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La ambición imperial de Estados Unidos

By G. John Ikenberry

De Foreign Affairs En Español, Otoño-invierno 2002

G. John Ikenberry es profesor de la cátedra Peter F. Krogh de Geopolítica y Justicia Global en la Georgetown
University y habitual reseñista de libros para Foreign Affairs. Su libro más reciente es After Victory:
Institutions, Strategic Restraint, and the Rebuilding of Order After Major Wars.

LOS ENCANTOS DE LA ANTICIPACIÓN

A la sombra de la guerra que el gobierno de Bush libra contra el terrorismo, circulan ideas completamente
nuevas sobre la estrategia a gran escala de Estados Unidos y la reestructuración del mundo unipolar de hoy.
Éstas estipulan que Estados Unidos use la fuerza unilateralmente de modo anticipado, e incluso preventivo,
con el auxilio, si es posible, de "coaliciones con aquellos que estén dispuestos a secundarlo", pero a fin de
cuentas libre de las restricciones de los reglamentos y normas de la comunidad internacional. Llevados al
extremo, estos criterios conforman una perspectiva neoimperial por la cual Estados Unidos se arroga el papel
global de fijar normas, determinar cuáles son las amenazas, usar la fuerza e impartir la justicia. Es una
perspectiva en que la soberanía se vuelve más absoluta para Estados Unidos, aun si se vuelve más
condicionada para los países que desafíen los criterios de conducta externa e interna establecidos por
Washington. Es una perspectiva que se hace necesaria (al menos ante los ojos de sus promotores) por el
carácter nuevo y apocalíptico de las amenazas terroristas contemporáneas y el predominio global sin
precedentes de Estados Unidos. Estas ideas e impulsos estratégicos radicales podrían transformar al actual
orden mundial de una manera en que el fin de la Guerra Fría, extrañamente, no fue capaz de hacerlo.

Las exigencias de combatir el terrorismo en Afganistán y el debate sobre la intervención en Irak oscurecen la
profundidad de este desafío geopolítico. No se han hecho planes detallados ni se han convocado cumbres al
estilo de Yalta, pero están por instrumentarse medidas que alterarán drásticamente el orden político que
Estados Unidos ha venido construyendo con sus socios desde la década de 1940. Las nuevas realidades
gemelas de nuestra era (terrorismo catastrófico y poder estadounidense unipolar) exigen una revaloración de
los principios organizativos del orden internacional. Estados Unidos y las otras grandes potencias necesitan,
ciertamente, crear un nuevo consenso sobre las amenazas terroristas, las armas de destrucción masiva
(WMD, por sus siglas en inglés), el uso de la fuerza y las reglas del juego global. Este imperativo exige una
mejor apreciación de las ideas provenientes del gobierno estadounidense. Pero, a su vez, éste debería
entender las virtudes del antiguo orden que quiere deponer.

La incipiente gran estrategia neoimperial amenaza con desgarrar el tejido de la comunidad internacional y las
asociaciones políticas precisamente en momentos en que se les necesita con urgencia. Es un enfoque
preñado de peligros y probablemente destinado al fracaso. No sólo es insostenible en términos políticos, sino
también perjudicial en el campo diplomático. Y a juzgar por la historia, desencadenará antagonismos y
resistencias que dejarán a Estados Unidos en un mundo más hostil y divido.

HERENCIAS PROBADAS

La corriente predominante de la política exterior estadounidense se ha definido desde los años cuarenta por
dos grandes líneas estratégicas que erigieron el orden internacional moderno. Una es de orientación realista,
y se organiza en torno a la contención, la disuasión y el mantenimiento del equilibrio mundial de poder.
Enfrentado a la Unión Soviética, peligrosa y expansiva, desde 1945, Estados Unidos dio un paso adelante
para ocupar el vacío que dejaban la declinación del Imperio Británico y el derrumbe del orden europeo para
actuar como contrapeso de Stalin y su Ejército Rojo.

La piedra de toque de esta estrategia fue la contención, mediante la cual se procuraba negar a la Unión
Soviética la capacidad de expandir su esfera de influencia. El orden se mantenía controlando el equilibrio
bipolar entre los campos soviético y estadounidense. La estabilidad se alcanzaba mediante la disuasión
nuclear. Por primera vez, las armas nucleares y la doctrina de la seguridad de la destrucción recíproca hacían
de la guerra entre las grandes potencias un acto irracional. Pero la contención y el equilibrio de poder global
se acabaron con la caída de la Unión Soviética en 1991. La disuasión nuclear ya no es la lógica definitoria del
orden existente, aunque todavía es una característica en receso que continúa imprimiendo estabilidad a las
relaciones entre China, Rusia y Occidente.

Esta estrategia significó para Estados Unidos un sinfín de instituciones y asociaciones. Las más importantes
fueron la Organización del Tratado del Atlántico Norte (OTAN) y la alianza con Japón: sociedades de
seguridad encabezadas por Estados Unidos que sobrevivieron al fin de la Guerra Fría al constituir un bastión
para la estabilidad mediante el compromiso y las garantías. Estados Unidos mantiene una presencia de
avanzada en Europa y el Este de Asia; sus aliados obtienen protección de seguridad así como cierta
regularidad en sus relaciones con la principal potencia militar del mundo. Pero el equilibrio de la Guerra Fría
produjo algo más que una estructura utilitaria de alianzas: generó un orden político que tiene valor en sí
mismo.

Esta gran estrategia presupone un marco flexible de consultas y acuerdos para resolver las diferencias: las
grandes potencias se otorgan mutuamente el respeto de iguales, y se hacen concesiones recíprocas hasta
que entran en juego intereses vitales. Los asuntos internos de estos países continúan siendo justamente eso:
internos. Las grandes potencias compiten entre sí, y aunque la guerra no es inconcebible, el manejo sobrio
del Estado y el equilibrio de poder ofrecen la mejor esperanza de paz y estabilidad.

Cuando George W. Bush luchó por la presidencia puso especial énfasis en algunos de estos temas,
describiendo su visión de la política exterior como un "nuevo realismo": los esfuerzos estadounidenses
dejarían de concentrarse en la inquietud por construir naciones, el trabajo social internacional y el uso
promiscuo de la fuerza que caracterizaron la era de Clinton, para orientarse, en su lugar, a cultivar las
relaciones entre las grandes potencias y a reconstruir las fuerzas armadas. Los intentos de Bush
encaminados a integrar a Rusia en el orden de la seguridad occidental fueron la manifestación más
importante de su estrategia realista a gran escala. La moderación de la retórica de confrontación de
Washington hacia China también refleja este acento. Si los principales estados de Asia y Europa se atienen a
las reglas, el orden de las grandes potencias se mantendrá estable. (En cierto modo, es precisamente porque
Europa no es una gran potencia -o al menos parece evitar la lógica política de una gran potencia- que ahora
está generando tanta discordia con Estados Unidos.)

La otra gran estrategia, forjada durante la Segunda Guerra Mundial, cuando Estados Unidos planificó la
reconstrucción de la economía mundial, es de orientación liberal. Procura la construcción del orden en torno a
relaciones políticas institucionalizadas entre democracias de mercado integradas, apoyadas en la apertura
económica. Sin embargo, esta agenda no fue simplemente el resultado de las inspiraciones de empresarios y
economistas estadounidenses. Siempre ha habido también metas geopolíticas. Mientras la gran estrategia
realista de Estados Unidos tenía como objetivo contrarrestar el poder soviético, su gran estrategia liberal tenía
el propósito de evitar volver a la década de 1930, que fue una era de bloques regionales, conflictos
comerciales y rivalidad estratégica. El comercio abierto, la democracia y las relaciones institucionales
multilaterales iban de la mano. Implícito en esta estrategia estaba el criterio de que el orden internacional
basado en reglas (especialmente un orden en el cual Estados Unidos usara su gravitación política para
establecer reglas comunes) protegería de modo más completo los intereses estadounidenses, conservaría su
poder y ampliaría su influencia.

Esta gran línea estratégica se practicó mediante un conjunto de iniciativas de posguerra que se veían como
una inocente "baja política"; las instituciones de Bretton Woods, la Organización Mundial del Comercio (OMC)
y la Organización de Cooperación y Desarrollo Económicos son sólo algunos ejemplos. En conjunto, forman
un complejo pastel de varias capas de iniciativas de integración que mantienen unido al mundo
industrializado. Durante los años noventa, Estados Unidos continuó con esta gran estrategia liberal. Tanto el
gobierno del primer Bush como el de Clinton trataron de articular una visión del orden mundial que no
dependiera de una amenaza externa o de una política explícita de equilibrio de poder. El primer Bush hablaba
de la importancia de la comunidad trasatlántica y expresaba sus ideas sobre una región de Asia y el Pacífico
con mayor nivel de integración. En ambos casos, la estrategia ofrecía una visión positiva de las alianzas y la
asociación erigida en torno a valores, tradiciones e intereses mutuos, y la preservación de la estabilidad.
Igualmente, el gobierno de Clinton trató de describir el orden de la Posguerra Fría en términos de la expansión
de la democracia y los mercados abiertos. Según esta perspectiva, la democracia proporcionaba el
fundamento de la comunidad global y regional, y el comercio y los flujos de capital eran fuerzas de reforma
política e integración.

El actual gobierno de Bush no está interesado en blandir esta gran estrategia de aspecto clintoniano, pero de
todos modos, en varios sentidos, invoca algunas de sus ideas. El apoyo al ingreso de China en la OMC se
basa en la previsión de la tradición liberal según la cual los mercados libres y la integración en el orden
económico occidental van a crear presiones para que se realice la reforma política china y, al mismo tiempo,
a desalentar una política exterior agresiva. El apoyo del gobierno estadounidense a la ronda multilateral de
negociaciones comerciales de Doha, Qatar, el año pasado, también tuvo como premisas los beneficios
económicos y políticos de un comercio más libre. Después del 11 de septiembre, el representante comercial
de Estados Unidos, Robert Zoellick, llegó incluso a vincular la autoridad de la expansión comercial con la
lucha contra el terrorismo: comercio, crecimiento, integración y estabilidad política entran en el mismo
paquete. Richard Haass, director de Planeación de Políticas del Departamento de Estado, sostuvo hace poco
que "el principal objetivo de la política exterior estadounidense es integrar a otros países y organizaciones en
acuerdos que promuevan un mundo acorde con los intereses y valores estadounidenses". Aquí tenemos, de
nuevo, un eco de la gran estrategia liberal. Las recientes medidas comerciales proteccionistas del gobierno en
los campos del acero y la agricultura provocaron una protesta tan fuerte en todo el mundo precisamente
porque a los gobiernos les preocupa la posibilidad de que Estados Unidos pueda estar retirándose de esta
estrategia liberal de posguerra.

LAS TRANSACCIONES HISTÓRICAS DE ESTADOS UNIDOS

Estas dos grandes estrategias tienen sus raíces en tradiciones intelectuales divergentes (e incluso
antagónicas). No obstante, durante los últimos 50 años funcionaron notablemente bien en conjunto. La gran
estrategia realista creó una racionalidad política para el establecimiento de importantes compromisos de
seguridad en todo el mundo. La estrategia liberal creó una agenda efectiva para el liderazgo estadounidense.
Estados Unidos podía ejercer su poder y satisfacer sus intereses nacionales, pero lo hacía de un modo que
contribuía a que se reforzara el tejido de la comunidad internacional. El poder estadounidense no
desestabilizó el orden mundial; ayudó a crearlo. El establecimiento de acuerdos basados en reglas y
asociaciones de seguridad política fue bueno tanto para Estados Unidos como para gran parte del mundo. A
finales de los años noventa, el resultado era un orden político internacional de éxito y dimensiones sin
precedentes: una coalición global de estados democráticos enlazados por los mercados, las instituciones y las
asociaciones de seguridad.

El orden internacional se construyó sobre dos transacciones históricas. Una fue el compromiso de Estados
Unidos de proporcionar a sus socios europeos y asiáticos protección de seguridad y acceso al mercado, la
tecnología y suministros estadounidenses, en el marco de una economía mundial abierta. Por su parte, estos
países se comprometieron a ser socios confiables y proporcionar a Estados Unidos apoyo diplomático,
económico y logístico en su papel de líder del orden occidental más amplio de la posguerra. La otra es la
transacción liberal referida a las incertidumbres del poder estadounidense. Los países del Este de Asia y
Europa acordaron aceptar el liderazgo estadounidense y operar en el marco de un sistema político-económico
previamente acatado. Estados Unidos, en respuesta, se abrió a sus socios y se unió a ellos. En efecto,
Estados Unidos construyó una coalición institucionalizada de socios y reforzó la estabilidad de estas
relaciones mutuamente beneficiosas al volverse más accesible y amable (es decir, al aceptar las reglas y
crear procesos políticos continuos que facilitaran la consulta y la toma conjunta de decisiones). Estados
Unidos hizo que su poder fuera seguro para el mundo, y el mundo respondió con la aceptación de vivir dentro
del sistema estadounidense. Estas transacciones datan de los años cuarenta, pero aún son puntales del
orden posterior a la Guerra Fría. El resultado es el sistema internacional más estable y próspero de la historia
mundial. Pero las nuevas ideas del gobierno de Bush, que cristalizaron con el 11 de septiembre y el
predominio estadounidense, están perturbando este orden y las transacciones políticas que lo determinaron.

UNA NUEVA GRAN ESTRATEGIA

Por primera vez desde los albores de la Guerra Fría, una nueva línea estratégica está cobrando forma en
Washington. Su impulso inicial y más directo es la reacción ante el terrorismo, pero también constituye una
visión más amplia de cómo Estados Unidos debería ejercer el poder y organizar el orden mundial. De acuerdo
con este nuevo paradigma, Estados Unidos estará menos atado a sus socios y a las reglas e instituciones
globales, al tiempo que se propone desempeñar un papel más unilateral y previsor en enfrentar las amenazas
terroristas y encarar a los estados villanos que aspiren a poseer WMD. Estados Unidos se servirá de su
poderío militar sin igual para controlar el orden global.

Esta nueva gran estrategia consta de siete elementos. Comienza con un compromiso fundamental de
mantener un mundo unipolar donde Estados Unidos no tenga ningún competidor que esté a su nivel. No se
permitirá alcanzar una posición hegemónica a ninguna coalición de grandes potencias que no incluya a
Estados Unidos. Bush hizo de este punto el centro de la política de seguridad estadounidense en junio, en su
alocución inaugural en West Point: "Estados Unidos cuenta con fuerzas militares superiores a cualquier
desafío y tiene intenciones de mantenerlas, y con ello volverá inútiles las carreras armamentistas
desestabilizadoras de otras épocas, y limitará las rivalidades al ámbito del comercio y otros empeños de paz".
Estados Unidos no procurará su seguridad mediante la estrategia realista, más modesta, de actuar en un
sistema global de equilibrio de poder, ni llevará adelante una estrategia liberal en la que las instituciones, la
democracia y los mercados integrados reduzcan con su acción conjunta la importancia de las políticas de
poder. Estados Unidos será tanto más poderoso que otros estados importantes, que desaparecerán a las
rivalidades estratégicas y la competencia de seguridad entre las grandes potencias, dejando a todos (y no
sólo a Estados Unidos) en mejor posición.

Este objetivo hizo su primera inquietante aparición a finales del gobierno del primer Bush, en un memorando
filtrado del Pentágono, escrito por el subsecretario de Defensa, Paul Wolfowitz. Con el derrumbe de la Unión
Soviética, escribió, Estados Unidos debe actuar para impedir el ascenso de competidores que estén a su
nivel en Europa y Asia. Pero en los años noventa se puso en entredicho ese objetivo estratégico. Estados
Unidos creció durante esa década más rápidamente que los otros países importantes, redujo el gasto militar
con más lentitud y controló la inversión en el avance tecnológico de sus fuerzas. Hoy, sin embargo, la nueva
meta es hacer que estas ventajas se vuelvan permanentes, un hecho consumado que hará que los otros
estados ni siquiera intenten ponerse a la par. Algunos analistas describieron esta estrategia como una
"ruptura" mediante la cual Estados Unidos avanza tan rápido en el desarrollo de los adelantos tecnológicos
(robótica, láseres, satélites, proyectiles de precisión, etc.), que ningún estado o coalición podría desafiarlo
como líder, protector o policía global.

El segundo elemento es un reciente y alarmante análisis de las amenazas globales y de cómo deben ser
atacadas. La penosa nueva realidad es que algunos pequeños grupos de terroristas (tal vez con la ayuda de
estados villanos) podrían adquirir pronto armas nucleares, químicas o biológicas altamente nocivas capaces
de producir una destrucción catastrófica. Estos grupos terroristas no pueden ser apaciguados ni disuadidos, a
juicio del gobierno estadounidense, por lo que deben ser eliminados. El secretario de Defensa Donald
Rumsfeld ha presentado esta aterradora visión con elegancia: "Hay cosas que sabemos que conocemos. Y
hay incógnitas conocidas; es decir, cosas que sabemos que no conocemos. Pero también hay incógnitas que
no conocemos; cosas que no sabemos que ignoramos. [...] cada año descubrimos más de esas incógnitas
desconocidas". En otras palabras, podrían existir grupos de terroristas de los que nadie sabe nada. Podrían
tener armas nucleares, químicas o biológicas que Estados Unidos no sabía que pueden adquirir, y podrían
tener medios de atacar sin ningún aviso y estar dispuestos a hacerlo. En la era del terrorismo, hay menos
espacio para el error. Pequeñas redes de gente descontenta podrían infligir un daño inimaginable al resto del
mundo. No son estados-nación ni se ajustan a las reglas del juego que los demás aceptan.

Según el tercer elemento de la nueva estrategia, el concepto de disuasión característico de la Guerra Fría
perdió vigencia. Disuasión, soberanía y equilibrio de poder sólo funcionan juntos. Cuando la disuasión ya no
resulta viable, todo el edificio del realismo empieza a resquebrajarse. La amenaza hoy no son otras grandes
potencias que haya que controlar mediante la capacidad de respuesta nuclear, sino las redes terroristas
transnacionales sin domicilio. No pueden ser disuadidas porque o bien sus miembros están dispuestos a morir
por la causa o están en condiciones de escapar a las represalias. La antigua estrategia defensiva de construir
misiles y otras armas que puedan sobrevivir a un primer ataque y usarse en un ataque de represalia para
castigar al atacante ya no garantizará la seguridad. La única opción, pues, es tomar la ofensiva.

El uso de la fuerza, según este sector de opinión, exigirá, por lo tanto, actuar por adelantado e incluso
preventivamente, enfrentando las amenazas potenciales antes de que puedan convertirse en un problema
mayor. Pero esta premisa entra en contradicción con las antiguas reglas internacionales de legítima defensa y
con las normas de la Organización de las Naciones Unidas (ONU) relacionadas con el uso adecuado de la
fuerza. Rumsfeld expresó la justificación de la acción anticipada al afirmar que "la falta de elementos de
prueba no es prueba de la falta de armas de destrucción masiva". Pero una perspectiva semejante hace que
las normas internacionales de legítima defensa (consagradas en el Artículo 51 de la Carta de la ONU) casi
pierdan su sentido. El gobierno estadounidense debería recordar que cuando los cazas israelíes
bombardearon la central nuclear iraquí en Osirak en 1981, algo que Israel describió como un acto de legítima
defensa, el mundo condenó la acción como una agresión. Incluso la primera ministra Margaret Thatcher y la
embajadora estadounidense ante la ONU, Jeane Kirkpatrick, la criticaron, y Estados Unidos se sumó de
pasada a una resolución de la ONU que la condenó.

La doctrina de seguridad del gobierno de Bush coloca al país en la misma resbaladiza pendiente. Aun sin una
amenaza clara, Estados Unidos ahora reclama para sí el derecho a usar la fuerza militar por anticipado o en
forma preventiva. En West Point, Bush lo planteó de manera sucinta cuando afirmó que "las fuerzas armadas
deben estar listas para atacar en el momento en que se les avise y en cualquier oscuro rincón de la Tierra.
Todas las naciones que opten por la agresión y el terror pagarán el precio". El gobierno defiende esta nueva
doctrina como un ajuste necesario a un ambiente de amenazas más incierto y cambiante. Esta política de no
admitir lamentos prefiere errar por exceso y no por omisión, pero también puede convertirse fácilmente en
tema de seguridad nacional por presentimiento o inferencia, dejando al mundo sin normas claramente
definidas para justificar el uso la fuerza.

En consecuencia, el cuarto elemento de esta incipiente gran estrategia implica una redefinición de lo que es
la soberanía. Como no se puede disuadir a estos grupos terroristas, Estados Unidos debe estar dispuesto a
intervenir en cualquier parte y en cualquier momento para destruir la amenaza por anticipado. Los terroristas
no respetan las fronteras, así es que Estados Unidos tampoco puede hacerlo. Además, los países que
albergan a terroristas, ya sea porque lo consienten o porque no son capaces de hacer cumplir sus leyes en su
territorio, efectivamente pierden sus derechos de soberanía. Hace poco, Haass hizo referencia a este criterio
en The New York Times:

Lo que estamos viendo en este gobierno es la aparición de un nuevo cuerpo o principio de ideas [...] sobre lo
que podría llamarse los límites de la soberanía. La soberanía implica obligaciones. Una es no matar en masa
al propio pueblo. Otra es no apoyar el terrorismo en ninguna forma. Si un gobierno no cumple con estas
obligaciones, entonces pierde algunos de los beneficios habituales de la soberanía, incluido el de que no se
metan con él dentro de los límites de su propio territorio. Otros gobiernos, entre ellos el de Estados Unidos,
adquieren el derecho de intervenir. En el caso del terrorismo, esto puede incluso conducir a un derecho de
legítima defensa preventiva. Básicamente, puede actuarse anticipadamente si hay motivos para creer que es
una cuestión de cuándo va a haber un ataque, y no de si se realizará.

Aquí se enredan la guerra contra el terrorismo y el problema de la proliferación de WMD. La preocupación es


que unos pocos estados despóticos (Irak en particular, pero también Irán y Corea del Norte) desarrollen la
capacidad de producir WMD y pongan esas armas en manos de terroristas. Se puede disuadir a estos
regímenes de usar esas capacidades, pero podrían traspasar las armas a redes terroristas que no son objeto
de la disuasión. He aquí, entonces, otro nuevo principio del gobierno de Bush: la posesión de WMD por parte
de gobiernos que no rindan cuentas ante nadie, despóticos y hostiles, es en sí una amenaza que debe
contrarrestarse. En el pasado, estos regímenes eran deplorados pero se les toleraba. Con el ascenso del
terrorismo y las WMD, hoy resultan ser amenazas inaceptables. Así, estados que técnicamente no están
violando ninguna de las leyes internacionales existentes podrían ser objetivos de las fuerzas
estadounidenses, si Washington determina que tienen la capacidad potencial de hacer daño.

La redefinición de la soberanía resulta paradójica. Por un lado, la nueva gran estrategia reafirma la
importancia del Estado-nación territorial. Después de todo, si a todos los gobiernos pudiera pedírseles
rendición de cuentas y fueran capaces de hacer valer el estado de derecho en sus territorios soberanos, a los
terroristas les resultaría muy difícil actuar. La naciente doctrina de Bush consagra esta idea: se seguirá
considerando que los gobiernos son responsables por lo que ocurre dentro de los límites del territorio que
gobiernan. Por otro lado, la soberanía ha adquirido un nuevo condicionamiento: los gobiernos que no actúen
como estados respetables y sujetos a la ley perderán su soberanía.

En cierto sentido, esta soberanía condicionada no es nueva. Las grandes potencias han transgredido
deliberadamente las normas de la soberanía del Estado desde que fueron establecidas, en particular en sus
esferas tradicionales de influencia, siempre que el interés nacional así lo determinó. Estados Unidos mismo lo
ha hecho en el hemisferio occidental desde el siglo XIX. Sin embargo, lo que hoy resulta nuevo y provocador
en este criterio es la inclinación del gobierno de Bush a aplicarlo globalmente, arrogándose la autoridad de
determinar cuándo se han perdido los derechos de la soberanía, y a hacerlo basándose en previsiones.

El quinto elemento de esta nueva gran estrategia es una depreciación general de las reglas, los tratados y las
asociaciones de seguridad internacionales. Este punto se relaciona con la naturaleza de las nuevas
amenazas: si en la guerra contra el terrorismo lo que está en juego crece y los márgenes de error se reducen,
las normas y acuerdos multilaterales que sancionan y limitan el uso de la fuerza no son más que molestos
obstáculos. La tarea fundamental es eliminar la amenaza. Pero la incipiente estrategia unilateral también
responde a una desconfianza más profunda hacia el sospechoso valor de los acuerdos internacionales
mismos. Parte de esta visión surge de la muy sentida y muy estadounidense creencia de que su país no debe
enredarse en el mundo corruptor y restrictivo de las reglas e instituciones multilaterales. Para algunos
estadounidenses, la convicción de que la soberanía de su país es algo políticamente sagrado lleva a la
preferencia por el aislacionismo. Pero la visión más influyente, sobre todo después del 11 de septiembre, es
que Estados Unidos no debería apartarse del mundo, sino que debería operar en él con sus propias
condiciones. El repudio del gobierno de Bush a un notable conjunto de tratados e instituciones (desde el
Protocolo de Kyoto sobre el calentamiento global hasta la Corte Penal Internacional o la Convención sobre
Armas Biológicas) pone de manifiesto esta nueva inclinación. De manera similar, Estados Unidos firmó un
acuerdo formal con Rusia sobre la reducción de ojivas nucleares desplegadas sólo después de la insistencia
de Moscú; el gobierno de Bush no quería más que un "acuerdo entre caballeros". En otras palabras, Estados
Unidos decidió que es lo suficientemente grande y poderoso, y que está a suficiente distancia de los demás
como para marchar solo.

Sexto, la nueva gran estrategia sostiene que Estados Unidos necesitará actuar de manera directa y sin
limitaciones en respuesta a las amenazas. Esta convicción se basa parcialmente en el juicio según el cual
ningún otro país o coalición (ni siquiera la Unión Europea) tiene las capacidades de proyección de fuerza para
responder a los estados terroristas y villanos del mundo. Una década de gasto estadounidense en defensa y
modernización dejó muy atrás a los aliados de Estados Unidos. En las operaciones de combate, los socios de
la alianza encuentran cada vez más difícil acoplarse con las fuerzas estadounidenses. Esta idea se basa
también en el juicio según el cual las operaciones conjuntas y el uso de la fuerza mediante coaliciones
tienden a entorpecer las operaciones efectivas. Para algunos analistas, esta enseñanza fue clara en la
campaña de bombardeo aliado sobre Kosovo. El mismo criterio se expresó durante las operaciones militares
aliadas y estadounidenses en Afganistán. Rumsfeld explicó el asunto este año, cuando dijo: "La misión debe
determinar la coalición, y no la coalición la misión, pues en tal caso la misión se reduciría a la búsqueda del
mínimo común denominador aceptable para la mayoría de los participantes, cosa que no podemos aceptar".

Nadie en el gobierno de Bush sostiene que la OTAN o la alianza Estados Unidos-Japón deben ser
desmanteladas. Más bien lo que ocurre es que esas alianzas ahora se consideran menos útiles para Estados
Unidos conforme enfrenta las amenazas actuales. Algunos funcionarios sostienen que no es que Estados
Unidos elija despreciar las alianzas, sino que los europeos no están dispuestos a seguirle el paso. En el caso
de que fuera cierto, la modernización de las fuerzas armadas estadounidenses, junto con sus enormes
dimensiones en relación con las fuerzas del resto del mundo, hacen de Estados Unidos una clase aparte. En
esas circunstancias, es cada vez más difícil mantener la ilusión de una verdadera asociación de aliados. Los
aliados de Estados Unidos se vuelven meramente activos estratégicos que resultan útiles según de las
circunstancias. Estados Unidos todavía encuentra atractivo el alcance logístico que le proporciona su sistema
global de alianzas, pero los pactos con países de Asia y Europa se vuelven más una contingencia y menos el
resultado de una comunidad de seguridad común.

Por último, la nueva gran estrategia no otorga gran valor a la estabilidad internacional. Hay una idea nada
sentimental en el campo unilateralista según la cual las tradiciones del pasado deben desecharse. Sea el
retiro del Tratado Antimisiles Balísticos (ABM, por sus siglas en inglés) o la resistencia a firmar otros tratados
formales de control de armas, los dirigentes están convencidos de que Estados Unidos tiene que superar la
anticuada forma de pensar de la Guerra Fría. Los funcionarios del gobierno han notado con cierta satisfacción
que la separación estadounidense del tratado ABM no condujo a una carrera armamentista global, sino que,
en realidad, allanó el camino para un acuerdo histórico de reducción de armas entre Estados Unidos y Rusia.
En ello se ha visto una ratificación de que ir más allá del viejo paradigma de las relaciones entre las grandes
potencias no va a derrumbar la casa internacional. El mundo puede resistir enfoques de seguridad
radicalmente nuevos y se ajustará igualmente al unilateralismo estadounidense. Pero la estabilidad no es un
fin en sí. La nueva política estadounidense de línea dura hacia Corea del Norte, por ejemplo, podría
desestabilizar la región, pero una inestabilidad semejante podría ser el precio de derrocar al régimen malvado
y peligroso de Pyongyang.

En este nuevo mundo feliz hay pensadores neoimperiales que aseguran que ni la vieja estrategia realista ni la
liberal sirven. La seguridad estadounidense no se garantizaría, como supone la gran estrategia realista,
preservando la disuasión y las relaciones estables entre las grandes potencias. En un mundo de amenazas
asimétricas, el equilibrio de poder global ya no es el eje en torno al cual se organizan la guerra y la paz. De
modo similar, las estrategias liberales que apuntan a construir un orden basado en el libre comercio y las
instituciones democráticas podrían tener algún impacto a largo plazo sobre el terrorismo, pero no serían una
solución ante la cercanía de las amenazas. La violencia apocalíptica está en el umbral, así es que los intentos
destinados a fortalecer las reglas e instituciones de la comunidad internacional tienen poco valor práctico. Si
se acepta el peor de los casos, aquel en el que "no sabemos qué ignoramos", todo lo demás es secundario:
reglas internacionales, tradiciones de asociación o criterios de legitimidad. Es la guerra. Y según las famosas
palabras de Clausewitz: "La guerra es un asunto tan peligroso que los errores que se originan en la
benevolencia son los peores de todos".

PELIGROS IMPERIALES

Sin embargo, esta gran estrategia neoimperial tiene sus trampas. Un poder estadounidense no sujeto a rendir
cuentas, carente de legitimidad y desembarazado de las normas e instituciones nacidas en la posguerra y
características del orden internacional, será el heraldo de un sistema internacional más hostil, que hará
mucho más difícil satisfacer los intereses estadounidenses. El secreto de la larga y brillante carrera de
Estados Unidos como estado líder del mundo fue su capacidad y disposición para ejercer el poder en un
marco multinacional y de alianzas, lo que hizo su poder y su agenda más aceptables para los aliados y otros
países clave en todo el mundo. Este logro ahora está en riesgo por la nueva forma de pensar de los
dirigentes del gobierno.

El problema más inmediato es que el programa neoimperialista es insostenible. Actuar por la libre bien puede
servir para derrocar a Saddam Hussein, pero en cambio es mucho más incierto que una estrategia contra la
proliferación, basada en la disposición estadounidense a usar la fuerza de manera unilateral para enfrentar
dictadores peligrosos, funcione a largo plazo. Si Estados Unidos opta por emprender una política exterior en
la que decida por sí solo qué países son amenazas y cuál es el mejor modo de impedir que obtengan WMD,
sólo logrará degradar los mecanismos multinacionales, de los cuales el más importante es el régimen de no
proliferación.

El gobierno de Bush colocó la amenaza de WMD en el primer lugar de su agenda de seguridad sin invertir su
poder ni su prestigio en fomentar, supervisar y hacer cumplir los compromisos de no proliferación. La tragedia
del 11 de septiembre dio al gobierno de Bush la autoridad y la ocasión de enfrentar a los Irak del mundo. Pero
eso no bastará cuando se presenten casos todavía más complicados, en los que lo necesario no sea el uso
de la fuerza sino acciones multilaterales concertadas para proveer sanciones e inspecciones. Tampoco es
cierto que la intervención militar anticipada o preventiva vaya a funcionar; podría desatar fuertes reacciones
políticas internas hacia el intervencionismo armado dirigido por Estados Unidos. La bien intencionada
estrategia imperial estadounidense podría socavar los acuerdos multilaterales elevados a principios, la
infraestructura internacional y el espíritu cooperativo necesarios para el éxito perdurable de las metas de no
proliferación.

Específicamente, la doctrina de la acción anticipada plantea un problema afín: una vez que Estados Unidos
considere que puede tomar ese camino, nada impedirá que otros países hagan lo mismo. ¿Quiere Estados
Unidos que esta doctrina sea enarbolada por Pakistán, o incluso por China o Rusia? Después de todo, según
esta doctrina, el país intervencionista no tendría que proporcionar pruebas antes de actuar. Estados Unidos
sostiene que esperar hasta que se reúnan todas las pruebas, o hasta que los organismos internacionales con
autoridad apoyen las acciones, es esperar demasiado. Sin embargo, esta perspectiva es la única en que
Estados Unidos puede apoyarse si necesita solicitar a los otros que se contengan. Además, de un modo
bastante paradójico, el avasallador poderío militar convencional estadounidense, combinado con una política
de ataques anticipados, podría llevar a los países hostiles a acelerar sus programas para adquirir los únicos
elementos de disuasión contra Estados Unidos que están a su alcance: las WMD. Ésta es otra versión del
dilema de la seguridad, pero que una gran estrategia neoimperial sólo puede agravar.

Y hay aún otro problema. El uso de la fuerza para eliminar las capacidades de WMD o derrocar a regímenes
peligrosos nunca es algo simple, sea que se ejerza unilateralmente o como resultado de un concierto de
países importantes. Una vez terminada la intervención militar, el país que la sufrió tiene que ser reconstruido.
La conservación de la paz y la construcción de la nación serán indispensables, lo mismo que las estrategias
de largo plazo que lleven a la ONU, el Banco Mundial y a las grandes potencias a orquestar conjuntamente la
ayuda económica y otras formas de asistencia. Esto no es heroísmo, sino algo completamente necesario. Las
fuerzas de paz pueden ser necesarias durante varios años, aun después de que se haya construido un nuevo
régimen. Los conflictos regionales desatados por una intervención militar externa también tienen que ser
controlados. Ésta es la "larga cola" de cargas y compromisos que acompañan a todas las grandes acciones
militares.

Cuando estos costos y obligaciones se agregan al papel imperial militar de Estados Unidos, se vuelve todavía
más dudoso que la estrategia neoimperial pueda sostenerse en el propio país durante un largo trecho: es el
clásico problema de la excesiva expansión imperial. Estados Unidos podría mantener su predominio militar
durante décadas si se apoya en una economía creciente y de productividad cada vez mayor. Pero las cargas
indirectas de limpiar y poner en orden el desastre político que queda en los estados debilitados inclinados al
terrorismo imponen un costo oculto. La conservación de la paz y la construcción de estados requerirán
coaliciones de países y organismos multilaterales que podrán participar en el proceso sólo si las decisiones
iniciales sobre la intervención militar se elaboran en consulta con otros estados importantes. Así, de pronto,
recuperan su pertinencia las antiguas estrategias liberal y realista.

Un tercer problema en relación con una gran estrategia imperial es que no puede generar la cooperación
necesaria para resolver problemas prácticos que se presenten en el núcleo de la agenda de política exterior
estadounidense. En la lucha contra el terrorismo, Estados Unidos necesita la cooperación de los países
europeos y asiáticos en materia de inteligencia, cumplimiento de la ley y logística. Fuera de la esfera de la
seguridad, la realización de los objetivos estadounidenses depende todavía más de una corriente continua de
relaciones de trabajo amistosas con los principales países de la Tierra. Requiere socios para la liberalización
del comercio, la estabilización financiera global, la protección ambiental, la disuasión del crimen organizado
transnacional, el control del auge de China y una multitud de otros espinosos desafíos. Pero es imposible
esperar que los socios potenciales concuerden con el protectorado de seguridad global que Estados Unidos
se atribuyó y luego continúen como si nada en todos los otros ámbitos.

La herramienta política clave para los países que enfrenten al Estados Unidos unipolar y unilateral es rehusar
su cooperación en sus relaciones cotidianas con ese país. Un medio obvio es la política comercial: la reacción
europea a la reciente decisión estadounidense de imponer aranceles a la importación de acero puede
explicarse en estos términos. Esta lucha particular abarca temas específicos de comercio, pero también es
una lucha en torno al modo en que Washington ejerce el poder. Puede que Estados Unidos sea una potencia
militar unipolar, pero el poderío económico y político se distribuye en el globo de modo más parejo. Los
países importantes tal vez no tengan mucha influencia para contener directamente la política militar
estadounidense, pero pueden hacer que Estados Unidos pague el precio en otros terrenos.

Por último, la gran estrategia neoimperial plantea un problema mayor para el mantenimiento del poderío
unipolar estadounidense. Cae en la más antigua de las trampas de los estados imperiales poderosos: el
autoencierro. Cuando la nación más poderosa del mundo hace sentir su peso en otros lados, sin los límites
de las reglas o las normas de legitimidad internacionales, se arriesga a que haya reacciones violentas. Otros
países se van a ofuscar en un orden internacional donde Estados Unidos no se atenga más que a sus propias
reglas. Los impulsores de la nueva estrategia a gran escala supusieron que Estados Unidos puede desplegar
de manera independiente su poderío militar en el extranjero y no sufrir consecuencias desafortunadas; y si
bien las relaciones serán más ásperas con amigos y aliados, según creen, ésos son los costos del liderazgo.
Pero la historia enseña que los estados poderosos tienden a propiciar el autoencierro al sobreestimar su
propio poder. Carlos V, Luis XIV y los gobernantes de la Alemania posterior a Bismarck trataron de expandir
sus dominios imperiales e imponer un orden coercitivo sobre otros. Sus respectivos órdenes imperiales
cayeron cuando otros países decidieron que no estaban dispuestos a vivir en un mundo dominado por un
estado arrogante y coercitivo. Las metas imperiales y el modus operandi de Estados Unidos son mucho más
limitados y benignos de lo que fueron estos antiguos emperadores. Pero una gran estrategia imperial de línea
dura plantea el riesgo de que la historia se repita.

PRESENTAR LO ANTIGUO

Las guerras cambian la política mundial, y así también ocurrirá con la guerra de Estados Unidos contra el
terrorismo. Cómo combaten las guerras los grandes países, cómo definen lo que está en juego, cómo hacen
la paz una vez que terminan: todo eso da forma duradera al sistema internacional que surge después de que
los cañones callan. En la movilización de sus sociedades para el combate, los jefes de la guerra han tendido
a describir el enfrentamiento militar como algo más que la simple derrota del enemigo. Woodrow Wilson envió
tropas estadounidenses a Europa no sólo para detener al ejército del káiser, sino además para acabar con el
militarismo y dar paso a una revolución democrática mundial. Franklin Roosevelt consideró que la guerra con
Alemania y Japón era una lucha para garantizar las "cuatro grandes libertades". La Carta Atlántica fue una
declaración de objetivos de guerra que apuntaban no sólo a la derrota del fascismo, sino también a una
nueva dedicación al bienestar social y a los derechos humanos en un sistema mundial estable y abierto. Para
llevar adelante estos conceptos, Wilson y Roosevelt propusieron nuevas reglas internacionales y mecanismos
de cooperación. El mensaje era claro: si lleváis sobre vuestros hombros el peso de la guerra, nosotros,
vuestros líderes, usaremos este espantoso conflicto para dar paso a un orden más pacífico y aceptable entre
estados. Librar una guerra tenía que ver tanto con el establecimiento de relaciones globales como con la
derrota del enemigo.

Bush no ha articulado una visión completa del orden internacional de posguerra, aparte de definir la lucha
como un enfrentamiento entre la libertad y el mal. El mundo ha visto que Washington toma ciertas medidas
para combatir al terrorismo, pero no percibe todavía la agenda efectiva y más amplia de Bush para un orden
internacional mejor y fortalecido.

Esta insuficiencia explica por qué desaparecieron tan rápido la simpatía y la buena disposición que el mundo
mostró hacia Estados Unidos después del 11 de septiembre. Los periódicos que una vez proclamaban "todos
somos estadounidenses" ahora expresan desconfianza hacia Estados Unidos. La opinión preponderante es
que Estados Unidos parece dispuesto a usar su poder para ir en pos de terroristas y regímenes malvados,
pero no para construir un orden mundial más estable y pacífico. Estados Unidos parece estar degradando las
reglas e instituciones de la comunidad internacional en lugar de mejorarlas. Para el resto del mundo, la
ideología neoimperial guarda más relación con el ejercicio del poder que con el ejercicio del liderazgo.

En contraste, las orientaciones estratégicas estadounidenses más antiguas (el realismo del equilibrio de poder
y el multilateralismo liberal) apuntan a una potencia mundial madura que busca la estabilidad y persigue sus
intereses con conductas que no amenazan fundamentalmente la posición de otros estados. Son estrategias
de alternativas comunes y seguridad. La nueva gran estrategia imperial presenta de modo muy diferente a
Estados Unidos: un estado revisionista que busca transformar sus ventajas momentáneas de poder en un
orden mundial en el que lleve la batuta. Al contrario de los estados hegemónicos de antaño, Estados Unidos
no busca territorios ni dominio político directo en Europa o Asia; "Estados Unidos no tiene un imperio que
ampliar ni una utopía que establecer", dijo Bush en su discurso de West Point. Pero las enormes ventajas que
Estados Unidos posee en términos de poder y las doctrinas de anticipación y antiterrorismo que está
articulando perturban a los gobiernos y pueblos de todo el mundo. Los costos podrían ser altos. Lo que
menos quiere Estados Unidos es que los diplomáticos y gobiernos extranjeros se pregunten: "¿Cómo
podemos controlar, socavar, contener el poder estadounidense y tomar represalias contra él?".

Más que crear una nueva gran estrategia, Estados Unidos debería vigorizar las antiguas, que se basaban en
la idea de que sus socios en materia de seguridad no son meras herramientas, sino elementos clave de un
orden político mundial dirigido por Estados Unidos que debería preservarse. El poder estadounidense recibe
al mismo tiempo más influencia y legitimidad y se vuelve más aceptable por obra y gracia de estas
asociaciones. El fantasma del terrorismo catastrófico acosa a los ideólogos neoimperiales, que entonces
buscan una reorganización radical del papel estadounidense en el mundo. La superioridad del poder unipolar
estadounidense y el advenimiento de nuevas y temibles amenazas terroristas estimulan esta tentación
imperial. Pero se trata de una visión de gran estrategia que, llevada al extremo, dará origen a un mundo más
peligroso y dividido, y a un Estados Unidos menos seguro.

Derechos de Autor ©2003 reservados para el Council on Foreign Relations.

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