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Traducción hecha por:

Practicante traductor: Liseth Andreina Monar Arroyave Correo: liseth.monar@udea.edu.co


Asesor: Silvia Flórez Giraldo Correo: silvia.florez@gmail.com Semestre: 2017-2

Journal of the Society of Archivists


Vol. 32, n.° 2, Octubre 2011, 173–189

“Somos lo que conservamos,


conservamos lo que somos”: el
pasado, presente y futuro de la
valoración documental
Terry Cook

La valoración documental tiene su propia historia y es un campo sumamente


disputado dentro de la profesión y cada vez más con nuestras comunidades
externas. Este artículo evalúa la evolución del pensamiento de la valoración a
través de tres etapas bien establecidas: el protector de conservación asigna la
responsabilidad de la valoración al creador o administrador de documentos; el
archivista historiador toma las decisiones de la valoración de manera indirecta a
través del filtro de las tendencias de la historia académica; y el archivista como
experto evalúa directamente los contextos de función y actividad para diferenciar
el valor de la valoración. Una cuarta etapa llama ahora la atención: la valoración
participativa con diversas comunidades de ciudadanos de modo que los silencios
que a menudo frecuentan nuestros archivos se puedan oír finalmente.

La temática de la conferencia anual de la Sociedad de Archivistas de Reino


Unido para 2010 se estableció del modo siguiente: “somos lo que
conservamos: desafiar la tradición en la valoración y la adquisición”.1

Esta temática es un reflejo de similares expresiones concisas, “pienso,


luego existo”, “eres lo que comes” y para los archivistas, como la temática
dice, “somos lo que conservamos”. En los tres casos, el actor se define por
la acción: cómo pensamos o cómo comemos o cómo conservamos
documentos determina la propia naturaleza, la definición y la identidad de
quiénes somos “nosotros”. Si los archivistas nos definimos por lo que
conservamos, el anverso también es cierto: conservamos lo que somos.
Creamos herramientas para la valoración y adquisición, pero a su vez, nos
hacen, nos definen y se convierten en parte de nuestra identidad. Como
señaló William J. Mitchell, “al tomar herramientas particulares accedemos
a deseos y manifestamos intenciones”.2
Cualquier desafío hacia nuestros enfoques tradicionales debe incluir,
al menos de modo implícito, una mirada cercana a esos “deseos” e
“intenciones”: ¿qué tan bien valoramos y adquirimos documentos?
¿Qué tan bien lo hemos hecho en el pasado? ¿La valoración y
adquisición necesariamente están vinculadas como se da por sentado
en la temática de la conferencia y en la mayoría de la literatura y
práctica archivística? ¿Y quiénes son los “nosotros”: los archivistas que
conservan documentos, o las organizaciones e instituciones y
administradores de documentos que conservan sus propios documentos
oficiales, o los individuos, comunidades, y en general, la sociedad que
conserva sus propios documentos? ¿Estas entidades organizativas y
sociales más amplias son definidas en parte, y cada vez más con el
tiempo, en buena media, por lo que conservamos como un documento de
ellas? ¿O para ellas? ¿O quizás nos definimos a su vez por sus
necesidades, deseos y derechos al determinar para nosotros lo que
conservamos? ¿O les permitimos conservar sus propios archivos, de modo
que somos conservadores virtuales, alejados por así decirlo? ¿Qué tan
bien integramos en lo conceptual los “archivos totales” virtuales de los
principales archivos institucionales y gubernamentales con los archivos
familiares y personales del sector privado en formas de complementar y
suplementar cada uno? Muchas de estas preguntas no tienen respuestas
fáciles, pero como profesión necesitamos pensar más claro sobre estos
temas y discernir que existe una variedad de posibles respuestas y un
desafío emocionante por delante de nosotros como profesión, para
empezar a analizar las respuestas en nuestras comunidades.

En los últimos años, en muchas ponencias, numerosos artículos e


incluso en una oleada de monografías se ha reconocido la importancia de
la valoración. La mayoría de archivistas están de acuerdo en que todos los
documentos posiblemente no pueden ser conservados en una base
duradera por los archivos, excepto los tipos especiales de documentos de
archivo en ciertos medios de comunicación para ciertos momentos y
lugares, por lo general documentos muy antiguos o raros o aquellos con
alto valor intrínseco como objetos materiales. Hay que tomar decisiones
difíciles. Aunque el porcentaje varía (y nunca se puede probar con carácter
definitivo), el cálculo habitual es que entre el 1 % y 5 % de todos los
documentos institucionales creados sobrevivirán como archivos. Para los
documentos no institucionales del sector privado, las cifras son
considerablemente más bajas, incluso en Canadá con su tradición de
“archivos totales”.
La valoración ha sido memorablemente descrita por Helen Samuels y
Richard Cox como la “primera responsabilidad” del archivista, de la que
todo lo demás fluye.3 Como profesión, los archivistas debemos
recordarnos de manera continua la seriedad de este deber.
Literalmente estamos cocreando archivos como documentos mientras
creamos archivos como instituciones. En este acto de creación,
debemos permanecer extraordinariamente sensibles a la naturaleza
política, social, filosófica y ética de la valoración documental, pues ese
proceso define a los creadores, las funciones y las actividades que se
reflejarán en los archivos al definir y seleccionar a su vez los
documentos que se relacionan para que sean preservados
permanentemente y, de este modo disfrutar de todas las actividades de
archivo que fluyen posteriormente (procesamiento, descripción,
preservación, referencia, publicación en línea, exposición, etc.); y con
carácter definitivo, la valoración también determina con rigurosidad qué
documentos son destruidos, excluidos de los archivos, sus creadores
olvidados, borrados de la memoria; todo esto es hecho por nosotros,
los archivistas.

En muchas sociedades, ciertas clases, regiones, grupos étnicos o


razas, las mujeres como género y las personas no heterosexuales han
sido deslegitimadas por su exclusión relativa o absoluta de los archivos,
y con ello de la historia y la mitología —a veces inconsciente y
descuidadamente, otras veces consciente y deliberadamente—. Tal vez
la más pertinente afirmación concisa sobre valoración bien debe ser:
somos lo que no conservamos, lo que conscientemente excluimos,
marginamos, ignoramos y destruimos. En otras palabras, si somos lo
que conservamos, entonces, siguiendo la naturaleza humana,
generalmente conservamos lo que somos, con lo que nos sentimos
más cómodos, lo que conocemos, lo que nuestros antecedentes
educativos y sociales nos hicieron ser quienes somos. Como dice
William Mitchell, accedemos a deseos que nos rodean y manifestamos
nuestras propias intenciones. Miren alrededor de las salas de reuniones
de cada conferencia de archivos a las que he asistido en el mundo
anglosajón desde hace más de tres décadas y observen a un grupo
blanco de clase media, instruido y no muy diverso, el único cambio
significativo en aquel momento es que la dominación demográfica del
género masculino ha sido reemplazada por una femenina. Como señaló
Verne Harris, siguiendo a Derrida, el archivo y el archivar son
fundamentalmente políticos, y no en vano, invita y muestra la
controversia, impugnación y desafío. La política de la valoración
simplemente no puede ser descargada a otros, porque negar la política
de uno, o que uno está comprometido políticamente, es por supuesto
en sí mismo un acto político y profundamente ético, una cobertura de
los ojos a la responsabilidad que la sociedad en conjunto ha puesto en
nosotros para crear y dar forma al archivo.4

¿Pero qué tan bien reflejamos nuestras sociedades? ¿Cómo hemos


sido definidos en el pasado por lo que conservamos o por lo que no
hemos conservado? ¿Qué tratamos de conservar como archivos hoy
en día, siguiendo los conceptos y estrategias de valoración documental
aceptados? ¿Y dónde podríamos considerar llevar nuestro enfoque de
valoración y adquisición en el futuro? Mirar el pasado, presente y futuro
de la valoración en una amplia visión general nos puede permitir
imaginar y complementar el desafío a la tradición que nuestra profesión
debe afrontar en cada frente con el fin de prosperar en la era digital.

Teniendo en cuenta la importancia de la valoración documental como es


defendida actualmente, por otros y desde luego por mí, como la primera y
definitiva responsabilidad del archivista, este discurso dentro de la
profesión sorprendentemente ha sido un desarrollo bastante reciente y en
cierto modo sigue siendo la “pieza faltante” para nuestra mentalidad
profesional. Esta noción de pieza faltante es tomada de un póster utilizado
para incentivar una conferencia sobre ideas de valoración que se celebró
en Salamanca, España, en 2002. El póster, ilustrado por una fotografía de
un quirófano durante la Guerra Civil Española, representaba al paciente
acostado de espaldas sobre la mesa con la cavidad torácica abierta, esa
cavidad de color intenso contra el blanco y negro del resto de la imagen, la
cavidad torácica mostrada como una pieza de rompecabezas con bordes
complejos y la pieza del rompecabezas faltante, el corazón, se muestra
flotando sobre el cuerpo, listo para ser introducido en el agujero
correspondiente en forma de rompecabezas.

La idea era que la valoración es el núcleo central de la archivística, lo


que le da vida y le permite sobrevivir, del cual siguen todas las otras
funciones y esa valoración ha estado ausente por mucho tiempo del corpus
de ideas archivístico. Esta idea de valoración como pieza faltante del
rompecabezas archivístico evoca, me parece, tres temas que debemos
afrontar si queremos tener un diálogo útil sobre valoración: primero, el
legado jenkinsoniano, si puedo ser tan atrevido ante un público de
Reino Unido, que los archivistas no deben realizar la valoración en
absoluto, lo que es no archivística; en segundo lugar, la noción
relacionada pero separada de que el archivista debe posicionarse como
un conservador objetivo, pasivo y neutral y no como un mediador
consciente, activista y subjetivo; y en tercer lugar, esa labor de archivo,
incluida la valoración, puede reducirse a una serie de procesos y
procedimientos sin prestar atención al núcleo teórico y filosófico
centrado en los valores. Todos estos temas deben ser cuestionados,
como nos invitó a hacer la temática de la conferencia de 2010, para
posicionar la valoración, de modo que el corazón de los archivos pueda
latir fuertemente en el entorno digital del siglo XXI.

Tradicionalmente, hasta mediados del siglo XX, los archivistas han


sido comparados explícitamente con aspiradoras eficientes que
recogieron el legado documental de un lejano pasado, principalmente
para los historiadores; la profesión archivística moderna desde
mediados del siglo XIX, inicialmente trató con documentos medievales
y de los primeros tiempos modernos, en los que no había necesidad de
selección; cada fragmento precioso que sobrevivió de siglos anteriores
fue conservado cuidadosamente por los archivistas. Estos archivistas
pioneros estudiaban los documentos como registros individuales y
estaban muy bien informados sobre sus contenidos para ayudar a los
investigadores a comprender sus formatos, estilos, escritura y
contextos arcanos.5

Pero el archivo mismo era percibido como una acumulación "natural",


un "residuo" orgánico, un tipo de construcción neodarwinista, por así
decirlo, de la supervivencia del más apto aplicado al funcionamiento de
la oficina de registro. El archivo era naturalizado así; no se consideró
como problemático. El enfoque estaba en la recolección de estos
residuos documentales (sin selección) y en el desarrollo de métodos y
procedimientos para describirlos intelectualmente en contexto, y
mantenerlos físicamente en archivos para garantizar su fiabilidad como
evidencia. Este es el clásico paradigma archivístico de Jenkinson y su
defensa de la integridad archivística. A la indeseable tarea de reducir las
amplias y crecientes acumulaciones de documentos modernos, a
medida que avanzaba el siglo XX, la solución de Jenkinson fue según
sus palabras: “hacer al Administrador el único agente para la selección y
destrucción de sus propios documentos”. Los archivistas se harían
entonces cargo de los remanentes, ya que cuidaban tan bien los raros
documentos medievales y de los primeros tiempos modernos.6

Hoy en día este punto de vista de valoración como no archivística


sigue encontrando ecos en la profesión, en particular entre algunas
iniciativas de conservación digital, donde el enfoque apabullante es
crear y preservar evidencias y no su selección, o de modo similar, en
fomentar las evaluaciones de gestión de los riesgos de valor por parte
del creador, para determinar qué datos amorfos y transitorios en los
sistemas informáticos son dignos de ser metadatos encapsulados con
un contexto suficiente para ser considerados como documentos
auténticos y confiables y, por supuesto, solo esos documentos por
definición son admitidos en los archivos como evidencia auténtica y
fiable, todo lo que, de hecho, permite al creador una vez más, usar
varias rutinas de software dirigidas por el creador, para determinar qué
tiene valor archivístico. Este neojenkinsonismo también se refleja en las
reacciones que recibo de algunos participantes en los talleres de
valoración que, con la reducción de los costos del almacenamiento
digital y la expansión exponencial de la capacidad de almacenamiento
digital, quizás ahora podemos conservar todo y permitir que varias
combinaciones de software/buscadores, directorios de metadatos y
descripción de archivos separen el 1 % o 2 % de trigo digital del 98 % o
99 % de ciberbasura.

El problema fundamental de tales actitudes de no intervención por


parte del archivista para asignar valor a los documentos, y luego
realizar elecciones de valoración, es que este enfoque no es en
absoluto libre de valores, incluso aunque aparte al archivista de
establecer activamente los valores de la valoración. Este enfoque
pasivo permite y aprueba la destrucción de documentos valiosos por
cualquier razón que pueda tener el creador o actor subsecuente /
sucesor, o controlador, o dueño, desde la preocupación por la
vergüenza o escándalo personal, hasta una excesiva protección de la
privacidad, hasta frustrar la transparencia y rendición de cuentas en el
gobierno, hasta borrar deliberadamente un pasado desagradable para
justificar el presente, o en términos orwellianos, controlar el pasado
para controlar el presente y dar forma al futuro. Que este enfoque
impulsado por el creador para determinar el valor podría dar lugar a
graves abusos, debilitando así la rendición de cuentas del gobierno
hacia los gobernados, incluso fuera de las intensidades dramáticas de
la guerra y la revolución, ha sido revelado gráficamente en Canadá en
los últimos años sobre la destrucción ilegal de documentos
relacionados con el escándalo nacional de sangre contaminada en los
Estados Unidos, con respecto a las grabaciones de Watergate y
documentos del correo electrónico de la Casa Blanca; en Australia
sobre documentos de maltrato infantil en el centro del asunto Heiner; y
en Sudáfrica por parte de los funcionarios del apartheid para encubrir
graves violaciones y crímenes de los derechos humanos, como lo
confesaron luego en su testimonio jurado ante la famosa Comisión para
la Verdad y la Reconciliación. Estos son algunos de las casos más
relevantes de destrucción ilegal de documentos por el creador, y de
ninguna manera los únicos, que ahora están siendo sacados a la luz
por la erudición archivística e histórica.

Incluso dando por sentado que tales abusos son aberraciones


individuales de los corruptos o aduladores, lo que a mi juicio es una
gran suposición sobre un problema sistemático, permitir al creador
determinar “el valor” privilegia a los poderosos e institucionales en la
sociedad sobre lo privado y lo personal, a las corporaciones y
gobiernos sobre los ciudadanos y comunidades, a los responsables
políticos de nivel superior sobre los trabajadores de nivel inferior que
interactúan diariamente con los ciudadanos, a quienes, en resumen,
poseen los recursos y la infraestructura y la continuidad y el tiempo
para crear y administrar los documentos de manera ordenada y
preservarlos a lo largo de los siglos (tarea nada insignificante, y cada
vez más con grandes cantidades de datos digitales) y que tienen la
motivación para hacerlo como un medio de naturalizar y legitimar su
propia hegemonía en curso como históricamente autorizada en el
pasado y así validada para el futuro. Con los medios digitales y su
preservación a largo plazo, entonces, nos enfrentamos justo contra
temas de clase, capital y poder. Y tan pronto como intervenimos en esa
dinámica, cuestionando la brecha de la memoria digital, nos
enfrentamos de nuevo a la política, y cabe añadir, a la ética de los
archivos. Y si cerráramos nuestros ojos a esa política y ética, si no
aceptáramos nuestra primera responsabilidad de valoración de
asegurar un desenlace distinto, eso es, con disculpas al Señor Hilary,
cualquier cosa menos libre de valor; es, más bien, la colusión
archivística con el poder.

Y eso nos lleva muy de inmediato al segundo tema con el que


debemos luchar: la naturaleza subjetiva del archivista y en especial la
función de la valoración documental. Hans Booms de Alemania, en lo
que todavía considero el mejor análisis de valores de la valoración,
abordó este tema ya en 1971. Booms advirtió que toda teoría de
valoración (y trabajo de valoración) siempre sería socialmente
condicionada y subjetiva, “arraigada a la esencia misma de la
existencia humana: es una condición que no se puede cambiar o
extraer, solo confinar”8. Esto es cierto, afirmó Booms, para todas las
principales teorías de establecer el valor de la valoración, ya sea
basado en la conciencia histórica, intuición experiencial, selección del
creador, estructura burocrática o tendencias historiográficas. Pero sigue
siendo cierto para los enfoques más recientes de la valoración basada
en la sociedad, como la macrovaloración y la estrategia de
documentación.9 Nuestra respuesta no debe ser retirarnos de nuestra
subjetividad inevitable en la ilusión de imparcialidad o hablar mal de
que los archivos sean una “ciencia”, sino definir la teoría de la
valoración y la metodología consiguiente, y luego llevar a cabo el
trabajo real, en formas defendibles, responsables, bien documentadas,
participativas y transparentes, dejando una evidencia clara de nuestras
decisiones entre conservar o destruir, y por qué y cómo fueron hechas,
y por quién, y luego si las evidencias relacionadas fueron realmente
adquiridas en su totalidad o una parte.

Como todas las actividades humanas, el archivo está ligado


culturalmente y es un producto de su entorno: todos los documentos
de archivo, como resultado, tienen su propia narración, su propio
contexto, sus propias historias, sobre todo en lo que respecta a su
valoración y, por lo tanto, su inclusión misma como archivos en
primer lugar. Estas historias (o metadatos bien puestos en capas, si
les parece) hacen que el mero artefacto documentado cobre vida,
hacen al archivo más robusto y más útil, ofreciendo así a la
sociedad las posibilidades de añadir sutileza, textura, tonalidad y
significado más preciso a la información que se encuentra en los
documentos, mejorando de este modo su comprensión. No se trata
de una subjetividad desbocada, sino de una subjetividad reconocida,
documentada y que rinda cuentas.

En los años a mediados del siglo, cuando los archivistas aceptaron la


necesidad de valorar los documentos siguiendo la iniciativa de
Theodore Schellenberg y sus colegas americanos, al principio lo
hicieron indirectamente, hallando el valor alejados para estudiar las
tendencias en historiografía. Inicialmente el enfoque en Canadá,
Estados Unidos y luego mundialmente fue contratar archivistas
educados en Historia en la academia y por lo tanto expertos en
investigación primaria en documentos archivísticos, que se suponía
desarrollarían por una especie de ósmosis una “sensación” o intuición
sobre qué tipo de evidencias eran generalmente valiosas por su uso, y
así ser valoradas como archivos (destinando el resto a ser destruidos).
A medida que los historiadores estudiaban la sociedad y sus
componentes diversos, ampliaban poco a poco sus intereses, mientras
el último siglo se iba a acabando, desde la historia política, económica,
diplomática y militar a la historia social, cultural y comunitaria, la historia
desde abajo hacia arriba, así como de arriba a abajo. Tras estas
nuevas tendencias en la investigación y escritura histórica, por ende los
archivistas ampliaron de una forma admirable su perspectiva
institucional, elitista y estatista del enfoque de los residuos darwinista y
jenkinsoniano para crear el archivo duradero.10

Sin embargo, para los años ochenta, el modelo de Schellenberg


sufrió un colapso bajo las realidades prácticas y las críticas teóricas.
Dados los grandes volúmenes de registros modernos en papel y la
transitoriedad de sus nuevas contrapartes digitales, ya no era posible
retener durante décadas los documentos latentes más antiguos para
permitir que surgiera una perspectiva histórica sobre tendencias,
eventos, ideas y personas importantes. La valoración tenía que ocurrir y
la destrucción tenía que ser autorizada poco después, y
preferiblemente antes, de que el documento fuera creado. Además, los
historiadores ya no eran los únicos usuarios serios de los archivos; se
unieron a ellos eruditos en muchas otras disciplinas académicas, así
como abogados, científicos, ambientalistas, especialistas médicos,
pueblos indígenas, activistas de derechos humanos, profesores,
artistas, arquitectos, novelistas, conservadores de patrimonio,
cabilderos y otros profesionales y, cada vez más los ciudadanos con
amplios deseos de conectarse directamente con el pasado. Los
archivos se consideraban cada vez más como bastiones no solo de la
historia, sino como evidencia para respaldar los derechos humanos,
reivindicaciones de los aborígenes, rendiciones de cuentas del gobierno
y la formación más amplia del patrimonio social, así como para apoyar
cualquier esperanza para abordar abusos y crímenes del pasado. Si
predecir cuáles documentos podrían tener valor en el futuro para los
historiadores fue cada vez más difícil incluso para los archivistas
formados en historia, incluso sobre ese lienzo limitado (aunque
enorme), y existen pruebas convincentes de que hicieron mal su trabajo
y los resultados fueron al azar, descoordinados y fragmentados,11
entonces predecir todos los posibles usos en el futuro para todas estas
nuevas clases de usuarios e investigadores era claramente imposible
según las metodologías empiristas de Schellenberg y sus taxonomías
de valor probatorio y de información.
Sin embargo, hubo un sutil cambio en la mentalidad archivística que
inició con Schellenberg, leve al principio, tal vez solo visible a posteriori
pero ahora mucho más evidente. El enfoque de los archivistas pasó de
centrarse en los archivos como “verdad”, evidencia, autenticidad,
defensa de la integridad del documentos, a los archivos como historia,
como narrativa, como parte del proceso social y de gobernanza de
recuerdo y olvido, de preocupación por el poder y los márgenes, en el
que el archivista adoptó conscientemente una función más visible en la
cocreación del archivo, no solo siendo el conservador de lo que
quedaba. Pero a pesar de ese cambio, bajo el modelo estratégico de
Schellenberg, los procesos de formación de valor de los archivistas se
volvieron en la frase memorable de Gerald Ham «demasiado
vinculados al … mercado académico [con el resultado final] que los
fondos de archivo reflejan muy a menudo intereses de investigación
más estrechos en lugar del amplio espectro de la experiencia humana.
Si no podemos superar estos obstáculos —continúa Ham—, entonces
el archivista seguirá siendo, en el mejor de los casos, una veleta
movida por los vientos cambiantes de la historiografía».12 Construir
equipos de archivistas e investigadores de diferentes disciplinas, como
lo propusieron Helen Samuels y otros en la estrategia de
documentación, fue el primer intento para sobrepasar estos obstáculos
que Ham planteó, pero en el nivel estratégico de coordinación y no en
el nivel fundamental de articular nuevos valores de la valoración.

Y quiero dejar aquí absolutamente claro que la perspectiva subjetiva,


contingente, oso a decir postmoderna, sobre el establecimiento de los
“valores” de la valoración no perjudica necesariamente el carácter muy
aconsejable de los archivos como evidencia. Michael Moss nos recordó
hace poco que tales oposiciones binarias no son útiles, o al menos no
muy matizadas. Argumenté lo mismo hace doce años, diciendo en ese
momento que la evidencia y la memoria son dos caras integrales de la
moneda del archivo.13 En vez de lanzar piedras a través de la supuesta
división archivística de la evidencia contra la memoria, necesitamos un
diálogo más abierto para que esa integración de los dos sea más
fructífera. Sin embargo, debemos recordar que al hacerlo que los
orígenes archivísticos de “evidencia” provenían de las raíces
positivistas y objetivistas, por un lado, y del establecimiento del valor de
la valoración establecido en lo subjetivo y contingente, por el otro.
Dicho esto, pienso que los conocimientos obtenidos del intenso proceso
de investigación de la valoración, si se capturan bien en los metadatos,
en realidad mejorarían considerablemente el valor de los documentos
relacionados como evidencia, simplemente porque su historia, carácter
y complejidad serían mejor demostrados.

Aunque el “valor” puede definirse ciertamente a través de las


necesidades, prejuicios y la influencia de la sociedad de los creadores
Jenkinson o los usuarios de Schellenberg, sostengo que estos no son
valores archivísticos. En ambos casos, la valoración se ha tomado del
dominio y de la competencia profesional del archivista, que luego queda
para interpretar e implementar los deseos de otros, ya sea de los creadores
o usuarios. Entonces los archivistas en estos enfoques más antiguos
construyen estrategias y desarrollan criterios para implementar estos
deseos, pero no articulan la teoría de la valoración. Ese no fue el caso con
la tercera ola del pensamiento de la valoración, inspirada en tratar de
documentar el inspirador «amplio espectro de la experiencia humana» de
Ham, de reflejar los valores y las tendencias de la sociedad contemporánea
a la creación de documentos y traducir estos valores en la valoración de
estrategias y metodologías de investigación.

Aunque había indicios importantes de otros que antes escribían en


inglés, fue Hans Booms otra vez, cuando fue traducido al inglés en
1987 en Canadá, quien se convirtió en el punto clave. En una crítica a
todas la bases previas para determinar el valor archivístico, afirmó que,
«si realmente hay algo o alguien calificado para otorgar legitimidad a la
valoración documental, es la sociedad misma y las opiniones públicas
que expresa», dando por sentado, por supuesto, que estas pueden
desarrollarse libremente. «El público y la opinión pública —señaló—, …
autorizan las acciones públicas, esencialmente generan el proceso
sociopolítico y legitiman la autoridad política. Por lo tanto, ¿no debería
la opinión pública legitimar también la valoración documental?». 14
Aunque Booms sugirió que los archivistas deberían estudiar
directamente la sociedad a través de la lectura y visualización de
evidencias de la opinión pública contemporánea a los documentos que
se están valorando, más tarde abandonó esa metodología por una que
desarrollamos en Canadá y que llamamos macrovaloración. Aquí, los
archivistas tratan de reflejar la sociedad (y sus valores) a través de la
valoración pero no mediante la adquisición de alguna mayor
comprensión de la “realidad” específica de lo que eran los valores de la
sociedad y luego la búsqueda de documentos para representar estos
valores proporcionalmente, lo que es una tarea imposible. En cambio,
los archivistas se centran en los mecanismos o locus o procesos en la
sociedad donde el ciudadano interactúa con el Estado para producir las
percepciones más claras sobre las dinámicas sociales, los asuntos
públicos y por lo tanto los valores sociales que luego se encuentran
documentados en los documentos relacionados de esa interacción
ciudadano y Estado.15

Las instituciones tienen ciertas funciones, programas y actividades


formales o desarrolladas internamente asignadas a ellas o, como Booms
dice, autorizadas por sociedades democráticas; de esta manera son un
filtro de las tendencias, actividades, necesidades y deseos, de las cosas y
conceptos que la sociedad “valora” y que los políticos, si desean ser
reelegidos, vigilan con cuidado, como lo hacen sus altos burócratas. Los
ciudadanos, los clientes, los grupos, las empresas y la comunidad y otras
asociaciones interactúan con estas funciones y estructuras, programas y
actividades y, dependiendo de la latitud y flexibilidad permitidas para esta
interacción, forman, desafían, reclaman y por lo tanto modifican estos
programas en diversos grados. La macrovaloración encuentra autorización
para el “valor” de la valoración documental en determinar lo que se debe
conservar tratando de reflejar los valores de la sociedad a través del
análisis funcional de la interacción del ciudadano con el Estado.

Pero la macrovaloración es más que un análisis funcional, que es lo


que algunos observadores han extraído principalmente del modelo
canadiense. La macrovaloración se centra en la gobernanza en vez de
las estructuras y funciones del gobierno per se. La gobernanza hace
hincapié en el diálogo y la interacción de los ciudadanos y grupos con el
Estado, tanto como en las políticas y procedimientos propios del Estado; se
centra también en documentar el impacto del Estado en la sociedad y las
funciones y actividades de la sociedad misma; abarca todos los medios en
lugar de privilegiar el texto escrito; investiga múltiples narrativas y puntos
conflictivos del discurso disputado entre el ciudadano y el Estado en lugar
de aceptar la línea política oficial; y busca deliberadamente dar voz a los
marginados, tanto a los perdedores como a los ganadores, tanto a los
perjudicados y a los desfavorecidos como a los poderosos y articulados, lo
que se logra a través de nuevas formas de ver los expedientes de caso y
los datos electrónicos y luego elegir el documento más sucinto en el mejor
medio para documentar estas diversas voces. En definitiva, la
macrovaloración intenta documentar conscientemente tanto la
funcionalidad del gobierno como sus programas individuales que son la
creación de ciudadanos en una democracia, y documentar el nivel de
interacción de los ciudadanos con el funcionamiento del Estado: cómo
aceptan, protestan, apelan, cambian, modifican y de otras maneras influyen
en los programas estatales funcionales y, a su vez, cómo estos programas
tienen un impacto en la sociedad. Es un marco discursivo bidireccional que
abarca los valores sociales.

Por supuesto, las decisiones de la valoración del sector privado


complementarían esta macrovaloración del sector público o institucional
dentro de un marco verdaderamente integrado de “archivos totales”. Es
necesario determinar junto con nuestros archivistas socios en otros
archivos y bibliotecas colectoras, como Caroline Williams nos insta,16
aquellas funciones sociales mal documentadas en los documentos
institucionales (gobiernos, universidades, corporaciones empresariales,
iglesias, etc.) y que necesitan ser complementadas o suplementadas por la
adquisición y valoración de manuscritos y medios audiovisuales
personales, a través de archivos privados de las organizaciones
personales, familiares y pequeñas, mediante el fomento o el lanzamiento
de proyectos de historia oral, para aprovechar las aplicaciones multimedia
sociales en línea y considerar la documentación que no es archivística
(publicaciones, “literatura gris”, inscripciones, monumentos, artefactos de
museos y galerías) —no todos estos últimos necesariamente recopilados
por los archivistas o por lo menos el archivista institucional o corporativo,
sino a través de un marco de valoración y adquisición colaborativa o
estrategia de documentación—. En esta asociación también debemos
pasar de perseguir ante todos los papeles privados de los ricos, famosos e
influyentes, aquellos cuyos logros son bien conocidos o aquellos que son
representativos de alguna actividad, a considerar también nuestra vida
interior como seres humanos, aquellas dimensiones de las fuerzas
emocionales y psicológicas que pueden brillar intensamente, a través de
huellas memorables documentadas, en lo que nos hace humanos: nuestros
amores y odios, nuestras relaciones más profundas, nuestros espíritus y
almas.17

Solo después de conocer este paisaje interrelacionado de “la sociedad


entera” o “el archivo total” el archivista puede captar de manera realista los
documentos o series reales de documentos que probablemente tendrán el
mayor potencial de valor archivístico en una integración complementaria y
holística de lo público y lo privado, el centro y la regiones, los voces bien
articuladas y las voces desaparecidas, para las funciones o actividades
humanas u organizativas que se estudian durante el proceso de la
valoración. El resultado deben ser archivos que reflejen múltiples voces, y
no por defecto solo las voces de los poderosos, un legado archivístico
formado por una valoración que respeta la diversidad, ambigüedad,
tolerancia y múltiples formas de recuerdo archivístico, celebrando la
diferencia en lugar de monolitos, las múltiples narrativas en lugar de las
corrientes principales, lo personal y lo local tanto como los corporativo y lo
oficial.

Entonces, este es mi modesto desafío de valoración para la próxima


generación: salgan de sus repositorios individuales y estrechos horizontes
para crear un archivo nacional “total”, virtual y abierto para el Reino Unido,
uno sostenido por muchos repositorios de archivos y bibliotecas, pero
unificado en la concepción, la colaboración y la rigurosidad. Actualmente
Canadá está tratando de hacer de los “archivos totales”, más que el florero
retórico o la aspiración institucional, la verdadera realidad operativa dentro
de una red de administración nacional pancanadiense colaborativa para
valorar, adquirir y preservar el patrimonio documental de la nación, ya sea
publicado o no publicado, análogo o digital, texto, gráfico o sonido. Como
ha dicho recientemente el bibliotecario y archivista de Canadá, «estamos
empezando a entender que la construcción y constitución de los bienes
ciudadanos de la memoria pública son una responsabilidad social colectiva
que requiere amplia participación en todos los sectores».18 Pero hay
mucho más.

Creo que otra futura dirección fundamental de la valoración será


comprometer al ciudadano directamente como participante y socio y tal
vez como conservador. Los archivistas podemos covalorar
documentos, pero no podemos, incluso en una red colaborativa
pannacional, adquirirlos siempre, salvo como último recurso protector.
Hemos evolucionado como archivistas de valoración a través de tres
etapas, como he sugerido anteriormente. Ahora estoy imaginando una
cuarta: primera, el archivista como el conservador que no hizo la
valoración, pero lo dejó al creador; segunda, el archivista-historiador
que valora indirectamente basado en valores derivados de las
tendencias en historiografía; tercera, el archivista que valora
directamente basado en la investigación, el análisis y la evaluación de
la funcionalidad social y todas las actividades relacionadas con el
ciudadano y el Estado; y ahora, una cuarta, tal vez estamos dispuestos
a compartir esa función de valoración con los ciudadanos, ampliamente
definidos, en donde comprometemos nuestra experiencia con la suya
en una combinación de coaching, mentoría y asociación.

La participación del ciudadano me parece absolutamente


fundamental. Esto creía hace más de 20 años al conceptualizar la
relación entre ciudadano y Estado como el centro de la
macrovaloración y creo que ahora es aún más relevante para nuestra
era digital, cuando dicho compromiso es todavía más posible
tecnológicamente y esperado socialmente. El ciudadano y el archivo del
ciudadano también están atrayendo el interés social. Ariel Dorfman, el
aclamado autor, escritor y activista de los derechos humanos chileno-
estadounidense al pronunciarse en la octava conferencia anual de
Nelson Mandela en Johannesburgo, el 30 de julio de 2010, habló sobre
la temática «¿La memoria de quién? ¿La justicia de quién? Meditación
sobre cómo y cuándo y si reconciliarse».19 Escuchen atentamente sus
palabras sobre la memoria social y comunitaria:
Las comunidades se dan a sí mismas las crónicas que necesitan para
entender el mundo, así como los individuos crean para ellos mismos las
historias que necesitan para sobrevivir con un sentido de sí mismo. …
Una nación que no tiene en cuenta la cantidad de recuerdos suprimidos
de la mayor parte de su pueblo siempre será débil y basará su
supervivencia en la exclusión de la disidencia y la otredad. Aquellas cuyas
vidas no son valoradas, que no se les da dignidad narrativa, no pueden
realmente ser parte de la solución de los problemas duraderos de
nuestros tiempos.

Pienso que no cambia el sentido de los puntos de vista que Dorfman


hace sobre aquellos cuyas vidas no son valoradas al darles dignidad
narrativa, agregar que aquellos a los que no se les da dignidad
archivística, voz archivística y legitimidad archivística seguirán siendo
reprimidos y marginados. Esa es sin duda la opinión abrumadora de los
pueblos indígenas de las Primeras Naciones en Canadá.
Supervivientes a los horrores de las décadas de abuso no reconocido
de todo tipo en las escuelas residenciales administradas por el gobierno
y la iglesia, donde niños aborígenes fueron arrebatados de sus familias
y ubicados en escuelas alejados de sus hogares con el fin de borrar su
idioma y cultura indígena y “civilizarlos” a las normas de los blancos, la
sociedad cristiana, los ítems prioritarios identificados por el pueblo de
las Primeras Naciones, para su propia sanación, no solo eran una
disculpa oficial del Estado y una compensación monetaria para las
víctimas (ambos ahora concedidos), pero igualmente importante la
creación de un archivo permanente para guardar su testimonio, su
declaración y sus historias para que sus experiencias no sean
olvidadas ni negadas. La nueva Comisión de la Verdad y Reconciliación
en Canadá, con sede central en Winnipeg, ha iniciado un proceso de
cinco años de dicha asociación de narración y archivo.20

Paralelo a estas nociones de dignidad archivística y de búsqueda de la


voz archivística está la iniciativa de “archivos comunitarios”, mejor
expresada por Andrew Flinn en una serie de ensayos recientes, pero
también abordada por Jeannette Bastian, Ben Alexander, Sue McKemmish,
Anne Gilliland, y Eric Ketelaar, entre otros.21 Aquí las organizaciones
comunitarias son el enfoque principal de la valoración —a menudo
activistas en la naturaleza o que representan grupos marginados, aquellas
voces normalmente no son el objetivo de la adquisición archivística de
documentos privados generales y que a menudo se pasan por alto en la
valoración de documentos gubernamentales—. Un ejemplo, muy parecido
al entusiasmo de historia oral de los años sesenta a los ochenta, es ver los
archivos establecidos que recogen partes significativas de internet,
especialmente aplicaciones de redes sociales para varios grupos objeto de
la demografía “comunitaria”. Es más interesante que las comunidades
desarrollen su propia conciencia archivística. Las iniciativas de diversos
tipos de archivos comunitarios —mentoría o participación, independientes o
asociaciones— ahora están buscando activamente hacer que estas voces,
aquellos documentos archivísticos comunitarios, formen parte de nuestro
patrimonio archivístico más amplio, incluyendo el reconocimiento de que
algunos de nuestros principios, normas, estándares y definiciones sobre lo
que hace que los archivos sean “auténticos” pueden ser irrelevantes o, al
menos, requieren un replanteamiento significativo.22

Wendy Smith, una estudiante de postgrado de la Universidad de


Manitoba, lleva esto un paso más allá en su tesis de investigación, ya que
problematiza el concepto mismo del “ciudadano” involucrado en la esfera
pública, reconsiderando los conceptos de Jürgen Habermas e
integrándolos con la teoría de la valoración archivística. Ella cambia el
énfasis del nexo ciudadano y Estado que es central en la macrovaloración,
pero visto a través del filtro del Estado, para ver al ciudadano directamente
como una especie de fuerza de control del “quinto poder” en el discurso
cívico para mejorar nuestra gobernabilidad, por lo que hace al ciudadano el
objetivo principal en lugar del Estado. A medida que este proceso del
discurso cívico ocurre hoy en el ciberespacio masivamente, no se puede
exagerar la importancia de los archivistas que participan en este mundo
digital fugaz en la valoración. Smith ha acuñado el mantra (y desafío) de
«archivar la democracia, democratizar los archivos» como la respuesta
profesional deseable. Qué tan bien nos enfrentamos a ese desafío para
archivos más democráticos, inclusivos y holísticos puede determinar
qué tan bien florecemos como profesión en este siglo digital.23

Un discurso contrahegemónico prospera en las comunidades locales y


grupos de interés de todo tipo de cualquier democracia vibrante, pero rara
vez aparece en archivos de la corriente principal, a menos que el discurso
mismo en el tiempo se convierta en una corriente principal. Sin embargo,
Eric Katelaar nos recuerda sabiamente desde lo interno de nuestra
profesión, como Dorfman lo hace desde lo externo, que todas esas
comunidades para existir y florecer también deben ser comunidades de
memoria, así como comunidades de acciones e ideas. «Ese pasado común
—afirma Katelaar—, no es simplemente genealógico o tradicional, algo que
puede tomar o dejar. Es más: un imperativo moral para la pertenencia a
una comunidad. El pasado común, sostenido a través del tiempo hasta el
presente, es lo que da continuidad, cohesión y coherencia a la comunidad.
Ser una comunidad … implica una integración en su pasado y, por
consiguiente, en los textos de memoria a través de los cuales el pasado
está mediado».24

Más allá de la política (y ética moral imperativa) de la valoración y de los


archivos, está la poesía de los archivos, la canción de los archivos. Como
parte del despertar de la conciencia social de los años sesenta, Paul Simon
escribió “Los sonidos del silencio”, que incluye estas letras conmovedoras:

And in the naked light I saw Y a la luz desnuda vi

Ten thousand people, maybe a diez mil personas, quizás


more People talking without más gente conversando sin
speaking People hearing hablar,
without listening
gente oyendo sin escuchar,
People writing songs that
gente escribiendo canciones
voices never share And no one
que las voces nunca
dared
comparten. Y ninguno se
Disturb the sound of silence atreve
‘Fools’, said I, ‘You do not know
a perturbar el sonido del
Silence like a cancer grows…’’
silencio. “Tontos”
‘The words of the prophets are
les dije yo, “no saben que el
written on the subway walls
silencio crece como un
And tenement halls’
cáncer...”
And whispered in the sounds of
“Las palabras de los profetas
silence.25
están escritas en las paredes
del metro,
y en los vestíbulos de las casas”

y susurradas en los sonidos


del silencio.25

¿Nos atrevemos los archivistas a perturbar esos sonidos del silencio?


¿Nos atrevemos a asignar un valor a las palabras escritas de aquellos
profetas en las paredes del metro y en los vestíbulos de las casas, ahora
con más seguridad inscritas en sitios web, blogs, Twitter, Facebook,
YouTube y otras redes sociales digitales? ¿Admitimos que tales silencios
cancerosos en nuestros archivos son una acusación a nuestra teoría y
práctica de la valoración del pasado? ¿Nos atrevemos a asignar un valor a
aquellas voces, estos “sonidos” que hasta ahora nadie escuchó? ¿No
debemos preservar estas voces y silencios de hecho “democratizando los
archivos” y “archivando las democracias”, a través de asociaciones
participativas con nuestros ciudadanos, determinando colectiva y
colaborativamente con ellos lo que deberían ser las memorias archivísticas
duraderas de la sociedad? ¿Nos atrevemos a aceptar la afirmación de Ariel
Dorfman que «no habrá confianza a menos que hagamos esfuerzos para
desarmar a los más poderosos, a los que se creen los dueños exclusivos
de la verdad …».26 Nos atrevemos a admitir que nuestra afirmación de un
siglo de poder exclusivo sobre el archivo, su forma y preservación,
podría minar en realidad, según Dorfman, la misma “confianza” que
afirmamos invertir en nuestra tutela del archivo?

Si podemos captar esta visión, si podemos romper el “cáncer” del


silencio, si podemos “desarmarnos” del poder exclusivo y aprender a
compartirlo colaborativamente, entonces lo que conservaremos en un
futuro será radicalmente diferente. Y si los archivistas aceptamos que
estamos realmente definidos “por lo que conservamos” y que
“conservamos lo que somos”, entonces nuestra identidad profesional
también será radicalmente alterada para el beneficio significativo de la
sociedad. Teorizar e implementar dicha visión en un futuro próximo es,
creo, el desafío profesional fundamental en todas las funciones
archivísticas y ciertamente en nuestra primera responsabilidad de la
valoración documental.

Notas:
[1] Este artículo es la reelaboración del discurso del programa inaugural que
presenté en la Conferencia Anual de la Sociedad de Archivistas de Reino Unido,
en Manchester, Inglaterra, el 1 de septiembre de 2010, conferencia durante la
cual la Sociedad se convirtió en Asociación de Archivos y Documentos de Reino
Unido. Quiero agradecer a Katy Goodrum, entonces presidente de la Sociedad,
y Justin Cavernelis-Frost, presidente del Comité de la Conferencia, por
honrarme con esta invitación a ser el orador principal y por sus muchas
bondades. Agradezco a Caroline Williams por su paciente ánimo de desarrollar
este presente ensayo y a los revisores por sus comentarios perspicaces.
[2] Otros escritores de archivística han sugerido dichas formulaciones del yin y yang en
la formación de la mentalidad archivística: sobre la adquisición como un reflejo de la
identidad archivística especialmente, véase el estudio de caso de los archivos judío-
estadounidenses de Elisabeth Kaplan «We Are What We Collect, We Collect What
We Are: Archives and the Construction of Identity», 63.1 (pimavera/ verano 2000); y
en la transformación de una mentalidad positivista a una postmoderna para un
medio de documentación, véase Joan M. Schwartz, «We make our tools and our
tools make us: Lessons from Photographs for the Practice, Politics, and Poetics of
Diplomatics» Archivaria 40 (otoño 1995), que se alimenta y cita al famoso aforismo
de William J. Mitchell de su The Reconfigured Eye. Visual Truth in the Post-Photographic
Era, 1992, citado en Schwartz, 40.
[3] Richard J. Cox y Helen W. Samuels, «The Archivist’s First Responsibility: A
Research Agenda to Improve the Identification and Retention of Records of Enduring
Value», American Archivist 51(Invierno - primavera 1988).
[4] Verne Harris, Archives and Justice: A South African Perspective (Chicago, 2007); o sus
buenos ensayos que actualizan estas ideas, en «Ethics and the Archive: An
Incessant Movement of Recontextualisation” Terry Cook, Ed., Controlling the Past:
Documenting Society and Institutions. Essays in Honor of Helen Willa Samuels (Chicago,
2011); y «Archons, Aliens and Angels: Power and Politics in the Archive» en Jennie
Hill, Ed., The Future of Archives and Recordkeeping: A Reader (Londres, 2011).
[5] Sobre el archivista como aspiradora y el enfoque antes de los años cincuenta
(tanto en el Reino Unido como en los archivos nacionales de Canadá) en
documentos muy antiguos, véase Terry Cook, «An Archival Revolution: W. Kaye
Lamb and the Transformation of the Archival Profession», Archivaria 60 (Otoño,
2005); y más en general sobre las ideas que animan los archivos en el mundo
angloparlante y occidental, Terry Cook, «What is Past is Prologue: A History of
Archival Ideas Since 1898, and the Future Paradigm Shift», Archivaria 43
(primavera 1997).
[6] Hilary Jenkinson, A Manual of Archive Administration (London, 1966, una
reedición de la segunda edición revisada de 1937), 151 para la cita, y 136-55
para la discusión. En Jenkinson en general, y en el Dutch Manual que lo influyó
significativamente, véase Cook, «What is Past is Prologue», 20-26. La fe de
Jenkinson en la eficacia del administrador para llevar a cabo estas tareas estaba
significativamente comprometida en la realidad del lugar de trabajo incluso en su
propio tiempo, en nada menos que la agencia clave de su propio gobierno
responsable de la gestión documental, por factores tales como convenciones
informales, prácticas, expectativas sociales y normas culturales; véase las
investigaciones detalladas de Barbara L. Craig, «Rethinking Formal Knowledge and
its Practices in the Organization: The British Treasury’s Registry Between 1900 and
1950», Archival Science 2.1–2 (2002).
[7] Para hacerse una idea de este trabajo, solo por los archivistas, además de los
ensayos de Verne Harris citados en la nota 4, véase Richard Cox y David
Wallace, eds.,Archives and the Public Good: Accountability and Records in Modern
Society (Westport CN y London, 2002); Margaret Procter, Michael G. Cook, y
Caroline Williams, eds., Political Pressure and the Archival Record (Chicago, 2006);
y Randall C. Jimerson, Archives Power: Memory, Accountability, and Social Justice
(Chicago, 2009.). Ahora hay cientos de libros y artículos de historiadores y otros
sobre la política de la memoria a través de la presencia, ausencia, alteración o
restricción de documentos; para una mera entrada a este campo a mediados de
los años noventa, que desde entonces ha explotado, véanse las muchas citas a
esa "memoria" en la nota 3 de Cook, «What is Past is Prologue».
[8] Hans Booms, «Society and the Formation of a Documentary Heritage: Issues in
the Appraisal of Archival Sources», Archivaria 24 (Verano 1987), publicado
originalmente en Alemania en 1972, basado en un discurso de 1971 (traducción
Hermina Joldersma y Richard Klumpenhouwer), 106.
[9] Para una descripción más completa de la macrovaloración, más citas de trabajos
anteriores y relacionados y estudios de casos publicados, véase Terry Cook,
«Macroappraisal in Theory and Practice: Origins, Characteristics, and
Implementation in Canada, 1950–2000», Archival Science 5.2–4 (2005). Para la
declaración original sobre la estrategia de documentación, véase Helen Willa
Samuels, «Who Controls the Past» American Archivist 49 (Primavera 1986); para una
apreciación actualizada y la relevancia continua de las ideas de Samuels de la era
digital, véase muchos de los ensayos y la introducción del editor en Cook, ed.,
Controlling the Past: Documenting Society and Institutions. Essays in Honor of Helen Willa
Samuels.
[10] Sobre Schellenberg y el contexto de sus ideas de valoración, véase Cook, «What
is Past is Prologue», 26–29.
[11] Para las primeras críticas estadounidenses al fracaso del modelo de Schellenberg
en términos de sus resultados, véase F. Gerald Ham, «The Archival Edge» (1975),
en Maygene F. Daniels y Timothy Walch, eds. A Modern Archives Reader
(Washington: National Archives and Records Service, 1984); y Timothy L. Ericson,
«At the Rim of Creative Dissatisfaction: Archivists and Acquisition Development»,
Archivaria 33 (Invierno 1991–92). Para un estudio de caso de su fracaso para reflejar
incluso nuevas tendencias bien establecidas en la historiografía, incluso en el
National Archives and Records Administration, véase Elizabeth Lockwood,
«Imponderable Matters: The Influence of New Trends in History on Appraisal at the
National Archives», American Archivist 53 (Verano 1990). Sobre la creciente
"división" entre archivistas e historiadores a largo plazo, especialmente en la
definición de los valores de los documentos que deben adquirir los archivos que
están en el corazón del pensamiento de Schellenberg, véase Francis X. Blouin Jr. y
William G. Rosenberg, Processing the Past: Contesting Authority in History and the
Archives (Oxford, 2011).
[12] Ham, «Archival Edge», 328–29.
[13] Michael Moss, «Opening Pandora’s Box: What is an Archives in the Digital
Environment», en Louise Craven, ed., What Are Archives? Cultural and Theoretical
Perspectives: A Reader (Farnham, 2008), 81–83 especialmente; Terry Cook,
«Archives, Evidence, and Memory: Thoughts on a Divided Tradition», Archival Issues
22 (1997). Por lo tanto, mis ideas no son tan distintamente opuestas a las suyas,
como sugiere Moss en otra parte de su ensayo.
[14] Booms, «Society and the Formation of a Documentary Heritage», 104.
[15] Aunque he escrito extensamente sobre la macrovaloración, el mejor análisis
de los antecedentes teóricos y prácticos / estratégicos y las características
operacionales de la macrovaloración, así como el contexto más completo de los
dos párrafos siguientes, está en mi «Macroappraisal in Theory and Practice:
Origins, Characteristics, and Implementation in Canada».
[16] Caroline Williams, «Personal Papers: Perceptions and Practices», en Craven, ed.,
What Are Archives? Véase también Richard J. Cox, Personal Archives and a New
Archival Calling: Readings, Reflections and Ruminations (Duluth MN, 2008). Tal
exhaustividad como se sugiere en este párrafo hace mucho tiempo animó el
pensamiento de Helen Samuels detrás de la estrategia de documentación; para un
análisis de sus ideas, véase la nota 9 anterior. Sobre el conjunto de los archivos de
manera más general e histórica, véase el artículo en dos partes de Laura Millar,
titulado «Discharging Our Debt: The Evolution of the Total Archives Concept in
English Canada» Archivaria 46 (Otoño 1998); y «The Spirit of Total Archives:
Seeking a Sustainable Archival System», Archivaria 47 (Primavera 1999).
[17] En esta dimensión, véase el elocuente análisis de Catherine Hobbs, «The
Character of Personal Archives: Reflections on the Value of Records of Individuals»,
Archivaria 52 (Otoño 2001). Para un ejemplo de la aplicación de sus ideas, en
términos de cómo los individuos, al mantener sus archivos personales, reflejan su
ser interior, véase Jennifer Douglas y Heather MacNeil, «Arranging the Self: Literary
and Historical Perspectives on Writers’ Archives», Archivaria 67 (Primavera 2009).
[18] Daniel J. Caron y Richard Brown, «The Documentary Moment in the Digital Age:
Establishing New Value Propositions for Public Memory», Archivaria 71 (Primavera
2011). Esta red colaborativa es ahora la política oficial y el programa activo de la
Biblioteca y Archivos de Canadá para investigar e iniciar discusiones con socios de
todo Canadá. El 22 de octubre de 2010, la Conferencia de Archivistas Nacionales,
Provinciales y Territoriales (NPTAC, por sus siglas en inglés), que representaba a
los principales archivos gubernamentales del país, todos con mandatos completos
de “archivos totales” para recopilar documentos gubernamentales y privados en
todos los medios, declaró: «el cambio de rostro de la tecnología y de las
comunicaciones impacta a las “instituciones de memoria” en la forma de valorar,
adquirir, preservar y hacer accesible el patrimonio documental de Canadá; [y que]
estos cambios están desdibujando las fronteras tradicionales y las formas
tradicionales de pensamiento entre bibliotecas, archivos y museos en cómo
preservamos y accedemos a la información; [el NPTAC apoya], por lo tanto, el
desarrollo de una estrategia pancanadiense que compromete a la comunidad
patrimonial más amplia, es decir, bibliotecas, archivos y museos, y basado en un
modelo de colaboración o de asociación conjunta para mantener nuestro patrimonio
documental en el futuro [y el NPTAC] contribuirá al establecimiento de una Red
Pancanadiense de Patrimonio Documental (es decir, iniciativas y proyectos de
trabajo) antes de las celebraciones de 2017 del sesquicentenario de Canadá».
Canadian Council of Archives Newsletter 68 (Junio 2011), ítem 2, también disponible
en línea.
[19] Véase
http://www.nelsonmandela.org/index.php/news/article/ariel_dorfman_talks_about
_the_ intricacies_of_memory_justice_and_reconciliat/ (citado 10 junio de 2011).
[20] Para el mandato, los antecedentes, las funciones, los procesos y la creación
del archivo como Centro Nacional de Recursos, véase www.trc-cvr.ca/overview,
y las diversas secciones numeradas (citado el 24 junio de 2011).
[21] Véase el interesante nuevo libro de más de una docena de ensayos que
exploran estas mismas temáticas: Jeannette Bastian y Ben Alexander, eds.,
Community Archives: The Shaping of Memory (Londres, 2009).
[22] Véase la excelente discusión (y resumen de gran parte de su trabajo anterior a
este respecto) de Andrew Flinn, «The Impact of Independent and Community
Archives on Professional Archival Thinking and Practice», en Jennie Hill, ed., The
Future of Archives and Recordkeeping: A Reader (Londres, 2011).
[23] Wendy A. Smith, «Archiving Democracy, Democratizing Archives: Rethinking
Appraisal and Public Programming for the Digital Age», (Universidad de
Manitoba, Archival Studies M.A. propuesta de tesis, 2010).
[24] Eric Ketelaar, «Sharing: Collected Memories in Communities of Records»,
Archives and Manuscripts 33.1 (Mayo 2005), 54.
[25] Escrito por Paul Simon, en febrero de 1964 e interpretado por Simon y Garfunkel,
estrenado en su versión original ‘folk’ en guitarra acústica como parte de su primer
álbum, Wednesday Morning 3 a.m, en octubre de 1964; la canción fue remezclada con
guitarras eléctricas en una versión ‘folk-rock’ en septiembre de 1965 y lanzada como
single (que alcanzó el número uno a principios de 1966) y luego apareció en el
álbum en enero de 1966 Sounds of Silence. La canción fue originalmente titulada ‘The
Sounds of Silence’ (Los sonidos del silencio), y en versiones posteriores ‘The Sound
of Silence’ (El sonido del silencio); ambas formas singulares y plurales aparecen en
las letras. Paul Simon © 1964. Reproducido aquí bajo cláusulas de uso justo de la
ley de derecho de autor con propósitos académicos y sin fines comerciales.
[26] Véase la nota 19 más arriba para el URL de su discurso.
Referencias
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Profession». Archivaria 60 (Primavera 2005): 185-234.
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