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Breve ensayo sobre la comprensión humana

Gerardo Andrade

Para Linda, Ximena, Juan Carlos y Daniel

I.

Así como el pensamiento lógico está sustentado en una serie de operaciones y


contenidos, la comprensión de nosotros mismos, de los otros y de la propia especie
humana en sus contextos, se basa en un conjunto de operaciones y horizontes de
comprensión. Como ocurre con todas las actividades humanas que se sistematizan,
formalizan y potencian en las ciencias y las artes, las que buscamos sistematizar y
potenciar con el fin de profundizar las comprensiones humanas son, en su origen,
actividades que todos realizamos espontáneamente en nuestras vidas, como recordar,
observarnos a nosotros mismos, escuchar a los otros y proyectar nuestra vida.

Le daré unos ejemplos. En la vida cotidiana, todos contamos –por lo general, oralmente–
historias. Son relatos que suelen tener una organización bastante simple, cuya
estructuración no requiere de estudios especializados. Dependiendo de la habilidad y
gracia con que los cuente el narrador, la atención de su público será mayor o menor. En la
historia de la literatura y todas las artes que apelan a la narración hubo un momento en
que esas habilidades y estructuras fueron sistematizadas, formalizadas y potenciadas al
punto que con base en ellas se crearon obras universales imperecederas como La Ilíada, La
Odisea, Don Quijote de la Mancha, Romeo y Julieta, y miles más. Por supuesto, esas joyas
del relato fueron creadas por genios que, de una u otra forma, tomaron de la vida
cotidiana estructuras, formas e incluso anécdotas, mitos y leyendas populares, las
sistematizaron y potenciaron para crear sus propias obras. Así crearon nuevas
“herramientas” para realizar su obra.

Hoy, cuando leemos una novela o un cuento, o escuchamos a un cuentero en un parque,


sabemos que nosotros no podríamos hacerlo de la misma forma, pues no disponemos de
esa sistematización y potenciación que sólo se pueden adquirir por la práctica constante y
el aprendizaje de todas aquellas operaciones necesarias. Es tan extrema la diferencia que
lo más probable es que la mayoría sienta que nada tienen que ver esas actividades
narrativas que practicamos cotidianamente con las que se activan en las grandes obras. Al
final, la sensación puede ser que ni siquiera guardan relación entre ellas. Pero, como se
puede ver, la relación es muy estrecha.

En las ciencias –otro ejemplo–, existen procedimientos muy sofisticados que, en buena
parte de los casos, parecen exclusivos de los científicos. Sin embargo, si se piensa en la
observación científica –tan fina que permite observar cosas que jamás podrían haber sido
observadas por los humanos a no ser por el invento de nuevas herramientas: los
microscopios o los telescopios– también en este caso, esa observación científica tiene

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origen en las actividades de observación que realizamos cotidianamente. Todos nos
interesamos por observar nuestro entorno, desde las personas hasta el micro y el macro
universo que habitamos. Sin embargo, por más esfuerzos hagamos por afinar nuestra
observación con nuestros recursos cotidianos y limitados, lo cierto es que nunca
alcanzaremos la precisión y profundidad con que hacen lo mismo los biólogos y los
astrónomos.

II.

En algún momento, los seres humanos, guiados por la necesidad y el interés de conocer,
dieron un paso adelante en todas las actividades que realizaban y crearon nuevas formas
de narrar, observar, pensar, calcular o dibujar, con lo que nacieron las ciencias y las artes.
El desarrollo en unas y otras no fue, por supuesto, homogéneo por diversas razones. En
muchos casos enfrentaron serios obstáculos y resistencias que opusieron distintos
sectores, por lo general los que detentaban algún tipo de poder y veían amenazados sus
intereses. La iglesia católica, por ejemplo, durante mucho tiempo se opuso al desarrollo
de las ciencias porque su avance significaba el cuestionamiento de las ideas que
sustentaban su ideología. En nuestra época, las limitaciones de recursos son una de las
causas de nuestro subdesarrollo científico y tecnológico, pero quienes podrían ayudar a
superarlas –adivinó: los políticos– no lo hacen en virtud de que responden más a sus
pequeños intereses y los más grandes de multinacionales y empresas monopólicas.

De ahí que no resulte extraño, que el acceso al pensamiento, que nos faculta para
entender mejor nuestras realidades, se vea muchas veces limitado por intereses y
resistencias de algún tipo de poder. Sabemos que una mejor educación podría ser la mejor
herramienta para construir nuestra democracia, para generar la posibilidad de mejorar la
calidad de vida de toda la población y para convertirnos en una nación capaz de
desarrollarse autónomamente y de competir en el mundo con sus producciones
científicas, intelectuales, artísticas y deportivas. Pero el Estado y otras organizaciones que
podrían crear las condiciones para hacerlo no pueden –o no quieren– hacerlo. Por eso,
Nairo Quintana y otros deportistas han denunciado que su éxito se debe a esfuerzos
personales y aislados, y no al apoyo que deberían recibir todos por parte del Estado para
desarrollar su talento. Algo similar ocurre con nuestros artistas, escritores y científicos.

Como siempre ocurre, si bien el desarrollo del pensamiento (hay que decir de un tipo de
pensamiento) sufre de limitaciones externas, su mayor enemigo se esconde en él mismo.
No cabe duda de que entre las intenciones de quienes desarrollaron el “pensar” no estuvo
la de discriminar, buscar la homogenización, reducir el carácter de la realidad a uno solo
de sus rasgos. Sin embargo, eso fue lo que ocurrió en muchos casos, como si se tratara de
efecto secundario de un tratamiento. Los esfuerzos por generalizar el pensamiento entre
los seres humanos, por levantar “el imperio de la razón”, derivaron en fenómenos a veces
inesperados e incluso no deseados. Los métodos de instrucción que no necesariamente
respondían a las condiciones de los aprendices, los fines, a veces divorciados de la realidad
e incluso el aleccionamiento en lugares cerrados y aislados del resto del mundo pudieron

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incidir en que el resultado fuera un aprendizaje parcial y, no pocas veces, la desfiguración
del pensamiento lógico. Las distintas formas de discriminación se han justificado algunas
veces con argumentaciones aparentemente sólidas, los argumentos falaces surten más
efecto que los veraces, y no porque los individuos y las sociedades no hayan recibido una
educación formal que incluía la lógica y la filosofía. Tal vez, precisamente debido a ello.

Los efectos secundarios no deseables de la educación y del aprendizaje del “pensar” no


han podido ser superados aun en nuestros días. Edgar Morin ha denunciado que los más
nocivos son el reduccionismo, la estigmatización del error y de lo diferente, y la
descontextualización, además del egocentrismo y el autoritarismo. Y no lograremos
vencerlos si seguimos haciendo “más de lo mismo”, si pretendemos que su solución está
sólo en la universalización del “pensar” nacido en Occidente.

Sin duda, la falta de oportunidades de formación en las disciplinas que nos permiten
entender mejor el mundo natural y social es un grave obstáculo para nuestro desarrollo.
Pero, al mismo tiempo, el acceso a otros tipos de conocimiento está profunda y
secretamente inhibido en nuestras sociedades –y no sólo las de los países menos
desarrollados–. Entre ellos se encuentra el conocimiento de lo humano, es decir, la
comprensión de nosotros mismos, de los demás y de la propia especie humana en sus
contextos. Por un lado, y hablando de los obstáculos para que esa comprensión se
desarrolle, vivimos en una cultura donde existen pocos espacios para que conversemos
sobre nosotros mismos o los otros, razón por la cual incluso terminamos atrofiando
nuestra capacidad de comprensión.

Por otro lado, las cosas que hacemos en la educación impiden, al menos parcialmente, la
comprensión de cada quien, como un ser humano, pues todos estamos más preocupados
por el deber ser que por el ser. De esta forma, independientemente de quiénes somos, se
busca que todos seamos de determinada manera y adoptemos los mismos valores,
algunas veces las mismas creencias y casi siempre una sola forma de “pensar”. Por eso –y
no siempre– tenemos clases de ética, valores o educación cívica. Entonces la comprensión
de lo humano queda condenada a su más mínima expresión. Será, tal vez, porque así lo
deciden quienes nos gobiernan política, económica y culturalmente, quizás porque saben
muy bien que nuestro mayor obstáculo es la ignorancia de nosotros mismos; de pronto,
porque hace mucho tiempo se dieron cuenta de que es la que más cierra nuestras
posibilidades reales de desarrollo como individuos y sociedades.

III.

Hace ya tres décadas, en la creación de una institución educativa en Bogotá, algunos


coincidimos en la necesidad de desarrollar el pensamiento, es decir, de llevarlo más allá
del pensamiento espontáneo y limitado propio de nuestra vida cotidiana. Lo hicimos
creando una metodología a partir de un análisis cuidadoso del pensamiento lógico y de la
psicología del aprendizaje, de donde resultó la conclusión de que prácticamente toda su

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estructura se podía sintetizar (¿reducir?) en un conjunto de operaciones intelectuales e
instrumentos de conocimiento cuya complejidad creciente delimitaba ciclos de desarrollo.

Aunque estamos en universos distintos –pues aquí, a diferencia del pensamiento lógico,
emerge la relación de sujeto a sujeto como centro de la comprensión humana–, mediante
un ejercicio de síntesis y con fines de su aprendizaje, es posible enunciar un conjunto de
“operaciones” e “instrumentos”, en este caso, de comprensión. Al mismo tiempo, dada la
condición subjetiva e intersubjetiva de la comprensión, ésta se expresa en un lenguaje
propio, desde luego diferente del lenguaje del pensamiento lógico, de la explicación
objetiva. Se trata del lenguaje narrativo en sus diferentes formas, verbales y no verbales.

En la vida cotidiana encontramos formas de aproximarnos a nosotros mismos, a los otros


y a la especie humana en sus contextos. Indagar por nosotros mismos o los otros, indagar
en los otros qué creen y qué saben sobre nosotros y el mundo, recordar nuestra vida o
eventos significativos que hemos vivido o proyectarnos hacia el futuro, igual que las de
clasificar, deducir o inferir, son “operaciones” que están en el origen de los seres
humanos. Sin embargo, a diferencia de las operaciones lógicas, el estudio y la
formalización de las “operaciones” de comprensión no han trascendido los límites de
algunas disciplinas y de distintos tipos de terapias.

Entre esas diversas formas de aproximación encontramos, entre otras, cuatro


“operaciones” fundamentales: A la mirada de nuestro interior, que realizamos, por
ejemplo, cuando le damos una interpretación a nuestros sueños, la denominamos
formalmente introspección. A la que nos permite reconocer la mirada que tienen los otros
de nosotros mismos, la llamamos extrospección. Las otras dos, tal vez más comunes,
tienen que ver con nuestra vida en el transcurso del tiempo. Permanentemente estamos
mirando hacia atrás, recordando nuestra vida y la de los otros, en lo que denominamos
retrospección; lo mismo que, con frecuencia, miramos al futuro en un ejercicio de
prospección. Cada una de ellas está matizada por actitudes de apertura y clausura,
autocentración y descentración.

Como se puede ver, la formalización de estas actividades implica darles un nombre que,
en este caso, está compuesto, en la construcción de los cuatro términos por un verbo
proveniente del latín: specere (mirar, observar) y un prefijo: intro (dentro de). Las cuatro
están relacionadas con la acción de inspeccionar: "examinar, revisar cada detalle". Este
hecho de examinar y revisar cada detalle de las actividades que realizan los seres
humanos en la práctica nos ha revelado la complejidad creciente de cada una de esas
“operaciones”, por lo tanto, de una periodización que orienta su enseñanza y aprendizaje
en cada momento de la vida.

La introspección se refiere a la “inspección” de nuestra vida, que, como nuestra vida


“exterior” está compuesta por habitantes, espacios, tiempos, acciones, afectos, procesos,
entre muchos otros, que interiorizamos desde el momento mismo de nuestro nacimiento.
En un sentido, la vida interior es una reconstrucción, en un universo diferente, de lo que

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vivimos en nuestra relación con el exterior; es una interpretación profunda y a veces
inconsciente de esas relaciones. En ella se procesa y reinterpreta lo que vivimos
diariamente. La vida interior se manifiesta, por ejemplo, en los sueños que tenemos
mientras dormimos, pero también en los que tenemos mientras estamos despiertos.
Nuestras mayores ilusiones, pero también nuestros mayores tormentos, provienen de
nuestra vida interior.

Por la introspección reconocemos nuestras emociones, pensamos nuestros pensamientos,


dialogamos con los diferentes “yo” que nos constituyen e imaginamos y creamos a
nosotros mismos. La práctica de la introspección, por ejemplo, nos revela a veces que la
rabia que puede suscitarnos determinada situación apunta más a nosotros mismos que a
otros; o que la frontera entre la alegría y la tristeza puede borrarse en un segundo. Por la
introspección examinamos cómo todos esos elementos interactúan y hacen de nosotros
una unidad. La fuente fundamental de la introspección es nuestro propio yo.

La fuente de la extrospección son los otros, a quienes recurrimos para ampliar la mirada
sobre nosotros mismos y sobre el mundo. Ellos nos señalan historias, aspectos que
nosotros mismos no logramos ver y, mucho menos, analizar. Someterse uno mismo o lo
que uno cree, o sabe, a la extrospección es someterse a la crítica que puede ser algunas
veces justificada y otras, la expresión de rivalidades, malquerencias o perspectivas
diferentes a la nuestra. Inevitablemente, la extrospección pone al otro en el centro, de
manera que éste se referirá a nuestros pensamientos, relaciones, ideas o emociones
desde sí mismo y en la medida que le han afectado.

Hacer un ejercicio de extrospección significa la posibilidad de contar con múltiples y


diversos puntos de vista, emociones y maneras de actuar. Tomar en cuenta las
perspectivas, los sentimientos y emociones de los otros es un ejercicio social. En última
instancia, es uno de los principios de la democracia, pues confronta al individuo, su ser
mismo, con otros, con el conjunto social; es la forma de regularnos y coordinar lo que
somos con las exigencias de la sociedad.

En educación, investigaciones inscritas en la línea de estudios que inició Piaget, han


encontrado que los efectos de la interacción social entre los niños en pequeños grupos,
permitiendo entre ellos la confrontación de puntos de vista durante sólo 10 minutos, sin
enseñanza alguna de las respuestas correctas, puede llevar a un mayor nivel de
razonamiento lógico. Es decir, que el conocimiento social (como le llamaba Piaget), que es
parte de lo que entendemos por comprensión social, puede llevar incluso al desarrollo del
pensamiento lógico y, tal vez, reducir los efectos secundarios que causa su aprendizaje.

La retrospección es la inspección de nuestro pasado, de la manera como vivimos y como


nos formaron nuestras historias, de “cómo recordamos lo vivido para contarlo”. Por eso la
retrospección puede implicar procesos introspectivos. Los recuerdos que emergen por la
retrospección pueden ser o no fragmentados, pueden o no tener un hilo conductor. En

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general, es poco probable que antes de los ocho años logremos guiar la retrospección con
un hilo conductor.

La estructuración de nuestros recuerdos puede seguir la línea del tiempo, lo que no nos
haría especialmente diferentes de un árbol que crece con el paso del tiempo según un
desarrollo estrictamente lineal. Un poco más reflexivamente (que es por lo general hacia
donde se orienta la mediación), la historia se organiza según los momentos o historias que
mayor significado tuvieron para la vida de la persona. Usualmente, el punto de partida es
uno de esos momentos y en torno a él se cuentan los demás, de allí que sean posibles los
juegos de flashback y flash forward aun en la narración del pasado. En un tercer nivel, las
historias se organizan según una concepción (una hipótesis) que el individuo tiene de sí
mismo (o de otra persona) y del significado de su vida. A partir de esa idea más bien
abstracta se estructuran todas las historias que, de una u otra forma, le dan cuerpo y
sentido.

La prospección cuenta nuestra historia hacia adelante. Es la inspección de nuestro futuro y


su alcance puede ser a corto, mediano o largo plazo. Hacer prospección significa situarse
frente el horizonte, lo que quiere decir que plantea dos puntos en tensión: el del presente
y el del futuro. Mientras mejor comprendamos nuestro presente –y, obviamente, nuestro
pasado–, nuestra vida interior y exterior, mejor proyectaremos nuestro futuro.

Casi siempre, la prospección está guiada por una ilusión y, a veces, por una hipótesis, cuya
complejidad varía según las edades de desarrollo. La ilusión es la fuerza interior que nos
moviliza y anima a vencer cualquier obstáculo. La hipótesis es el instrumento por el cual
organizamos en un mismo horizonte una serie de ideas, intereses y afectos.

No hay prospección sin retrospección, pero no a la inversa. Las posibilidades de


proyectarse de los niños pequeños son menos anchas que las de los adolescentes
justamente porque no establecen las conexiones entre el pasado y el futuro. Los juegos de
flasback y flash forward, comunes en los lenguajes narrativos, son improbables en el caso
de los más pequeños.

En educación es muy común que se hable de la necesidad de que los estudiantes “se
descentren”, acción que describimos con la imagen de “ponerse en los zapatos del otro”.
Desde este punto de vista, también es común que el “egocentrismo” se considere como
algo poco deseable, una situación que hay que superar. Desde otra perspectiva,
descentración puede significar dejar (posibilitar, incluso) que “otro se ponga en el centro”.

Lo contrario, la autocentración –término que preferimos usar en lugar de egocentrismo


para evitar la carga negativa que puede tener– es igual de importante. Por la
autocentración construimos el universo en torno a nosotros mismos; por la descentración
tratamos de construirlo en torno a otro(s).

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Contar una historia significa cerrar algo (una relación, un evento) que hemos logrado
comprender de alguna manera. Pero aquí sólo se trata de resaltar el valor de la historia
como posibilidad de articulación de comprensiones parciales, válidas o no, de vivencias
que hemos experimentado; de ninguna manera significa que las comprensiones implícitas
en el relato sean “las” comprensiones o que el hecho de contar una historia nos exima de
errores, equivocaciones o, incluso, falsedades o mentiras.

La clausura tiene como correlato la apertura. Narrar una historia implica ese doble
movimiento. Sin embargo, “abrirse” a otras informaciones, a otras historias, es algo que se
puede hacer conservando una perspectiva previa o dejándola entre paréntesis. Por la
apertura puede ser posible que cambie la perspectiva inicial del relato. A veces, el
momento en el que uno puede componer y contar la historia es cuando se distancia de los
hechos; cuanto más nos alejamos, más nos acercamos a ellos.

Los procesos que articulan la comprensión de sí mismo, de los otros y de lo humano


universal en diversos contextos están orientados, en general, a descubrir y definir los
siguientes rasgos:

• Vínculos
• Arraigo
• Trascendencia
• Pertenencia
• Adhesión
• Identidad

No estamos solos. Nuestra vida es de relaciones: con nosotros mismos, con otros seres
vivos (y aun muertos), con nuestros contextos culturales y naturales, con el presente, el
pasado y el futuro. Estas relaciones pueden darse de varias maneras, entre ellas, el
dominio, la sumisión, la igualdad o la diversidad, que, por lo general, son vínculos de
poder. Hace ya varios años, Constance Kamii, en su ensayo sobre la autonomía como fin
de la educación, planteaba que cuando en la relación entre un(a) maestr@ y su estudiante
se produce un diálogo, el hecho de que el docente se presente como la autoridad o un
igual al niñ@ marca una gran diferencia en todo sentido. En el primer caso, se ahogará
cualquier posibilidad de autonomía, mientras que el segundo abrirá las puertas para que
se cumpla ese fin de la educación.

El diálogo, cuya una de sus funciones es coordinar la regulación individual y la regulación


social, será apenas una fachada cuando uno de los interlocutores asuma bien una actitud
autoritaria o bien una de sumisión. De nada valdrán los argumentos ni las palabras, pues
siempre el autoritario esperará la sumisión y el sumiso, la disculpa del otro. En cualquier
caso, las relaciones asimétricas son siempre el caldo de cultivo de las manipulaciones, las
injusticias, las deslealtades y las corrupciones.

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El arraigo puede referirse a diferentes espacios: al territorio, a la familia, al trabajo, a los
grupos sociales, a la historia, a la cultura, a la patria, a las religiones… Tiene que ver con
nuestras raíces, con las que venimos hechos, las que echamos y las que nos imponen. Las
raíces son para un árbol el medio por el cual se nutre. Iguales efectos pueden tener en
nosotros la familia, el país o el pueblo donde venimos, los grupos de amigos, la cultura, el
trabajo. Igual que los árboles necesitamos alimentarnos, alimentar nuestro cuerpo,
nuestra mente, nuestro espíritu.

Algunas veces, por distintas circunstancias, los seres humanos se desarraigan de su suelo,
de su familia, de su cultura, de su historia. Puede que encuentren un nuevo lugar donde
arraigarse o no. Por eso puede ocurrir que una persona sienta que su familia son sus
amigos, a quienes ha elegido. Incluso se llega afirmar que la patria son los amigos. O que
alguien nacido en Europa eche raíces en América, como ocurrió, por ejemplo, en
Argentina, con los italianos que llegaron y se fusionaron –y con ellos su cultura– con la de
los nativos de esa nación. El desarraigo forzoso es una de las situaciones más tristes y
difíciles que se puede experimentar.

A todos nos pasa que cuando estamos lejos de nuestras raíces extrañamos lo propio de
nuestros lugares de origen. Extrañamos un plato de comida, un paisaje, a las personas…
¿Qué significa que cuando estamos en un país diferente al nuestro extrañemos un plato
de comida? ¿Qué hay en un plato de comida que lo haga tan importante? Prácticamente
todo, pues lo que hace posible un plato de ajiaco es lo que nos nutre. Por supuesto, hay
ingredientes, pero también hay abuela, madre, clima, micro o macro contexto, mercado…
O sea que, para un bogotano en otro país, comer un ajiaco significa nutrirse no sólo física,
sino también cultural, afectiva, socialmente.

La posibilidad de crear vida, ideas, arte, historias o infinitos objetos nos permite
trascender los límites de nuestra propia vida. Los hijos son una expresión natural de esa
posibilidad y, con ellos, sus hijos y los hijos de sus hijos, en una cadena de generaciones
que no tiene fin en el tiempo ni el espacio. En parte de esta manera, somos responsables
de nuestra propia especie. Sin embargo, los humanos vamos más allá de esta
característica común a todos los seres vivos. No trascendemos sólo por factores naturales
de la vida y la muerte, ni nuestra especie se caracteriza sólo por ellos.

Los dinosaurios no dejaron tras de sí sino pistas naturales para conocer su historia de
millones de años. Hoy sabemos cómo fueron, cómo vivían y cómo se extinguieron sin
haber consultado un solo documento que nos hayan legado. En el caso de los humanos,
por el contrario, los científicos y tecnólogos de nuestros días han enviado al espacio naves
cuyo contenido es el testimonio de que hubo una vez, en un planeta del sistema solar,
vida que aspiró a ser inteligente. Incluso han tenido cuidado de que los documentos vayan
expresados en cuantos lenguajes son posibles y por medios tan diversos que van desde
una hoja de papel hasta un chip de computador.

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Somos expresión de la humanidad y ella es nuestra expresión. El día que aprendemos a
leer y escribir ganamos la posibilidad de conocer el testimonio que ha dejado nuestra
especie en el Universo y la de dejar uno nosotros mismos para las futuras generaciones.
Sin embargo, el lenguaje verbal es sólo una herramienta con la que expresamos lo que
somos, lo que fuimos y lo que queremos ser, lo que constituye nuestra humanidad.
Similares funciones cumplen creaciones como la música, la pintura, la matemática y la
ciencia, entre otras. Son ellas y lo que contiene la expresión de lo que somos.

De esta forma, nuestra trascendencia de seres individuales, limitados por la naturaleza, el


tiempo y el espacio, se encuentra en nuestros más pequeños actos, tanto como en los más
titánicos. Por eso no necesitamos ser todos Einstein, Neruda, Beethoven o Picasso para
trascender (de hecho, no es posible). Basta con que honremos nuestra especie y
contribuyamos a su desarrollo con cada acto que llevamos a cabo.

El término pertenencia puede tener varios sentidos. Puede referirse al hecho de que
pensemos o sintamos que algo nos pertenece. En la historia humana, los individuos han
tenido ese sentido de posesión sobre las cosas materiales, como también sobre las
inmateriales y, tristemente no en pocas ocasiones, sobre las personas. La esclavitud es
uno de esos casos, aunque también lo son otras relaciones que nos llevan a cree que
alguien nos pertenece. No nos pertenecen ni nuestros hijos.

En otro sentido, pertenencia significa que nos sentimos parte de algo, de un grupo
familiar, de amigos, de un partido político, de una congregación religiosa… Cuando esto
ocurre, nuestra vida adquiere un sentido que va más allá de nosotros mismos. Sentimos
abrigo, reconocimiento social y motivos para establecer vínculos, para luchar por un fin
común y, en ciertos casos, para vivir. Sin embargo, al tiempo que por el sentido de
pertenencia tenemos motivos para vivir y obrar, también podemos sentir dependencia y
cuando esto ocurre puede disiparse el sentido de nuestra vida. Es algo tan grave como
sentir que una persona nos pertenece. Así, la sociedad, la patria o una institución como el
colegio, pueden ser represivas o creativas.

Todos tenemos alguna causa que elegimos libremente para actuar, alguna dirección hacia
donde orientar nuestros actos. Una causa familiar le da sentido a todo lo que hacemos por
nuestros padres o nuestros hijos. Una causa política establece ciertos principios que
orientan nuestros actos públicos y aun privados, lo mismo que una causa religiosa.
Cuando esto ocurre es porque nos sentimos unidos, casi “pegados”, a algo. En ese caso,
hablamos de adhesión.

La adhesión provoca que actuemos. Por ejemplo, que nos unamos a una marcha de
protesta, que asistamos a ritos o que actuemos como voluntarios de algún movimiento
social o cultural. Hay quienes dedican mucho tiempo a actuar por la protección de los
animales y quienes abogan por los derechos humanos. Por lo general, los símbolos y mitos
refuerzan las adhesiones y pueden contribuir a convertirlas en actitudes dogmáticas e
intolerantes. La bandera, los logosímbolos, los trajes típicos, las leyendas que tienen por

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protagonistas a los héroes, son elementos de adhesión que nos cohesionan en torno a una
causa. Algo similar ocurre con los movimientos juveniles, con las preferencias musicales,
deportivas y artísticas de los jóvenes, entre quienes son comunes las camisetas, gorros y
otros elementos generalmente de vestuario que los usan como señal de su adhesión a
determinados artistas, clubes deportivos e incluso marcas, entre otros.

En términos generales, la identidad se refiere a la capacidad de decir “yo” que tiene el ser
humano. Es probablemente el único que lo hace. El “yo” es la instancia donde se unifican
diversos rasgos –entre los principales, los mencionados previamente– y adquieren un
sentido particular, original y único. Cuando tenemos ante nosotros un joven vestido con
una camiseta negra, donde sobresale el logosímbolo de un grupo musical, con el pelo a ras
por un lado y largo y teñido por el otro, él mismo –prácticamente sin decir nada– nos está
revelando aquello por lo cual quiere ser reconocido, es decir, su identidad. Su sentido de
pertenencia, arraigo, adhesiones, vínculos y trascendencia se expresan en su apariencia y
en los actos que realiza, así sean tan simples como hablar en un grupo.

Sin embargo, se puede decir “yo” de maneras diferentes. En algunas culturas “yo” es
“nosotros”. En nuestra época, en cambio, el “yo” individual está hipertrofiado. El
desarrollo del “yo” implica autonomía, capacidad de crear y producir, capacidad de
sentirse sujeto de su propia vida, “centro y sujeto de su propia acción”. No obstante,
también nos sentimos “yo” en la medida que somos semejantes a los demás, en tanto
tenemos la facultad de ser parte de una comunidad.

A diferencia de Freud, que creía que la sociedad era una instancia represiva y que las
sociedades solamente variaban por sus niveles de represión, Fromm considera que la
sociedad es tanto creativa como represiva. Así, la sociedad con todas sus creaciones es el
marco en el que se inscribe nuestra identidad. La sociedad produce un imprinting (en
palabras de Morin) que define el carácter. “Desde cierto punto de vista de la sociedad, el
individuo debe desempeñar ciertos papeles que se ajusten a su estructura. En el siglo XIX,
tenía que ser sobrio y frugal y no debía derrochar, porque en su sociedad lo que
importaba era acumular capital. En el siglo XX, la gente tiene que gastar mucho y consumir
mucho, porque su economía se basa en un constante aumento de la producción. En una
sociedad de guerreros, hay que ser un individualista, y desafiar a la muerte, y tener el
orgullo de la fama. En la sociedad de una tribu agrícola, con un método de producción
basado en la cooperación, hay que obrar de forma muy diferente” (Fromm, 1992: 98).

Al igual que a la par con el pensamiento lógico se desarrolló un lenguaje que lo expresara,
la comprensión toma forma a través de diversos lenguajes, incluido el matemático. Sin
embargo, aquí cobra importancia fundamental lo narrativo, que puede manifestarse a
través de imágenes, poesía, música, danza, teatro, entre muchas otras posibilidades. Las
“operaciones” de la comprensión se traducen, cualifican y potencian a través de esos
lenguajes y mientras mejor los manejemos, más complejas y profundas serán nuestras
aproximaciones al universo humano.

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La vida cotidiana –fuente de comprensión– irónicamente, regida por lo prosaico, ahoga
nuestras posibilidades de comprendernos mejor, comprender a los otros y lo otro. De esta
forma reduce la trascendencia que pueden tener nuestros actos y nuestras obras, por
pequeños que sean. Las estadísticas, los valores –incluso los valores humanos que
supuestamente veneramos–, las encuestas o las mediciones de desarrollo humano, en
suma, el pensamiento lógico, dicen algo de lo que somos, pero, sin duda, no lo suficiente.
Eso sí, son totalmente eficientes para llevar nuestra vida por el camino del consumo, el
individualismo y el autoritarismo.

La comprensión de nosotros mismos y de los otros no tiene espacio para desarrollarse.


Queda limitada a los consultorios psicológicos y a precarios espacios en la vida cotidiana,
cuando la gran tragedia de nuestro tiempo es la incomprensión de nosotros mismos y de
nuestros semejantes y desemejantes, que es la ignorancia que más cultivan los poderosos
a través de sus numerosos recursos. Para salir de ella no necesitamos tener más, ni más
recursos, ni siquiera de más ciencia o tecnología. Basta con nuestro propio ser y con la
poesía de la vida misma.

Bogotá, 1 de noviembre de 2018

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