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Robert de Boron
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Traducción: Mario Martín Botero G.
Todos los pecadores deben saber, los grandes y los pequeños, que antes de
que Jesucristo viniera a la tierra, hizo anunciar por los escritos de los profetas su
llegada a este mundo, y proclamar que Dios enviaría a su hijo aquí abajo y sufriría
muchos tormentos, dolores, fríos y sudores.
En aquel tiempo del cual les hablo, reyes, príncipes, duques y condes, Adán
nuestro primer padre, nuestra madre Eva, Abraham, Isaac, Jacob, Jeremías, el
profeta Isaías, todos los profetas, todos los hombres, malos o buenos, se iban
derecho al infierno cuando dejaban este mundo. Cuando el diablo, el maldito, los
arrojaba al infierno, creía firmemente haberlos ganado para siempre. Las buenas
gentes encontraban consuelo en el Hijo de Dios que tanto esperaban. Entonces
quiso Nuestro Señor hacernos el gran honor de bajar a la tierra y tomar nuestra
carne humana; en la Virgen se encarnó, tal como quiso la formó: sencilla, dulce, bien
educada; la creó tal como la quería, llena de todas las bondades y en ella puso todas
las bellezas. Ella exhala un perfume como el agavanzo, y es como el rosal pues lleva
en ella la dulce rosa escondida en sus entrañas. Fue llamada María, iluminada por
todos los bienes. Se dice de María que es una madre amarga. Hija de Dios, ella
también es su madre. Joaquín la engendró y Ana, su madre, la llevó en su vientre:
ambos eran viejos y no habían tenido nunca hijos, por lo que estaban muy tristes.
Dios se manifestó a ellos por medio de un ángel que envió a Joaquín cuando este
iba al desierto a buscar a sus pastores. Él se quedó con ellos, enojado, pues el obispo
había rechazado su ofrenda en el templo porque no había engendrado ninguna
progenitura en su mujer, la dama de la casa. Esto dijo entonces el ángel a Joaquín:
—Ponte en marcha de prisa que Dios, por medio de mí, te lo manda. Él me
recomendó, ante todo, decirte que tus deseos se cumplirán, pues tú concebirás una
niña y María la llamarás: será engendrada en Ana, tu mujer, y en su vientre será
santificada. Nunca, mientras viva, pecará. No te preocupes por nada y, para que te
convenzas, ve a Jerusalén; en la puerta de la ciudad encontrarás a tu mujer, y luego
irán a su casa y vivirán juntos como gente buena. Así sucederá todo, sin duda.
Dios quería redimir y librar del infierno al pueblo que él había creado a partir
de Adán y Eva, el pueblo que Lucifer tenía prisionero por el pecado de nuestro
padre Adán, que le hizo cometer Eva, nuestra madre, cuando comió la manzana y
luego se la dio a su marido.
Escuchen de qué manera nos redimió Dios, nuestro padre: en su nombre,
en el de su hijo Jesucristo y en el del Espíritu Santo, pagó el sacrificio. Me atrevo a
afirmar, pues eso creo, que los tres son una sola persona, una dentro de la otra. Dios
quiso que su hijo se encarnara en la Virgen y naciera de ella. El hijo hizo lo que
quería el padre, por nada lo hubiera contrariado. El Señor, que se hizo humano en
la Virgen, nos mostró gran humildad cuando decidió venir a la tierra para morir; él
quería salvar la obra de su padre y liberarla del poderío del Enemigo que, a causa de
Eva, nos había traicionado. En efecto, cuando esta vio que había pecado, se esforzó
tanto que logró que Adán, su marido, pecara también, pues le dio a probar la
manzana que Dios les había prohibido, aunque los había dejado en plena libertad.
Adán la llevó a su boca y se la comió enseguida: tan pronto como comió,
comprendió que había pecado, pues vio su cuerpo desnudo, de lo que se avergonzó
bastante. Vio luego a su mujer desnuda y se abandonó a la lujuria. Después se
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hicieron unas pequeñas túnicas entretejidas con hojas. Cuando Nuestro Señor vio
esto, llamó a Adán y le dijo:
—Adán, ¿dónde estás?
—Aquí estoy.
Enseguida Dios los expulsó del paraíso, condenándolos a la miseria y a las
penas por su pecado. Eva concibió y parió con gran dolor el niño que llevaba en su
vientre, y a él, con toda su descendencia, tuvo el diablo en su poder: cuando morían
quería tenerlos a todos bajo su dominio; permanecieron en el infierno tanto como
Dios lo quiso, hasta el momento preciso en el que envió a su hijo aquí abajo para
salvar la obra de su padre, sufriendo una muerte amarga. Para llevar a cabo esta
misión adoptó nuestra vida humana en el vientre de la Virgen María; de ella nació
en Belén, así como lo digo. Todo esto sería muy difícil de explicar, pues esta fuente
de bienes que es la Virgen María es inagotable.
Ahora debo abandonar este tema y regresar a mi materia, que trataré de
recordar mientras tenga el poder y la fuerza. Es verdad que Jesucristo anduvo por la
tierra y que en el río Jordán lo bautizó y lo lavó san Juan, a quien transmitió su
mandato: “Aquellos que creerán en mí, se bautizarán en el agua en el nombre del
Padre, del Hijo y del Espíritu Santo, y por esto se salvarán y se alejarán del poder
del Enemigo, mientras no caigan otra vez por los pecados que puedan cometer.”
Así Dios dio a la santa Iglesia tal virtud y tal potestad. San Pedro transmitió su
autoridad conjuntamente a los ministros de la santa Iglesia: a ellos confió este poder.
De esta forma, el hombre y la mujer fueron lavados de la lujuria y purificados,
mientras que el diablo perdió el poder que tanto había tenido. Alrededor de cinco
mil años, o inclusive más, los tuvo bajo su poder en el fondo del infierno, pero se
liberaron hasta que recayeron otra vez en su dominación. Nuestro Señor, que
conocía que la debilidad del hombre era extrema, peligrosa y demasiado dispuesta
hacia el pecado, del cual no se puede alejar, quiso que san Pedro estableciera otra
forma de bautismo: cada vez que el hombre, después de haber pecado, se confesara
y se arrepintiera, con el firme propósito de deshacerse de su pecado y cumplir los
mandamientos de la santa Iglesia, podría rogar el perdón de Dios y obtenerlo.
En los tiempos en que Dios andaba por la tierra predicando su doctrina,
Judea estaba bajo el dominio de Roma, aunque no toda, sino solamente la parte
donde Pilatos gobernaba. Un hombre de armas, que comandaba a cinco caballeros,
estaba bajo su servicio. Este hombre vio a Jesucristo y lo amó desde lo más profundo
de su corazón, pero no se atrevía a demostrarlo a causa de los judíos, a quienes él
temía mucho, pues esta gente de mala calaña era toda enemiga de Jesús. Así, él temía
a sus enemigos, aunque era amigo de Dios.
Jesús tenía pocos discípulos, y uno de ellos era extremadamente malvado en
intención y voluntad. Los judíos hablaron muchas veces sobre la pena o tormento
que infligirían a Nuestro Señor, y sobre cómo lo torturarían. Judas, a quien Dios
amaba mucho, tenía una renta conocida como diezmo, y era senescal entre los
discípulos de Jesús. Por esto se volvió envidioso, pues los discípulos no lo estimaban
ni querían como lo hacían entre ellos. Él comenzó a adoptar un comportamiento
extraño y a aislarse; se volvió más cruel que de costumbre, a un punto tal que todos
le temían. Nuestro Señor sabía todo muy bien, pues a él no se le puede ocultar nada.
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En esa época los chambelanes tenían como costumbre tomar el diezmo que
les pertenecía sobre todo lo que recibían sus señores. Sucedió entonces que el día
de la Cena María Magdalena fue directamente a la casa de Simón y encontró sentados
a la mesa a Jesús y sus discípulos; Judas estaba en frente de Jesús comiendo. María
Magdalena se acurrucó debajo de la mesa, se arrodilló a los pies de Jesús y comenzó
a llorar desconsoladamente, lavando los pies de Nuestro Señor con sus lágrimas y
secándolos con sus cabellos, que eran hermosos. Luego los frotó con un ungüento
que había llevado, agradable y valioso, e hizo lo mismo con la cabeza de Jesús. La
casa se llenó del rico aroma y del agradable olor del ungüento, todos quedaron
maravillados. Pero Judas se enojó mucho, pues el ungüento valía trescientos
denarios o más. Había perdido su renta, un diezmo de treinta denarios, la parte que
le correspondía. Y comenzó entonces a pensar cómo podría recuperarlos.
Los enemigos de Nuestro Señor, que buscan su deshonor, se reunieron
todos en una casa de la ciudad, y Judas se dirigió allí. El jefe se llamaba Caifás, era
obispo de su religión y un hombre importante, según creo. José de Arimatea estaba
también allí, pero no se sentía bien en su compañía. Cuando vieron y reconocieron
a Judas, se atemorizaron y desconfiaron, por temor a él guardaron silencio. Pensaban
que él era fiel hacia su señor; pero era en realidad un traidor. Cuando Judas, el de
mala calaña, los vio a todos callar así, habló y les preguntó por qué guardaban
silencio. Ellos le preguntaron sobre Jesús:
—¿Dónde está él ahora? ¿Tú lo sabes?
Y él les dijo dónde estaba y por qué no quería venir allí:
—Está enseñando su doctrina.
Cuando lo escucharon, todos se alegraron profundamente.
—Muéstranos cómo lo podremos detener.
Judas les dijo:
—Si así lo quieren, yo se los venderé y él será suyo.
—Sí, con gusto.
—Denme entonces treinta denarios.
Uno de ellos los sacó de su bolsa y enseguida se los dio a Judas: así recuperó
la pérdida por el ungüento. Después le preguntaron cómo les entregaría a Jesús.
Judas les indicó el día en que podían detenerlo, cómo podían hacerlo y en qué lugar
lo podían encontrar. Les dijo que se armaran bien para preservar sus vidas, y que
cuidaran de no detener a Santiago en su lugar pues los dos se parecían de forma
sorprendente. Y agregó:
—De esto no se maravillen pues los dos descienden de un mismo linaje y
son primos hermanos.
— ¿Cómo reconoceremos entonces a Jesús?
— Con mucho gusto se los diré: detengan a aquel que yo bese.
De esta forma arreglaron su asunto. José de Arimatea se enteró de todas
estas cosas, y se sintió apenado y preocupado. Con este acuerdo se alejaron de allí y
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esperaron hasta el jueves. Ese día estaba Jesús en casa de Simón con sus discípulos,
enseñándoles por medio de parábolas, y les dijo:
—No debo revelarles todo, pero no quiero callar esto: aquel que debe
traicionarme a muerte come y bebe conmigo.
Cuando Jesús dijo esto, Judas le preguntó enseguida:
— ¿Lo dice solamente por mí?
—Judas, no te equivocas.
Él quiso enseñarles otras cosas cuando se atrevió a lavarles los pies con una
misma agua. San Juan le dijo:
—Señor, quisiera en privado preguntarte algo pero no me atrevo.
Jesús le dio permiso y él enseguida le preguntó:
—Señor, nos has lavado a todos los pies con una misma agua, ¿por qué lo
has hecho?
Dios le contestó:
—Con gusto lo diré, y esta parábola está dirigida a Pedro: así como el agua
se ensució con los primeros pies que se lavaron, nadie puede estar libre de pecado y
todos permanecerán sucios mientras estén en el pecado; pero los otros podrán
lavarse pues aunque estén un poco sucios esto no les impedirá lavar su suciedad,
donde quiera que estén, así como yo lavé con agua ya sucia la suciedad que esta agua
encontró; y los últimos en ser lavados estarán tan limpios como los primeros.
Dejaremos esta parábola a Pedro y la daremos a los ministros de la santa Iglesia para
que ellos la enseñen a las gentes. Los pecadores se ensuciarán con sus pecados, pero
los ministros lavarán a los pecadores que quieran obedecer a Dios, al Hijo, al Espíritu
Santo y a la santa Iglesia, de modo que nada los perjudicará, sino que, al contrario,
los beneficiará a tal punto que no se podrá reconocer al que ha sido lavado, a menos
que no se le designe. De la misma manera, la Iglesia ignora los pecados si antes no
se le confiesan y sus ministros no sabrán nada si los pecadores no se confiesan.
Así instruyó Dios a san Juan a través de sus ejemplos. Dios estaba en la casa
de Simón con todos sus compañeros. Judas, entre tanto, había enviado allí a los
judíos, quienes se reunieron poco a poco y entraron en la casa. Los discípulos de
Nuestro Señor se asustaron al verlos llegar y se llenaron de pánico; cuando la casa
estuvo llena, Judas no tardó demasiado: besó a Jesús en la boca y por el beso lo
señaló. Por todas partes sujetaron a Jesús, y Judas gritó: “¡Sujétenlo bien pues él es
un hombre muy fuerte!”. De esta forma se llevaron a Jesús. En parte lograron su
cometido al apoderarse así de él. Los discípulos, lastimados hasta el fondo del
corazón, se sintieron completamente perdidos.
En la casa de Simón había un vaso muy hermoso con el que Cristo celebraba
el sacramento; un judío lo encontró, lo tomó y lo guardó, mientras que a Jesús lo
sacaban de allí y lo llevaban ante Pilatos. Una vez ante Pilatos, acusaron a Jesús de
cuanto pudieron, pero no lograron gran cosa pues no encontraron motivos de
acuerdo con la justicia para inculparlo y condenarlo. Él no se merecía este
tratamiento, y si lo hubiera querido todo habría terminado en ese momento. Pero la
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justicia era muy endeble —un defecto común a muchos señores— y Jesús no quiso
oponerse por la fuerza, sino que quiso sufrir su pasión. Sin embargo, Pilatos dijo:
—Si este profeta es así ejecutado y mi señor me pide los motivos, les ordeno
que me digan quiénes de ustedes serán mis garantes y quiénes responderán, pues no
veo en él ningún motivo para condenarlo. Al contrario, creo que lo quieren matar
injustamente.
Todos los que estaban allí, ricos y pobres, gritaron juntos:
— ¡Que su sangre sea derramada sobre nosotros, sobre nuestros hijos
grandes y pequeños!
Entonces lo sujetaron, lo llevaron ante Pilatos y lo condenaron. Pilatos pidió
agua, delante de ellos se lavó las manos y dijo que, así como estaban limpias sus
manos, él no era responsable del juicio sin razón que se hacía de este justo. El judío
que tenía el vaso que había tomado en la casa de Simón, vino ante Pilatos y se lo
entregó. Este lo puso en un lugar seguro hasta que le contaron que habían matado
a Jesús. Cuando José escuchó esta noticia se llenó de indignación y cólera, se fue
ante Pilatos y le dijo:
—Te he servido durante mucho tiempo con mis cinco caballeros y no he
recibido ninguna recompensa; no tendré compensación alguna a menos que me
concedas un don, que siempre me has prometido. Concédemelo pues tienes el poder
de hacerlo.
—Pídelo, te daré lo que quieras, dijo Pilatos, sin que se comprometa la
fidelidad a mi señor. Nadie más lo obtendría de acuerdo con mi honor pues has
merecido grandes dones.
—Señor, dijo José, muchas gracias. Pido el cuerpo de Cristo que han colgado
en una cruz injustamente.
Pilatos se sorprendió mucho cuando José pidió un don tan de poca
importancia, y le dijo:
—Yo pensaba y creía que querías algo mejor, y por supuesto lo hubieras
obtenido. Pero si lo que quieres es su cuerpo, por tus servicios lo obtendrás.
—Señor, muchas gracias. Ordena que me sea entregado.
—Ve a tomarlo enseguida, dijo Pilatos sin dudarlo.
—Señor, los judíos son numerosos y fuertes: sé muy bien que no me dejarán
tomarlo.
—Sí lo harán. Ve de prisa y tómalo con valentía.
De allí salió José y se fue derecho a la cruz, vio a Jesús, tan vilmente colgado,
y sintió una gran lástima. Sintió compasión y comenzó a llorar. Dijo a los guardias
que estaban allí:
—Pilatos me concedió este cuerpo, y me dijo y me permitió que lo quitara
de este lugar infame.
Todos los guardias respondieron a una sola voz:
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—No lo harás, pues él ha dicho que resucitaría al tercer día, pero, por más
que resucite, nosotros lo mataremos otra vez.
—Déjenme bajarlo de la cruz: Pilatos así me lo permitió, dijo José.
—Te mataremos antes de haber guardado el cuerpo por tres días, le
contestaron los guardias.
Entonces José se fue de allí y regresó donde Pilatos, le contó lo que le habían
respondido y que no le dejaban bajar a Jesús de la cruz: “me gritaron de una sola
voz que yo no lo podía bajar.” Pilatos lo escuchó, no estuvo nada contento, sino
que se enfureció mucho. Vio allí a un hombre que estaba presente, de nombre
Nicodemo.
—Ve rápido allá arriba con José de Arimatea, dijo Pilatos. Bajen a Jesús del
suplicio donde los malvados lo han puesto y que José disponga de él.
Entonces Pilatos tomó el vaso —contento de haberse acordado— llamó a
José y se lo entregó diciendo:
—Amabas mucho a este hombre.
—Dices la verdad, respondió José.
Salió de allí rápidamente y se fue derecho a la cruz llevando a Nicodemo.
Pilatos le había entregado el vaso porque no quería conservar nada que fuera de
Jesús, con lo cual pudiera ser acusado. Mientras los dos iban lo más rápido que
podían, Nicodemo entró donde un herrero que halló en el camino, tomó unas
tenazas y un martillo, contento de haberlos encontrado allí, y llegaron rápidamente
a la cruz. Cuando los soldados —estos perros malolientes— se dieron cuenta, se
dirigieron hacia ellos pues su llegada no les agradaba. Nicodemo les dijo:
—Ustedes han hecho de Jesús cuanto han querido, y obtuvieron todo lo que
pidieron; nuestro preboste, el señor Pilatos, se lo entregó a este hombre porque él
se lo pidió. Bien pueden ver que está muerto: deben permitir que se lo lleve. Pilatos
me dijo que lo bajara de aquí y que se lo entregara a José.
Entonces comienzan a gritar que él debía resucitar, y que no se lo
entregarían a José ni a ningún otro hombre. Nicodemo se enfureció y dijo que a
causa de ellos no iba a dejar de entregárselo inmediatamente y delante de sus narices.
Los judíos se pusieron en camino y fueron a quejarse a Pilatos, en tanto que los
otros dos subieron y bajaron a Jesús de la cruz. José lo tomó entre sus brazos y
suavemente lo puso en el suelo; preparó el cuerpo como se debe y lo lavó muy bien.
Mientras lo lavaba vio la sangre clara que salía de sus heridas que al lavarlas
sangraban. Se acordó entonces de la piedra que se hendió cuando la sangre brotó
del lado donde fue herido. Entonces se fue corriendo rápidamente a tomar el vaso
y lo colocó allí donde la sangre brotaba, pues le pareció que las gotas de sangre que
caían estarían mejor allí dentro que en cualquier otro lugar. Ninguna precaución era
en verdad suficiente. En su vaso limpió y escurrió por todas partes y con esmero las
heridas: las de las manos, las del costado y las de los pies.
Así fue recogida toda la sangre en el vaso. José envolvió el cuerpo en una
tela que había comprado, lo puso en un sepulcro de piedra que él mismo había
escogido y lo cubrió con una piedra que nosotros llamamos tumba. Los judíos
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regresaron donde Pilatos y hablaron con él. Este ordenó que vigilaran el cadáver
noche y día, cualquiera que fuera el lugar donde lo pusieran, para que sus discípulos
no se lo llevaran, pues Cristo les había dicho que al tercer día resucitaría. Los judíos
organizaron las guardias armadas alrededor del sepulcro. José se alejó de allí y
regresó a su casa.
Entretanto, el Dios verdadero, como señor y como profeta, se fue directo al
infierno y sacó a sus amigos de allí: Eva, Adán y su progenie, que el Enemigo tenía
en su poder, santos, santas, todas las buenas gentes sin dejar una sola: liberó a todos
los que había redimido pues para eso había muerto. Cuando Nuestro Señor hizo y
llevó a cabo todo lo que quiso, resucitó sin que los judíos supieran ni vieran nada.
Se apareció a María Magdalena, esto es cierto, a sus apóstoles y a sus gentes, que lo
vieron claramente. Cuando esto sucedió, se extendió por toda la región el rumor:
Jesús, el hijo de santa María, volvió de la muerte a la vida. Todos sus discípulos lo
vieron y lo reconocieron muy bien, y vieron también a sus amigos, muertos antes,
que resucitaron con Jesús y subieron a la gloria de Dios. Los guardias estaban
decepcionados por no haber visto a Jesús. Cuando los judíos escucharon la noticia
se reunieron en la sinagoga para discutir, ya que su asunto no iba muy bien; se decían
unos a otros que, si era cierto lo que oían decir, que Jesús había resucitado,
obtendrían muchos males. Aquellos que habían custodiado el cuerpo afirmaban que
era verdad que él ya no estaba allí donde lo habían puesto; se sentían aún más
humillados al pensar que lo habían perdido a causa de José. Por esto estaban
desesperados, y si este daño les ha ocurrido es por culpa de José y Nicodemo. Se
preguntaban lo que iban a responder a su jefe si él les preguntaba por el cuerpo; se
pusieron todos de acuerdo sobre la respuesta que darían cuando les pidieran
contestar: “Nicodemo lo bajó de la cruz y a José se lo entregó. Nosotros se lo
dejamos y luego nos retiramos”.
Los judíos deciden lo que harán: retendrán a José y a Nicodemo
discretamente para que nadie se entere hasta que el asunto se olvide. “Tan pronto
como los retendremos los mataremos; si nos acusan y nos piden el cuerpo, cada uno
de nosotros responderá que lo entregamos a José, y que si nos devuelven a José, por
medio de él tendrán a Jesús de nuevo.”
Todos, jóvenes y viejos, se pusieron así de acuerdo sobre este asunto; era
una decisión acertada, tomada después de gran reflexión. Nicodemo tenía un amigo
que estaba presente en esta reunión y lo puso al corriente; le aconsejó que se
escapara, pues de lo contrario moriría, y Nicodemo le obedeció. Los judíos se
dirigieron directamente allí pero él ya había huido. Cuando estos comprendieron
que lo habían perdido, se dirigieron a la casa de José, enojados y tristes por esta
pérdida. Rompieron la puerta de su casa, lo atraparon y se lo llevaron, pero antes lo
hicieron vestir pues ya se había acostado. Cuando lo tuvieron bajo su poder le
preguntaron qué había hecho con Jesús, y José respondió enseguida:
—Cuando lo deposité en la tumba lo dejé con sus caballeros y me fui para
mi casa. Dios sabe que no lo volví a ver y que no escuché hablar más de él.
—Te lo has llevado, le respondieron.
—En verdad que no.
—Él no está allí donde lo dejaste. Muéstranos dónde está.
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—José, sabes bien que en casa de Simón comí con mis compañeros el jueves
durante la Cena: allí bendije el pan y el vino. Les dije que comían mi carne en el pan
y que en el vino mi sangre bebían: así se representará esta mesa en muchos lugares.
Tú me bajaste de la cruz y me colocaste en el sepulcro: este es el altar sobre el cual
me colocarán aquellos que me sacrificarán. La sábana con la que me envolvieron se
llamará corporal. Este vaso donde recogiste mi sangre se llamará cáliz. La patena
que será puesta encima representará la piedra que se cerró sobre mí cuando me
pusieron en el sepulcro. Esto debes saberlo siempre: estas cosas significan que tu
recuerdo será evocado. Todos aquellos que verán tu vaso, estarán en mi compañía,
tendrán el corazón pleno y una alegría sin fin. Aquellos que podrán escuchar estas
palabras y que las conservarán serán más virtuosos con respecto a su prójimo,
obtendrán la gracia de Dios, no podrán ser objeto de un mal juzgamiento en alguna
corte o desposeídos de sus derechos, ni ser vencidos en un duelo judicial, si han
conservado lo que deben.
Yo no me atrevo a decir ni a revelar estas palabras y tampoco podría hacerlo,
si tuviera la intención, si no tuviera el gran libro donde las historias están escritas y
relatadas por los grandes clérigos. Allí se conservan escritos los grandes secretos,
conocidos como los secretos del Grial.
Entonces Jesús le dio el vaso y José lo recibió con gusto.
—José, dijo Dios, cuando lo quieras o cuando tengas la necesidad, te dirigirás
a estas tres personas y tú creerás que son solo una. La bienaventurada dama, llamada
la madre de Dios, que llevó en su vientre al bendito Hijo de Dios, te aconsejará muy
bien y escucharás, eso creo, al Espíritu Santo hablarte. José, ahora yo me iré y no te
llevaré conmigo pues no sería razonable: te quedarás en la prisión sin claridad alguna,
así como estabas antes de que yo viniera. Trata de no tener miedo, ni frío ni tristeza
en tu corazón, pues tu salvación será considerada como algo maravilloso por
aquellos que lo sabrán: el Espíritu Santo estará contigo y siempre te aconsejará.
Así se quedó José, bien encerrado en la prisión: nunca más hablaron de él y
fue olvidado por todos. Durante mucho tiempo no se supo de él hasta el día en que
un peregrino, un muchacho muy joven, hizo una larga estadía en esta tierra de Judea,
en la época en que Jesucristo iba por el mundo predicando y haciendo muchos
milagros, tal como era su poder: los ciegos recuperaban la vista y los lisiados volvían
a caminar; Jesús hizo tantos otros milagros —como la resurrección de tres
muertos— que no tendría el tiempo para contarlos.
El peregrino fue testigo de todos estos milagros. Pero los judíos, que sentían
tanta envidia por Jesús, malvadamente lo hicieron morir en la cruz porque él se
rehusaba a obedecer a sus mandamientos, puesto que los judíos engañaban a la
gente. En la época de la cual les hablo, cuando el peregrino estuvo en Judea, este fue
a Roma y se hospedó en casa de un hombre importante. El hijo del emperador sufría
entonces de una enfermedad que le causaba un gran dolor: a causa de la lepra su
carne se pudría. Su estado era tan miserable y él olía tan mal que nadie le hacía
compañía. Lo habían puesto en una torre sin ventanas ni puertas, con excepción de
una pequeña ventanita donde ponían una escudilla para darle de comer cada vez que
lo necesitaba. […]
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