No, llevaba a casa el ganso como ofrenda de paz de la palma una piedra azul de brillo deslumbrador,
a su mujer. Recuerde la tarjeta atada a la pata del ave. bastante más pequeña que una alubia, pero tan pura y
—Tiene usted respuesta para todo. Pero ¿cómo radiante que centelleaba como una luz eléctrica en el
demonios ha deducido que no hay instalación de gas hueco oscuro de la mano.
en su casa? Sherlock Holmes se incorporó lanzando un silbido.
—Una mancha de sebo, e incluso dos, pueden caer —¡Por Júpiter, Peterson! —exclamó—. ¡A eso le llamo
por casualidad; pero cuando veo nada menos que yo encontrar un tesoro! Supongo que sabe lo que tiene
cinco, creo que existen pocas dudas de que este indivi- en la mano.
duo entra en frecuente contacto con sebo ardiendo; —¡Un diamante, señor! ¡Una piedra preciosa!
probablemente, sube las escaleras cada noche con el ¡Corta el cristal como si fuera masilla!
sombrero en una mano y un candil goteante en la otra. —Es más que una piedra preciosa. Es la piedra pre-
En cualquier caso, un aplique de gas no produce man- ciosa.
chas de sebo. ¿Está usted satisfecho? —¿No se referirá al carbunclo azul de la condesa de
—Bueno, es muy ingenioso —dije, echándome a Morcar? —exclamé yo.
reír—. Pero, puesto que no se ha cometido ningún deli- —Precisamente. No podría dejar de reconocer su
to, como antes decíamos, y no se ha producido ningún tamaño y forma, después de haber estado leyendo el
daño, a excepción del extravío de un ganso, todo esto anuncio en el Times tantos días seguidos. Es una piedra
me parece un despilfarro de energía. absolutamente única, y sobre su valor sólo se pueden
Sherlock Holmes había abierto la boca para res- hacer conjeturas, pero la recompensa que se ofrece, mil
ponder cuando la puerta se abrió de par en par y Peter- libras esterlinas, no llega ni a la vigésima parte de su
son el recadero entró en la habitación con el rostro precio en el mercado.
enrojecido y una expresión de asombro sin límites. —¡Mil libras! ¡Santo Dios misericordioso! —el reca-
—¡El ganso, señor Holmes! ¡El ganso, señor! —decía dero se desplomó sobre una silla, mirándonos alterna-
jadeante. tivamente a uno y a otro.
—¿Eh? ¿Qué pasa con él? ¿Ha vuelto a la vida y —Ésa es la recompensa, y tengo razones para creer
ha salido volando por la ventana de la cocina? —Holmes que existen consideraciones sentimentales en la historia
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de esa piedra que harían que la condesa se desprendie- que profirió Ryder al descubrir el robo, y haber corri-
ra de la mitad de su fortuna con tal de recuperarla. do a la habitación, donde se encontró con la situación
—Si no recuerdo mal, desapareció en el hotel Cos- ya descrita por el anterior testigo. El inspector Brads-
mopolitan —comenté. treet, de la División B, confirmó la detención de Hor-
—Exactamente, el 22 de diciembre, hace cinco días. ner, que se resistió violentamente y declaró su inocencia
John Horner, fontanero, fue acusado de haberla sus- en los términos más enérgicos. Al existir constancia de
traído del joyero de la señora. Las pruebas en su con- que el detenido había sufrido una condena anterior
tra eran tan sólidas que el caso ha pasado ya a los tri- por robo, el magistrado se negó a tratar sumariamente
bunales. Creo que tengo por aquí un informe el caso, remitiéndolo a un tribunal superior. Horner,
—rebuscó entre los periódicos, consultando las fechas, que dio muestras de intensa emoción durante las dili-
hasta que seleccionó uno, lo dobló y leyó el siguiente gencias, se desmayó al oír la decisión y tuvo que ser
párrafo: “Robo de joyas en el hotel Cosmopolitan. sacado de la sala”.
John Horner, de 26 años, fontanero, ha sido detenido —¡Hum! Hasta aquí, el informe de la policía —dijo
bajo la acusación de haber sustraído, el 22 del corrien- Holmes, pensativo—. Ahora, la cuestión es dilucidar la
te, del joyero de la condesa de Morcar, la valiosa pie- cadena de acontecimientos que van desde un joyero
dra conocida como ‘el carbunclo azul’. James Ryder, desvalijado, en un extremo, hasta el buche de un ganso
jefe de servicio del hotel, declaró que el día del robo en Tottenham Court Road, en el otro. Como ve, Wat-
había conducido a Horner al gabinete de la condesa de son, nuestras pequeñas deducciones han adquirido de
Morcar, para que soldara el segundo barrote de la reji- pronto un aspecto mucho más importante y menos ino-
lla de la chimenea, que estaba suelto. Permaneció un cente. Aquí está la piedra; la piedra vino del ganso y el
rato junto a Horner, pero al cabo de algún tiempo tuvo ganso vino del señor Henry Baker, el caballero del
que ausentarse. Al regresar comprobó que Horner sombrero raído y todas las demás características con las
había desaparecido, que el escritorio había sido forza- que lo he estado aburriendo. Así que tendremos que
do y que el cofrecillo de tafilete en el que, según se ponernos muy en serio a la tarea de localizar a este
supo luego, la condesa acostumbraba a guardar la caballero y determinar el papel que ha desempeñado
joya, estaba tirado, vacío, sobre el tocador. Ryder dio en este pequeño misterio. Y para eso, empezaremos por
la alarma al instante, y Horner fue detenido esa misma el método más sencillo, que sin duda consiste en poner
noche, pero no se pudo encontrar la piedra en su un anuncio en todos los periódicos de la tarde. Si esto
poder ni en su domicilio. Catherine Cusack, doncella falla, recurriremos a otros métodos.
de la condesa, declaró haber oído el grito de angustia —¿Qué va usted a decir?
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—Deme un lápiz y esa hoja de papel. Vamos a ver: Son el cebo favorito del diablo. En las piedras más
“Encontrados un ganso y un sombrero negro de fieltro grandes y más antiguas, se puede decir que cada faceta
en la esquina de Goodge Street. El señor Henry Baker equivale a un crimen sangriento. Esta piedra aún no
puede recuperarlos presentándose esta tarde a las 6.30 tiene ni veinte años de edad. La encontraron a orillas
en el 221 B de Baker Street”. Claro y conciso. del río Amoy, en el sur de China, y presenta la parti-
—Mucho. Pero ¿lo verá él? cularidad de poseer todas las características del car-
—Bueno, desde luego mirará los periódicos, porque bunclo, salvo que es de color azul en lugar de rojo rubí.
para un hombre pobre se trata de una pérdida impor- A pesar de su juventud, ya cuenta con un siniestro his-
tante. No cabe duda de que se asustó tanto al romper torial. Ha habido dos asesinatos, un atentado con
el escaparate y ver acercarse a Peterson que no pensó vitriolo, un suicidio y varios robos, todo por culpa de
más que en huir; pero luego debe de haberse arrepen- estos doce quilates de carbón cristalizado. ¿Quién pen-
tido del impulso que le hizo soltar el ave. Pero además, saría que tan hermoso juguete es un proveedor de
al incluir su nombre nos aseguramos de que lo vea, carne para el patíbulo y la cárcel? Lo guardaré en mi
porque todos los que lo conozcan se lo harán notar. caja fuerte y le escribiré unas líneas a la condesa, avi-
Aquí tiene, Peterson, corra a la agencia y que inserten sándole que lo tenemos.
este anuncio en los periódicos de la tarde. —¿Cree usted que ese Horner es inocente?
—¿En cuáles, señor? —No lo puedo saber.
—Oh, pues en el Globe, el Star, el Pall Mall, la —Entonces, ¿cree usted que este otro, Henry Baker,
St.James Gazette, el Evening News, el Standard, el Echo y tiene algo que ver con el asunto?
cualquier otro que se le ocurra. —Me parece mucho más probable que Henry Baker
—Muy bien, señor. ¿Y la piedra? sea un hombre completamente inocente, que no tuviera
—Ah, sí, yo guardaré la piedra. Gracias. Y oiga, ni idea de que el ave que llevaba valía mucho más que
Peterson, en el camino de vuelta compre un ganso y si estuviera hecha de oro macizo. No obstante, eso lo
tráigalo aquí, porque tenemos que darle uno a este comprobaremos mediante una sencilla prueba si recibi-
caballero a cambio del que se está comiendo su familia. mos respuesta a nuestro anuncio.
Cuando el recadero se hubo marchado, Holmes —¿Y hasta entonces no puede hacer nada?
levantó la piedra y la miró al trasluz. —Nada.
—¡Qué maravilla! —dijo—. Fíjese cómo brilla y cen- —En tal caso, continuaré mi ronda profesional, pero
tellea. Por supuesto, esto es como un imán para el cri- volveré esta tarde a la hora indicada, porque me gusta-
men, lo mismo que todas las buenas piedras preciosas. ría presenciar la solución a un asunto tan embrollado.
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—Encantado de verlo. Cenaré a las siete. Creo que giendo cuidadosamente sus palabras, y en general daba
hay becada. Por cierto que, en vista de los recientes la impresión de un hombre culto e instruido, maltrata-
acontecimientos, quizás deba decirle a la señora Hud- do por la fortuna.
son que examine cuidadosamente el buche. —Hemos guardado estas cosas durante varios días
Me entretuve con un paciente, y era ya más tarde —dijo Holmes— porque esperábamos ver un anuncio
de las seis y media cuando pude volver a Baker Street. suyo, dando su dirección. No entiendo cómo no puso
Al acercarme a la casa vi a un hombre alto con boina usted el anuncio.
escocesa y chaqueta abotonada hasta la barbilla, que Nuestro visitante emitió una risa avergonzada.
aguardaba en el brillante semicírculo de luz de la entra- —No ando tan abundante de chelines como en
da. Justo cuando yo llegaba, la puerta se abrió y nos otros tiempos —dijo—. Estaba convencido de que la pan-
hicieron entrar juntos a los aposentos de Holmes. dilla de maleantes que me asaltó se había llevado mi
—El señor Henry Baker, supongo —dijo Holmes, sombrero y el ganso. No tenía intención de gastar más
levantándose de su butaca y saludando al visitante con dinero en un vano intento de recuperarlos.
aquel aire de jovialidad espontánea que tan fácil le —Es muy natural. A propósito del ave... nos vimos
resultaba adoptar—. Por favor, siéntese aquí junto al obligados a comérnosla.
fuego, señor Baker. Hace frío esta noche, y veo que su —¡Se la comieron! —nuestro visitante estaba tan
circulación se adapta mejor al verano que al invierno. excitado que casi se levantó de la silla.
Ah, Watson, llega usted muy a punto. ¿Es éste su som- —Sí; de no hacerlo no le habría aprovechado a
brero, señor Baker? nadie. Pero supongo que este otro ganso que hay so-
—Sí, señor, es mi sombrero, sin duda alguna. bre el aparador, que pesa aproximadamente lo mismo
Era un hombre corpulento, de hombros cargados, y está perfectamente fresco, servirá igual de bien para
cabeza voluminosa y un rostro amplio e inteligente, sus propósitos.
rematado por una barba puntiaguda, de color castaño —¡Oh, desde luego, desde luego! —respondió el
canoso. Un toque de color en la nariz y las mejillas, señor Baker con un suspiro de alivio.
junto con un ligero temblor en su mano extendida, me —Por supuesto, aún tenemos las plumas, las patas,
recordaron la suposición de Holmes acerca de sus hábi- el buche y demás restos de su ganso, así que si usted
tos. Su levita, negra y raída, estaba abotonada hasta quiere...
arriba, con el cuello alzado, y sus flacas muñecas salían El hombre se echó a reír de buena gana.
de las mangas sin que se advirtieran indicios de puños —Podrían servirme como recuerdo de la aventura
ni de camisa. Hablaba en voz baja y entrecortada, eli- —dijo—, pero aparte de eso, no veo de qué utilidad me
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iban a resultar los disjecta membra de mi difunto amigo. —Con mucho gusto.
No, señor, creo que, con su permiso, limitaré mis aten- Hacía una noche muy cruda, de manera que nos
ciones a la excelente ave que veo sobre el aparador. pusimos nuestros gabanes y nos envolvimos el cuello
Sherlock Holmes me lanzó una intensa mirada de con bufandas. En el exterior, las estrellas brillaban con
reojo, acompañada de un encogimiento de hombros. luz fría en un cielo sin nubes, y el aliento de los tran-
—Pues aquí tiene usted su sombrero, y aquí su ave seúntes despedía tanto humo como un pistoletazo.
—dijo. Por cierto, ¿le importaría decirme dónde adqui- Nuestras pisadas resonaban fuertes y secas mientras
rió el otro ganso? Soy bastante aficionado a las aves de cruzábamos el barrio de los médicos, Wimpole Street,
corral y pocas veces he visto una mejor criada. Harley Street y Wigmore Street, hasta desembocar en
—Desde luego, señor —dijo Baker, que se había Oxford Street. Al cabo de un cuarto de hora nos encon-
levantado, con su recién adquirida propiedad bajo el trábamos en Bloomsbury, frente al mesón Alpha, que
brazo—. Algunos de nosotros frecuentamos el mesón es un pequeño establecimiento público situado en la
Alpha, cerca del museo... Durante el día, sabe usted, esquina de una de las calles que se dirigen a Holborn.
nos encontramos en el museo mismo. Este año, el Holmes abrió la puerta del bar y pidió dos vasos de
patrón, que se llama Windigate, estableció un Club del cerveza al dueño, un hombre de cara colorada y delan-
Ganso, en el que, pagando unos pocos peniques cada tal blanco.
semana, recibiríamos un ganso por Navidad. Pagué —Su cerveza debe de ser excelente, si es tan buena
religiosamente mis peniques, y el resto ya lo conoce como sus gansos —dijo.
usted. Le estoy muy agradecido, señor, pues una boina —¡Mis gansos! —el hombre parecía sorprendido.
escocesa no resulta adecuada ni para mis años ni para —Sí. Hace tan sólo media hora, he estado hablando
mi carácter discreto. con el señor Henry Baker, que es miembro de su Club
Con cómica pomposidad, nos dedicó una solemne del Ganso.
reverencia y se marchó por su camino. —¡Ah, ya comprendo! Pero, verá usted, señor, los
—Con esto queda liquidado el señor Henry Baker gansos no son míos.
—dijo Holmes, después de cerrar la puerta tras él—. Es —¿Ah, no? ¿De quién son, entonces?
indudable que no sabe nada del asunto. ¿Tiene usted —Bueno, le compré las dos docenas a un vendedor
hambre, Watson? de Covent Garden.
—No demasiada. —¿De verdad? Conozco a algunos de ellos. ¿Cuál
—Entonces, le propongo que aplacemos la cena y fue?
sigamos esta pista mientras aún esté fresca. —Se llama Breckinridge.
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32 PRÁCTICAS DEL LENGUAJE . CUENTOS POLICIALES PRÁCTICAS DEL LENGUAJE . CUENTOS POLICIALES 33

—¡Ah! No lo conozco. Bueno, a su salud, patrón, y —Oiga, que vengo recomendado.


por la prosperidad de su casa. Buenas noches. —¿Por quién?
—Y ahora, vamos por el señor Breckinridge —conti- —Por el dueño del Alpha.
nuó, abotonándose el gabán mientras salíamos al aire —Ah, sí. Le envié un par de docenas.
helado de la calle—. Recuerde, Watson, que aunque ten- —Y de muy buena calidad. ¿De dónde los sacó
gamos en un extremo de la cadena una cosa tan vulgar usted?
como un ganso, en el otro tenemos un hombre que se Ante mi sorpresa, la pregunta provocó un estallido
va a pasar siete años de trabajos forzados, a menos que de cólera en el vendedor.
podamos demostrar su inocencia. Es posible que nues- —Oiga usted, señor —dijo con la cabeza erguida y
tra investigación confirme su culpabilidad; pero, en los brazos en jarras—. ¿Adónde quiere llegar? Me gus-
cualquier caso, tenemos una línea de investigación que tan las cosas claritas.
la policía no ha encontrado y que una increíble casuali- —He sido bastante claro. Me gustaría saber quién le
dad ha puesto en nuestras manos. Sigámosla hasta su vendió los gansos que suministró al Alpha.
último extremo. ¡Rumbo al sur, pues, y a paso ligero! —Y yo no quiero decírselo. ¿Qué pasa?
Atravesamos Holborn, bajando por Endell Street, y —Oh, la cosa no tiene importancia. Pero no sé por
zigzagueamos por una serie de callejuelas hasta llegar al qué se pone usted así por una nimiedad.
mercado de Covent Garden. Uno de los puestos más —¡Me pongo como quiero! ¡Y usted también se
grandes tenía encima el rótulo de Breckinridge, y el pondría así si le fastidiasen tanto como a mí! Cuando
dueño, un hombre con aspecto de caballo, de cara astu- pago buen dinero por un buen artículo, ahí debe ter-
ta y patillas recortadas, estaba ayudando a un mucha- minar la cosa. ¿A qué viene tanto “¿Dónde están los
cho a echar el cierre. gansos?” y “¿A quién le ha vendido los gansos?” y
—Buenas noches, y fresquitas —dijo Holmes. “¿Cuánto quiere usted por los gansos?” Cualquiera
El vendedor asintió y dirigió una mirada inquisiti- diría que no hay otros gansos en el mundo, a juzgar
va a mi compañero. por el alboroto que se arma con ellos.
—Por lo que veo, se le han terminado los gansos —Le aseguro que no tengo relación alguna con los
—continuó Holmes, señalando los estantes de mármol que lo han estado interrogando —dijo Holmes con tono
vacíos. indiferente—. Si no nos lo quiere decir, la apuesta se
—Mañana por la mañana podré venderle quinientos. queda en nada. Pero me considero un entendido en
—Eso no me sirve. aves de corral y he apostado cinco libras a que el ave
—Bueno, quedan algunos que han cogido olor a gas. que me comí es de campo.
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—Pues ha perdido usted sus cinco libras, porque fue —Exacto. Ahora, busque esa página en el libro
criada en Londres —atajó el vendedor. mayor. Holmes buscó la página indicada.
—De eso, nada. —Aquí está: señora Oakshott, 117 Brixton Road,
—Le digo yo que sí. proveedores de huevos y pollería.
—No le creo. —Muy bien. ¿Cuál es la última entrada?
—¿Se cree que sabe de aves más que yo, que vengo —Veintidós de diciembre. Veinticuatro gansos a siete
manejándolas desde que era un mocoso? Le digo que chelines y seis peniques.
todos los gansos que le vendí al Alpha eran de Londres. —Exacto. Ahí lo tiene. ¿Qué pone debajo?
—No conseguirá convencerme. —Vendidos al señor Windigate, del Alpha, a doce
—¿Quiere apostar algo? chelines.
—Es como robarle el dinero, porque me consta que —¿Qué me dice usted ahora?
tengo razón. Pero le apuesto un soberano, sólo para Sherlock Holmes parecía profundamente disgus-
que aprenda a no ser tan terco. tado. Sacó un soberano del bolsillo y lo arrojó sobre
El vendedor se rió por lo bajo y dijo: el mostrador, retirándose con el aire de quien está tan
—Tráeme los libros, Bill. fastidiado que incluso le faltan las palabras. A los
El muchacho trajo un librito muy fino y otro muy pocos metros se detuvo bajo un farol y se echó a reír
grande con tapas grasientas, y los colocó juntos bajo la de aquel modo alegre y silencioso tan característico
lámpara. en él.
—Y ahora, señor Sabelotodo —dijo el vendedor—, —Cuando vea usted un hombre con patillas recor-
creía que no me quedaban gansos, pero ya verá cómo tadas de ese modo y el “Pink’Up” asomándole del bol-
aún me queda uno en la tienda. ¿Ve usted este librito? sillo, puede estar seguro de que siempre se le podrá
—Sí, ¿y qué? sonsacar mediante una apuesta —dijo—. Me atrevería a
—Es la lista de mis proveedores. ¿Ve usted? Pues decir que si le hubiera puesto delante cien libras, el tipo
bien, en esta página están los del campo, y detrás de no me habría dado una información tan completa
cada nombre hay un número que indica la página de su como la que le saqué haciéndole creer que me ganaba
cuenta en el libro mayor. ¡Veamos ahora! ¿Ve esta otra una apuesta. Bien, Watson, me parece que nos vamos
página en tinta roja? Pues es la lista de mis proveedores acercando al foral de nuestra investigación, y lo único
de la ciudad. Ahora, fíjese en el tercer nombre. Léamelo. que queda por determinar es si debemos visitar a esta
—Señora Oakshott, 117 Brixton Road... 249 —leyó señora Oakshott esta misma noche o si lo dejamos para
Holmes. mañana. Por lo que dijo ese tipo tan malhumorado,
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está claro que hay otras personas interesadas en el individuo se volvió bruscamente y pude ver a la luz
asunto, aparte de nosotros, y yo creo... de gas que de su cara había desaparecido todo rastro
Sus comentarios se vieron interrumpidos de pronto de color.
por un fuerte vocerío procedente del puesto que acabá- —¿Quién es usted? ¿Qué quiere? —preguntó con
bamos de abandonar. Al darnos la vuelta, vimos a un voz temblorosa.
sujeto pequeño y con cara de rata, de pie en el centro —Perdone usted —dijo Holmes en tono suave—, pero
del círculo de luz proyectado por la lámpara colgante, no he podido evitar oír lo que le preguntaba hace un
mientras Breckinridge, el tendero, enmarcado en la momento al tendero, y creo que yo podría ayudarle.
puerta de su establecimiento, agitaba ferozmente sus —¿Usted? ¿Quién es usted? ¿Cómo puede saber
puños en dirección a la figura encogida del otro. nada de este asunto?
—¡Ya estoy harto de ustedes y sus gansos! —grita- —Me llamo Sherlock Holmes, y mi trabajo consiste
ba—. ¡Váyanse todos al diablo! Si vuelven a fastidiarme en saber lo que otros no saben.
con sus tonterías, les soltaré el perro. Que venga aquí —Pero usted no puede saber nada de esto.
la señora Oakshott y le contestaré, pero ¿a usted qué le —Perdone, pero lo sé todo. Anda usted buscando
importa? ¿Acaso le compré a usted los gansos? unos gansos que la señora Oakshott, de Brixton Road,
—No, pero uno de ellos era mío —gimió el hom- vendió a un tendero llamado Breckinridge, y que éste a
brecillo. su vez vendió al señor Windigate, del Alpha, y éste a su
—Pues pídaselo a la señora Oakshott. club, uno de cuyos miembros es el señor Henry Baker.
—Ella me dijo que se lo pidiera a usted. —Ah, señor, es usted el hombre que yo necesito —ex-
—Pues, por mí, se lo puede ir a pedir al rey de Pru- clamó el hombrecillo, con las manos extendidas y los
sia. Yo ya no aguanto más. ¡Largo de aquí! dedos temblorosos—. Me sería difícil explicarle el inte-
Dio unos pasos hacia delante con gesto feroz y el rés que tengo en este asunto.
preguntón se esfumó entre las tinieblas. Sherlock Holmes hizo señas a un coche que pasaba.
—Ajá, esto puede ahorrarnos una visita a Brixton —En tal caso, lo mejor sería hablar de ello en una
Road —susurró Holmes—. Venga conmigo y veremos habitación confortable, y no en este mercado azotado
qué podemos sacarle a ese tipo. por el viento —dijo—. Pero antes de seguir adelante,
Avanzando a largas zancadas entre los reducidos dígame por favor a quién tengo el placer de ayudar.
grupillos de gente que aún rondaban en torno de los El hombre vaciló un instante.
puestos iluminados, mi compañero no tardó en alcanzar —Me llamo John Robinson —respondió, con una
al hombrecillo y le tocó con la mano en el hombro. El mirada de soslayo.
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—No, no, el nombre verdadero —dijo Holmes en Ryder se estremeció de emoción.


tono amable—. Siempre resulta incómodo tratar de —¡Oh, señor! —exclamó—. ¿Puede usted decirme
negocios con un alias. dónde fue a parar?
Un súbito rubor cubrió las blancas mejillas del des- —Aquí.
conocido. —¿Aquí?
—Está bien, mi verdadero nombre es James Ryder. —Sí, y resultó ser un ave de lo más notable. No me
—Eso es. Jefe de servicio del hotel Cosmopolitan. extraña que le interese tanto. Como que puso un huevo
Por favor, suba al coche y pronto podré informarle de después de muerta... el huevo azul más pequeño, pre-
todo lo que desea saber. cioso y brillante que jamás se ha visto. Lo tengo aquí
El hombrecillo se nos quedó mirando con ojos en mi museo.
medio asustados y medio esperanzados, como quien no Nuestro visitante se puso en pie, tambaleándose, y
está seguro de si le aguarda un golpe de suerte o una se agarró con la mano derecha a la repisa de la chi-
catástrofe. Subió por fin al coche, y al cabo de media menea. Holmes abrió su caja fuerte y mostró el car-
hora nos encontrábamos de vuelta en la sala de estar de bunclo azul, que brillaba como una estrella, con un
Baker Street. No se había pronunciado una sola pala- resplandor frío que irradiaba en todas direcciones.
bra durante todo el trayecto, pero la respiración agitada Ryder se lo quedó mirando con las facciones contraí-
de nuestro nuevo acompañante y su continuo abrir y das, sin decidirse entre reclamarlo o negar todo cono-
cerrar de manos hablaban bien a las claras de la tensión cimiento del mismo.
nerviosa que lo dominaba. —Se acabó el juego, Ryder —dijo Holmes muy tran-
—¡Henos aquí! —dijo Holmes alegremente cuando quilo—. Sosténgase, hombre, que se va a caer al fuego.
penetramos en la habitación—. Un buen fuego es lo Ayúdelo a sentarse, Watson. Le falta sangre fría para
más adecuado para este tiempo. Parece que tiene usted meterse en robos impunemente. Dele un trago de bran-
frío, señor Ryder. Por favor, siéntese en el sillón de dy. Así. Ahora parece un poco más humano. ¡Menudo
mimbre. Permita que me ponga las zapatillas antes de mequetrefe, ya lo creo!
zanjar este asuntillo suyo. ¡Ya está! ¿Así que quiere Durante un momento había estado a punto de des-
usted saber lo que fue de aquellos gansos? plomarse, pero el brandy hizo subir un toque de color
—Sí, señor. a sus mejillas, y permaneció sentado, mirando con ojos
—O más bien, deberíamos decir de aquel ganso. Me asustados a su acusador.
parece que lo que le interesaba era un ave concreta... —Tengo ya en mis manos casi todos los eslabones
blanca, con una franja negra en la cola. y las pruebas que podría necesitar, así que es poco lo
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que puede usted decirme. No obstante, hay que acla- ahora, pero bien poco pensó usted en ese pobre Hor-
rar ese poco para que el caso quede completo. ¿Había ner, preso por un delito del que no sabe nada.
usted oído hablar de esta piedra de la condesa de —Huiré, señor Holmes. Saldré del país. Así tendrán
Morcar, Ryder? que retirar los cargos contra él.
—Fue Catherine Cusack quien me habló de ella —di- —¡Hum! Ya hablaremos de eso. Y ahora, oigamos la
jo el hombre con voz cascada. auténtica versión del siguiente acto. ¿Cómo llegó la pie-
—Ya veo. La doncella de la señora. Bien, la tenta- dra al buche del ganso, y cómo llegó el ganso al mer-
ción de hacerse rico de golpe y con facilidad fue dema- cado público? Díganos la verdad, porque en ello reside
siado fuerte para usted, como lo ha sido antes para su única esperanza de salvación.
hombres mejores que usted; pero no se ha mostrado Ryder se pasó la lengua por los labios resecos.
muy escrupuloso en los métodos empleados. Me pare- —Le diré lo que sucedió, señor —dijo—. Una vez
ce, Ryder, que tiene usted madera de bellaco miserable. detenido Horner, me pareció que lo mejor sería escon-
Sabía que ese pobre fontanero, Horner, había estado der la piedra cuanto antes, porque no sabía en qué
complicado hace tiempo en un asunto semejante, y que momento se le podía ocurrir a la policía registrarme a
eso le convertiría en el blanco de todas las sospechas. mí y mi habitación. En el hotel no había ningún escon-
¿Y qué hizo entonces? Usted y su cómplice Cusack dite seguro. Salí como si fuera a hacer un recado y me
hicieron un pequeño estropicio en el cuarto de la señora fui a casa de mi hermana, que está casada con un tipo
y se las arreglaron para que hiciesen llamar a Horner. llamado Oakshott y vive en Brixton Road, donde se
Y luego, después de que Horner se marchara, desvali- dedica a engordar gansos para el mercado. Durante
jaron el joyero, dieron la alarma e hicieron detener a todo el camino, cada hombre que veía se me antojaba
ese pobre hombre. A continuación... un policía o un detective, y aunque hacía una noche
De pronto, Ryder se dejó caer sobre la alfombra y bastante fría, antes de llegar a Brixton Road me cho-
se agarró a las rodillas de mi compañero. rreaba el sudor por toda la cara. Mi hermana me pre-
—¡Por amor de Dios, tenga compasión! —chillaba—. guntó qué me ocurría para estar tan pálido, pero le dije
¡Piense en mi padre! ¡En mi madre! Esto les rompería que estaba nervioso por el robo de joyas en el hotel.
el corazón. Jamás hice nada malo antes, y no lo volve- Luego me fui al patio trasero, me fumé una pipa y traté
ré a hacer. ¡Lo juro! ¡Lo juro sobre la Biblia! ¡No me de decidir qué era lo que más me convenía hacer.
lleve a los tribunales! ¡Por amor de Cristo, no lo haga! En otros tiempos tuve un amigo llamado Maudsley
—¡Vuelva a sentarse en la silla! —dijo Holmes ruda- que se fue por el mal camino y acaba de cumplir con-
mente—. Es muy bonito eso de llorar y arrastrarse dena en Pentonville. Un día nos encontramos y se puso
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a hablarme sobre las diversas clases de ladrones y sobre —Bueno —dije—, como dijiste que me ibas a regalar
cómo se deshacían de lo robado. Sabía que no me dela- uno por Navidad, estaba mirando cuál es el más gordo.
taría, porque yo conocía un par de asuntillos suyos, así —Oh, ya hemos apartado uno para ti —dijo ella—.
que decidí ir a Kilburn, que es donde vive, y confiarle Lo llamamos el ganso de Jem. Es aquel grande y blan-
mi situación. Él me indicaría cómo convertir la piedra co. En total hay veintiséis; o sea, uno para ti, otro para
en dinero. Pero ¿cómo llegar hasta él sin contratiem- nosotros y dos docenas para vender.
pos? Pensé en la angustia que había pasado viniendo —Gracias, Maggie —dije yo—. Pero, si te da lo mis-
del hotel, pensando que en cualquier momento me mo, prefiero ese otro que estaba examinando.
podían detener y registrar, y que encontrarían la piedra —El otro pesa por lo menos tres libras más —dijo
en el bolsillo de mi chaleco. En aquel momento estaba ella—, y lo hemos engordado expresamente para ti.
apoyado en la pared, mirando a los gansos que correte- —No importa. Prefiero el otro, y me lo voy a llevar
aban alrededor de mis pies, y de pronto se me ocurrió ahora —dije.
una idea para burlar al mejor detective que haya existi- —Bueno, como quieras —dijo ella, un poco mos-
do en el mundo. queada—. ¿Cuál es el que dices que quieres?
Unas semanas antes, mi hermana me había dicho —Aquel blanco con una raya en la cola, que está
que podía elegir uno de sus gansos como regalo de justo en medio.
Navidad, y yo sabía que siempre cumplía su palabra. —De acuerdo. Mátalo y te lo llevas.
Cogería ahora mismo mi ganso y en su interior llevaría Así lo hice, señor Holmes, y me llevé el ave hasta
la piedra hasta Kilburn. Había en el patio un pequeño Kilburn. Le conté a mi amigo lo que había hecho, por-
cobertizo, y me metí detrás de él con uno de los gan- que es de la clase de gente a la que se le puede contar
sos, un magnífico ejemplar, blanco y con una franja en una cosa así. Se rió hasta partirse el pecho, y luego
la cola. Lo sujeté, le abrí el pico y le metí la piedra por cogimos un cuchillo y abrimos el ganso. Se me encogió
el gaznate, tan abajo como pude llegar con los dedos. el corazón, porque allí no había ni rastro de la piedra,
El pájaro tragó, y sentí la piedra pasar por la garganta y comprendí que había cometido una terrible equivo-
y llegar al buche. Pero el animal forcejeaba y aleteaba, cación. Dejé el ganso, corrí a casa de mi hermana y fui
y mi hermana salió a ver qué ocurría. Cuando me volví derecho al patio. No había ni un ganso a la vista.
para hablarle, el bicho se me escapó y regresó dando —¿Dónde están todos, Maggie? —exclamé.
un pequeño vuelo entre sus compañeros. —Se los llevaron a la tienda.
—¿Qué estás haciendo con ese ganso, Jem? —pre- —¿A qué tienda?
guntó mi hermana. —A la de Breckinridge, en Covent Garden.
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—¿Había otro con una raya en la cola, igual que el declarará contra él, y el proceso no seguirá adelante.
que yo me llevé? —pregunté. Supongo que estoy indultando a un delincuente, pero
—Sí, Jem, había dos con raya en la cola. Jamás pude también es posible que esté salvando un alma. Este tipo
distinguirlos. no volverá a descarriarse. Está demasiado asustado.
Entonces, naturalmente, lo comprendí todo, y corrí Métalo en la cárcel y lo convertirá en carne de presidio
a toda la velocidad de mis piernas en busca de ese para el resto de su vida. Además, estamos en época de
Breckinridge; pero ya había vendido todo el lote y se perdonar. La casualidad ha puesto en nuestro camino
negó a decirme a quién. Ya lo han oído ustedes esta un problema de lo más curioso y extravagante, y su
noche. Pues todas las veces ha sido igual. Mi hermana solución es recompensa suficiente. Si tiene usted la
cree que me estoy volviendo loco. A veces, yo también amabilidad de tirar de la campanilla, doctor, iniciare-
lo creo. Y ahora... ahora soy un ladrón, estoy marcado, mos otra investigación, cuyo tema principal será tam-
y sin haber llegado a tocar la riqueza por la que vendí bién un ave de corral.
mi buena fama. ¡Que Dios se apiade de mí! ¡Que Dios
se apiade de mí!
Estalló en sollozos convulsivos, con la cara oculta
entre las manos. Se produjo un largo silencio, roto tan
sólo por su agitada respiración y por el rítmico tambo-
rileo de los dedos de Sherlock Holmes sobre el borde
de la mesa. Por fin, mi amigo se levantó y abrió la puer-
ta de par en par.
—¡Váyase! —dijo.
—¿Cómo, señor? ¡Oh! ¡Dios lo bendiga!
—Ni una palabra más. ¡Fuera de aquí!
Y no hicieron falta más palabras. Hubo una carre-
ra precipitada, un pataleo en la escalera, un portazo y
el seco repicar de pies que corrían en la calle.
—Al fin y al cabo, Watson —dijo Holmes, estirando
la mano en busca de su pipa de arcilla—, la policía no
me paga para que cubra sus deficiencias. Si Horner
corriera peligro, sería diferente, pero este individuo no
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Doble pista
AGATHA CHRISTIE
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—Por encima de todo que no haya publicidad —dijo


el señor Marcus Hardman por decimocuarta vez.
La palabra “publicidad” salió durante su conversa-
ción con la regularidad de un leitmotif. El señor Hard-
man era un hombre bajo, regordete, con manos exqui-
sitamente manicuradas y quejumbrosa voz de tenor. El
hombre gozaba de cierta celebridad, y la vida ociosa de
la sociedad opulenta constituía su profesión. Rico, aun-
que no desmedidamente, gastaba celosamente su dinero
en los placeres que proporcionan las reuniones sociales.
Tenía alma de coleccionista y su pasión eran los enca-
jes, abanicos, y joyas, cuanto más antiguos mejor. Para
el señor Marcus lo moderno carecía de valor.
Poirot y yo acudimos a su cita y lo hallamos deba-
tiéndose en una agonía de indecisión. Debido a las cir-
cunstancias, llamar a la policía le resultaba incómodo.
Por otra parte, no llamarla era aceptar la pérdida de
unas gemas de su colección. Poirot fue la solución.
—Mis rubíes, monsieur Poirot, y el collar de esme-
raldas, que pertenecieron a Catalina de Médicis. ¡Sobre
todo el collar de esmeraldas!
—¿Y si me explicase las circunstancias de su desa-
parición? —sugirió Poirot.
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—Intento hacerlo. Ayer por la tarde di un pequeño —La condesa Rossakoff es una rusa encantadora,
té íntimo a media docena de personas. Era el segundo perteneciente al antiguo régimen. Hace poco que vive
de la temporada, y si bien no debería decirlo, constitu- en este país. Se había despedido de mí y, por lo tanto,
yeron todo un éxito. Buena música. Nacoa, el pianista, me sorprendió encontrarla en esta habitación, aparen-
y Katherine Bird, contralto australiana. Bueno, a prime- temente mirando hechizada mi vitrina de abanicos.
ras horas de la tarde, enseñé a mis invitados la colección ¿Sabe una cosa, monsieur Poirot? Cuanto más pienso en
de joyas medievales, que guardo en una pequeña caja ello, más sospechosa me parece. ¿Usted qué dice a eso?
de caudales, dispuesta a modo de estuche forrado de —Sí, es muy sospechosa, pero hábleme de los otros.
terciopelo de color. Esto hace que las piedras luzcan —Parker vino a recoger una caja de miniaturas que
más. Después contemplamos los abanicos ordenados yo deseaba mostrarle a lady Runcorn.
en una vitrina. Y, a continuación, pasamos al estudio —¿Y lady Runcorn?
para oír música. Cuando todos se hubieron marchado, —Lady Runcorn es una señora de mediana edad
descubrí la caja vacía. Debí cerrarla mal y alguien apro- que invierte la mayor parte de su tiempo en asuntos de
vechó la oportunidad para llevarse su contenido. ¡Los caridad. Ella regresó a recoger su bolso que se había
rubíes, señor Poirot, el collar de esmeraldas... La colec- dejado en alguna parte.
ción de toda una vida! ¡Qué no daría por recuperarla! —Bien, monsieur. Así, pues, tenemos cuatro grandes
Sin embargo, ha de ser sin publicidad. ¿Entiende eso sospechosos. La condesa rusa, la gran dama inglesa, el
bien, monsieur Poirot? Son mis invitados, mis propios millonario sudafricano y Mr. Bernard Parker. ¿Quién es
amigos. ¡Sería un escándalo! Mr. Parker?
—¿Quién fue el último en salir de esta habitación La pregunta pareció aturdir a Mr. Hardman.
para ir al estudio? —Es... un joven... bueno, un joven que conozco.
—El señor Johnston. ¿Lo conoce? El millonario sud-
—Eso ya me lo imagino —replicó Poirot—. ¿A qué se
africano. Vive en Abbotbury, en Park Lane. Se rezagó
dedica?
unos minutos, lo recuerdo. Pero, ¡seguro que no es él!
—Verá... frecuenta los casinos... claro que no nave-
—¿Algunos de sus invitados regresó más tarde con
ga muy bien, ¿me comprende?
algún pretexto?
—¿Puedo preguntar cómo se hizo amigo suyo?
—Esperaba esa pregunta, monsieur Poirot. Sí, tres
—Pues... en una o dos ocasiones ha realizado peque-
de ellos: la condesa Vera Rossakoff, el señor Bernard
ños encargos míos.
Parker y lady Runcorn.
—Continúe, monsieur.
—Bien, cuente algo sobre ellos.
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Hardman lo miró lastimeramente. Desde luego, lo —Sí, la tía de lady Runcorn era cleptómana. Muy
último que deseaba era continuar. No obstante, el interesante. Bien, ¿me permite que examine la caja de
inexorable silencio de Poirot le hizo hablar. caudales?
—Verá, monsieur. Usted ya conoce mi interés por Poco después Poirot abría la caja para examinar su
las joyas antiguas. A veces surgen herencias familiares. interior. Los estantes forrados de terciopelo nos mira-
En fin, son joyas que nunca se venderían en el merca- ron con sus vacías cuencas.
do o a través de un profesional. Ahora bien, esas fami- —La puerta no cierra bien —murmuró Poirot, mo-
lias se avienen cuando saben que son para mí. Parker viéndola de un lado a otro—. ¿Por qué? ¡Caramba!
arregla los detalles, sirve de puente y evita situaciones ¿Qué tenemos aquí? ¡Un guante cogido del gozne! Un
embarazosas. Por ejemplo, la condesa Rossakoff ha traí- guante de hombre.
do algunas joyas de Rusia y quiere venderlas. Parker es Lo tendió al señor Hardman.
el encargado de tramitar los detalles de la operación. —No es mío.
—Comprendo —dijo Poirot pensativo—. ¿Y usted —¡Ajá! ¡Algo más! —Poirot extrajo un pequeño obje-
confía plenamente en él? to del fondo de la caja. Era una cigarrera plana, hecha
—No tengo motivo para otra cosa. en moaré negro.
—Mr. Hardman, de esas cuatro personas, ¿de cuál —¡Mi cigarrera! —gritó el señor Hardman.
sospecha usted? —¿Suya? No, señor. Estas no son sus iniciales.
—¡Monsieur Poirot, qué pregunta! Son mis amigos. —Tiene usted razón. Es muy parecida a la mía, pero
En realidad, no sospecho de ninguno en particular y a las iniciales son distintas. Una “P” y una “B”. ¡Cielos!
la vez sospecho de todos. ¡Es de Parker!
—No estoy de acuerdo. Usted piensa en uno de los —Un joven muy descuidado, especialmente si el
cuatro. No en la condesa Rossakoff ni en Mr. Parker.
guante es suyo también —dijo Poirot—. Una doble pista.
Luego, ha de ser lady Runcorn o Mr. Hohnston.
¿No le parece?
—Me acorrala, monsieur Poirot. Quiero que, sobre
—¡Bernard Parker! —murmuró Hardman—. ¡Qué
todo, se evite el escándalo. Lady Runcorn pertenece a
alivio! Bien, monsieur Poirot, espero que recupere las
una de las más antiguas familias de Inglaterra, pero,
joyas. Recurra a la policía si lo considera necesario.
desgraciadamente, una tía suya, lady Carolina, padecía
Claro, siempre que esté seguro de su culpabilidad.
de... de una grave afección de cleptomanía. Claro que
—¿Ve, amigo mío? —me dijo Poirot mientras salía-
todos sus amigos lo sabían y nadie la censuró jamás.
mos de la casa—. Hardman mide con una vara a los
Su doncella devolvía las cucharillas, o lo que fuera, lo
antes posible. ¿Me comprende? nobles y con otra a los plebeyos. Yo aún no he sido
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agraciado con un título. Por lo tanto, estoy en el —¡Yo no haría eso si fuese usted! —gritó Parker—.
bando de los últimos. Eso hace que me sienta inclina- ¡Recurrir a una gente tan antipática! Espere un poco.
do favorablemente hacia el joven Parker. Cuando Iré a ver al viejo Hardman.
Hardman sospecha de lady Runcorn, de la condesa y Seguí a Poirot, que se marchó sin hacerle caso.
de Johnston, resulta que hay pruebas en contra de —Le hemos dado algo en qué pensar —se rió—. Ma-
nuestro hombre. ñana sabremos lo ocurrido.
—¿Y usted por qué sospecha de los otros dos? Sin embargo, el destino se empeñó en recordar el
—Parbleu! Es muy fácil ser condesa rusa exiliada y asunto a Poirot aquella tarde. Sin previa advertencia,
millonario sudafricano. Cualquier mujer puede llamar- la puerta se abrió para dar paso a un torbellino de
se a sí misma condesa y nada prohíbe que un hombre forma de mujer que vino a romper nuestra intimidad.
adquiera una casa en Park Lane y se diga millonario La condesa Vera Rossakoff tenía una personalidad
sudafricano. ¿Quién va a contradecirlos? turbadora.
—Estamos en la calle Bury. Nuestro descuidado —¿Es usted monsieur Poirot? ¿Cómo se atreve a
joven vive aquí. Como se suele decir, golpeemos el hie- culpar a ese pobre muchacho? ¡Es una infamia! Ese
rro caliente. joven es un polluelo, un cordero. ¡Jamás robaría! No
Parker estaba en casa. Lo encontramos reclinado pienso permitir que sea martirizado.
sobre almohadones, con un llamativo batín púrpura y —Dígame, madame, ¿esta cigarrera es de él? —Poi-
naranja. Raras veces he sentido tan desagradable im- rot le enseñó la cigarrera de moaré negro.
presión como la experimentada al ver a este joven de La condesa empleó un momento en inspeccionarla.
rostro blanco, afeminado y de lenguaje pomposo. —Sí, es suya. La reconozco bien. ¿Y qué? ¿La encon-
—Buenos días, monsieur —dijo Poirot—. Vengo de tró en casa de Mr. Hardman? Debió de perderla allí.
casa del señor Hardman. Ayer durante la fiesta, alguien Ustedes, los policías, son peores que la guardia roja.
robó todas sus joyas. Dígame, ¿este guante es suyo? —¿Es suyo el guante?
—¿Dónde lo encontró? —¿Cómo voy a saberlo? Un guante se parece
—¿Es suyo, monsieur? mucho a otro. Eso no justifica que se le prive de liber-
—No, no lo es. tad. Tienen que aclarar su inocencia. ¿Lo hará usted?
—¿Y esta cigarrera es suya? Venderé mis joyas y le pagaré bien por ello.
—Tampoco. Siempre llevo una de plata. —Madame...
—Muy bien, monsieur. Pondré el asunto en manos —¿De acuerdo, pues? No, no discuta. ¡Pobre
de la policía. muchacho! Vino a mí con lágrimas en los ojos. “Yo lo
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salvaré” —le dije—. “¡Iré a ver a ese hombre, a ese ogro, —¡Cielos, Poirot! ¿Aprende ruso para conversar
a ese monstruo!” Ahora ya está resuelto. Me voy. con la condesa en su propio idioma?
Con la misma ceremonia con la que había entrado, —Ciertamente, no escucharía mi inglés, amigo mío.
desapareció de la estancia, dejando un intenso perfume —Los rusos de buena cuna hablan francés —dije yo.
de naturaleza casi exótica tras de sí. —Es usted una mina de información, Hastings.
—¡Vaya mujer! —exclamé—. ¡Y qué pieles lleva! Bien, renunciaré a los laberintos del alfabeto ruso.
—Sí, son auténticas. Una condesa falsificada no lle- Tiró el libro con gesto dramático. A mí no me satis-
varía pieles auténticas. Hastings, realmente es rusa. fizo su modo de obrar, si bien advertí su peculiar par-
Bien, ahora resulta que nuestro joven fue sangrando a padeo, signo inequívoco de que se hallaba satisfecho
ella. consigo mismo.
—La cigarrera es de él. Me gustaría saber si lo es el —¿Duda de que realmente sea rusa? ¿Piensa com-
guante. probarlo? —pregunté.
Con una sonrisa, Poirot se sacó del bolsillo un —Sé que es rusa.
segundo guante y lo colocó junto al primero. Obvia- —¿Cómo lo sabe?
mente, se trataba del mismo par de guantes. —Si quiere averiguarlo personalmente, Hastings, le
—¿Dónde lo consiguió, Poirot? recomiendo Los primeros pasos de ruso; es una ayuda
—Estaba con un bastón sobre la mesa del vestíbulo valiosísima.
de monsieur Parker. En verdad es un joven muy des- Luego se rió y ya no dijo nada más. Recogí el libro
cuidado. Sólo para cubrir el expediente haremos una del suelo y me puse a curiosearlo, pero fui incapaz de
nueva visita a Park Lane. sacar algo en claro.
Acompañé a mi amigo. Johnston no estaba, pero sí En la siguiente mañana no hubo noticias nuevas.
su secretario particular. Éste nos dijo que Johnston Esto no pareció preocupar a mi amigo. A la hora del
hacía poco que había regresado de Sudáfrica. En reali- desayuno me anunció su propósito de que visitaríamos
dad, nunca estuvo antes en Inglaterra. al señor Hardman. Lo encontramos en su casa con
—¿Le interesan las piedras preciosas? —preguntó aspecto más tranquilo que el día anterior.
Poirot. —Bien, monsieur Poirot, ¿hay noticias? —preguntó
—Las minas de oro, en todo caso, señores —se rió el ansioso.
secretario. Poirot le tendió una hoja de papel.
Poirot salió de la entrevista pensativo. Aquella —Aquí tiene escrito el nombre de la persona que
noche lo encontré estudiando gramática rusa. robó las joyas. ¿Pongo el asunto en manos de la poli-
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cía? ¿O prefiere usted que recupere las joyas sin que El tono de su voz fue suave y con cierto dejo de
intervengan los estamento oficiales? indiferencia.
Mr. Hardman miraba el papel. Al final dijo: —Nosotros los rusos, por el contrario, practicamos
—¡Sorprendente! Prefiero soslayar un posible escán- la prodigalidad. Y para esto, desgraciadamente, se
dalo. Le concedo carta blanca, monsieur Poirot. Estoy necesita dinero. No es preciso que mire su interior. Es-
seguro de que será discreto. tán todas.
Un taxi nos condujo hasta el Hotel Carlton, donde Poirot se levantó.
Poirot se hizo anunciar a la condesa Rossakoff. Minutos —La felicito, madame, por su inteligencia y pron-
después nos hallábamos en sus dependencias. La conde- titud.
sa salió a nuestro encuentro, con las manos extendidas, —Puesto que le aguarda un taxi..., ¿puedo ayudarle?
envuelta en un bello conjunto con dibujos primitivos. —Es usted muy amable, madame. ¿Se queda mu-
—Monsieur Poirot—exclamó—. ¿Lo ha conseguido? cho tiempo en Londres?
¿Está ya libre de acusación el pobre niño? —Temo que no, debido a usted.
—Madame la comtesse, su amigo Parker es inocente. —Acepte mis excusas.
—Es usted un hombrecillo inteligente. ¡Soberbio! Y —¿Nos veremos en otra ocasión?
además muy rápido. —Así lo espero.
—También le he prometido a Mr. Hardman que las —Yo no lo deseo —exclamó la condesa riéndose—. El
joyas le serán devueltas hoy. mío es un gran cumplido. Hay muy pocos hombres en
— ¿Ah, sí? el mundo a quienes yo tema. Adiós, monsieur Poirot.
— Madame, le agradecería muchísimo que me las —Adiós, madame la comtesse. Ah, disculpe, me olvi-
entregase sin demora. Lamento tener que presionarla, daba; permítame que le devuelva su cigarrera.
pero me espera un taxi por si es necesario ir a Scotland Y con una inclinación, le entregó la pequeña ciga-
Yard. Nosotros los belgas, madame, practicamos ese rrera negra de moaré que habíamos hallado en la caja.
deporte que se llama economía. La aceptó sin ningún cambio de expresión, salvo una
La condesa había encendido un cigarrillo. Durante ceja levantada al murmurar:
unos segundos quedó inmóvil, lanzando anillas de —Comprendo.
humo, con los ojos fijos en Poirot. Luego estalló en car- —¡Vaya mujer! —exclamó Poirot entusiasmado,
cajadas, se puso de pie, se encaminó hasta su secreter, mientras descendíamos las escaleras—. Mon Dieu... quelle
abrió un cajón, y sacó un bolso de seda negra que arro- femme! ¡Ni una palabra de protesta, ni una exclamación
jó a Poirot. de queja! Una mirada y ya ha sabido cuál era su situa-
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60 PRÁCTICAS DEL LENGUAJE . CUENTOS POLICIALES PRÁCTICAS DEL LENGUAJE . CUENTOS POLICIALES 61

ción. Hastings, una mujer que acepta la derrota con —Pero si la cigarrera es suya, ¿por qué tiene las ini-
una sonrisa llega muy lejos. Es peligrosa; tiene los ner- ciales “B. P.”? Las suyas son “V. R.”.
vios de acero. Poirot sonrió.
Su entusiasmo no lo dejó ver dónde pisaba y su tro- —Exacto, mon ami. Sólo que en el alfabeto ruso, B es
pezón fue más que aparatoso. V y P es R.
—Será mejor que modere sus ánimos y mire dónde —Oh, no esperaría que yo adivinase eso. No sé ruso.
pisa —sugerí—. ¿Cuándo sospechó de la condesa? —Ni yo, Hastings. Por eso compré aquel librito... y
—Mon ami, el guante y la cigarrera constituían una le sugerí que lo repasase.
doble pista demasiado clara. Bernard Parker podía Suspiré, vencido una vez más.
extraviar una de las dos cosas, pero no ambas. Por otra Después de un breve silencio, Poirot continuó:
parte, si alguien hubiese intentado que las sospechas —¡Una mujer extraordinaria! Tengo un presenti-
recayesen sobre Parker, con una sola tenía suficiente. miento, amigo mío. Sí, presiento que volveré a encon-
Eso me llevó a la conclusión de que uno de los objetos trármela en algún sitio. ¿Dónde? ¡No lo sé!
no era de él.
Al principio, lo supuse dueño de la cigarrera. Ahora
bien, tan pronto supe que el guante era suyo, intuí a
quién pertenecía la otra pieza. ¿De quién pues, era la
cigarrera? Lady Runcorn quedó descartada en el caso,
ya que las iniciales no coincidían. ¿El señor Johnston?
Sólo si utilizaba un nombre falso. Sin embargo, la entre-
vista que sostuvimos con su secretario me proporcionó
la evidencia de su situación legal. Luego, el señor
Johnston nada tenía que ver con el asunto.
La condesa, pues. Ella había traído joyas de Rusia,
y le bastaba con sacar las piedras de sus monturas.
Realmente hubiera sido muy difícil reconocerlas luego.
Nada más fácil para la condesa que apropiarse de
uno de los guantes de Parker, dejados en el vestíbulo
aquel día, y olvidárselo en la caja. Claro es que no tuvo
el propósito de abandonar también su propia cigarrera.
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La espera
JORGE LUIS BORGES
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El coche lo dejó en el cuatro mil cuatro de esa calle


del Noroeste. No habían dado las nueve de la mañana;
el hombre notó con aprobación los manchados plátanos,
el cuadrado de tierra al pie de cada uno, las decentes
casas de balconcito, la farmacia contigua, los desvaídos
rombos de la pinturería y ferretería. Un largo y ciego
paredón de hospital cerraba la acera de enfrente; el sol
reverberaba, más lejos, en unos invernáculos. El hom-
bre pensó que esas cosas (ahora arbitrarias y casuales y
en cualquier orden, como las que se ven en los sueños)
serían con el tiempo, si Dios quisiera, invariables, nece-
sarias y familiares. En la vidriera de la farmacia se leía
en letras de loza: Breslauer, los judíos estaban despla-
zando a los italianos, que habían desplazado a los crio-
llos. Mejor así; el hombre prefería no alternar con gente
de su sangre.
El cochero le ayudó a bajar el baúl; una mujer de
aire distraído o cansado abrió por fin la puerta. Desde
el pescante el cochero le devolvió una de las monedas,
un vintén oriental que estaba en su bolsillo desde esa
noche en el hotel de Melo. El hombre le entregó cua-
renta centavos, y en el acto sintió: “Tengo la obligación
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66 PRÁCTICAS DEL LENGUAJE . CUENTOS POLICIALES PRÁCTICAS DEL LENGUAJE . CUENTOS POLICIALES 67

de obrar de manera que todos se olviden de mí. He duda, incluían errores, éstas, sin duda, incluían imáge-
cometido dos errores: he dado una moneda de otro nes que también lo eran de su vida anterior; Villari no
país y he dejado ver que me importa esa equivocación”. las advirtió porque la idea de una coincidencia entre el
Precedido por la mujer, atravesó el zaguán y el pri- arte y la realidad era ajena a él. Dócilmente trataba de
mer patio. La pieza que le habían reservado daba, feliz- que le gustaran las cosas; quería adelantarse a la inten-
mente, al segundo. La cama era de hierro, que el artífice ción con que se las mostraban. A diferencia de quienes
había deformado en curvas fantásticas, figurando han leído novelas, no se veía nunca a sí mismo como
ramas y pámpanos; había, asimismo, un alto ropero de un personaje del arte.
pino, una mesa de luz, un estante con libros a ras del No le llegó jamás una carta, ni siquiera una circu-
suelo, dos sillas desparejas y un lavatorio con su palan- lar, pero leía con borrosa esperanza una de las seccio-
gana, su jarra, su jabonera y un botellón de vidrio tur- nes del diario. De tarde, arrimaba a la puerta una de las
bio. Un mapa de la provincia de Buenos Aires y un cru- sillas y mateaba con seriedad, puestos los ojos en la
cifijo adornaban las paredes; el papel era carmesí, con enredadera del muro de la inmediata casa de altos.
grandes pavos reales repetidos, de cola desplegada. La Años de soledad le habían enseñado que los días, en la
única puerta daba al patio. Fue necesario variar la colo- memoria, tienden a ser iguales, pero que no hay un día,
cación de las sillas para dar cabida al baúl. Todo lo ni siquiera de cárcel o de hospital, que no traiga sorpre-
aprobó el inquilino; cuando la mujer le preguntó cómo sas, que no sea al trasluz una red de mínimas sorpresas.
se llamaba, dijo Villari, no como un desafío secreto, no En otras reclusiones había cedido a la tentación de con-
para mitigar una humillación que, en verdad, no sentía, tar los días y las horas, pero esta reclusión era distinta,
sino porque ese nombre lo trabajaba, porque le fue porque no tenía término —salvo que el diario, una
imposible pensar en otro. mañana, trajera la noticia de la muerte de Alejandro
No lo sedujo, ciertamente, el error literario de ima- Villari. También era posible que Villari ya hubiera
ginar que asumir el nombre del enemigo podía ser una muerto y entonces esta vida era un sueño. Esa posibili-
astucia. dad lo inquietaba, porque no acabó de entender si se
El señor Villari, al principio, no dejaba la casa; parecía al alivio o a la desdicha; se dijo que era absur-
cumplidas unas cuantas semanas, dio en salir, un rato, da y la rechazó. En días lejanos, menos lejanos por el
al oscurecer. Alguna noche entró en el cinematógrafo curso del tiempo que por dos o tres hechos irrevoca-
que había a las tres cuadras. No pasó nunca de la últi- bles, había deseado muchas cosas, con amor sin escrú-
ma fila; siempre se levantaba un poco antes del fin de pulo; esa voluntad poderosa, que había movido el odio
la función. Vio trágicas historias del hampa; éstas, sin de los hombres y el amor de alguna mujer; ya no que-
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68 PRÁCTICAS DEL LENGUAJE . CUENTOS POLICIALES PRÁCTICAS DEL LENGUAJE . CUENTOS POLICIALES 69

ría cosas particulares: sólo quería perdurar, no concluir. Entre los libros del estante había una Divina Come-
El sabor de la yerba, el sabor del tabaco negro, el cre- dia, con el viejo comentario de Andreoli. Menos urgido
ciente filo de sombra que iba ganando el patio eran por la curiosidad que por un sentimiento de deber,
suficientes estímulos. Villari acometió la lectura de esa obra capital; antes de
Había en la casa un perro lobo, ya viejo. Villari se comer, leía un canto, y luego, en orden riguroso, las
amistó con él. Le hablaba en español, en italiano y en notas. No juzgó inverosímiles o excesivas las penas
las pocas palabras que le quedaban del rústico dialecto infernales y no pensó que Dante lo hubiera condenado
de su niñez. Villari trataba de vivir en el mero presente, al último círculo donde los dientes de Ugolino roen sin
sin recuerdos ni previsiones; los primeros le importaban fin la nuca de Ruggieri.
menos que las últimas. Oscuramente creyó intuir que el Los pavos reales del papel carmesí parecían desti-
pasado es la sustancia de que el tiempo está hecho; por nados a alimentar pesadillas tenaces, pero el señor
ello es que éste se vuelve pasado enseguida. Su fatiga, Villari no soñó nunca con una glorieta monstruosa
algún día, se pareció a la felicidad; en momentos así, no hecha de inextricables pájaros vivos. En los amaneceres
era mucho más complejo que el perro. soñaba un sueño de fondo igual y de circunstancias
Una noche lo dejó asombrado y temblando una variables. Dos hombres y Villari entraban con revólve-
íntima descarga de dolor en el fondo de la boca. Ese res en la pieza o lo agredían al salir del cinematógrafo
horrible milagro recurrió a los pocos minutos y otra o eran, los tres a un tiempo, el desconocido que lo
vez hacia el alba. Villari, al día siguiente, mandó buscar había empujado, o lo esperaban tristemente en el patio
un coche que lo dejó en un consultorio dental del y parecían no conocerlo. Al fin del sueño, él sacaba el
barrio del Once. Ahí le arrancaron la muela. En ese revólver del cajón de la inmediata mesa de luz (y es ver-
trance no estuvo más cobarde ni más tranquilo que dad que en ese cajón guardaba un revólver) y lo des-
otras personas. cargaba contra los hombres. El estruendo del arma lo
Otra noche, al volver del cinematógrafo, sintió que despertaba, pero siempre era un sueño y en otro sueño
lo empujaban. Con ira, con indignación, con secreto tenía que volver a matarlos.
alivio, se encaró con el insolente. Le escupió una inju- Una turbia mañana del mes de julio, la presencia
ria soez; el otro, atónito, balbuceó una disculpa. Era un de gente desconocida (no el ruido de la puerta cuando
hombre alto, joven, de pelo oscuro, y lo acompañaba la abrieron) lo despertó. Altos en la penumbra del cuar-
una mujer de tipo alemán; Villari, esa noche, se repitió to, curiosamente simplificados por la penumbra (siem-
que no los conocía. Sin embargo, cuatro o cinco días pre en los sueños de temor habían sido más claros),
pasaron antes que saliera a la calle. vigilantes, inmóviles y pacientes, bajos los ojos como si
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70 PRÁCTICAS DEL LENGUAJE . CUENTOS POLICIALES

el peso de las armas los encorvara, Alejandro Villari y


un desconocido lo habían alcanzado, por fin. Con una La aventura de Johnnie Waverly
seña les pidió que esperaran y se dio vuelta contra la
pared, como si retomara el sueño. ¿Lo hizo para des- AGATHA CHRISTIE
pertar la misericordia de quienes lo mataron, o porque
es menos duro sobrellevar un acontecimiento espantoso
que imaginarlo y aguardarlo sin fin, o —y esto es quizá
lo más verosímil— para que los asesinos fueran un
sueño, como ya lo habían sido tantas veces, en el mis-
mo lugar, a la misma hora?
En esa magia estaba cuando lo borró la descarga.
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—Tiene que comprender los sentimientos de una


madre —repitió mistress Waverly, quizá por sexta vez y
mirando suplicante a Poirot.
Nuestro pequeño amigo, siempre comprensivo ante
una madre apurada, trató de tranquilizarla con un gesto.
—Pues claro, claro; la comprendo perfectamente.
Confíe en Papá Poirot.
—La policía... —comenzó a decir míster Waverly.
Su esposa despreció la interrupción.
—Yo no quiero saber nada más de la policía. ¡Con-
fiamos en ellos, y mira lo que ha ocurrido! Pero he
oído hablar tanto de monsieur Poirot y de las cosas
tan maravillosas que ha realizado, que presiento que
él tal vez pueda ayudarnos. Los sentimientos de una
madre...
Poirot con un gesto elocuente, se apresuró a evitar
otra repetición. La emoción de mistress Waverly era
auténtica, y contrastaba con su carácter duro y áspero.
Cuando supo que era la hija de un importante fabri-
cante de aceros de Birmingham que se había abierto
camino hasta su actual posición, comprendió que había
heredado muchas de las cualidades paternas.
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74 PRÁCTICAS DEL LENGUAJE . CUENTOS POLICIALES PRÁCTICAS DEL LENGUAJE . CUENTOS POLICIALES 75

Míster Waverly era un hombre grandote y jovial. De manos de Scotland Yard. No parecieron tomarlo muy
pie y con las piernas muy separadas tenía todo el aspec- en serio, inclinándose a pensar como yo, que debía tra-
to de un hacendado. tarse de una broma. El día veintiocho recibí la tercera
—Supongo que está enterado de todo, ¿verdad, carta. “No ha pagado. Su hijo será raptado mañana a
monsieur Poirot? las doce del mediodía. Y su rescate le costará cinco mil
La pregunta era casi superflua. Durante varios días libras.” Volví a Scotland Yard. Esta vez parecieron algo
los periódicos publicaron amplias informaciones acerca más impresionados. Se inclinaron a pensar que aquellas
del sensacional rapto del pequeño Johnnie Waverly, de cartas fueron escritas por un lunático, y que era proba-
tres años de edad y heredero de Marcus Waverly, de ble que a la hora señalada hubiera algún intento de
Waverly Court, Surrey, una de las familias más anti- secuestro. Me aseguraron que tomarían todas las pre-
guas de Inglaterra. cauciones para evitarlo. El inspector McNeil con las
—Desde luego, conozco los detalles más importan- fuerzas convenientes irían a Waverly a la mañana
tes, pero le ruego que vuelva a contarme toda la histo- siguiente para cuidar de ello.
ria, monsieur, y sin olvidarse de nada, por favor. Volví a casa mucho más tranquilo. No obstante, di
—Bien. Creo que el principio de todo esto fue la orden de que no dejaran entrar a ningún extraño, y de
carta anónima que recibí hace diez días... ¡qué desagra- que nadie saliera sin mi consentimiento. Transcurrió la
dables son los anónimos!, y que no tenía ni pies ni tarde sin novedad, mas a la mañana siguiente mi esposa
cabeza. El que escribía me exigía la entrega de veinti- se encontraba seriamente enferma. Asustado, envié a
cinco mil libras..., ¡veinticinco mil libras, monsieur Poi-
buscar al doctor Darkens. Al parecer, los síntomas que
rot!..., y me amenazaba con raptar a Johnnie en caso
apreció la sumieron en un mar de confusiones y pude
contrario. Naturalmente, arrojé el anónimo al cesto de
comprender lo que pasaba por su mente. Me aseguró
los papeles. Cinco días después recibí otra carta por el
que la enferma no corría peligro, pero que tardaría uno
estilo: “Si no paga, su hijo será secuestrado el veinti-
nueve”. Eso fue el veintisiete. Ada estaba muy alarmada, o dos días en restablecerse. Al volver a mi habitación
pero yo no quise tomar en serio el asunto. ¡Maldita tuve la sorpresa de encontrar una nota prendida en mi
sea!, estamos en Inglaterra. Nadie va por ahí raptando almohada escrita con la misma letra que las otras y que
niños para conseguir un rescate. contenía sólo tres palabras: “A las doce”.
—Desde luego, no es muy corriente —repuso Poi- Confieso, monsieur Poirot, que en aquellos momen-
rot—. Continúe, monsieur. tos lo vi todo rojo. Alguien que vivía en mi propia casa
—Bien. Ada no me dejaba en paz..., de modo que, tenía que ver en ello. Reuní a todos los criados y les puse
aunque considerándolo una tontería, puse el caso en de vuelta y media. Nunca se acusan unos a otros; fue
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76 PRÁCTICAS DEL LENGUAJE . CUENTOS POLICIALES PRÁCTICAS DEL LENGUAJE . CUENTOS POLICIALES 77

miss Collins, la secretaria de mi esposa, quien me infor- —¿Y la niñera?


mó de que había visto a la niñera de Johnnie salir de casa —La tenemos desde hace seis meses. Presentó inme-
a primeras horas de la mañana. La atosigué a preguntas jorables referencias. De todas formas, nunca me agra-
y confesó. Había dejado al niño con otra de las donce- dó, a pesar de que Johnnie la adoraba.
llas para ir a ver a... un hombre. ¡Así van las cosas! Negó —Sin embargo, me figuro que cuando ocurrió la
haber prendido la nota en mi almohada... Es posible que catástrofe ya se había marchado. Míster Waverly, ¿quie-
dijera la verdad; no lo sé. Me di cuenta de que no podía re tener la bondad de continuar?
correr el riesgo de que la propia niñera formara parte del Míster Waverly se apresuró a obedecer.
complot. Uno de los criados estaba complicado en él. Al —El inspector McNeil llegó a eso de las diez y
fin, perdido el dominio de mis nervios, los despedí a media. Entonces los criados ya se habían marchado, y
todos, incluyendo a la niñera. Les di una hora para reco- se declaró muy satisfecho con los arreglos hechos. Ha-
ger sus cosas y salir de la casa. bía dejado varios hombres apostados en el parque,
El rostro, ya de por sí encarnado, de míster Wa- guardando todas las entradas que pudieran llevar hasta
verly se puso dos veces más rojo al recordar su pasado la casa y me aseguró que si todo aquello era una burla
arrebato. atraparía al misterioso corresponsal.
—¿No fue algo imprudente, monsieur? —sugirió Fui a buscar a Johnnie y con el inspector nos refu-
Poirot—. Porque de ese modo pudo ayudar a sus ene- giamos en una habitación que llamamos la cámara del
migos con toda efectividad. consejo. El inspector cerró la puerta con llave. Hay un
—No se me ocurrió —dijo míster Waverly mirando gran reloj y las manecillas señalaban casi las doce. No
con fijeza al detective—. Mi intención era que se fueran puedo negar que estaba más nervioso que un gato. De
todos. Telegrafié a Londres para que me enviaran nuevo pronto el reloj comenzó a sonar y yo estreché a John-
servicio aquella misma tarde. Entretanto, sólo había dos nie contra mi pecho. Tenía la sensación de que el
personas en la casa en quienes poder confiar: la secreta- secuestrador iba a caer del techo. Al dar la última cam-
ria de mi esposa, miss Collins, y Tredwell, el mayordo- panada oyose una gran conmoción fuera..., gritos y
mo, que ha estado conmigo desde que yo era niño. carreras. El inspector abrió la ventana y el sargento se
—Y esa mademoiselle Collins, ¿cuánto tiempo lleva acercó corriendo.
con ustedes? “—Ya lo tenemos, señor —jadeó—. Estaba oculto
—Sólo un año —repuso mistress Waverly—. Es una entre los arbustos.”
secretaria incomparable y también ha resultado ser un Salimos corriendo a la terraza, donde dos agentes
ama de llaves muy eficiente. sujetaban a un individuo mal vestido que se debatía en
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78 PRÁCTICAS DEL LENGUAJE . CUENTOS POLICIALES PRÁCTICAS DEL LENGUAJE . CUENTOS POLICIALES 79

un vano afán de escapar. Uno de los policías estaba hora y diez minutos. Alguien lo había adelantado deli-
abriendo un paquete que acababa de quitar al prisione- beradamente, porque nunca se adelanta o atrasa. Es un
ro. Contenía un poco de algodón hidrófilo y una bote- reloj perfecto.
lla de cloroformo. Aquello me hizo arder la sangre. Míster Waverly hizo una pausa. Poirot, sonriente,
Había además una nota dirigida a mí. La abrí; decía lo enderezó con el pie una alfombrita que aquel padre ner-
siguiente: “Debió haber pagado. Ahora, rescatar a su vioso había ladeado.
hijo le costará cincuenta mil libras. A pesar de todas sus —Un problema muy grave, oscuro y encantador
precauciones, ha sido secuestrado a las doce del veinti- —murmuró el detective—. Lo investigaré con sumo pla-
nueve, como yo le dije”. cer. La verdad es que fue planeado à merveille.
Solté una risotada de alivio, pero al mismo tiempo Mistress Waverly lo miró con reproche.
oí el ruido de un motor de automóvil y un grito. Volví —Pero ¿y mi hijo...? —gimoteó.
la cabeza. Por la avenida y en dirección a South Lodge Poirot apresurose a modificar la expresión de su
corría un coche gris chato y largo a toda velocidad. El rostro y darle de nuevo expresión de simpatía.
conductor fue quien gritó, pero no era eso lo que me —Está a salvo, señora, y no ha sufrido el menor
hizo estremecer de horror, sino la vista de los rizos daño. Le aseguro que esos malhechores lo cuidarán
rubios de Johnnie, que estaba sentado a su lado. muy bien. ¿No ve que para ellos es el plato..., no, la
El inspector lanzó una maldición. gallina de los huevos de oro?
—El niño estaba aquí hace sólo un minuto —excla- —Monsieur Poirot, le aseguro que sólo cabe hacer
mó repasándonos con la vista. una cosa..., pagar. Al principio opinaba lo contrario...,
Todos nosotros estábamos allí, yo, Tredwell, miss ¡pero ahora...! Los sentimientos de una madre...
Collins. —Pero hemos interrumpido la historia de monsieur
—¿Cuándo lo vió usted por última vez, míster Wa- —se apresuró a explicar el detective.
verly? —me preguntó. —Supongo que el resto debe conocerlo ya gracias a
Traté de recordar. Cuando el sargento nos llamó, los periódicos —repuso míster Waverly—. Claro que el
salí corriendo con el inspector, olvidando a Johnnie. Y inspector McNeil avisó inmediatamente por teléfono
entonces oímos un sonido que nos sobresaltó, el de las dando la descripción del automóvil y del hombre, y al
campanas del reloj del pueblo. El inspector extrajo de principio pareció que todo iba a terminar bien, ya que
su bolsillo el suyo con una exclamación. Eran exacta- un coche de las mismas características, con un hombre
mente las doce. Como impulsados por un resorte, y un niño, fue visto en varios pueblos, circulando, al
corrimos a la cámara del consejo; el reloj marcaba la parecer, con rumbo a Londres. Se detuvieron en cierto
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80 PRÁCTICAS DEL LENGUAJE . CUENTOS POLICIALES PRÁCTICAS DEL LENGUAJE . CUENTOS POLICIALES 81

lugar y pudieron observar que el niño lloraba y estaba sacarle nada más. Tengo entendido que también hizo
muy asustado y temeroso de su acompañante. Cuando cierta acusación.
el inspector McNeil me anunció que habían detenido Miró interrogadoramente a míster Waverly, que
aquel automóvil y a sus ocupantes, casi me pongo volvió a enrojecer.
enfermo de la alegría. Ya sabe lo que ocurrió luego. El —Ese individuo tiene la pretensión de que Tred-
niño no era Johnnie y el hombre era un automovilista well es el hombre que le dio el paquete. “Sólo que
empedernido, muy aficionado a los niños, que había ahora se ha afeitado el bigote.” ¡Tredwell, que ha naci-
recogido a un pequeñuelo en las calles de Edenswell, do en mi finca...!
un pueblo situado a más de veinte kilómetros de noso- Poirot sonrió ligeramente ante la indignación del
tros, y le estaba dando un paseo. Gracias a la estúpida hacendado.
seguridad de la policía, todos los demás rastros habían —No obstante, usted mismo sospecha que alguien
desaparecido. De no haber perseguido con tanta insis- íntimamente ligado a su casa tiene que ser cómplice
tencia a aquel coche equivocadamente, hubiera podido del rapto.
encontrar al niño. —Sí, pero no Tredwell.
—Cálmese, monsieur. La policía es un cuerpo de —¿Y usted, madame? —preguntó Poirot volviéndo-
hombres inteligentes y arriesgados. Su error fue muy se de improviso hacia la dama.
natural, ya que el ardid estaba muy bien tramado. Y —No pudo ser Tredwell quien le diera el paquete...,
en cuanto al hombre que capturaron en el parque, si es que alguien lo hizo, cosa que no creo... Ese hom-
tengo entendido que su declaración ha consistido en bre dice que se lo dieron a las diez, y a las diez Tred-
una negativa constante. Insiste en que la nota y el well se hallaba con mi esposo en el salón de fumar.
paquete le fueron entregados para ser llevados a —¿Pudo distinguir el rostro del hombre que condu-
Waverly Court. El hombre se lo dio, le pagó con un cía el automóvil, monsieur?
billete de diez chelines, prometiéndole otros diez si lo —Estaba demasiado lejos para poder verle la cara.
entregaba exactamente a las doce menos diez. Tenía —¿Sabe si Tredwell tiene algún hermano?
que acercarse a la casa por el parque y llamar a la —Tuvo varios, pero han muerto todos. Al último lo
puerta lateral. mataron en la guerra.
—No creo ni una sola palabra —declaró mistress —Todavía no estoy muy familiarizado con los par-
Waverly con valor—. Es una sarta de mentiras. ques de Waverly Court. Dice usted que el automóvil
—En verité es una historia bastante floja —dijo Poi- iba en dirección a South Lodge. ¿Hay alguna otra
rot, pensativo—. Pero por ahora no han conseguido entrada?
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82 PRÁCTICAS DEL LENGUAJE . CUENTOS POLICIALES PRÁCTICAS DEL LENGUAJE . CUENTOS POLICIALES 83

—Sí; la que llamamos East Lodge. —Nunca lo he mencionado en su presencia.


—Es extraño que nadie viera entrar el coche en el —Bien, monsieur, ahora lo que debo hacer es ir a
parque. Waverly Court. ¿Le parece bien que vaya esta tarde?
—Existe un derecho de paso por un camino que da —¡Oh! Tan pronto como le sea posible, por favor,
acceso a la capilla. Muchos vehículos pasan por ahí. monsieur Poirot —exclamó mistress Waverly—. Lea esto
Ese hombre debió detener el coche en un lugar conve- una vez más.
niente y correr hasta la casa precisamente cuando se Y puso en sus manos la última misiva del enemi-
acababa de dar la alarma y toda la atención estaba con- go, que había llegado a Waverly aquella mañana y
centrada en otra parte. que se apresuraron a remitir a Poirot. En ella se daban
—A menos que ya estuviera dentro de la casa —su- explicaciones explícitas para efectuar la entrega del
surró Poirot—. ¿Hay algún sitio donde podría haberse dinero y finalizaba con la amenaza de que el niño
escondido con seguridad? pagaría con su vida cualquier traición. Era evidente:
—Bueno, cierto es que no registramos de antemano mistress Waverly luchaba entre el amor al dinero y
la casa. No lo consideré necesario. Supongo que pudo sus instintos maternales y, naturalmente, estaban ga-
haberse escondido en cualquier parte, pero ¿quién nando estos últimos.
pudo dejarlo entrar en la casa? Poirot detuvo unos momentos a mistress Waverly
—Ya llegaremos a eso más tarde. Cada cosa a su a espaldas de su esposo.
tiempo... y seamos metódicos. ¿Existe algún escondite —Madame, dígame la verdad, por favor. ¿Compar-
especial en la casa? Waverly Court es una mansión te la confianza que su esposo tiene en el mayordomo
antigua, y algunas veces estos lugares tienen Agujeros Tredwell?
Secretos, como se los llama. —No tengo nada contra él, monsieur Poirot. No
—¡Cielos, existe un Agujero Secreto! Se entra por comprendo de qué modo puede estar mezclado en este
uno de los paneles del vestíbulo. asunto, pero..., bueno, nunca me ha gustado..., nunca.
—¿Cerca de la cámara del consejo? —Otra cosa, madame, ¿puede darme la dirección de
—Precisamente al lado de la puerta. la niñera del pequeño?
—...Voilà! —Netherall Road 14, Hammersmith. No supondrá
—Pero nadie lo conoce, excepto mi esposa y yo. usted...
—¿Y Tredwell? —Yo nunca supongo. Sólo... empleo mis células gri-
—Bueno..., es posible que haya oído hablar de él. ses. Y algunas veces..., sólo muy de vez en cuando..., se
—¿Y Miss Collins? me ocurre alguna idea.
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Poirot acercose a mí una vez hubo cerrado la momentos lo lleva un milímetro y medio torcido hacia
puerta. la derecha.
—De modo que a madame nunca le ha gustado el Waverly Court es una bonita mansión antigua
mayordomo. Eso es interesante, ¿verdad, Hastings? recientemente restaurada con gusto y cuidado. Míster
Decidí no preguntarle nada. Poirot me ha engaña- Waverly nos mostró la cámara del consejo, la terraza y
do tantas veces que ahora ando con cuidado. Siempre todos los lugares relacionados con el caso. Al fin, a
me tiende alguna trampa. requerimiento de Poirot, presionó un resorte en la
Después de una toilette bastante complicada salimos pared, cosa que hizo correr un panel, y por un estrecho
en dirección a Netherall Road. Tuvimos la suerte de pasillo entramos en el Agujero Secreto.
encontrar en casa a miss Jessie Whiters; una agradable —Ya ve usted —dijo Waverly—. Aquí no hay nada.
joven de unos treinta y cinco años, muy eficiente. No La reducida habitación estaba completamente
pude imaginármela mezclada en aquel asunto. Estaba vacía, y el suelo aparecía escrupulosamente barrido. Me
resentida por el modo en que había sido despedida, aun- reuní con Poirot, que contemplaba atentamente unas
que admitió que había obrado mal. Estaba prometida a huellas en un rincón.
un pintor decorador que casualmente se hallaba en la —¿Qué le parece esto, amigo mío?
vecindad de Waverly y corrió a verlo en cuanto se le pre- Se veían cuatro marcas muy juntas.
sentó la ocasión, lo cual resultaba bastante natural. Yo no —Las pisadas de un perro —exclamé.
acababa de comprender a Poirot. Todas sus preguntas —De un perro muy pequeño, Hastings.
me parecieron poco acertadas. Se referían principalmen- —Un pomeranian.
te a la vida cotidiana en Waverly Court. Yo me sentía —Más pequeño.
molesto y me alegré cuando al fin se decidió a marchar. —¿Un grifón? —insinué.
—Mon ami, secuestrar es un trabajo fácil —observó
—Más pequeño todavía que un grifón. Una especie
mientras paraba un taxi en Hammersmith Road para
desconocida en el Kennel Club.
que nos llevara a Waterloo—. Ese niño pudo ser rapta-
Lo miré. Su rostro resplandecía de entusiasmo y
do con la mayor tranquilidad cualquier día transcurri-
satisfacción.
do en los últimos tres años.
—Tenía razón —murmuró—. Sabía que estaba en lo
—No veo que eso nos ayude mucho —observé con
cierto. Vamos, Hastings.
frialdad.
Al regresar al vestíbulo el panel se cerró a nuestra
—Au contraire, con eso adelantamos muchísimo...
espalda y una joven salió de una puerta del pasillo. Mís-
Hastings, ya que se empeña en usar alfiler de corbata,
ter Waverly nos presentó.
por lo menos póngaselo en el centro exacto. En estos
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—Miss Collins. —¿Qué le parece todo esto, Hastings?


Miss Collins tendría unos treinta años, y sus ade- —¿Y a usted? —pregunté a mi vez.
manes eran rápidos y despiertos. Tenía los cabellos —¡Qué precavido se ha vuelto! Nunca le funciona-
rubios y usaba gafas sin montura. rán las células grises, a menos que las estimule. ¡Ah!,
A una indicación de Poirot entramos en una alegre pero no le voy a meter prisa. Saquemos juntos nuestras
habitación en donde la interrogó acerca de los criados deducciones. ¿Qué punto nos parece más difícil?
y especialmente de Tredwell. Admitió que no le agra- —Hay una cosa que me choca —dije—. ¿Por qué el
daba el mayordomo. hombre que raptó al niño tuvo que huir por South
—¡Se da tanta importancia...! —explicó. Lodge en vez de ir por East Lodge, donde nadie lo
Luego pasaron a tratar de la comida que tomara hubiera visto? No lo veo muy claro.
mistress Waverly la noche del día veintiocho. Miss —Es un buen punto, Hastings, excelente. Y hace
Collins declaró que ella había comido lo mismo en su juego con otro. ¿Por qué avisar a los Waverly de ante-
salita de arriba y que no se sintió mal. Cuando ya mar- mano? ¿Por qué no raptar al niño sencillamente y
chaba le dije a Poirot: luego exigir el rescate?
—El perro. —Porque esperaba obtener el dinero sin verse obli-
—¡Ah!, sí, el perro —sonrió abiertamente—. ¿Tiene gado a entrar en acción.
algún perro, por casualidad, mademoiselle? —¿Y no resultaba bastante difícil que entregasen el
—Hay dos perdigueros en las perreras. dinero por una simple amenaza?
—No; me refiero a un perro pequeño, de juguete. —Y también quiso concentrar la atención en las
—No, no hay ninguno. doce del mediodía, de modo que cuando el hombre
Poirot la dejó marchar. Luego, presionando el tim- gancho fuese atrapado, él pudiera salir de su escondite
bre, me hizo observar: y largarse con el niño sin que nadie se diera cuenta.
—Esa miss Collins miente. Es probable que en su —Lo cual no altera el hecho de que tratara de com-
caso yo hiciera lo mismo. Ahora veamos al mayordomo. plicar algo que era bien sencillo. De no haber especifi-
Tredwell era un individuo muy digno. Contó su cado el día ni la hora, nada hubiera sido más fácil que
historia con perfecto aplomo, que era exactamente la aguardar su oportunidad y llevarse el niño en un auto-
misma que la de míster Waverly. Confesó conocer el móvil cualquier día de los que éste salía con su niñera.
Agujero Secreto. —Sí..., sí —admití poco convencido.
Cuando se hubo retirado tropecé con la mirada —En resumen. ¡Se ha representado esta farsa deli-
inquisitiva de Poirot. beradamente! Ahora enfoquemos la cuestión desde
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otro ángulo. Todo tiende a señalar la existencia de un —Bien..., ¿entonces?


cómplice en la misma casa. Punto número uno: el mis- —Debemos proceder lógicamente, por absurdo que
terioso envenenamiento de mistress Waverly. Punto parezca. Primero hay que considerar brevemente a mis-
número dos: la nota prendida en la almohada. Punto tress Waverly. Pero ella es rica, el dinero es suyo. Fue
número tres: adelantar el reloj diez minutos..., todo su dinero el que volvió a levantar la finca. No habría
dentro de la casa. Hay un detalle adicional en el que tal razón para que hiciese raptar a su hijo y cobrar su pro-
vez no haya usted reparado. No había polvo en el Agu- pio dinero. En cambio su esposo está en una posición
jero Secreto. Había sido barrido con una escoba. muy distinta. Su mujer es rica. No es lo mismo que si
Tenemos cuatro personas en la casa. (Podemos lo fuera él... En resumen, tengo la ligera impresión de
excluir a la niñera, puesto que no pudo haber barrido que la dama no es muy aficionada a repartir su dinero,
el Agujero Secreto, aunque sí realizar los otros tres pun- a no ser por una causa justificada. Pero puede verse en
tos.) Cuatro personas: míster y mistress Waverly, Tred- el acto que míster Waverly es un bon viveur.
well, el mayordomo, y miss Collins. Empezaremos por —¡Imposible! —exclamé.
esta última. No tenemos gran cosa en contra, excepto —No tanto. ¿Quién despidió a los criados? Míster
que sabemos muy poco de ella, que es una mujer muy Waverly. Él pudo escribir los anónimos, envenenar a
inteligente y que lleva sólo un año en la casa. su esposa, adelantar las manecillas del reloj y establecer
—Usted dijo que mintió en lo del perro —le recordé. una magnífica coartada para su fiel ayudante Tredwell.
—¡Ah, sí, el perro! —Poirot sonrió de un modo pecu- El mayordomo nunca tuvo simpatía por mistress
liar—. Ahora pasemos a Tredwell. Hay varios factores Waverly. Es fiel a su amo y está deseoso de obedecer
sospechosos contra él. En primer lugar, el detenido dice ciegamente todas sus órdenes. Fueron tres personas:
que fue Tredwell quien le entregó el paquete en el pue- Waverly, Tredwell y algún amigo de Waverly. Ése es el
blo y lo dice seguro. error que cometió la policía; no investigar más a fondo
—Pero Tredwell puede probar su coartada para este acerca del hombre que conducía el automóvil gris con
punto. un niño que no era el que buscaba. Ése era el tercer
—Incluso así, pudo haber envenenado a mistress hombre. Recoge a un chiquillo al pasar por el pueblo,
Waverly y prendido la nota en la almohada, adelantar un niño de rizos rubios. Entra en Waverly por East
el reloj y barrer el Agujero Secreto. Por otra parte, Lodge y sale por South Lodge en el momento preciso,
nació y ha sido educado al servicio de los Waverly. saludando con la mano y gritando. No puede distinguir
Parece imposible que a última hora tuviera parte en el su rostro ni el número de la matrícula del coche ni, por
rapto del hijo de la casa. ¡Esto no es una película! lo tanto, ver tampoco al niño. Entonces deja un rastro
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falso hasta Londres. Entretanto, Tredwell ha realizado la tarea de explicar su reaparición. De otro modo mis-
su parte preparando el paquete y haciendo que lo lle- tress Waverly será informada del exacto desarrollo de
vara un sujeto de aspecto sospechoso. Su amo puede los acontecimientos.
presentar una buena coartada en el caso de que el hom- Míster Waverly, dejándose caer sobre una silla,
bre lo reconociera, a pesar del bigote postizo que utili- escondió el rostro entre las manos.
zó. Y en cuanto a míster Waverly, tan pronto como oye —Está con mi vieja nodriza, a unos quince kilóme-
el alboroto que se ha armado en el exterior y al ins- tros de aquí. Se halla contento y bien cuidado.
pector salir corriendo, esconde al niño en el Agujero —No tengo la menor duda. De no considerarle a
Secreto y sigue al policía al jardín. Más tarde, cuando usted un padre de corazón, no le ofrecería esta opor-
el inspector se ha marchado, y miss Collins no puede tunidad.
verlo, le es fácil sacar al niño y llevarlo en su automó- —El escándalo.
vil a un lugar seguro. —Exacto. Su nombre es antiguo y honorable. No
—Pero, ¿y el perro? —pregunté—. ¿Y la mentira de vuelva a mancharlo. Buenas noches, míster Waverly.
miss Collins? ¡Ah! A propósito, un consejo. ¡No se olvide nunca de
—Eso ha sido una pequeña broma mía. Le pregunté barrer en los rincones!
si había algún perro de juguete en la casa y dijo que no...,
pero sin duda hay algunos... en el cuarto del niño. Mís-
ter Waverly puso algunos juguetes en el Agujero Secreto
para hacer que Johnnie se entretuviera y no gritara.
—Monsieur Poirot —míster Waverly penetró en la
estancia—. ¿Ha descubierto algo? ¿Tiene alguna idea de
dónde han llevado al niño?
Poirot le alargó un pedazo de papel.
—Aquí está la dirección.
—¡Pero si está en blanco!
—Porque espero que usted la escriba.
—¿Qué diab...? —El rostro de Waverly se tornó
escarlata.
—Lo sé todo, monsieur. Le doy veinticuatro horas
para devolver al niño. Su ingenio conseguirá superar

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