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DANIEL PITTET

con la colaboración de Micheline Repond

LE PERDONO, PADRE
Sobrevivir a una infancia rota

Prólogo del
PAPA FRANCISCO

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MENSAJERO
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Grupo de Comunicación Loyola
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Título original:
Mon Père, je vous pardonne.
Survivre à une enfance brisée

© Éditions Philippe Rey, 2017


7, rue Rougemont – 75009 Paris
www.philippe-rey.fr

La presente edición
se publica en virtud de un acuerdo
con Éditions Philippe Rey,
de acuerdo con sus agentes autorizados
L’Autre agence, Paris, France,
así como con The Ella Sher Literary Agency
Barcelona, Spain.

All rights reserved


© 2017, Libreria Editrice Vaticana para el prólogo
00120 Città del Vaticano
www.libreriaeditricevaticana.va

Traducción:
M. M Leonetti
José Pérez Escobar

© Ediciones Mensajero, 2017


Grupo de Comunicación Loyola
C. Padre Lojendio, 2
48008 Bilbao – España
Tfno.: +34 944 470 358 / Fax: +34 944 472 630
info@gcloyola.com / www.gcloyola.com

Diseño de cubierta:
Félix Cuadrado Basas

Fotografía de cubierta:
© Martine Wolhauser

Edición Digital
ISBN: 978-84-271-4032-5

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Testimonio de un largo y duro camino de sanación interior, de lucha por la justicia y de
perdón.

Daniel Pittet tuvo una infancia rota. A los nueve años comenzó a ser violado por el
religioso capuchino Joël Allaz. Estos abusos duraron más de cuatro años. En este libro
Pittet hace un recorrido por su largo y duro camino de sanación interior, hasta recuperar
su vida y su alma. Todo un testimonio de superación, de lucha por la justicia y de
perdón, que cuenta con el prólogo del papa Francisco.

DANIEL PITTET (1959), actualmente vive con su mujer y sus seis hijos en Friburgo
(Suiza), donde trabaja como bibliotecario. Entre 1968 y 1972 sufrió abusos sexuales por
parte de un sacerdote. A pesar de ello mantuvo la fe, ya adulto, decidió llevar adelante su
proyecto de fundar la Asociación Prier Témoigner y lanzarse a escribir en 2014 el libro
«Amar es darlo todo». El Papa supo de su terrible historia: «Conocí a Daniel en el
Vaticano en 2015 [...]. No me podía imaginar que este hombre entusiasta y apasionado
de Cristo fuera una víctima de abusos por parte de un sacerdote. Sin embargo, esto fue lo
que me contó, y su sufrimiento me afectó mucho...».

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Índice

Portada
Créditos
Prólogo
1. El caos de la infancia
2. De familia en familia
3. El descenso a los infiernos
4. Salvado por unos monjes
5. Fundo mi familia
6. «Prier Témoigner» (Orar y Dar testimonio)
7. La denuncia
8. Secuelas y fragilidades
9. «Amar es darlo todo»
10. Un hombre que se mantiene en pie
11. Le perdono, padre
Epílogo
Agradecimientos

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A mi amigo Georges,
desaparecido demasiado pronto.

A mi esposa Valérie y a nuestros seis hijos:


Grégoire, Mathilde, Ludovic,
Simon, Anne Léa, Édouard.

A las personas que me han apoyado


a lo largo de todos estos años.

Y a todas las víctimas


que nunca han podido hablar.

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PRÓLOGO

Para quien ha sido víctima de un pederasta es difícil contar lo que ha soportado,


describir los traumas que persisten todavía en él al cabo de tantos años. Por eso el
testimonio de Daniel Pittet es necesario, precioso y valiente.

Conocí a Daniel en 2015 en el Vaticano, con ocasión del Año de la vida


consagrada. Quería difundir a gran escala un libro titulado Aimer, c’est tout donner
(Amar es darlo todo), que recogía los testimonios de religiosos y religiosas, de
sacerdotes y de personas consagradas. No podía imaginar que aquel hombre entusiasta y
apasionado por Cristo había sido víctima de abusos por parte de un sacerdote. Sin
embargo, eso fue lo que me contó, y su sufrimiento me impactó mucho. Vi en él, una vez
más, los espantosos daños que causan los abusos sexuales, así como el largo y doloroso
camino que aguarda a las víctimas.
Me hace feliz que otros puedan leer hoy su testimonio y descubrir hasta qué punto
puede entrar el mal en el corazón de un servidor de la Iglesia.
¿Cómo puede llegar un sacerdote, ordenado al servicio de Cristo y de su Iglesia,
llegar a causar tanto mal? ¿Cómo puede haber consagrado su vida a llevar a los niños a
Dios, y acabar en cambio devorándolos en lo que yo mismo he llamado un «sacrificio
diabólico», que destruye tanto a la víctima como la vida de la Iglesia? Algunas víctimas
han llegado incluso al suicidio. Esos muertos pesan sobre mi corazón, sobre mi
conciencia, y sobre la de toda la Iglesia. Ofrezco mis mejores sentimientos de amor y de
dolor a sus familias y, humildemente, les pido perdón.
Se trata de una absoluta monstruosidad, de un pecado espantoso, radicalmente
contrario a todo lo que nos enseña Cristo. Jesús usa palabras muy severas contra los que
hacen daño a los niños: «Pero a quien escandalice a uno de estos pequeños que creen en

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mí, más le valdría que le colgasen al cuello una piedra de molino y lo arrojaran al fondo
del mar» (Mateo 18,6).
Nuestra Iglesia, tal como he recordado en la carta apostólica Como una madre
amorosa, del 4 de junio de 2016, debe cuidar y proteger con un afecto particular a los
más débiles y a los más indefensos. Hemos declarado que debemos mostrar una
severidad extrema con los sacerdotes que traicionan su misión, así como con sus
superiores jerárquicos, obispos o cardenales, si les protegen, como ha ocurrido en el
pasado.
En su desgracia, Daniel Pittet pudo encontrar también otro rostro de la Iglesia, y
ello le permitió no perder la esperanza en los hombres y en Dios. Nos habla también de
la fuerza de la oración, que nunca abandonó y que le confortó en las horas más negras.
Optó por reunirse con su verdugo, cuarenta y cuatro años más tarde, y mirar a los
ojos al hombre que le hirió en lo más profundo de su alma. Y le tendió la mano. El niño
herido es hoy un hombre en pie; frágil, pero en pie. Me siento muy afectado por sus
palabras: «Muchas personas no consiguen comprender que no le odie. Le he perdonado y
he construido mi vida sobre este perdón».
Le doy las gracias a Daniel, porque testimonios como el suyo hacen caer el muro de
silencio que ahogaba los escándalos y los sufrimientos, y proyectan la luz sobre una
terrible zona de sombra en la vida de la Iglesia. Abren el camino a una justa reparación y
a la gracia de la reconciliación, y ayudan asimismo a los pederastas a tomar conciencia
de las terribles consecuencias de sus actos.

Rezo por Daniel y por todos los que, como él, han sido heridos en su inocencia,
para que Dios los levante y los cure, y nos conceda a todos su perdón y su misericordia.

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El 10 de junio de 1959, mi padre intenta asesinar a mi madre. Esgrimiendo en la mano


un gran cuchillo, la marca en la garganta. Loca de angustia, le suplica que acabe con ella,
ante los ojos de mi hermana mayor, paralizada. Intento vano. Mi padre deja el cuchillo y
agarra una cuchilla de afeitar. Graba una cruz de San Andrés en el vientre de mi madre.
Ese vientre en el que yo vivo aún, en el que yo me muevo. Mi madre está encinta de
ocho meses. Su vientre soy yo. Estaré marcado por esta agresión durante toda mi vida.
Nazco el 10 de julio de 1959, y se puede decir que parto con mal pie en la vida. Ya
soy un superviviente.

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1.
EL CAOS DE LA INFANCIA

Mis padres forman una pareja mal avenida. Mi padre es un hombre forzudo, albañil,
gran trabajador. Sobre su familia lo ignoro todo. Mi madre es una mujer más bien
intelectual, fina y bien educada. Su madre, Alice, es de origen francés, pertenece a una
familia hacendada y con una cierta cultura. La guerra les empobrecerá, pues tienen que
marchar de Francia para ir a establecerse en Ginebra. En esta ciudad se siente
desclasada, porque mi bisabuelo fue contratado como simple obrero agrícola.
Con todo, la familia conservará los buenos modales y el buen comportamiento de
sus antepasados. Mi abuela era una mujer que siempre iba bien arreglada, con un aire
distinguido. Ella era la que nos transmitía una educación estricta y refinada, nos daba de
comer en una vajilla selecta, empleaba cubiertos de plata cuya procedencia nos intrigaba.
Nos sentábamos a la mesa con la espalda bien recta, con las manos colocadas de manera
correcta.
Mi abuela Alice se marcha de Ginebra al casarse. Se establece en Romont, en el
cantón de Friburgo. Mi abuelo Élie, el marido de Alice, es hijo de labradores. Como
muchos en aquel tiempo, procede de una familia numerosa, compuesta por diez hijos
cuyos padres mueren jóvenes, cuando sus hijos todavía son menores de edad. En cuanto
tiene la edad suficiente, mi abuelo Élie se convierte en chófer en la empresa de su tío.
Transporta a toda clase de gente, y le gusta mucho contar anécdotas espigadas un poco
de todas partes. Pero, como ocurrió con sus padres, mi abuelo muere joven y deja a mi
abuela sola con sus tres hijos y sin apoyo material. «¡Pon una tienda, yo te presto el
dinero que necesites!», le sugiere un pariente. Ella sigue el consejo y abre una papelería
que le permite subvenir a las necesidades de los suyos. Los miembros de mi familia
materna se muestran desde muy pronto solidarios los unos con los otros.

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Mi abuelo Élie tiene una hermana religiosa que forma parte de la Congregación de
las hermanas de San Pablo, conocida por lo general con el nombre de Obra de San
Pablo; esta tía abuela desempeñará un papel esencial en mi vida. La Obra de San Pablo
practica su apostolado a través de los medios de comunicación en estrecha colaboración
con los laicos. Esta es la razón por la que la comunidad goza de la reputación de poseer
una gran apertura de espíritu y está acostumbrada a vivir en el mundo. También mi
madre, como su tía, expresó el deseo de hacerse religiosa. Entró en el convento y estuvo
con las hermanas de San Pablo durante un año. En este período conoció a mi padre y
sucumbió a su encanto. Le habla a su madre del muchacho, y ella se informa sobre el
mismo a través del cura de la parroquia. Es una práctica muy corriente preguntarle al
cura para obtener información. Este último no tiene nada que decir; a lo sumo, que ha
sido un buen monaguillo, toda una cualidad a los ojos de mi abuela, que era muy
piadosa. Autoriza a mi madre a dejar el convento y casarse. En aquel momento mi madre
está en un mar de dudas sobre su elección, puesto que se la confía a su propia hermana.
Sin embargo, todo el mundo ignora en aquella época que aquel muchacho es un enfermo
psíquico. La pareja se casa. Mi hermano y mi hermana vienen al mundo. Algunos años
después, mis padres se trasladan a Ginebra.
El 10 de junio de 1959 mi padre agrede a mi madre en el octavo mes de su
embarazo. Llegan los del servicio de urgencias, la salvan y se llevan a mi padre para
internarlo durante varios meses en un hospital psiquiátrico. Dicen que padece una
paranoia. Impactada y traumatizada, mi madre decide marcharse de Ginebra y volver a
Romont con su madre. Cuando mi padre sale del hospital psiquiátrico, se viene a vivir
con nosotros, para gran desesperación de mi abuela. Le contratan en una marmolería del
lugar; le hace aún dos hijos a mi madre. Poco después encuentra un trabajo en Lausana.
Conservo muy vagos recuerdos de esta época, porque por entonces todavía era muy
joven. Recuerdo que mi padre tenía una habitación en su lugar de trabajo y que volvía a
casa el domingo por la tarde, para volver a marcharse a Lausana esa misma noche. Nos
gustaba mucho verle. No realizábamos muchas actividades con él, pero nos llevaba con
frecuencia a Romont para tomar un refresco, y después nos volvíamos a casa. Me
gustaban estos instantes que pasábamos con él, porque yo quería mucho a mi padre.
No era este el caso de mi abuela, que deseaba verle desaparecer de nuestras vidas.
Cuando volvíamos del paseo, pasábamos un buen rato respondiendo a todas las

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preguntas de mi abuela. Quería saber lo que habíamos hecho y lo que él había dicho; y
comentaba y criticaba nuestras respuestas. A mí me causaban mucha pena estos
momentos, porque, como era niño, no veía que mi padre fuera un enfermo psíquico. Yo
le quería simplemente porque era mi padre. Todavía hoy conservo el recuerdo de
historias evocadas siempre en sordina.
En 1965 tengo cinco años y medio y caigo gravemente enfermo, hasta el punto de
que mi madre tiene que venir a diario a visitarme a pie al hospital cuando sale del
trabajo. Tengo crisis de urea y me hacen con regularidad transfusiones de sangre. Soy un
niño enclenque, muy débil, y todo el mundo dice que no saldré adelante; un día, por
casualidad, sorprendo una conversación entre mi madre y el médico. Hablan de mí, y
comprendo que voy a morir. No recuerdo que esta noticia me produjera un shock; más
bien, me permite imaginarme en el paraíso con los ángeles. Además, me lo paso muy
bien en el hospital, porque todo el mundo se muestra amable conmigo. El médico me
cobró afecto, y el personal sanitario me prestaba una gran atención. Permanezco
hospitalizado durante casi seis meses. Un día, me dicen que estoy curado y que puedo
volver a casa.
Sigo en contacto con el Dr. Lang, que es quien se ha ocupado de mí durante estos
largos meses: todo el tiempo pasado en el hospital ha estrechado los lazos entre nosotros.
Este hombre de gran corazón se ha ligado a mí y ha seguido acogiéndome en su familia.
Cada miércoles voy a su casa y me dejan ver una emisión para niños en la televisión.
Son unos momentos fantásticos, puesto que por aquellos tiempos mi familia no tiene
televisor; solo las familias acomodadas disponen de recursos para comprarse uno. Mi
benefactor me desliza a menudo cinco francos en el bolsillo. Este hombre, sin que él lo
supiera, ha contado mucho para mí, porque me demostró que yo contaba para él. Mi
familia y yo vamos a tener que marcharnos de Romont en unas circunstancias
dramáticas, y yo pensaba que no volvería a verle nunca más.
Pero un domingo, treinta años más tarde, voy a misa a la abadía cisterciense de La
Fille-Dieu de Romont y me siento al lado de un señor ya anciano. Al salir de la iglesia,
me despido de él con un «feliz domingo», al que él me responde riendo:
«Feliz domingo, ¡hoy es mi cumpleaños!». Sorprendido, le miro con más atención:
«¡Qué casualidad! ¡También es el mío! ¿Cómo se llama usted? – Yo soy el Dr. Lang de

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Romont. – ¿El Dr. Lang? ¡Yo soy Daniel Pittet!». La sorpresa se dibuja en su rostro:
«¿Daniel Pittet? ¿El pequeño Daniel? Pero si tú deberías estar muerto, y, mira, estás
aquí, ¡es increíble!». Nos damos un abrazo. Esto me proporciona la ocasión de
agradecerle todo lo que hizo por mí, todas sus atenciones. Ese día tengo la impresión de
que él tiene cien años, aunque en realidad no tiene más que setenta y cinco. Este
reencuentro en un banco de la iglesia fue fabuloso. No volví a verle nunca más, y dos
años más tarde me enteré de que había fallecido.
Poco después del nacimiento de mi hermana pequeña, mi padre actúa de una
manera muy extraña. Hace circular un rumor increíble. Dice, mientras bebe en el bar,
que sus hijos no son suyos. Cada uno es hijo de un personaje diferente de la ciudad. Da
la paternidad de mi hermana mayor al cura, la de mi hermano al abogado, la mía al
médico; mi hermano pequeño es hijo del propietario de la casa de mi abuela; y mi
hermana es hija del prefecto. ¡Dice que las personas importantes del lugar son al mismo
tiempo amantes de mi madre y padres de sus hijos! Mi padre es un hombre rebelde, pero
un rebelde enfermo.
Esta loca declaración va a causar un cataclismo en nuestra familia. Se nos pide que
nos vayamos de Romont, porque el rumor es muy difícil de soportar. «La cosa no tiene
nada que ver con usted, señora, pero tiene que marcharse de Romont. No pueden seguir
viviendo aquí». Son palabras del prefecto. ¿Marcharnos? ¡Qué shock! Mi madre y mi
abuela han vivido siempre en Romont. ¿Adónde nos podríamos marchar? ¿Y con qué
dinero? Mi abuela vive de su papelería desde hace años, ¡no puede marcharse con su
clientela! ¿Cómo va a vivir? En su cabeza se agolpan todas estas preguntas, está
verdaderamente desesperada. ¿Debe seguir a su hija y a sus nietos? ¡Nos echan! Nos
ponen al margen de la sociedad para acallar un rumor insensato. Es algo inconcebible:
¡nos excluyen de nuestra ciudad! Por mi parte, no creo que una experiencia como esta
sea algo corriente. Momentos como estos fueron extremadamente dolorosos de vivir y de
digerir. Para mi abuela suponen un shock inmenso. Es una comerciante, conoce a todo el
mundo, es una mujer considerada. Lo pierde todo, pero se decide a venir con nosotros.
Por ese mismo período desaparece mi padre de nuestra vida. Se firma oficialmente
un documento ante el prefecto: mis padres se separan de cuerpos y de bienes. Todos los
hermanos y hermanas tendremos que desplazarnos durante cierto tiempo a Lausana a
visitar a un psicoterapeuta para evaluar las secuelas que han dejado en nosotros estos

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acontecimientos rocambolescos. Por fin, se emite el veredicto. «Los niños no deben
tener más contacto con su padre. Es malo para su salud». Mi abuela y mi madre nos
explican que no le volveremos a ver. Yo tengo ocho años. A partir de ahora, decimos
que nuestro padre ha muerto. Es más sencillo que vernos obligados a explicar nuestra
absurda historia. Al principio, sé que está todavía vivo. Poco a poco, a fuerza de
simplificar, acabo por creer que está muerto.
Lo más sorprendente de esta inaudita situación es que, por un lado, nos van a
excluir y, por otro, nos van a proteger. En un primer momento, se habla de enviarnos a
Berna. ¡Berna se encuentra en el fin del mundo! En efecto, mi familia no posee ningún
medio de locomoción. Por eso, marcharnos a Berna significa irnos definitivamente de la
Suiza de habla francesa y vernos obligados a vivir en un medio que nos resulta
totalmente extraño. Berna es la capital de Suiza y es una ciudad de habla alemana. La
gente habla el alemán suizo, y en nuestro entorno próximo nadie domina esta lengua. Por
suerte, nuestra tía abuela, religiosa, acude en nuestro rescate. Como antigua madre
superiora de la Obra de San Pablo, tiene una cierta influencia en este medio social en el
que la política y la religión se encuentran todavía totalmente imbricadas. Estamos en
1967. Mi tía abuela consigue, a través de sus relaciones, que nos trasladen a Friburgo,
ciudad bilingüe y capital del cantón. La idea complace a todos, porque la ciudad es
suficientemente grande y nadie nos conoce. En virtud de ello, pasaremos desapercibidos.
Alguien nos encuentra un apartamento que no es caro. Todavía hoy sigo diciendo
«alguien», porque no sé muy bien quién está realmente detrás de este traslado, quién se
ocupó de los aspectos administrativos y financieros.

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2.
DE FAMILIA EN FAMILIA

Contra toda expectativa, llegamos a Friburgo en buenas condiciones, nos alojamos en


la calle de Morat, en el mismo edificio que las Pompas Fúnebres Generales, una calle
antigua de la parte alta de la ciudad de Friburgo, jalonada de varios conventos y al final
de la cual se encuentra la catedral. Habitamos a menos de cien metros del convento de
los capuchinos. Dejamos un viejo apartamento en Romont y nos encontramos en un
edificio destinado a familias menesterosas, pero en el que todo es nuevo: cuatro piezas y
media, una cocina preciosa, habitaciones espaciosas; yo comparto la mía con mis dos
hermanos. Miel sobre hojuelas para mi abuela: ve la catedral desde el balcón.
¡Formidable! Nos relacionamos con gente sencilla con la que nos entendemos bien, en
particular con los conserjes. La escuela del barrio está cerca, y nos integramos en ella
con facilidad. Mamá ha encontrado un trabajo en la Policía de Extranjeros como
empleada de oficina. De este modo, al establecerse en Friburgo, en unas circunstancias
dramáticas, mi abuela y mi madre han recuperado una parte del estatus social que habían
perdido.

No por ello deja de ser un hecho que somos muy pobres, porque el salario de mi
madre no es precisamente sustancioso. Sor Jeanne, una religiosa de la Obra de San
Pablo, se va a ocupar de nosotros; las hermanas cocineras recuperan cada día los restos
de la comida del convento, los depositan en un recipiente que yo voy a buscar, y mi
abuela los recalienta para que comamos. Así tiene que comprar pocos alimentos, lo que
le permite procurarse otros bienes elementales. También por mediación de esta misma
religiosa entrará la familia en contacto con la sociedad acomodada de Friburgo. Es el
tiempo en que la gente bien instalada ofrece pequeños trabajos remunerados.

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Por mi parte, desde muy pronto voy a realizar pequeñas tareas: ocuparme de
jardines, cortar el césped, hacer las compras, ayudar en la limpieza. Así pues, me dan
trabajo en varias familias, y estas actividades me permiten ganar algo de dinero. Me
gusta hacer esto. A título de ejemplo, junto con mi hermano trabajé haciendo las
compras para la familia Deiss, uno de cuyos hijos, Joseph, llegará a presidente de la
Confederación helvética muchos años después. Los cuatro hijos son diez años mayores
que yo. El ambiente familiar es cálido y cordial, y enseguida me siento cómodo entre esa
gente, que me integra desde el primer momento. El señor Deiss nos paga, a mi hermano
y a mí, una suma mensual que compartimos. Mi madre deposita este dinero en una
cuenta que abre para nosotros, con tanto acierto que, más tarde, cuando tenga la edad de
cobrar dinero, descubriré que tengo ahorrada una bonita suma. Voy a casa de los Deiss
dos veces por semana. Siento una gran estima por la señora Deiss, porque me parece
recta y justa. Cuando le devuelvo el dinero que ha sobrado de las compras, lo cuenta
siempre en mi presencia y me felicita. Yo me siento estimado gracias a este modo de
proceder. El señor Deiss se convierte en mi padrino de confirmación. En su casa me
deslumbran los deliciosos desayunos compuestos de quesos, pan del día, mantequilla...:
alimentos que me parecen lujosos. Beben Sinalco, una gaseosa con sabor a naranja que
no he probado en ninguna otra parte. Los señores Deiss son infinitamente buenos
conmigo. Hasta el fallecimiento de la señora, iré a visitarles cada semana.
El hecho de que tratemos a familias acomodadas hace nacer en mi madre el deseo
de que emprendamos estudios superiores. La mayoría de los hijos de las familias
importantes asisten al colegio Saint-Michel de Friburgo, que, con el paso del tiempo, se
ha forjado una gran reputación. Por desgracia, el acceso al colegio está reservado a una
determinada élite intelectual de la que nosotros no formamos parte. Además, no estoy
seguro de estar dotado para lanzarme a unos estudios superiores. A lo largo de toda mi
infancia, siento hasta qué punto es importante la dimensión social para mi familia. Creo
que nuestro estatuto de gente desfavorecida les pesa mucho a mi abuela y a mi madre,
que, por otra parte, habría querido incluso cambiar nuestro apellido por el que tenía de
soltera. Lo considera de más prestigio que el apellido Pittet. Tengo doce años y
comprendo ya que el cambio de apellido no transformará nuestra vida. Somos pobres y
lo seguiremos siendo, sea cual sea nuestro patronímico.

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Así, de niño, estoy a menudo en la calle. Friburgo es una ciudad que se ha
construido en varias etapas. La ciudad vieja, la parte baja, se extiende en el meandro del
río que la atraviesa, el Sarine. En la parte alta se ha edificado la ciudad nueva en torno a
la catedral, que domina todo el espacio. Yo viviré siempre en los alrededores de la
catedral, entre la parte alta y la parte baja. Como hago las compras a varias familias,
conozco todos los comercios de la ciudad y saludo a la mayor parte de la gente, porque
soy un chico abierto y dotado de una gran facilidad de palabra.
Tengo poco contacto con mi madre, que trabaja a jornada completa. Tenemos una
situación familiar particular, porque, allá por los años sesenta, una familia normal está
compuesta por un padre, una madre y unos hijos. La mamá se queda en casa, el papá
trabaja. Hemos de tener presente que las mujeres no obtuvieron el derecho al voto en
Suiza hasta 1961. En los primeros años de mi vida me educaron dos mujeres en un
medio carente de hombres. Estas dos mujeres son creyentes y piadosas. En esto están en
sintonía con la sociedad de Friburgo, fuertemente católica y practicante. La ciudad acoge
a numerosas congregaciones religiosas entre sus murallas, y a lo largo de la jornada
surcan sus calles curas con sotana; el ambiente es de religión y de conservadurismo. En
nuestro salón tenemos colgadas las fotos del papa Juan XXIII, del general Guisan,
comandante en jefe del ejército suizo durante la Segunda Guerra Mundial, ¡y la del
obispo del lugar! Defendemos los valores de la Iglesia y de la patria. Somos cercanos al
partido conservador y mayoritario. La oración no tiene ningún secreto para nosotros.
Rezamos para pedir alguna gracia o para dar gracias al Señor. La vida es ruda, y
tenemos que luchar en todo momento; la oración nos supone una ayuda enorme para
esto. Mi abuela siempre le da gracias a Dios por darle la fuerza para vivir. Ella le confía
nuestra vida. En esta creencia se mezclan también las beaterías, en particular el temor al
diablo. Rezamos todos los días, antes de comer y antes de acostarnos. Adoro los
momentos en que rezamos con las cuentas del rosario. Todos los domingos damos el
mismo paseo, que se ha convertido en un ritual. Nos dirigimos en familia, a pie, hasta la
capilla de Notre-Dame de Bourguillon. Esta magnífica capilla domina la parte antigua de
Friburgo, en un decorado dotado de tonos fantásticos, y se parece a una cueva toda ella
cubierta de hollín. Es impresionante y mágica. Siempre en ella mucha gente, porque es
un sitio de peregrinación que atrae a fieles de Suiza y de otras partes. Acuden allí a pedir

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la paz, el consuelo y la curación, pero también, con frecuencia, a dar gracias. Todavía
hoy me sigue gustando ir a rezar a Bourguillon.
Mi abuela conoce a muchísimos curas, por los que siente un gran respeto. Cada
semana viene un sacerdote a casa para darle la comunión. Se encierra con él en su
habitación, lo cual despierta una gran curiosidad en nosotros. ¡Nos gustaría una
enormidad saber de qué hablan detrás de la puerta! A veces pegamos la oreja para
intentar captar alguna palabra. Todo en vano. Cuando el señor cura se marcha de casa,
nos dice: «Tenéis que dejar a la abuela tranquila», palabras que aumentan el misterio.
Mi tía abuela religiosa es una amiga de Marthe Robin, una mujer cuya vida
espiritual es extraordinaria. Esta gran mística francesa permaneció encerrada en su
habitación durante toda su vida a causa de una discapacidad cada vez más grave que le
impedía caminar; recibió los estigmas ya desde muy joven. Marthe Robin tuvo la suerte
de encontrar al padre Finet, que se ocupará de ella hasta su muerte. Esta mujer, a la que
admira mi familia, fundará los Hogares de la Caridad, destinados a hacer retiros y
practicar la meditación. Mi madre la conoció gracias a su tía; ambas van a visitarla juntas
a Châteauneuf-de-Galaure, y mi madre mantiene una correspondencia bastante intensa
con ella. Debo precisar que Marthe Robin no escribe; es el padre Finet el que le lee las
cartas y responde por ella. Marthe Robin emplea siempre palabras muy sencillas que
suenan a verdaderas y que transportan. Este intercambio epistolar ayudará mucho a mi
madre, y esta mística ocupará un lugar muy importante en nuestra familia, que le pedirá
consejo con mucha frecuencia.

A mi madre le preocupa que sus hijos se integren en Friburgo, puesto que han sido
rechazados de Romont. Decide apuntarnos a los scouts, agrupación afiliada a la
parroquia. Los tres chicos nos convertimos, asimismo, en monaguillos habituales en la
catedral Saint-Nicolas; participamos en todos los bautizos, bodas y entierros. Existe una
vida parroquial trepidante. Asisto a misas sinfónicas cantadas por el coro de la catedral,
algo que me procura un sentimiento de gran alegría, cuando no de sosiego. En este
marco es en el que comienzo a apreciar la música clásica. Me siento bien acogido por la
docena de canónigos, entre los que figuran varios eruditos. Algunos de ellos ayudan a mi
madre. Otras personas cultas pululan en torno a este pequeño mundo, así como el obispo
del lugar. La catedral acoge también a sacerdotes que están de paso. Fue allí donde tuve
la enorme suerte de encontrar al cardenal Charles Journet. Se diría que el cardenal busca

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hacerse invisible por el modo en que intenta pasar desapercibido al desplazarse. Yo soy
todavía un niño, pero siento que es un hombre extraordinariamente humilde y dulce, una
personalidad fuera de lo común. El cardenal me dijo dos cosas que siguen grabadas en
mí. La primera es anodina: me aconseja perfeccionar mi latín, porque le parece que no
comprendo bastante bien la misa. La segunda me marcará. «Si un día sufres, tendrás que
ir nueve veces a la capilla de Bourguillon. A la novena, sabrás por qué sufres». Me
acordaré de este consejo varios años más tarde. Por mi parte, ignoro que es un intelectual
muy considerado, cercano al filósofo Jacques Maritain, que ha enseñado en los campos
de internamiento próximos a la ciudad, que ha hecho oír su voz disidente durante la
Segunda Guerra Mundial trufando sus sermones con referencias a las deportaciones y al
antisemitismo, hasta el punto de que su palabra era objeto de vigilancia por la autoridad
federal. Monseñor Journet vive en el seminario de Friburgo; ha tenido muchos hijos
espirituales, entre ellos el cardenal Cottier, que fue consejero teológico del papa Juan
Pablo II en Roma, así como monseñor Pierre Mamie, monseñor Bernard Genoud y
monseñor Charles Morerod, obispos de Friburgo.
Mi abuela cae gravemente enferma a comienzos del año 1970. La internamos en
una casa de reposo que desempeñará un papel importantísimo en mi existencia: La
Providence, un nombre predestinado. Se encuentra situada en la parte baja de la ciudad,
en la carretera que lleva a la catedral, y acoge a los pobres, a los enfermos, a las personas
ancianas y a los niños en dificultad. En ella están mezcladas las generaciones. La casa
está dirigida por unas religiosas que trabajan sin tregua para ayudar a los más
desfavorecidos. Mi abuela se encuentra al final de sus días; ya no habla, pero le cuesta
morir. Para mi madre supone un gran dolor verla en ese estado. Se ocupa de ella día y
noche, hasta el punto de desatendernos a los cinco. Mi madre trabaja durante el día,
come en La Providence a mediodía y pasa todas las noches a la cabecera de su madre,
durante meses. Al principio, los niños se las arreglan solos. Pero llega un día en que se
impone tomar una decisión y encontrar una solución: distribuirnos en familias de
acogida o en instituciones.
A mí me alojan en una familia muy creyente. Los padres están muy implicados en
la Escuela de la Fe, que recibe en aquel tiempo a muchos canadienses. En ella me
encuentro con mucha gente. Me siento bien allí. Se organiza una misa en los locales, en
la que me gusta mucho participar. Poco después, cambio de familia y voy a casa del

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sacristán de la catedral de Friburgo. En ella como y duermo. Esta gente se porta muy
bien conmigo. Para mi gran suerte, si así puedo hablar, su domicilio está situado cerca de
La Providence, de modo que puedo ir a comer a mediodía con mi madre y saludar a mi
abuela moribunda. Fue durante esta fase de transición cuando conozco en La Providence
a una religiosa que se ocupa de mí como solo una madre podría hacerlo. Se llama sor
Isabelle y me enseña a darlo todo, porque ella misma es de una generosidad infinita.
Toma el relevo de sor Jeanne y nos proporciona los alimentos de primera necesidad,
como la mantequilla, el pan o la leche. Es una mujer dotada de una bondad infinita con
respecto a mi persona; siempre creyó en mí; por mi parte, seguiré visitándola durante
años.
Un día llega lo que tenía que llegar: mi abuela muere. Y mi madre se hunde. No
soporta su fallecimiento. Hay que hospitalizarla. Me informa de su marcha del modo
más lacónico. «Voy a marcharme al hospital y vas a ser alojado otra vez en una familia».
Yo le respondo: «Quiero quedarme en casa». Es lo que más deseo. «No, no es posible,
tienes que marcharte». Lloro. «Puedes llorar todo lo que quieras, no hay otra solución.
¡Tengo que irme al hospital!». La explicación se resume en estas cuantas palabras. Y me
parece que fui el único de los hermanos al que ella habló del asunto. Mis hermanos y
hermanas fueron distribuidos entre diferentes familias para una larga estancia, sin
explicaciones. Me siento fuertemente conmocionado por esta noticia, porque no
comprendo nada y tengo miedo. Me pregunto dónde voy a aterrizar.
Me retiran de la familia del sacristán y me ingresan en La Providence. Conozco el
lugar, lo cual me tranquiliza un tanto. El jefe de mi madre había informado a su mujer de
que yo iba a establecerme allí. Al enterarse de que mi abuela ha muerto y de que mi
madre ha caído enferma, se apiada de mí. Por eso me invita a su casa; tengo la misma
edad que uno de sus hijos, que es un compañero de juegos. Será ella la que me regalará
mi primer transistor, ¡un regalo excepcional! Escucho con un placer inaudito las noticias,
la música; escucho todo lo que pasa, a pesar de las interferencias. ¡Recibir semejante
regalo es algo enorme! En mi familia nadie dispone de medios para comprar tal objeto.
Mi madre es hospitalizada. No se sabe de qué está enferma. Nos dicen que tiene un
cáncer. Un día viene a verme a La Providence una de sus compañeras de trabajo.
Todavía me acuerdo de su forma tan directa de hablar: «Tu madre se está muriendo,
tienes que ir a verla. Si quieres, te acompaño». Y nos dirigimos a Berna. Una vez

21
llegados al hospital, entramos en la habitación... Mi madre está acostada en su cama,
¡viva! Con gran sorpresa por mi parte, no se está muriendo, y yo no la encuentro tan
enferma, ¡algo que viene a añadirse a mi consternación! Nuestra conversación se resume
en dos frases: «¿Cuándo vuelves?». Es lo que más me preocupa. «No lo sé», es la
respuesta de mi madre. Y me marcho. Volvemos a Friburgo, y nada cambia. Al menos
yo tuve la suerte de haberla visitado, algo que no pudieron hacer mis hermanos y
hermanas.
Un día, sin que nadie me avise, desembarca mi madre en La Providence. De repente
está allí. Como habitamos en el mismo lugar, se facilitan los encuentros. Subo de vez en
cuando al piso, llamo a la puerta, la saludo y me marcho. Recuerdo una ocasión en que
pasé un miedo enorme. Estoy en la escalera cuando oigo aullar a mi madre. Son unos
gritos terribles. Presa del pánico, me refugio en la capilla. ¡Pienso que mi madre se está
muriendo! Rezo en voz alta. «¡Si vienes a buscarla, hazlo pronto!». Le hablo a Dios con
toda la convicción que puede tener un niño. Al cabo de un momento, salgo de la capilla.
Una religiosa viene hacia mí y me dice: «Ya se ha acabado, puedes ir a ver a tu mamá,
ya está mejor». Entro en la habitación, y mi madre tiene un buen aspecto. Se trata de una
de esas situaciones totalmente incomprensibles; esas incertidumbres y esas incoherencias
son muy difíciles de soportar. Me enteraré mucho más tarde de que mi madre tuvo una
enorme crisis de angustia y creyó ver a Satán.
Mi madre no tiene cáncer, sino que me parece que está sumida en una inmensa
depresión. En aquel tiempo, una enfermedad psíquica era una enfermedad vergonzosa.
No se hablaba de ella, porque la relacionaban con la enfermedad mental. A las personas
depresivas se las confundía con aquellas a las que se llamaba «locos» y seguían siendo
durante toda su vida marginados, y con ellos también su familia. En efecto, «padecer una
depresión» significaba que la familia tenía una tara y estaba afectada de una gran
fragilidad. De ahí que fuera preferible padecer un cáncer: era menos vergonzoso.
Esta depresión debilitó a mi madre, que ya no podrá volver a su trabajo. Obtuvo una
renta de invalidez del Estado. Cuando, por fin, sale de La Providence, nos trasladamos
de nuestro apartamento de la calle de Morat para instalarnos en la calle más «chic» de
Friburgo. Nos espera un gran piso con cinco piezas y media: suelo de parquet, amplias
ventanas, vista a los Alpes. ¡Las apariencias están salvadas! Todavía hoy sigo ignorando
cómo podíamos pagar el alquiler. A veces, en una u otra de las familias en las que fui

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acogido, me dijeron: «Recuerda al que se ocupa de ti que lleva tres meses sin pagar
nada». Pero ¿quién se ocupa de mí? Lo ignoro. Viviremos en este hermoso edificio
durante varios años, tan bien que mucha gente nunca se imaginará hasta qué punto
vivimos en la precariedad. En esto consiste la paradoja de mi vida. Por un lado, la
miseria; por otro, un confort que no tiene relación con nuestro estatuto social.
Me enteraré más tarde de que las hermanas de La Providence pagan grandes
cantidades de dinero por nosotros. Las hermanas reciben donaciones de familias ricas
que ellas redistribuyen entre las familias necesitadas. Durante años, me costará poner
nombres a todas las personas que nos ayudaron. Otras comunidades religiosas nos
aportan también su apoyo. Recibimos ropa y calzado; ¿no nos llaman «Pittet de los
zuecos» en la escuela? Los zapatos nos los compran con un fondo de caridad abastecido
por una mujer rica, la cual ha dejado su fortuna a la gente que no puede pagarse los
zapatos.
Mi familia se compone de las religiosas de San Pablo, las religiosas de San Vicente
de Paúl de La Providence, las religiosas de Santa Úrsula y las familias de acogida. Pero
son también las hermanas de Santa Inés, unas religiosas dedicadas a la enseñanza, las
que me ayudan en la escuela. Sin ellas, yo podría haber terminado en la cárcel. Aunque
soy un niño muy piadoso, me comporto, a pesar de todo, como un renacuajo. Si hubiera
caído en una pandilla de gamberros, podría haberme ido con ellos. Me parece que tengo
la suerte de vivir en unos ambientes religiosos que me protegen. Siempre estoy rodeado
de religiosas. Me gusta rezar y me gusta ocuparme de las hermanas ancianas. Hablo
gustosamente con ellas y soy un poco como su hijo. Siempre me he sentido amado por
las religiosas que he encontrado en mi camino. Cada año recibo un biscôme [un pan de
especias] por la fiesta de san Nicolás, patrón de la ciudad. Hasta ya cumplidos los treinta
años, las hermanas seguirán guardándome uno ¡y me llamarán por teléfono si me olvido
de ir a buscarlo! Me siento un tanto molesto por recibir este biscôme a los treinta años,
pero no quiero rechazarlo, por temor a herirlas.

23
3.
EL DESCENSO A LOS INFIERNOS

Pero volvamos atrás, concretamente a julio de 1968. Es la fecha en que conocí al que
me violó. Fue en una misa que celebró en la catedral.
Hay varias maneras de contar una violación. Por mi parte, podría mostrarme púdico
y resumir la historia de este modo: fui violado por un sacerdote durante cuatro años,
desde los nueve hasta los trece años. Podría decir las cosas sin producir ningún impacto
en el lector. Ahora bien, ¿qué comprendería este del sufrimiento nacido de una violación
resumida en cuatro líneas? También podría centrar mi atención en lo que experimenté.
Sería bastante fácil apiadar al lector. En efecto, ser violado es experimentar impotencia,
cólera, tristeza, odio, desesperación, abandono, cobardía. Una mezcla de todo tipo de
emociones que durante mucho tiempo traté de ocultar... ¿Cómo pude no hundirme en la
locura?
Hoy, tras dieciocho años de terapia, tengo deseos de emplear las palabras que me
parecen apropiadas para expresar lo que he vivido. Y poco importa que no sean siempre
políticamente correctas. Estas palabras son las mías, las que me parecen expresar del
mejor modo posible lo que fue mi experiencia de niño violado. Estas palabras serán a
veces crudas, porque una violación es algo abyecto, sucio. Se sale siempre de una
violación con un sentimiento de mancha profunda. Una huella indeleble. Para siempre.
Un sábado como todos los demás, entra en la catedral un sacerdote capuchino, el
padre Joël Allaz, para celebrar misa. ¿Por qué él? No lo sé. Si especulo, yo diría que ha
olfateado una buena presa... Es simpático y atento. Tras la celebración, me invita a ir a
su casa. Quiere presentarme a alguien, enseñarme un mirlo que hay en su convento...
«¿Sabes? ¡Un mirlo que habla!». ¡Yo tengo nueve años, es algo mágico! ¡Qué tentación!
Quiero ver ese pájaro que habla. Pero debo pedir permiso a mi abuela. El hombre no

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tiene prisa, lo comprende muy bien. Incluso puede acompañarme a mi casa, puesto que
vivimos a unos metros del convento. Dispone de todo el tiempo necesario. Mi abuela
acepta sin vacilar, porque es una suerte y supone un gran orgullo oír que un sacerdote se
interesa por un miembro de su familia. Mi abuela dice que sí, y nos citamos. «Llama al
convento y me avisarán», me dijo el sacerdote. Una autorización, y mi vida se altera por
completo.
Tal como habíamos convenido, me dirijo al convento de los capuchinos y sigo
escrupulosamente sus instrucciones. Tengo el tiempo justo de ver al mirlo cuando me
hace entrar inmediatamente en su habitación. Me ordena: «¡Bájate el calzón!», y se saca
un gran pito del suyo. Y me fuerza a chuparlo. Todo discurre muy rápido. Todo esto es
nuevo para mí. Hay algo que fluye de su pito. Todo ha terminado, se lo guarda y me
sirve una limonada. Ninguna palabra. Bebo en silencio la limonada, está buena. Me
acompaña a la puerta, todo sonrisas. Cuando la abre, me dice en voz muy baja:
«Tendremos que guardar todo esto entre nosotros». Sella el secreto y se desencadena la
máquina infernal. No es posible ninguna vuelta atrás...
Me encuentro en la calle, hecho polvo. Tengo nueve años...
El shock se situó para mí en el primer gesto, en el momento en que fui cogido por
sorpresa; no me lo esperaba, mi mente no estaba conectada con una potencial agresión.
Vengo a ver un pájaro que habla. Y bruscamente, el capuchino mete su mano en mi
pantalón, me ordena que me baje el calzón. Me quedo estupefacto. Todo queda
bloqueado en mí y todo se queda bloqueado durante veinte años. Como si cada agresión
me volviera a colocar en la primera situación. No puedo decir nada. No hay nada que
hacer.
Por otra parte, ¿se ha preguntado alguien cómo podría comunicar un niño una cosa
semejante? ¿Quién me va a creer? Repito esta frase de una manera continua,
incansablemente. Para empezar, sé que algo ha descarrilado. Lo que he hecho está mal,
lo presiento de inmediato. Pero también de inmediato me doy cuenta de que estoy
prisionero de lo que acaba de pasar. Nunca podré hablar de ello.
Volvamos al contexto. Nos hemos visto obligados a marcharnos de Romont y
estamos realojados en Friburgo. Nos falta de todo. La religión es un bálsamo que ayuda
a mi abuela y a mi madre a vivir, a no marchitarse. En 1968, en la región donde vivo, la

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Iglesia y el Estado no son más que una sola cosa, hasta el punto de que la Iglesia
desempeña un papel central, ejerce un gran poder. Forma un tándem con el partido
político dominante, el partido conservador «demócrata-cristiano»; está ligada a la
educación, puesto que una gran parte de los enseñantes son religiosos y religiosas;
constituye una autoridad moral y dicta lo que está bien y lo que está mal. Es ella quien
fija las normas del pensamiento.
Recuerdo la alegría que sintieron mi madre y mi abuela cuando se enteraron de yo
era monaguillo de la catedral. ¡Qué orgullo! La catedral es la casa del obispo, y el obispo
es el summum. Cuando monseñor Pierre Mamie fue ordenado obispo en 1968, me
escribió unas letras para darme las gracias por haber ayudado en la misa. Unas palabras
muy sencillas. Era un honor tan grande recibir una carta del obispo, que la guardé debajo
de la almohada durante años.
Para mí, a los nueve años, y para mis seres allegados, están Cristo, el papa Juan
XXIII, el general Guisan y monseñor Charrière. Son las únicas figuras dotadas de
autoridad moral serias y justas. Y no hay más que hablar.
Mi abuela y mi madre se adhieren, pues, por completo a la Iglesia y a sus preceptos.
Me educan en un clima de lealtad absoluta a sus ministros. No soy verdaderamente
consciente de ello, pero lo sé. Todos los niños notan lo que pueden decir o lo que deben
callar; no hay necesidad de palabras y, por otra parte, es de este modo como se forja el
secreto. Además, nuestra familia está en deuda con la Iglesia, puesto que ciertos
sacerdotes le proporcionan ayuda financiera.

Espero que se me comprenda bien. Para el niño que yo soy, ser víctima de un abuso
es terrible, porque querría hablar de ello. Me elaboro todo un guion para revelárselo a mi
madre, pero no lo consigo. Si ella intentara un pequeño gesto, me confiaría a ella, pero
no me pregunta nada. Me parece que no puede imaginarse que el padre Joël Allaz me
haga semejantes porquerías cada semana.
Es el capellán de los jóvenes preadolescentes de toda la Suiza de lengua francesa y
se desplaza continuamente entre Sion, Lausana, Friburgo o Ginebra; además, visita todas
las instituciones para jóvenes discapacitados. También es capellán de varios
movimientos eclesiales; este sacerdote no es responsable de ninguna parroquia: escribe
en la revista Foyers, revista católica con fines moralizadores, toma fotos y las revela en

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un pequeño laboratorio situado en el convento de los capuchinos de Friburgo. El padre
Joël Allaz es un tipo que se mueve constantemente, y sus incesantes movimientos le
ayudan, por supuesto, en sus artimañas.

Viene a comer con regularidad a mi casa y se gana rápidamente la confianza de los


míos. Por eso puede venir a buscarme cuando quiere, cuando le entran ganas –cuenta con
el respaldo de mi abuela y de mi madre–. Esta es la razón por la que pensaré durante
mucho tiempo que estaban conchabadas con él. Voy a su casa, al convento de los
capuchinos, con su consentimiento.
Con el paso de los meses, empieza a llevarme a todas partes. Durante cuatro años,
paso todos los veranos en alguna colonia juvenil con él y me viola cada día. Me acuerdo
demasiado bien de las colonias de Valais. De vez en cuando, viene gente a llamar a la
puerta, que él cerraba siempre con llave. No puedo creer que ningún adulto se dé cuenta
de su estratagema. Tengo la sensación de que todos los adultos están en connivencia y
que se trata de un equipo muy raro.
La mayor parte del tiempo, me refugio en la capilla para esconderme. Desaparezco
de su vista. A veces me buscan, pero nadie viene nunca a visitar este lugar. ¡Es extraño
que unos sacerdotes no piensen nunca en abrir la puerta de la capilla para ver si hay
alguien en ella! Tal vez sea mejor no descubrir a un niño violado que sufre en el fondo
de la iglesia... Prefieren decir que soy un rebelde y que ¡me escapo al pueblo! Me
levanto con la aurora, antes que él, para evitar tener que acostarme con él al saltar de la
cama. Vivo muy mal con este secreto, estoy viviendo un infierno.

Cuando muere mi abuela, tengo la esperanza de que alguien descubra el calvario


por el que estoy pasando, porque me envían a un psiquiatra; la maestra nota que hay algo
que no funciona bien en mí. Soy malo en clase y no tengo camaradas, no consigo tejer
lazos amistosos. Estoy siempre solo en mi rincón, triste. He cambiado. Me he vuelto
depresivo. Sí, un niño puede ser depresivo. Yo lo soy. Sin embargo, la maestra piensa
que sufro por el duelo de mi abuela y por la enfermedad de mi madre; evidentemente,
eso no mejora mi situación. Pero el psiquiatra no descubrió mi secreto. Hoy, cuando
pienso en ello, no puedo creer que no haya visto nada. Hay dos versiones que me
parecen plausibles. La primera es sencilla: me tocó en suerte un mal psiquiatra; la
segunda es más compleja: vio algo, pero consideró que, para una familia tan frágil, era

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asumir demasiados riesgos formular una denuncia. Se trata de una visión terrible, pero
posible. El padre Joël Allaz sigue violándome, aun sabiendo que estoy viviendo una
situación familiar dramática. Me parece que este aspecto aumenta su perversidad.

Así pues, me voy a vivir a La Providence. En un determinado momento, ya no


recuerdo muy bien por qué, tuve que irme a vivir durante algún tiempo con las hermanas
de la Obra de San Pablo. Mi tía abuela se dará cuenta entonces de mis incesantes y
regulares citas con el capuchino. Pienso que adivina una situación anormal y malsana, y
me invita un día a ir a su despacho. Quiere saber qué voy a hacer con tanta frecuencia a
casa de este padre. Me quedo paralizado, incapaz de hablar, y ella comprende. Me
pregunta si quiero continuar yendo. Le digo que no, y ella me dice: «A partir de hoy no
irás más a su casa. ¿Estás contento?». ¡Esta prohibición me libera del infierno! Me voy
corriendo a casa del padre para decirle que mi tía me prohíbe ir a verle a partir de ahora.
Me viola una última vez, y todo se detiene.
Ignoro si hubo algún procedimiento oficial; no lo creo. Con la perspectiva del
tiempo, me doy cuenta de que mi tía abuela mantenía también el lenguaje de la Iglesia,
en el sentido de que nunca expresó con palabras lo que había comprendido. Jamás me
preguntó formalmente si el padre Allaz me violaba. Se trataba de algo que no se dice,
pero que todo el mundo comprendía. Y ella no volverá nunca sobre este período de mi
vida. Hizo todo lo necesario para que aquello cesara, pero no intentó formular una
denuncia. Sé que no informó a mi madre, que se encontraba muy mal, probablemente
para protegerla de lo peor. Mi tía abuela sabía que estaba pasando por una depresión, y
pienso que no quiso añadir más desgracia a mi familia. Por contra, cuando mi madre se
enteró, mucho más tarde, de que yo había sido violado, montó en cólera por haber sido
mantenida al margen de lo que yo estaba viviendo. Tal vez fuera mejor para mí...
La violación de un niño es la cosa más perversa que pueda haber, porque el violador
raramente es malo a los ojos del niño. Joël Allaz era un vividor y una persona simpática.
Tragaba como cuatro, contaba historias interesantes, era inteligente. Todo el mundo le
apreciaba, y él se entregaba en cuerpo y alma en todas sus actividades. De hecho, llevaba
dos vidas: la vida del sacerdote y la del violador. En la primera, se reunía con la gente,
predicaba, moralizaba, decía lo que estaba bien y lo que estaba mal, ayudaba a los más
desfavorecidos. Era una persona particularmente retorcida, porque, en el fondo, nunca
intentó esconderme. La gente tal vez se preguntaba qué hacía aquel chico con él; pero

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como yo no tenía una verdadera familia, decía que se ocupaba de mí y que yo estaba
angustiado. Había recibido formación psicológica –al menos, eso era lo que decía–, y su
ayuda parecía verosímil. En todo caso, conocía bien los mecanismos del sufrimiento y se
servía de ellos conmigo. Había hecho una lista de todo lo que me gustaba y de todo lo
que me faltaba. La lista era larga... Me gustaba el salami, y él me compraba salami. Yo
coleccionaba sellos de correos, y él me los conseguía a montones. Y cada vez que sentía
que yo habría podido desvelar algo, reforzaba el lazo entre nosotros. En apariencia, todo
parecía coherente. En su vida de sacerdote, me protegía. En su vida de violador, me
destruía. Su protección tenía un precio. Y este precio era el sexo, la perversión del sexo.
Me parece que no le hacía sufrir el hecho de ser un pederasta. Nunca tuve la sensación
de que se sintiera mal después de haberme violado. Le hacía sufrir el hecho de que no
podía violar a su antojo. Mientras tuvo víctimas a su disposición sin arriesgarse a ser
denunciado, llevó una vida agradable.
El vicio le empujaba incluso a llevarme con él de vacaciones a casa de sus padres,
en su pueblo natal. Me violaba en el domicilio familiar. Sus padres eran buenas personas
que no se enteraban de nada, porque estaban demasiado subyugados por el orgullo de
tener un hijo sacerdote. Era el honor de su familia, en todo caso el de su madre: era algo
que se veía en su mirada. El padre Joël Allaz me había contado que sus estudios los
había pagado el cura de la parroquia, que probablemente le había violado a su vez. Él no
decía violado. Decía enseñado. Nunca se quejó de haber sufrido por eso y me explicaba
que él hacía conmigo lo mismo que su cura había hecho con él.

Dormíamos en la misma habitación, la habitación de su hermano en este caso,


porque este último se encontraba en el cuartel de reclutas por aquel tiempo. El padre Joël
me había dejado elegir la cama. Escogí la que daba contra la ventana, que no tenía
postigo; así, por la mañana, el sol me daba en el rostro y me despertaba temprano. De
este modo, podía salir de la habitación antes que él, hacia las seis de la mañana. Su
hermano supo que me violaba, pero no dijo nada. Un domingo por la noche, estando los
dos en la habitación, el padre Joël Allaz había juntado las dos camas para tener más sitio.
De repente, alguien llamó a la puerta, que estaba cerrada con llave. Era su hermano. El
padre Joël Allaz me escondió bruscamente bajo el edredón. Su hermano repiqueteaba,
porque quería entrar. Su saco militar estaba en la habitación, y él tenía que marcharse. Le

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oí bramar: «Por qué cierras la puerta? ¿Estás haciendo cochinadas con el chico?
¡Ábreme!». Abrió, su hermano entró, cogió la bolsa y volvió a salir como si nada.
En el fondo, el padre Joël Allaz era un hombre totalmente disociado. Tenía doble
personalidad, y una parte de sí mismo se había vuelto dependiente del sexo.
A veces me llamaba Claude cuando me violaba. Ya he dicho que era redactor de
una revista que se llamaba Foyers. Encontré todas esas revistas hace algo más de veinte
años, gracias a mi hermano. Cuando este último se enteró de que yo había sido víctima
de los abusos del padre Joël Allaz, intentó ayudarme. Se acordaba de haberme visto
fotografiado en esta revista en otros tiempos. Un día me llama: había encontrado las
revistas en cuestión. Estaban ilustradas con numerosos retratos de niños fotografiados
por el padre Joël Allaz, varios de los cuales habían sido violados. Por supuesto, yo
formaba parte del lote. Entre los artículos que encontró había dos que me conciernen y
que son particularmente sórdidos. El primer texto, aparecido en noviembre de 1968,
lleva como título: «Claude es un secreto». Contaba en él una parte de mi historia y del
sufrimiento que me infligía, sin decir que el verdugo era él, y que el pequeño Claude era
yo:

«Nos imaginábamos que conocíamos bien a Claude [...]. Después, un buen día, casi
sin transición, sus reacciones se nos escapan: hay algo que ha cambiado. [...] Ya no
cuenta sus hazañas, casi no habla, y lo hace cada vez menos con sus compañeros;
rehúye las conversaciones cara a cara, guarda sus pensamientos para sí. Y Claude es
incapaz de decir las causas de esta transformación cuando le preguntan. Tampoco
nosotros.
Nos estamos enterando de que Claude es un secreto. Que lleva en sí un lado
luminoso, un lado que conocemos bien, y un lado oculto, misterioso, inexplorado,
que nos deja perplejos y nos plantea interrogantes. Y sentimos una fuerte tentación
de dejar las cosas como están, de capitular inmediatamente, de desesperarnos ante
el secreto de Claude, hay que conocerle...
No se trata, por supuesto, de hurgar en su alma, de diseccionar a este niño
como si fuera un animal de laboratorio.
Hay que acercarse, más bien, a Claude como nos acercamos a algo grande,
bello, que se nos escapa en muchos aspectos. Hay que observarlo [...] con la mirada
del amor, que es al mismo tiempo lúcida y está llena de ternura.
Hay que contemplarlo.
Un niño no se entrega como un adulto. La palabra es poca cosa para él. Se
expresará sobre todo a través del gesto, del juego, de la actitud, a través de todo su

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cuerpo. Un adulto consigue esconder fácilmente sus sentimientos, domina su
nerviosismo o su despecho. Un niño, nunca. El niño explota, patalea, ríe, sonríe, se
muestra mimoso. No intenta disfrazar sus reacciones. A través de eso es como
descifraremos el secreto de Claude».

Cuando hoy releo este texto, siento escalofríos en la espalda. Claude soy yo, a quien
viola en el momento en que escribe; y son también todos los otros chicos a los que viola
y a los que ya ha violado; y tal vez también sea él, de niño, portador de un secreto
inconfesable... Hoy soy adulto y no le juzgo. Ha vivido, a buen seguro, una infancia
atroz. Pero ha optado por seguir en esa vida. Yo creo que siempre es posible optar por
salir del lodazal.
En otro artículo redactado algunos meses más tarde, concretamente en enero de
1969, que lleva como título «¿Qué es la verdad?», escribe:

«Es la pregunta que Pilato hace a Jesús [...]. Pilato sabía bien cómo es posible
retorcerla, manipularla. Cómo se puede intoxicar a la muchedumbre con la ayuda de
pequeños acontecimientos cuidadosamente dispuestos para que la verdad salga
disminuida o parezca inverosímil y que lo falso tenga el aspecto de una verdad [...].
Entre los que más la reclaman están los jóvenes. En este tema pueden
mostrarse terribles. Exigen con una rara violencia esta verdad, de la que parecen
sedientos hasta el límite de lo soportable. A veces nos vemos obligados a confesar
claramente que nos molestan con esta manía de querer que todo sea verdadero,
auténtico. A nosotros nos parece que exageran: pero no nos queda más remedio que
resignarnos, ¿no?
Ahora bien, ¿y si llevaran razón en eso de no resignarse? ¿Y si esta sed de
verdad y de autenticidad fuera, a fin de cuentas, un modo de vivir completamente
válido, pero que nosotros hubiéramos ido perdiendo poco a poco a través de
nuestras pequeñas “artimañas”?».

Por aquel mismo tiempo, y con regularidad, se sacaba el pene, me lo metía por
detrás, eyaculaba, «¡vamos rápido a los servicios, todo vuelve a salir, has hecho una
buena caca, sí, sí, te has limpiado bien, sí, sí, todo limpito!». Cuando yo estaba todo
limpito, me iba del convento y me encontraba en la acera. Esta fue mi vida a diario
durante cuatro años. Una vida cotidiana que se ensombrecía durante las vacaciones.

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El padre Joël Allaz no se avergonzaba lo más mínimo de su conducta sexual.
Cuando yo estaba con él, tenía pulsiones enormes que no controlaba, pero yo no tenía la
impresión de que ese problema le incomodara. Yo le he visto masturbarse en los
servicios abiertos, delante de mí. Cuando se frotaba el pito, yo sabía que iba a hacer algo,
y yo con él. Yo estaba listo y no podía escapar de él. A veces le proponía yo, sin éxito,
dar más bien un paseo. Cuando él quería, me encontraba siempre. Es terrible decirlo,
pero eso se convirtió casi en una rutina... Era toda una liturgia, su propia misa. La
escenificación podía durar mucho tiempo: ¡mamadas, entre las nalgas, en el culo,
besuquearle el pene, besarle en los labios...! ¡Él podía jugar con mi colilla
indefinidamente! Como yo era todavía impúber, no pasaba gran cosa... Pero le producía
un placer sádico mirarme eso.
A la fuerza, conocía yo el ritual, siempre el mismo, obsesivo. Él cerraba la puerta
con la llave a doble vuelta, cerraba las cortinas, los postigos, y no dejaba más que una
luz muy débil. Como era muy higiénico –no le gustaba ensuciar...–, cogía una gran pieza
de tela y recubría el colchón. Yo debía tenderme, y él se ponía encima de mí. Siempre.
Yo estaba atrapado. Le gustaba que yo estuviera preso. Yo sabía exactamente lo que
tenía que hacer, dónde y cómo ponerme. Él me penetraba la mayoría de las veces sobre
la cama o en el suelo, porque le gustaba tener algo sólido... Yo estaba rodeado. Por mi
parte, yo había desarrollado una estrategia de protección. Me imaginaba que estaba en un
sueño. Era un arcángel que podía salir por el agujero de la cerradura. Me imaginaba que
me estaba escapando, en vano.

Algunas veces, un hermano llamaba a la puerta, porque sabía lo que estaba pasando
detrás. Al abandonar la habitación –cuando el padre había eyaculado, se echaba un sueño
y yo me marchaba–, me encontraba a menudo con un hermano por los pasillos del
convento. Se habría dicho que me esperaba. Me decía: «¡Eres un pobre chico, no tienes
que volver!». Yo no comprendía por qué me decía que era un pobre. Por mi parte, yo
pensaba que conocía la situación de mi familia y no lo relacionaba en modo alguno con
la violación. Este hermano era también un cabrón un poco menos que el otro, porque
intentaba detener todo aquello. Un día, golpeó tanto la ventana que rompió un cristal.
Chillaba al padre Joël Allaz: «¡Eres un cabrón!»; y este le respondía: «¡Tú cierra la boca,
que te interesa!». El hermano intentaba a su manera sacarme de aquella situación. Pero
era un cobarde. La fuerza de la jerarquía era total. El hermano es una especie de siervo

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que se ocupa de las tareas más bajas: cocina, hace de portero, se ocupa del huerto,
limpia. Ha hecho votos solemnes, pero no realiza más que trabajos prácticos. El padre, a
la inversa, celebra la misa, confiesa, visita a las familias. El padre Joël Allaz era
sacerdote y podía hacer callar a todos los demás. En un medio cerrado que vive en
comunidad, resulta muy difícil denunciar, porque las represalias y la exclusión son
inmediatas. El padre Joël Allaz era el más fuerte.
He vivido un espantoso sufrimiento, porque no veía ninguna salida. Estaba
aterrorizado. Me decía a mí mismo que debía de ser bueno morir de un balazo en la
guerra: ¡era algo rápido! Algunos violadores amenazan al niño con estrangularlo y con
matarlo mientras lo tumban. ¿Tuve yo una cierta suerte? Nunca me golpeó con la correa,
nunca me exigió que me tragara su esperma. Podía ir a escupirlo en el lavabo. Yo tenía
el culo desencajado. Incluso venía a buscarme a la escuela, que estaba bastante cerca del
convento de los capuchinos, en la parte alta. Bajábamos por la calle y, por el camino, me
explicaba lo que iba a hacer. «Vamos a probar a meter el pito en la boca para ver qué le
pasa...». Hablarme de sexo formaba parte del guion y debía aumentar su excitación. Un
día, ¡ni siquiera se tomó el tiempo de bajar al convento! ¡Me violó en los servicios de la
escuela! ¡En los urinarios! Nadie vino... Tenía unas pulsiones bestiales. Era terrible.
Actualmente sería impensable dejar salir a un chico regularmente con un tipo, sin más
explicación que la suya. Rápidamente incurriría en sospechas, porque la palabra ha sido
liberada. El público y los maestros están ampliamente sensibilizados.
Aquel sacerdote no solo abusaba de mí de todos los modos posibles, sino que me
imponía también sesiones de fotos pornográficas. Me fotografiaba desnudo, tomaba
primeros planos de mi pilila, con su pene en mi culo. Variaba las escenificaciones:
«¡Muévete más, muévete más...! ¡Deja ahí el esperma...! ¡No te muevas!». Clic. Clac.
Tenía una habitación con un laboratorio en el convento, y me llevaba a ella. Allí sacaba
sus fotos guarras. Introducía la película en un baño, las volvía a sacar, las revelaba, las
colgaba. En la oscuridad. A menudo recomenzábamos las sesiones, porque él tenía
nuevos deseos. ¡Y todo volvía a empezar! Él estaba contento, sentía placer, es algo que
se veía en su rostro. Abusaba de mí en la oscuridad, acostado sobre mí en el suelo. Estas
fotos eran lo peor de todo, algo parecido a una película de terror. Cuando eyaculaba, me
llenaba toda la cara «¡Deja, deja!». Estallaba en júbilo, y hacía la foto. Clic. Clac. Me
secaba la cara con una especie de toalla. Yo era su cosita, su lindo chiquito precioso.

33
Cuando mi hermano puso la mano sobre las revistas Foyers, estaba en contacto con
alguien que también había sido violado por el padre Allaz, aunque más tarde. Esta
persona le había contado que el padre le llevaba a un chalet. Las religiosas que lo
alquilaban han confirmado que iba allí en compañía de jóvenes que se encontraban en
dificultades, desde hacía varios años.
En ese momento, un niño violado se adapta para vivir o, más bien, para sobrevivir.
Yo me acostumbré a ser violado como un perro se acostumbra a su caseta. No lo he
negado nunca. Yo era consciente de lo que estaba viviendo. Mi familia me reprochaba
con frecuencia que hablaba demasiado; yo hablaba mucho, es verdad, pero me callaba lo
más importante. Yo era consciente de que todos mis allegados se equivocaban con
respecto a mí y me conocían mal; un día me juré no revelar nunca a nadie mi secreto.
Además de mi incapacidad para revelar lo que yo estaba viviendo con el padre Joël
Allaz, ya había pasado por una experiencia de abuso cuya revelación se había saldado
con un «sobreseimiento».
Yo debía de tener cinco o seis años, y todavía vivíamos en Romont. Un día llamó a
la puerta un joven electricista. Pidió las llaves del trastero para realizar unas
reparaciones. Yo estaba con mi hermano, y él nos invitó a acompañarle. Mi abuela nos
recordó que había que llevar cuidado en un granero y nos dejó subir con él. Abusó de
nosotros. Nos chupó la pilila. Yo soy parlanchín y bastante espontáneo; por eso, volví a
bajar y le expliqué a mi abuela que el «señor nos había chupado la pilila y nos había
enseñado la suya y ha salido algo de ella». Y mi hermano declaró que no era verdad. Sin
embargo, mi abuela me creyó, porque no quería mucho a mi hermano, y se lo dijo a mi
madre. Mi padre habitaba todavía de vez en cuando con nosotros e hizo venir a los
padres de ese muchacho a nuestra casa para que se explicara. Yo conté mi historia, y mi
hermano dijo todo lo contrario. El padre del chico dedujo de ello que yo mentía y se
marchó. Yo quedé como un embustero, y el asunto quedó zanjado. Esta desastrosa
experiencia se me quedó grabada en la memoria.
Denunciar un abuso es poner en marcha una máquina infernal, tan terrible que en
ocasiones es más sencillo guardar el secreto. Los abusadores casi siempre son personas
allegadas a la familia. La mayoría de los abusos sexuales tienen lugar en el marco
familiar, no hay que olvidar nunca este hecho. En el tiempo en que yo fui violado, nadie
hablaba de abusos. Era un tema absolutamente tabú. Hoy me parece que hay más libertad

34
para hablar, lo que no significa que sea más fácil. Me parece que los maestros
desempeñan un papel muy importante en la detección. En efecto, se encuentran en un
lugar privilegiado para leer los signos de angustia de un niño, porque, a lo largo del
período escolar, los maestros pasan muchas horas junto al niño. Hay que formarlos para
que sean capaces de leer los indicios sospechosos y escuchar al niño víctima de abusos.
Es preciso desarrollar estrategias para hacer evolucionar posibles sospechas. En mi caso,
estoy seguro de que ciertos adultos albergaban dudas. Ahora bien, ¿qué se puede hacer
con una duda cuando no se tiene ninguna prueba? Me he preguntado con frecuencia si
mi madre había tenido dudas. Si de verdad me hubiera preguntado, yo le habría
respondido. Con todo, el niño debe sentir que el adulto que le pregunta tiene ganas de oír
la verdad.
Mi madre pasó junto a las señales que le habrían permitido conocer la verdad. En
nuestra casa, nos bañábamos uno tras otro. Mi madre decía a menudo que yo olía a
humo, pero nunca fue más allá. Yo tenía huellas de esperma en el cuerpo, en la ropa, en
mis calzoncillos. Sin embargo, ¡ella sabía a qué se parece el esperma! Un día fui el
último que pasé por la bañera. Vio que mis calzoncillos tenían color amarillo por dentro,
sospechó y me preguntó qué había hecho. Le respondí que había orinado, y se dio por
satisfecha con esta respuesta. Durante todo el período en que fui violado, no conseguía
hacer de vientre. Me quedaba horas sentado en los servicios, sin ningún éxito. He aquí
algo anormal que debería haber alertado a mis padres. Poco antes de que mi tía abuela
detuviera todo aquello, fui con mi madre a un gran almacén. Y me dijo a quemarropa:
«¿Te acuerdas de tu tío X, a cuya casa fuiste de vacaciones? Pues bien, ha sido
condenado por pederastia. ¡Le han metido en la cárcel!». ¡Qué extraña observación! Yo
no le respondí nada, pero la noticia me afectó, porque no comprendía que ella me
hubiera enviado de vacaciones a casa de este hombre, si sabía que era pederasta. Me he
preguntado desde cuándo conocía ella esta verdad. ¿Es posible que intentara hacer que
confesara mi secreto...? A veces me pregunto cómo es posible que mi madre no hubiera
visto nada. ¡El padre Joël Allaz tenía un físico vicioso! Mi madre no vio nada, estaba
muy contenta de enviarme a su casa. ¡Hasta le había pedido que se encargara de mi
educación sexual! Pensaba que él podría desempeñar el rol del padre en este ámbito...
¿Habría tenido mi madre la fuerza necesaria para oír lo que yo estaba viviendo? Me
parece que albergaba en sí demasiado sufrimiento y que habría sido incapaz de hacer

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frente a semejante descubrimiento. No se lo reprocho, porque conozco su vida. Dio la
alerta en la escuela, aceptó que fuera a ver a un psiquiatra: era su manera de buscar una
solución. Creo que actuó del mejor modo que le era posible en aquel momento de su
existencia.
La cabeza de un pederasta es la de una persona corriente. El pederasta no tiene
ningún signo distintivo y detectable del que habría que desconfiar. Es una persona
aparentemente normal y muy astuta; alguien dotado de una gran sensibilidad, un experto
en manipulación. Me parece que muchos de los pederastas que han violado a niños tal
vez no lo recuerden ya, porque el traumatismo es tan grande que el psiquismo lo entierra
en alguna parte en el fondo de uno mismo. Así, el pederasta sabe exactamente cómo
arreglárselas, porque ha sido víctima del funcionamiento de la persona que ha abusado
de él. Ha sido iniciado desde muy joven y de manera profunda en las técnicas de la
manipulación, que ya forman parte integrante de él.
En virtud de mi experiencia de niño víctima de abusos, he desarrollado unos
grandes talentos de seductor sin ser, afortunadamente, pedófilo. Experimento la
necesidad de gustar y actúo de manera que la gente que me interesa no tenga ojos más
que para mí. Tengo una gran facilidad para establecer contacto con la gente. Soy capaz
de fundirme totalmente en un grupo en el que no conozco a nadie y participar en él como
si conociera a todo el mundo. Esta sensibilidad me permite detectar de una manera casi
infalible a las personas que han sufrido agresiones sexuales y nunca han hablado de
ellas. ¿Por qué? Porque he advertido que a las personas equilibradas no les gusta mi
manera de ir de frente y tienen tendencia a rehuirme. Por contra, las personas más
frágiles se sienten imantadas. Y yo acabo siempre contando mi historia, que impactará
violentamente a una persona afectada por este tipo de problemas. Mis palabras abren una
brecha en ella. Con frecuencia, es esta la primera vez que se confía. Creo que una
persona que ha sido víctima de abusos debe poder hablar y ser reconocida, si lo desea, al
menos por otro que haya pasado por su misma situación. Cuando recibo una confidencia,
aconsejo la persona entrar en contacto con un buen psiquiatra para emprender una
terapia. Tengo siempre a mano una buena red de direcciones. También doy mi número
de teléfono y siempre respondo. No puedo proceder de otro modo, porque, si yo no
hubiera tenido a alguien que me escuchara en el momento en que hablé, estaría muerto.

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Por regla general, el pederasta premedita sus agresiones. Pregunta, escucha, halaga,
se ocupa de su víctima. Ya de entrada, la pone en guardia imponiéndole silencio,
amenazándola con una desgracia para su familia. Hay que decir a las víctimas que el
agresor es una persona débil. Agrede porque es débil. Me parece que, si yo me hubiera
atrevido a negarme a ir a casa de mi agresor, este no habría insistido, porque habría
tenido miedo a que le denunciara. Ahora bien, era tal su violencia que conseguía
hacerme creer que se sentía seguro, algo que aumentaba mi angustia y me encadenaba al
silencio.
Me he preguntado con frecuencia por qué me eligió el padre Joël Allaz. ¿Por qué a
mí? Tras haber reflexionado mucho tiempo sobre la cuestión, he llegado a la conclusión
de que tenía diferentes razones. Sé quién era yo cuando fui violado. Yo era un niño
enfermizo que tenía necesidad de apoyo. Estaba afectado de una fragilidad psicológica
que se manifestaba a través de una cierta feminidad. El padre Joël Allaz buscaba una
víctima pasiva. Para un chico, «femenino» significa fino, delicado, lindo, simpático,
sociable; yo tenía todas estas características, a las que puedo añadir educación y
amabilidad. Estaba dotado de una dulzura que me habría hecho pasar fácilmente por una
chica. Mi madre me vistió durante toda mi primera infancia como una niña –por cierto,
también a mis hermanos–. Nos dejaba el pelo bastante largo y nos peinaba con horquillas
para fijarlo. Mi padre había sido expulsado del hogar, y mi madre había transformado a
sus hijos en niñitas. Los hombres no tenían sitio en mi familia. Recuerdo una anécdota
muy sintomática. Habíamos ido al médico para que nos hiciera una revisión general. Al
tocar los testículos de mi hermano, exclamó el médico: «¡Pero si este no tiene
“cojoncillos”! ¡Se va a convertir en una niña!». Y se puso a reírse de su propia broma. Si
le recuerdo hoy esta historia a mi hermano, se pone a llorar como una magdalena.
Un abusador no busca a niños bravucones que se opongan a él. Le gusta poder
dominar a su víctima. Mi experiencia me dice que todas las personas con las que me he
encontrado y han sido violadas –y he tratado a muchas– procedían de familias
fragilizadas. Primero en el plano social. El padre Joël Allaz pagaba muchas cosas, sobre
todo los campamentos juveniles a los que me llevaba. Jamás nos envió ninguna factura,
y en el marco precario en que vivíamos yo me convertía en una boca menos que
alimentar. También en el plano afectivo. Yo me sentía más bien abandonado a mí
mismo. Es verdad que he conocido a personas fantásticas, pero que no pudieron suplir

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por completo la carencia que yo padecía. Yo no me sentía ni verdaderamente amado ni
muy interesante. Por eso era muy sensible al interés que un adulto pudiera mostrar por
mí. Con lo más pequeño se me podía atar. El padre Joël Allaz se interesó por mí, de una
manera malsana, y se ocupó de mí. Me llevaba a todas partes con él y me dispensaba su
atención. En los campamentos me realzaba, me felicitaba. Yo era el número uno. Yo era
el mejor, y él lo exhibía a los ojos de todos.
Sentí que también era positivo para mi familia, que se sentía honrada y halagada
por haber sido elegida por una persona respetada y admirada por todos. Ser reconocido
por un hombre de iglesia era una manera de elevarse. Por eso, no creo que todos los
niños sean víctimas potenciales. El violador ha sido con frecuencia él mismo víctima de
maltrato y ha integrado inconscientemente las fisuras que existen en el niño más débil.
Yo mismo, que he sido víctima, percibo de una manera instintiva la fragilidad de un
niño. Un niño más débil necesita afecto y busca el reconocimiento del adulto. Tiene
necesidad de vínculos, y a los adultos, en cuanto tales, les resulta fácil responder a esta
expectativa.
Desde pequeño, ya era yo consciente de la carencia afectiva de que era víctima. Me
acuerdo de que me encariñaba rápidamente, sin discernimiento y sin desconfianza. En
cada una de las familias con las que estuve intenté imitarlas lo mejor posible para sentir
que pertenecía al grupo. Yo quería estar cerca de cada uno de sus miembros. Me
adaptaba por completo a su contexto, procediendo mejor de lo que se me requería.
Quería ser amado, ser bien considerado. Mi imagen estaba en juego en cada ocasión.
Que no me reprocharan nada. Este era el precio que tenía que pagar para encontrar amor
y reconocimiento. Hubiera hecho cualquier cosa para recibir aliento. Yo intentaba
siempre complacer. Por ejemplo, sufría mucho en la escuela, pero siempre iba al repaso;
hacía mis deberes de la manera más concienzuda y me esmeraba en la presentación.
Todo estaba limpio. Esa es la razón por la que la gente no comprendía que tuviera
dificultades escolares. Gustar y complacer.
A pesar de mis numerosos suspensos, tuve mucha suerte. Por ejemplo, suspendí el
examen de ingreso en la escuela secundaria, y mi madre le había confesado su inquietud
al director de la escuela, un hombre que sabía escuchar. Me parece que percibió muy
bien la dificultad a la que me enfrentaba en mi vida y me citó para hablar conmigo. Me
propuso volver a examinarme sin estrés y me admitió en su escuela al comienzo del año

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escolar en otoño. Hasta me propuso ir a hacer los deberes en su despacho y, de este
modo, seguía mejor mi evolución. En un determinado momento, cuando vio que obtenía
unos resultados aceptables, encontró a una maestra jubilada que se dedicó a ayudarme.
Yo notaba que ella me quería; me ponía cinco dictados por semana; fue ella quien me
compró mi primer diccionario, que siempre he guardado conmigo. Un diccionario
magnífico, encuadernado, lleno de colores; un diccionario que me gustaba hojear y que
me parecía soberbio. Falleció ya muy anciana. En la escuela recibí también la ayuda de
sor Marie-Hélène, de la comunidad de Santa Úrsula. Durante cuatro años se vio obligada
a vivir un calvario conmigo, me acogió en su casa e hizo los deberes conmigo. Daba
clase en la Escuela Normal y aceptó tomarme bajo sus alas. Gracias a ella, tenía unos
deberes tan impecables que me convertí ¡en el primero de la clase! Dejaba mis deberes a
los otros para que los copiaran a toda velocidad. Evidentemente, me sentía valorado. Sor
Marie-Hélène me decía a menudo: «¡Tú eres un chico inteligente! ¡No sé qué es lo que
no marcha bien en ti!». Creía que era un vago.
El sexo supone una violencia extrema para un chaval. Imagínense un niño. Se trata
de un pequeño ser inocente, ingenuo, crédulo, amable, confiado. De repente, un intruso
penetra en su tienda de porcelanas y hace añicos todo con sus enormes pies. ¿Por qué lo
destruye todo? El niño no puede comprender ni dar sentido a lo que le está pasando. Tú
acompañas con una inmensa alegría a un amable sacerdote que quiere enseñarte a su
mirlo que habla. Ignoras que ha preparado toda la munición y que va a hacer saltar tu
pequeño recinto en un segundo. Todavía no tienes instalado el sistema de alarma vital.
¡Te encuentras con la Parca! ¿Cómo puedes decir a tus seres allegados al volver a casa:
«¡Cucú, el padre Joël Allaz me ha forzado a chuparle el pene hace un momento!»? El
sexo es la cosa más privada que pueda haber. ¡Tras haberme violado, me ofrecía regalos!
¿No hacemos regalos a las personas que queremos? Ahora bien, ¿hacemos daño a esas
personas? ¿Dónde se encuentra el sentido de tales acciones? Algunos días me decía a mí
mismo: «¿Qué voy a hacer con todos estos regalos si hablo? ¿Los devuelvo?». Yo era su
presa, estaba prisionero de su red.
No he tenido padre, pero ignoro si habría servido de algo si lo hubiera tenido. Mi
madre y mi abuela actuaron del mejor modo que pudieron, con los medios de que
disponían. No les reprocho nada. Es verdad que la pareja formada por mis padres no
funcionó y que, al romper la relación conyugal, la figura del padre se volatilizó para mí y

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quedó destruida. Nadie volvió a hablarme de él. No teníamos fotos suyas. Mi madre le
cortó la cabeza en la fotografía del álbum de la boda. Borrado. Desaparecido. Imposible
tener una representación de él. Un ser loco, carente de identidad. Recuerdo que no sabía
demasiado bien cómo se llamaba. Recuerdo de una anécdota terrible que tuvo lugar en la
escuela, en el primer curso de la enseñanza primaria. Yo estaba en el dentista y tuve que
dar el nombre de mis padres. En el caso de mi padre, no sabía qué responder y dije:
«Paul, conocido como Henri». «¿Cómo que “Paul conocido como Henri”? O Paul o
Henri», gritó la secretaria. Fue a mirar en las fichas de mis hermanos y hermanas.
Ninguno había dado el mismo nombre. Mi padre no existía. Me construí en mi cabeza la
imagen de un padre ideal: un hombre que muestra el camino, que explica las cosas, que
escucha cuando las cosas no van bien. Un guía. De niño, mis guías fueron
exclusivamente mujeres. No era el rol adecuado para una mujer. Era el rol de un hombre,
y ahí radica la carencia.
Todos los que me conocen me llaman «No Limit». Ningún hombre me ha puesto
unos límites, ninguno me ha dicho: «Te has pasado». Ha sido un milagro que no haya
ido a la deriva. Durante mucho tiempo fui incapaz de decir «no»: es la característica
principal de una víctima. La violación que padecí me hizo explotar por dentro, y todavía
hoy me cuesta rechazar algo. Voy a poner dos ejemplos. Nunca llevo conmigo tarjeta de
crédito. Si puedo acceder libremente a mi cuenta corriente, doy dinero a todos los
infelices del mundo. Podría ponerme en peligro, y conmigo a mi familia. Mi esposa ha
comprendido cómo funciono y me protege de mí mismo. Soy consciente de ello y estoy
contento de que ella me imponga este límite financiero. De hecho, he comprendido que
dar es una manera de sentirme reconocido. Por esta razón, siempre llevo una moneda en
el bolsillo y se la doy al primero que me la pide. Le doy cinco francos suizos, porque yo
me encuentro en una mejor situación que él. Voy a visitar con regularidad a mi madre a
la residencia de ancianos. Allí me encuentro sistemáticamente a un hombre que sé que se
halla bajo tutela y que dispone de poco dinero. Cuando me ve, se me acerca y me pide
con toda educación algo de dinero para «tomarse una cervecita». Cada vez le doy entre
dos y cinco francos suizos, según lo que me quede en el bolsillo. ¡Y me siento orgulloso
y contento de complacerle! ¿Acaso tendría yo el atrevimiento de acercarme a un
desconocido para pedirle una limosna?

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Tengo aún otro ejemplo, un poco diferente, que muestra hasta qué punto me cuesta
tomar postura. Hace algunos años tuve que someterme a un examen médico en el
hospital. El médico me ausculta y me hace observar, como si nada: «¡Oh, qué piernas tan
bonitas tienes...!». Y se pone a acariciármelas. Otra persona normal le habría roto la cara
de inmediato. Yo no. La situación me dejó pasmado; me encontraba desconcertado,
aturdido, no sabía qué decir. A costa de un esfuerzo sobrehumano, le grité, por fin, que
me dejara tranquilo, me levanté y me marché. El tipo era un homosexual y buscaba plan.
Yo me sentí completamente desorientado, incapaz de reaccionar como habría debido.
Esta historia me ha perturbado mucho. Me di cuenta de que todavía no había salido por
completo de mi rol de víctima y que enseguida había vuelto de nuevo al funcionamiento
que había tenido cuando el padre Joël Allaz me violaba. Eso es lo que explica que ciertas
personas continúen siendo víctimas de abusos ya de adultos. Es difícil comprender esto
desde fuera, pero se trata de un mecanismo increíblemente difícil de modificar. Están
presentes, intricadas de manera inconsciente, la ideas de ser reconocido a todo precio y
la de no atreverse a decir «no». El miedo al otro, al agresor, está siempre ahí y te deja
clavado. Hoy, por fin, soy capaz de decir «no», ¡tras dieciocho años de terapia! Por lo
que a mí respecta, el «no» se inventó hace cinco años...
Este episodio que viví ya de adulto me ayudó a comprender cómo había
reaccionado de niño. Si yo me hubiera mostrado firme y bien equilibrado, habría dicho
«no» a alguien que me pedía que me bajara los calzoncillos y le chupara el pene. No dije
nunca «no». Cuando voy por última vez a casa del padre Joël para anunciarle que no
volvería nunca más, no hago más que obedecer a mi tía abuela. Soy pasivo. Por otra
parte, este no se priva de violarme por última vez. De todos modos, ya me había
informado él algún tiempo antes de que yo iba a eyacular pronto y que, a partir de ese
momento, ya no le interesaría. Me había dado el nombre de mi futuro verdugo, un
sacerdote que se ocupaba de los chicos púberes. Yo era su objeto, y me había consumido
hasta el final.
Cesa de abusar de mí en 1972, cuando ya tengo casi trece años. Ese día cierro la
lápida sobre mis violaciones. En total, me parece que fui violado más de doscientas
veces.
Sigo siendo monaguillo de la catedral. Termino la enseñanza obligatoria, y mis
notas medias van en ascenso. Me siento mejor y, sin embargo, entro en la adolescencia

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con unos inmensos problemas de tipo sexual. Las chicas me dan tanto miedo que
empiezo a experimentar angustia en su presencia. En efecto, no he sido iniciado en la
sexualidad y en el amor; he sido iniciado en el sexo, en el sexo más horrible que pueda
haber. He vivido cosas abyectas. Si no hubiera sido retirado de las garras del demonio,
no sé qué habría sido de mí. Pero mi calvario se ha acabado, y prefiero no volver a
pensar en ello. Idealmente, había sido necesario que hubiera sido seguido
psicológicamente desde ese momento. Pero, de momento, cierro las puertas con cerrojo.
Todavía no es tiempo de limpiar las manchas.

42
4.
SALVADO POR UNOS MONJES

En 1973 estoy en la escuela secundaria y voy a aceptar una oferta providencial. Ando
en busca de un trabajo remunerado para el verano, cuando oigo hablar de un compañero
que busca a alguien. Ha sido contratado para las vacaciones como pinche ayudante en el
convento de Einsiedeln, en el cantón de Schwytz. Le ha surgido un contratiempo, y debe
buscar a alguien que le reemplace. Los monjes necesitan un pinche de cocina para
preparar las legumbres y fregar los platos. Se trata de un trabajo remunerado, y el
ambiente es simpático. Es una bicoca. Acepto esta tentadora propuesta sin pensarlo dos
veces. «¡Puedes decirle al padre que cuente conmigo!».
Cuando hoy lo pienso, esta historia me parece increíble. Tengo catorce años, me
encuentro en la estación de Friburgo, es la primera vez en mi vida que me voy solo de mi
casa y no sé a dónde voy. ¿Por dónde hay que pasar para llegar a Einsiedeln? Está en el
fin del mundo. Casi no hay correspondencias, y tengo que cambiar de tren varias veces.
Estamos en los primeros días de julio, llueve intensamente, y el decorado es,
francamente, un tanto triste. El tiempo ha empeorado aún más en Einsiedeln. A la lluvia
se añade esa densa niebla tan característica de las regiones de montaña. Bajo del tren y,
en el mismo andén, me doy cuenta de que no tengo ninguna dirección. Se me ha
olvidado preguntarla. Salgo de la estación, camino hasta la plaza central y veo que se
levanta ante mí un edificio inmenso. Nunca he visto nada tan grande. Me digo que tal
vez sea ahí... Tengo que encontrar una puerta a la que llamar. Me doy cuenta de que
todos los rótulos están escritos en alemán. No había pensado en ello... Doy la vuelta al
edificio y llamo. Me abre un hombre anciano, y le pregunto tartamudeando en un alemán
rudimentario: «Pater Wolfgang da?». Me entiende, y le oigo responder: «Ja, ja, komm
nur!». Entro. Poco después, un ruido me informa de que alguien baja las escaleras de
cuatro en cuatro.

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De repente, aparece frente a mí el padre Wolfgang. Es el hospedero. Me mira
completamente asombrado. Es mi altura lo que le impresiona. Exclama en un francés
impregnado de un fuerte acento alemán suizo: «¡Qué alto eres!». ¡Es verdad! No tengo
más que catorce años, pero mido ya un metro noventa y dos. He pegado un estirón en el
hospital, del que he vuelto a salir de nuevo para curarme de una meningitis. Soy alto y
delgado como un junco. «¿Eres un chico serio?», me pregunta el monje. Yo asiento sin
vacilar, por lo mucho que me impresiona. Sí que soy serio y, ciertamente, más que la
media de los jóvenes de mi edad. «¿De qué clase de familia procedes?». Le cuento mi
historia en unas cuantas frases: «Vengo de una familia pobre. Mi padre se marchó hace
mucho tiempo, mi madre se ocupa completamente sola de nosotros, pero está muy
enferma». Y el padre declara: «Tienes buenos modales y estás a la altura del empleo.
Serás portero». Entiendo que no iré a la cocina. En el fondo, la tarea de portero me tienta
bastante, dado que me gusta la gente y hablo gustosamente con todo el mundo. El trabajo
es muy sencillo: debo abrir la puerta cuando alguien llame, hacerle entrar y decirle que
espere. El padre me entrega un enorme manojo de llaves de los que se ven en las
películas ambientadas en la Edad Media. Y empiezo a trabajar de inmediato.
Ese día entro en otro mundo. Todo es grandioso, la escalera es monumental, hay
imágenes por todas partes, en los pasillos cuelgan cuadros inmensos, tengo la impresión
de entrar en un castillo. Con el paso de los días, me entero de que estoy en una abadía
benedictina cuya historia se remonta a más de mil años. Einsiedeln es un lugar de
peregrinación de gran importancia, etapa en la via Jacobi, el camino de Santiago de
Compostela, que atraviesa Suiza desde Rorschach a Ginebra. La Virgen negra de
Einsiedeln constituye un polo de atracción para todos los peregrinos. El edificio es una
magnífica construcción barroca que contiene salones extraordinarios. En particular, el
Salón de los Príncipes, salón de recepción construido en su origen para el príncipe-abad,
es grandioso. La abadía goza de reconocimiento por el saber y la piedad de sus monjes.
Muchos de ellos son apasionados del arte, de la música y de las letras. Yo, un jovencito,
entro en un universo inmenso. Como tengo las llaves, voy a aprovecharlas para visitar el
monasterio de arriba abajo. Me conozco Einsiedeln de memoria, hasta en sus rincones
más pequeños. Estoy alojado en la celda del portero, una habitación bellísima con
lavabo. Los W.C. se encuentran en el pasillo.

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Los monjes me reciben como a uno de los suyos. Por la noche, ceno con ellos en el
refectorio. Hay que imaginarse la escena: yo soy un muchacho, solo en medio de un
conjunto de monjes comensales cuya media de edad es bastante elevada. Entre ellos se
encuentran también el sacristán y el encuadernador. Todos ellos son Suisses Toto [apodo
con el que se conoce a los suizos de habla alemana] de la Suiza profunda. Charlan en un
dialecto totalmente incomprensible para mí, que casi no he estudiado nada de alemán en
la escuela. Un puro galimatías. Ni una palabra en francés. Con todo, no tengo la
impresión de que me molestara esta dificultad de comprensión. Observo con curiosidad,
demasiado contento de que me integraran tan rápidamente.

En aquel tiempo había dos refectorios: uno para los hermanos y otro para los
padres. De hecho, el padre abad deseaba reunir a todo el mundo en la misma pieza, es
decir, ciento sesenta y un monjes, pero los hermanos ancianos no estaban de acuerdo,
porque los dos grupos no tenían las mismas reglas. Los hermanos son artesanos y
trabajan con las manos. Una de sus principales ocupaciones consiste en cuidar los
caballos, puesto que el convento posee una cuadra soberbia; algunos trabajan en el
huerto o en el jardín, trabajan la tierra, se ocupan de las reparaciones en el convento.
Estos monjes artesanos pueden hablar mientras comen y no tienen ganas de perder esta
prerrogativa. Los padres son intelectuales; mientras comen, escuchan lecturas y callan.
Cuando yo llegué al convento, las lecturas se hacían aún en latín; después se hicieron en
alemán. Como yo soy muy joven, el padre abad decide instalarme en el refectorio de los
padres.

La primera noche que pasé en Einsiedeln, me sucedió algo enorme. Acabamos de


empezar a cenar cuando oigo que llaman en la entrada. Ya pasa un poco de las 18 horas,
y el convento está cerrado. Pero también soy el nuevo portero y tengo ya unos buenos
reflejos. Me levanto de la mesa, es mi obligación. Abro. «Buenos días, señor. Guten Tag,
es ist geschlossen». El hombre que se encuentra ante mí replica riendo: «¡Tú hablas
francés!». E iniciamos una pequeña conversación. «Sí, soy el nuevo portero, he llegado
hoy, hace algunas horas». Me pregunta amablemente por mi familia y por mi vida y me
informa del motivo de su visita: «Debo ir a ver algo en el Salón de los Príncipes. Pero,
dado que es la hora de la cena, puedo volver a pasar más tarde». Me parece un poco
ridículo hacerle volver y le propongo que vaya en ese momento. Tiene aspecto de
conocer bien el lugar. El hombre se dirige sin vacilar hacia el salón que le interesa. Le

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espero. Vuelve a salir del salón muy poco después, vuelve hacia mí y, en el momento de
salir, me pone en la mano un billete de quinientos francos suizos. ¡Una suma
astronómica! Es la primera vez que veo en mi vida semejante billete. Lo rechazo, en
vano. «Este billete es para ti. Y el sábado que viene, cuando vuelva, te invitaré a comer
en el Pfauen, el restaurante que hay aquí al lado, por la amabilidad que has mostrado al
recibirme». Me atrevo a preguntarle dónde trabaja. «En la Migros». Y se marcha del
convento.
Al día siguiente hace un tiempo espléndido. Salgo a descubrir la ciudad. Esta se
encuentra situada en medio de un paisaje espléndido, junto a un lago de un azul
increíble, rodeado de montañas grandiosas. Me encuentro en el corazón de la Suiza
central y me gusta el decorado. En cuanto vuelvo al convento, corro a ver al padre
Wolfgang para contarle lo que me había pasado la primera noche. Con gran sorpresa por
mi parte, da la impresión de ponerse furioso y me despide en ese mismo momento.
«¡Tomas el primer tren y te vuelves a tu casa!». No entiendo nada. «Pero, padre, yo no
he pedido nada. Abrí la puerta y había allí un señor que hablaba francés. Le acompañé al
Salón de los Príncipes. Al marcharse, ¡me dio quinientos francos! ¡Aquí los tiene, porque
yo no me los quiero quedar! Me dijo que volvería el sábado que viene». El padre se
calma y acepta esperar. Llega el fin de semana y, tal como habíamos convenido, el
hombre llama a la puerta. Yo estoy muy molesto y le explico lo que me ha pasado.
Exclama: «Pero ¿por qué has hablado de este dinero? ¡Era para ti!». Yo exclamo:
«¡Pues... por honradez!». Entonces el señor entiende. «¡Llama al padre!». Le llamo y
viene corriendo. Es un hombre deportista de unos cincuenta años y baja siempre los
escalones de dos en dos, cogiéndose el hábito con una mano a fin de no dar un traspié.
Cuando llega abajo de la escalera, se para en seco. Veo en su mirada que se ha quedado
estupefacto. No sabe qué decir. El señor es Pierre Arnold, el dueño de la Migros, una de
las principales empresas suizas de la gran distribución. Acababa de hacer una donación
importante para la restauración del Salón de los Príncipes, ha empezado a escribir un
libro y quería recoger una cita latina que se encontraba en una pared del salón.
Comienzan una larga conversación en alemán suizo de la que no comprendo nada. Pero
todo está arreglado, y yo me voy a comer al restaurante con el señor Arnold. A mi
vuelta, el padre Wolfgang me reprocha no haberle dicho el nombre del importante
personaje. ¡Pero es que yo ignoraba su nombre! Resumiendo, el padre decide que el

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dinero recibido lo depositará en una cuenta para mí. Y durante los cinco años que pasaré
en Einsiedeln, volveré a ver regularmente al señor Arnold. Forma parte de los grandes
encuentros de mi vida. Le debo mucho. Me ha mostrado con el ejemplo, en muchas
ocasiones, lo que eran la amabilidad y la ayuda a la gente necesitada. Yo me bebía sus
palabras. Íbamos a menudo a pasear a la orilla del lago y me contaba un montón de cosas
de la vida. Yo apreciaba verdaderamente su compañía. Un día me olvidé de una cita.
Cuando le volví a ver, no se mostró alterado, pero sí me dijo con mucha calma:
«Recuerda esto, Daniel. Un hombre correcto es siempre puntual». Esta frase me ha
marcado, y desde entonces siempre soy puntual. Cuando se me presenta un
impedimento, llamo para excusarme.
Este hombre ha sido mi primer maestro; yo le respetaba y confiaba en él. Todavía le
estoy viendo explicándome las cosas con paciencia: «Cuando vayas a poner en marcha
un proyecto, debes asegurarte primero de que dispones del dinero para llevarlo a cabo. Si
no es este el caso, no sigas adelante. Reúne la suma necesaria y forma un equipo a tu
alrededor». He seguido todas sus recomendaciones, ¡salvo aquella...! También él me
pidió consejo un día, y yo me sentí muy orgulloso. Me parece que tenía importantes
dificultades con los campesinos, que no estaban de acuerdo con su política comercial.
Sus reacciones eran bastante violentas y habían atacado su casa con explosivos. Yo
sentía que el señor Arnold estaba preocupado. Estábamos paseando, y me preguntó de
pronto: «Si un día tuvieras que esconderte, ¿adónde irías?». Yo le repliqué de manera
espontánea: «Al convento de la Valsainte, con los cartujos». Eso es lo que hizo. Se
refugió en el silencio de este convento, que se encuentra en Gruyère, cantón de Friburgo.
Creo saber que financió una parte de los trabajos de restauración de la iglesia. Esta
conversación me llegó muy adentro. Yo no era nada en comparación con él, pero tuvo en
cuenta lo que le dije. En cierto modo, me mostraba que mi opinión tenía importancia, me
reconocía un cierto valor. Así era el señor Arnold.
Las primeras vacaciones de verano que paso en Einsiedeln marcan el comienzo de
una nueva vida para mí. Mientras duró mi escolarización, iba a la abadía en los períodos
vacacionales: en Navidad, en carnaval y en Pascua. A continuación, termino la
enseñanza obligatoria y tengo que optar por alguna rama profesional. Me siento atraído
por el oficio de enfermero; por eso me matriculo en una escuela paramédica. Ignoro que
esta profesión está reservada más bien a las chicas. El primer día de clase descubro con

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estupefacción que ¡soy el único chico! Esto me supone un shock. Un shock total. Me
siento incómodo en mi cuerpo y tengo miedo. Me invade un miedo visceral. Ni que decir
tiene que no establezco ninguna relación con lo que he vivido antes. No comprendo por
qué me angustia y me tortura la presencia de chicas. Además, la directora considera
oportuno convocarme para ponerme los puntos sobre las «íes». Me habla de manera
severa, como si yo hubiera agredido ya a alguna compañera: «Daniel, pongámonos de
acuerdo, debes llevar mucho cuidado. ¡No quiero porquerías en mi escuela!». Salgo del
despacho sintiéndome todavía más incómodo que nunca conmigo mismo. No me gusta
este ambiente. Noto que no voy a poder soportarlo. Tengo que marcharme. Decido
abandonar la escuela y, como era de esperar, voy a toda prisa a refugiarme en Einsiedeln.
Estamos en 1976.
El padre Wolfgang comprende mi desconcierto y me acepta. A partir de este
momento se mostrará paternal conmigo y me protegerá siempre. Ahora bien, ¿qué voy a
hacer en este convento? Me propone conservar mi puesto de portero, a lo que añade el
cargo de sacristán. El antiguo monaguillo que soy se siente en su elemento. Conozco
todos los secretos del oficio y me siento completamente a mis anchas. Decide que lleve
sotana para integrarme en la comunidad. Duermo en una celda, en el piso de los
hermanos, en las buhardillas del convento. Este período es uno de los mejores de mi
vida. El equipo de los novicios era muy simpático y agradable, formábamos un grupo
formidable de compañeros. Veníamos de todas partes, todos teníamos edades diferentes,
pero todos estábamos interesados en la vida monástica. Aun cuando los otros dispusieran
de un gran bagaje intelectual, yo me sentía cómodo con ellos. Me sentía feliz. Aprendí
mucho durante aquel período.
El padre Wolfgang me acepta, pero pone una condición: exige que me cultive. Me
autoriza a seguir cursos en el gimnasio, el equivalente de un liceo o de un instituto.
Todos los padres dan clases en él, y asistiré a una gran cantidad de sus cursos. Tengo
autorización para seguir un currículo a la carta. En efecto, no seguí el mismo itinerario
que los estudiantes que asistían a la escuela. Todos ellos procedían de familias instruidas
y ya habían desarrollado una cierta cultura. El padre desea que me ponga a un buen nivel
del mejor modo posible; por eso puedo organizarme como me parezca bien. Me gusta
este modo de funcionar, porque voy a desarrollar unas competencias que están a mi

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alcance. Aprendo a escribir a máquina y, en poco tiempo, me convierto en un verdadero
mecanógrafo.
El convento es mi familia, y mi vida se inserta a partir de ahora en el monasterio. A
fuerza de rozarme con las lecturas espirituales, con los escritos de los santos, me he
vuelto un poco místico, vivo fuera de la realidad, estoy un poco desplazado. Se trata de
una vida artificial, pero no me doy cuenta. Me siento feliz de estar alojado. Por este
tiempo, mi madre todavía está débil, pero ya no está hospitalizada. Ya no tengo ganas de
vivir con este tipo de presión; por eso no vuelvo a Friburgo durante muchos meses. Sin
embargo, sigo teniendo buenos contactos con mi madre. Mantenemos una
correspondencia bastante frecuente, y ella me apoya en mi iniciativa, debo reconocerlo.
Sin embargo, nota que no me siento verdaderamente cómodo conmigo mismo y me
recomienda que le escriba a Marthe Robin, a la que ella admira. Voy a seguir su consejo.
El padre Finet me responde de manera breve: «Marthe Robin reza por usted y le da un
consejo: tome un director espiritual». Seguí su consejo y elegí a un canónigo como
consejero. Las muchas reflexiones que desarrollamos juntos han sido fructíferas. Fue en
este contexto donde empecé a poner en duda mi vocación de monje. También había
pensado en marcharme a las misiones en África. Me entrevisté con monseñor Eugène
Maillat, obispo misionero. Advirtió que esta iniciativa no era para mí y me sugirió que
me hiciera misionero en Suiza. Este consejo se me quedó grabado, tal vez porque este
padre murió dos días más tarde. Yo tomé sus palabras como un signo más. Pero, de
momento, todavía no tengo ninguna duda. En Einsiedeln, todavía voy a tener la ocasión
de tener encuentros singulares, como el que sigue.

Soy, pues, un portero joven. Un atardecer, llaman a la puerta. Dos damas elegantes,
estrictamente vestidas de negro, solicitan ver al padre abad. Les explico, con toda
educación, que «el padre abad no recibe antes de la Salve. Tendrán que volver dentro de
un momento», y cierro la puerta. La Salve se canta en la capilla de las Gracias después
de vísperas. Un momento después, llega el padre abad. Está inquieto, y me pregunta si
no he visto a dos damas. «Sí, sí, les he dicho que vuelvan». Por su expresión, me doy
cuenta de que he metido la pata. ¡La dama más importante era la emperatriz Zita, reina
de Hungría y de Bohemia! Tras ser destituida junto con su marido, después de la Primera
Guerra Mundial, se había exiliado en diferentes países. En el tiempo en que la conocí,
vivía en Suiza, en el cantón de Grisons, donde habitaba en una residencia administrada

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por el obispo de Coire. La emperatriz Zita era una mujer profundamente creyente,
católica practicante, que mantenía unos vínculos privilegiados con la orden de los
benedictinos, de la que formaba parte como oblata. Venía gustosamente a visitar a los
monjes de Einsiedeln. Cuando se presentó de nuevo a la puerta, me deshice en excusas.
Necesitaré un cierto tiempo para conocer a todas las personas que se presentan a la
puerta y distinguir entre las que hay que hacer entrar en cualquier momento en que se
presenten y aquellas otras a las que se les puede hacer esperar...
En 1978, me convocó el ejército. Tengo la edad del reclutamiento. Debo regresar a
Friburgo para someterme a los diferentes tests que me dirigirán hacia el sector
apropiado. Tanto los tests físicos como los psicológicos son negativos: mala noticia, el
ejército no me acepta. Soy demasiado frágil. Sin embargo, debo hacer el servicio militar
si quiero entrar en el monasterio. Es una de las condiciones. Tras un áspero debate, se
decide ponerme en un sector con poco riesgo: el servicio de enfermería. Es demasiado
para mí, no lo soporto. Se decide entonces que haré el período de instrucción en las
oficinas. Cuando vuelvo al convento tras los cuatro meses de servicio militar, solicito
entrar como novicio. Se acepta mi solicitud. Tengo diecinueve años y soy el más joven
de toda la orden. De hecho, los monjes me reciben porque me conocen bien.
Normalmente, es imposible acceder a las órdenes sin formación. Como no quiero
ordenarme de sacerdote, el padre abad estima que puedo hacerme hermano. Me siento
muy satisfecho con esta decisión. El hermano pronuncia votos simples y trabaja en el
mantenimiento general del convento. El padre abad es quien decide sobre el número de
sacerdotes –por consiguiente, de padres– que necesita para que el convento funcione
correctamente. Este número depende también de las aptitudes intelectuales de los
monjes. Los mejor dotados realizan a veces estudios muy especializados. El padre abad
quiere saber en qué sector deseo trabajar. Le respondo sin la menor vacilación: «En la
biblioteca». La biblioteca del convento está instalada en una suntuosa sala
magníficamente decorada y contiene más de doscientos mil libros, los más antiguos de
los cuales datan del siglo IX. Es una joya del arte barroco. Tendré la inmensa suerte de
consagrarle una parte de mi tiempo, dedicando el resto al estudio de los salmos, así como
a algunos cursos de teología. Y la vida sigue el ritmo lento de la rutina conventual,
compuesta de pequeñas cosas: leer, cantar, jugar a las cartas o tocar la trompa de los
Alpes. Y, por supuesto, rezar. Mi natural jovial gusta. Soy el bromista del equipo y el

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hijo de todos. Acabo el noviciado el 8 de diciembre de 1978 y pronuncio los votos
simples. Me comprometo a participar en la vida del convento con un espíritu de
humildad, castidad y pobreza. Cambio de nombre. En adelante, me llamo Vincent. Me
gusta el contacto con los hermanos, a los que considero como miembros de mi familia,
como si hubiéramos crecido juntos. Cada hermano me ha enseñado algo. Soy un
autodidacta que se ha enriquecido con las lecturas que ha realizado, con las
conversaciones con sus compañeros de camino. He aprendido mucho de ellos.
El hermano Ephrem me recibió con los brazos abiertos. Sigue siendo un verdadero
amigo todavía hoy; tiene noventa y tres años, y para él es toda una fiesta cuando voy a
visitarle. Él me enseñó a orar. «Tenemos que orar, Daniel, no oramos bastante». Esto era
lo que más le inquietaba. También estaba Peter von Sury, un monje algo mayor que yo,
un hombre fuera de lo común. Con paciencia, minuciosidad y tenacidad, catalogó todos
los libros de la biblioteca de los estudiantes de teología. Como buen benedictino, cada
día se imponía la clasificación de un número de libros, hasta cuando estaba enfermo.
Consiguió lo que se propuso. Este monje me enseñó a contemplar las estrellas. Era un
apasionado de la naturaleza y lo sabía todo. Decía: «Mira, mira bien. Si pasas mucho
tiempo en la naturaleza, ella te entregará sus secretos».
Estaba el padre Alphonse, un hombre extraordinario. Cada noche, y a lo largo de
toda mi vida en el monasterio, me hizo escuchar música clásica. Treinta minutos, ni más
ni menos. Era él quien proponía el programa. Escuchábamos fragmentos seleccionados,
y me preguntaba lo que sentía. Cuando veía que yo estaba triste, seleccionaba a Mozart;
cuando notaba que me encontraba bien, me hacía escuchar los Lieder de Schubert. Él
mismo tocaba el violín. Se interesaba verdaderamente por todo lo que yo hacía. Me
permitía escuchar sus comentarios eruditos sobre diferentes temas, y podíamos estar
conversando durante horas y horas. Era un hombre profundamente bueno, muy
inteligente y muy humilde. Nos entendíamos porque habíamos desarrollado una hermosa
complicidad. Murió sin hacer el menor ruido.
Podría continuar hasta el infinito la lista de los padres que me ayudaron a acabar de
crecer. Me tomaron bajo sus alas y me dieron el tiempo que yo necesitaba cuando me
sentía solo. Yo era su hijo, sentía su afecto. En Einsiedeln tomé conciencia de que debía
buscar a alguien más grande que yo para aprender. Eso es lo que he hecho, y esos
grandes me han llevado hacia lo alto.

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Encontré una cierta paz, pero, con el paso de los meses, sentí que no podría pasarme
toda la vida en aquel convento. Era demasiado grande. Los domingos, frente a las
paredes de mi celda, el silencio y la soledad me producían angustia. Con el paso de los
días, esta angustia se apoderó de mí y, con ella, las cuestiones existenciales. Un año de
noviciado, votos simples para tres años: ¿qué iba a hacer yo con mi vida? El padre abad
se inquietaba. Sentía mi fragilidad. El verano precedente me había ocupado de los
enfermos, y la idea de hacerme enfermero todavía seguía en mí. Dado que había varios
monjes ancianos, habría sido bienvenido un monje enfermero. Acepté la propuesta, me
gustaba la idea. Antes de entrar en la escuela de enfermería de Coire, me pidieron que
hiciera unas prácticas en un hospital. La hermana responsable deseaba que yo trabajara
vestido de civil y que recibiera un salario. Como auxiliar de enfermería, tuve que hacer
frente a una realidad desconocida. ¡El shock fue inconmensurable! ¡Una verdadera
conmoción! Yo, el enfermo que ignoraba aún que lo era, protegido, que vivía desde
hacía muchos meses aislado en una especie de burbuja, me vi propulsado desde mi
apacible monasterio, lleno de oraciones y silencio, a un universo de sufrimiento. No lo
iba a resistir. Verme confrontado cada día, cada hora, con el dolor del otro me resultaba
insoportable.
En este medio hospitalario no tienen miramientos conmigo. Soy el hombre para
todo, constantemente en contacto con los pacientes. Y me entrego por completo, sin
reservas. Asisto a los enfermos, los lavo, los levanto de la cama, les ayudo a darse la
vuelta, a vestirse, aprendo a hacer curas, vendajes, hablo con ellos y les escucho.
Algunas veces en silencio. Sin embargo, palpo su dolor y su enorme sufrimiento. Soy
una esponja sin darme cuenta. Su sufrimiento impacta en el mío, todavía oculto.
Una mañana como las demás, entro en una habitación para tomarle la temperatura
al paciente, y entonces, al tocarlo, se produce en mí un shock. Está frío. Completamente
frío. Comprendo de inmediato que está muerto. No estoy preparado para este encuentro.
¡Nadie me ha hablado de la muerte! Son los primeros momentos de la mañana, estoy
solo en esta habitación, todo el mundo duerme. Ha muerto un hombre, un hombre al que
yo conozco bien, del que me he ocupado. Está muerto, y no sé qué hacer. Me pasa por la
cabeza una idea descabellada. Tal vez deba llevarlo al sótano del hospital. Saco la cama
al pasillo, llamo al ascensor y, en el momento de entrar en él, me invade un pánico
enorme. Encerrarme solo con este muerto... ¡imposible! Vuelvo a cerrar la puerta,

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dejando al difunto en la cabina, y me marcho a ocuparme de otros pacientes que se están
despertando. Y de repente todo el piso entra en efervescencia. ¡Ha desaparecido Ernest!
Todo el mundo empieza a inquietarse. ¿Dónde está Ernest? Me veo obligado a confesar
que lo he dejado en el ascensor. ¡Es una cosa innoble! Me llaman a la dirección, me
echan una buena bronca.
Pero van pasando los días, y yo, bien que mal, sigo haciendo mi trabajo. Mi vida
acaba de tomar un nuevo rumbo, lo presiento. Durante mis horas de descanso, me quedo
en la abadía, pero me aburro en ella. ¿Qué hace un monje en su tiempo libre? ¿Lee?
¿Medita en silencio? Se encierra. Tras el episodio del ascensor, ya no soporto estar
encerrado, mis angustias aumentan. Estoy tan mal que el padre abad autoriza un régimen
especial para mí. Pero mis compañeros empiezan a hablar mal de mí. ¡No es normal que
un monje no esté sometido a las mismas reglas que los otros! Me siento cada vez peor. A
esto se añade un problema importante. En el marco de mi trabajo he encontrado a dos
enfermeras que me gustan mucho. El hecho de haber sido seducido por estas mujeres me
perturba por completo. Yo soy monje; no es posible. Ya no sé en qué punto me
encuentro. He perdido veinticinco kilos y me estoy hundiendo en una grave depresión.
En ese tiempo, no conozco ni esta palabra ni esta enfermedad. Y llega el drama.
Un día se produce en el hospital un zafarrancho de combate. Se ha producido un
accidente grave. Una moto ha caído por un barranco. La ambulancia tiene que
desplazarse al lugar del drama. Es una pesadilla. La moto ha caído a plomo por un
precipicio. Hay que bajar a socorrer a los heridos. ¡Imposible! Soy presa de un vértigo
insuperable, ni siquiera me atrevo a mirar al fondo. Nos vemos obligados a llamar un
helicóptero, que llega casi enseguida. Los socorristas suben a un hombre muerto y a una
mujer gravemente herida, pero viva. Es una visión horrible. La pobre chica tiene todavía
el manillar de la moto clavado en el vientre. Y me mira. Yo estoy a su lado y sé que va a
morir; habla, me habla, me pregunta si su amigo está vivo. Y la chica muere allí, a mi
lado. Y yo muero con ella. Me resulta imposible volver a la celda de mi convento. Me
hundo. Meningitis fulminante. Se trata de algo psicosomático: el traumatismo ha sido
demasiado fuerte.
La cosa es muy grave. Me llevan al hospital, donde me voy a quedar dos meses y
medio. Es la segunda vez que contraigo una meningitis fulminante: la primera fue en
1971, y esta en 1980. Los daños son terribles. Estoy hecho pedazos. Al salir del hospital,

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expreso el deseo de volver al monasterio, pero se ha abierto una brecha entre este y yo,
una fisura. Empiezo a tener verdaderos problemas psíquicos. Las angustias se
intensifican súbitamente. Todo me da miedo, en particular el vacío. No me hace falta un
precipicio: ya no me atrevo a atravesar los corredores en los pisos del convento. Tengo
miedo a caerme; ya ni siquiera me atrevo a ir a cantar la Salve. Las angustias me corroen.
En nuestros días, se sabría que sufro las consecuencias de un traumatismo que han
reanimado probablemente los shocks vividos en mi infancia, lo que hace la cosa
particularmente agotadora. Pero en aquel tiempo se ignoran todos estos posibles efectos
bumerán. El padre abad se inquieta seriamente, advierte que el problema es muy grave.
Por eso me obliga a volver a mi casa para descansar, para cambiar de aires. Vuelvo a la
Suiza de habla francesa, donde me alojo en casa de una de las familias que ya me habían
acogido de niño. Soy un zombi; estas personas van a recurrir a todo para ayudarme.
Quedo a cargo de un médico psiquiatra y, seis meses después, pido volver al monasterio.
Los monjes me reciben de nuevo; sin embargo, hay algo que se ha roto
definitivamente. Ya no soporto estar encerrado. Experimento una especie de rechazo.
Hay lecturas que me resulta imposible oír. Ya no consigo comer en comunidad. Soy
presa de temblores que no puedo dominar. Tengo que aferrarme a la mesa para no salir
corriendo. Ya no duermo. Estoy sufriendo un martirio. No puedo seguir viviendo así. El
padre abad me propone que me tome un año sabático para reconstruirme. Acepto. Al
cabo de este tiempo de pausa, no me encuentro lo suficientemente bien como para volver
con los monjes. En 1981, el capítulo decide eximirme de mis votos. Ya no soy monje,
pero puedo volver al monasterio cuando me parezca bien. Siempre seré bien recibido.
Según la regla de san Benito, un monje tiene derecho a presentarse tres veces en el
monasterio. Me resultó muy difícil aceptar esta decisión, pero sabía que era la adecuada.
Tenía que cortar el cordón umbilical que me unía a Einsiedeln. Siete años después, me
decido a ir a hacer unos ejercicios al monasterio, pero el silencio todavía me resulta
insoportable: me genera unas angustias que no domino. El silencio provoca en mí una
presión psíquica inaudita: es como si me encontrara al borde del vacío, y el vacío es la
muerte.
Einsiedeln ha sido mi tutor. Les estoy infinitamente agradecido a los monjes. ¡Han
sido enormemente buenos conmigo! Fui violado por un sacerdote y he vivido lo peor; he
sido salvado por los monjes y he vivido lo mejor. Fue en Einsiedeln, en un medio

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formado por religiosos, donde empecé a desarrollar una reflexión sobre mí mismo,
respaldado incesantemente por los monjes. Allí aprendí una cosa: nunca hay que
generalizar una experiencia. Cuando dejo el monasterio, conservo toda mi confianza en
la Iglesia. No porque varios sacerdotes hayan cometido actos abyectos están todos
podridos. Mi experiencia me autoriza a decirlo.

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5.
FUNDO MI FAMILIA

Al salir del monasterio, vuelvo a casa de mi madre, vivo con ella. En ese tiempo,
todavía no le he hablado a nadie de los abusos de que fui víctima. Comienza para mí una
extraña vida de soltero. Sale a concurso un puesto de bibliotecario en la biblioteca
cantonal de Friburgo. Me presento y me admiten. ¿Por qué? Le explico al responsable
del servicio que acabo de salir de un monasterio y que soy un enfermo psíquico. Me
elige porque le confío mi sufrimiento. Creo que mi franqueza impresiona a mi futuro
jefe. Me lo confirmó más tarde. Mi jefe directo se llama Georges y se convertirá en un
amigo al que quiero mucho. Me recibe el director de la biblioteca cantonal, un hombre
muy culto que me informa de la buena nueva con estas palabras: «Señor Pittet, ha sido
usted elegido para el puesto de asistente del señor de Reyff. Le extrañará lo poco que va
a cobrar, pero es un honor trabajar en esta biblioteca. Somos una gran familia, y en ella
se encontrará bien. Estamos, sobre todo, al servicio de los profesores y, asimismo, de
nuestros lectores. Cuento con usted».

Acabo de pasar dos años y medio en la biblioteca del convento de Einsiedeln y


debo decir que muy pronto me siento a mis anchas en mi nuevo oficio. Cuando empiezo
mi trabajo, la hemeroteca es un verdadero desastre. Hay periódicos por todas partes,
incluso en el suelo; hay montones de fascículos abandonados, en dos estanterías. Algo
para dar miedo. El ambiente es familiar y muy relajado. Se celebra cada evento
particular: aniversario, nacimiento o boda. Me siento inmediatamente cómodo. Aún
recuerdo los largos debates filosóficos y religiosos en presencia de un rabino y de dos
católicos convencidos. ¡Son momentos de ecumenismo vanguardista! El rabino me
declara: «A fin de cuentas, Daniel, ustedes han reconocido a Jesús, y nosotros no; pero
todos le esperamos». En 1993 se reorganiza el sector público, y yo trabajo a media
jornada en el servicio de préstamos.

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A pesar de un trabajo que me conviene, solo voy tirando; en cinco años de vida
monacal se ha aminorado mi red social, por eso me voy a menudo de peregrinación.
Necesito cambiar las ideas y conocer a gente nueva. Por el lado sentimental, voy
buscando. Me enamoro de una chica sin atreverme a mostrarle mis sentimientos. Fue ella
la que tomó la iniciativa, pero acabará por dejarme. Poco después, conozco a una
alemana muy despabilada... ¡que me espabila! Caigo en la red con pavor. Nunca he
hecho el amor, y esta experiencia me abate. Es demasiado para mí, todavía estoy muy
débil y me hundo de nuevo.
Confío mi desconcierto a Georges. Le cuento lo que me pasó en mi infancia. Es la
primera vez que hablo de ello. Le describo el traumatismo que se produjo en mí cuando
hice el amor con esta chica. Lloro, y él me escucha. Estoy desesperado, siento deseos de
morir. Georges se da cuenta enseguida de que estoy corriendo un gran riesgo y se decide
a ayudarme en cuerpo y alma. Puedo afirmar que, sin su presencia inquebrantable, yo
estaría muerto. Se tomará todo su tiempo para apoyarme. Durante dos semanas, vendrá
todas las mañanas a buscarme a casa para llevarme a trabajar. Sin faltar ni una sola vez.
Llama a las seis y media de la mañana. Me siento obligado a ir a la biblioteca, porque él
está ahí. Sin él, me habría quedado confinado en mi apartamento: tengo miedo de
caminar, de usar el transporte público. Desarrollo, físicamente, todo tipo de
enfermedades. De hecho, somatizo todas mis angustias. Durante un largo período, cojo
una neumonía cada año por las mismas fechas. Georges me aconseja que vaya a ver a un
psiquiatra. Sigo su consejo. Este médico sabrá escucharme y tomarse tiempo conmigo.
Será una de las personas que me ayudarán a abrir las primeras puertas cerradas con
cerrojo que hay en mí. Me va a decir algo muy fuerte: «Señor Pittet, usted se encuentra
en medio de una depresión, de una depresión muy fuerte. Ha entrado en un túnel y saldrá
de él un día. Necesitará tiempo y valor. Se encuentra sumergido en un río y no sabe
nadar bien. Al borde del agua hay personas que le quieren. Tienen todo lo que hace falta
para acogerlo en la orilla; hasta tienen pértigas a las que puede agarrarse. Sin embargo,
no pueden venir a buscarle al agua: debe llegar usted solo a la orilla. Tómese el tiempo
necesario, lo conseguirá». Tenía razón el psiquiatra. Pero ¡qué lucha hube de emprender
para sacar la cabeza del agua!
La depresión es una enfermedad terrible que los demás no pueden comprender.
Siempre tienen la impresión de que basta con pegarse un buen latigazo; la impresión de

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que es una cosa sencilla, de que hay que reaccionar. Sí, pero ese es precisamente el
problema. La depresión te clava, inerte, en tu vida. Si estás solo cuando tienes una
depresión, te suicidas. Es preciso que alguien permanezca siempre a tu lado para
insuflarte, hora tras hora, día tras día, el mínimo de energía que te permita seguir
viviendo. Eso es lo que Georges me brindó.
Entre Georges y yo se desarrolla una amistad absolutamente excepcional. Juntos
vamos a sellar un pacto de amistad basado en el mandamiento formulado en Juan 15,12-
13: «Este es mi mandamiento: que os améis unos a otros como yo os he amado. Nadie
tiene amor más grande que el que da la vida por los amigos».

El pacto estipula ciertas condiciones de una manera bastante solemne: «Nos


prometemos mutuamente que, pase lo que pase en nuestra existencia, nuestra amistad no
debe sufrir ningún perjuicio; y nuestra intimidad fraterna, que nos permite compartir
alegrías, penas, problemas o preocupaciones, debe crecer cada día de nuestra vida. Que
en los momentos más felices y en los más dulces, esta amistad ha de ser vivificante. Que
ha de ser todavía más viva en los momentos sombríos o dolorosos por los que toda
existencia puede pasar».
Georges es soltero por libre decisión y es feliz siéndolo. Jamás hubo la menor
ambigüedad sexual entre nosotros. He vivido con él una amistad verdadera, total, como
de fusión, sincera e inquebrantable. Yo necesito una estructura para no morir. Georges
me proporcionó esta estructura. Yo tenía entonces treinta y cinco años.
Valérie entra en mi vida en ese tiempo. Es una estudiante de teología y frecuenta
regularmente la biblioteca. Desea hacerse carmelita y se marcha a un convento. Sin
embargo, vuelve el 1 de agosto de 1994, porque tiene dudas: ya no sabe si está hecha
para la vida monacal. El 1 de agosto se celebra la fiesta nacional en Suiza, y pasamos la
velada juntos; yo intento una aproximación que la pone colérica. Volvemos a vernos al
día siguiente para clarificar nuestra relación. Valérie me plantea una pregunta, una
pregunta bastante trivial, pero que tiene el efecto de un electroshock. «¿Qué quieres
hacer con tu vida?». La cuestión es pertinente. La verdad es que voy tirando, no sé qué
sentido dar a mi existencia. Nos interrogamos mutuamente. Los dos nos encontramos en
una fase confusa de nuestra vida y decidimos hacer el camino juntos, solo como amigos
que se acompañan en el plano espiritual. Ya veremos lo que la vida nos reserva.

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Buscamos a un sacerdote que pueda acompañarnos en nuestro proceso. Yo no deseo que
nos acompañe un religioso al que mi madre conoce. En efecto, mis relaciones con ella
son difíciles y bastante complejas. Ella me manipula, se muestra intrusiva y controla mi
vida. Me pregunta continuamente sobre todas mis andanzas, porque desea saber de modo
preciso cómo paso el tiempo libre. Estoy totalmente bajo su control. Vivimos en
simbiosis, y es ella la que se ocupa de todo. Nuestros monederos son los mismos. Cada
vez que llevo una chica a casa, se las arregla para eliminarla. La fulmina. Es capaz de lo
peor para mantenerme prisionero, he pasado por esta amarga experiencia. Ha escrito una
carta a mis cuatro mejores amigos, entre ellos a Georges y a un padre de Einsiedeln,
acusándome de que la maltrato. Afortunadamente, me lo han dicho. Ahora bien, este
episodio me ha debilitado, me ha hecho tomar conciencia de que mi madre tiene un
verdadero problema psíquico.
Con todo, es preciso que me decida a ponerla al corriente de mi deseo de caminar
con Valérie. Mi madre no soporta la idea de que esta muchacha pueda tener importancia
en mi vida. La considera una rival. Me conmina a negarme a iniciar este proceso. Me
tomo toda la noche para reflexionar. Por la mañana ya he tomado la decisión. Acepto
emprender un itinerario de discernimiento junto con Valérie, acompañados los dos por el
padre Genoud. Mi madre se da cuenta de que ha perdido la partida. Pero no se declara
vencida y cae enferma. Deja de comer y es hospitalizada. «Voy a morir, y será por tu
culpa», dice gimiendo. Mi respuesta resuena de una manera brutal: «Pues bien, ¡puedes
morirte!». Tengo que dejar a mi madre, lo noto; de lo contrario, mi salud mental se habrá
perdido.

Le debo mi emancipación a Valérie, que está dotada de un carácter que no se


tambalea. Ella me arranca de las garras de mi madre. En primer lugar, se niega a tutearla,
a fin de poder guardar las distancias. Es una declaración de guerra. Mi madre saca sus
misiles y le escribe una larga carta en la que le confía un secreto: Daniel es un enfermo
mental diagnosticado por varios médicos. Habría deseado guardar esta información para
ella sola, pero se siente obligada a advertir a Valérie. ¡Mi madre quería retenerme a
cualquier precio! Esta relación malsana también me ofrece ventajas en el plano material:
ella hace la comida, se ocupa de la intendencia y de las cuentas. Nuestra vida está
regulada como una misa. Cada noche, a las 19,29 horas, nos instalamos los dos ante el
televisor para ver el telediario. Después nos levantamos y apagamos el aparato. Esta es la

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razón por la que no veo la televisión en mi casa. Es algo que supera mis fuerzas. Me doy
cuenta de que nuestra relación es malsana, pero no consigo desprenderme. No estoy
hecho para vivir solo, me gustan las chicas, me da vergüenza seguir soltero y vivir con
mi madre. No es algo claro, advierto como una suspicacia en la mirada de los otros.
El itinerario que decido emprender con Valérie debe permitirnos averiguar si
estamos hechos para la vida monástica o para el matrimonio; por ahora, no formamos
pareja. Ni siquiera salimos juntos. Georges me ha impulsado a realizar este itinerario
porque ve que no soy feliz. Me anima: «Si te casas, no olvides que la sexualidad es
importante en el matrimonio. Debes saber si puedes». Mantengo con Valérie una
complicidad lo suficientemente sólida como para revelarle que fui víctima de abusos en
mi infancia. Ella me escucha y no me juzga. Al contrario, me pregunta cómo me siento,
si me siento pedófilo, una cuestión que yo no me había planteado nunca y que va a estar
en el centro de mi proceso terapéutico algunos meses más tarde. Le explico que tengo
miedo del sexo. La palabra es libre y, recibida sin ser juzgada, liberadora. Me siento
mejor. Me libero de un peso.
Hemos escogido a un sacerdote llamado Bernard Genoud. Él nos va a acompañar a
lo largo de nuestro itinerario espiritual. Nuestro tiempo libre se compone de numerosos
momentos de reflexión y de retiro. Empezamos a apreciarnos. Los dos tenemos un
carácter muy fuerte, pero ella sabe cómo llevarme. Al cabo de nuestro recorrido, el padre
Genoud piensa que «hemos de casarnos». Opinamos lo mismo; yo ya no me siento
angustiado en absoluto, y decidimos dar el paso en 1995. Nacerán con bastante rapidez
Grégoire (1996), Mathilde (1998), Ludovic (2000), Simon (2001), Anne Léa (niña con
síndrome de Down a la que adoptamos a la edad de cuatro meses, en 2002) y Édouard
(2004).
Contra toda expectativa, mi padre vuelve a aparecer en mi vida en 1996, durante
este período de intenso cambio. Mi padre, al que yo creía muerto, no lo está. Las cosas
han pasado de este modo. Uno de mis hermanos, Charles, ha sentido el deseo de
reanudar sus lazos con nuestro padre y ha practicado algunas averiguaciones. Lo
encuentra hospitalizado, desde hace ya algunos años, en una institución psiquiátrica. En
verdad, no siento ningún deseo de ir a verlo, a pesar de que, cuando nació Grégoire, le
envié una tarjeta de anuncio de nacimiento –a la que, por cierto, no respondió–. No me
siento demasiado emocionado. Pero mi hermano desea organizar una comida de

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reencuentro y me pregunta si yo aceptaría recibir a todos en mi casa. Me siento
sorprendido, es lo mínimo que se puede decir. Le hablo de ello a Valérie, a quien le
parece una buena idea, porque, en el fondo, «a pesar de todo, es tu padre», como dice
ella. Es una invitación bastante asombrosa, un tanto molesta; nos preguntamos qué
vamos a preparar para comer y nos enteramos de que a mi padre le gusta la charcutería.
¡Bien está por el cerdo! Llega el día señalado. Cuando mi padre entra en mi casa, no le
reconozco. ¡No le he vuelto a ver desde hace treinta y tres años! Tengo ante mí a un
señor anciano, calvo, que no dice gran cosa.
Este acontecimiento me marcó tanto que fui a visitar a mi amigo Georges y le dije:
«Georges, ¿te das cuenta? ¡He vuelto a ver a mi padre! ¡Hoy puedo llegar a ser padre a
mi vez!».
Georges murió poco después, de una manera casi fulminante. La pérdida de este
amigo fue para mí una etapa extremadamente dolorosa en el camino de mi vida. Su
familia aceptó que yo organizara, junto con otro amigo, la ceremonia de las exequias, y
le quedé infinitamente agradecido. Georges era un hombre recto, combativo, generoso.
Era mi hermano del corazón. Si vivo hoy, es gracias a él; si estoy aún en la biblioteca, es
gracias a él. El día en que murió Georges, sentí un clic. Pensé: «Georges ha muerto.
¿Qué puedo hacer? Nada. O caigo de nuevo en una depresión o sigo viviendo». Decidí
seguir viviendo, porque tenía a Valérie y a los niños. Sin ellos, me habría muerto
después de Georges. Él me mimó, y yo debo devolver lo que he recibido. Por eso, cada
vez que encuentro a alguien que sufre, le doy lo que puedo. Georges me tomó de la
mano y pasó el relevo a Valérie. Cuando él murió, me di cuenta de que había perdido a
mi único amigo.
Mi padre volverá una vez más a nuestra casa en 1998. Le ponemos a su nieta
Mathilde en brazos y hacemos fotos. También están presentes mis dos hermanos.
Nuestro padre parece feliz, como si nunca nos hubiera dejado. La comida se desarrolla
más bien en un buen ambiente, lo que incita a mi hermano a preparar otro encuentro, un
año después, con unos primos paternos a los que apenas conocemos. Constato,
sorprendido, que, contrariamente a nosotros, nuestros primos conocen muy bien a
nuestro padre. Hasta son capaces de facilitarnos informaciones con respecto a él y
parecen apreciarle. Hablan de él como de un gran trabajador, activo en el campo de la

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albañilería; sienten una cierta estima por él. También están presentes mis hermanas.
Acabamos de enterarnos de que nuestro padre está muy enfermo.
Pasan algunas semanas, y en octubre de 1999 recibo una llamada del hospital. El
enfermero ha descubierto la tarjeta del anuncio del nacimiento de nuestro hijo Grégoire
en la mesita de noche de nuestro padre y ha creído conveniente llamar al número que
aparecía en ella. No sabe quién soy yo con respecto al interno, puesto que todo el mundo
ignora que mi padre tiene cinco hijos. El enfermero me anuncia que mi padre se
encuentra mal y que podría morir. Decidimos ir a visitarle; uno tras otro, pasamos todos
por su cabecera. ¡Sorpresa! Descubro que mi padre nunca ha dejado de pensar en
nosotros. Tiene en su poder varios artículos de prensa relacionados conmigo, de cuando
yo me ocupaba de «Prier Témoigner» [Orar y Dar Testimonio] y sabe que he sido monje.
En el fondo, él posee más información sobre mí que yo sobre él. Tomo conciencia de
que ha estado privado de ver a sus hijos durante más de treinta años y de que tal vez
haya sufrido por ello. Este encuentro me ha parecido bastante conmovedor. Mi hermana
consiguió traer a nuestra madre al hospital y presentarle a su marido. Él no la reconoció,
pero le dijo: «Es usted una señora preciosa. Si yo fuera más joven, ¡me casaría con
usted!». Evidentemente, mi madre se sentía contrariada por el hecho de que hubiéramos
restablecido los lazos con nuestro padre y de que la hubieran obligado a volver a verle.
Algunos meses más tarde, estando de vacaciones con toda mi familia, una noche,
sin ninguna razón, no consigo dormir, algo que no me pasa nunca. A la mañana
siguiente, preparo la maleta y decreto que volvemos a casa, porque está pasando algo
raro. Valérie no se muestra muy contenta. A las 8 suena el teléfono; es del hospital, y me
anuncian que mi padre ha fallecido durante la noche. A mí me parece esta experiencia
algo increíble. He sentido que estaba pasando algo grave, como si existiera un vínculo
entre mi padre y yo en el momento de su muerte. Me encargo de la organización de las
exequias. Como no puede ser de otro modo, hago editar una nota necrológica, en la que
decido poner el nombre de mi madre. Descubrimos que mis padres no están divorciados,
de suerte que puedo poner aún «su esposa».
El entierro fue épico. En Lausana es posible ser incinerado gratuitamente en un
ataúd de cartón. Optamos por esta solución. Siguiendo el deseo de mi padre, lo
enterramos en Siviriez, un pueblo cercano a Romont, junto a la beata Marguerite Bays,
una mujer que había llevado una intensa vida espiritual y que había recibido los estigmas

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muy pronto. El día de la ceremonia hace un tiempo execrable, llueve a cántaros. Tras la
ceremonia de despedida, nos dirigimos al cementerio, como manda la costumbre. En el
momento más solemne, el empleado de las pompas fúnebres viene hacia mí y me
presenta la urna cineraria diciendo de manera grave: «¡Su padre!». Era algo insólito y
casi chusco. Pero, al pronunciar estas palabras, el pobre hombre se adelanta para
depositar la urna en el columbario y se resbala en el barro. De golpe, hace caer todas las
urnas que se encontraban en el interior. Las oímos caer rodando... mientras que él cae
tendido en el suelo. ¡Fue asombroso!
Mi padre terminó su vida con nosotros de un modo tan extraño como la había
comenzado. Sin embargo, estos reencuentros fueron determinantes para mí, aun cuando
ya tuviera hijos, porque tuve verdaderamente la sensación de que, por fin, podía llegar a
ser padre a mi vez. Se había llevado a cabo el relevo.
No he tenido padre, y la imagen que tenía de él era bastante negativa. Recuerdo a
un padre camorrista, que daba bofetadas a mi madre. No he tenido padre, pero he
encontrado a hombres que me han querido y se han ocupado de mí. He encontrado a
otros padres, figuras de sustitución. En Einsiedeln me consideraban como hijo del padre
Wolfgang. Cuando vuelvo por allí, todavía oigo a los monjes que dicen: «¡Ah! ¡Aquí
está Daniel, el hijo de Wolfgang!». He tenido al señor Arnold y he tenido a Georges.
Estos hombres me han permitido crecer y han sido modelos para mí.
Con todo, nadie, de entre todas las personas que conozco, hubiera pensado que un
día yo llegaría a ser padre. Y hoy he logrado serlo. Quiero a mis hijos. Soy recto. No soy
un padre perfecto, pero estoy dispuesto a hacer cualquier cosa por ellos. Mis hijos saben
lo que he pasado, no he convertido mi vida en un secreto. Como me cuesta poner límites
a lo que digo, mi mujer me ha puesto un marco: me ha prohibido hablar en cualquier
momento y de cualquier modo de lo que he pasado. Necesito este tipo de prohibiciones,
porque soy incapaz de fijarme estos límites por mí mismo. En ocasiones, nuestros hijos
no quieren oír hablar más de este tema y debo respetar su voluntad. No debo obligarles a
oír cosas que no están preparados para recibir. Soy un padre muy respetuoso con la
intimidad de sus hijos. He puesto las barreras que mi madre no había puesto conmigo.
He decidido conscientemente proteger la intimidad de mis hijos. Dado que yo mismo he
sido violado, me muestro particularmente vigilante en este terreno. O, lo que es lo
mismo, he puesto en guardia a mis hijos. Además, se lo he advertido a los responsables

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de los grupos en que participan: «¡Si pasa algo, vais todos a la cárcel!». Tal vez sea algo
desmesurado, pero es más fuerte que yo. No podría soportar que uno de mis hijos
sufriera lo que yo he sufrido. He informado a cada uno de ellos de que estaba
escribiendo este libro. Han tenido diferentes reacciones. El pequeño es el que se ha
mostrado más abierto. Tiene doce años y me ha dicho: «Es formidable, papá. Hazlo lo
mejor que puedas. Estoy contento de que exista ese libro. Si me dicen lo más mínimo,
sabré lo que tengo que responder». El que tiene quince años se encuentra en una fase
más conflictiva; el mayor se ha mostrado bastante indiferente, pero me ha animado:
«¡Haz lo que quieras, eres libre! ¡Eres adulto!». Una observación bastante rara. Soy un
padre dotado de cierta autoridad. Cuando alzo la voz, se me respeta. Grito con bastante
facilidad, porque tengo unos nervios frágiles. Me parece que tengo unas buenas
relaciones con mis hijos, estoy disponible y dispuesto a escucharles. Iría hasta el fin del
mundo por ellos. Les he educado en el trabajo, para que sean independientes desde el
punto de vista financiero.
Afortunadamente, Valérie es una buenísima madre. Es ella la que se ocupa por
completo de las relaciones con la escuela. Yo me siento incapaz de ocuparme de este
campo. Pero hay un tema en el que me he implicado: he asistido al curso de introducción
a la sexualidad para los niños. Intento hacer cosas específicas con ellos, actividades más
concretas. Mi encuentro con Valérie ha sido obra de la Providencia, no hay otra
explicación. Jamás habría podido mantenerme en pie sin una ayuda que va más allá de lo
humano. Hoy soy frágil, sé que tengo prohibidas ciertas experiencias, porque, de lo
contrario, muero. Pero soy un hombre feliz.

64
6.
«PRIER TÉMOIGNER»
(ORAR Y DAR TESTIMONIO)

Siento en mí el deseo de ser útil, pero no sé ni en qué ni cómo. Mi gran familia sigue
siendo la Iglesia, de la que nunca he renegado. En efecto, nunca me ha pasado por la
mente esta idea, porque comprendí enseguida que el padre Joël Allaz, mi violador,
estaba enfermo. Bastaba con observar su modo de funcionar en la vida. Estas dos
facetas, la sombra y la luz, eran tan visibles que yo tenía claramente la impresión de que
me relacionaba con dos personas distintas. Así, a pesar de mi tierna edad, notaba que no
se mostraba normal cuando me hacía padecer sus guarradas. Mi educación religiosa me
permitió también no odiarle, porque no se «odia a los enfermos y a los pobres de
espíritu». Esta toma de conciencia me salvó de una cierta confusión y me permitió no
elaborar una amalgama. Sigo siendo un hombre próximo a los medios eclesiales, unos
medios a los que amo, porque en ellos he tenido ocasión de tratar a gente sensible, llena
de humanidad y comprometida en su vocación.

Una vez de vuelta a la vida civil, sigo en contacto con los padres de Einsiedeln, a
los que visito de manera regular. Una noche, estamos en 1984, recibo una llamada
telefónica de un monje, secretario general de la Conferencia Episcopal. Juan Pablo II va
a venir en visita oficial a Suiza, y mi comunicante necesita a un chófer que traslade a los
dignatarios de la Iglesia durante este período. Ha pensado en mí. Acepto la oferta: tengo
la secreta esperanza de encontrarme con el papa.
Mi trabajo consiste en trasladar a los obispos de un lugar a otro por toda Suiza. Esta
actividad supone sobre todo pasar mucho tiempo esperando, y para llenar esos ratos
muertos propongo mis servicios a un sacerdote encargado de los equipajes. Antes de
aceptar mi ayuda, me pregunta quién soy y cuál es mi función. Me entero de que es el

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secretario privado del papa. Entre dos traslados, le explico que conozco particularmente
bien Einsiedeln, puesto que acabo de pasar cinco años y medio en este convento del que
he sido monje.

Voy a encontrarme con el papa de una manera bastante insólita. Mi misión consiste
ese día en llevar desde Ginebra hasta Einsiedeln al secretario general del Consejo
Ecuménico de las Iglesias y al representante del patriarca Atenágoras. Los dejo en el
convento y vuelvo a mis ocupaciones. Me conozco el monasterio de memoria, tengo
todavía todas las llaves: de hecho, sigo teniendo mi habitación, en la que me quedo
cuando voy de visita. Conozco los atajos y todos los rincones del convento. Y, mira por
dónde, tiene lugar lo improbable: me encuentro cara a cara con el papa en una escalera.
Va acompañado del padre abad, que se muestra muy enfadado al verme allí, porque no
ha sido informado de mi contratación. El papa se aloja en el apartamento de los
cardenales y está muy sorprendido de encontrarme en este lugar. Pero es un hombre
sencillo y me aborda sin formalidades. Me pregunta quién soy, y me doy cuenta de que
su secretario le ha hablado de nuestro encuentro, porque el Santo Padre exclama: «Debes
de estar contento de volver a estar en tu convento». Me siento como si estuviera flotando
entre las nubes. Me mira directamente a los ojos y me dice: «Daniel, ¿has sufrido?». Yo
le digo que sí. Prosigue la conversación unos breves minutos, el tiempo de explicarle lo
que he recibido de los monjes y por qué he dejado el convento. Y añado: «He tenido
suerte, porque he conservado la fe». Él me sonríe y me dice que es raro conservar la fe
cuando alguien sale de un convento. Me mira intensamente, me agarra por el hombro y
me dice: «El Señor te protege, porque has conservado la fe». Este encuentro
extraordinario es muy breve, pero está dotado de una intensidad indescriptible. Al día
siguiente, su secretario me invita a ir a Roma cuando lo desee.
Estos cuantos días que he pasado en medio de las personalidades más importantes
de la Iglesia me van a marcar de una manera indeleble. He sentido una verdadera
presencia por parte de Juan Pablo II, una compasión sincera en sus gestos y en su
mirada. Me he sentido acogido. Nunca había pensado en ir a Roma, pero un amigo muy
implicado en la Iglesia me pide un año después que organice una peregrinación a la
ciudad. Me gusta el desafío, y tanto más cuanto que he recibido una invitación personal.
Harán falta dos años para preparar la peregrinación, que llevará a sesenta jóvenes al
Vaticano. En 1987, ya está todo preparado y consigo una audiencia gracias al secretario

66
del papa. Este encuentro supone un gran momento para mí, porque el pontífice me
reconoce inmediatamente. A raíz de esta primera entrevista, organizaré otras
peregrinaciones y encuentros con su secretario a lo largo de los años siguientes.
Encontrarme ante el papa me ha salvado, porque sentí que me había prestado una
atención particular. Me había reconocido como un hombre herido. Es un recuerdo
inolvidable. Orar con el papa me ha proporcionado un impulso de vida total. Ser
reconocido por él me ha dado una fuerza nueva.
Esta primera experiencia de chófer me abrió otras. Una de ellas es lo bastante
insólita como para ser digna de que ser referida. Recibo una llamada del obispo de la
diócesis, monseñor Pierre Mamie. Necesita un chófer que le lleve a Ginebra para
confirmar a hijos de familias acomodadas. Al menos eso es lo que insiste en precisar;
monseñor es un hombre de Iglesia, pero no es indiferente a la pompa. Comprendo, sin
necesitad de más explicaciones, que debo vestirme para la circunstancia y mantenerme
en mi lugar. Al llegar, justo antes de la ceremonia, me dice al oído: «He oído decir que
Sofía Loren está presente. Me gustaría saludarla. ¿Puedes hacer lo necesario?». ¿Por qué
no? Pero no conozco a esta persona, ¡ni de vista ni de nombre! No me preocupo
demasiado, ya encontraré una solución cuando llegue el momento. Me siento en los
bancos de la iglesia. Estoy rodeado de un montón de gente que lleva sombreros con
plumas. ¡Afortunadamente, llevo corbata! A mi lado se ha sentado un señor más bien
rollizo. Mientras espero que empiece la celebración, entablo conversación con él.
«¿Conoce usted a la gente que está aquí?». Conoce a algunos, porque su hija va a la
escuela privada del lugar y porque va a ser confirmada en un momento. «¿Puede decirme
usted dónde se encuentra Sofía Loren?». Se vuelve bruscamente hacia mí, me mira a los
ojos y ¡me observa como a un imbécil! «¡Está sentada a su lado!». Perfecto. Las cosas se
presentan más bien con buena cara. Puedo esperar hasta el final de la ceremonia.
Monseñor Mamie pronuncia una homilía extraordinaria. Deja impresionado a todo el
mundo. El pequeño señor que está sentado a mi lado se vuelve hacia mí y me pregunta si
sé el nombre de este obispo. «Monseñor Mamie, obispo de Lausana, Ginebra y
Friburgo», le digo con un cierto espíritu de revancha. El hombre se presenta: «Me llamo
Frédéric Dard». No hay ninguna reacción por mi parte. El nombre de Frédéric Dard no
me suena más que el de Sofía Loren. El señor me mira con aire burlón. Me doy cuenta
de que, aparentemente, hay algo que se me escapa. Por eso, intento justificarme: «Acabo

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de salir del convento de Einsiedeln, en el que he pasado 5 años como monje... Me llamo
Daniel Pittet, y puedo presentarle al obispo, si usted lo desea. Soy su chófer particular».
Y en ese mismo momento, me vuelvo hacia Sofía Loren y le digo: «Señora, monseñor
desearía saludarla. ¿Cree usted que es posible?». Para mi gran alegría, acepta con una
sonrisa. ¡Ya tengo a dos para presentarle a monseñor Mamie! Empiezo por Frédéric
Dard y, con gran sorpresa por mi parte, se establece enseguida una corriente de simpatía
entre los dos hombres. ¡El obispo le da un abrazo! Yo lo ignoro, pero fue el comienzo de
una hermosa amistad entre ellos, puesto que van a escribir un libro juntos. Será
monseñor Mamie el que celebrará la misa de las exequias de Frédéric Dard, que se había
instalado en la región de Friburgo en el momento de su muerte. La presentación de Sofía
Loren fue más divertida. Es una mujer con clase, es guapa y muy simpática. Cruza
algunas palabras de cortesía con el obispo y, antes de abandonar la iglesia, se vuelve
hacia mí y me pregunta quién soy. Le explico las razones de mi ignorancia, y me
responde con una gran carcajada: «¡Vaya, a buen seguro es usted la única persona en el
mundo que no ha oído hablar de mí!». ¡Y le doy un beso!
Como responsable de las solemnidades religiosas de Friburgo, me encargué
también de la organización del entierro de Jean Tinguely, artista plástico de Friburgo de
fama mundial. Nadie ignora su aspecto un tanto alocado, y la ceremonia de la despedida
corresponderá a su imagen. Descubro un universo que se encuentra en las antípodas del
mío y en el que no me reconozco en absoluto. Cuando se ejerce la función de
organizador, uno tiene que ir de un grupo a otro para comprobar que todo va bien. Nadie
te advierte, porque nadie te conoce. Uno no habla, pero escucha las conversaciones. Me
quedé particularmente sorprendido al oír hablar de sexo, contar chistes picantes de una
manera abierta y bastante impúdica, dadas las circunstancias del momento. Pero, bueno,
¡a Tinguely le habría gustado!
Monseñor Mamie, otra vez él, me propone un día contratarme para la Iglesia. La
idea me tienta. Desea que trabaje en el campo del Apostolado de la Oración. Se trata de
una asociación fundada por los jesuitas hace ciento cincuenta años y que empieza a
perder fuerza por falta de sangre nueva. Acepto reunirme con el comité. Me acuerdo de
un grupo de personas ya ancianas, reunidas en una sala que huele a recinto cerrado...
Nada excesivamente regocijante. Y oigo al presidente que se expresa en estos términos:
«¡Ya está, os he encontrado un nuevo presidente! Se llama Daniel Pittet». Y pienso para

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mis adentros: «Dios mío, ¿presidente de qué?». No me siento demasiado bien. Salimos
de la sala y le pregunto a este hombre: «En el fondo, ¿de qué soy presidente?». Y me
mira, extrañado: «Eres presidente del Apostolado de la Oración». E inmediatamente, le
repliqué con un tono bastante firme: «Bien, admitámoslo. En ese caso, tú me vas a
acompañar, porque el equipo con el que me acabo de encontrar no me inspira nada
excesivamente positivo». Bien aliviado por haber encontrado alguien que le reemplace,
acepta ayudarme.
Había toda clase de gente en este grupo llamado «Apostolado de la Oración». Las
reuniones eran pseudointelectuales, en las que no se entendía nada, desfasadas. Dije:
«Alto, es preciso dar un nuevo aliento, hay que federar a todas las comunidades que
existen, respetándose las unas a las otras. Vamos a renunciar a todas estas capillas que
dividen más que unen. ¡Vamos a juntarnos!». Su respuesta fue rápida: «¿Para qué nos
juntamos?». Y oí que alguien decía: «Para orar y para dar testimonio». Yo venía
sintiendo en mí, desde hacía mucho tiempo, el deseo de evangelizar a través de un modo
de vivir. No tenía ganas de elaborar teorías, sino de vivir el Evangelio de una manera
concreta.
Así nace la asociación «Prier Témoigner». En este nuevo contexto, voy a tener
encuentros excepcionales. La lista es demasiado larga para presentarla de una manera
exhaustiva. Deseo compartir con el lector los más fuertes, los que han dejado huella en
mí y me permitirán levantarme de nuevo.
El objetivo era organizar una asamblea anual en torno a una temática común, a la
que se invitaba a personalidades carismáticas que venían a compartir con nosotros sus
experiencias vitales. Evidentemente, a la oración le reservábamos aquí un espacio
crucial. Para empezar, introdujimos el rezo del oficio en el evento. Nunca tuvimos
problemas de dinero –eran muchas las donaciones–, y la situación no hizo más que
mejorar con el paso de los años. De la asociación formaron parte todos los sacerdotes
que he conocido. La primera gran reunión tuvo lugar en la universidad de Friburgo en
1990. El tema elegido fue: la sexualidad. La elección de este tema no era casual. Yo
tenía un problema con este tema y buscaba respuestas. Necesitaba informarme,
compartir, escuchar experiencias. Había leído yo un libro que me había impresionado
mucho, porque hablaba de abstinencia y de castidad como don de uno mismo. Yo seguía
siendo monje en mi espíritu. Propuse que se invitara al autor de esta obra, el padre

69
Daniel-Ange, y se desplazaron mil jóvenes para escucharle. ¡Un verdadero éxito!
Enseguida comprendimos que este tipo de evento llegaba a la gente y que podíamos
seguir en esta dirección. Entablé contactos con organizaciones del mismo tipo; fui a
Francia para ver lo que había por allí, para comprender lo que gustaba.
Colaboramos con dos revistas: una para niños y otra para adultos. Teníamos
claramente intenciones misioneras. La asociación se reforzó muy pronto; contraté a un
contable y a una secretaria, Valérie. Mi compromiso con «Prier Témoigner» me ayudó a
revivir, a volver a encontrar un sentido a mi vida. Organizaba peregrinaciones a
Einsiedeln, a Paray-le-Monial y a Ars; fuimos incluso a España y a Polonia; ¡me sigo
viendo aún en el autocar rezando el rosario ante cincuenta peregrinos procedentes de
Friburgo! Iba varias veces al año a Roma; había conseguido encontrar a un buen número
de personas dispuestas a entregarse a los numerosos proyectos; yo participaba en
emisiones de radio y de televisión; estuve en contacto con gente con la que nunca habría
tenido ocasión de cruzarme sin este trabajo de voluntario. El año 1994 invité a Guy
Gilbert a que hablara en «Prier Témoigner», a causa de su estatuto de «cura de los
pandilleros», estatuto bastante original en aquel tiempo. Su compromiso con los
delincuentes más rotos llegaba a mucha gente, porque Guy proyectaba una mirada nueva
sobre la marginalidad. Mediante el cuidado que ponía en vivir con unos jóvenes que
sufrían, dejaba esperar que era posible su redención, que se podía salir de la tiniebla
siempre que se proyectara sobre la persona una mirada de amor.
Yo había conocido a Guy poco antes. Como me ha ocurrido frecuentemente en mi
vida, tuve que hacer de chófer. Guy se encontraba en Friburgo y debía ir a hacer una
visita a la cárcel de Bellechass. Yo reemplacé al chófer previsto para acompañarle. Así
fue como me encontré en un coche con él. Yo no le conocía, ni de nombre ni de vista.
Me sentía muy angustiado por tener que ir a una cárcel. Guy debía dar allí una
conferencia a los internos. Me llevó con él. Yo estaba muy impresionado y tenía miedo
de encontrarme con malhechores. Entramos en la sala. En el sitio de cada interno habían
puesto una Coca-Cola y un cigarrillo. Los prisioneros entraron y se sentaron. Les
estábamos esperando. Guy se levantó bruscamente y les gritó: «Así pues, ¡todos los que
estáis aquí sois una pandilla de cabrones!». Le miré alarmado: sentía que la cosa iba a ir
mal. Todos los hombres se levantaron en bloque, dispuestos a saltar sobre nosotros. Sin
darles tiempo a reaccionar, Guy habló todavía más fuerte y, señalándome a mí con el

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dedo, añadió; «Pero el peor de los cabrones ¡es él!». El jefe hizo un signo a los suyos
para que se calmaran. Todo el mundo se sentó. Yo estaba estupefacto, paralizado. La
máquina de Guy Gilbert, al que yo no conocía aún, se había puesto en marcha. Todo
estaba orquestado, Guy no deja nada al azar. Es un magnífico actor que mima la
improvisación a las mil maravillas. Con él –y es algo que comprobaré en cada ocasión–
nada es espontáneo, todo está lubrificado. Sus prestaciones son verdaderas piezas de
teatro cuya escenificación ha sido preparada con todo detalle. Guy es un actor perfecto.
Se conoce el texto al dedillo. ¡Y la cosa funciona! Los chicos están pendientes de sus
labios como si tuvieran a Cristo delante de ellos. Encuentra las palabras justas, emplea
las frases adecuadas. La conferencia terminó con un estallido de aplausos. Varios
internos le compraron un libro. Al salir, algunos se me acercaron y me dieron golpes en
la espalda, con aire de compadecerme; otros me dieron cartas en sobres para que las
echara al correo. Entonces fue cuando comprendí que pensaban que yo era un recluso
salido directamente de alguna cárcel de París. ¡Lo que se dice un tipo duro! A fin de
tranquilizar al director, Guy le propuso abrir una de las cartas para ver lo que había
escrito. En ella se podían leer las siguientes palabras, unas palabras que nunca he
olvidado:

«Querida mamá:
Te he hecho sufrir mucho. Pues sí, yo lo he matado, yo lo he matado.
Soy yo quien lo hizo; es así, y te pido perdón».

Aquel hombre había matado... ¡y le pedía perdón a su madre! Fue como un


puñetazo en la boca del estómago. Esta primera experiencia nos va a unir para siempre.
Puedo decir que estoy atado a Guy de por vida, en el sentido de que nunca le abandonaré
cuando me necesite, y me parece que él a mí tampoco. A partir de ese día me reúno con
él regularmente; le invito a venir a «Prier Témoigner» y, pasado algún tiempo, me
decido a crear la Asociación Suiza del Padre Guy Gilbert. Yo había recibido una
donación y no sabía a qué dedicarla. Se la entregué a Guy para ayudarle a hacer
funcionar su Bergerie de Faucon [asociación de acogida para jóvenes en reinserción].
Guy es un ser absolutamente original que me ha impresionado por el hecho de que se
ocupa incansablemente de los seres que más han fracasado en la vida. Cada vez que he
asistido a una de sus conferencias, me ha alucinado por su paciencia y su destreza con

71
los más perdidos. Una vez, uno de los jóvenes le hizo bailar en la cuerda floja desde el
principio hasta el final. No le dio el menor respiro. Iba de provocación en provocación.
Era algo insoportable. Le interrumpía cada treinta segundos. Guy advierte unas heridas
profundas en este chico y nota enseguida que era un herido de la vida. Un herido en lo
más vivo. Se tomó el tiempo de responder a cada una de sus intervenciones con una
paciencia fuera de lo común. Guy avanzaba hacia él conservando el contacto con los
otros. Era preciso no perder a nadie. Nunca le dejó de lado, y en ningún momento perdió
el hilo de su conferencia. Era su modo de acoger un sufrimiento que el joven no era
capaz de expresar de otro modo más que por medio de la agresividad. Verdaderamente,
me impresionó el modo de proceder de Guy. En su lugar, yo habría explotado y habría
hecho salir al alborotador de la sala, de inmediato.
Viendo actuar a Guy, he sentido en lo más profundo de mi ser que él era también un
hombre que había sufrido, un hombre frágil dotado de un gran corazón. Esta es la razón
por la que ama el sufrimiento absoluto. Cuanto más pobre eres, tanto más afectado se
siente Guy. No le interesa la gente normal. Yo me he sentido muy cercano a él. Con el
paso de los años, Guy me ha enseñado un lenguaje que conviene perfectamente a ciertas
circunstancias. Un lenguaje tajante que, paradójicamente, permite crear un vínculo.
Yo no soy completamente el mismo desde que Guy apareció en mi vida y le oí
hablar. He cambiado a fondo. Lo que me gusta de él es que representa otra Iglesia. Están
los curas que llevan sotana y los otros, los curas que anuncian una era de apertura, un
aliento nuevo. Yo he sentido en Guy un horizonte posible. He leído todos sus libros,
porque me gusta la esperanza que alienta en ellos. Encuentro en los textos de Guy
palabras que me han reconstruido. Algunas frases permanecen en mí largos momentos,
tocan mi alma, me ayudan. Como esta, que me gusta de un modo particular: «Vivid de
tal modo que por vuestro modo de vivir haya que pensar que es imposible que Dios no
exista».
Mi encuentro con Jean Vanier es del mismo tipo. Vino a dar testimonio de su fe, y
nuestro primer contacto se me quedó grabado. Tenemos la misma estatura. Nos dimos un
abrazo y pensé: «Es un santo». Yo estaba depresivo y angustiado, pero cuando me
abrazó, lo olvidé todo, todo desapareció, sentí a un hombre que me acogía sin juzgarme,
en silencio, del mismo modo que lo había hecho el papa Juan Pablo II. Su mirada y su

72
dulzura me envolvieron como un vendaje. Gracias a él, Valérie y yo nos decidimos a
adoptar a nuestra quinta hija, Anne Léa, una niña discapacitada.
Durante los años que presidí «Prier Témoigner», llevé una verdadera vida pública.
También a mí me invitaron un poco por todas partes. Los obispos de Francia me han
hecho una publicidad increíble. Estaban muy impresionados al constatar que era posible
reunir a movimientos laicos tan diversos como la Comunidad del Verbo de Vida, los
Focolari, San Egidio, la ACAT, ATD Cuarto Mundo, el Arca y otros; montábamos
stands que presentaban a las diferentes agrupaciones; recuerdo que uno de los obispos se
sentía tan afectado por la reunión, de tanta gente como golpeaba el suelo con el báculo
entonando rítmicamente hasta desgañitarse: «¡Amo a la Iglesia católica! ¡Amo a la
Iglesia católica!». Esta fabulosa experiencia me valorizó y me permitió adquirir el
reconocimiento social que me había faltado. Me sentía dichoso en esta asociación y me
desenvolvía bien en ella, porque poseía un marco vigoroso y seguridad. No tenía que
ocuparme del dinero, porque estaba rodeado de personas muy competentes en este
terreno. Liberado de la preocupación por la gestión gracias a André Menoud, yo podía
realizarme totalmente sin ningún riesgo. Me reunía siempre con las mismas personas, y
ello me daba tranquilidad. Georges y Valérie estaban fuertemente implicados. «Prier
Témoigner» reemplazó a mi familia de Einsiedeln. Yo adoraba la dimensión comunitaria
del grupo, me gustaba organizar todas estas actividades. ¡Viví allí experiencias
inauditas!
Me acuerdo de un extraño encuentro. En una de estas concentraciones, me
encargaron ir a buscar a alguien a la estación; alguien que se había ofrecido a echarnos
una mano. Pero se me olvidó. Esta persona se encontró sola en Friburgo a medianoche,
sin ningún lugar donde alojarse. Esperó un tiempo y después buscó una comunidad
religiosa que pudiera darle albergue. ¡No faltan precisamente en Friburgo! Se presentó
en el convento de los capuchinos, que le proporcionaron un lecho. Le veo llegar al día
siguiente, y me vuelve a la memoria. Se llama Jacques. Como debe ser, le presento mis
excusas: «¡Ay! ¡Se me olvidó que tenía que ir a buscarte!». Y me responde en tono
jovial: «¡No tiene importancia! ¡He dormido en el convento de los capuchinos! Les he
explicado que venía a trabajar en la asamblea de “Prier Témoigner”». Miro a este buen
mozo y me digo: «Trabajar... pero ¿qué vamos a hacer con este joven?». Le envío a que
ayude al cajero a contar el dinero. Guy Gilbert estaba allí. Al oírme, me regaña en un

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lugar apartado: «¿Tú estás bien de la cabeza? ¿No has visto el aspecto que tiene? ¿No le
irás a dejar solo con el dinero? En todo caso, me das la pasta de la colecta, ¡así por lo
menos estaré seguro de tener algo!» En esto reconozco bien a Guy. No tengo tiempo
para ocuparme de este Jacques y dejo que se las arregle con el cajero. Con todo, me
siento inquieto al comienzo de la velada. El cajero está molesto, no sabe cómo vigilar el
dinero por la noche. Le ordeno a Jacques que se acueste en un saco de dormir, en una
sala pequeña, al lado de la caja. Y me vuelvo a casa. Me despierto bastante pronto por la
mañana y vuelvo al sitio del encuentro para ver al muchacho, que duerme todavía al lado
del dinero. Por la noche le doy las gracias por el trabajo que ha hecho y se vuelve a
Ginebra. Al día siguiente, recibo una llamada telefónica de alguien a quien no conozco.
Se presenta como el responsable de una institución social con sede en Ginebra llamada
«Le CARÉ». Es un centro que acoge a los sin techo y les da algo de comer. Jacques vive
de manera momentánea en este centro; ha contado que se había ocupado durante todo el
fin de semana de contar el dinero de la caja del encuentro «Prier Témoigner» en
Friburgo; nadie quiere creerle, pero parece transformado. El responsable desea
comprobar si es cierto lo que dice el muchacho. Yo se lo confirmo. No da crédito a sus
oídos. Me cuenta que Jacques acaba de salir de la cárcel, a la que había sido condenado
por ¡robo y desfalco! Me gusta contar esta historia, porque demuestra que el hecho de
dar confianza puede salvar. Este joven pudo demostrar que no era solo un ladrón.
Emprendió un aprendizaje que le permitirá reinsertarse profesionalmente. Me arriesgué,
de una manera involuntaria, a darle una oportunidad, y se ha salvado. Pienso a menudo
en esta experiencia cuando me encuentro con jóvenes que llevan mal camino.

El año 1991, en la segunda edición de «Prier Témoigner», se reúnen dos mil


personas para tratar el tema: «Vivir juntos en la tierra – arriesgarnos a encontrarnos».
Invitamos a sor Emmanuelle, de El Cairo, y nos hizo muy felices acogerla. Da
testimonio de su compromiso en medio de un silencio religioso, cuando de repente
exclama: «¿Quién quiere venir a los barrios de chabolas de El Cairo?». Y todos
levantamos la mano como bobos. Ella prosiguió: «¡Quedaos aquí, en Friburgo! ¡Mirad a
vuestro alrededor, en el piso de arriba! ¡Es aquí donde la gente muere, es aquí donde la
gente se suicida!». Estábamos alucinados. Viví en esa ocasión uno de los momentos más
fuertes de mi vida. Una verdadera lección. Pero sor Emmanuelle ¡también sabía contar!
Gritaba por todas partes que necesitaba cien mil francos y que no se iría de Friburgo con

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menos. Yo me decía para mis adentros: «Pero ¿cómo vamos a encontrar tanto dinero?».
Organizamos una gran colecta que dio un magnífico resultado, ¡pero que no llegaba más
que a diez mil francos! Ella se obstinaba, seguía reclamando una cantidad más
importante. Siguió repitiendo como un martillo: «quiero», durante todo el fin de semana.
Y el milagro se realizó. ¡Ella creyó y recibió! El domingo por la noche, viene un señor a
mi encuentro. Me entrega un sobre: «Le agradeceré que entregue este sobre a sor
Emmanuelle de El Cairo, por favor». Desea permanecer en el anonimato. Como soy
curioso por naturaleza, no puedo evitar abrir el sobre. Contiene un cheque de cien mil
francos. Lleno de alegría, me dirijo a sor Emmanuelle. «¡Aquí tienes tus cien mil
francos!». Ella lanza un grito: «¡Lo sabía!», y me arrebata el sobre. En el mismo tono
que ella, añado yo: «¡Ya tienes lo que querías, devuélveme los diez mil francos de la
colecta!». Protesta vivamente. Es inútil batirse, ¡imposible recuperar ese dinero! Desde
que vi su modo de proceder, la imito, y la cosa funciona. He tenido con frecuencia
aventuras fuera de lo común con el dinero. Estoy convencido de que es obra de la
Providencia. No hay otra explicación.
Algo después del episodio de sor Emmanuelle, recibo una llamada del obispado.
Como presidente del Apostolado de la Oración, se me pide que vaya a visitar a una
señora que se encuentra al final de sus días. Me presento en su domicilio en compañía de
Georges. Está en la cama; a su lado se encuentran su médico y un notario. Piensa que va
a morir y quiere poner sus asuntos en orden. La anciana señora tiene mucho dinero.
Empieza a hablar. «He pedido a la ciudad de Friburgo que me enviara a alguien a
visitarme. Nadie ha venido nunca a verme. He sido miembro del Apostolado de la
Oración, y me gustaría dar mi dinero a alguna obra. ¿Puede usted aconsejarme?». ¡Hay
tantas obras! Le cito algunas, pero no quiere dar su dinero a ninguna asociación de
Friburgo. Desea dar el dinero a una obra del extranjero; le digo espontáneamente: «¿La
madre Teresa, sor Emmanuelle de el Cairo?». Se decide por la madre Teresa y me pide
que le sirva de intermediario. Llamo a alguien que conozco de la asociación de la madre
Teresa y le digo que una persona anciana desea darle seis millones de francos suizos. Se
trata de una cantidad astronómica. Esta señora fallece en el transcurso de la semana. El
notario me convoca para una firma. Realiza el envío. El cheque viene de vuelta, con una
carta escrita en inglés y firmada por la madre Teresa. En sustancia, viene a decir lo
siguiente: «Aquí, en Calcuta, se muere en medio de la dignidad. Entre vosotros, os

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suicidáis. Guardad el dinero para vosotros». ¡Qué bofetada! ¡Lo rechaza! Junto con el
notario, decidimos entonces enviarle el dinero a sor Emmanuelle de El Cairo.
Evidentemente, conociéndola, sé que no tendrá la misma reacción. ¡Efectivamente!
Recibe el dinero y me llama: «He recibido el dinero, pero es extraño, no se trata de una
cifra redonda, hay algunos céntimos. ¿No te habrás quedado con algo?». Sor
Emmanuelle era una mujer extraordinaria, ¡completamente fuera de lo común!
Aquel año, vivimos una noche de adoración impresionante, animada por
comunidades de las diferentes diócesis de la Suiza de habla francesa. La misa del
domingo fue una verdadera exhortación dirigida a los jóvenes para que salieran a
evangelizar su país. A continuación, se van encadenando los años, siempre con la misma
satisfacción. La asamblea es objeto de aprecio y reconocimiento. Me siento feliz de
poder proseguir mi ideal de compromiso y de evangelización. Me viene la idea de hacer
un libro sobre la vida de los conventos de la Suiza de habla francesa. No encontramos a
ningún editor que quiera asumir el riesgo de financiarlo. Nos dicen que el proyecto es
interesante, pero el público insuficiente. La idea evoluciona en el seno del comité de
«Prier Témoigner», y decidimos lanzarnos al agua. El libro lleva como título Rencontres
au monastère [Encuentros en el monasterio]. La madre abadesa superiora del convento
de la Maigrauge, en Friburgo, me sugiere recurrir a un escritor suizo muy cotizado,
Georges Haldas, para redactar el prólogo. Decido dirigirme al Salón del Libro de
Ginebra, donde se encuentra este escritor dedicando sus obras. He leído varias de ellas,
pero las encuentro francamente difíciles. Abordo al escritor de un modo bastante
espontáneo: «Buenos días, he leído algunos de sus libros, y los encuentro bastante
complicados...». No me deja terminar la frase y me responde, de manera ruda: «¡Ah! ¡Un
estúpido más!». Me excuso de ser tan estúpido y me invita a beber un trago. Salimos del
stand juntos y nos sentamos a una mesa. Le presento el proyecto de Rencontres au
monastère. Le gusta la idea y acepta escribir el prólogo. Venderemos doce mil
ejemplares, un gran éxito de librería a escala de la Suiza de habla francesa.
Dos años más tarde, ve la luz otro proyecto loco. Decidimos preparar y distribuir un
álbum de cantos religiosos, Ascende huc («Sube aquí»), grabado por un conjunto vocal
del cantón del Valais procedente de Rives du Rhône, centro de reinserción para jóvenes
toxicómanos. Los profesionales nos ponen de nuevo en guardia, pero seguimos adelante.
¡Vendemos veinticinco mil ejemplares y recibimos un disco de oro! ¿A qué debo estos

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éxitos? Yo funciono por corazonadas, por intuición, y trabajo siempre de manera
voluntaria. Sin dinero. Distribuyo siempre la totalidad de los beneficios entre los que lo
necesitan.

Mi encuentro con Georges Haldas no será estéril. Al año siguiente, le invito a venir
al encuentro anual de «Prier Témoigner». Es un hombre discreto al que no le gusta
aparecer en primer plano, pero acepta dar testimonio de su fe. Tiene ochenta años y se
desplaza con dificultad. Una vez llegado al aula de la Universidad, con su gran puro en
la boca, se sienta con dificultad y espera. El aula está llena a reventar. No hay más que
jóvenes. En este marco, Georges Haldas parece un extraterrestre. Está calvo, lleva unas
gafas trifocales; los jóvenes le miran en medio de un alboroto poco respetuoso. Tras
varios minutos de espera, se quita el puro de la boca y se lo mete encendido en el
bolsillo. La sala se parte de risa, tal vez lo toman por un viejo débil mental. Y entonces
se levanta y brama: «¡Todos vosotros, todos, sois unos cerdos!». Se abate un silencio
total sobre el aula. Y empieza a hablar. Habla de la Fuente, del Origen, sin notas, durante
una hora, exactamente una hora. Después se calla. Estamos alucinados, no sabemos qué
decir. Nos ha dejado sorprendidos a todos. Se nota que lleva en él una fe profunda. Yo
salgo conmocionado hasta el fondo de mi ser. Es preciso que escriba todo lo que piensa,
la gente tiene necesidad de ser alimentada en profundidad. Él sabe emplear las palabras
que apaciguan el sufrimiento.
Un atardecer, voy a su casa con un amigo que es diseñador gráfico. «Debes escribir
un libro a partir de esta conferencia, ¡es obligatorio!». Él me mira, burlón: «Sigues
siendo igual de estúpido, ¿no es así, Daniel?». A modo de respuesta, ¡nos propone un
vaso de vino tinto! El diseñador gráfico le propone algunas ideas. Por mi parte, me
preocupa dar a conocer mejor a Cristo y su mensaje de amor. Todo en vano. Dejamos a
Georges Haldas al final del atardecer... ¡y escribe el libro a la noche siguiente! Le pone
como título Le Livre des trois Déserts [El libro de los tres Desiertos], un librito pulido
con un papel precioso. En él desarrolla una reflexión sobre los tres desiertos que marcan
el mundo moderno: el desierto de arena, el desierto social y el desierto íntimo. El libro
tiene un gran éxito. Georges Haldas forma parte de mis maestros. Estoy muy unido a él,
sus palabras me han ayudado a vivir durante varios años.
Siempre junto con Georges Haldas, creo una pequeña colección bíblica. Esta idea
me vino a la mente a causa de una experiencia personal. A los diecisiete años recibí una

77
Biblia de Jerusalén. Me había costado mucho entender los textos. Le encontré un sitio en
mi biblioteca y la saqué algunos años más tarde, en Einsiedeln. Tuve la suerte de haber
encontrado a un monje que me explicaba los relatos bíblicos: me contaba las aventuras
de Jonás, de David, de Moisés...; y, gracias a sus dotes de narrador, adquirieron sentido
estos relatos. El monje había comprendido que para hacer nacer en mí el deseo de leer,
debía contarme primero las historias en detalle y hacérmelas vivir por medio de la
imaginación.
De ahí nació en mí el deseo de revelar a otros la vida extraordinaria de los
personajes bíblicos y, sobre todo, de provocar la resonancia de la Biblia en cada uno de
nosotros. Desde ese tiempo, no experimento más que felicidad al leer estos textos.
También me dije que, si alguien hacía de transmisor entre la Biblia y el lector, como el
monje había hecho conmigo, ello la haría más accesible. Además, la Biblia, y en
particular el Nuevo Testamento, está moldeada a partir de la experiencia de unos
hombres que vivieron un encuentro con Cristo. Lo esencial es permitir al lector revivir
unos encuentros fuertes con los personajes bíblicos, gracias a autores contemporáneos.
Cuando hablé de este proyecto a la gente que tenía a mi alrededor, recibí muchos
alientos y decidí lanzarme. Fue preciso encontrar una línea. Decidimos que el autor del
texto eligiera a un personaje bíblico que le hubiera marcado y, a través de la escritura,
propusiera a su lector un encuentro para hacer nacer en él el deseo de leer los textos de
base. Yo deseaba que el autor explicara de qué manera percibía él al personaje hoy.
Deseaba yo que su testimonio estuviera anclado en la realidad de su vida cotidiana.
Georges Haldas fue el primero de la colección, con Marie de Magdala. Desde la
aparición del primer libro de la colección, ya tenía previstos los dos siguientes: Thomas
l’Apôtre, por el padre Guy-Thomas Bedouelle, crítico de cine, y Paul de Tarse por el
padre Jean-Michel Poffet, profesor de la Universidad de Friburgo.
Hoy tengo que dar las gracias a quien me impuso la presidencia del Apostolado de
la Oración. Su confianza supuso una gran fuerza para mí. Me estimuló al forzarme la
mano. Por cierto, que pude darle las gracias algunas horas antes de su muerte. Me
respondió, y esta conversación, en el umbral de la muerte, me llegó muy adentro.
Un día sentí que debía poner fin a mi actividad en «Prier Témoigner». Valérie ya no
podía más. Yo me había aprovechado demasiado de su labor, se encontraba al cabo de
sus fuerzas. Este compromiso me ocupaba por completo, en cuerpo y alma. Me dirigí a

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casa del antiguo presidente de la asociación y procedí del mismo modo en que su padre
había procedido conmigo. Llegué con todos los archivadores bajo el brazo. Los puse
encima de la mesa y le dije con un tono firme: «He tenido una intuición. Tú debes
retomar la presidencia de “Prier Témoigner”». Se negó, pero yo le solté: «¡Va a ser así!».
Y me marché. Todavía sigue siendo hoy el presidente, ¡quince años más tarde! Nunca
me he arrepentido de haberlo parado todo; por otra parte, el arrepentimiento es un
sentimiento que no conozco. Las cosas han evolucionado, la asociación había crecido, y
yo empezaba a sentir estrés. Me sentía cada vez menos seguro. Temía no estar ya a la
altura. «Prier Témoigner» sigue viva, es una obra bellísima.

79
7.
LA DENUNCIA

En la Pascua de 1989, dos catequistas visitan al superior de una congregación religiosa


del cantón de Friburgo. Tienen sospechas del padre Joël Allaz. El superior las remite al
acusado. Joël Allaz ni siquiera aborda el tema, no ve el problema. El obispado
tranquiliza a las catequistas diciéndoles que no ha pasado nada. Fin del primer acto.
Pasado algún tiempo, organizamos un encuentro en Friburgo en el marco del festival
«Prier Témoigner». En él están presentes las dos señoras que han intentado denunciar las
artimañas del sacerdote. En este contexto es en el que mi vida se cruza con la de
Thibault. Este pequeño no se encuentra bien; está allí, frente a mí. Lo observo; me
devuelve, como un reflejo, algo propiamente mío cuando tenía su misma edad. Me
reconozco en él. Se impone una evidencia: siento que padece el mismo mal que sufrí yo
de niño. Sin preámbulos, le hago la pregunta que me hizo mi tía abuela. Me responde
afirmativamente, sin dudar, y descubro, con asombro, que ¡su violador es el mío! Se me
hiela la sangre. Veinte años después, el padre Joël Allaz sigue haciendo estragos. El 14
de abril de 1989 me encontré con monseñor Périsset, vicario judicial de la diócesis de
Lausana, Ginebra y Friburgo. Le informo al respecto. Me responde: «Le creo». Es muy
importante que me crea de entrada, que no ponga en duda ni por un segundo lo que le
digo. «Pero necesito una prueba para actuar», añade. Le dejo asegurándole que
encontraré y le aportaré la prueba. Mi cerebro va a mil revoluciones; mi memoria se
reactiva; las imágenes suben a la superficie. ¡Ya tengo la prueba! El padre Joël Allaz
tiene una marca llamativa en el cuerpo. Regreso a la vicaría judicial. El violador ha sido
convocado, y, después de largas horas de discusión, monseñor Périsset desconcierta al
padre Joël al proporcionarle mis indicaciones. Ante la prueba, se ve obligado a confesar
y vomita toda su historia. Asegura que soy la única víctima. El responsable de la
congregación me convoca: quiere verificar la veracidad de los hechos. Me revela el

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desconcierto que le provoca que su colega, el padre Joël Allaz, después de tantos años,
no le hubiera proporcionado ningún informe de sus actividades. Monseñor Périsset me
asegura que el sacerdote será trasladado, sin ningún cargo pastoral, para que no pueda
hacer más daño, y que se le obligará a seguir un tratamiento psicológico.
El encuentro con el joven Thibault y con su sufrimiento despierta el mío y la
necesidad de hablar. Se lo comenté posteriormente también a Guy Gilbert, que, en
noviembre de 1992, me escribió lo siguiente: «He reflexionado profundamente sobre lo
que me has confiado. No tengas miedo en seguir a este sacerdote hasta donde se
encuentre... en denunciarlo y en actuar de tal modo que se respete la inocencia de la que
se mofa. Tú eres responsable. Serás culpable de no llegar hasta el final de un combate
necesario. Pido a Dios por ti».
El apoyo de un sacerdote al que admiro ha sido realmente importante, porque sus
palabras me mostraban que tenía razón al sublevarme. El descubrimiento del calvario de
Thibault abre una brecha en mí, y me pongo en movimiento. Se inició un proceso sin que
yo lo hubiera buscado. Yo confiaba en monseñor Périsset, partiendo de la base de que el
padre Joël Allaz, desenmascarado, había sido puesto fuera de circulación y no podía
seguir haciendo más daño.
Pero en el año 2000 se pone en contacto conmigo un periodista amigo mío. Quiere
escribir un artículo sobre los curas violadores. Comienzan a circular rumores sobre
ciertos miembros del clero. Como estoy muy implicado en la Iglesia y tengo una gran de
red de conocidos, él piensa que tal vez conozca yo a alguien que haya sido violado por
un sacerdote. En un primer momento, le respondo negativamente. Después me pide que
me informe y me vuelve a llamar. Entonces le suelto sin pensar: «No he encontrado,
pero si nadie dice nada al respecto, yo mismo puedo testificar». Esta confesión le
impacta profundamente, porque él se había hecho una imagen totalmente diferente de
mí. Se queda estupefacto al enterarse de que yo he sido violado, precisamente yo, que
había escrito un libro titulado Rencontres au monastère [Encuentros en el monasterio],
un libro lleno de luz y sin odio alguno contra la Iglesia. Por primera vez, acepto contar
mi historia, pero de manera anónima. Es verdad que se trata de un anonimato muy
relativo, porque en el artículo se específica que he sido monaguillo en la catedral de
Friburgo. Como eran muy pocos los niños que ejercían esta función en mi época, los que
conocen el entorno establecen enseguida un nexo conmigo. Recibo numerosas llamadas

81
telefónicas después de la publicación del artículo. Es una bomba que explota en el claro
cielo del Friburgo biempensante. Evidentemente, no solo se quiere saber quién es el
testigo, sino también el nombre del abusador, porque son muchos los sacerdotes que han
celebrado en la catedral. Le comunico al deán que el testigo soy yo y le revelo el nombre
del sacerdote pederasta. Este primer mensaje público se mantiene primeramente
confinado en el ámbito implicado, bastante restringido. Pero la brecha está abierta, la
palabra se libera por primera vez, y la máquina se pone en marcha.
Dos años después, otro amigo periodista que conoce mi historia me telefonea; está
muy nervioso y pide verme. Llega a mi casa y me dice sin preámbulos: «Voy a escribir
un artículo breve. ¿Tienes ordenador?». Yo no tengo, y él saca el suyo. «Mira, Daniel. Y
escucha bien. Voy a escribir en Google el nombre Joël Allaz. Dime qué lees». Miro y
aparece escrito: «Párroco, Grenoble, responsable de siete parroquias». Me quedo
pasmado. Mi amigo ha descubierto esta información porque es periodista, y su trabajo
consiste en hurgar buscando información. Enseguida se dio cuenta de que algo no
encajaba. Llamo inmediatamente al vicario judicial para me dé explicaciones. ¿Cómo
puede estar el padre Joël Allaz en Grenoble? Interpelo a monseñor Périsset. Pretende que
no se acuerda de nada, pero afirma haber hecho lo que debía hacer. Declara que
transmitió el informe a los capuchinos. De hecho, piensa que el asunto ha seguido su
curso. No puedo sacar nada. Me voy corriendo a la oficina del vicario general, a quien
conozco bien. «Mira en los archivos, quiero que encuentres mi expediente». Lo
encuentra, pero está vacío... De hecho, se encuentra guardado, pero en otra carpeta. Un
informe inconsistente que corrobora que monseñor Périsset no tomó ninguna medida de
sanción contra mi violador.
En el momento en el que estallan los asuntos de pederastia, cambia la diócesis de
obispo. Se llama Bernard Genoud y es el mismo que me ha acompañado en mi camino
de discernimiento con Valérie. Me conoce bien. Por suerte para mí, en ningún momento
pone en duda mi palabra. Su comportamiento va a ser formidable. Debo darle las
gracias, así como a su auxiliar, monseñor Rémy Berchier, vicario general, por su
compromiso y por el modo en que se implicó en este informe.
Cuando se hace cargo del asunto monseñor Genoud, no se imagina el tsunami que
se está preparando en las profundidades de la institución eclesiástica, a saber, el enorme
número de pederastas que saldrán de la sombra. Paralelamente y en sordina, la prensa

82
continúa su investigación; las lenguas se desatan lo suficiente como para que la
televisión suiza francófona decida llevar a la pantalla este problema en su programa
estrella, «Temps présent». Estamos en septiembre de 2002, y las cosas van a
desencadenarse de manera fulgurante. Los periodistas buscan testigos; ya han escuchado
a 222 personas violadas, de entre las cuales quieren seleccionar a tres y, de entre ellas,
desean entrevistar a una que no ha perdido la fe y que sigue siendo practicante. Es un
producto más bien raro. Al llevar a cabo sus investigaciones, se topan con el artículo
publicado dos años antes en el que digo: «He conservado la fe». Contactan con el
periodista para conseguir mi nombre. Él no se lo da, pero me llama por teléfono. Informo
al obispo sobre la entrevista; le pregunto qué piensa, y me responde: «Es necesario que
des tu testimonio; tú has mantenido la fe». Y yo le digo: «Pero vienes conmigo, damos
testimonio los dos. Sin tu presencia yo no voy». Él acepta. Los periodistas hacen un
trabajo magnífico, totalmente respetuoso, diciendo las cosas exactamente como han
pasado. Pienso que esta experiencia ha sido una de las más fuertes y más bellas de mi
existencia. Como conclusión, me preguntan: «Daniel, ¿quién es usted ahora?». Respondo
al instante: «Soy un hombre que se mantiene en pie». Es la última palabra, pero el
comienzo de un asunto que me invadirá totalmente y acabará venciéndome. En efecto,
después de esta declaración, algunos sacerdotes dejan de hablarme, porque piensan que
les he traicionado. Me sienta muy mal este rechazo. Les he traicionado ¡porque he
contado el infierno que viví siendo un niño! Para quienes se han codeado con mi
violador y solo han conocido su cara buena, yo soy un mentiroso. He oído comentarios
de algunos que, sin saber que el testigo era yo, decían viperinamente: «¡El que ha que
dicho eso de Joël es un cabrón!». En cierto modo los comprendo. Es muy difícil creer
que aquel que te cae bien, por quien sientes estima y afecto, y que hace bien su trabajo,
es un pederasta perverso que ha masacrado a numerosas víctimas. Una tarde oí en la
radio el testimonio de un hombre que quería suicidarse después de haber visto la emisión
en «Temps présent». Fue muy conmovedor: él mismo había sido víctima de un pederasta
perverso. Me duelen mucho los relatos de las víctimas. Siento que no voy a poder
superar la prueba de esta revelación sin una ayuda exterior. También yo tengo ganas de
suicidarme. Reanudo el contacto con mi psiquiatra y vuelvo a iniciar una terapia que
durará varios meses, de manera asidua.

83
Han pasado trece años desde que descubrí la realidad de Thibault. Desde entonces
es verdad que me he fortalecido. Noto que la psicoterapia me ayuda a avanzar. Desde ese
momento decido llegar hasta el final. Quiero una indemnización para mí y para todas las
víctimas. A principios de octubre de 2002, monseñor Genoud contacta con el padre Joël
Allaz, que le asegura no haber vuelto a reincidir durante los últimos trece años. Afirma
haber seguido un tratamiento psicológico a través de la palabra, de una duración
limitada; de hecho, más tarde se sabrá que se trataba de una terapia muy superficial para
semejante patología. Monseñor Rémy Berchier decide entonces ir a Grenoble para
solucionar el problema con el obispo francés. Yo he enviado una copia de la emisión
«Temps présent» a la vicaría judicial de la diócesis de Grenoble y le he escrito una carta
al obispo en la que le explico las declaraciones provocadas por la emisión; una madre ha
puesto en entredicho las artimañas del sacerdote, actualmente en Francia, lo que da pie a
pensar que podría ponerse una denuncia contra mi verdugo. Monseñor Genoud remite
esta misiva a Joseph Magnon-Pujo, vicario judicial. Este me envía una carta, fechada el
4 de diciembre de 2002, en la que me pide en forma de cuestionario varias
informaciones. Presento un fragmento:
«1. ¿Cuáles son el nombre y la dirección del joven en cuestión o, al menos, de su
madre?
2. ¿Cómo ha obtenido este joven la dirección del sacerdote en Francia?
3. ¿En qué fecha vino a reunirse con este sacerdote en Francia? ¿Dónde y en qué
fecha se había encontrado con él en Suiza?

4. ¿Quién tuvo la iniciativa del encuentro? [...]».

Al leer estas preguntas se puede ver claramente la enorme dificultad que supone
denunciar un abuso sexual. Le respondo unos días después, ofreciéndole las siguientes
puntualizaciones:

«En lo que concierne al padre Joël Allaz, que se encuentra en su diócesis


actualmente, tengo que decir lo siguiente: hace trece años que debería haber sido
suspendido de todas sus funciones y obligado a seguir una terapia digna de este
nombre. Porque usted no ignora que ha sido reconocido por la vicaría judicial de la
diócesis de Lausana-Ginebra-Friburgo como pederasta, y por mi psiquiatra como un

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pederasta perverso. Esta persona está enferma y debería estar en un lugar
especializado en el que no pudiera causar daño. Mi solo testimonio debería bastar a
la Iglesia para hacer correctamente su trabajo. [...] La valentía que hay que tener
[para hablar] está más allá de todo lo imaginable, y la Iglesia no es consciente (¿o
no quiere ver?) de que su actitud ¡encierra aún más a las personas que querrían
hacerlo! ¡El itinerario de combatiente que estoy obligado a vivir en este momento
para mendigar un reconocimiento oficial es inimaginable! El destino quiere que esté
muy comprometido en mi diócesis, lo que ha imposibilitado que me despidieran
como a un patán [...]. Hoy, soy yo quien pide a esta Iglesia, a la que amo, que tenga
la valentía de reconocer sus faltas y repare el daño que se ha hecho a los niños:
deben imponerse castigos ejemplares y justos. Pues ¿cómo puede justificarse que
este hombre me haya violado durante cuatro años con toda impunidad? [...] Cuento
con un cierto número de nombres de personas que podrían testificar. Si estas
personas quieren contactar con las autoridades eclesiásticas, yo las animaría a
hacerlo, pero respeto infinitamente su libertad. [...] En conciencia, no puedo
arrojarlas como pasto a quienes creen que basta con declarar, y ahí queda todo.
Hace ya treinta años que intento reconstruirme, y estoy lejos de lograrlo».

Esta es la carta manuscrita que me envía el vicario judicial el 15 de diciembre. Tuve


la clara impresión de que le convenía que yo no pudiera divulgar el nombre de los
testigos sin su consentimiento. Una manera de no hacer nada sin sentirse culpable.

«[...] Entiendo su sufrimiento, que los años no han podido curar, y deseo que sus
entrevistas con el psiquiatra le ayuden, si no a hacerle olvidar estos años, al menos a
mitigar este sufrimiento y a darle ánimos para seguir viviendo su vida actualmente.
Por discreción, me dice usted, no le es posible darme, sin su acuerdo, el
nombre y la dirección de esa madre que le ha confiado su indignación y su dolor.
Tiene usted toda la razón.
También deseo profundamente que llegue a convencerla de la importancia que
tiene que me escriba directamente. Así podría escribirle también e incluso ir a verla,
porque es absolutamente necesario que se esclarezca la verdad sobre lo que hubiera
pasado en la diócesis de Grenoble desde la llegada de J. A.».

Bueno, esta fue la respuesta. Una manera elegante de justificarse y de no seguir


adelante. Se respeta el secreto, y basta. Notemos, sin embargo, el uso del pretérito
pluscuamperfecto de subjuntivo «hubiera pasado», que introduce una duda...

85
El 7 de diciembre de 2002 recibí en mi domicilio al hermano Ephrem Bucher,
provincial de los capuchinos. Se comprometió verbalmente a cumplir varios puntos:

«El padre Joël Allaz está bajo custodia y tiene prohibido salir; me tendrá informado
del curso de los acontecimientos, así como de las decisiones tomadas en contra de
él; te mandará una carta pidiéndote perdón por todo el mal que te ha hecho».

Este encuentro me permitió tomar una decisión y, al día siguiente, le hice llegar una
petición de reparación. Me convencí de la necesidad de esta exigencia releyendo el
Evangelio, concretamente el pasaje en el que dice Jesús: «Pero a quien escandalice a uno
de estos pequeños que creen en mí, más le valdría que le colgasen al cuello una piedra de
molino y lo arrojaran al fondo del mar» (Mt 18,6). Yo soy uno de esos pequeños de los
que habla el Evangelio, un pequeño y confiado inocente del que ha abusado un
sacerdote. Lo que sucedió me destruyó, y he necesitado veinte años y el encuentro con
otro niño pequeño para evocar ese recuerdo que me ocultaba, que inconscientemente
había eliminado de mi memoria. Aún tendría que esperar seis años más y una primera
psicoterapia para poder hablar a mis íntimos. He crecido con angustias, miedos y
dificultades de todo tipo. Pese a todo, he logrado, con la ayuda de Dios, de mi esposa y
de mis amigos íntimos, escapar a la muerte. Y he conservado la fe.
Un error de juicio cometido por monseñor Périsset le llevó a trasladar a mi verdugo,
ofreciéndole una ocasión para reincidir. Nunca recibí ninguna carta que acreditara el
reconocimiento oficial de mis violaciones. No se me ofreció ningún apoyo. Ni la Iglesia
local ni la provincia suiza de los capuchinos se preocuparon de mí, la víctima. En ese
momento de mi vida, sentía la necesidad de ser reconocido por la Iglesia oficial para
poder reconstruirme. Y el único medio que encontré fue pedir una indemnización
económica por daño moral. De este modo, quería que se me hiciera justicia y que se
dijera la verdad. Decidí poner una demanda de reparación a los capuchinos y escribí, por
tanto, al hermano Ephrem Bucher el 8 de diciembre de 2002. En ella mencionaba la
promesa hecha por monseñor Périsset, vicario judicial por entonces, de apartar al padre
Joël del cargo pastoral y de imponerle una terapia. Le expreso mi consternación al
haberme enterado casualmente de que mi violador había sido trasladado, un error de
juicio que le ofrecía la ocasión de reincidir en otro lugar de manera anónima. Me sublevo
contra el hecho de que los capuchinos de Friburgo, que me conocen bien, nunca se hayan

86
interesado por saber cómo vivo, habiéndose aprovechado, al contrario, de mi ingenuidad
y de mi amabilidad. Estoy muy sorprendido de no haber recibido ninguna carta, ni de la
Iglesia local ni de la provincia suiza de los capuchinos, reconociendo su responsabilidad.
Le informo de los contactos y del apoyo obtenido de monseñor Genoud para seguir mi
lucha por el reconocimiento. Exijo una carta en la que el padre Joël Allaz me presente
sus disculpas y me pida perdón. Sin contestación alguna por parte del provincial, vuelvo
a reiterar mi exigencia en abril de 2003:

«Al no recibir noticias suyas, [...] habiendo transcurrido ya cuatro meses, me


permito escribirle para recordarle sus compromisos verbales [...]; por consiguiente,
espero que a vuelta de correo me haga saber muy claramente si se ha reunido con el
padre Joël Allaz y, de ser así, qué conclusiones ha sacado del encuentro; qué se ha
decidido sobre él en el seno de la orden; qué decisión se ha tomado sobre mi
solicitud de una indemnización por daño moral y por los honorarios del abogado;
¿qué hay de la carta de disculpa que sigo esperando todavía?».

Y le concreto aún más que, «habiendo demostrado mi valentía y mi paciencia hasta


el presente [...], le vuelvo a decir una vez más que es mi voluntad que el padre Joël Allaz
sea destituido de todas sus funciones, que no ejerza más ningún ministerio y, sobre todo,
que se le vigile estrechamente».
Dos días después recibo una respuesta:

«Su determinada actitud llama mi atención sobre los compromisos que adopté. Para
su tranquilidad, le puedo decir que he hecho la mayoría de mis deberes y, en parte,
algo más. [...] Puedo informarle que he estado en Francia y que he transmitido
personalmente sus reclamaciones. [...] El padre Joël Allaz no se encuentra ya en
Grenoble, sino en un convento cerca de Lyon, y está excluido de toda actividad
pastoral. No tiene ningún contacto con personas ajenas al convento. [...] El padre
Joël Allaz afirma, con convicción, que no se ha producido ningún caso nuevo. Pero
no cabía esperarse [según dice] otra cosa.
Además, el obispo diocesano ha realizado una investigación canónica oficial
con respeto a los supuestos nuevos casos, pero esta no ha logrado probar que haya
otros delitos. [...] Yo me he matriculado en un seminario organizado por el Instituto
de Psicología de Zürich destinado especialmente a las personas que tienen puestos
de responsabilidad. Este curso se realizará en el mes de junio. [...] Aún se está

87
discutiendo la cuestión relativa a la indemnización. [...] En lo que concierne a la
carta de disculpa, le debo suplicar que me perdone. Estoy avergonzado. [...]
Debo terminar diciéndole que lo que me incomoda de su carta es su tono
agresivo y sus amenazas repentinas de tomar qué sé yo qué medidas. Sepa que yo
no soy su adversario y que estoy indignado por el hecho de que tales actos
escandalosos tengan que deplorarse en nuestras filas».

Si bien estoy satisfecho de ver que el provincial toma las cosas muy en serio, sobre
todo por su decisión de formarse en cuestiones vinculadas con la pederastia, me siento
obligado a remitirle una carta, el 24 de mayo de 2003, para precisar ciertos puntos.

«Sé por fuentes seguras que el padre Joël Allaz ha ido dos veces a Suiza, en abril y
en mayo de 2003. Además, también le ha dicho a un amigo sacerdote cercano a su
familia que iba a realizar un curso de formación para atender a personas ancianas en
Lyon.
Así las cosas, comprenderá usted la sensación que tengo de haber sido, una vez
más, ¡traicionado! ¡Usted me había asegurado que sería puesto en una situación en
que no pudiera hacer daño y encerrado! Pero no es así. [...] Es inadmisible que el
padre Joël haya sido de nuevo trasladado. Esto solo puede confirmarle que tiene
razón y permitirle que se haga una “nueva vida” en un entorno en el que nadie le
conoce. [...] Finalmente, no ha dado ningún signo tangible de arrepentirse de lo que
hizo conmigo ni me ha pedido perdón. Yo espero esto con firmeza. Quiero que el
padre Joël sea suspendido oficialmente y destituido definitivamente de todo
ministerio eclesial y de su estado clerical. Deseo que siga siendo hermano y que sea
vigilado para evitar que cause estragos en otra parte. Me parece absolutamente
necesario que haya documentos escritos que prueben que el padre Joël no puede
ejercer más el ministerio. También me parece muy importante que sus hermanos
capuchinos reparen de algún modo el mal cometido por su silencio y por su
denegación de ayuda a una persona en peligro [...]».

Como puede constatarse, tuve que luchar con uñas y dientes para conseguir mis
objetivos. A los capuchinos les costó admitir el pago de la indemnización exigida –que
terminaron enviándome el 7 de julio de 2003–, a diferencia de la Iglesia, que me abonó
la cantidad a finales de abril de 2003. En efecto, monseñor Genoud respondió a mi
petición a vuelta de correo. Sus palabras fueron un bálsamo para mí. Por una parte, me
reconocía como víctima –«Quiero agradecerte la fuerza extraordinaria y la valentía que
has demostrado a lo largo de este recorrido doloroso. Te he comunicado en varias

88
ocasiones la admiración que siento por ti por haberte atrevido a hablar en primer lugar y
por haberlo hecho con tanto amor hacia la Iglesia, uno de cuyos miembros ha actuado
tan indignamente contra ti»–; por otra parte, me pedía perdón en nombre de la Iglesia:
«¿Hay palabras para calificar las pruebas que has soportado? Lo ignoro, pero sé que hay
una que tengo que decirte hoy a ti: ¡perdón! Sí, con esta carta te pido perdón con todo el
corazón por tantos sufrimientos y atropellos que me avergüenza que hayan tenido a un
eclesiástico por autor».
La Iglesia y la congregación me han reconocido víctima del agresor capuchino. Las
dos me han pagado una indemnización por daño moral. Lamentablemente, el dinero no
puede limpiar la llaga, en el sentido de que no me siento reparado en mi carne. Debo
reconocer que la congregación del padre Joël Allaz me escuchó, aun cuando, en un
primer momento, puso en duda mi palabra. En efecto, fui llamado e interrogado; se
necesitaban pruebas, estar seguros de que yo no mentía. Entré en el convento y dije:
«Síganme, les voy a hacer una visita guiada por la casa. Aquí estaba el cuarto del
revelado fotográfico, ¿verdad? Y ahora subamos al piso. Bueno, todo ha cambiado. Ya
no hay nada. Allí había una puerta con cristales. ¿Seguimos?». No tenía necesidad de
insistir. Era evidente que conocía los lugares de memoria. Hasta dibujé el plano de la
habitación del padre Joël Allaz. Varios colegas sabían que él no era trigo limpio.
Algunos habían observado sus maniobras, la puerta y las contraventanas cerradas dos
veces por semana, solo él con un niño en su habitación. ¿Qué podría estar haciendo, eh?
Al mismo tiempo, yo me decía que no veían lo que ocurría. ¿Podían imaginar cómo es la
realidad en la habitación de un violador? Posteriormente, los capuchinos colaboraron con
la juez Yvonne Gendre; hicieron un catálogo de los lugares por donde había pasado el
padre Joël Allaz, realizando las pertinentes verificaciones. Desafortunadamente, muchas
personas habían muerto ya; la investigación demostró que había abusado también de
personas minusválidas que no podían testificar. Finalmente, la congregación de los
capuchinos alentó al padre Joël Allaz para que me escribiera, lo que hizo en 2004. He
aquí el contenido de su carta:

«Buenos días, Daniel.


Soy muy consciente de que tendría que haberle escrito antes.
Pero la vergüenza me hacía enmudecer; me faltaban las palabras. Las que
escribía me parecían torpes, y temía herirle más.

89
Ahora lo intento...
Sí, es verdad: le he hecho mal, mucho mal.
He herido profundamente su integridad de niño, he traicionado su confianza.
Reconozco que mis artimañas con respecto a usted han sido odiosas y crueles.
Sé que no tengo ninguna excusa: yo era el adulto, usted el niño.
Sí, soy responsable de los daños que ha tenido que sufrir.
Vengo a pedirle perdón: ¿es posible? [...] La culpa es enorme.
Disculpe mi torpeza. Me habría gustado decir las cosas de otro modo. Pero
¿cómo? Por ahora solo tengo estas pobres palabras.
Le ruego, Daniel, que tenga en cuenta mi pobre iniciativa. Pero entendería que
le fuera difícil».

Esta carta me alivió. Finalmente, era reconocido como víctima por mi verdugo.
Actualmente, encuentro inadmisible que este padre pueda aún salir solo... Siempre
se ha movido como quería. Yo estimo que, en total, más de ciento cincuenta niños han
sido violados por el padre Allaz.
Por tanto, mientras exista la pederastia, mi lucha continuará; no estoy dispuesto a
callarme.
Toda Europa despierta y toma conciencia del horror que se ha cometido en el fondo
de habitaciones oscuras, de dormitorios sórdidos, en silencio, durante todos estos años.
El programa «Temps présent» permitió que salieran a la luz otros asuntos. Después de la
emisión, he sido acosado por la prensa y por los periodistas que buscan el
sensacionalismo. Resulta difícil vivir así, porque los periodistas no son sensibles a la
angustia y la fragilidad de los testigos. Estoy atrapado y no logro protegerme. También
me asaltan personas que han sido violadas y que recurren a mí, su compañero de
desgracia, para confiarme su caso anónimamente. Escucho cosas inauditas y tomo
conciencia de que no estoy solo. Somos varios los centenares que hemos sufrido el
mismo infierno, el mismo martirio. Es para vomitar. Algunas de mis palabras se han
tergiversado también, afectando fuertemente al obispo. En efecto, algunos periodistas
quieren absolutamente hacerme decir que tengo odio en mí, odio contra la Iglesia y sus
representantes. «¿No me digas que no estás enfurecido? Eres violado durante cuatro años
¿y no te enfureces? ¡Tienes un problema psicológico!». Ciertamente, siento cólera, pero
no contra el obispo. Este inmenso problema de la pederastia llegará a matar a monseñor
Bernard Genoud en 2010. Era demasiado repentino y demasiados horrores a la vez. En

90
un momento dado, no pudo más. Se expresó con valentía en varios programas de
televisión y de radio, el asunto era terrible. Yo no tengo nada que reprocharle. Me parece
que ha hecho un trabajo de calidad; ha estado abierto, ha escuchado, no ha tratado de
minimizar los hechos. Se comprometió en un proceso oficial de reconocimiento de las
víctimas.
La Iglesia local y sus responsables van a hacerse ayudar por la justicia civil. Se crea
una comisión de investigación para escuchar a las víctimas que deseen denunciar a su
agresor, pero también para hacer una lista de los abusos, con el fin de castigarlos
poniendo al día los casos no prescritos. La juez Yvonne Gendre hace un trabajo
extraordinario. Ha identificado a las víctimas y ha redactado informes correspondientes a
casi sesenta personas violadas por el padre Jöel Allaz, pero el caso había prescrito; es
demasiado tarde para que el verdugo pague su deuda, pero al menos hay una memoria
escrita de sus delitos; la juez me invita a testificar oficialmente. Me resultó difícil vivir
esta experiencia, porque era la primera vez que un personaje oficial, representante del
Estado, se tomaba el tiempo y la molestia de escucharme. Que la justicia te escuche
significa que te toma muy en serio. La Iglesia me había escuchado de manera más
superficial. En la actualidad existe un documento oficial redactado por una secretaria
judicial que establece los hechos. Los interrogatorios se han realizado de manera muy
profesional. Presento un fragmento de la carta recibida con respecto al proceso penal del
padre Jöel Allaz:

«Quisiera agradecerle la declaración que hizo durante mi audiencia del 24 de


octubre de 2008 en el marco de este doloroso asunto. Soy consciente de que el
recuerdo de los hechos, de enorme gravedad y que afectan a su más estricta
intimidad, ha debido de ser difícil. Su declaración, aunque se refiera a hechos
prescritos, ha permitido hacer avanzar la investigación. Por problemas de
competencia, que no quiero desarrollar aquí, estoy obligada a trasladar el
expediente a las autoridades judiciales francesas, que procederán con su instrucción
con respecto a los hechos no prescritos. Su declaración, que constituyen una prueba
de cargo, les será transmitida».

Después de la audiencia, tuve la seguridad de que la juez llegaría a encarcelarlo. Mi


declaración era sólida, pues el padre Joël Allaz me había escrito una carta en la que
reconocía que había abusado de mí. El pequeño Thibault, que solo tenía diez años

91
entonces, habría podido ser un testigo irrefutable. Pero después de la emisión, su madre
vino a comer a mi casa y, pese a mi contundente testimonio, no podía creer que el
obispado le hubiera mentido. Por eso se opuso a poner una denuncia. Yo pienso que
prefirió creer que el embustero era yo.
El escándalo en torno al padre Joël Allaz va a tomar un giro realmente dramático.
El capuchino no solo se aprovechó de una gran cantidad de víctimas alejadas de él en el
plano afectivo, sino que también abusó de niños de su propia familia. Los hechos se
desarrollaron en 1992 en Grenoble, adonde había sido trasladado. Es libre y acoge en
vacaciones a Romain, un miembro de la familia lejana, del que abusará como de los
demás. La madre no sabe que al enviar a su hijo de vacaciones con el padre Joël Allaz lo
está metiendo en la cama de un pederasta perverso, pues la Iglesia ha ocultado los
hechos. Cuando ella ve en la televisión mi testimonio, esta mujer lo vincula con los
problemas psicológicos de su hijo. Me llama por teléfono para saber el nombre de mi
violador. Yo me opongo a divulgarlo. Ella insiste y me pregunta si se trata del padre
Joël. Confirmo sus dudas y lo comprende todo. Se viene abajo.
La denuncia abrió brechas por todas partes. Fue un período terrible. Un día, por la
mañana, los feligreses encuentran una pancarta sobre la tumba de un sacerdote en la que
estaba escrita la palabra «¡pederasta!». El domingo siguiente, alguien había añadido otra
pancarta: «Tú me has violado». Nadie se atrevía a retirarlas del cementerio, por temor a
ser acusado de complicidad con la pederastia. El ambiente se ha deteriorado totalmente:
por un lado, los cercanos al sacerdote, que no podían dar crédito a tales imputaciones;
por otro, los cercanos a las víctimas, que no osaban mostrar abiertamente su rencor.
Todos los dramas de los que me haría eco después de mi confesión pública me rompen
psíquicamente. Mi psiquiatra me aconseja que no conceda más entrevistas, porque yo no
puedo controlar más la situación. Estoy a punto de ponerme en serio peligro.
Denunciar un abuso es un paso muy doloroso. Sin embargo, la ley exige que se
denuncie un acto de pederastia. Personalmente, yo pienso que la víctima debe
inicialmente poder hablar y ser escuchada para sentirse cuidada. Un médico, un confesor,
un maestro o un amigo están ahí para escuchar en primer lugar. Nadie habla, porque todo
el mundo teme meterse en problemas. Es un hecho desastroso, pero es la realidad. Y no
estoy diciendo nada que sea falso. La denuncia suele traer consigo sus problemas. Si
alguien se suicida porque habéis denunciado un asunto de pederastia, os sentiréis muy

92
mal. Incluso se os puede acusar de haber cavado su tumba, de ser responsables de su
muerte. Por consiguiente, es muy simplista pensar que basta con denunciar para poner
todo en orden. La realidad es mucho más compleja. Rara vez se trata de castigar a los
malos y proteger a los buenos. ¿Por qué? Porque casi siempre, cuando se toma la
decisión de denunciar, se sabe que este acto hará daño a una familia entera. Las
violaciones en serie, de generación en generación, existen tanto en la Iglesia como en las
familias. Aun cuando se haya abierto un servicio de acogida a las víctimas de abusos
sexuales cometidos por un sacerdote desde las primeras denuncias, no todas las víctimas
están dispuestas a presentarse como tales. En el caso de algunas, la puerta está cerrada
definitivamente desde dentro. Nada puede escaparse.
Además, denunciar genera vergüenza; ¡una víctima necesita pruebas! Hablando
claramente, esto quiere decir que debe dejar que el médico examine su ano para
averiguar si contiene esperma. ¡Es abominable! ¡Es vergonzoso vivirlo, traumatizante!
¡Imaginad a un niño que tiene que someterse a semejante violencia! ¿Cómo puede
probarse, diez o quince años más tarde, que se ha sido salvajemente violado? Algunas
víctimas de abusos esperan mucho tiempo antes de poner palabras a su experiencia. A
veces esperan llegar al umbral de la muerte para revelar su historia, cuando ya no tienen
nada que perder.
Un niño violado desarrolla siempre una problemática psíquica, o, al menos, una
personalidad particular. Las estrategias de manipulación que ha integrado
inconscientemente le dan a menudo el perfil de una persona que anda con tapujos, de un
embustero. En todo caso, el niño sabe cómo actuar para evitar a los sujetos escabrosos.
Es el campeón del secreto, de lo que no se dice. El niño violado ha sido puesto en una
situación de complicidad con su agresor, porque acepta los regalos y los privilegios que
se le ofrece y disfruta al recibirlos. Se convierte en cómplice de la violencia sufrida. En
este aspecto se encuentra también la perversidad del abuso. ¿Cómo salir de ella
indemne? El niño violado es el juguete de su agresor, su objeto. Cuando el padre Joël
Allaz organizaba concursos durante los campamentos vocacionales, me daba por
adelantado todas las respuestas; esta estrategia formaba parte del guion de la violación.
Montaba una escenificación regocijante de la violación. Se tomaba un tiempo inmenso
para preparar el terreno. Yo sabía que no tenía ningún mérito al ganar el primer premio:
era consciente de que me compraba de esta manera; pero no sabía a quién decírselo. Así,

93
desarrollé competencias para ocultar las cosas, para no decir más que lo mínimo vital,
para truncar la verdad, para organizarme con la realidad. Son mis propios mecanismos
de supervivencia. Aprendí a manipular.

Finalmente, elegir denunciar es un desafío terrible, porque muy a menudo quizá


habéis logrado llevar una vida que os conviene, habéis encontrado un cierto equilibrio.
¿Acaso tenéis la fuerza suficiente como para volver a sumergiros en el horror de vuestros
recuerdos? ¿Estáis preparados para afrontar la mirada de los demás, de todos los que
desconocen que sois personas violadas? Denunciar es caer por segunda vez, porque
tenéis que asumir la visibilidad del maltrato y el juicio de los demás sobre vuestra propia
vida. Es casi insoportable vivirlo. Conocí a una mujer que me confió lo siguiente. Ella
sabía que su marido violaba a sus propios hijos. Pero esta madre carecía de formación.
Denunciar a su marido significaba verse en la calle con sus hijos, con la mirada de los
demás centrada en ellos. No dijo nada. ¿No es espantoso? Consideró que sería peor
hablar, y yo no la juzgo; es posible que sea lo peor para ella. Es fácil opinar cuando no te
concierne el problema. Cuando se está directamente implicado, te das cuenta de la
complejidad. Por cierto, numerosas personas me aconsejaron discretamente: «Daniel, no
hay que hablar. Acabarás definitivamente derrotado».
Denunciar a un abusador implica a menudo confrontarse con alguien que es que
muy apreciado. Además de mi experiencia, podría mencionar muchas otras. Veamos una
que no se desarrolló en el seno de la Iglesia, sino en el de una familia, como sucede con
la mayoría de los abusos. El pederasta es el abuelo. Una persona formidable. Dedica su
tiempo a los demás, y durante su vida ha sido voluntario en varias asociaciones. Todo el
mundo le aprecia y le respeta. Muere un día, y sus hijas no acuden a su entierro. Nadie
entiende nada; la familia entera, el pueblo entero, ponen el grito en el cielo. ¡Qué hijas
tan indignas! Ellas conocían mi historia. Me encontré con ellas y les pregunté
simplemente: «¿No habéis asistido a las exequias de vuestro padre? ¿Qué os pasa?». Y
una de ellas me respondió directamente: «Él me violó, al igual que te violaron a ti». Era
la primera vez en su vida que le ponía un nombre a aquel acto. Habló sin comprender
verdaderamente por qué lo hacía. Se volvió hacia su hermana, que guardaba silencio, y
le dijo tranquilamente: «Y a ti también». Pienso que habló porque conocía mi historia y
sabía que la creería. Estas dos mujeres tenían setenta años. Siempre han ocultado la
violación y nunca han hablado de ella, ni siquiera entre sí. Resulta más fácil cuando la

94
palabra la escucha alguien ajeno al marco en el que se desarrolló el delito. Pienso que la
palabra no tiene que salir en primera plana en los periódicos ni, a veces, ser juzgada por
un tribunal.

Así pues, denunciar es un acto muy complejo. Es normal que se tomen numerosas
precauciones en este tipo de dramas. Denunciar no es algo totalmente positivo. Hay que
ser muy prudente, porque el riesgo mayor para la víctima es el suicidio. Es tan doloroso
abrir las válvulas que, si no se cuenta con el apoyo inquebrantable de los más cercanos,
la persona se hunde. Algunas víctimas se confían, y no se las cree. A veces, el grupo
prefiere salvar al clan y sacrificar a la víctima. Es lo que les ha ocurrido a las presas de
los sacerdotes pederastas. Los obispados guardaban las informaciones sobre sus
sacerdotes e incluso habían ocultado a veces las tendencias de algunos de ellos. A
menudo, decidieron conscientemente no investigar nada. En mi caso, la denuncia ha sido
beneficiosa y liberadora. Me ha aportado el reconocimiento como víctima. He sido
escuchado por personas realmente competentes que me han respetado siempre en
cualquier lugar donde estuviera. Se me ha creído. Hablé cuando me sentí preparado para
hacerlo, sin presión. El marco era suficientemente sólido para protegerme.
Me sentí conmovido al enterarme de que el abad de la abadía de Einsiedeln había
tomado en serio las denuncias. Confió una investigación a una comisión exterior para
que investigara quiénes eran las víctimas y los abusadores en el monasterio, abrió los
archivos y autorizó las declaraciones. Se descubrieron veinticuatro casos, nueve monjes
culpables y unas cuarenta víctimas. El abad reconoció que el número de víctimas era
probablemente mayor. ¿Cómo se llevó a cabo la investigación? La comisión escribió a
todos los alumnos, actuales y antiguos, del instituto; asimismo, publicó anuncios en la
prensa local para alentar a las víctimas a declarar. La abadía informó a todas las
parroquias vinculadas a ella, y se creó un servicio de registro de denuncias y de apoyo a
las víctimas en 1998. Desde entonces, la abadía ha puesto en vigor una serie de normas
para prevenir los abusos, una manera de quitar el tabú y de mostrar que pueden
prevenirse estas desviaciones.
La lucha contra la pederastia avanza en la Iglesia. Los papas Benedicto XVI y
Francisco han emprendido un combate mucho más duro, incluso contra los obispos que
han protegido a los criminales con su silencio. Los dos se han encontrado con las
víctimas, las han escuchado, han rezado con ellas y han proclamado su vergüenza por los

95
traumas provocados por algunos miembros del clero. Se han dado las gracias a las
víctimas por haberse atrevido a expresarse. Tengo la impresión de que la firmeza del
papa Francisco sobre este tema debería llegar a dar sus frutos. Propone la tolerancia cero
con respecto a los sacerdotes culpables. Y la prescripción de los hechos no debe impedir
actuar y reconocer el problema. Es algo así como si admitiera que se han producido
violaciones, pero que actualmente todo está solucionado. Ahora bien, estamos lejos de
que sea este el caso. Personalmente, yo actué como en la película «Spotlight». Tomé los
anuarios diocesanos y los examiné meticulosamente desde el año 1950, porque es el
período que me interesa. Identifiqué el nombre de cada sacerdote e investigué de qué
manera había sido trasladado. Es un medio para poner de relieve los traslados
sorprendentes, por no decir sospechosos. Constato que tal sacerdote deja Suiza y se va al
extranjero; un tiempo después, regresa. ¿A qué se deben estas idas y venidas? Se sabe
que las idas y venidas constantes pueden ser indicios de abusos sexuales. Se pone al
sacerdote a la sombra durante un tiempo, en el extranjero, por ejemplo, para hacer callar
los posibles rumores. En la actualidad, si un obispo oye hablar de algo sospechoso, lo
remite al plano civil. Está bien. Pero ¿tú te comportas como si tuvieras doce años? Tú no
te atreves, ni tu familia tampoco. En mi opinión, es un problema recurrente, imposible de
gestionar. El obispo que se entera de algo debe suspender al sacerdote con efectos
inmediatos, debe reducirlo al estado laical. No debe esperar a que la víctima presente una
denuncia, pues esta necesita siempre reflexionar. Y un pederasta puede causar mucho
daño en veinte años.
¿Qué puede hacerse para atajar este mal? Se habla mucho de los sacerdotes; pero si
en el ámbito civil se hiciera la misma limpieza que en la Iglesia, los casos serían
incontables. Pensemos en las familias, en los clubes deportivos, en el movimiento scout,
en las escuelas, en todos los lugares donde conviven niños y adultos.... Se plantea una
cuestión: «¿Habéis sufrido una o varias agresiones sexuales en estos lugares?». El
porcentaje del «sí» sería el mismo que en la Iglesia. En suma, son tantas las personas
involucradas en este problema que podemos preguntarnos si no se tiene interés en
silenciarlo. De manera que sí: ¡los laicos tienen todo el derecho a indignarse contra los
obispos! Gritan fuerte y mantienen a los curiosos a distancia de su territorio. Es una
manera de protegerse también. Cuando decidí denunciar al padre Jöel Allaz, uno de mis
objetivos era impedir este tipo de delito. Quince años más tarde, tengo la impresión de

96
que se repite el guion. Se había trasladado al padre Joël a Grenoble. ¡Es inadmisible!
Llevaré adelante el combate contra la pederastia hasta el final de mi vida, y no dejaré
pasar nada.

97
8.
SECUELAS Y FRAGILIDADES

Muchas personas que han sido víctimas de abusos en la infancia tienen una salud
precaria. Somatizan su angustia de diversos modos. En efecto, han sido golpeadas en su
cuerpo, que mantiene la marca de la violencia. Huellas indelebles. Yo sufro una gran
fragilidad física. En cuanto experimento una situación muy comprometida en el plano
emocional, caigo enfermo. Siendo más joven, contraje dos meningitis fulminantes
provocadas por un fuerte impacto emocional. Tengo muy frágiles los pulmones y
padezco neumonías frecuentemente. Podría seguir mencionando otros ejemplos. Todos
estos sufrimientos físicos tienen repercusiones en diversos niveles. He tenido problemas
en mi profesión, porque a menudo estoy de baja por enfermedad. Rara vez me siento
totalmente bien; tengo que descansar, y ha menguado mi disponibilidad física para mi
familia. Me parece que la somatización, en el caso de una persona que haya sufrido
maltratos, es la primera forma de expresar su sufrimiento sin hacerlo público. El cuerpo
muestra que algo va mal. Es más fácil ir a un médico para tratarse una neumonía que
para sanar de las secuelas psíquicas del trauma padecido. En cierto modo, la
somatización permite a la persona víctima de abusos encontrar, entre quienes se
preocupan de su salud y la cuidan, a alguien que la escuche. Por esta razón, los médicos
y los pacientes deberían tener en cuenta que ciertos dolores son indicios de otra cosa.
La salud física es frágil, como lo es también la psíquica. Una violación te priva de
tu ímpetu vital, te inmoviliza en tu vida, como la muerte. La vitalidad es el movimiento
en todos los sentidos del término. Muchas personas violadas se sienten ralentizadas, les
cuesta mucho ponerse en marcha. Algunas son incapaces de moverse; otras, de trabajar.
Un ser humano que ha sufrido abusos en su infancia se ve bloqueado para construir su
identidad. Una parte de él ha dejado de crecer. Yo lo siento muy fuertemente. Yo
padezco de una cierta indolencia, en el sentido de que dudo mucho y no llego a tomar

98
decisiones. Yo no me siento bien construido, mis bases son poco sólidas. Muchas
víctimas de violaciones luchan contra depresiones crónicas, contra deseos suicidas, y
pasan temporadas habitualmente en el hospital psiquiátrico. Yo he vivido este infierno.
Un niño violado se convierte en un adulto psicológicamente frágil. En este sentido, me
acuerdo de una experiencia que me afectó bastante. Un día le conté mi historia a una
mujer que parecía muy equilibrada, muy bien consigo misma. Ella me escuchó y, de
repente, se vino abajo físicamente. No soportó escuchar mis revelaciones, que abrieron
una brecha en ella, una brecha en el cemento que la protegía. De pronto, mis palabras la
golpearon violentamente, y toda su experiencia salió a la superficie. Ella había sido
violada en su infancia, pero había camuflado todo tan bien que nunca más se había
acordado del asunto. Al oír mi testimonio, volvió a vivir su infierno. La fragilidad está
ahí, y hay que saberlo y aprender a vivir con ella.
Poco tiempo después de mi aparición en la televisión, recibí una llamada telefónica
muy extraña e impactante. Al otro lado del teléfono, una mujer me dice sin más
preámbulos: «Aunque no lo diga, en el fondo sentía placer cuando le violaban,
¿verdad?». Estaba tan sorprendido de este impúdico comentario que puse como un trapo
a la mujer y le colgué el teléfono. Este comentario, de una violencia increíble, me hizo
reflexionar sobre varios planos. Sinceramente, nunca sentí placer. El padre Joël Allaz sí
lo sentía, pero yo no. Este comentario me hizo darme cuenta de que yo no había sido
iniciado en el amor, sino en el sexo, en la perversidad del sexo. Esa fue mi educación
sexual. Yo no fui libre de elegir. Es posible que algunas personas víctimas de abusos
descubran el sexo y el placer al mismo tiempo en un contexto de violencia; de ser así,
una vez adultas, estas personas buscarán en la sexualidad las mismas sensaciones que
tuvieron en el momento de su descubrimiento. Este tipo de reflexiones me ha absorbido
mucho tiempo y me ha perturbado lo suficiente como para hacerme caer en otras
preguntas. ¿Había sido violado porque soy pedófilo? Algunos niños víctimas de abusos
se convierten en pederastas al llegar a la adultez. Esta cuestión me hizo reflexionar
cuando decidí casarme. Me preguntaba si el hecho de haber sido violado sería un
problema para mi función como padre. ¿Sabría ocuparme de mis hijos sin riesgo alguno
para ellos? Aunque nunca he sentido atracción por los niños, necesitaba conseguir una
respuesta segura. Quería estar seguro de que Valérie tenía razón al otorgarme su
confianza. Llamé a la puerta del despacho de un psiquiatra: necesitaba la opinión de un

99
profesional y comencé una psicoterapia. Violar a un niño es derribar la puerta de su
intimidad, destruirla para siempre. Una puerta derribada no puede ya cerrarse nunca. Por
eso, un niño violado no tiene barreras, vive sin una red que lo proteja del exterior y del
interior. Lo que significa que este niño es un adulto que puede ser anegado por olas
emocionales muy poderosas. He sufrido tanto con haber vivido tal drama que era
impensable que un día cayera en el mismo patrón de comportamiento. Era tan
agudamente consciente del problema que me habría suicidado.
Las secuelas de las violaciones afectan también a la vida sexual. Algunos niños que
han sido víctimas de abusos se prostituyen cuando son adultos, tal vez porque la falta de
respeto que han sufrido les impide respetar sus cuerpos. Algunos hombres llegan a ser
homosexuales porque no pueden tener sexo si no es con un hombre, como si la violación
hubiera roto el acceso a una sexualidad con las mujeres. Yo mismo, sin tener tendencias
homosexuales, he tenido durante mucho tiempo un temor excesivo a las mujeres y a la
sexualidad que habría podido vivir con ellas. De haber tenido mi intimidad destruida,
definitivamente destruida, no tendría límites naturales. Ingresé en un monasterio porque,
inconscientemente, me protegía de la sexualidad que me angustiaba. Hice voto de
castidad. Pienso que pude comenzar en él mi reconstrucción porque no sentía ninguna
amenaza por ese lado. Gracias a una cierta estabilidad recuperada, pude tejer una
relación amorosa. Desde entonces, debo mi equilibrio a mi mujer, a mis hijos y a la fe.
De haber sido afectivamente inestable y no haber dispuesto de apoyo espiritual, tal vez
habría tenido una sexualidad descontrolada. ¡Un cambio permanente de pareja! Este
modo de vivir habría sido mi sentencia de muerte. Yo no podría soportar esta forma de
vivir y me suicidaría. La sexualidad es una necesidad; y si no se ha tenido la suerte de
descubrirla de manera respetuosa, nos maltratará toda nuestra vida. Todos los seres
humanos tienen necesidades sexuales. Un capuchino me confió un día: «Durante toda mi
vida he sentido mis pulsiones sexuales. He luchado, y ahora me he liberado». Tenía
noventa y dos años.
Casi nunca me relaciono con niños, salvo con los míos. En efecto, ser
eventualmente testigo del sufrimiento de un niño es insoportable. Los ecos que despierta
en mí son demasiado intensos. Un niño es la inocencia, la alegría de vivir, la
espontaneidad. ¡Es hermoso! El sufrimiento de un niño me destroza totalmente. Me
vuelco y trato de ayudarle. Es algo más fuerte que yo. Cada vez que veo a un adulto y a

100
un niño, analizo el comportamiento del adulto. Si me entero o presiento que un niño es
víctima de abusos, soy presa de una violencia increíble. Me siento obligado a actuar.
Tuve una vez esta experiencia con ocasión de una reunión escolar, en la que había un
niño acompañado por su tío. Inmediatamente sentí que el comportamiento de este
hombre no era claro. Yo hago una lectura de los comportamientos un tanto diferente de
la lectura habitual. Quien no haya sido víctima de violaciones no tiene la misma mirada.
Tal vez necesite varios encuentros para tomar conciencia de que algo no es normal.
Resulta que yo conocía al padre del pequeño, que había sido compañero de clase años
atrás. Debía hacerlo, era más fuerte que yo. Toqué el timbre, y la puerta se abrió. El
padre era un excéntrico. Me presenté. «¿Puedo hablar contigo? ¿Estás de buen humor? –
¿Por qué me hablas así? ¡Soy un buen hombre! Es verdad que mi look es especial, pero
tengo un gran corazón». Evidentemente, el motivo de mi visita no era él. «Quiero hablar
contigo sin rodeos; lo que voy a decirte es muy grave. Si quieres escucharme, hablaré y
luego me iré». Estupefacto y un poco asustado, sin embargo, aceptó escucharme. «Yo
amo mucho a tu hijo, pero hay uno que lo ama mucho más. ¡Tu hermano...!». No tuve
tiempo de terminar la frase. Él me miró, azorado, y gritó: «¡Mierda! ¡Tienes razón! ¡Lo
sé! ¡Voy a ir! Si mi hijo me dice que ha sido tocado, ¡mato a mi hermano!». Y me dejó
allí solo. Regresé a casa muy preocupado, esperando que aquel niño no hubiera sufrido.
Deseo también hacer una precisión. He sido violado durante cuatro años, pero no
pienso que todas las secuelas que sufro se deban a esta experiencia. Hay que analizar el
contexto. Muchos relacionan sus dificultades con la violación sufrida. Yo pienso que el
contexto en que se vive esta vejación orienta la manera en que se sufrirá. En mi caso,
otras experiencias llegaron probablemente a agravar mis problemas. Desde que nací, he
vivido cosas terribles. Sentí las angustias de mi madre embarazada, la violencia de mi
padre; de pequeño enfermé gravemente; se nos marginó en Romont, todo el mundo nos
señalaba con el dedo. Cuando mi madre enfermó, yo toqué fondo; pienso que mis
angustias están más bien relacionadas con este estado de aturdimiento, intensificado por
los abusos. Mi familia se deshizo, y tuve que ser acogido por otras. Aunque no conservo
malos recuerdos de este período, lo cierto es que no conocí la seguridad de base que me
permitiera consolidarme. Pasé mi infancia yendo de un lugar a otro; a veces no tenía
domicilio fijo, dormía en casas de otras personas en el sofá del salón, con el perro y los
gatos. Todos estos cambios dejan marcas. Por ejemplo, detesto viajar; pierdo una

101
cantidad de tiempo increíble cuando hago la maleta; nunca viajo solo, porque temo que
se desencadene un episodio de angustia. Necesito sentirme con absoluta confianza,
incluso cuando voy al Vaticano. El padre Joël Allaz me violó justo cuando me
encontraba en un contexto personal difícil. Estaba afectivamente destruido. La unión de
todos esos factores me dejó en una situación de gran vulnerabilidad. Sin embargo, tengo
que precisar que mi vida no es solo una sucesión de abusos.
He sido violado y me han robado mi infancia, pero puedo vivir con esta herida.
Pienso que las carencias me han servido de ocasión para interrogarme. Lo ideal sería
poder identificar a los niños violados, arrancarlos de las garras de sus depredadores y
apoyarlos. En este sentido, tener una cita con un terapeuta es un acto de prevención.
Como todos los niños víctimas de abusos, yo soy una persona que sufre; no vivo
muy bien, pero, en fin, vivo de la mejor manera posible. Cada vez que llega alguna
dificultad, me pregunto qué puedo hacer con ella. ¿Por qué debo sufrir ese
acontecimiento? Quizá, cada prueba me ayuda a mejorar. Soy afortunado: a pesar de mi
infancia abusada, no me he convertido en pederasta.

102
9.
«AMAR ES DARLO TODO»

El lema de nuestro matrimonio procede de un versículo del Salmo 84 que dice así:
«El amor y la verdad se encuentran;
la justicia y la paz se besan».

Estas palabras me llevan a luchar y constituyen el objetivo de mi combate. No cabe


la menor duda de que me ayuda la divina Providencia, pero también todas las personas
que se han cruzado en el camino de mi vida. Un día sentí el deseo de crear mi álbum de
fotografías, y lo titulé: «Soy un hombre que se mantiene en pie». Sentí el deseo de dar
las gracias en la última página a todas las personas que habían tenido una contribución
en la construcción del hombre que soy actualmente, y la lista es muy larga. Seleccioné a
más de cien personas y he necesitado escribir, guardar un recuerdo de la huella que han
dejado en mí.
He contado el encuentro fortuito con Pierre Arnold, el director de la gran superficie
Migros, durante mis primeras horas en Einsiedeln, y la buena relación que me alimentará
durante los años pasados en el convento. Mucho más tarde me enteré, después de una
conversación sin mayor trascendencia, de algo increíble sobre él.
Un padre misionero de la Congregación de San Francisco de Sales entra un día en
la biblioteca cantonal de Friburgo para dejar unos libros antiguos que ya no le
interesaban. Me alegra volver a verlo. Durante la conversación, me suelta: «¡En el fondo,
han sido afortunados los Pittet! El señor Arnold ha hecho algo magnífico por ustedes,
¿verdad?». Le miro sin comprender. Ante mi asombro, él, con un tono algo burlón, me
dice: «¿Te dice algo el nombre del señor Arnold? ¿Sabes que ha pagado tanto tus
estudios como los de tus hermanos y hermanas?». No tenía ni idea. Es increíble.
Evidentemente, todo se aclara. Mi madre nunca habría podido pagar escuelas privadas.

103
Y resulta que nunca me planteé la cuestión. Esta revelación me emociona intensamente.
Me imagino el modo en que se ha organizado todo. El señor Arnold me cogió algo de
cariño y pidió informaciones sobre mi familia. El padre Wolfgang le describió la pobreza
en que vivíamos y decidió ayudarnos anónimamente y de forma totalmente
desinteresada. Este gesto define al hombre que he conocido: siempre hace el bien sin
buscar la alabanza o el reconocimiento. ¡Qué hermoso es su compromiso! Es inaudito. El
señor Arnold había fallecido hacía ya unos años cuando me enteré de lo que le debía mi
familia.
Tuve un confesor durante mucho tiempo. Me llamaba por teléfono antes de cada
encuentro para recordarme la cita. Un día le pregunté: «¿Por qué me llamas por teléfono
cada vez?». Me respondió sencillamente: «Yo sé que necesitas confesarte y que, de no
venir, empeorarás. Tú eres el único con quien actúo así». Efectivamente, la confesión me
libera totalmente de las tensiones internas. Hace poco, viví en Roma una experiencia de
este tipo. Me encontré con un sacerdote cuya apertura de corazón era extraordinaria.
Confesarme con él me produjo un bienestar absoluto. Me sentí totalmente en paz. La
confesión es un momento de intercambio íntimo que me hace acceder a mi ser profundo.
Este tiempo de recogimiento es indispensable para un hombre de acción como yo. El
confesor no es un psiquiatra. No le digo las mismas cosas. Nunca se me ocurriría
hablarle de mi mujer o de mis hijos. Le hablo de mi relación con Jesús, que aún me
cuestiona a menudo. ¿Por qué, durante cuatro años, no hizo nada para que terminara mi
calvario? Llevo en mí esta herida, que me esfuerzo en curar cada día con la oración sobre
todo y con la confesión, un momento de intercambio y de escucha que puede ser intenso.

Al dejar Einsiedeln, con veintiún años, me sentía mal y recordé la breve frase que
me había dicho el cardenal Journet cuando tenía ocho años. Seguí sus consejos y fui
nueve veces a la capilla de Bourguillon. Estas breves salidas a pie me aliviaban. Lloré
ocho veces. La novena vez, abrí la puerta: una joven estaba arrodillada y llorando.
Descubrí que ella sufría más que yo. Al menos es lo que quise creer. Pedí a la Santísima
Virgen que se ocupara de ella. Salí, cerré la puerta y me pregunté: «¿Mantienes tu fe o
no?». Decidí mantenerla. Es algo adquirido que nunca pondría en duda. Tengo fe, la fe
verdadera, la que he elegido yo mismo. Es un acto libre.
Siempre he buscado encontrarme con personas que me permitieran crecer, personas
que consideraba como posibles modelos. Me encanta la compañía de personas honestas

104
y equilibradas, personas que se sienten bien consigo mismas, personas sólidas en las que
puedo apoyarme. Mi instinto de supervivencia me ha ayudado. Cuando estoy en un
grupo y percibo el polo de atracción, me dirijo hacia él. Pondré un ejemplo. De tener el
privilegio de aprender a jugar al tenis con Federer, tendré más posibilidades de llegar a
ser un buen jugador. Me lanzaría buenas bolas al lugar adecuado y aprendería los gestos
exactos. A priori yo no me siento atraído por el sufrimiento: elegí salir de él. El día en
que comprendí y después llegué a la conclusión de que mi agresor era un enfermo, pude
distanciarme de lo que me hacía sufrir; en cierta manera, era observador de mi vida. Al
principio, lloré; y después, más aún. Este distanciamiento del sufrimiento me salvó, pero
al mismo tiempo me separó de una parte de mí mismo. En resumidas cuentas, es como si
fuera dos personas. Mientras que el padre Joël Allaz me violaba, llegué a pensar: «Esto
se me hace hoy demasiado largo...».
No me expreso con exactitud cuando digo que no busco el sufrimiento. Puedo
gastar mucha energía en ayudar a alguien a salir del suyo. Puedo incluso entrometerme
demasiado, porque así es como yo he sido salvado. Si siento que alguien está mal, se lo
digo. Pero respeto su silencio si lo desea. La palabra ocupa el centro de la ayuda. A
menudo he tenido esta experiencia. Un día fui andando desde Friburgo hasta Marly, dos
núcleos separados por un puente colgante sobre el río Sarine. Este puente es famoso por
la alta tasa de suicidios que se han cometido en él. Una persona estaba allí, parada,
mirando a lo lejos, y me asusté. Me acerqué y le dije: «¿Qué está haciendo aquí? Me está
asustando. ¡Baje enseguida!». Desconcertado, me replicó: «Quiero saltar». Le tiré del
brazo, se juntaron otras personas y llamaron a la policía. Él me obedeció.
Afortunadamente, porque yo habría saltado con él. Llegó la ambulancia y lo llevó a un
hospital psiquiátrico, donde fui a visitarle. Salió unas semanas después y, casi
inmediatamente después, se suicidó: se tiró del puente. ¿Hice bien al salvarlo contra su
voluntad la primera vez? No lo sé. No obstante, sé que pudo despedirse de los suyos.
Quizá mi intervención pudo permitir esta despedida. Personalmente, estoy satisfecho de
haber actuado de aquel modo. En otra situación, la persona habría podido tratarse y
encontrar la alegría para seguir viviendo.
En todos los proyectos en los que me comprometo me rodeo de personas
competentes. Con doce años era un chico violado, roto en mil pedazos, y me recuperé.
No abjuré de la Iglesia, porque los valores que defiende se corresponden con los míos, y

105
porque en ella me encontré con personas buenas. Me siento a gusto en el marco moral
que propone, aun cuando sé que a veces se traspasa. El hecho de que algunos traicionen
sus compromisos no justifica que se abandone la línea propuesta por la Iglesia. Respetar
un marco moral cuando se vive en sociedad es bueno. Yo trato de tender hacia lo mejor.
Romper nuestra propia vida es fácil. ¡Pero construirla...! Todas las rupturas dejan
huella en quienes las sufren. Me gusta que las personas se mezclen, que se combinen las
diferencias. Así, quienes tienen más dificultades son levantados y pueden seguir
adelante. Yo me he visto bloqueado varias veces en mi vida, pero también he sido
salvado, porque algunas personas creyeron verdaderamente en mí. Yo era un pequeño
sin gran valor, me sentía sucio y mancillado, pensaba que estaba solo; como víctima, me
sentía un fracasado, porque no había sido capaz de pararle los pies a mi agresor. Es
terrible ser incapaz de decir «no». Pienso que siempre hay en la vida un momento en el
que puede recuperarse el amor que no se ha recibido. Algunas personas me dieron un
lugar porque creyeron en mí. Me permitieron no sentirme marginado. Fui integrado. Es
difícil asumir la propia vida. Si sois visibles, tenéis que afrontar la mirada de los demás;
si os mantenéis invisibles, tenéis que afrontar el hecho de que no se reconozca lo que
habéis vivido. Yo me siento el portavoz de quienes no son lo bastante fuertes para
expresarse. Las personas me confían su experiencia porque saben que tengo un
reconocimiento público. Cuando las reconozco como víctimas, se sienten aliviadas. Al
reflejarse en mí pueden recuperarse.
Me parece que las personas que superan pruebas terribles son capaces de sublimar
su sufrimiento dándose a los demás. Siembran el bien en su entorno, y ello les permite
reconstruirse. El traumatismo deja marcas profundas, pero no impide vivir. Pienso que
uno puede decidir ser el sujeto de su vida, incluso después de sus peores experiencias.
Yo he seguido orando diariamente, y la oración ha sido una gran ayuda y una gran
fuerza; por mí mismo no lo habría logrado. Todos estamos ante una elección, en un
momento determinado de la vida, que yo llamo Providencia. Hay que saber aprovechar
este momento, porque, en general, si la elección se presenta, es porque el momento es
bueno. Me habría gustado ser diácono, pero el obispo no quiso. En ese momento me
sentí decepcionado, pero pienso, mirando hacia atrás, que tenía razón. Yo soy un
electrón libre que hurga por todas partes. El diácono debe ponerse al servicio de la
comunidad. Yo no puedo ser asignado a una función muy específica. Necesito estar en

106
todas partes. Además, como estoy casado, la esposa debe implicarse también. A Valérie
no le gusta reunirse en grupo, porque es muy independiente. Prefiere hacer fructificar sus
reflexiones en su interior. Yo no habría sido un buen diácono.

Me gustaría hablar aún del encuentro que tuve con una mujer que me dio el coraje y
el ímpetu para avanzar. Su fuerza para vivir, su esperanza, me volvieron a llenar de
esperanza también a mí. Conocí a Roselyne de Chollet en el crepúsculo de su vida,
cuando tenía noventa y un años. Una colega del trabajo, amiga de la anciana, me había
hecho una petición que acepté: «Si muero antes que Roselyne, prométeme que la
visitarás con regularidad». Y así lo hice. La primera vez, Roselyne no se alegró mucho al
verme. Le dije que le había hecho una promesa a su amiga, pero que no volvería otra vez
en contra de su voluntad. Ella me respondió: «¡Quédese!». A lo largo de nuestros
encuentros llegaría a descubrir a una mujer extraordinaria. De carácter muy reservado, se
confía, no obstante, y disfruta contándome algunos elementos de su vida. En primer
lugar, sus orígenes aristocráticos: los Zürich-Reynold; ella nació y se crio en el castillo
de Pérolles, en Friburgo. Roselyne no llegó a conocer a su padre, que cayó muerto el
tercer día de la Primera Guerra Mundial (1914). Me enseñó la esquela de defunción de
su padre, en la que estaba escrita una frase que me emocionó profundamente: «Besad a
mi pequeña, a la que nunca más volveré a ver, y decidle que la quiero».
Le confié que había sido violado. Me respondió sencillamente abrazándome con
mucha compasión y diciéndome: «¡Pobre Daniel!». Nunca más volvimos a hablar del
tema, porque su educación aristocrática le impedía comentar sucesos íntimos. Hay que
estar a la altura del propio sufrimiento. La visité en La Providence dos veces por semana
durante seis años, hasta que murió con noventa y siete años. Roselyne me salvó de una
tercera depresión, gracias a todas las conversaciones que hemos mantenido juntos.
Aquella extraordinaria mujer nunca se quejó, pese a todas las dificultades que había
vivido. Su manera de abordar la vida me infundió la energía que me faltaba. Me
fortaleció verla tan fuerte y tan estable. Ella me apoyaría firmemente durante todos
aquellos años. Ella luchó siempre y nunca temió la adversidad.
En el fondo, excepto el padre Joël Allaz, no me he encontrado más que con
personas de gran fortaleza. Quizá fue mi madre la que me transmitió el instinto de buscar
siempre lo mejor para uno mismo. Me parece que es lo que ella había hecho con los
medios que entonces tenía a su alcance. Actualmente, tengo la sensación de haber sido

107
reconocido en varios planos: he podido explicar mi historia, contar lo que había pasado y
las razones del silencio al que he estado encadenado; he obtenido una indemnización
económica de la Iglesia local y de la Congregación de los Capuchinos, lo cual me ha
permitido pagar los gastos relativos a mi reconstrucción física y psicológica; he logrado
en 2004, es verdad que a la fuerza, una primera carta de perdón de mi agresor, y, hasta la
fecha, una petición de perdón espontánea en el marco de la redacción de esta obra; sé
que está recibiendo tratamiento, lo cual me tranquiliza, porque no le deseo lo peor. He
mantenido mi fe, es decir, no han llegado a destruirse mis anhelos espirituales.
Tengo muy arraigada en mí la fiesta del Corpus Christi, también llamada la
festividad del Santísimo Sacramento, que se celebra sesenta días después de la Pascua.
Esta fiesta es la prolongación de la celebración de la eucaristía, ya que se lleva en
procesión la forma consagrada fuera de la iglesia para que el pueblo creyente dé
testimonio público de su fe. En Friburgo goza de una gran raigambre. Cada año, sin
interrupción desde su creación en 1425, une en el centro de la ciudad a las instituciones
civiles y religiosas, agrupando en una larga procesión a todos los grupos oficiales:
consejeros de Estado, consejeros comunales, consejeros parroquiales, granaderos, bandas
de música oficiales, coros, universidad, rectorado, profesores, asociaciones estudiantiles,
colegios, scouts, niños y niñas de primera comunión, comunidades extranjeras... y un
largo etcétera. La lista es demasiado larga. Alain Berset, consejero federal friburgués,
dice al respecto: «La ceremonia del Corpus Christi atestigua el enraizamiento religioso
de la ciudad. Manifiesta la prolongada interacción entre la Iglesia católica y la sociedad
friburguesa, y es la ocasión para rendir homenaje a la religión por los valores que puede
aportarnos».
Participo en mi primer Corpus Christi en 1968 como monaguillo. Cuando vuelvo de
Einsiedeln, el responsable de la organización desde hacía sesenta años, André Menoud,
me propone participar en esta ocasión. Acepto. El primer año llevo el estandarte del
Santísimo Sacramento; los dos años siguientes, uno de los cuatro palos del palio; y el
cuarto año se me nombró comisario de la fiesta. André Menoud me introdujo, y durante
veinticinco años trabajaría en la organización de esta magnífica manifestación. Una
actividad a la vez absorbente y fascinante que contribuye a mi integración social, a una
forma de redención. Conozco a todo el mundo y me siento totalmente inmerso en la
ciudad.

108
Después de la denuncia oficial, caí en una depresión profunda y abandoné todas las
actividades que tenía. Es el año 2008. Decido entonces poner en práctica la adoración
eucarística. ¿Por qué? Unos años antes había conocido a Nicolás Buttet, un sacerdote
católico fundador de la Fraternité Eucharistein, que, a propósito de la adoración, me
había dicho: «Te bronceas tomando el sol de Jesús». Me quedé con esta frase. Siento que
necesitaba calentarme a la luz de este sol. Concretamente, saco a Jesús del sagrario, lo
pongo en el viril y lo expongo. Coloco un foco ante la custodia que ilumina toda la
pared. Jesús está allí, y yo lo creo. Me siento en la iglesia con algunos feligreses y oro,
cada semana, el sábado por la mañana, durante una hora. Rezo en silencio pidiéndole a
Jesús que me ilumine sobre las decisiones que debo tomar, sobre las relaciones que
mantengo con en mi entorno. Oro por todas las personas que sufren en el mundo. En
general, enumero todo cuanto se me pasa por la cabeza. Leo los textos bíblicos del día y
del domingo. Cuando he terminado, guardo en el sagrario el Santísimo Sacramento,
canto a la Virgen y abandono la iglesia, feliz. En ocho años he vivido también momentos
de desierto. Un día decidí llevar conmigo a mi niña discapacitada. Le expliqué quién era
Jesús, dónde estaba la Santísima Virgen, le dije que yo oraba en silencio y que ella podía
orar también así si lo deseaba. Ella ora en voz alta. Cuando la escucho, me digo que la
Santísima Virgen no puede no escucharla. Se queda conmigo y me acompaña desde hace
siete años.
Siete años es un número simbólico, y por eso un sábado por la mañana hablé con
Jesús en estos términos: «Aquí estoy desde hace siete años, me siento mejor, podría serte
útil. Dame una señal». Dos semanas después, estoy de nuevo en esta iglesia y surge una
idea en mí: podría escribir un libro sobre los religiosos que me han ayudado, sobre todas
las personas consagradas que dedican su vida a Jesús. Unos días más tarde, el papa
anuncia públicamente que el año 2015 ¡se dedicará a la vida consagrada! La coincidencia
es demasiado evidente como para que la ignore. Me pongo en movimiento y decido, con
sor Anne-Véronique Rossi, una religiosa a quien conozco bien, superiora general de la
Congregación de las Ursulinas, lanzar la idea del libro. Estamos en 2014. Esta religiosa
es una intelectual y piensa que el libro podría hacerse a partir de la idea de recoger
testimonios sobre la vida consagrada. Creamos una página en Internet. Lanzamos una
llamada a los responsables de las ochenta comunidades francófonas. Los primeros
contactos no muestran mucho entusiasmo. Perseveramos. Sor Anne-Véronique convence

109
a sus hermanas para que den testimonio de su vida consagrada, presentándoles el
proyecto como una misión apostólica. Toma su cayado de peregrina y comienza a
recoger textos. Poco a poco, llegan los testimonios, en particular los de un cartujo y de
un cisterciense. Es una buena señal. El proyecto adquiere forma, porque parece que los
testigos han comprendido el objetivo.
Repentinamente, como sucede a menudo, se me pasa por la cabeza una idea
totalmente descabellada: el papa ha declarado 2015 como el año de la vida consagrada;
¡debe, por consiguiente, escribir el prólogo de este libro! Contacto inmediatamente con
un amigo, antiguo oficial de la guardia pontificia, Jean-Daniel Pitteloud. Me sugiere que
llame al secretario del papa, monseñor Guillermo Karcher, que muestra de entrada el
interés por el proyecto. El año 2015 estará dedicado a la vida consagrada, y la Santa
Sede no ha previsto publicar sobre el tema un documento destinado al público en
general. Me hace ir a Roma. Organiza un encuentro con el papa. El libro le agrada. Al
papa le gustan los testimonios sencillos, fáciles de entender, cercanos a la gente. Pero no
le gusta el título, La vida consagrada. Me permito preguntarle: «¿Tiene otra idea?». El
papa responde espontáneamente: Amar es darlo todo. La frase, de santa Teresa de
Lisieux, es magnífica.
El papa Francisco está encantado, pide que se hagan traducciones, quiere saber si
yo tengo fe. «Yo tengo fe, pero no el dinero... ¿Cómo lo haremos?». Misteriosamente,
me responde: «¡San José...!». Traducidas, estas palabras significan que el papa se
compromete a promocionar el libro a nivel mundial, pero el Vaticano no destinará ni un
céntimo a esta aventura. Nos corresponde a nosotros encontrar los fondos, asumir el
desafío y poner en marcha la red de las congregaciones y de donantes del mundo entero.
Una locura. Me pongo en contacto con sor Anne-Véronique y comenzamos a buscar
traductores. Como consagrado, el papa acepta escribir el prólogo e incluso acepta posar
ante los fotógrafos con el libro en su mano. La imagen en retícula de la portada vale para
hacer toda la publicidad. En el fondo, ¡es una historia de locura! Esta pequeña obra se
convierte en el libro del año de la vida consagrada. Se distribuyen cien mil ejemplares en
la plaza de San Pedro durante la audiencia general del miércoles 16 de septiembre de
2015. Traducido a doce idiomas, la distribución gratuita suma varios millones de
ejemplares. Nos dejamos llevar por la locura. La obra se integró en la carpeta de la
Jornada Mundial de la Juventud que se desarrolló en julio de 2016 en Cracovia. También

110
se repartió gratuitamente en África, Asia y América. De estos testimonies emergen
alegría profunda y esperanza. Son historias de vida según los tres votos de pobreza,
castidad y obediencia, que parecen faltar en el mundo contemporáneo. Contienen toda la
belleza de la vida consagrada.
Esta aventura puede llevarse a cabo porque yo me siento muy desapegado; pienso
que es obra del Espíritu Santo y dejo hacer sin forzar nunca las cosas, gratuitamente, sin
esperar nada a cambio. Actualmente, trato de dejarme impregnar por las palabras que me
dan paz, como las del patriarca Atenágoras:
«Hay que librar la guerra más dura,
que es la guerra contra uno mismo.
Hay que llegar a desarmarse.
Yo he librado esta guerra durante años.
Ha sido terrible.
Pero ahora estoy desarmado.
Ya no tengo miedo a nada,
ya que el Amor destruye el miedo.
Estoy desarmado
de la voluntad de tener razón,
de justificarme descalificando a los demás.
No estoy en guardia,
celosamente crispado sobre mis riquezas.
Acojo y comparto.
No me aferro a mis ideas ni a mis proyectos.
Si me presentan otros mejores,
o ni siquiera mejores, sino buenos,
los acepto sin pesar.
He renunciado a hacer comparaciones.

Lo que es bueno, verdadero, real,


para mí siempre es lo mejor.
Por eso ya no tengo miedo.
Cuando ya no se tiene nada,

111
ya no se tiene miedo.

Si nos desarmamos, si nos desapegamos,


si nos abrimos al hombre-Dios
que hace nuevas todas las cosas,
él, entonces, borra el pasado malo
y nos da un tiempo nuevo
en el que todo es posible».

Yo aún no soy libre hasta ese punto, pero me alegraría mucho serlo. Quizá en el día
de mi muerte... En esta aventura humana descubrí al papa Francisco, un hombre de una
bondad inmensa. Tuve la ocasión de hablar con él, y un día sentí la necesidad de
confiarle que había sido violado por un sacerdote. Se sintió muy conmovido. Al igual
que Juan Pablo II, me miró con compasión y me dijo: «Tenemos la misma suerte: los dos
tenemos fe». Un momento intenso que me ayuda a vivir.

112
10.
UN HOMBRE
QUE SE MANTIENE EN PIE

Actualmente, estoy contento de haber llegado a ser quien soy. Se lo debo en parte a mi
madre y a mi abuela, que me educaron en un marco moral muy estricto. Me
transmitieron normas que respeto. Mi abuela citaba a menudo proverbios con
connotación moral del tipo «Quien roba un huevo roba un ternero», sentencias breves
que me han ayudado a vivir. Poco antes de morir, cuando llegaba de tomar la comunión,
me suplicó llorando: «Sé honesto toda tu vida. ¿Me lo prometes?». Y añadió: «Espero
que tengas fe, el buen Dios te la dará». Siempre he guardado estas palabras en mi
interior, son un faro en mi vida. Creo haber tenido la suerte de ponerlas en práctica.
Siempre he pedido ser rescatado. En la misa suplicaba que alguien pusiera fin a mi
infierno. Tuve que esperar, pero un día mi tía abuela habló, y mi vida se salvó. He
conocido a muchas personas que me han puesto en el buen camino. Mi vida está
jalonada de encuentros salvíficos que me han ayudado a fortalecerme y a reconstruirme.
Gracias a ellos he consolidado mi estructura personal. Aún hoy sé que necesito ese
marco. Por ejemplo, debo preparar mi retiro, pues, de lo contrario, corro el riesgo de caer
en la depresión y derivar hacia la locura. Mi columna vertebral nunca ha llegado a
consolidarse totalmente, por lo que debo preocuparme constantemente por mantener una
especie de tutor. Es así, y siempre será igual. Si me olvido de este detalle, puedo
encorvarme peligrosamente. Me amo como soy, con la experiencia de vida que es la mía,
aun cuando cada día es un combate. No resulta fácil vivir. Yo me pregunto cada día qué
hago en la tierra. ¿Para qué sirvo? Me siento constantemente obligado a hacer algo para
que mi vida tenga sentido: ser voluntario en la Cruz Roja, ser servicial con las personas
con las que me encuentro. Tengo en mí un sufrimiento físico y psíquico muy marcado, y
no debo edulcorar la realidad. Tendré que luchar por vivir hasta al final. La herida

113
cicatriza, pero no se cura por completo. He tenido que llegar a un acuerdo con ella.
Autentificar los hechos, buscar los datos y ponerlos por escrito para no olvidarlos es para
mí la prueba de que es real lo que me ha pasado.

Sí, yo soy frágil como el junco: me inclino, me curvo y me pongo enhiesto. Siento
una gran fuerza en mi fragilidad, algo que no se rompe fácilmente. Mi base, mi fondo, es
el entusiasmo. Pero la violación puso en mí la tiniebla; cuando me siento alicaído, me
voy a dormir. Repongo fuerzas y me recupero. Compartir mi sufrimiento me ayuda a
soportarlo, porque logro relativizarlo. Cuando compartís vuestro sufrimiento, otros hacen
lo mismo, y os sentís aliviados al constatar que no sois los únicos que sufrís. Para mi
sorpresa, he observado que prefiero vivir con mi propio sufrimiento en lugar de vivir con
el de los otros. Nunca cambiaría mis dificultades por las de otro, porque son una parte de
mí. ¿Las he domesticado? No lo sé. Es posible. En todo caso, he desarrollado un cierto
fatalismo. Me siento liberado. Cada uno tiene que vivir su camino. Con respecto a mis
hijos, hago todo lo posible para que reciban lo mejor de mí. Para el resto «la Providencia
proveerá».
No estoy atado a las personas ni a las cosas. Esta fractura, así como las incontables
rupturas que han sembrado mi vida, han destruido en mí una cierta capacidad para el
vínculo. De niño no experimenté nada de este tipo. Nunca arraigué, y soy una especie de
alma errante, vagabunda. Sin embargo, este sentimiento de desprendimiento es el que me
permite vivir mejor y soportar mi sufrimiento. Es paradójico, pero es mi realidad. No
estoy atado a ningún bien. El día en que mis hijos sean adultos, seré un hombre feliz si
logro venderle mi casa a una familia grande. Soy plenamente consciente de la dimensión
transitoria de la vida. Estoy en la tierra por muy poco tiempo, y mi trabajo consiste en
intentar ser bueno. No abandono a nadie, sobre todo a las personas que me han ayudado
a ponerme en pie. Conozco bien mis zonas de fragilidad y hago lo que sea necesario para
no hundirme. La película de mis violaciones se mantiene grabada en mi memoria. Está
almacenada y muy presente en mi vida. Puede subir a la superficie en cualquier
momento.
Siempre he dicho la verdad. A partir del momento en que decidí hablar
públicamente de mi violación, constaté que tenía a menudo la necesidad de contar más.
Y a menudo contacto con personas que también han sido violadas. Hace algún tiempo,
estando en el Vaticano, necesitaba que me hicieran un favor; me encuentro con un

114
hombre y comenzamos a hablar; siento que tiene una buena capacidad de escucha y le
cuento mi vida; casi de buenas a primeras, le digo que he sido violado. Él se desmorona.
«¡Qué sufrimiento! Le comprendo, ¡porque he vivido lo mismo que usted!», me confía.
«¿Es homosexual?», prosigue. «No, tengo una familia con seis hijos», fue mi respuesta.
Me comenta el sufrimiento que tiene por ser homosexual en el Vaticano, y me explica
hasta qué punto le resulta difícil. Después de un intercambio tan conmovedor e íntimo,
estoy seguro de que puedo contar con este hombre hasta mi muerte, porque se abrió a mí,
se confió verdaderamente como si fuéramos hermanos. Sentí un gran alivio después de
haberme encontrado con alguien que había sufrido como yo. Hoy día, puedo contar mi
historia sin tabúes ni censuras. Cuando estoy en el Vaticano, tiendo a hablar de mi
experiencia cada vez que la situación lo permite, porque yo he sufrido a causa de la
Iglesia. Pero me mantengo en pie a pesar de todo, y me gusta mostrar que es posible
vivir con este sufrimiento y, sobre todo, que es posible seguir amando a la Iglesia.
Contar mi historia en el seno de la Iglesia, obligar a sus dignatarios a escuchar una
y otra vez, es para mí una forma de hacer pagar la deuda, porque sé que hay pederastas
entre ellos. Yo lo percibo, y me gustaría llevarles a reflexionar sobre sí mismos. Les
muestro también que un violado osa hablar y que los abusadores no están tan protegidos
como creen. A menudo me dicen: «¡Ah! ¿Ha muerto hace tiempo?». Cuando las
personas saben que mi violador vive aún, se desestabilizan. Algunas cercanas al
Vaticano sienten una gran admiración por mí. Consideran que he tenido la valentía de
exponerme en público. Ir a Roma me alivia. La Iglesia es mi familia, porque en ella he
encontrado también a personas formidables. De hecho, solo he conocido a un violador;
me parece que sería muy injusto por mi parte ver solamente la fruta podrida en la cesta,
aun cuando es verdad que la podredumbre es a menudo contagiosa.
Todos los sucesos y todos los encuentros que han marcado mi camino de vida son,
en mi opinión, obra de la Providencia. No tengo la explicación al respecto, pero he
comprendido que los peores acontecimientos me han conducido a un camino que me ha
hecho crecer. He tenido que reflexionar sobre el sentido que quería darle a mi vida, sobre
los valores que quería defender, sobre el camino que quería seguir. Todo el sufrimiento
vivido me ha enseñado a acoger lo que acontecía, y pienso que ello me ha permitido
superar mi sensación de impotencia y aceptar la ayuda de quien es más grande que yo.
Mi primera casa de acogida se llama La Providence, que es una casa dirigida por

115
religiosas. Veo en ella una señal, una señal de Dios. Frecuenté este lugar en los
momentos más intensos de mi vida. Mi abuela vivió en ella el final de su vida; mi madre
ha sido cuidada allí; yo mismo fui acogido y amado. ¿Cómo ser insensible con ella? Allí
recibí acogida, escucha, protección y amor. ¿No es esta la firma de Dios?

116
11.
LE PERDONO, PADRE

El 12 de noviembre de 2016 es una fecha muy particular: en ese día me encontré con el
hombre que había abusado de mí durante cuatro años. No le había vuelto a ver desde
1972. Hasta hace dos meses, nunca habría imaginado que me encontraría tan fuerte
como para enfrentarme a mi verdugo. Pero, como ocurre a menudo en mi vida, acepté la
necesidad que sentía en lo más profundo de mí mismo.
Encamado desde hacía varios días, estaba un poco deprimido, como vacío y sin
recursos, por el hecho de haber tenido que cancelar citas que consideraba importantes.
Tomé un libro de mi biblioteca, una obra sobre santa Teresa del Niño Jesús. Mientras lo
leía pensé, que quizá era bueno que las cosas no se hicieran como las había previsto. En
los días que siguieron, se redujeron los dolores, y yo recuperé la seguridad en mí mismo.
Pensé en Joël Allaz. Entonces se me impuso una certeza: estaba preparado para
encontrarme con él. Releí varias veces las afirmaciones anotadas en el mes de julio
anterior (véase el Epílogo). Era preciso que volviera a ver a aquel hombre. Como no me
apetecía ir a verle yo solo, me puse en contacto con monseñor Charles Morerod y con
Micheline Repond, que le habían visitado a comienzos de verano. El obispo organizó la
entrevista.
Sorprendentemente, no sentí ninguna aprensión durante los días que precedieron al
encuentro. Me prepararé para él orando y leyendo el testimonio de mi verdugo.
Llegamos a primera hora de la mañana. El sol brillaba esplendoroso. Entramos por el
patio del convento y nos dirigimos a la capilla, porque yo tenía necesidad de recogerme
y de orar. Encendí varias velas, que dediqué a diversas personas. Salimos y pulsamos el
timbre. El prior nos recibió y después nos acompañó al refectorio, donde nos ofreció un
café mientras esperábamos a Joël Allaz. De entrada, me impactó el cálido ambiente que
desprendía el lugar. Llegaron varios padres, algunos acompañados de laicos. Nos

117
saludaron, se sentaron, compartiendo cruasanes y galletas con nosotros. La presencia del
obispo no parecía impresionar a nadie. Yo me sentía a gusto. Me encontraba en el mismo
ambiente que el del convento de Einsiedeln: en mi casa, un ambiente alegre de una gran
familia. No tenía la impresión de que iba a volver a ver al ser que me había violado
durante varios años.
De repente se abre la puerta del refectorio. Me di la vuelta. En la entrada se
encontraba un hombre muy pequeño, arrugado. No le reconocí, pero intuí que era él,
porque se le estaba esperando y se dirigía hacia nuestra mesa. ¡Mi verdugo! Me levanté,
me dirigí hacía él y, sin pensarlo, le tendí la mano: «Hola, Joël», me escuché decirle.
Empujaba con dificultad un andador y caminaba con paso inseguro. Me miró de forma
aturdida, interrogante y asustada, no estoy seguro, y se sentó. El prior se encontraba
entre nosotros. Me agradó no tener que mirarle inmediatamente a los ojos. Podía
continuar la conversación con mis interlocutores, que más tarde me dijeron: «Joël Allaz
parecía fascinado; te observaba a hurtadillas, de manera furtiva, como un niño que mira
por el ojo de una cerradura sabiendo que no le está permitido. ¿Qué decía aquella
mirada, a la vez insistente y huidiza? ¿Buscaba encontrar la imagen del chico de antaño?
¿Estaba sorprendido al ver en ti a un hombre seguro de sí dirigiendo la conversación?
Resulta difícil interpretar su expresión. Por momentos se le percibía atrapado por
reflexiones íntimas, desconectado de la realidad. ¿En qué puede pensar un violador que
vuelve a ver a su víctima cuarenta y cuatro años después de los hechos?».
¡Un encuentro increíble! Yo no reconocía al inmenso hombretón, gordo como un
cerdo, al sacerdote con un pene enorme que me aplastaba con todo su peso y que me
asfixiaba con su lengua repugnante que apestaba a tabaco. No reconocía a aquel cura
abominable... Durante muchos años había temido encontrarme cara a cara con aquel
viejo cerdo que me había besado, que había puesto su pene en mi boca... Había sentido
durante mucho tiempo la aversión y el temor a que algo se rompiera en mi psiquismo al
volver a verlo.
Ahora tengo ante mí a un hombre con la mirada vacía. Le observo, veo su miseria.
Estoy de pie, inmenso frente a él, tan minúsculo, hasta el punto de que tengo la
sensación de que me bastaría rozarlo para que se desplomara. Pensé: «¡No me das
realmente miedo!». Un poco perturbado por la idea de que me hubiera hecho sufrir tanto
aquel frágil tipejo, experimenté una especie de distorsión entre la realidad pasada y la

118
realidad actual, pero ninguna emoción. No me sentía ya prisionero de él. Ahora ya no me
tenía entre sus garras.
No quise recordar la historia con él. Sé lo que he vivido y conozco el destino de
decenas de niños que han pasado por sus manos. Él sabe lo que ha hecho. Pienso que
Joël Allaz se sentía aliviado por encontrarse conmigo y tranquilo porque la entrevista se
desarrollara sin violencia. Yo creo que no es consciente de todo el daño que ha hecho
sufrir a cuantos niños ha maltratado. Tenía una adicción al sexo pedófilo y, durante todo
el período en que no corría ningún riesgo de ser descubierto, no sufrió realmente
mientras violaba a los niños. Solo a partir del momento en que fue señalado con el dedo,
se sintió amenazado y tuvo miedo. Pero no lo suficiente para detenerse.
Me he encontrado con un pobre hombre, y tengo la sensación de que le convenía su
mediocridad. Por un mecanismo quizá inconsciente, él se transformó en víctima. Puede
detectarse en él una doble personalidad, una especie de disfunción. Es perturbador saber
que un tipo que no parece gran cosa haya podido cometer crímenes semejantes. ¿Resulta
molesto este desajuste? Esta diferencia es inquietante. Es así como él manipula.
Puedo volver a verlo hoy, porque he hecho un largo camino. Quizá podría haber
tenido una cierta compasión de él. Pero no, nada parecido. Verlo destruido no mitiga en
nada el sufrimiento que me ha provocado. Sin embargo, tampoco me alegro al ver en lo
que se ha convertido. Solo constato que no siento ninguna emoción con respecto a él, mi
verdugo; he dicho todo, me siento limpio. Este encuentro me confirma que he pasado
todas las etapas por las que tenía que pasar. En ningún momento recordamos lo que
ocurrió entre nosotros, porque él es incapaz. No me dijo nada sobre su pedofilia, sobre
los actos que me obligaba a hacer. No expresó remordimiento alguno. Si lo sentía, tal
vez fuese a nivel mental, pero sin conexión con la menor emoción con respecto a sus
víctimas. Por esta razón no pude forzarle para que se expresara. No era mi problema,
sino el suyo. Pienso que ha sufrido, en particular durante su infancia: era gordo y no se
sentía querido. Este tipo de rechazo destruye a cualquier niño. Mi verdugo es una
persona débil que empleó la violencia para imponerse, para crear relaciones. Su víctima
con mayor edad tiene sesenta y ocho años actualmente, lo que significa que Joël Allaz no
era aún sacerdote cuando comenzó a violar. En cuanto a la de menos edad, no se ha
manifestado, razón por la que el padre Allaz no ha sido juzgado ni condenado.

119
Unos días después, recibo unas palabras de Joël Allaz:

«Daniel, ¡gracias!
Como decimos entre nosotros, no sabemos muy bien adónde vamos, pero sí
sabemos que vamos, ¡y está todo cerca!
¡Gracias, Daniel!
Joël».

Me confunde su agradecimiento, pero también la expresión enigmática: «Pero


sabemos que vamos, y está todo cerca». ¿Se refiere a su redención? ¿A su final cercano?
Este hombre guarda, por tanto, su parte de misterio, su parte inaccesible.
¿Y ahora? Con el paso del tiempo, ya no juzgo más. Yo escucho, manteniendo
siempre en mi memoria la frase de Jesús: «El que esté libre de pecado, que le arroje la
primera piedra». Pienso que he desarrollado una cierta capacidad de caridad. No le
guardo rencor al padre Joël Allaz. Hacía unas homilías magníficas, que yo siempre supe
que eran totalmente falsas. Mientras predicaba, yo le veía desnudo como un viejo cerdo.
Un día –el de la Asunción– pronunció una homilía extraordinaria. Algunas personas
lloraban. Pero toda aquella congregación había sido engañada, porque después de la misa
me violó, como de costumbre. Estaba realmente enfermo.
Muchas personas no pueden comprender que no le odie. Yo le perdoné y he
construido mi vida sobre este perdón.
Cuanto más avanzo, tanto menos lo lamento. Esta quiebra es mi felicidad, porque
gracias a ella no trato de hacer daño a las personas que se cruzan en mi camino. Asumo
mi vida: es el camino que tengo para vivir; ignoro por qué, pero yo la acepto. Pienso que
Jesús me ama, como también la Santísima Virgen. Con doce años, me arrodillé ante el
Santísimo Sacramento y pronuncié estas palabras: «Jesús, perdono a este pobre imbécil,
porque tiene dos caras y no puede evitarlo. Pero libérame de sus garras». Lloré. Me
acuerdo de ese momento como si fuera ayer. Perdonar, a esa edad, significaba no
guardarle rencor por sus actos.
A menudo me he preguntado por el perdón que le concedí a mi violador cuando aún
era solo un niño. ¿Qué significa actualmente? El perdón no tiene nada que ver con la

120
justicia humana, que condena, ni con la disculpa, que elimina el problema. Los hechos
están ahí.
El perdón no es de ese orden. El perdón no elimina ni la herida ni el sufrimiento
infligidos. El perdón significa que yo veo en mi verdugo a un hombre responsable.
Gracias al perdón, no me siento ya atado a él, ya no estoy bajo su dependencia. El
perdón me permitió romper las cadenas que me ataban a él y que me habrían impedido
vivir.
Estoy contento de haber pasado por esta experiencia. Pude entrar en relación con
esta persona sin sentirme presa del odio ni del deseo de venganza. Por eso pienso que el
perdón no necesita ser pedido por el ofensor. En lo que me concierne, no he hecho un
largo camino. No puedo explicar por qué, pero concedí aquel perdón sin ponerlo nunca
en cuestión. ¿Tal vez tuve un impulso del corazón como solo pueden tenerlo los niños?
Y el encuentro de noviembre no cambia mi decisión. El título del libro, Le perdono,
padre, debe entenderse al pie de la letra. No siento ni respeto ni compasión por mi
verdugo. Le perdoné.
Hoy en día, soy libre.

Friburgo
6 de diciembre de 2016

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EPÍLOGO

Conversación del 15 de julio de 2016 entre el padre Joël Allaz, monseñor Charles
Morerod, obispo de Lausana, Ginebra y Friburgo, y Micheline Repond.

Una serie de circunstancias permitirá organizar una conversación con el padre Joël
Allaz. La chispa desencadenante fue la pregunta que el papa le hizo a Daniel: «¿Te has
encontrado con tu agresor?», le había preguntado Francisco. Poco tiempo después,
monseñor Charles Morerod, obispo de la diócesis de Lausana, Ginebra y Friburgo, le
dice a Daniel que ha conocido a otra víctima del padre Joël Allaz y que este
conocimiento había dado lugar a una correspondencia. El obispo emprende entonces
una serie de gestiones con el provincial de los capuchinos de Suiza y con el padre Joël
Allaz, quienes aceptan la propuesta.
Daniel piensa que el testimonio de su agresor podría aportar una perspectiva
interesante. Sin embargo, él no desea por ahora confrontarse con él. Estamos en julio de
2016, es aún muy pronto. La carga emocional podría ser muy intensa, y en ese estado no
deben asumirse riesgos excesivos. Así que Daniel me sugiere que le represente. Después
de reflexionar, acepto reunirme con este hombre. Tengo una cierta experiencia en el
campo del acompañamiento, y me intriga el hecho de que el padre Joël Allaz acepte la
entrevista; imagino que la decisión no fue fácil de tomar, ya que es raro que un
pederasta acepte hacer una declaración sobre sus crímenes y confrontarse
voluntariamente con su pasado. El obispo aceptó participar también en la conversación,
que tuvo lugar el 15 de julio de 2016 en un centro parroquial de la Suiza alemana, un
lugar neutral, puesto que el padre Joël Allaz no tiene ya derecho a ejercer ningún
ministerio. En el momento en que tiene lugar este encuentro, el libro está casi
terminado, y ni el padre Joël Allaz ni el obispo conocen su contenido. Me quedé

122
impactada al constatar hasta qué punto la percepción que el Daniel niño tenía de su
verdugo se aproximaba tanto a la realidad.
He elegido transcribir el testimonio del padre Joël Allaz ateniéndome en lo posible
al desarrollo de la sesión, salpicada de numerosos silencios, dudas y faltas de
comprensión por parte del agresor de Daniel.

Micheline Repond

123
M. R.: Padre, ha aceptado que nos reunamos y expresarse acerca de las violaciones
perpetradas por usted contra Daniel. ¿Por qué?

J. A.: Yo diría..., creo que tengo necesidad de... no ocultar, sino de asumir la
situación. No es a Dios a quien debo pedirle perdón en primer lugar, sino a mis víctimas.
Por eso, si una de ellas me pide que me encuentre con ella o desea que atestigüe al
respecto, he decido aceptar. Digamos... que para mí es un modo de atravesar un umbral.
Además, siento la necesidad de reconocer mis actos. Puedo asegurarle que no es
verdaderamente fácil; paso por momentos de miedo, de depresión, de desesperación...
Estos últimos meses me han resultado muy difíciles de vivir. A mis problemas de salud
se añaden los recuerdos... Mi pasado regresa, vuelve..., tengo la imagen de todos esos
niños, de todos esos jóvenes..., y me digo que he participado en una matanza. Sí, he
participado en la Matanza de los Inocentes. Actualmente, sé que el perdón o, más bien,
la reconciliación, solo puede realizarse mediante el cara a cara, por contacto verbal o por
escrito con mis víctimas.

M. R.: ¿Es la primera vez que se expresa públicamente de esta manera?


J. A.: He hablado de mis actos con mis psiquiatras –aún estoy en tratamiento,
evidentemente– y con mis superiores jerárquicos, pero es la primera vez que lo hago
abiertamente con alguien ajeno a mi círculo personal. Creo que siento la necesidad de
esclarecer un poco la situación y de reconocer que he hecho daño, simplemente. He
tratado de buscar a algunas víctimas, pero la tarea resulta extremadamente difícil... Por
desgracia, tengo problemas de memoria... Cuando monseñor Morerod se puso en
contacto conmigo para decirme que Daniel quería contar su historia en un libro, debo
confesar que dudé... No es algo evidente... Pero, después de reflexionar, acepté su
petición. Mis superiores se mostraron abiertos. A mi psiquiatra le pareció una idea
interesante, sobre todo porque nunca había oído hablar de una iniciativa semejante.
Después de haber tomado mi decisión, tuve miedo, pero me sentí aliviado. Actualmente,
me siento entre dos aguas y sobre una cuerda floja. En ocasiones me encuentro bien,
porque tengo una afición: me encanta hacer fotografías. Paseo por la ciudad, voy al
bosque o me quedo en los jardines del convento. Y de repente me encuentro mal. Soy
bipolar, como se dice en psiquiatría. Me deprimo a menudo.

124
M. R.: Daniel solo desea una cosa de usted. Me dijo: «Me gustaría que fuera sincero».
Considera muy importante la verdad, necesita estar seguro de usted será sincero. ¿Es
capaz?

J. A.: Intentaré ser lo más sincero posible.

M. R.: ¿Qué es lo que, en su trayectoria personal, le ha llevado a violar a tantos niños?


J. A.: Esta es la pregunta fundamental, la que me hago una y otra vez. Solo pienso
en eso. Aún hoy no lo sé. No tengo la respuesta. Desde niño sentí una tendencia
homosexual, es evidente. Pero ¿por qué con los niños? ¿Por qué yo? ¿Por qué...? Lo
ignoro. (Silencio). Pienso que tuve una especie de ceguera... Cuando sentía aflorar en mí
las cosas, me decía: «¡Es horrible lo que has hecho!». Esta conciencia se mantenía cierto
tiempo, y después yo volvía a comenzar...

M. R.: Sin embargo, le dijo a menudo a Daniel que usted mismo había sido «enseñado
sexualmente» por un sacerdote.
J. A.: No. No es así.

M. R.: Es lo que usted le decía...


J. A.: (Dudando) Había un compañero... sí, un compañero de mi misma edad con
quien tenía relaciones sexuales... Yo tenía once, doce años...; aquellas relaciones se
parecían a juegos sexuales... Estaba realmente enamorado de aquel chico... (Silencio).
¿Le hablé a Daniel de esta experiencia? (Silencio). No lo recuerdo...

M. R.: Me gustaría que me explicara, si es posible, las circunstancias en las que pasó a
la acción por primera vez. ¿Había fantaseado mucho tiempo con la violación antes de
pasar a la acción? ¿Se planteó cuestiones morales? ¿Qué le impulsó?
J. A.: Mi memoria es caótica... Tengo problemas de memoria... (Silencio). ¿La
primera...? No me acuerdo. Cuando estaba en el colegio, ya tenía relaciones con mis
compañeros. Pero la primera vez..., no me acuerdo.

125
M. R.: ¿No se acuerda del momento del cambio, del momento en que comenzó...?
J. A.: No, no lo sé... (Silencio). En el colegio tenía relaciones sexuales con
compañeros de mi edad. Al principio, los chicos tenían la misma edad que yo. Crecí,
pero mis compañeros tenían siempre la misma edad. Seguí cumpliendo años, y ellos se
mantenían siempre muy jóvenes. Nunca tenían más de doce años. ¿Por qué esa edad? He
ahí la pregunta. La distancia de edad llegó a ser cada vez mayor entre mis compañeros y
yo. Yo me hacía viejo, y mis víctimas seguían siendo jóvenes.

M. R.: Habla usted de víctimas. ¿Las consideraba así en su momento?

J. A.: No, en absoluto. La palabra «víctima» aparecería más tarde, cuando la


realidad de mis actos apareció en la prensa. En aquel tiempo, había palabras que yo no
pronunciaba. ¿Por ignorancia? No tengo ni idea. Estoy confuso.

M. R.: ¿Está muy confuso?


J. A.: Sí, sí, ya no sé muy bien dónde estoy... (Silencio largo).

M. R.: ¿Qué recuerda de Daniel?


J. A.: Poca cosa. Hace tanto tiempo... más de cincuenta años... Me acuerdo de un
chico que, ¿cómo decirlo...?, no diría que retraído, pero no muy hablador... (Silencio). Es
curioso: recuerdo que al principio venía Daniel al convento... y de repente me dijo que
no quería venir más... Le dije: «Bien, de acuerdo». Lo recuerdo. Y dejé toda relación...
(Silencio). Hoy, Daniel me da miedo... Hice cosas tan horribles con él que me pone ante
una realidad que yo dejé pasar, que no he superado durante mucho tiempo... (Silencio).
Es horrible...

M. R.: ¿Es como si ya guardara muy pocos recuerdos, o ninguno, de lo que ha hecho?
J. A.: Sí, exactamente. Tengo graves problemas de memoria, me siento totalmente
perdido...

126
M. R.: ¿Es como si el hecho de perder la memoria, de no acordarse ya de los actos
horribles que ha cometido, le permitiera vivir normalmente?
J. A.: No, yo no diría que eso me ayudaba a vivir. En una época pensé en
suicidarme. Decidí no llevarlo a cabo para no complacer a algunos de mis enemigos. No
me refiero a mis víctimas, sino a otras personas, a algunos miembros de mi familia, por
ejemplo, que pensarían: «¡Ah! ¡Menudo cabrón! ¡Por fin ha reventado!». Por esta razón
no me suicidé. (Risa nerviosa). No es que sea muy correcto, pero... (Silencio).

M. R.: ¿Era inmediatamente consciente de que los actos que cometía con los niños eran
reprensibles, terribles, o había que esperar a que Daniel denunciara sus artimañas?
J. A.: No, yo soy consciente de mis actos, y es insoportable. (Silencio). ¿Por qué?
Por entonces me preguntaba a menudo: «Pero, por Dios, ¿qué has hecho?». Me hacía
esta pregunta, pensaba incluso en someterme a tratamiento... pero daba demasiadas
vueltas a la idea... Me acuerdo del día en que acudí por primera vez a una clínica
psiquiátrica. Fui a pie, en la ciudad. No puedo recordar adónde iba. De repente, vi un
cartel que decía «Hospital». Pensé: «Vengo a este lugar». Prácticamente, me derrumbé
en la calle, me puse a llorar, a llorar, entré en urgencias totalmente solo y le dije a la
enfermera que me atendió: «Soy pederasta, ¿pueden hacer algo por mí?». A partir de ese
día, comencé a... ¿como lo diría...? a limpiar los establos.

M. R.: ¿Hace mucho tiempo?

J. A.: Aún estaba en Francia... Debe de haber sido hace más de diez años. Mucho
antes, tenía deseos de ponerme en tratamiento. Había tomado direcciones de médicos...,
estaba muy ocupado por entonces, y creo que no me atrevía a dar el paso. Sí, podría ser
eso.

M. R.: ¿Qué le impedía dar el paso?


J. A.: ¿Lo que me frenaba? El hecho de tener que reconocer que era un monstruo.
Eso es lo que me pesaba... Estos últimos años he vivido un período un tanto demencial...
(Respiración jadeante)... Pero se trata siempre de un terreno pesado.

127
M. R.: Cuando pronuncia la palabra «monstruo», ¿qué sentido le da?
J. A.: Un ser monstruoso, horrible...

M. R.: ¿Y se reconoce en ese ser?


J. A.: Sí, sí...

M. R.: ¿O bien dice que es un monstruo sin reconocerse en él?


J. A.: Me reconozco de verdad. El monstruo soy yo... Soy ese pederasta monstruoso
con toda una serie de víctimas a mis espaldas..., es espantoso... (Silencio).

M. R.: ¿Qué sentimiento brota en usted cuando dice «es espantoso»?


J. A.: (Silencio). Una vergüenza extrema... y muchas preguntas... ¿Por qué? ¿Por
qué Dios no me contuvo? (Silencio).

M. R.: A Daniel, en sus recuerdos de niño, le chocaba mucho su doble personalidad.


Usted predicaba magníficamente en la iglesia y, un momento después, le violaba en la
sacristía.
J. A.: Sí, sufría una especie de esquizofrenia; efectivamente, tenía una doble
personalidad...

M. R.: ¿Es lo que sentía por entonces?


J. A.: Sí, y lo siento aún ahora. Tengo una doble personalidad. Actualmente, una
parte de mí es normal, y la otra es monstruosa. Soy consciente de lo que he hecho y me
digo: «Pero ¿cómo es posible?».

M. R.: Dice que siente una doble personalidad. ¿Significa que ha negado una parte de
su realidad?

128
J. A.: Yo no diría tanto. Nunca he negado las cosas cometidas. No las negaba, no...
Es raro...

M. R.: Si no las negaba, ¿significa eso que el pasarlas a la acción era más fuerte que la
conciencia del mal cometido?
J. A.: Sí, absolutamente. Eso es. Era más fuerte que yo, hasta el momento en que
dije: «¡Basta ya!», cuando me puse en terapia hace quince años. He sido tratado por
varios psiquiatras. Lo encuentro difícil, porque es un eterno volver a empezar. A menudo
he dicho las mismas cosas. Con mi psiquiatra actual trato de avanzar, de encontrar una
continuidad que me ayude a ver un poco más claro.

M. R.: ¿Qué le gustaría descubrir mediante su terapia?


J. A.: Me gustaría saber quién soy. ¿Soy únicamente ese monstruo? En la diócesis
de Lausana, Ginebra y Friburgo he trabajado en el campo de la formación; me gustaba
esta actividad. Pero todo el bien que hice ha sido destruido por mis actos abominables.
Me siento solo en una especie de burbuja, solo conmigo mismo, amputado del mundo,
como si me golpeara la cabeza contra la pared, sin salida. Tengo prohibido realizar un
trabajo pastoral, también en la comunidad. Estoy totalmente amputado del mundo. No
echo de menos la liturgia, pero sí las relaciones humanas. Cuando paseo por la ciudad,
me pongo a temblar cuando las personas se acercan a mí, me saludan o me preguntan de
dónde soy. El otro día, me encontré con una tibetana que me dio un curso sobre la
política de China. La escuché, asombrado, y después se fue. Este encuentro me hizo
bien. Cuando algunas personas se acercan, me saludan y me preguntan de dónde soy,
comienzo a temblar, pero menos que antes...

M. R.: ¿Tiembla porque tiene miedo?


J. A.: Sí, temo que me reconozcan.

M. R.: ¿Cómo si su acción estuviera inscrita en su cuerpo?


J. A.: Sí, sí. Tengo la impresión de que se ve, y tengo miedo.

129
M. R.: ¿Tenía miedo a ser reconocido antes de que el asunto se revelara públicamente?
J. A.: (Dudas...) No lo creo; en todo caso, no tanto como ahora. Tengo miedo desde
que la gente lo sabe. Mis amigos y la mayor parte de mi familia me han dado la espalda.
(Silencio...) Creo que la vergüenza de haber hecho algo tan horrible me hace sentir
miedo de mí mismo, y ya no puedo dirigirme a los demás. Es también una de las razones
que me han empujado a aceptar colaborar con el trabajo que hace usted.

M. R.: Hace un momento, ha comentado usted el hecho de que era consciente de la


gravedad de sus actos, pero que algo más fuerte le impulsaba a actuar. ¿Se trata de algo
relacionado con la pulsión?
J. A.: Una pulsión, ciertamente. No comprendo mi precocidad en este campo. No
comprendo por qué podía parar durante un cierto tiempo y volver a comenzar después,
sin poder reaccionar. Me parece que tenía una cierta adicción, como algunos la tienen
con el alcohol. Pero ¿por qué desarrollé esta adicción? Algunos psiquiatras me han
explicado que la pedofilia era un problema de orden genético; otros me han dicho que
era como la homosexualidad, es decir, que se nace pedófilo; y otros me han comentado
que era un problema de orden familiar. De niño no tuve problemas, aparte de las
experiencias homosexuales...; pero no son lo mismo...

Monseñor C. M.: Efectivamente, una psicóloga a la que le pregunté sobre las


posibilidades de prevención me explicó que no existía unanimidad con respecto a las
causas de la orientación sexual de las personas.
J. A.: Por esa razón sigo trabajando con un psiquiatra, porque necesito saber.

M. R.: ¿Cómo define la pulsión que siente?


J. A.: No lo sé muy bien. No era violenta, pero la pulsión aparece de repente. El
primer encuentro con Daniel se produjo en la sacristía de la catedral, pero aquel día no
sucedió nada. Vivía en el barrio del convento y vino conmigo. Comenzamos a hablar...
no me acuerdo de qué, y me preguntó si podía ir a ver el convento. Y creo que fue en ese
instante cuando se produjo. La primera vez con él.

130
M. R.: ¿Le ayudaría conocer las causas de su atracción por los niños?
J. A.: Me parece que podría soportarlo mejor. Un día me dijo un psicólogo: «Ponga
su carga en una caja, ciérrela, pero no pierda la llave». Quizá tengo que aceptar la idea
de que nunca conoceré las causas de esta desviación.

M. R.: ¿Tiene usted idea del sufrimiento que han vivido sus víctimas por la violencia que
les hizo sufrir?
J. A.: Cuando fui enjuiciado, di los nombres de algunas víctimas. Algunas personas
se preguntaron por qué había dado sus nombres, si era ya algo del pasado. Me quedé
completamente estupefacto. No sentía nada. Entonces... (Silencio).

M. R.: ¿Qué le diría hoy a Daniel si estuviera aquí?


J. A.: Recuerdo haber recibido una carta de Daniel en la que me decía que tenía que
haber sufrido tanto como él. Cuando leí estas palabras, pensé: «¡Vaya con lo que me
dice! Tiene mucha razón». (Silencio. Emoción). Yo he vivido un verdadero calvario...
(Silencio).

M. R.: Le he preguntado qué diría a Daniel si estuviera aquí, y usted me ha dado una
respuesta muy centrada en sí mismo, puesto que usted le diría que también ha sufrido
mucho. ¿Ha llegado a despojarse de su propio sufrimiento para percibir el sufrimiento
de sus víctimas?
J. A.: Sí, sinceramente sí. Es evidente que el sufrimiento de las víctimas me
interpela.

Monseñor C. M.: ¿Ha llegado a pensar que las personas que ha herido deben de estar
furiosas con Dios? ¿Reza por ellas?
J. A.: (Dudas...) Es evidente que pienso a menudo en ello, pero no puedo imponer
nada a Dios. A veces rezo, pero Dios no responde. De vez en cuando experimento el
silencio de Dios.

131
M. R.: Imagino que eso le deja en una cierta soledad...
J. A.: Más bien en un cierto temor.

Monseñor C. M.: Daniel tiene este aspecto digno de destacar: que ha podido distinguir
entre su propio sufrimiento y el hecho de que usted sea sacerdote; él no ha perdido la fe.
Muchas víctimas han perdido la fe después de ser violadas por un sacerdote. El hecho
de saber esto ¿añade más sufrimiento al suyo?
J. A.: No he entendido la pregunta...

Monseñor C. M.: Un sacerdote es un hombre de confianza; por eso, el sentimiento de


traición es mucho más intenso en la víctima. ¿Era consciente de su función y de la
confianza natural que inspiraba en los fieles y, a fortiori, en los niños?
J. A.: Sí, ciertamente, y eso me pesa. Tengo la impresión de haber traicionado y de
ser un Judas; cuando leo la Biblia, pienso siempre en él.

Monseñor C. M.: Pero ¿es usted solamente un Judas?


J. A.: Yo me digo que Judas debía de ser diferente. Yo siento en mí una dicotomía
que me espanta. Me pregunto si aún soy dos personas diferentes en la vida normal.

M. R.: ¿Qué indicios le hacen sentir que tiene una doble personalidad?
J. A.: Proceden de dos campos. El primero, el de los sueños; en efecto, durante
varios años he tenido un sueño recurrente. Soñaba que era dos personas. Era un sueño
aterrador, una pesadilla. Alguien llamaba a la puerta, yo abría y me encontraba con mi
propio rostro o con el rostro de alguien que se me parecía. El otro indicio que me hace
pensar que tengo una doble personalidad es la sensación de estar fuera del mundo. Como
si estuviera desconectado de la realidad.

M. R.: ¿Es una sensación que tiene desde hace mucho tiempo?

132
J. A.: Desde hace mucho tiempo. Al principio me parece que era menos fuerte,
pero, progresivamente, desde que tome conciencia de mis actos, esa sensación se
acentuó. Recuerdo que el psiquiatra que me había examinado por orden del tribunal
había hablado de doble personalidad.

M. R.: ¿Tenía ya esa sensación cuando era niño?


J. A.: Sí, tenía esa sensación y me sentía desconectado, como si viviera en un
mundo aparte. Era gordo y tenía muchas dificultades para relacionarme. Con el paso del
tiempo, tuve siempre la sensación de una doble personalidad. Me llevaba muy bien con
los ancianos. A menudo, iba a sentarme junto a una vecina de casi ochenta años. Me
encantaba hablar con ella. Sin embargo, nadie conocía ese aspecto de mi personalidad.
En la escuela tenía fama de ser un niño silencioso, taciturno. Siempre estaba en la luna.
La maestra me decía: «¡Eh, Germain! –es mi nombre de pila–, ¡estás de nuevo en las
nubes!». Tenía un lado soñador, me sentía fuera de lugar. (Su respiración se acelera).
Doble personalidad... Esta impresión adquiría diferentes formas, pero... (Silencio).

M. R.: Al comienzo de la entrevista ha dicho que tenía relaciones precoces con chicos de
su edad y que, al crecer, solo mantenía esas relaciones con niños de esa edad. ¿Tiene la
sensación de no haber crecido realmente, como si una parte de usted, quizá la otra
personalidad, se hubiera quedado bloqueada en la edad de los doce años?
J. A.: Sí, creo que se trata de algo de ese tipo. Me quedé aferrado al límite de los
doce años. Y esta sensación se mantiene aún en mí, no llego a comprender la razón.

M. R.: Se quedó aferrado al límite de los doce años. ¿Puede precisar esta idea?
J. A.: Actualmente tengo setenta y seis años y tengo miedo a los adultos... Recuerdo
que se me había pedido enseñar a un público adulto. Fui totalmente presa del pánico,
porque tenía la impresión de que sería incapaz de hacer frente a los adultos. Al final lo
hice, pero ¡con qué esfuerzo! Aún siento en mí esta dicotomía, que me provoca un temor
inmenso. A decir verdad, no tengo ninguna explicación para esta extraña sensación.

133
M. R.: ¿Es como si no hubiera pasado de los doce años? ¿Quedó varado en esa edad?
J. A.: Sí. Mi familia tuvo una gran influencia en mis elecciones de vida. Mi madre
solo soñaba con tener un hijo sacerdote. Como era el mayor, tuve que aceptar la carga.
Yo estaba muy interesado por el sacerdocio, pero pienso que, pese a todo, había un
problema vinculado a esta elección. Le contaré por qué acepté hacerme sacerdote. La
historia se remonta a mi infancia. Ya iba a la escuela. Durante una lección de catecismo,
el sacerdote nos había dicho que no se podía tocar la piedra del altar, porque se corría el
riesgo de morir. Era un sacrilegio. Me costaba creer esa historia, porque pensaba que no
era posible. Un día, sentí la necesidad de verificarla. Fui a la iglesia de la parroquia, me
aseguré de que no hubiera nadie, subí hasta el altar y toqué la piedra temblando de
miedo. ¡Y no pasó nada! Me dije: «¡Qué cabrones! –da un golpe en la mesa–, ¡me
cuentan mentiras!». Después de esta experiencia me rondaba una pregunta: «Entonces,
¿quién es Dios?». El deseo de hacerme sacerdote o, más bien, de estudiar Teología,
surgió de esa mentira. Con respecto a esa decisión de hacerme sacerdote sentía una doble
necesidad: el deseo de responder a esa pregunta y el deseo de complacer a mi madre.

M. R.: Cuando dice «acepté la carga», ¿se refiere a que lo vivió como una carga?
J. A.: Más bien se trata de la carga de la responsabilidad. Disfruté verdaderamente
los primeros años. Me planteaba muchas cuestiones para las que no siempre tenía
respuesta. A veces me digo que estoy completamente gagá.

M. R.: ¿«Gagá» significa demente?


J. A.: No, no totalmente. Diría: diferente. De niño me llamaban el «bidón». Cuando
aún era muy niño, tenía un número increíble de motes. Incluso me llamaban «Zeus», por
mi apellido «Allaz». Pienso que estos motes se debían a varios factores. En primer lugar,
a mi obesidad, y, en segundo lugar, al hecho de que era un soñador y escribía poemas.

Monseñor C. M.: ¿Tenía la impresión de que las personas mayores de doce años no le
aceptarían, debido a su diferencia?
J. A.: ¡Vaya, no había pensado en eso! Lo hablaré con mi psiquiatra.

134
Monseñor C. M.: ¿Le costaba aceptarse a sí mismo si la gente se mofaba de usted? La
idea de hacerse amar por niños porque no se ha sido amado por ellos me parece una
explicación posible.

J. A.: ¡Ah, sí! A menudo se me marginaba, y yo mismo me marginaba. Recuerdo


que, durante las celebraciones familiares, me iba de la habitación casi al comienzo,
porque me costaba soportar a todos. Salía fuera, por la noche, y miraba la luna. Me
acuerdo del día de mi primera misa. Estaba completamente fuera de tono con respecto a
la fiesta. Estaba impresionado de hallarme entre la gente en aquella ocasión. Toda mi
familia y todo el pueblo estaban alegres. Y yo me decía: «¿Qué estás haciendo aquí?». El
día de la ordenación, cuando estaba tumbado en el suelo, me preguntaba si debía
levantarme y gritar: «¡No quiero!». Este recuerdo me viene ahora mismo, mientras
hablamos. Yo estaba desconectado, fuera de la realidad, no era un yo unido. Después,
aguanté la situación porque había estudiado Teología; me encantaba por las cuestiones
que podía abordar.

M. R.: También estudió Psicología, ¿no?


J. A.: Sí, estudié Psicología en Ginebra. Me habría gustado ser periodista. Se me
dijo que necesitábamos a una persona formada en pedagogía y psicología. Seguí
especialmente las asignaturas impartidas por Piaget. Interiormente tenía la esperanza de
que esos estudios me ayudaran a sacar afuera mis dificultades, a salirme de la cosa. Pero
el estudio de la Psicología no me ayudó, porque no se hablaba de este tipo de temas.

M. R.: Cuando dice «salirme de la cosa», ¿se refiere a sus tendencias pedófilas?
J. A.: Sí. No solamente las sentía, sino que sabía que existían, las vivía.

M. R.: En la actualidad, ¿qué le diría usted a alguien que tiene tendencias pedófilas?
J. A.: Ya me hecho esa pregunta. El pedófilo debe saber que es pedófilo, que no
puede cambiar, pero que debe ponerse límites. No debe pasar a la acción, debe hacerse
ayudar. Es fácil decirlo, pero la realidad es otra.

135
M. R.: ¿Tiene la impresión de que puede curarse la pedofilia?
J. A.: No, la pedofilia no se cura, es mi impresión. Sin embargo, cabe la posibilidad
de abstenerse.

M. R.: De acuerdo. Pero ¿cómo?


J. A.: Esa es la cuestión. No sé muy bien qué responder. Con mi edad ya no siento
más este tipo de pulsión, estoy tranquilo actualmente, pero sé que la arrastro conmigo. El
hecho de que se me haya prohibido realizar todo trabajo pastoral es algo que me alivia.
Pero debemos comprender que las prohibiciones no solucionan totalmente el problema.

M. R.: Usted presenta el tema como un problema que no tiene solución, ¿cierto?
J. A.: Sí. Me parece irresoluble.

M. R.: ¿Está diciendo que quizá no habría cambiado nada aun habiendo comenzado una
terapia hace cuarenta años?
J. A.: No puedo responder a esa pregunta. En el fondo, no sé nada al respecto,
porque a menudo me digo que habría debido pedir ayuda antes. Habría podido cambiar
de actividad, hacer otra cosa. (Silencio).

M. R.: Con frecuencia se dice que los pedófilos tienen una personalidad manipuladora.
¿Se siente usted un manipulador?
J. A.: Sí, ciertamente. Manipulaba a los niños casi inconscientemente, y por eso ya
no tengo ningún contacto con ellos.

M. R.: ¿Era la manipulación un arma para atraparlos mejor?


J. A.: Puede decirse así. Un terapeuta me dijo un día que yo era un seductor. Me reí
porque no tengo el perfil físico de un seductor. Comprendí que un seductor no se
corresponde totalmente con la idea que yo me hacía de él. Reflexioné sobre esta
observación y pienso que sí, que era un seductor. Deseaba complacer.

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Monseñor C. M.: ¿Y deseo de ser amado...?
J. A.: Sí, en cierto modo. Siento que me zumba la cabeza; siento una especie de
caos horrible. Actualmente, procuro tener un poco más claro lo sucedido, aun cuando sea
demasiado tarde; pero, en fin...

M. R.: Monseñor Morerod ha hablado de víctimas que han perdido la fe por haber sido
víctimas de los abusos de un sacerdote. Pero usted, que ha cometido actos tan terribles,
¿no se ha sentido interpelado en su fe?

J. A.: Sí. Como creyente, me pregunto por qué Dios no me paró los pies. Leo a
menudo los salmos. Algunos afirman que Dios es bueno y grande. Yo encuentro esta
afirmación incoherente con mi experiencia. Pero sé también que los salmos responden a
situaciones particulares y que Dios no es el autor de todo. Leo con frecuencia la historia
de la pecadora que iba a ser lapidada. Al final le dice Jesús: «Vete y no peques más». Yo
entiendo que Jesús la sitúa ante su propia responsabilidad. Si la hubiera detenido él
mismo, la habría hecho dependiente de él. Al liberarla de él, le propone que elija su vida.
Jesús despide siempre a las personas que ha curado y que quieren aferrarse a él. He
comprendido que Jesús tenía razón. A cada uno le corresponde responsabilizarse de sí
mismo. Jesús no le impedirá que sea adúltera, por ejemplo. Jesús no me impedirá ser
pedófilo. Yo debo encontrar en mí los medios para cambiar. Es lo que habría tenido que
hacer, pero llegué a comprenderlo muy tarde. Mis reflexiones sobre mi fe se encuentran
en este punto. Me gusta leer los textos bíblicos, que me dicen mucho. Dios no lo hace
todo, sino que deja a la persona en libertad para que haga lo que debe. Y, a veces, para
poder ser uno mismo se necesita al otro. Debería haber pedido ayuda.

M. R.: ¿Es como si tomara conciencia de su parte de responsabilidad?


J. A.: Sí, sé de qué soy responsable.

M. R.: ¿Teme morir con su multitud de crímenes? ¿Tiene miedo al más allá?
J. A.: No, temo más vivir que morir. Sufro por no poder solucionar los sufrimientos
humanos que he provocado a las víctimas. Ha pasado demasiado tiempo. ¿Qué puedo

137
hacer ahora? Es demasiado tarde. Moriré dejando tras de mí el reguero de los daños
cometidos. Es terrible. Después de la muerte, no sé qué me pasará. ¡Tengo confianza...!

M. R.: Usted no ha sido juzgado por la justicia de los hombres.


J. A.: He sido juzgado en Francia.

M. R.: ¿A qué le condenaron?


J. A.: A dos años de cárcel.

M. R.: ¿Los ha cumplido?


J. A.: No, fui condenado a dos años de cárcel con libertad condicional, porque la
gran mayoría de las violaciones habían prescrito.

M. R.: ¿Le habría aliviado cumplir una condena?


J. A.: Supongo. Tenía mucho miedo a ser condenado, porque sé que los pederastas
viven un infierno en la cárcel. Por cierto, me sorprendió la sentencia. Yo me esperaba
cuatro o cinco años de cárcel... Después del veredicto permanecí totalmente en silencio
durante un día entero. No puedo pagar la deuda contraída con mis víctimas; procuro,
cuando es posible, encontrar otras soluciones. Por esta razón acepté testificar en el libro
de Daniel.

M. R.: ¿Piensa que testificando le exonerará de la deuda contraída con Daniel?


J. A.: Yo nunca podría cancelar la deuda. Siempre la llevaré conmigo... (Un largo
silencio).

M. R.: Ahora, en este instante, está pensando en silencio. ¿Qué tipo de emoción siente?
J. A.: Me siento muy dividido. Por un lado, me siento aliviado por haber aceptado
la propuesta de testificar; pero, por otro, conservo todo el peso sobre mí. Me acuerdo de
una víctima que me había llamado por teléfono. Aquel hombre quería que nos

138
encontráramos. Vino y me entregó una piedra grande. Me dijo: «Yo le perdono, pero le
entrego esta piedra como símbolo de mi sufrimiento». He conservado esta piedra
conmigo durante años; tuve que desprenderme de ella, pero cada vez que veo una piedra
pienso en esta víctima. Arrastraré este peso hasta mi muerte, así es.

M. R.: ¿Qué habría necesitado para poder soltar ese peso?


J. A.: (Silencio). No lo sé. Creo que el peso proviene del hecho de que «yo soy ese
peso»; para eliminarlo tendría que pegarme un tiro en la cabeza. Soy pederasta, pero esa
no era una razón para convertirme en un criminal.

M. R.: Daniel todavía ve pasar a menudo en su cabeza la película de las violaciones que
le hizo sufrir. Y usted, ¿ve también esta película que sube a la superficie?
J. A.: Yo no veo una película, veo fotografías, imágenes congeladas. Estas
imágenes me abruman, sobre todo por la noche; tengo sueños espantosos. En cierta
época me carcomía mucho. ¡Oh! (Silencio prolongado).

M. R.: ¿Ha vuelto a ver a las víctimas?


J. A.: A algunas.

M. R.: ¿Qué siente al encontrarse con ellas?

J. A.: Un cierto alivio. Propuse reunirme con mis víctimas y hablar con ellas. Pero
se ha considerado inaceptable esta propuesta. He tenido en cuenta la posibilidad de
encontrarme con Daniel, aunque entiendo que no soportaría verme. Puede decirle que me
tiene a su disposición. Siento lo mismo por los miembros de mi familia. Algunos no
desean tener más contacto conmigo, y lo comprendo. Otros con quienes me carteaba me
han devuelto las cartas. Tienen razón al protegerse. El culpable soy yo, no ellos.

M. R.: En la época en la que violaba habitualmente a Daniel, usted escribía en un


periódico llamado Foyers. He encontrado dos artículos suyos que me han impactado

139
particularmente. Uno de ellos se titulaba «Un enfant nommé Claude» [Un niño llamado
Claude], ¿se acuerda?
J. A.: No, para nada.

M. R.: En ese artículo publicó una foto de Daniel a quien había fotografiado para
ilustrar el tema tratado. Por cierto, también hacía fotografías pornográficas de él. Usted
cuenta la historia de lo que le hacía sufrir.
J. A.: (Desconcertado). ¿He hecho eso...?

M. R.: Sí. ¿No se acuerda?


J. A.: (Silencio).

M. R.: Es muy perturbador. Usted cuenta que el niño, que se llama Claude, tiene un
secreto, que lo pasa mal, que vive cosas difíciles, que los adultos no le hacen las
preguntas correctas, y usted desarrolla en ese artículo el secreto que había tejido un
poco antes con Daniel.
J. A.: No me acuerdo en absoluto. ¿Hace mucho tiempo?

M. R.: Fue en 1968, en noviembre, el primer año en que comenzó a violar a Daniel.
Usted lo violó durante cuatro años.
J. A.: (Sorprendido). ¿Cuatro años...?

M. R.: Sí, cuatro años, entre 1968 y 1972.


J. A.: (Silencio).

M. R.: ¿No recuerda la duración?


J. A.: No. Son demasiadas las cosas difíciles que han quedado tapiadas.

140
M. R.: Hay otro artículo que tituló «Dire la vérité» [Decir la verdad]. Hace una reflexión
sobre la infancia, sobre la inocencia. Es como si estuviera dividido en dos. He resaltado
algunos fragmentos, «Claude es todos los niños del mundo, con su bondad, su alegría,
su sufrimiento, sus burlas, su candor, sus gamberradas»; dice también: «La infancia
debería ser un reino que hay que respetar, sencillamente porque existe»; y en otro
párrafo comenta: «Ante la suciedad, el horror, lo artificial, los niños reaccionan con un
alma sana».
J. A.: Sí, bueno...

M. R.: Tiene reflexiones sorprendentes, sabiendo el contexto en que se produjeron.


J. A.: ¡Es asombroso...! ¡Realmente propio de una esquizofrenia!

M. R.: Pensaba que recordaba claramente esos artículos que había escrito...
J. A.: No...

M. R.: Le leeré esta frase terrible, escrita por su propia mano al terminar el artículo:
«Por su sola presencia, el niño separa a las personas en dos grupos: quienes lo aceptan
y lo reconocen y quienes lo ignoran. ¿En qué parte me ha situado la presencia de
Claude?».
J. A.: ¡Vaya!... (Silencio). No me acuerdo...

Monseñor C. M.: Para escribir esas palabras, ¿tenía que forzarse a sí mismo?
J. A.: Sí..., no lo sé...

M. R.: Además de conmocionarme al leer estas palabras mientras usted estaba violando
a Daniel, tuve la sensación de que daba pistas al lector, pero que usted mismo se
cuestionaba inconscientemente sobre quién es y lo que hace.
J. A.: Es posible...

141
M. R.: Usted plantea buenas preguntas y da pistas a los padres para que adviertan si el
niño no está bien.
J. A.: ¿Podría tener una copia de esos artículos? Creo que es el nudo del problema,
y podría hablar de ello con mi psiquiatra.

M. R.: Sí, claro. Podría decirse que en esas palabras hay algo que se desarrolla de una
manera inconsciente...
J. A.: O en el límite de la consciencia.

M. R.: Una parte de usted mira a la otra, sabiendo que las fotografías representan a
Daniel, y que usted llamaba frecuentemente a Daniel «Claude» durante el acto...
Leyendo esos artículos me quedé helada al observar hasta qué punto está presente el
tema de la doble personalidad. Aparece una escisión interior.
J. A.: Sí, es verdad. Es curioso, pero sigo teniendo esa sensación de escisión.

M. R.: ¿Quiere añadir algo más?


J. A.: (Silencio). Me gustaría añadir algo con respecto a Daniel. Evidentemente, le
pido perdón. Si puedo hacer cualquier cosa por él, que me lo diga. No sé qué, porque no
puedo hacer gran cosa. Creo que necesito silencio. Desde hace tiempo, ni siquiera oigo
música; quiero silencio. Tengo la suerte de que el convento cuenta con un gran jardín
relativamente silencioso. Me gustan las tardes bajo los árboles. Me encantaría lograr un
silencio que se asemejara a una cierta paz. ¿Lo tendré algún día? Desde hace tiempo
estoy deprimido. Tengo la fortuna de poder hablar con una enfermera que conoce mi
situación. Ella me escucha y no me juzga nunca. Confío en ella. Me siento tranquilo y
aliviado cuando hablo con ella. Pienso que no me cabe esperar más. A veces me tomo las
cosas en broma, y eso me ayuda un poco.

M. R.: ¿Cómo se siente al final de esta entrevista?


J. A.: ¡Tengo la impresión de haber recibido una bofetada! Pero las bofetadas hacen
bien a veces.

142
M. R.: ¿Una bofetada? ¿Quiere decir que se siente golpeado?
J. A.: Sí, cada vez que hablo de las violaciones, me siento exhausto. Me duele, pero
también siento que me hace bien, que me permite avanzar. Me ha gustado responder a
sus preguntas, que me ayudan a verme con más claridad. La cuestión del artículo me
deja pasmado.

Monseñor C. M.: Yo pienso que su testimonio es realmente muy valioso. Nos permite ver
un poco mejor cómo vive las cosas el hombre pederasta. Un ser humano nunca es
solamente un monstruo, a pesar de lo que haya hecho.

J. A.: Sí, claro, pero yo me digo: ¿qué queda de humano detrás de todos esos
horrores...? Diría que el monstruo se ha tragado lo humano...

M. R.: Me parece importante contar con el testimonio del agresor, para encontrar pistas
de orientación, de detección. Comprender lo que vive el agresor puede ayudar a
prevenir. Atreverse a hablar ayuda. Quizá los pederastas que lean su testimonio decidan
someterse a tratamiento.
J. A.: El problema de hablar está vinculado a la vergüenza de ser pederasta. Es tan
vergonzoso que no me atrevía a afrontar la mirada del médico. Me preguntaba qué
pensaría de mí. ¡Es tan horrible...! (Silencio). Temía la sesión de hoy, y me siento
aliviado. Le doy las gracias. Me parece que podré ver con más claridad.

143
AGRADECIMIENTOS

Doy las gracias a todas las personas que me han ayudado durante mis años difíciles:

Agnès, Alain, Albert, Alexandra, Alexandre, Alfred, Alice, Alphonse, Amédée, André,
Anita, Anne-Laure, Anne Léa, Anne-Marie, Anne-Sophie, Anne-Véronique, Annie,
Antoine, Arnold, Aude, Augustin, Baptiste, Benoît, Bernard, Bertrand, Blaise, Boris,
Brigitte, Bruno, Carole, Caroline, Catherine, Cathy, Cécile, Charles, Christian, Christine,
Christophe, Claude, Claudi, Claudine, Clémence, Clément, Conrad, Corinne, Corrado,
Damien, Daniel, Daniella, Dany, Denis, Dominique, Édith, Édouard, Élisabeth, Émile,
Emmanuel, Emmanuelle, Ephrem, Étienne, Eugène, Eugénie, Fabien, Fanny, Félix,
Fernand, Florence, Francis, François, Françoise, Frédéric, Frowin, Gaston, Gebhard,
Georges, Georgette, Gérard, Germain, Gilbert, Gilles, Giorgio, Gisèle, Grégoire,
Guillaume, Guillermo, Guy, Hans, Henri, Henriette, Hermann, Hubert, Isabelle,
Jacqueline, Jacques, Jasmine, Jean, Jean Paul, Jean-Baptiste, Jean-Bernard, Jean-Blaise,
Jean-Claude, Jean-Daniel, Jean-Emmanuel, Jean-François, Jean-Jacques, Jean-Luc, Jean-
Manuel, Jean-Marc, Jean-Marie, Jeanne, Jeannine, Jean-Paul, Jean-Pierre, Joël,
Johannes, José, Joseph, Josiane, Julie, Julien, Kiki, Laurence, Laurent, Liliane, Lorenzo,
Louis, Luc, Lucette, Lucien, Lucienne, Ludovic, Madeleine, Manu, Marc, Marcel,
Marco, Marie, Marie-Alice, Marie-Christine, Marie-Claire, Marie-Françoise, Marie-
Hélène, Marie-Jo, Marie-Louise, Marie-Madeleine, Marie-Paule, Marie-Thérèse, Marius,
Marthe, Martial, Martin, Martine, Mathilde, Maurice, Michel, Micheline, Mido, Mimi,
Monique, Monique-Baptiste, Murielle, Myriam, Nabil, Nadia-Marie, Nicolas, Nicole,
Nuvoletta, Olivier, Papitoni, Pascal-André, Patrice, Paul, Peter, Philippe, Pierre, Pierre-
Yves, Piti, Rachel, Raoul, Raphaële, Regula, Rémy, Renate, René, Reynald, Richard,
Robert, Romain, Roselyne, Samuel, Sandra, Sarah, Selena, Serge, Sergio, Simon, Sonia,
Sophie, Stanislas, Théo, Thomas, Valentine, Valérie, Véronique, Victor, Vincent,
Wolfgang, Xavier, Yoki, Yolande, Yves, Yvette.

144
Daniel Pittet y el papa Francisco, el 16 de junio de 2016.
© Osservatore Romano

145
Daniel, Charles, Nicolas, Catherine y Martine Pittet,
en la capilla Sainte-Anne, 1966
(Daniel está de pie a la derecha, contra la pared).

146
Daniel Pittet (monaguillo de la izquierda)
lanzando pétalos de rosa al paso de la custodia
en la fiesta del Corpus Christi en Friburgo, 1969.© Jean Mülhauser

147
Fotografía de Daniel Pittet
tomada por el padre Joël Allaz en 1970
y publicada en la revista Foyers en 1972.

148
Abadía de Einsiedeln

149
Daniel Pittet en el noviciado
de Einsiedeln en 1979.

150
Daniel Pittet
y el papa Juan Pablo II en 1987.
© Osservatore Romano

151
Georges de Reyff en 1998.

152
Daniel Pittet de pie detrás de su madre,
Marie-Thérèse Pittet, en 2011.

153
Daniel, Charles y Nicolas Pittet
con su padre, Paul Jules,
conocido como Henri, en 1996.

154
Daniel Pittet y su esposa Valérie,
el día de su boda en 1995
© Jean-Claude Gadmer

155
Jean Vanier y Daniel Pittet,
en compañía de un discapacitado,
en un encuentro de la asociación
Prier Témoigner en 1993.
© Jean-Claude Gadmer

156
Guy Gilbert, Roselyne de Chollet y Daniel Pittet, en 2006.
© Jean-Claude Gadmer

157
Índice
Portada 2
Créditos 4
Índice 6
Prólogo 8
1. El caos de la infancia 11
2. De familia en familia 16
3. El descenso a los infiernos 24
4. Salvado por unos monjes 43
5. Fundo mi familia 56
6. «Prier Témoigner» (Orar y Dar testimonio) 65
7. La denuncia 80
8. Secuelas y fragilidades 98
9. «Amar es darlo todo» 103
10. Un hombre que se mantiene en pie 113
11. Le perdono, padre 117
Epílogo 122
Agradecimientos 144

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