Documentos de Académico
Documentos de Profesional
Documentos de Cultura
N°5
La cubeta y la transferencia en hueco
El psicoanálisis, su método y su ética*
Dominique Scarfone
El tema que provocó esta reflexión[1] consta de tres palabras, tres nociones: «mirada»,
«psicoanálisis» y «actual». Cada una de ellas podría ocuparnos extensamente; por ejemplo,
tendríamos que tomar un tiempo para desarrollar el tema de la mirada. ¿Cómo tener una
mirada sobre todo el psicoanálisis actual? Ello demandaría realizar un gran número de
observaciones, cosa que los sociólogos o antropólogos que conozcan bien nuestra disciplina
harían bastante mejor que los propios psicoanalistas, pues éstos últimos forman parte de lo
que se pretende evaluar. De modo que, como psicoanalista, me siento más autorizado a hablar
de testimonio que de mirada. En efecto, no podría pretender situarme por encima del
conjunto de gente que se considera psicoanalista, pero, como alguien que pertenece a ese
grupo, puedo aportar un testimonio de mi práctica, de mi investigación y mi reflexión; puedo
decir dónde me encuentro, a dónde me ha llevado hasta ahora esa experiencia y cómo mi
testimonio se cruza con el de otros analistas.
Tanto en la enseñanza que imparto como en los intercambios con mis colegas, recuerdo
constantemente la concepción freudiana según la cual el psicoanálisis no es ante todo una
teoría o una doctrina sobre la mente, sino una práctica; más precisamente, la práctica de un
procedimiento de investigación. Procedimiento de investigación que, desde luego, 115 años
después de su inauguración por Freud no podría llamarse psicoanálisis sin evocar
inmediatamente un complejo engranaje de conceptos, elaborados en su mayoría por el propio
Freud y por un número relativamente restringido de autores de las generaciones siguientes.
Conceptos que convergen en una disciplina científica nueva (Freud, 1922). No obstante, en la
tradición freudiana hay que insistir en la prioridad de la práctica, del procedimiento de
investigación, pues la teoría constituye lo más provisorio y lo que debe poder modificarse
cuando los hechos no se ajustan a ella.
Podemos definir de manera muy general los procesos psíquicos que nos conciernen diciendo
que son inconscientes, pero en tal caso podría parecer que el cognitivismo también se ocupa
de ellos. Entonces podemos estrechar nuestra descripción diciendo que nosotros nos
ocupamos del inconsciente en tanto que reprimido, pero sabemos que desde hace tiempo el
campo del psicoanálisis se ha ampliado a procesos que se sitúan fuera del dominio estricto de
lo reprimido. Por lo tanto, creo que convendría adoptar otra perspectiva y partir no de una
axiomática sino de la práctica misma. ¿Qué es lo que esa práctica nos muestra incluso antes de
que formulemos una teoría de los hechos psíquicos? Pienso que lo que podemos decir a partir
de esa práctica –algo que sea a la vez suficientemente específico y suficientemente general- es
que los procesos o hechos psíquicos que nos conciernen son los que tienen una dirección, los
que se insertan en una comunicación efectiva entre humanos y afectan a éstos más allá de lo
que pretendía la intención consciente. Hechos inscritos, pues, en lo que llamaremos
una realidad psíquica, y no en un cerebro o un sistema cognitivo. Realidad psíquica cuya
naturaleza y localización están sujetas a discusión pero que, aun así, constituye nuestro objeto
específico y distingue al psicoanálisis de otras disciplinas de la mente. Realidad psíquica,
insisto, y no realidad psicológica, que actualmente se reduce cada vez más a la realidad
neurológica.
Lo que acabo de decir puede parecer una afirmación trivial pero, como intentaré defender más
adelante, tiene una enorme importancia, pues si las observaciones y teorizaciones del
psicoanálisis pueden contribuir al vasto campo del saber sobre el funcionamiento de la mente,
su «programa de investigación» está en las antípodas de aquéllos de las neurociencias o el
cognitivismo. Hay que recordar que el ideal de estas disciplinas es la objetivación de los
procesos, su reproducibilidad experimental y, finalmente, su eventual producción en sistemas
no humanos: máquinas de las que se espera que algún día sepan pensar por sí mismas. El
proyecto del psicoanálisis es bastante más modesto y de un orden muy distinto. Nosotros
partimos de la premisa de que en los humanos existe lo inconsciente, lo que obra a nuestras
espaldas, lo impensado que sin embargo actúa. Nuestro objetivo específico es llegar a pensar,
tanto a nuestros analizandos como a nosotros mismos, ahí donde todavía no pensábamos. El
cognitivismo quiere hacer pensar a las máquinas; nosotros, psicoanalistas, pensamos que los
humanos sufren de aquello que todavía no consiguen pensar.
Con esta palabra, «pensar», podría creerse que mi concepción del psicoanálisis es la de una
empresa intelectual. De modo que debo precisar de inmediato que hablo de un pensamiento
encarnado, localizado tanto en el cerebro o el lenguaje como en los músculos y, para decirlo
todo, incluso más allá de la bóveda craneana. Aquí entramos inevitablemente en la teoría,
pero delimitaremos aún más precisamente nuestro dominio diciendo que el pensamiento del
que se ocupa el psicoanálisis es un pensamiento-cuerpo, que llamamos psique y que está
ligado a las pulsiones y a su elaboración psíquica. Sabemos que no se trata de un proceso
puramente cognitivo porque el mundo que debe conocerse a través de ese pensamiento-
cuerpo no es el mundo de los objetos internos ni el mundo en general, sino el mundo habitado
por el otro: por el otro humano y por el otro en el humano. Ahora bien, considerar el mundo
ante todo como el mundo del otro / lo otro tiene consecuencias directas y profundas sobre el
método de conocimiento del psicoanálisis, método que demanda toda nuestra atención por ir
a contra-corriente en relación con nuestras actitudes espontáneas.
A continuación pretendo detenerme sobre este método. Habiendo designado, a la vez de
manera suficientemente general y suficientemente distintiva, el objetivo de la práctica
analítica, daré por hecho que desde hace más de cien años se ha elaborado un discurso teórico
complejo y variado. Quien intentara lograr una mirada verdaderamente inclusiva sobre el (o
los) psicoanálisis actual(es) tendría trabajo para toda una vida. Mi objetivo aquí es mucho más
modesto; pero creo que estoy tratando algo importante y que, si bien se inscribe en el seno de
cierto número de opciones teóricas que me son personales, al permanecer centrado en lo que
ocurre en la práctica eventualmente puede trascender las corrientes teóricas.
Mientras que a primera vista parecen completamente opuestos, los puntos de vista en primera
y en tercera persona son inseparables. Sabemos que la descripción en primera persona se
refiere al punto de vista subjetivo; el sujeto habla de su experiencia e intenta compartirla con
otros, pero esa descripción será recibida de diversas maneras a lo largo de un espectro que va
desde la empatía hasta la circunspección o la desconfianza, sin que pueda hacerse nada al
respecto. Porque la experiencia en primera persona no puede ser compartida, ni verificada ni
falsificada. Uno se fía o desconfía, y esa «fianza» o esa desconfianza son, a su vez, imposibles
de justificar de manera objetiva.
Por el contrario, la descripción en tercera persona parece ser la más apropiada a la verificación
y la falsificación: hablamos mostrando, indicando, sirviéndonos si es necesario de nuestro
índice para señalar hacia el referente que está asociado a nuestros significantes y significados.
El signo lingüístico, tal como lo conciben los lingüistas saussurianos, está entonces completo.
Así formulada, la observación o bien es reproducible por quienes nos escuchan, o bien no lo es,
lo que permite a nuestros oyentes confirmar o refutar lo que decimos. Es grosso modo la
forma en que proceden las ciencias positivas. No creo necesario extenderme sobre este
aspecto. Sin embargo, lo que quiero señalar es la imposibilidad de separar este punto de vista
del de la primera persona: cada descripción en la que señalamos con el dedo la cosa observada
apela a los miembros de la audiencia para que verifiquen en primera persona la veracidad de
lo que decimos. A fin de cuentas, se trata de superar la creencia: que no sea ya una creencia
primaria, espontánea, que resulta de la experiencia inmediata, sino una creencia
documentada, por así decir, sostenida si es necesario por la experimentación o, en todo caso,
por un pasaje por el escrutinio del juicio crítico. Así, los dos puntos de vista se aplican juntos en
una dialéctica que los vincula y los hace cómplices objetivos para mirar el mundo como
independiente del observador. Si uno reconoce su posición en primera persona como
altamente subjetiva, ese reconocimiento conlleva tácitamente la admisión de un mundo
objetivo independiente. Subjetividad y objetividad son, pues, aliadas en la declaración de que
existe un mundo objetivo, en el sentido de un mundo del cual el observador podría retirarse
como para observarlo desde el exterior.
Ahora bien, hay que señalar el lado problemático de esta exterioridad del observador. Ya
supone un problema en las ciencias llamadas «duras», desde que la mecánica cuántica mostró
la imposibilidad de separar la observación del fenómeno observado, o desde que la relatividad
einsteiniana estableció que cada observador trasporta con él, por así decir, su marco de
referencia espacio-temporal. Pero tratándose de problemas que no podría abordar de manera
competente solo los menciono de paso, señalando que no impiden que los especialistas en
ingeniería civil, que son quienes más cerca trabajan de la vieja mecánica newtoniana, sigan
construyendo puentes y caminos. Sin embargo, si acaso la exterioridad del observador es
admisible para estimar el costo de la construcción de un inmueble o para la conducción de un
experimento en biología; si la descripción en tercera persona puede legítimamente aspirar a
ser reproducida, y por lo tanto a la verificación/falsificación propias de un conocimiento
objetivo, no ocurre así cuando nuestro objeto no es del mundo de lo inerte, ni de lo biológico
en el sentido molecular o celular, sino el otro humano, vivo y en interacción con nosotros. En
este caso, querer proceder siguiendo descripciones en tercera persona, como lo hace la ciencia
«objetiva», supondría tropezar de inmediato con problemas insuperables. En primer lugar,
tropezaríamos con el otro en tanto humano, es decir en tanto ser dotado de lenguaje y de
auto-teorización (Laplanche, 1987), por lo tanto de subjetividad. Aquí la objetivación consistiría
en describir en tercera persona pero anulando al mismo tiempo el punto de vista subjetivo, ya
que esa subjetividad es el objeto de la descripción que se pretende objetiva. Lo que se niega
entonces es al sujeto mismo. No creo necesario insistir sobre este problema.
Sin embargo, un tal discurso objetivante puede seducir. En un extremo puede llevar a un
acuerdo total sobre bases de simpatía, de empatía, de ilusión común, incluso de ilusión grupal
(y sabemos hasta qué punto la psicología de las masas es susceptible de adherir a este tipo de
ilusión); o en el otro extremo puede caer en la guerra de subjetividades, en un «si tú lo dices»,
en una disputa que ni siquiera un árbitro supuestamente neutral podría resolver. Es verdad
que el otro humano, dotado de subjetividad, puede ser estudiado de todas las formas y desde
todos los aspectos ser examinado, explorado, medido, cuantificado…Sin embargo, contra toda
ciencia que pretenda circunscribirlo, el sujeto nunca dejará de tener la posibilidad de
sorprender y contradecir cualquier predicción, cualquier versión racional del comportamiento.
Así, nada hubiera permitido predecir, durante los famosos días de junio de 1989, que un
hombrecillo de camisa blanca se mantendría de pie, solo, frente a una fila de tanques en la
Plaza Tien An Men. Estadísticamente eso era altamente improbable, así como es totalmente
irracional que, siguiendo la razón de los economistas, la donación exista en el homo
economicus, quien según la definición oficial sería «perfectamente racional, estaría
perfectamente informado y perseguiría únicamente su propio interés»[2].
No se nos escapará que la mayor parte del tiempo el propio Freud utiliza un punto de vista de
la tercera persona y que intenta inferir leyes generales gracias a las cuales se siente capaz de
advertirnos, también él, contra los buenos sentimientos, contra el altruismo que generalmente
no es más que la forma de cubrir un egoísmo disimulado. Sería ingenuo desconocer la
sabiduría que existe en esta visión de la «naturaleza humana», que nos evita muchas
desilusiones. Pero la experiencia analítica inaugurada por Freud también es capaz de
prevenirnos contra cualquier tipo de generalización a propósito de esa naturaleza humana. La
experiencia analítica nos empuja más bien del lado de lo singular, de lo improbable que sin
embargo se realiza. Porque si nuestra práctica apunta, como propusimos más arriba, a
producir pensamiento donde no se pensaba, eso significa que aumentamos el potencial de
imprevisibilidad de lo humano. Imprevisibilidad que también podemos llamar creatividad,
imaginación, mayor libertad por relación a los determinismos, sean éstos sociales o biológicos.
Tenemos ahí uno de los aspectos de la esencial pasividad de la que hablaba. No hay que
entenderla como un dejar-hacer irresponsable: al contrario, es asumir una responsabilidad lo
bastante grande como para recibir lo que vendrá sin dejar que se interpongan en el camino
mis prejuicios, mis preferencias, mis valores. Para referirme a esa pasividad, hace tiempo
adopté el término pasibilidad, propuesto por Lyotard (1988, p. 121), que tiene la ventaja de
despejar la ambigüedad en cuanto al tipo de pasividad en cuestión. La pasibilidad se refiere a
ser pasible… es decir receptivo, acogedor. Aquí me inspiro en el filósofo Emmanuel Levinas
(1978), quien habla de una «pasividad más pasiva que cualquier receptividad» (p. 81), de una
pasividad previa a toda pasivación, ya sea voluntaria o forzada; una pasividad originaria que
nos convierte en presas del otro –querámoslo o no, sepámoslo o no-, en asediados, en
acosados, escribe Levinas. De modo que no se trata de volverse deliberadamente pasivo, o
pasible. Aquello no corresponde a ninguna técnica, incluso cuando ciertamente retoma las
características fundamentales del método freudiano para resaltar lo que hay en él de
verdaderamente original- de único, en realidad- en el campo de las prácticas psíquicas.
Permítanme insistir en el hecho de que cuando digo «ética» no me refiero a algo que se
añadiría al método para volverlo conforme a un conjunto de principios o valores. Hablo del
método que espor sí mismo una ética en acto, una ética encarnada. Eso significa que nuestra
ética y el acceso a los sucesos psíquicos que el método debe procurarnos son una sola y misma
cosa. Para recalcar esta idea, me siento tentado de introducir aquí un neologismo,
proponiendo que el psicoanálisis es unaetipistémica. Combinaría así ética y epistémica en una
sola palabra para marcar que se trata de una sola actitud. Es la propia ética psicoanalítica lo
que nos permite acceder a los acontecimientos determinantes para que se produzca un
proceso analítico. Con esto quiero decir que sin esa disponibilidad, sin esa pasibilidad, sin esa
receptividad, las realidades psíquicas simplemente no se manifestarían. Entonces quedaríamos
confinados a la psicología, al saber constituido. Laetipistémica designa la posición
metapsicológica de la que hablaba hace un momento. Ella permite que se realice el encuentro
en segunda persona y se niega a dirigir al otro o a su discurso desde el exterior, a partir de un
saber previo. Claro que el analizando no tiene que saber eso conscientemente y la mayor parte
del tiempo su propio discurso espontáneo pretenderá ser un informe, en tercera y/o en
primera persona, de lo que le pasa. Le corresponde al analista suponer que ahí debe
escucharse una dirección en segunda persona y ello solo se dejará escuchar si ese analista
evita comprender, en el sentido de la comprensión espontánea «de yo a yo»[4]. El dicho
popular pretende que cuando al tonto se le muestra la luna, mira el dedo. Y bien, con todo el
debido respeto a los psicoanalistas, diré que conviene escuchar a la manera del tonto, sin
apresurarse en comprender lo que el dedo o el discurso del analizando designa en tercera
persona, allá, sino buscando entender lo que nos dice y nos hace a nosotros, entre las cuatro
paredes de nuestro consultorio. Es necesario volver constantemente a esa posición radical
según la cual la palabra del analizando no es un vehículo de información, sino un modo
de expresión. Lo que se dice se nos dice a nosotros. Así, la ética del analista es a la vez una
disponibilidad y una violencia ejercida (con mucha delicadeza, obviamente) sobre el discurso
del otro. ¡Violencia paradójica de la pasibilidad!
Se habrá comprendido que en esto coincido con varias ideas ya formuladas por otros autores.
Aunque no necesariamente adhiero al conjunto de sus obras, sí me interesa señalar la
convergencia entre ellos, convergencia que concierne a los elementos centrales del trabajo de
análisis.
Al mencionar la palabra «ética», uno piensa inmediatamente en Jacques Lacan (1959-60), que
insistió en que el psicoanálisis tiene un fundamento ético. Yo no puedo dejar de suscribir esa
afirmación, incuso si la ética de la que habla Lacan no es la que yo defiendo aquí. No se trata
de «no ceder en su deseo», no se trata de prescripciones éticas que podrían surgir en el curso
del análisis y que el analizando podría elegir seguir o no. No hablo de una ética del psicoanálisis
en el sentido de que el tratamiento analítico apuntaría a volver al sujeto más ético o, dicho en
términos más corrientes, más moral. A decir verdad, lo que el analizando hace a partir de lo
que el análisis puede enseñarle sobre sí mismo no nos concierne, no figura entre nuestros
objetivos. La ética a la que me refiero aquí es la ética del analista en tanto analista en una
sesión dada. No es asumir una posición moralizante para con su paciente ni tampoco una
posición moral como persona en el mundo, sino la posición que adopta para poder ser
analista; es la ética como necesaria para que haya análisis. Es lo que intento decir cuando
afirmo que el psicoanálisis es una etipistémica. Solo accedemos a los fenómenos que
competen a nuestra disciplina gracias a esa disposición a la vez ética y epistémica, es decir
relativa al conocimiento. El conocimiento, entonces posible, de ciertos hechos que pasarán
inadvertidos si nuestra escucha en primera/tercera persona no adopta la forma de una
escucha en segunda persona, es decir, si no cambiamos la comprehensión por el
entendimiento. De hecho, los procesos y hechos psíquicos que nos interesan parecen
insignificantes cuando se examinan en tercera persona. Pensemos en el sueño, en el lapsus y
en los otros «deshechos» psicológicos que llamaron la atención de Freud. Recordemos cuán
difícil, si no imposible, resulta reproducir en nuestros informes lo que ocurrió en el curso de
una «buena» sesión; hasta qué punto los sucesos que consideramos sublimes en el momento
en que se producen en el marco del análisis, aparecen ridículos y se disuelven rápidamente en
el aire cuando intentamos hablarle de ellos a un tercero.
La ética de la que hablo supone ser receptivo a esas marcas ínfimas por las cuales se
reconocen los momentos propiamente analíticos. Esos momentos, como sabemos, ¡son
relativamente raros! No soy tan ingenuo como para creer que lo que aquí describo es el estado
corriente de la situación analítica. Pero esos «momentos de gracia» son, en toda su rareza, la
sal del análisis.
Es evidente que esta ética no solo se encuentra en la situación analítica, pues me estoy
refiriendo a la ética levinasiana de la responsabilidad por el otro. Lo que tiene en común con la
ética de Lacan es el propósito de destituir al yo, de deponerlo -como dice también Levinas- en
el sentido de la deposición de un rey. Para Levinas (1982), se trata de la manera mediante la
cual es posible salirse del «hay» (p.42); y aquí debo decir unas palabras sobre este «hay» que,
en Levinas, marca el efecto del otro, de su presencia inevitable. Notemos el modo impersonal:
«hay» no dice quién o qué, pero se trata de algo cuya existencia me afecta, me perturba, me
altera…Como tuve ocasión de mencionar en otro lugar, los ejemplos empíricos que a veces
-raramente- aporta Levinas no dejan de evocar lo que, en el vocabulario freudiano, llamamos
escena primitiva: «Una noche, en un cuarto de hotel donde, tras la mampara, “eso no deja de
agitarse”; no se sabe lo que hacen del otro lado», dice Levinas citando a su gran amigo
Maurice Blanchot. E inmediatamente añade: «Algo muy próximo del “hay”» (p. 40).
Pero esto me interesa también por otra razón: esta vía nos conduce al pensamiento
psicoanalítico de Jean Laplanche (1987), para quien la escena primitiva es ante todo una
escena de seducción. Es, inconscientemente, un «dar a ver» que tiene un efecto seductor para
el infans, es decir para todos nosotros en tanto que pasibles, en tanto que podemos ser
afectados por el espectáculo que se nos ofrece. Es un significante o un mensaje, enigmático o
comprometido, sobrecargado por lo sexual reprimido del otro. Al infans así afectado lo
reencontramos, por supuesto, en nuestro diván, y su demanda de análisis encuentra una
respuesta de nuestra parte que le permite volver a sumergirse en el crisol del enigma de ese
Otro seductor. La situación analítica es seductora. Jean Laplanche muestra que se trata de la
reapertura de la situación antropológica fundamental: aquélla donde uninfans se ve
confrontado al mundo adulto, un mundo saturado de mensajes que contienen un exceso, un
sobrante, un sexual que lo afecta, lo perturba y lo empuja a traducir, a interpretar.
Por mi parte, planteo que ese rehusamiento activo del analista no podría bastar. Propongo que
la oferta de ese hueco, esa acogida por parte del analista del «hueco» del analizando -es decir,
de su relación impensada con el enigma que vehiculiza el mensaje del otro-, no podría resultar
exclusivamente de la determinación activa del analista de rehusarse a saber y de rehusar el
saber. Pienso que el analista solo puede ofrecer esa acogida si deja que emerja su propia
pasividad fundamental, ésa que describe Levinas; la que hace que uno se reconozca
necesariamente cautivo, prisionero, rehén del otro. Levinas habla incluso de persecución y la
palabra puede parecer muy fuerte, incluso exagerada. Sin embargo, ¿no es lo que la
transferencia pone a veces claramente en evidencia? ¿Y no es necesario, en todos los casos de
transferencia, dejarse tomar, ser cautivos de esa trasferencia para que algo pase? François
Gantheret se expresa en esos términos, lo mismo que Michel de M’Uzan (1977; 1994) cuando
plantea la ocurrencia, en el curso del análisis, de una quimera, de un tercero que adquiere vida
propia, de una extraña mixtura a la que contribuyen analizando y analista, concomitante de
un sistema de pensamiento paradójico donde ya no se sabe a quién pertenecen los
pensamientos; finalmente, me parece que Thomas Ogden (1994) también pretende designar
algo semejante con la noción de «tercero analítico».
El análisis hacia el que dirijo mi atención, entonces, el análisis actual que me parece seguir
vivo, está hecho de algunos elementos fundamentales, bastante simples pero sumamente
exigentes. En todos los casos se trata de una combinación del método y la ética, de una
«etipistémica», como osé proponer. Método y ética confundidos que nos alejan a gran
velocidad de toda pretensión de un saber científico sobre el bien del otro. Lo que sí podemos
saber concierne a las leyes del funcionamiento psíquico en general, así como a las
generalidades de la implementación de un encuadre analítico y de su mantenimiento. Una vez
establecido el encuadre, el analizando es libre de conformarse a él o de atacarlo. Nuestra ética
no requiere que fetichicemos el encuadre; ante los ataques sufridos, no se trata de
restablecerlo a cualquier precio. El ataque mismo nos habla, nos asalta y nos obsesiona; y lo
que nos hace analistas es nuestra disponibilidad a admitir estar así, perseguidos durante un
tiempo.
Ante estas palabras seguramente se habrá pensado: masoquismo. Pero no se trata de eso. Uno
no busca la obsesión ni la persecución por el otro, y sobre todo no se trata de gozar de ello
masoquistamente. La obsesión, la persecución, la captura de la que habla Levinas es
simplemente una constatación sobre la condición humana, condición que el encuadre y la
etipistémica analíticas son capaces de potenciar sustancialmente. También se podría afirmar
que el masoquismo va exactamente en dirección opuesta a la disponibilidad de la cual se trata,
pues masoquismo significa goce en el lugar mismo del sufrimiento y, entendido así, el
masoquismo pervierte el sentido de la responsabilidad; el goce anula la responsabilidad, no
solo destituye al yo sino a la totalidad de la relación interhumana. De modo que no se trata de
gozar de ese estado sino desobrevivir a él, en el sentido que le da Winnicott a este término, es
decir el de no ejercer represalias. Sobrevivir gracias al mismo método que, sin embargo, nos
condujo a esa captura: del lado del analista, atención igualmente suspendida o, si se prefiere,
igualmente distribuida. Pero pienso que cuando Winnicott (1968) habla de sobrevivir a la
destrucción, que conduce al uso del objeto, se refiere sobre todo a una atención al otro, a una
disposición a acoger sus palabras para ayudarlo a descongelar sus pensamientos y reactivar un
«pensar por sí mismo». En efecto, ¿qué dice Winnicott sobre la destrucción del objeto? Dice
que ahí no hay ninguna agresividad, ninguna violencia, precisando, sin embargo, que en el
fantasma el objeto está siempre en proceso de ser destruido. Qué entender por ello sino que
se trata de la necesaria destrucción creadora, el pensar por sí mismo por el cual un día
el infans se desprende radicalmente de su posición de sumisión ante lo que sus padres dicen.
Pensar por sí mismo es el asesinato que a muchos, incluso entre los analistas, les resulta difícil
dejar que ocurra. Pero es justo lo que debemos saber tolerar, o más bien permitir, favorecer.
He ahí la acogida y la pasividad ética fundamentales gracias a las cuales, si tenemos suerte, se
abrirá una explanada hacia el reconocimiento. Piera Aulagnier (1975) se refiere a lo mismo
cuando habla de la firma del contrato narcisista, del cual el infans primero solo puede ser co-
firmante, pero que algún día deberá firmar él solo. La violencia, el asesinato, es en parte la
eliminación de la firma parental. Por otro lado, será necesaria otra violencia: la que conduce a
través del análisis, en sus momentos fecundos, a la destitución del yo del analizando y del
analista.
Hay que examinar la cuestión en toda su complejidad y darse cuenta de que el yo que debe
advenir «ahí donde estaba ello» ya no es el mismo después de esa conquista. Para retomar
una metáfora empleada a veces por Freud, es como cuando un conquistador termina por
adoptar en parte las costumbres de la población conquistada. Si una parte del ello deviene
accesible al yo es también porque éste se ha vuelto más flexible, se ha liberado hasta cierto
punto de su posición reactiva por relación al «ello». Desde entonces, el yo opera ahí donde
antes operaba el ello; lo que significa, por un lado, que los automatismos del ello han sido por
lo menos atenuados, pero también que el yo puede permitirse una mayor fluidez, al estar
menos orientado a la defensa de sus fronteras con el «ello». Un ello que, por mi parte,
considero como la versión interna del «hay» levinasiano. Así, cuando Levinas propone que
para liberarse del «hay» es necesario deponer al yo, debemos ver ahí una operación que
disminuye el umbral entre esos dos dominios. Dicho de otro modo, el yo solo debe deponerse
en razón de su posición reactiva, reaccionaria frente al ello. Por lo tanto, no se trata de abolir
unilateralmente al yo, así como no podríamos pretender despachar al ello o al «hay». Se trata
de modificar los términos de su acuerdo, de su política fronteriza, para hablar como los
diplomáticos.
Así, nuestras intervenciones deben ser capaces de dejar el mayor espacio posible a la aparición
de la capacidad de estar solo, la capacidad de usar esa soledad soberana del analizando por la
cual se reconoce la posibilidad, el derecho de no expresarse. Es por ese reconocimiento que
asume verdaderamente la libertad de palabra; pues, como observa Lyotard (1993), ¿de qué
vale la libertad de palabra si no se acompaña también del derecho de no manifestar el propio
pensamiento, del derecho de callar? Y aquí llego al punto donde yo mismo me dispongo a
hacer uso de ese derecho.
Notas
[4] Aquí se reconocerá algo que evoca el «Esquema L» de Lacan (1954-55, p. 134), en particular
el eje a-a’.
Bibliografía
Freud, S. (1915) Trabajos sobre metapsicología, en O.C vol. XIV, Buenos Aires, Amorrortu, p.
99.
Freud, S. (1932), Die Zerlegung der psychischen Persönlichkeit, Gesammelte Werke, XV,
Frankfurt, Fischer Taschenbuch Verlag, 1999, p.62-86. V.F. La décomposition de la personnalité
psychique,Œuvres Complètes – Psychanalyse, XIX, Paris, PUF, 1995, p. 140-163.
Lacan, J. (1959-60) El seminario vol. VII, “La ética del psicoanálisis”, Paidós.
Laplanche J. (1991), «De la transferencia: su provocación por el analista», en La prioridad del
otro en psicoanálisis, Buenos Aires, Amorrortu, 1996.
Levinas, E. (1978) De otro modo que ser o más allá de la esencia, Salamanca, Sígueme, 2011.
«La construcción del espacio analítico pretende crear una suerte de aislante donde todo quiere
decir algo, comenzando por los pequeños detalles. Para constituir un espacio regido
únicamente por la realidad psíquica es necesario que el analista no perturbe la frágil economía
de ese dispositivo introduciendo su propia realidad».
J. André**
El primer lugar o sitio histórico del psicoanálisis es el de S. Freud, primero en Viena y luego
transportado a Londres. Entre el diván muy oriental, lleno de tapicería y cojines, y la cantidad
de estatuillas egipcias, la recepción de Freud no distaba mucho del «gabinete de
curiosidades». Muy lejos de esos analistas que defienden lo neutro de un espacio « gris », sea
cual fuere el tono, a la medida de la neutralidad requerida por el método.
Los nazis desalojaron a S. Freud; hoy su consultorio de Viena está vacío. Lo que permite
recordar que el sitio del psicoanálisis no se limita a las paredes del consultorio. El setting no es
posible si la sociedad no es democrática; cuando las paredes tienen orejas, cómo saber si
quien nos escucha no es un agente doble. León es un paciente con tendencia a la paranoia. Un
día de intenso calor intenté dejar la puerta abierta para que entre un poco de aire. Era una
puerta que daba al pasillo de un lugar que claramente no es un domicilio y está deshabitado.
«Sé bien que nadie puede escucharme, dice León, pero aun así preferiría que cierre la puerta».
Para que la persecución trasferencial sea posible, para que eventualmente llegue a ser
interpretable, primero es necesario que su fantasma no se vea inmovilizado, desbordado por la
realidad. S. Freud se siente perseguido en Viena en 1938 y tiene razón; León se siente
perseguido por la puerta abierta a lo desconocido y su fantasma no está lejos del delirio.
De modo que hay una tensión entre la personalización del sitio y la forma en que el analista se
rehúsa a existir por cuenta propia, en persona. Esa tensión me parece irreductible. Es ilusorio
pensar que un lugar lo más gris y neutro posible y una actitud de total reserva no serían por sí
mismos los índices de una “personalidad”. Y sin embargo es lo que recomendaban en cierta
época, especialmente los psicoanalistas del mundo anglosajón. Hoy en día muchos de ellos
adoptan la posición inversa, llegando hasta el self disclousure, esa manera mutua de abrir su
propia vida psíquica. Este fenómeno atravesó el Atlántico: Elisa, una joven paciente, dejó a su
analista anterior después de algunos meses porque no consiguió verlo como su analista. El
analista es una persona que tiene su propio estilo, sin hablar de sus prejuicios teóricos y su
inconsciente. Su transferencia sobre la práctica se origina en su propia historia. Simplemente
se espera de él que no lo ignore, que incluya esos datos irreductibles en su reflexión.
Tratándose del encuentro entre dos personas, todas estas consideraciones tenderían a acercar
el psicoanálisis a la vida ordinaria, pero no es así en absoluto: en el análisis no es como en la
vida. Si el analista es inevitablemente alguien, desde otro punto de vista se fusiona con el
propio setting. Por ejemplo: no decide un buen día vestirse con pantalón rojo y camisa verde, o
sentarse en la alfombra con las piernas cruzadas. El analista que yo soy no responde al
teléfono, ni abre su correo, ni lee el periódico; todas esas cosas puedo hacerlas en la vida, no
en las sesiones. Si no las hago es menos por deontología que por método. La construcción del
espacio analítico pretende crear una suerte de aislante donde todo quiere decir algo,
comenzando por los pequeños detalles. Para constituir un espacio regido únicamente por la
realidad psíquica es necesario que el analista no perturbe la frágil economía de ese dispositivo
introduciendo su propia realidad. Evidentemente hay fallas: una risa, un signo de irritación, de
adormecimiento, etc. Mientras que el analizando pueda apropiarse del evento, la falla se
convierte en un material como cualquier otro, fuente de eventuales asociaciones. Más
complicado es cuando el evento queda excluido: por ejemplo, un paciente que sufre sin
atreverse a decir nada durante el minuto en que su analista contesta el teléfono o hace el
ruido de una respiración que indica sueño. Entonces el riesgo es que la sumisión masoquista o
la culpabilidad infantil aprovechen esa realidad intrusiva para permanecer inanalizadas, en una
suerte de complicidad ignorada.
Estas situaciones nos permiten comprender hasta qué punto lo cotidiano del psicoanalista se
basa en una des-realidad. Desde esta perspectiva, el psicoanalista que cae enfermo comete un
«error técnico», ¡y qué decir del que muere! En más de una ocasión recibí a pacientes que
habían sufrido el fallecimiento de su analista durante la cura. Haber perdido al depositario de
la parte más íntima de uno y, a la vez, no haber perdido a nadie[3] es una experiencia de
inquietante extrañeza. ¿Cómo hacer el duelo por «nadie»? ¿Hay que asistir al funeral o no? La
enfermedad y la muerte del analista ponen el acento, negativamente, en una de sus
principales virtudes cotidianas: su constancia, su permanencia. No solamente la del humor, la
paciencia y la actitud de no juzgar, sino también la del tiempo. Ello es especialmente cierto
cuando la delimitación de las fronteras del yo del analizando es incierta. Como lo notaba D.W
Winnicott, a veces lo único que el analista puede ofrecer a su paciente es su puntualidad. Uno
de los primeros descubrimientos fecundos para Lea, joven analizanda borderline, fue que no
tenía que volver a concertar una entrevista después del verano, que las sesiones se retomaban
el mismo día de la semana, a la misma hora. El descubrimiento, el nacimiento de una
continuidad de existir que le era totalmente desconocida.
Al final de su reflexión técnica, S. Freud (1937) aporta una frase que seguramente no se le
hubiera ocurrido en los primeros tiempos del psicoanálisis. El análisis, nos dice, oscila como un
péndulo entre un poco de análisis del ello y un poco de análisis del yo. No me detengo en el
análisis del ello, pues es lo que caracteriza al psicoanálisis desde sus inicios. Pero, ¿qué decir
del análisis del yo? La fragilidad narcisista, la problemática borderline, la conjugación confusa
de los registros de la neurosis, la perversión y la psicosis, son configuraciones psíquicas que
obligan a hacer del yo el objeto de una atención privilegiada. Ahora bien, me parece que lo que
nos permite ser testigos de la eficacia de ese análisis del yo es una virtud del dispositivo,
del setting, del encuadre, especialmente a través de su constancia, casi su subsistencia. Así
como la desaparición de un síntoma indica un cambio en lo que atañe a la represión, un
desplazamiento en la relación de un paciente con el encuadre es signo de una modificación del
yo. Anais se recuesta en el diván tres veces por semana desde hace algunos años; un día toca
los cojines que reposan a su lado junto a la pared y dice: «¿estos cojines no estaban aquí
antes?» ¿Qué le permite ver finalmente lo que siempre tuvo ante sus ojos desde el primer día?
Un desplazamiento psíquico, si no físico: hasta ese momento se acostaba en una cama, la de la
enfermedad o la del sueño, ahora está en un diván.
El análisis del ello se nutre del incidente, de lo inesperado que, a la manera del lapsus, viene a
perturbar la superficie del habla. En cambio el análisis del yo encuentra en la permanencia
delsetting un instrumento imprevisto, más teorizado por D.W. Winnicott que por S. Freud. El
análisis del ello solicita la interpretación del analista; el análisis del yo, su continuidad de
existencia. Tomemos el ejemplo de una eyaculación precoz. Por supuesto que ella fragiliza
psíquicamente a quien la sufre y es importante que la constancia del analista cree esa
confianza transferencial que permitirá al paciente evocar todo lo que se le ocurra al respecto.
Pero la remisión del síntoma en sí mismo dependerá de la interpretación, del descubrimiento
de representaciones inconscientes siempre vinculadas, de una u otra manera, a la
problemática incestuosa. No ocurre así cuando se trata del análisis de una falla del yo. Sobre
éste último describí ampliamente un ejemplo en un libro titulado Les désordres du temps.
Evoco rápidamente el momento más sorprendente. La paciente, Aurora, utilizaba de buen
grado esa posibilidad ofrecida por el setting de no venir a su sesión. Nunca avisaba: «Si aviso,
decía, la sesión no tendrá lugar». Se sobreentiende que no tendría lugar ni para ella ni para mí.
Precisaba que el tiempo de la sesión, dondequiera que se encontrara en ese momento, era de
todos modos un tiempo diferente. Inútil añadir que el pago de las sesiones a las que faltaba
nunca fue un problema para ella. Y luego, a partir de cierto momento, comenzó a estar
particularmente ausente. Su presencia podía limitarse a 5 minutos por semana. Una vez
incluso se presentó en el minuto mismo en que terminaba la sesión; felizmente, un tiempo
libre entre pacientes me permitió recibirla unos instantes. Ni ella ni yo entendíamos nada de lo
que pasaba. Su angustia era palpable, pero inanalizable. Ese periodo duró un cierto tiempo,
que me pareció muy largo, pero entonces no era capaz de decir exactamente cuánto. En una
secuencia tal, la interrogación de la contra-transferencia juega evidentemente un rol esencial.
El dato más sorprendente era mi incapacidad, durante los cuarenta y cinco minutos de la
sesión, de hacer cualquier cosa que no fuera esperar. Ella no me dejaba psíquicamente libre
para hacer otras cosas, como leer o escribir la lista de la compra. La esperaba. El riesgo que
corría Aurora era tan evidente como el riesgo de una eventual reacción de mi parte. Sin saber
por qué, simplemente la esperaba, más ansiosamente que simplemente. El final de ese
periodo llegó marcado, sobre todo, por un sueño que pudo contarme, mientras que los sueños
del periodo de ausencia permanecían sepultados en el olvido. Era un sueño que consistía en
una gran extensión brumosa de agua y el pasaje de un junco. Solo varios meses después
pudimos captar el sentido de lo que había ocurrido. El periodo de tiempo incierto en realidad
había durado exactamente dos meses; comenzó en el cumpleaños de Aurora y terminó el día
que debió nacer, el día que debió haber sido su cumpleaños si su madre la hubiera esperado
hasta el término del embarazo, en lugar de expulsar una bebé prematura. Aquí la transferencia
es más que nunca la repetición de lo que nunca ocurrió: un embarazo pleno y completo. Un
trabajo de interpretación fue realizado, pero no en la intensidad del momento transferencial
sino de manera retrospectiva. Forzando un poco la oposición, volviéndola demasiado binaria,
se podría sostener que «ser deseado (a)» (o no serlo) atañe al análisis del ello, mientras que
«ser esperado(a)» atañe al análisis del yo. Tanto la construcción del yo como su insuficiencia
pasan por la espera de la que uno fue objeto. Gracias al mantenimiento del pago de la las
sesiones, la existencia de la sesión en ausencia es un elemento decisivo de la permanencia
del setting. En el caso de Aurora, esta premisa demostró poseer una fuerza analizante
particular. Freud tuvo una primera intuición de esto en el texto de 1937, «Análisis terminable e
interminable»: el análisis del yo se enfrenta de forma privilegiada a la cuestión de los traumas
precoces.
Lo cotidiano del psicoanalista evidentemente no es solo una cuestión de lugar. De forma más
asociativa que deductiva, quisiera evocar dos figuras que reclama la palabra «cotidiano», dos
figuras inversas: la repetición y el acontecimiento. Luis: «En ningún otro lugar me detesto
tanto como aquí». ¿Qué es lo que Luis detesta? Escuchar sus quejas, repetir siempre lo mismo,
dar vueltas en círculo. Es verdad que cuando se da vueltas casi siempre es en círculo, como si
la tautología de la expresión estuviera ella misma presa de la repetición. Lo cotidiano, el
«todos los días», tiene un vínculo privilegiado con la repetición. Para el psicoanálisis la
repetición es a la vez su peor adversario y su aliado más seguro. Hay que recordar que
«transferencia» es sinónimo de repetición. Antes de sufrir la repetición, a veces hasta el
hartazgo, el psicoanálisis se funda en ella. El psicoanálisis cosecha la repetición que sembró. La
transferencia no es un avatar lamentable del proceso analítico, como lo creyó Freud en un
primer momento; es inducida por el dispositivo y el método. Para bien y para mal. Para bien,
porque un cambio profundo sólo es posible si la transferencia actualiza, vuelve presente el
conflicto psíquico; sólo se puede matar al padre y dormir con la madre in praesentia. Y es
solamente al calor del acto transferencial que la interpretación encuentra la fuerza para hacer
que las cosas cambien. No solo en lo que respecta al Edipo sino también a lo más primitivo, a
imagen del segundo nacimiento de Aurora. Para mal, cuando la repetición se vuelve
compulsiva, cuando ya solo se repite a sí misma, tan insoportable como un disco rayado.
Entonces no queda nada más que sufrimiento, una queja que parece no tener otro objetivo
que probar su impotencia a quien la escucha. En el horizonte se perfila la cura interminable:
«¿Cuándo piensa usted jubilarse?».
Simplificando mucho, esta repetición temible ha recibido dos respuestas históricas opuestas.
La primera comienza con S. Freud, O. Rank y S. Ferenczi, y encuentra un fuerte acelerón con J.
Lacan. Consiste en la «técnica activa», que significa siempre un giro del psicoanálisis hacia la
psicoterapia: poner fin a la repetición terminando lo que el paciente se niega a acabar. No
esquivar el síntoma sino pagarle con la misma moneda. S. Freud (1914) lo intentó al menos
una vez, con el Hombre de los lobos, fijando una fecha de terminación de la cura. La lucidez
autocrítica de Freud le hará reconocer que, después de una primera aceleración del proceso, lo
que domina es la agravación del estado del paciente, como lo prueba su evolución paranoica
con su segunda analista, R.M Brunswick. Nótese que el único ejemplo clínico que Lacan ofrece
de la escansión también concierne a un paciente obsesivo. Harto del blablabla del analizando
sobre la estética de Dostoïevski, interrumpe la sesión. Al comentar la interrupción de la cura
de Anna O. por J. Breuer, J. Lacan muestra toda su sutileza: ¿el embarazo imaginario de Anna
cumple su propio deseo o el J. Breuer? La respuesta está en la pregunta: el deseo es el deseo
del Otro. Pero es más fácil ver la paja en el ojo de Breuer que la viga en el suyo, y eso es lo que
contratransferencia quiere decir. J. Lacan echa de una patada en el culo a su paciente, quien a
la sesión siguiente vuelve con un fantasma de embarazo anal. ¿De quién es el deseo de ese
embarazo?
La otra vía histórica, que también es aquélla en la cual me inscribo, reconoce a la repetición
toda la violencia de la que es capaz, dispuesta a descubrir en ella su lado más oscuro. El
psicoanálisis es cuestión de tiempo, de él depende la intensidad de la regresión; no hacemos lo
mismo con el tiempo que contra él. Siempre es un momento importante y, hay que decirlo, un
placer, cuando un análisis se termina o, más exactamente, cuando encuentra su terminación.
Esto es tanto más cierto cuando la angustia de separación se encuentra transferencialmente
activa, de modo que el final indica, si no la desaparición de esa angustia, al menos su
transformación. Y luego también está lo interminable. Felizmente muchas veces toma la forma
de análisis sucesivos. Siempre podemos consolarnos pensando que una vida entera en el diván
no impidió a Woody Allen ser el creador que conocemos.
La repetición no solo es importante por ser lo que siembra y cosecha el análisis, sino también
porque está en el principio mismo de lo que quiere decir pulsión y, más ampliamente, en el
corazón del funcionamiento psíquico. Por supuesto que preferiremos la repetición que
produce formas, por ejemplo la que alinea las estatuas de Giacometti, a la repetición
destructiva, entre otras la del alcohólico. Salvo que existen casos en los que esas dos
repeticiones, una creativa y otra mortal, conviven en armonía, en Modigliani o Thelonious
Monk, por ejemplo.
Ese día el azar había hecho bien las cosas. Dos mujeres analistas venían a hablarme de una de
sus curas en curso, dos curas de mujeres jóvenes. La emoción, casi hasta las lágrimas, las
sobrecogía a ambas de repente, fuerte sorpresa acompañada de un ligero malestar, más que
de incomodidad. Las historias de las dos pacientes evocadas eran muy diferentes y el contexto
del relato que provocaba el desasosiego, evidentemente singular, pero en el fondo se trataba
de una misma espina. Cuatro veces la misma espina, pues la vaga tristeza sentida por las dos
mujeres psicoanalistas las reenviaba a sí mismas, las tocaba en sintonía con lo que vivían sus
pacientes. La espina, o su huella, no se dejan describir fácilmente. Siempre se puede relatar lo
que pasó, pero ¿cómo contar lo que no ha tenido lugar… cómo volver presente una ausencia?
La pintura a veces se aproxima a ello, a imagen de Paula Modersohn-Becker[4]. Dejando de
lado algunos retratos de hombres (uno de ellos de su amigo Rilke), Paula Becker no pinta casi
nada más que mujeres, comenzando por ella misma. Mujeres y niñas a menudo desnudas,
desnudos exentos de todo erotismo. Cuando el cuadro junta a madre e infante, uno nunca se
imagina que éste último puede ser un niño, aun cuando el sexo no visible autoriza la
incertidumbre. ¿Es cuestión de miradas (madre e infante nunca se miran), o es esa mezcla de
tristeza e indiferencia en las caras de la madre y la hija, quienes, por más cerca que estén una
de la otra, no están juntas verdaderamente? Nunca es exactamente eso, nunca están del todo
ahí. La espina dejó una huella negativa, la insistencia de algo que nunca existió pero que se
esperó desesperadamente. La evocación al borde de las lágrimas dice hasta qué punto eso
que se sigue esperando, que alimenta la misma esperanza, nunca pasó. O más bien, la frágil
emoción es la memoria paradójica de un pasado que no se conoció. Son pocas las relaciones
que, como la relación madre-hija, nos dejan tanto con ese sentimiento de una a-temporalidad
que se resiste a la transformación y a veces condena a la repetición. Desde luego que para este
amor, esperado con tanta fuerza y que nunca llegó verdaderamente, las imágenes son siempre
singulares, cada una con su historia. Brazos que no se tienden cuando se desearía
intensamente un abrazo, un regalo de cumpleaños siempre tarde, don del desconocimiento,
una palabra que congela cuando se espera recibir calor, una observación hiriente cuando,
presuntuosa, una se creía feliz, una mirada siempre lejana e imposible de sujetar, una
distracción manifiesta cuando una se creía escuchada… Todo aquello que instala en lo más
profundo de la vida psíquica a una madre tan amada, tan amante, cuyo simple recuerdo
emociona hasta las lágrimas… una madre que nunca se conoció.
-« ¿De qué sirve estar aquí en el diván repitiendo las mismas cosas si eso no cambia nada…?»
-« “De qué sirve”. Más que una pregunta, ¡ése el enunciado mismo del problema!»
Terminaré con lo que constituye lo más vivo de la experiencia analítica. Después de todo,
«cotidiano» no es en sí mismo sinónimo de rutina o de displacer, y en psicoanálisis lo
inconsciente es cosa de todos los días. Lo inconsciente es primero lo inaceptable, lo que el yo
reprime tras la puerta y se aprovecha de ello para entrar por la ventana. Detrás de la puerta
está el infierno. Eso, claro está, si el paraíso no nos apasiona (el de los musulmanes con sus 70
vírgenes se parece mucho a nuestro infierno). Después de subir los cuatrocientos escalones
del Duomo de Florencia para contemplar los frescos de Vasari, bastan algunos segundos
delante del paraíso y apenas algunos más ante el purgatorio… ¡por fin el infierno! Uno pasaría
horas ante ese jardín de los suplicios, de las delicias. Del fondo del inconsciente surge lo peor
del hombre, de Auschwitz a Bataclan. Pero también lo más grande, de Leonardo da Vinci a
Pablo Picasso. Entre los artistas, sin duda son éstos dos los que mejor supieron seguir siendo
los niños sexuales polimorfos que todos hemos sido en mayor o menor medida. La experiencia
analítica cultiva sin prisa sufrimiento, dolor y malestar. Pero también excitación, satisfacción y
creación. Dado que hasta ahora me he ocupado sobre todo de la primera faceta, llego a la
segunda, evidentemente más placentera.
Víctor ama a las mujeres; las ama a todas, tal vez por no ser capaz de poseer a Una. Incluso en
los países más lejanos e improbables, utiliza la aplicación Tinder con la esperanza de un
encuentro, y le funciona. Comenta: «Soy vulvnerable…». Genio creador de lapsus, solo el
inconsciente es capaz de una palabra así de precisa. El inconsciente no es solamente nuestro
adversario sino también una cueva de Ali Baba, un lugar de tesoros. Una fórmula de S. Freud
(1933) sigue siendo célebre: «Wo Es war, soll Ich werden» [Ahí donde estaba ello, yo debo
advenir]. A la imagen del desecamiento del Zuiderzee, ahí donde había mar, debe advenir
tierra. Esta forma puede entenderse en dos sentidos muy diferentes: ¿Cómo comprender ese
progreso del yo? ¿como una ganancia de dominio, de control sobre la parte más inaceptable,
la más pulsional, la más conflictual? O a la inversa, ¿como la tolerancia del yo a lo que hasta
entonces rechazaba, reprimía? En el primer caso, el progreso del yo es una derrota del ello. En
el segundo caso, la expansión del yo es al mismo tiempo una victoria del ello; un poco de
libertad ganada para la vida pulsional. Ocurre que el manejo de la transferencia impone
técnicamente una vía más que la otra. Pero según que se ponga el acento en uno u otro
término de la alternativa, se trata de la concepción de lo que funda el psicoanálisis. Yo me
inclino claramente del lado de la segunda versión. A veces me ha ocurrido, durante las
entrevistas preliminares y mientras que se precisan las condiciones de una cura, enfrentarme a
la angustia de un analizando que podría formularse más o menos así: «¿A qué me arriesgo? ¿A
dónde va a llevarme todo esto?» Y yo, sin responderle pero al menos sin añadir a su angustia
el silencio de quien no escucha, digo: «El riesgo… es llegar a ser un poco más libre que antes».
La libertad política está lejos de ser una aspiración generalizada, como lo prueba la actualidad
del mundo en que vivimos. Más que nunca, la servidumbre voluntaria multiplica sus adeptos.
Pero ¡qué decir entonces de la libertad psíquica! Aunque la repetición pueda volverse
compulsiva, ello no la hace ser simplemente detestable; más bien indica hasta qué punto el
sujeto está dispuesto a arriesgar su piel para no ser liberado de los obstáculos que se impone.
Sobre lo que se dice en los divanes de hoy acerca de las vidas sexuales y la liberación de las
prácticas, me impresiona hasta qué punto el deseo de ser atado(a), esposado(a), ocupa un
lugar importante en el ranking de las nuevas libertades adquiridas.
-«¿Péni?, ¿no pénis?
Pero el inconsciente no siempre reside principalmente de ese lado, sea porque lo inconsciente
del yo, ése de las fronteras mal trazadas, ocupa todo el lugar, sea porque el negativismo, el
cortejo de síntomas adictivos y la violencia de la destructividad amenazan con desaparecer a la
escena psíquica. He señalado la fuerza analizante del setting cuando prevalece lo inconsciente
del yo y, cuando la destructividad amenaza todo el edificio, ocurre que la única vía practicable
es el giro del psicoanálisis hacia la psicoterapia.
Sin embargo, más allá de todas estas variaciones, por mi parte estoy convencido de que el
vínculo entre psicoanálisis y sexualidad infantil es esencial y no circunstancial. La sexualidad
infantil no es solamente el objeto del psicoanálisis; es también su vector. En el relato de su
análisis con Winnicott, Margaret Little (1985) escribe: «La sexualidad infantil es irrelevante y
carente de significación cuando no está asegurada la propia existencia, la supervivencia y la
identidad». Pero todo su texto muestra lo contrario, pues se trata de una declaración de amor
de transferencia… no liquidada. El psicoanálisis, en su principio, es una escena de seducción,
aquélla que nace del encuentro de lo más íntimo y lo más extraño. Para ello no es necesario
cargar las tintas del lado de la seducción; basta con enunciar: «Dígame todo lo que pase por su
cabeza…». El genio de S. Freud, al instituir el par asociación libre/escucha flotante, es haber
sometido la palabra del analizando y la escucha del analista al régimen polimorfo y auto-
erótico de la sexualidad infantil. ¿A qué se debe ese privilegio metodológico de lo sexual
infantil? Al hecho de introducir lo que falta en los registros vital, narcisista o destructivo: esa
«extraordinaria plasticidad» (palabras de Freud) propia de las pulsiones sexuales. El cambio
psíquico –lo que busca el psicoanálisis- se funda en la posibilidad de un desplazamiento. Pero
aún hay que disponer del motor necesario para que un tal desplazamiento sea posible. Las
pulsiones sexuales ciertamente pueden atascarse en la repetición hasta la compulsión, pero
también son capaces de cambiar de objeto y de meta (lo que sublimación quiere decir). Tomen
por ejemplo la importancia de la aparición del humor y de su añadido de placer en una cura
que hasta entonces no permitía su expresión. El humor no cambia el mundo, pero modifica la
forma de verlo y, por lo tanto, de vivirlo. La contra-transferencia del analista –la forma en que
su inconsciente responde a lo que la transferencia le propone- muchas veces se coloca al
servicio de las resistencias. Pero no siempre. Un ejemplo es esta suerte de psico-
dramatización, que es también una sexualización, de la escena analítica: Aurora, la paciente ya
evocada, hablaba de su adolescencia, de su ausencia de límites, de todos los riesgos a los que
se exponía sin que los adultos cercanos, en especial su padre, le presten la menor atención.
Con sus palabras yo formo las mías, sólo que yo las formulo en estilo directo, enunciando la
frase que su padre nunca profirió, y con la entonación correspondiente: «¡Bueno, ya es
suficiente, para un poco tus tonterías!». Ella se queda en silencio hasta el final de la sesión. A la
sesión siguiente, apenas se recuesta, dice: «Estoy un poco perdida. ¿Debo sentarme en el
sillón y yo también tutearle?» Al volver más adelante sobre este momento y algunos otros, ella
evocará mis «errores». Pero con la intención, aunque fuera poco clara, de señalar la
importancia mutativa que tuvieron esas palabras desplazadas.
Notas
[2] Fue el término utilizado en Francia para designar la oficina del servicio de inteligencia,
encargada de la inquisición postal y de la criptografía (Wikipedia). N. de T.
[4] El Museo de Arte Moderno de París le dedicó una bella exposición en 2016.
Bibliografía
Freud, S. (1914). «De l’histoire d’une névrose infantile». In Œuvres complètes XIII. Paris : PUF,
1994 (pp. 1-118).[ De la historia de una neurosis infantil, OC, XVII, Buenos Aires, Amorrortu]
«Senna pierde su cubeta» era el titular de Le Figaro el 9 de julio de 2010[1]. En otras palabras,
Senna es expulsado del asiento del coche que lo mantenía en carrera, en sentido figurado.
Pierde su contrato o, más claramente aún, es despedido de la escudería Hispania Racing F1
Team. Bruno Senna, sobrino del legendario triple campeón del mundo de fórmula 1 Ayrton
Senna –muerto en un accidente en 1994-, fue “expulsado” por no haber hecho lo que se
esperaba de él: conseguir nuevos sponsors gracias a su célebre apellido.
Senna pierde su cubeta y ésta se convierte en asiento eyectable; entonces deja de ser capaz de
negociar sus giros. Cuando el analista pierde, también él, su «cubeta», deja de estar en
situación de analizar. Pierde su calma o compostura, que es absolutamente necesaria para
poder controlar una situación analítica difícil.
Aquí me gustaría describir cómo Laplanche llega a su uso particular de la palabra «cubeta», así
como a otras creaciones lingüísticas singulares como las nociones de «transferencia en pleno»,
«transferencia en hueco» o «trascendencia de la transferencia».
En efecto, para comprender los escritos de Laplanche es indispensable interesarse por sus
propios neologismos. Según él, los neologismos merecen nuestra atención por varias razones
(Laplanche, 1998). En su traducción de Freud, realizada en colaboración con sus colegas, creó
un cierto número de términos nuevos sin querer, sin embargo, caer en un fanatismo neológico
(ibidem), aunque ésa sea la impresión que da a veces al lector.
Al respecto, precisa: «Neologismo es, en la traducción de Freud, tanto una verdadera creación
de palabra (y nos damos cuenta de que las creaciones puras son muy raras) como, a menudo,
lo que llamo “uso neologizante”: la recuperación de antiguos términos caídos en desuso, o de
una acepción abandonada de un término que todavía se usa» (1998, p.62).
Los neologismos de Laplanche surgen de su traducción de las Obras Completas de Freud, pero
seguramente también son una consecuencia de su propio análisis con Jacques Lacan, quien por
su parte creó términos nuevos en sus seminarios a partir de 1950 (Bénabou et al, 2002[2]).
Laplanche concibe la traducción como un «modelo analítico ineluctable cuando se trata de la
constitución del aparato del alma y de la represión, pero también de la interpretación, de la
sublimación, etc. En fin (…) la traducción como modelo de pulsión y como pulsión que me
conduce» (Laplanche 1996, p. 46). La “pulsión de traducir” y el “placer de traducir” son
omnipresentes en la obra de Laplanche. En mi opinión, esto es lo que vuelve a su obra tan
fascinante, sin perder de vista las diferencias culturales entre el pensamiento psicoanalítico
francófono y germanófono.
La cubeta
Pero volvamos a la cubeta. Laplanche expuso sus ideas sobre «la situación analítica» y sobre
«el psicoanalista y su cubeta» en dos textos diferentes titulados precisamente así. En muchos
lugares incluso los asocia en un solo título, reuniéndolos por un guion. De ese modo expresa
que si la situación analítica es ella misma transferencia, el analista y su cubeta juegan un rol
determinante en el desencadenamiento de esa transferencia.
La metáfora de la cubeta
En el siglo XVIII, este médico austriaco sostenía que todas las enfermedades se debían a la
mala repartición de un fluido magnético natural en el cuerpo humano y que él era capaz de
restaurar el equilibrio magnético pasando suavemente un imán sobre el cuerpo del paciente.
Mesmer realizaba sesiones de hipnosis durante las cuales el «magnetismo animal»[3] debía
permitir curar los males de sus pacientes. Pero pronto fue desacreditado como charlatán y
dejó Viena para instalarse en París, donde abre una consulta. El entusiasmo por el
magnetizador fue tal que poco tiempo después ya no era capaz de tratar a sus pacientes
individualmente. Fue entonces cuando introdujo el método de tratamiento colectivo de «la
cubeta», llenando cubetas de agua con partículas de hierro y vidrio machacado para transmitir
su magnetismo, y acomodando a los pacientes alrededor de ellas para difundir su energía a un
mayor número de personas.
Siguiendo su cadena asociativa, Laplanche añade que también se podría imaginar una suerte
de pila o, más precisamente, un recipiente donde muchos elementos se superpondrían, siendo
susceptibles de producir una diferencia de potencial. Por otro lado, en relación a la «máquina
de influir» de Victor Tausk (Tausk, 2010), también podría pensarse en un cuerpo vivo,
obviamente un cuerpo fantasmático. Sin embargo, en esta imagen de un cuerpo lo importante
sería representarlo como un objeto, en el sentido en que un recipiente es indispensable para
poder establecer una diferencia de potencial. Como lo explica Laplanche: «El modelo
hidráulico – el de una cubeta que retiene un líquido susceptible de escapar de ella dada una
cierta presión- y el modelo de la pila eléctrica son muy afines, tanto para los físicos como, en
cierta manera, para los analistas» (Laplanche, 1990, p. 48).
Estas reflexiones lo conducen a la dinámica pulsional que se desarrolla en la cubeta del analista
en el curso de la situación de transferencia.
Sin embargo, Laplanche utiliza aún otra noción como punto de partida de su desarrollo sobre
la cubeta. Se apoya, en efecto, en los modelos freudianos que a menudo se refieren a la
imagen de un recinto o, dicho de otro modo, a un mundo interior rodeado de un mundo
exterior que lo delimita. Según él, es justamente esa envoltura la que crea una diferencia de
potencial entre los mundos interior y exterior, permitiendo así que se desarrolle lo sexual, lo
pulsional.
La noción de cubeta implica siempre la diferencia de potencial entre el interior y el exterior.
En este modelo teórico Laplanche precisa tres características:
«El primer rasgo de este tipo de modelo es entonces que en él la diferencia interior-exterior es
esencial y que se define de manera energética. No hay envoltura sin energía que la mantenga
[…] La energía solo es registrable bajo la forma de una diferencia […]
Otra característica de este tipo de modelo freudiano es que el sistema tiene una finalidad, que
es el mantenimiento de la constancia de su nivel. No basta con decir que es una pila: es una
pila con un sistema de recarga o, más exactamente, de auto-regulación […]; cuando el nivel
baja, se trata de recargarla, y cuando en él se han introducido energías demasiado
importantes, es preciso evacuarlas. […]
Por último, tercer rasgo: este sistema se defiende de las agresiones, que son en particular
brechas abiertas en sus envolturas; es decir que a partir del momento en que se ha abierto una
brecha en la pared de la cubeta, se pueden producir modificaciones más o menos catastróficas
del nivel. Habrá que oponer fuerzas internas a fuerzas externas, taponear las brechas; aquí la
noción dedefensa es la que se impone, insisto en ello, mientras que en el segundo tipo
podremos hablar más bien de resistencia. Defensa a la vez económica y dinámica, donde se
trata de oponer fuerzas a fuerzas, contra-empujes a empujes» (ibidem, p.49-50).
Ante todo se trata de establecer la situación psicoanalítica –en el sentido del «contrato social»
de Rousseau, como añade Laplanche-, y ese fundamento no debe ser arbitrario ni definitivo
sino que, por el contrario, exige ser constantemente redefinido. Se trata de la regla
fundamental, es decir de los compromisos que el analista y el analizando asumen juntos y que
respetan hasta el fin del análisis. En otras palabras, «no hay un pasaje progresivo entre el
análisis y el extra-análisis» (Laplanche, 1989, p. 156). El análisis se desarrolla entre cuatro
paredes, pues «para hacer un psicoanálisis no solo hace falta un diván y un sillón, sino también
una puerta cerrada» (Laplanche, 1990).
Por último, la situación de la cubeta implica una «contención» que hay que saber mantener,
conservar permanentemente. Ésta no debe confundirse con el «contenedor» de Winnicott o
de Bion. Laplanche compara la cubeta con una suerte de ciclotrón donde las partículas pueden
acelerarse a una velocidad considerable. Sin su recinto protector, ¡el ciclotrón se transformaría
en una verdadera bomba de hidrógeno! (ibidem, p. 159). De ahí la necesidad de «contenerse»,
de conservar la sangre fría pase lo que pase, de hacer prueba de serenidad incluso en
situaciones analíticas difíciles.
Como hemos recordado, la situación analítica implica «al psicoanalista y su cubeta», lo que
resulta determinante para que se desencadene la transferencia. De hecho sabemos que la
situación analítica es ella misma transferencia. Para Ida Malcapine y Lagache (a quienes
Laplanche se refiere a menudo), es el análisis lo que crea la transferencia (ibidem, p. 160).
Sobre este punto, Laplanche va más lejos al afirmar que «si la situación [analítica] reinstaura
una situación originaria, ella es por sí misma transferencia» (ibidem, cursivas de J. Laplanche).
Al respecto, me gustaría abordar brevemente los aspectos de la situación originaria: la
seducción originaria y el mensaje enigmático que juegan un rol en la transferencia.
El establecimiento de la situación originaria en la cubeta
Las atenciones y comportamientos relacionales de la madre están rodeados por una envoltura
libidinosa y totalmente impregnados de su amor y su erotismo, pero también de sus conflictos
inconscientes. El niño lo absorbe todo sin distinción.
La irrupción, en el orden vital orgánico, del otro sexual – es decir, del discurso de los padres
en el cual resuenan sus propios conflictos y sus propias represiones- puede ser traumatizante
para el bebé. Sin contar con los medios para ello, el sujeto en proceso de constitución se ve
confrontado a la tarea de traducir los mensajes enigmáticos del otro, de apropiarse de ellos, de
simbolizarlos. Percibe que hay algo detrás de las palabras y los gestos de su madre y de su
padre. Para él se trata de adivinar qué es, de descubrir dónde se esconde el deseo de sus
padres y, a fin de cuentas, mucho más tarde, en el análisis, de encontrar las palabras para
hablar de ello (Véase Bruce Fink, 2005), aun cuando resulta tan difícil. Eso es exactamente lo
que funda el carácter conflictual inherente a la naturaleza humana, del que nos ocupamos
cotidianamente en el trabajo psicoanalítico.
Laplanche se pregunta qué es lo que constituye la situación psicoanalítica y enumera las tres
funciones del analista: «Podemos formularlo, incluso reformularlo: lo intenté especialmente
con la imagen de la cubeta. Aquí propondré tres dimensiones, tres funciones del analista y de
lo que instaura: el analista como garante de la constancia; el analista como piloto del método y
acompañante del proceso primario; el analista como guardián del enigma y provocador de la
transferencia» (Laplanche, 1996, p. 181). Sin las dos primeras funciones es imposible analizar.
El trabajo del análisis consiste en disolver todo lo que pudo formarse en el plano del yo en los
niveles psíquico, ideológico y sintomático, excluyendo completamente lo funcional, como lo
ilustra el siguiente ejemplo[6]:
Si la analizanda llega tarde a su sesión explicando que el tranvía chocó con un coche quedando
inmovilizado y que por eso tuvo que venir andando, relaciona su retraso con la información
que da sobre él de manera sensata, cosa que aceptaríamos fuera del análisis y que sería a la
vez una forma de explicar y de cerrar lo ocurrido. Pero no en el encuadre del análisis. Aquí
tenemos derecho a disociar esa información de su contexto, como si no tuviera ninguna
relación con él, y a asociarla con algo completamente diferente. Por ejemplo, el final de la
sesión anterior. Así, el analista podría sugerir: «La última vez usted se fue furiosa conmigo». Un
jefe de departamento que le dijera lo mismo a una de sus empleadas que llega con retraso por
la misma razón, actuaría de forma totalmente fuera de lugar y así es como ella lo percibiría. En
cambio la analizanda, si respeta las reglas del juego acordadas, reaccionará a esa
“interpretación” por una asociación de ideas que podrían llevarla muy lejos del choque del
tranvía, eventualmente al final de su sesión anterior. Aparecerán elementos que de otro modo
seguirían en la sombra y que tal vez se integrarán, a su vez, con otras situaciones.
Evidentemente ése no será el caso si el analista responde algo como: «A fin de cuentas su
retraso no tiene nada que ver con el choque del tranvía. En realidad usted llega tarde para
castigarme, pues la última vez mi interpretación le enfureció». O peor aún: «Usted quiere
castrarme recortando mi sesión». En estos casos el analista no analiza, no abre nada sino que
más bien cierra algo al oponer a la información consciente de la analizanda una segunda
significación que solo él conoce. «En opinión de Laplanche eso no sería una interpretación sino
una hermenéutica, y probablemente una mala hermenéutica», señala Pierre Passet (Ibidem.).
Y Laplanche añade: «¡Manos quietas, en la cura, a la hermenéutica, a nuestra hermenéutica!
Una máxima reguladora que solo puede ser respetada asintóticamente, y cuya otra
formulación sería “rehusamiento del saber (Versagung des Wissens) del lado del analista[7]»
(Laplanche, 2001, p. 212).
En el capítulo titulado «La transferencia», Laplanche (1992; 1996) describe lo que denomina
“transferencia en pleno” y “transferencia en hueco”, que tienen lugar conjuntamente. La
primera corresponde a lo que Freud describe como una situación típica de transferencia. Para
el analizando, consiste en repetir situaciones arcaicas y en depositarlas en el analista como un
material de relleno. La segunda, que se encuentra en permanente interacción con ella,
significa que el analista aloja el “hueco” del analizando – es decir, lo que el analizando ignora
de sí mismo- en su propio “hueco” (Laplanche, 1996, p.184): «Ofrecemos al analizando un
“hueco”, nuestra propia benevolente neutralidad interior, la neutralidad benevolente respecto
de nuestro propio enigma» (ibidem). En otros términos, el analista es finalmente un extranjero
para sí mismo y está abierto a su propia alteridad. Al colocar su hueco interior en el hueco del
analista, el analizando deposita ahí el enigma de su propia situación infantil sin que ésta sea
interpretada. Eso es precisamente la transferencia en hueco, en el curso de la cual se produce
lo sexual-pulsional.
El analizando debe entonces ser capaz de instalarse en ese espacio simbólico no solo para
abrirse sino también para ser analizado en él (Laplanche, 1998, p.185). Laplanche precisa:
«Lösung, análisis, solución y resolución, disolución […] No hay disolución de la transferencia en
tanto tal, hay resolución o disolución de las transferencias en pleno en la transferencia en
hueco» (ibidem). En otros términos, la transferencia en hueco permite analizar el material de
relleno que aporta el analizando sin que por ello el analista pueda disolver la transferencia en
hueco en sí misma, lo que por lo demás sería imposible.
Las transferencias se despliegan de forma cíclica y nunca cesan del todo. La transferencia en
hueco significa entonces que un hueco o un espacio se instala en otro hueco. Esos dos espacios
huecos contienen los mensajes enigmáticos de cada infancia respectiva, transmitidos por el
adulto al niño. Se trata precisamente de esos enigmas sexuales que el propio adulto no era
capaz de descifrar. El analista, al igual que el analizando, trae consigo esos enigmas sexuales
inconscientes. Son éstos los que generan la transferencia inconsciente así como las fantasías
sexuales que resultan de ella. Esas fantasías pueden ser entonces conscientes, pero también
pueden estar reprimidas o permanecer inconscientes.
Dicho de otro modo, aquí se trata del hecho inmutable de que uno nunca es verdaderamente
dueño en su propia casa. Esta realidad implica que lo extranjero o lo pulsional no debe dejar
de aparecer en la interacción de las transferencias del analista y el analizando, pues de otro
modo es inevitable un clivaje. Esa disociación de lo extranjero en uno mismo (alteridad) genera
el miedo a la alteridad en el exterior, es decir a lo extranjero en el otro. Conocemos bien los
mecanismos de defensa para rechazar lo extranjero, lo sexual, tanto si consisten en superar la
diferencia respecto a otros asimilándose a ellos, o bien, a la inversa, en alejarlos o destruirlos.
Una vez disociado, el miedo a la propia alteridad ya no es perceptible, pero tampoco el deseo
sexual que lo acompaña.
Trascendencia de la transferencia
Para concluir, me gustaría ilustrar algunas de las nociones laplanchianas abordadas aquí con la
ayuda de una corta viñeta analítica, centrando particularmente mi atención en el analista y sus
propias transferencias, es decir en sus propios conflictos pulsionales.
Sabemos que Laplanche se oponía con vehemencia a las historias de casos. En el curso de la
entrevista publicada en ocasión de su octogésimo cumpleaños en un folleto conmemorativo,
ante la pregunta por la ausencia de casos clínicos en el conjunto de sus trabajos respondió en
los siguientes términos:
« […] un primer punto es que el sujeto del proceso analítico no debe ser el analista sino el
analizando: la puesta en relato de su existencia le corresponde a él y no podría corresponderle
a algún otro que narre un discurso desde el exterior. Para mí los únicos verdaderos relatos de
análisis que pueden hacerse serían eventualmente aquéllos hechos por los propios
analizandos, pero de ésos no hay tantos…tan solo contamos con algunos. Hay que decir que a
menudo el análisis se queda en niveles bastante superficiales. Muchos análisis casi no tocan la
vida sexual de los analizandos y, en mi opinión, la multiplicación de casos clínicos tal vez va en
el sentido de una suerte de psicoterapización del análisis. Puede verse, por ejemplo, con
Freud: la comparación entre el caso publicado y el diario del hombre de las ratas, cuyo
manuscrito conocemos. Vemos bien cómo es arreglado: hay toda una serie de subrayados;
ciertas cosas son subrayadas con la misma tinta que la escritura, lo que muestra aquello que se
quería conservar. Por lo tanto ¡una selección considerable! Y eliminó todo lo relativo a la
madre del hombre de las ratas, etc.»[11].
En este sentido, la siguiente viñeta también implica una cierta selección, pues el análisis que se
hace retrospectivamente es en cierta forma «construido» para ilustrar mejor las nociones
laplanchianas en la práctica.
Viñeta
«Hace mucho tiempo, tenía las primeras entrevistas de evaluación con una mujer que, después
de tres años de psicoterapia, había decidido comenzar un análisis. Tenía aproximadamente 30
años. Era socióloga, entonces sin empleo, y se había presentado a sí misma como “hija de
ingeniera industrial y feminista”. Al final de la primera sesión, durante la cual me había
descrito sus problemas de pareja con la chica que compartía su vida desde hacía varios años,
plantea dos condiciones para iniciar un análisis conmigo. La primera era que quería que nos
tuteáramos; ella tuteaba a todas las mujeres y le resultaba extraño, incluso bizarro, el trato de
usted entre mujeres. La segunda era que yo debía aceptarla como lesbiana.
Le respondí que de ningún modo podía aceptar su condición de que nos tuteáramos porque no
era cuestión de llegar a ser amigas, sino de hacer un análisis[12]. El trato de usted nos daría el
espacio necesario. En cuanto al hecho de aceptarla como lesbiana, ello no me suponía ningún
problema. La joven abandonó la sesión visiblemente molesta y yo supuse que no volvería.
Comenzamos el análisis. En las primeras sesiones hablaba solo de sus problemas actuales: sus
dificultades en sus relaciones y su alejamiento de su pareja, su búsqueda de empleo y la
asunción del cargo en su nuevo puesto, su coming out en su familia con todos los problemas
que suponía, etc. Este periodo estuvo marcado, además, por episodios depresivos, falta de
energía y cuestionamientos sobre el sentido de su vida y sobre su identidad incierta.
Por mi parte, experimentaba una parálisis y un estancamiento crecientes, aunque esta persona
y su historia me interesaban y sentía claramente que podíamos hablar con facilidad. No es que
no pasara nada, pero los momentos de estancamiento comenzaban a irritarme cada vez más.
Después de varios meses, de repente abordé en la supervisión, que también patinaba desde
hacía tiempo, nuestra primera sesión: las dos condiciones planteadas por la analizanda y la
reacción que habían suscitado en mí» (Koellreuter, 2001, p. 136).
Dejando de lado el que la analista debía ser una mujer, es justamente mi negativa del tuteo lo
que había despertado en la analizanda el deseo de hacer un análisis conmigo. El trato de usted
marcaba la diferencia entre nosotras y garantizaba la distancia necesaria. En efecto, el fracaso
de su terapia anterior se debía, entre otras cosas, al hecho de que ella tuteaba a su
psicoterapeuta. Pero, al mismo tiempo, yo no había tenido en cuenta suficientemente esa
diferencia al aceptar sin más reflexión a la analizanda como lesbiana. De forma muy poco
analítica le había generado la impresión de que aprobaba que sea homosexual, lo que
comprometía su libertad de búsqueda. Había consentido colocarme en el plano adaptativo y
respondí positivamente a la condición que me había planteado respecto a su homosexualidad,
lo que había generado –para permanecer en la terminología de Laplanche- una simetría
momentánea que había perturbado la dinámica del análisis. El concepto de asimetría, central
en Laplanche, no implica la oposición entre un nivel superior (el analista) y un nivel inferior (el
analizando), entre alguien que sabe y alguien que no sabe, sino el hecho de que el analista y el
analizando se encuentran en planos y en posiciones diferentes.
Esta asimetría radical se manifiesta en el espacio físico por tres aspectos que es importante
diferenciar: por un lado, se trata de la distinción entre la posición horizontal y vertical del
analizando, que indica si éste se encuentra al interior o al exterior de la cubeta, si está o no en
análisis; por otro lado, de una cierta forma de comunicar que excluye la percepción visual y por
lo tanto se despliega necesariamente en el plano puramente verbal; finalmente, de la
diferencia de posiciones entre el analizando, que se encuentra acostado y dentro del campo
visual del analista, y el analista, que se encuentra sentado y fuera del campo visual del
analizando (Laplanche, 1990, p. 187).
En lo que respecta a la situación de transferencia, yo había asegurado mi primera función, de
“garante de la constancia”, pero no la segunda, de “piloto del método” (al dejarme influir por
el estilo directo de la analizanda), lo que perturbaba mi tercera función de “provocadora de la
transferencia”, que ya no controlaba.
Por mi parte, mi primera reacción –precipitada- había sido seguir adelante para mantener a
distancia mi propio malestar. Con el tiempo, reconozco que fue una evidente reacción
defensiva contra mis propias pulsiones, que paralizó el proceso analítico.
La situación solo comenzó a relajarse cuando tomé conciencia de mis propias defensas y
conseguí retomar mi posición asimétrica después de ese breve periodo de simetría. Por lo
demás, ello ocurrió sin que me diera cuenta verdaderamente de lo que me había pasado. Yo
tengo, en efecto, una relación distendida con la homosexualidad, lo que está lejos de significar
que ese tema no me genere ningún conflicto intrapsíquico. En el fondo, responder a la
analizanda que el hecho de que sea lesbiana no me suponía ningún problema era una forma
de idealización que equivalía a alejar el miedo o la pulsión (Flaake, 1995). Dicho de otro modo,
si bien negándome a que nos tuteáramos había comenzado por establecer con la analizanda
una distancia o una diferencia, que justamente le aportaba la seguridad necesaria para poder
comenzar un análisis conmigo, al mismo tiempo había suprimido esa distancia aceptando su
homesexualidad sin ponerla en tela de juicio. Había pasado al nivel adaptativo, de modo que
se había instalado una proximidad simbiótica, desexualizada y marcada por el hastío: la
diferencia de potencial se había reducido a cero. Había volcado la cubeta. No había soportado
la diferencia o, justamente, la asimetría que implica el mensaje enigmático, la propia
alteridad: ¡Yo no soy tú y tú no eres yo! ¡Yo no sé quién eres tú y tampoco puedo decirte quién
soy yo!
Después de largos meses, finalmente era capaz de decirle a la analizanda: «el hecho de que
seas o no lesbiana no hace ninguna diferencia. Lo que hacemos es un análisis y cualquier
resultado es posible». Esas palabras crearon el espacio donde podía desarrollarse lo sexual, lo
pulsional. Ante sus reproches virulentos, que siguieron inmediatamente, pude hacerle un
señalamiento sobre la manera en que las mujeres heterosexuales, como yo precisamente,
desprecian según ella a las lesbianas. Pero gracias a esa intervención previa ambas habíamos
superado nuestra estupefacción y recuperado la palabra.
Esta historia de transferencia podría resumirse así: analizar es dar espacio a todo lo que no se
comprende y aceptar que una buena parte permanece in(dis)soluble. En efecto, esos mensajes
sexuales, enigmáticos e indescifrables dan forma a nuestras fantasías, que son la condición
previa del pensamiento, la búsqueda, la exploración y el deseo de saber que nos constituye.
Mientras tanto, ¡Anna también había perdido su cubeta! En aquel entonces esta experiencia
me expulsó de mi asiento de análisis, así como Senna fue expulsado de su cabina de piloto
hace cuatro años.
Notas
[1] Por una curiosa casualidad, este artículo apareció el último día de los «Encuentros
Laplanche», bianuales, que tuvieron lugar del 7 al 9 de julio de 2010 en Borgoña.
[2] Marcel Bénabou y otros compilaron, a partir de las Obras Completas de Lacan, 789
neologismos de Jacques Lacan (Édition EPEL).
[6] Ejemplo aportado por Pierre Passett en el curso del seminario Wartegg en 2007.
[7] Cursivas en el original.
[8] « Es un título en suspenso, enigmático para ustedes quizá, pero también para mí; tengo
alguna idea de lo que quiero decir con él, pero intentaremos ceñirlo juntos, si acaso se puede
ceñir una trascendencia » (ibidem, p. 209).
[9] Véase http://fr.wikipedia.org/wiki/Transcendance.
[10] El diccionario Wahrig de la lengua alemana define “transzendent” como: « aquello que
sobrepasa los límites de la experiencia y de la percepción sensorial ».
[12] Tanto en Alemania como en Francia, el tuteo solo es usado en el trato entre amigos
cercanos.
Referencias bibliográficas
Fink B., A Clinical Introduction to Lacanien Psychoanalysis. Theory and Technique, Londres,
Harvard University Press, 1997; Eine klinische Einführung in die Lacansche Psychoanalyse.
Theorie und Technik, Turia & Kant, Auflage, 2005.
Flaake K., Zwischen Idealisierung und Entwertung. Probleme der Perspektiven theo- retischer
Analysen zu weiblicher Homo- und Heterosexualität, Psyche, 1995, 9/10, pp. 867-885.
Freud, S. (1920 g), «Jenseits des Lustprinzips», gw, XIII, Francfort-sur-le-Main, Fischer Verlag,
1947, pp. 1-69.
Freud, S. (1920), «Más allá del principio de placer» O.C. v. XVIII, Buenos Aires, Amorrortu.
Koellreuter, A., Das Tabu des Begehrens. Zur Verflüchtigung des Sexuellen in Theorie und Praxis
der Feministischen Psychoanalyse, Gießen, PsV, 2000.
Koellreuter, A., Gespräch mit Nadine und Jean Laplanche, Werkblatt. Zeitschrift für
Psychoanalyse und Gesellschaftskritik, 2004, Nr. 52, « Festschrift für Jean Laplanche », pp. 11-
32.
Laplanche J. (1988), «El muro y la arcada», en La prioridad del otro en psicoanálisis, Buenos
Aires, Amorrortu, 1998a, pp.45-64.
Laplanche J. (1992), «De la transferencia: su provocación por el analista», en La prioridad del
otro en psicoanálisis, Buenos Aires: Amorrortu, 1998b, pp. 167-188.
Tausk V. (1919), L’« Appareil à influencer » des schizophrènes, Paris, Payot, « Petite
Bibliothèque Payot », 2010.
Problemáticas de la interpretación en psicoanálisis de niños*
Jean-Marc Dupeu
Las reflexiones precedentes[1], sobre la necesidad y el interés del despliegue del dispositivo
analítico en clínica infantil, permiten un planteamiento novedoso de la difícil cuestión del
estatuto de la interpretación en las psicoterapias de niños. Y esto me parece tanto más
importante en la medida en que la nueva clínica nos confronta cada vez más frecuentemente
con niños que, lejos de padecer un exceso de represión, con el conocido cortejo de síntomas
de la serie neurótica (inhibiciones intelectuales, fobias, obsesiones, etc.), presentan
sintomatologías variadas tras las cuales a menudo nos vemos llevados a suponer más bien
un fracaso de la represión. Así, la concepción freudiana clásica de la interpretación como lo
que apunta al levantamiento de la represión resulta insuficiente. ¿Esta nueva clínica debe
entonces reafirmarnos en lo que aparece como una tendencia insistente del psicoanálisis
contemporáneo, o sea la renuncia al enunciado de la interpretación en beneficio de la sola
oferta de «expresarse»?
Ésa no es nuestra posición. Más bien, vemos en la práctica psicoanalítica con niños -y
especialmente en las formas que adopta desde hace 20 o 30 años- la ocasión de reabrir una
interrogación exigente sobre el estatuto y la función de la interpretación en psicoanálisis.
Puesto que tratamos cuestiones bastante complejas, me decidí por un modo de exposición un
poco didáctico con la esperanza de aclarar los términos de nuestro debate. Si no estamos de
acuerdo en todo, al menos intentemos darnos algunas herramientas para detectar, tan
precisamente como sea posible, dónde se sitúan los puntos de discusión.
1/ El primer eje de reflexión apunta a repensar la oposición –observable en el propio Freud
desde la Traumdeutung– entre la interpretación-Deutung, invención verdaderamente
fundadora del método psicoanalítico, y la interpretación llamada simbólica o hermenéutica.
b) por otro lado –desde una perspectiva menos clásica que tomo del pensamiento de Jean
Laplanche-, lo que resulta de la actividad de traducción del propio niño a partir de lo que
Laplanche designa, desde la perspectiva de su teoría de la seducción generalizada,
como mensajes enigmáticos(o «comprometidos») emitidos por el otro, el adulto.
Tendremos que preguntarnos, entonces, por los efectos de retorno de este eje
«constitucionalista» sobre el eje precedente, el de la práctica analítica de la interpretación.
Dicho de otro modo: ¿por qué el hecho de pensar la constitución del aparto psíquico
esencialmente como resultado de una doble operación interpretante (la del portavoz y la del
propio niño) permite aclarar, y tal vez reformular un poco, la actividad interpretante del propio
psicoanálisis?
La interpretación de los sueños –la Traumdeutung- constituye el acto fundador del método
analítico de interpretación. Si Freud comienza por rendir homenaje al pensamiento popular, al
que atribuye la suposición -contraria a la ciencia- de que los sueños vehiculizan un sentido
susceptible de ser interpretado, es para enseguida proponer un método que se aparta de
aquél de la clave de los sueños, rechazando la equivalencia término a término entre un
símbolo manifiesto y una significación considerada como universal. De hecho, el primer
postulado del método consiste en deconstruir la elaboración secundaria tal como se presenta
en el relato del sueño, con el argumento de que ella ya constituye una interpretación del
sueño por el soñante. Se diría, pues, que la primera consigna en materia de interpretación de
los sueños consiste en entregarse primero a una des-interpretación, de manera que el método
asociativo que se aplica a los elementos así disociados lleve a una deriva cada vez más alejada
del contenido manifiesto y de su estructura narrativa.
Por lo demás, debe señalarse que el significado del término alemán Deutung se aproxima
mucho más a esclarecimiento o elucidación que al término francés [2] interprétation
[interpretación]. En particular, no posee en absoluto la connotación discretamente peyorativa
del término, como cuando decimos: «bueno, ¡ésa es tu interpretación!», dando a entender
que la misma secuencia permitiría una pluralidad arbitraria – o al menos subjetivamente
orientada- de interpretaciones. Es por eso que los primeros traductores de
la Traumdeutung habían traducido su título por el sintagma: La ciencia de los sueños. Jean
Laplanche destacó también que el verbo «pointer» [“señalar” o “indicar”], popularizado por
Lacan con el éxito que conocemos, sería en última instancia una traducción bastante buena
para designar la acción a la que apunta la Deutung. En ese sentido, la interpretación vendría a
designar una suerte de punto exquisito: en clínica médica se habla de un dolor exquisito
cuando el dedo del clínico despierta un dolor preciso que posee un valor diagnóstico
determinante: causalidad singular, precisión «clínica» de un índice que «señala» un
acontecimiento psíquico depositado en el inconsciente en forma de huella discreta, tal es el
campo semántico al que pertenece la noción de Deutung.
Paul Ricœur fue uno de los primeros en señalar que con la noción freudiana de Deutung se
complica la distinción tranquilizadora acordada entre la operación que apunta a
«comprender» (interpretar en el sentido hermenéutico) y aquélla que tiene por meta explicar,
y que supuestamente solo depende de las ciencias de la naturaleza. Esta incertidumbre
relativa a la cuestión de saber si la Deutung psicoanalítica depende de las ciencias
hermenéuticas o de las ciencias naturales dio origen a dos grandes corrientes del psicoanálisis,
según «llevasen las cosas» de un lado o del otro. El propio Freud parece haber dudado, a lo
largo de toda su obra, sobre si la nueva ciencia que había creado pertenecía a las disciplinas
exegéticas o a las ciencias naturales. O, para decirlo de otro modo, ¿la interpretación en
psicoanálisis tiene como meta revelar unsignificado o descubrir una causalidad?
Creemos, con Paul Ricœur, que es necesario renunciar a este falso marco cómodo y tomar en
serio la especificidad del estatuto epistemológico del psicoanálisis. Especificidad que nunca es
tan manifiesta como cuando se trata de dar cuenta de la función de la interpretación en la
práctica concreta de la cura. Ahora bien, debemos buscar la fuente de esa especificidad en la
profunda originalidad del método asociativo, al que necesariamente nos remite cualquier
reflexión epistemológica sobre el psicoanálisis. Así, hemos insistido[3] en el lugar central que
esta interrogación sobre el método asociativo ocupa en las Controversias que oponen a las
escuelas de Melanie Klein y Anna Freud.
Es por ello que, después de haber señalado esta profunda originalidad del método asociativo,
no podemos dejar de sorprendernos al notar que, desde la segunda edición de La
interpretación de los sueños (1908), Freud siente la necesidad de añadir a su método original
un recurso a la interpretación simbólica, que constituye un retorno a lo que había rechazado
con la invención del método asociativo, es decir al uso de claves de sueños y símbolos
universales.
Los motivos que anteceden a esa reintroducción por Freud de la interpretación simbólica, que
traza la vía de una cierta hermeneutización del psicoanálisis, son complejos y probablemente
se encuentran sobre-determinados. Aquí solo recordaré uno: junto al psicoanálisis como
método de investigación y de tratamiento de los trastornos neuróticos individuales, Freud
tiene la ambición de fundar una nueva antropología, una teoría psicoanalítica de la cultura.
Ahora bien, ahí donde el practicante apunta a la singularidad de cada destino libidinal con la
ambición de que se superen las inhibiciones y los síntomas, el antropólogo-psicoanalista se
propone mostrar cómo así cada uno de esos destinos singulares se inserta en un orden
simbólico que lo trasciende ampliamente. El interés de Freud por la singularidad de cada caso
nunca es una concesión a una ideología individualista, y su investimento apasionado de la
cultura es al menos tan potente como su amor a las bellas diferencias (para retomar aquí una
expresión que objeta a Groddeck para reprocharle su tentación de síntesis demasiado
englobantes). ¿Él mismo hubiera podido confesarse sus deseos incestuosos y parricidas si no
hubiera sido capaz de apoyarse en -y en cierto modo disculparse mediante- la referencia a la
tragedia de Edipo, señalando la atracción que ejerce desde hace milenios sobre incontables
espectadores y lectores? Así mismo, en el curso de su autoanálisis, Freud transfiere -en cierto
sentido más que sobre Wilhelm Fliess- sobre esas formaciones culturales que son el teatro de
Sófocles o de Shakespeare. Formaciones culturales que para él funcionan como «intérpretes»
de su propio «complejo» de Edipo[4].
Sobre este último punto, cierto número de autores (pienso muy especialmente en Maria Torok
y en Jean Laplanche) se niegan a seguir a Freud argumentando, a la inversa, que lejos de
permitir el acceso a contenidos inconscientes reprimidos, la imposición de una simbólica
universal –incluso cuando se pretende “psicoanalítica”- lo único que consigue es asegurar más
eficazmente la resistencia, dispensando al paciente del trabajo asociativo que hubiera podido
llevarlo a las representaciones y significantes electivos de su destino libidinal singular.
Aquí remito a toda una serie de trabajos recientes de Jean Laplanche en los que denuncia
cierta tentación recurrente de una suerte de recolonización del psicoanálisis por la
hermenéutica. Pienso en particular en un artículo publicado en 1995 en la Revue des sciences
humaines, titulado sin ambigüedad «El psicoanálisis como anti-hermenéutica»[5]. Me
contentaré con citar un breve pasaje: «Recordemos el uso metafórico de la “clave” en
hermenéutica. Recordemos también el examen y la crítica que hace Freud de la interpretación
clásica y popular de los sueños mediante la “Calve de los sueños”. Porque la clave-llave[6] que
sirve para abrir, sirve también, y sobre todo, para cerrar. El método psicoanalítico, en su
originario, no tiene llaves sino destornilladores. Este método desmonta las cerraduras, no las
abre. Sólo así, atracador por efracción, intenta aproximarse al tesoro irrisorio y terrible de los
significantes inconscientes»[7].
A contrario, la referencia a los trabajos de Piera Aulagnier nos es de gran ayuda. Apoyándose
en ilustraciones clínicas, esta autora nos muestra que el tratamiento psicoanalítico de
psicóticos no condena al analista a esa imposición violenta de una simbólica universal -aunque
fuera psicoanalítica-, que podría reiterar la violencia de la imposición, por la psique de la
madre, de una «teoría delirante primaria». Una vía distinta es posible: la del trabajo de
historización que se vio bloqueado por la actividad delirante. Por lo demás, mi convicción es
que, tratándose de situaciones semejantes, la lección también vale para el psicoanálisis de
niños. En efecto, una técnica que se pone a la escucha de la versión de la historia del niño que
emana del discurso parental, paradójicamente llevará más fácilmente a un estilo interpretativo
que se refiera a la singularidad de su destino. Ocurre que para la constitución de un destino
singular son necesarias muchas personas, comenzando por las figuras parentales. A la inversa,
centrarse exclusivamente en el individuo cuando éste es incapaz de aportar información sobre
su historia –y es el caso del niño pequeño- limitará al practicante al recurso a la interpretación
simbólica, ¡o sea universalista!
Aquí percibimos mejor la ilusión que significaría identificar de manera mecánica, por decirlo
así, la preocupación por la singularidad del destino del niño con la instauración de un encuadre
estrictamente individual (incluso solipsista), como lo hacemos en la cura clásica del adulto. En
efecto, en ésta encontramos la adecuación necesaria entre la condensación del dispositivo y
una eficacia suficiente de la introyección, que no ha sido lograda por el niño. Avancemos un
paso más para plantear que esa ineficacia de la introyección es lo que a su vez da cuenta,
desde un punto de vista metapsicológico, de la inaptitud del niño para la asociación libre, la
cual no debe confundirse con la mayor o menor competencia lingüística, relativa a un campo
muy distinto que solo le está ligado indirectamente[8].
El «extravío» de Melanie Klein me parece estar vinculado en gran medida a una subestimación
de la especificidad de la palabra asociativa, así como a su concepción puramente endógena –
incluso innatista- del inconsciente, expresada en la ausencia casi total de una referencia a la
noción de represión en su obra. Al postular que el inconsciente está presente de entrada en el
seno de un aparato psíquico precozmente diferenciado, la cuestión de los medios para acceder
a él pasa claramente a segundo plano, y entonces parece como si la palabra asociativa fuera
una modalidad representativa entre otras. Cuando se muestre defectuosa bastará con
remplazarla por alguna otra de las modalidades representativas disponibles: juego, dibujo,
escultura…, modalidades que hasta podrían aparecer como mejor adaptadas a la expresión del
fantasma porque, como él, figuran «escenas». Más aún, desde esta perspectiva no se perdería
nada renunciando a la palabra asociativa sino que se ganaría, ya que el dibujo o el juego
parecen ser más afines que el lenguaje a las representaciones de cosas (de las que Freud dice
que son las únicas que tienen lugar en el inconsciente). Ahora bien, eso es subestimar el
privilegio, irreductible en psicoanálisis, de la palabra asociativa, y la paradoja que ello supone
nunca será suficientemente subrayada. Paradoja que André Green, por ejemplo, explicitó de
manera particularmente acertada: «La palabra [en el análisis] juega el rol de un unificador de
la psique en relación al carácter diverso y heterogéneo de la experiencia psíquica y en relación
a la estructura del inconsciente». Y esto es lo destacable: «Toda la técnica analítica se basa en
el artificio de esta unificación por el habla para hacer aparecer su dependencia respecto de eso
otro, cuyas formas son diversas, según los casos»[9].
Por lo tanto, si el problema técnico principal del psicoanálisis de niños es la dificultad ligada a
su incapacidad estructural para plegarse a la regla de la libre asociación verbal, para
subsanarlo no podríamos contentarnos con el juego o el dibujo, como nota acertadamente
Anna Freud, quien, sin embargo, no logra aportarle una verdadera explicación metapsicológica
ni, por lo demás, una alternativa satisfactoria. Mi hipótesis es que, a pesar de su intuición
según la cual el problema está ligado a la dependencia del niño respecto de los adultos
tutelares, permanece prisionera delptolemaicismo de Freud. Porque su interés por el lugar de
los padres se debe principalmente a su preocupación por los efectos perversos que podrían
resultar de una interferencia mal manejada entre el proceso analítico y el proceso educativo, y
no al hecho de suponer que los padres son protagonistas en la constitución del inconsciente
del niño. Así, la discusión que mantiene con Melanie Klein sobre la mayor o menor precocidad
de la diferenciación del aparato psíquico[10] se atasca en lo accesorio, es decir en un problema
de datación cronológica, cuando la cuestión esencial está menos ligada a la fecha de la
diferenciación tópica del aparato psíquico que a la teoría sobre las modalidades de su
constitución. Ahora bien, sobre este último punto las concepciones de M. Klein y A. Freud son,
en esencia, ampliamente convergentes: ambas e pliegan a una concepción ptolemaica, es decir
auto-centrada y dependiente de un desarrollo endógeno de la génesis del inconsciente,
otorgando a los adultos tutelares una participación secundaria en ese desarrollo. Éstos solo
intervienen para favorecer un desarrollo armonioso –pensemos en la metáfora del buen
jardinero que ofrece las condiciones óptimas para el crecimiento- , pero de ningún modo
influyendo, por su propia realidad psíquica, en la constitución y los contenidos de las
representaciones inconscientes mismas. A continuación nos detendremos más bien en las
teorías que ponen en primer plano la importancia de la psique parental en la constitución del
inconsciente.
Conocemos dos tipos de teorización que ponen en primer plano la intervención de la psique
parental en la constitución del aparato psíquico del infans. Ahora bien, ambas guardan una
estrecha relación con la cuestión de la interpretación:
1/ Una primera serie de concepciones, inaugurada por Wilfred Ruprecht Bion y Donald Woods
Winnicott (dos discípulos de Melanie Klein, como no está demás señalar), y que se prolonga en
Francia con los trabajos de Piera Aulagnier y algunos otros, insiste en la importancia de la
psique de la madre en el trabajo de metabolización de las mociones pulsionales del infans, tal
como puede aprehenderlas a través de sus comportamientos más elementales y a las que
confiere, por anticipación, valor de comunicación. Ya se trate de la capacidad de rêverie de la
madre, de Bion, que permite la transformación de elementos Beta en elementos Alfa (desde
entonces susceptibles de entrar en un proceso de metabolización por la psique del niño), de
la preocupación materna primaria de Winnicott, que propone una descripción fenomenológica
precisa, o incluso de lo que Piera Aulagnier designa como la interpretación materna
primaria, estos tres autores insisten en la necesaria movilización de esas capacidades de la
madre para ligar lo que las mociones pulsionales anárquicas del infans podrían tener de
destructivo para el yo primitivo en proceso de constitución.
Piera Aulagnier insistió especialmente en la importancia que la diferenciación tópica de la
psique materna tiene para la eficacia de ese trabajo de metabolización. En particular, no es en
absoluto indiferente que, en el curso de la constitución de su propio aparato psíquico, la
madre se haya beneficiado de una represión suficientemente lograda o, al revés, que
permanezca en gran medida sometida a mecanismos de defensa arcaicos, como la
identificación proyectiva, el clivaje o la desmentida. Aquí se rechaza la concepción que se
centra en un desarrollo puramente endógeno (común a Melanie Klein y a Anna Freud), según
la cual todo niño atraviesa necesariamente estadios primitivos autísticos y luego psicóticos
antes de acceder, por la simple magia de un desarrollo armonioso, a «posiciones» menos
arcaicas. Así comenzamos a alejarnos de una concepción puramente auto-centrada de la
constitución del aparato psíquico o, como le gusta decir a Jean Laplanche (por referencia a la
metáfora cosmológica heredada de Freud), de una concepción «ptolemaica».
Aún hay que señalar que esta función interpretante de la psique materna no se concibe por
fuera de todo lo que constituyó su cultura, en particular el conjunto de mitos –familiares,
religiosos y culturales- que no dejaron de atravesarla desde su propia infancia. Todas las
herramientas de elaboración psíquica que pone al servicio de su hijo (a través de cuentos y
relatos, pero también a través de sus comportamientos más cotidianos) están completamente
impregnadas, sin que ella lo sepa, de esas significaciones culturales. Esto ya permite cuestionar
la hipótesis inútil -y peligrosa para el pensamiento- de una transmisión filogenética de
fantasmas supuestamente originarios, defendida con el argumento de que encontramos
innegables constantes en las primeras manifestaciones de la actividad fantasmática de los
niños. Desde una perspectiva «descentrada», esos fantasmas aparecen más bien como el
producto de un trabajo ya bien sofisticado de metabolización psíquica. Es lo que mostraría una
relectura atenta de las páginas que Freud consagra al juego de la bobina, que no es otra cosa
que un primer intento de descripción de la propia génesis de la actividad fantasmática a partir
de una serie de eventos psíquicos repetitivos y micro-traumáticos banales, que ponen en
escena al niño y a su madre… Sin contar a Freud, el abuelo psicoanalista que, por una
identificación simpatizante con su nieto “abandonado”, aporta una Deutung magistral de su
juego. Esta elucidación-reconstrucción por Freud del juego de la bobinaconstituye, en mi
opinión, el modelo ineludible de la actividad interpretante del analista de niños[11].
2/ Sin embargo, al lado de esta actividad interpretante de la madre –y más en general de los
adultos tutelares-, que la práctica psicoanalítica con niños permitió detectar más finamente,
Jean Laplanche mostró que se debía dar todo su lugar a la actividad traductiva del propio niño,
confrontado desde el origen a mensajes emitidos por el otro, el adulto. Este acento, puesto
desde entonces en la categoría del mensaje, resulta de la rehabilitación y la generalización,
efectuadas por Laplanche, de la teoría freudiana de la seducción. En este registro ya no se
trata de la seducción factual por un adulto perverso, sino de las consecuencias que tiene, para
la constitución del inconsciente, la confrontación radicalmente asimétrica entre el infans y el
adulto (dado que éste último está habitado por un inconsciente sexual). Es esta asimetría
fundamental y fundadora la que da cuenta de lo que en adelante Laplanche propone describir
bajo la categoría de seducción originaria: «Con el término seducción originaria calificamos
entonces esta situación fundamental en la que el adulto propone al niño significantes no-
verbales tanto como verbales, incluso comportamentales, impregnados de significaciones
verbales inconscientes»[12]. De ahí el calificativo de «enigmático», que propuso primero para
describir esos significantes, con la precisión esencial de que si son enigmáticos para el niño es
porque lo son también para el propio adulto. Más adelante, volverá sobre este término
de significante para proponer más bien el de mensaje, pues la noción de significante,
perteneciente a la lingüística, designa una unidad lingüística aislada de la lengua:
no traducimos un significante; a lo sumo podemos buscarle un equivalente en otra lengua. En
cambio la traducción, que pertenece a la lingüística del discurso, se refiere a un mensaje: no
solo “¿cuál es su significado?”, sino “¿qué es lo que quiere decirme a mí?”[13]. Incluso, para
acentuar la dimensión persecutoria de la dirección, “¿qué es lo que quiere de mí?”. Esta
dimensión de dirección, discretamente persecutoria, del mensaje dirigido por el adulto
al infansserá reactualizada en la relación transferencial. Desde esta concepción copernicana, la
transferencia, antes de ser el objeto de una interpretación por el analista, se entiende en
primer lugar como un mensaje a ser traducido por el paciente (¿qué espera él de mí?).
Partiendo de una reflexión cuidadosa, Laplanche también toma partido por una concepción del
inconsciente opuesta a la de un inconsciente «que piensa», retroproyección, en una supuesta
«lengua del inconsciente», de escenas, recuerdos o fantasmas, incluso de mensajes dotados de
sentido, que en cierto modo duplicarían las experiencias inscritas en el sistema preconsciente-
consciente. Esta concepción, común a ciertos movimientos kleinianos y doltianos, tiende a
tratar al inconsciente como una segunda conciencia, paradójicamente más sabia y lúcida que la
conciencia ordinaria. Esta ruta viene a unirse a lo que podría denunciarse como una
«rousseaunización» contemporánea del psicoanálisis, favorecida por la ideología de las
décadas sesenta-ochentas y de la cual encontramos un síntoma particularmente manifiesto en
el éxito de la obra de Françoise Dolto ante el gran público. El niño, como «sujeto de deseo»
(noción lacaniana de la que se buscaría en vano cualquier huella en la obra freudiana), dirigiría
a través de sus síntomas un mensaje claro, casi transparente, a cuya escucha los adultos –
comenzando por los padres y los profesores- solo tendrían que mostrase disponibles: «¿Qué es
lo que quiere decirte?». Hoy es común escuchar esta pregunta tanto en las conversaciones
entre madres a la salida del colegio como en ciertas consultas de guía parental inspiradas en
esa psicología doltiana del niño, que en Francia se volvió una referencia ineludible.
Otro tema vulgarizado por los medios es el de los secretos de familia: quién no ha escuchado
proferir con seguridad, en reacción unánime frente lo que tendemos a reducir a los malos
hábitos de otro siglo, a una institutriz o a un pediatra de buena voluntad: «Hay que decírselo
porque, de todos modos, ¡ya lo sabe…en alguna parte![14]». Esa famosa «alguna parte», que
se ha vuelto tan frecuente en las conversaciones contemporáneas dentro de un público
amplio, impone el tema popular de ese inconsciente sabio y pensante, al que un gran número
de profesionales de la infancia temprana, de la salud y de la educación considera una evidencia
incontestable[15]. La paradoja es que, al volver inútil la extrema sofisticación
del método freudiano, esta aparente victoria de las concepciones del psicoanálisis ante el
público constituye ¡una de sus más fuertes resistencias! La concepción laplanchiana del
inconsciente se opone frontalmente a esta ilusión de un inconsciente más sabio que la
consciencia, en beneficio de un tesoro de residuos designificados(donde rencontraríamos la
noción freudiana de retoños) que no dejan de excitar la pulsión a traducir del niño. En cuanto a
la dimensión de «dirección» del síntoma al entorno, resulta altamente problemática, sobre
todo si a través de ella se presta una intencionalidad comunicativa al inconsciente[16].
He aquí una secuencia, tomada de la clínica de adultos, que ilustra conjuntamente la noción de
mensaje enigmático y la manera como se retoma el trabajo de traducción de esos residuos no
traducidos en el curso de la cura analítica. En su segundo año de análisis, esta joven fue
encontrando y explorando los entresijos de su idilio edípico con su padre: hija única de un
padre policía muy apegado a su función de servicio público, va comprendiendo mejor hasta
qué punto su propio rendimiento escolar, siempre excelente, respondía al proyecto
identificatorio de su padre en relación con ella. Para la gran satisfacción de éste, ella había
cursado una carrera universitaria brillante que debía llevarla a convertirse en alta funcionaria
del Estado. Así, progresivamente tomó consciencia de que se había convertido en la persona
más importante de la vida de su padre. Su madre había quedado relegada a segundo plano, lo
que le hacía sentir una gran culpabilidad. Dicho de otro modo, el análisis vino a reforzar su
antiguo sentimiento de que, desde muy niña, se había convertido en “la mujercita de su
padre”.
En una sesión, en un estado de cierta excitación, me dice: «Acabo de comprender algo muy
extraño, que siempre me resultó incomprensible [no creo que haya empleado el
términoenigmático pero el sentido era ése]. Mi padre siempre fue un hombre decente, muy
respetuoso de la ley y del orden público, tranquilo y bondadoso, pero ahora entiendo algo que
muchas veces me sorprendía y me chocaba sin que llegara a precisar por qué. Recuerdo que
perdía la calma y entraba en un estado de furia violenta en una circunstancia muy particular, a
saber, cuando la radio mencionaba cualquier hecho relacionado con violadores de niñas.
Entonces no se contenía, no se medía, reclamaba la pena de muerte, etc.». Ante esa reacción
desproporcionada, de una cólera intensa, mi paciente tenía el sentimiento, a la vez oscuro y
muy preciso, de que en esas circunstancias algo desbordaba a su padre, en esa desproporción
entre la causa distante de la cólera y la intensidad de los afectos, tan poco común en él.
Todo parecía indicar que, por primera vez en su vida, podía verbalizar los términos del enigma,
al mismo tiempo que era capaz de darle una interpretación: desde entonces para ella es una
suerte de evidencia que, por su furia desproporcionada ante noticias sobre violaciones de
niñas, su padre manifestaba a la vez su deseo por la niña pequeña que ella era y su defensa
violenta contra la toma de consciencia de ese deseo. Aquí podemos decir que el conjunto de
esas secuencias, probablemente raras y dispersas en el tiempo, había funcionado para mi
paciente como un mensaje que se resistía a la traducción.
Que sea la violación de niñas lo que tenía el poder de hacer que su padre caiga en ese estado
insólito debía darle, además, la oscura impresión de que ese “mensaje” se dirigía a ella. Y
puesto que en ese momento no podía darle ninguna traducción precisa, habría quedado
«implantado» en ella como tal, a la espera de una futura traducción. Ésta supondría que se
había aclarado algo de la dinámica de lo que he designado como el idilio edípico, lo que
muestra bien que se trata de unarelación compartida y no de un supuesto «complejo
inconsciente» endógeno. Pero se habrá notado que su traducción –podríamos decir más bien
su retraducción- fue únicamente suya, aun cuando la posibilidad de verbalizar en sesión el
mensaje paterno es contemporánea de su capacidad de traducirlo.
La situación analítica es justamente ese dispositivo que reactiva aquellos cuerpos extraños
internos implantados, significantes en espera de traducción. Las construcciones-
interpretaciones del psicoanalista no deben confundirse con la actividad (re)traductiva del
propio analizando: ellas las favorecen y las preparan, pero no las sustituyen. En este caso la
aparición, desde hacía unos meses, de sus propios recuerdos y afectos referidos al idilio
edípico con su padre, claramente había sido favorecida por algunas de mis intervenciones
discretas, basadas en la «mitología edípica» del psicoanálisis. Ese trabajo preliminar sin duda
contribuyó a desenclavar el mensaje paterno, devolviéndole su lugar en la cadena asociativa
de la que había sido excluido en la infancia debido a la inmadurez sexual de la pequeña.
Mientras tanto, puede suponerse que había sido recubierto por traducciones de espera, que
en un modelo hipotético podemos asociar a ciertos enunciados preconscientes: papá está
enfadado; el trabajo de un policía es castigar a los malvados; no quiere que me pase nada
malo; aquello le parece asqueroso, etc. Pero todas esas traducciones, por más satisfactorias
que sean para la lógica preconsciente, dejaban un resto intraducible del mensaje, en ese punto
exquisito donde el amor a la justicia y la ternura del padre por su hija estaban
«comprometidos» por un deseo «incestuoso», violentamente contra-investido.
En el caso del niño no ocurre así. Si nuestra hipótesis es plausible, debemos imaginar que el
niño está actualmente confrontado a la exigencia de traducción de mensajes que le son
dirigidos en una «lengua» de la que, debido a su inmadurez psicosexual, no posee el código
rudimentario. Así, proponemos la hipótesis de que los síntomas por los que consulta son
testimonio, a la vez, de un intento de simbolización y del fracaso de la traducción de los
mensajes por los cuales lo imaginamos de algún modo «bombardeado». La experiencia
analítica -las asociaciones que establecemos entre las curas tanto de niños como de adultos
que nos vincularon a su proyecto de detraducción-, nos permite elaborar algunas hipótesis
sobre lo que está en juego. A la inversa, si nos limitáramos solo a la escucha del niño
estaríamos en la situación de un corrector al que se le encarga revisar una traducción sin tener
acceso alguno al texto original. Evidentemente podrá suponer oscuridades, señalar
expresiones impropias en el uso de la lengua de llegada… Pero sin la versión original, en su
intento por corregir “impropiedades” se arriesga, a su vez, a introducir contrasentidos groseros
en la lengua de llegada.
Así, al restringir nuestra escucha únicamente a la traducción que produce el niño nos
condenamos casi fatalmente a la interpretación simbólica, que sin duda es mejor que nada
porque relanza el trabajo de simbolización paralizado por el síntoma, pero que fracasa
en desenclavar ciertos residuos singulares, obstaculizando la libre circulación de las
representaciones.
En un trabajo grupal donde algunos colegas y yo confrontamos durante años nuestras
experiencias sobre estas cuestiones, adquirimos progresivamente la convicción de que cierta
forma de escuchar a los pacientes -en condiciones que no pueden codificarse de manera rígida
por estar en función del material que surge en cada giro de la cura- nos permite elaborar
hipótesis sobre losmensajes enigmáticos parentales a los cuales se ve confrontado el aprendiz
de traductor, mientras reunimos información indispensable sobre la historia y la prehistoria
del niño. Esta estrategia debe distinguirse de la que se usa en el marco de las terapias
familiares. En efecto, durante las entrevistas con padres no pretendemos señalar tal o cual
réplica precisa del padre dirigida al niño, como ocurre en una terapia familiar. En la ilustración
clínica precedente vimos que la noción de mensaje enigmático remite a un contenido más
difuso que una simple frase. Tener una representación hipotética del mismo supone
interrogarse sobre el lugar que vino a ocupar el niño en el destino libidinal del padre o madre
en cuestión. Ello a menudo supone –no se trata de una regla absoluta sino de un hecho de
experiencia frecuente- que esas entrevistas se den en ausencia del niño ¡y hasta del cónyuge!
Sin embargo, no podría tratarse del comienzo de una relación psicoanalítica con el padre o
madre, paralela a la relación con el niño. Desde este punto de vista, la posición subjetiva del
psicoanalista no debe prestarse a ambigüedad. El padre o madre debe haber aceptado que la
escucha benévola que le ofrecemos, que le permite desplegar sus propias asociaciones, sea
puesta al servicio de la comprensión, por el analista, del funcionamiento psíquico del niño.
Aquí, la teoría de Laplanche sirve de guía a nuestra escucha y a la alianza de trabajo que
ofrecemos: en esas entrevistas no nos consagramos tanto a la historia misma del padre/madre
como al dominio bien específico de su realidad psíquica, que es aquél de los mensajes
comprometidos que esa historia lo/la llevó, sin que lo sepa, a dirigir a ese niño o esa niña,
cuyos síntomas podemos entender como intentos imperfectos de traducción.
Vic
Casi siempre cuando un padre/madre me llama para consultarme a propósito de uno de sus
hijos, le propongo, antes de un encuentro con el niño o la niña, una entrevista preliminar con
él o con ella solos… sin insistir demasiado en que venga el otro cónyuge. Así, privilegio la
escucha de aquél que me dirige la primera demanda (casi siempre la madre, pero no de
manera sistemática). Cuando la pareja parental insiste espontáneamente en venir junta a la
entrevista, evidentemente lo acepto, en primera intención, suponiendo en esa forma de
proceder más bien una defensa[17]. En esos casos casi siempre se gana si se vuelve a ver a los
padres separadamente.
Entonces recibo una primera vez a la madre de Vic sola. De cincuenta años aproximadamente,
ya había pasado los cuarenta cuando este hijo único nació. Nuevos en la región,
aparentemente los dos padres se adaptan bien al modificar considerablemente sus intereses
personales y profesionales. Pero ése no parece ser el caso de Vic, de 7 años de edad, a quien le
gusta mucho menos su nueva ciudad. En efecto, el síntoma preocupante que motiva la
consulta es una mala adaptación a sus nuevos compañeros de clase, quienes lo han convertido
en “el punto” de sus ataques, ante los que no puede defenderse. Pero, de entrada, esta madre
culta y dotada de una buena capacidad de insight (ella misma hizo varios años de análisis) me
habla de su historia afectiva, centrándose en las consecuencias de ésta sobre Vic. Estuvo ligada
durante años, en una relación pasional sumamente intensa, a un hombre que calificó
espontáneamente de «perverso». Aunque se sentía muy entregada a esa relación, decidió
separarse porque era consciente de la destructividad de su pasión, pero también porque no
había ninguna posibilidad de que ese hombre considere la posibilidad de darle un hijo.
Entonces, un tiempo después, se emparejó y luego se casó con un hombre completamente
opuesto al primero: quince años menor que ella, conservaba algo del “niño pequeño”,
simpático pero afectivamente inmaduro, que había sido. Dedicado, además, a una profesión
que lo mantenía estrechamente conectado al mundo de la infancia. El problema que preocupa
a la madre de Vic es que le gustaría hablarle a su hijo del hombre que precedió a su padre,
incluso presentárselo -pues de alguna manera no deja de ser «el hombre de su vida»-, pero
cree que el padre de Vic no estaría de acuerdo. Parece suponer que ese secreto sobre su
propia historia, que precede al nacimiento de Vic, tiene efectos indirectos desfavorables sobre
él. A menos que lo que esté buscando (y es una hipótesis plausible) sea apoyarse en una
autoridad para forzar su propia lealtad hacia el padre de Vic. Añado que no hay ninguna razón
para suponer que Vic sea hijo –desde el punto de vista de la biología- del primer hombre. Dejo
pues en suspenso la demanda de consejo de la madre, guardando en la memoria este
importante material -relativo a su psique- que me comunicó espontáneamente como
presintiendo que podía tener alguna relación indirecta con las dificultades que enfrentaba su
hijo.
Vic no tardará mucho en mostrarse, en las sesiones, incomparablemente menos inhibido que
en clase. Ayudado por los juguetes a su disposición, inventa juegos sumamente crudos y
violentos. A sus siete años, no se muestra para nada como un niño del periodo de latencia.
Rápidamente aparece un vocabulario sexual crudo y obsceno: Vic dice que quiere «follar,
follar…». Incluso pretende que ya lo hizo con una niña de su edad, haciéndome largos relatos,
bastante pornográficos, de las relaciones sexuales tal como las imagina. Esos relatos aparecen
como la condensación extraña de explicaciones sexuales ofrecidas por la madre (sin duda en
un lenguaje pedagógico, con la ayuda de libros especializados en este dominio), retomadas en
un vocabulario grosero que lo excita enormemente. Tuve grandes dificultades para conciliar su
derecho de decirlo todo con mi deseo de que estuviera más o menos tranquilo cuando su
madre lo recogía después de las sesiones. Quiero señalar, de paso, que a pesar de la precisión
de la información sexual transmitida por la madre, sigue hablando «del pito de la mujer» y
«del pito del hombre», negación de la diferencia de sexos que no corrigió después de que le
pregunté si estaba seguro de que la misma palabra servía para los dos sexos. Brevemente, el
material crudamente sexual y la excitación que mostraba Vic en sesión evocaban fácilmente la
descripción del pequeño perverso polimorfo del que habla Freud en los Tres ensayos de teoría
sexual. Por lo demás, unos meses después de comenzar el análisis, la madre me escribe una
carta para contarme sobre el peluche que posee desde que era muy pequeño, al que está muy
apegado y al que hace largas confidencias. Le sorprende constatar que él nunca me ha hablado
de ese peluche y que nunca lo ha traído a sesión. Desde que hice partícipe a Vic de esta carta
de su madre, lo traerá regularmente a sesión y con él se dedicará a hacer simulaciones de
relaciones sexuales muy crudas, imitando los gemidos de actores de películas pornográficas.
Pero durante una sesión en la que estaba más tranquilo, comienza a contarme cómo se hacen
los niños. «Verás que es asquero…», pero al menos sabe que sus padres no lo han hecho
nunca. ¿La prueba? Que ellos no han hecho un hermanito. Entonces le pregunto cómo hicieron
sus padres para tenerlo a él. Sin dudarlo, me responde que ese método (las relaciones
sexuales) ¡solo funciona para el segundo, no para el primero! Sin mostrarme demasiado
sorprendido, le pido que me explique cómo se hace entonces para el primero. Él se enfada y
responde que no sabe nada sobre eso, pero que está absolutamente seguro de que aquello
solo vale para el segundo, él losabe. Además él vigila a sus padres y está seguro de que nunca
han hecho el amor, porque de ser así lo hubiera visto.
Se dirá que es banal –o mejor dicho, universal- reprimir la representación de las relaciones
sexuales entre los padres. Pero en este caso singular, teniendo en cuenta la convicción de que
su nacimiento no podía ser consecuencia de una relación sexual entre sus padres, además de
lo que su madre me confió sobre su apego al hombre calificado de “perverso” que precedió en
su vida al padre de Vic, todo ello es evidentemente muy inquietante. ¿Debemos decir, como
creo que algunos estarán tentados de hacer, que…«en alguna parte lo sabe»? Yo soy más bien
sensible a su cólera cuando le pregunté si podía decirme cómo imaginaba que había ocurrido
su concepción, cólera que interpreto como una manifestación de su humillación frente a su
incomprensión. Sin embargo, se cuida de preguntarme cuál es mi teoría, como lo hubieran
hecho algunos niños…Tal vez porque ha experimentado suficientemente el fraude y el engaño
de El esclarecimiento sexual del niño[18].
Antes que abundar en el sentido de una supuesta hiper-lucidez del inconsciente, yo más bien
me representaría las cosas así: el mensaje enigmático está, aquí, constituido por el contraste
entre la crudeza «clínica» de las descripciones maternas – sustituto probable de la frustración
que se impuso al renunciar a la relación pasional- y el tipo de relación, afectuosa pero
probablemente muy poco sexualizada, que tenía con el padre de Vic. El mensaje es enigmático
porque podemos suponer que el interés puesto por la madre en la relación pedagógica de
estilo científico está comprometido por la vivacidad del recuerdo de la relación pasional a la
que debió renunciar… para que Vic naciera. Lo que instala al niño fatalmente en la posición de
sustituto de ésta. Paradójicamente, pensar en Vic y cuidar de él es ¡pensar en aquél a quien se
impuso renunciar por él! De ahí el conflicto psíquico, que nos cuenta espontáneamente en la
primera entrevista, entre su deseo de hablarle a su hijo de esa relación pasional (lo que
restablecería el vínculo entre ese hombre y Vic) y la lealtad debida al padre de éste último. De
ahí tal vez la traducción por Vic de las primeras explicaciones sobre sexualidad, científicamente
neutralizadas, en un lenguaje grosero[19](«lenguaje de la pasión»).
Puede que algunos se sientan tentados a decir que Vic «conocía inconscientemente» la
existencia de la relación anterior, «pasional/perversa», de su madre. Nosotros creemos que
eso sería caer en la ilusión denunciada arriba de un inconsciente «que sabe y que piensa». De
hacerlo así, estaríamos «retro-proyectando» en el «inconsciente» de Vic nuestra construcción,
sos-tenida por una teorización exigente y por nuestra experiencia clínica. Nuestra teorización
nos lleva a poner el acento en el fracaso de la traducción, más que en el «saber inconsciente»
del niño. Su excitación y su angustia nos parecen mucho más ligadas al hecho de que está
literalmente invadido por representaciones «implantadas» que es incapaz tanto de traducir
como de reprimir[20].
Sin embargo, en el curso de la sesión decisiva que acabo de relatar, aparece de forma
inaugural la fórmula: « ¿podemos no hablar más de eso?», que estamos acostumbrados a
escuchar más bien en las psicoterapias de niños neuróticos… Incluso si es él quien vuelve a
traer el tema diez minutos después, pues todavía es incapaz de sustraerse a esos cuerpos
extraños internos, casi persecutorios, que parecen haber sido implantados en él por los
mensajes maternos en ocasión de la relación educativa y pedagógica. Progresivamente, la
crudeza del material de las sesiones se atenuará, de modo que Vic logrará usar el dispositivo
que se le ofrece no ya como lugar de excitación sino como lugar tranquilizador donde puede
lograrse una represión bien temperada[21]. En este inteligente niño, el interés por la actividad
escolar crece al mismo tiempo que desaparecen los problemas de conducta preocupantes.
Como suele ocurrir en este tipo de situaciones clínicas, esta «victoria» de la represión se
acompaña de la aparición, en Vic, de cierto aburrimiento durante las sesiones, junto a una
mayor capacidad para las sublimaciones escolares. Represión y reactivación de las
sublimaciones son los logros de los que tomo nota al interrumpir, a pedido de Vic, la
psicoterapia, en un ambiente de trabajo positivo con la familia que, ahora ya tranquila, se
sentía satisfecha con la evolución del niño.
Debo concluir al menos provisionalmente, pues las reflexiones sobre las que quería trabajar
hoy todavía son ampliamente programáticas. Sin embargo, parece claro que la referencia a la
teoría traductiva, como aquélla que da cuenta de la constitución de un inconsciente individual
y sexual en el niño, permite precisar mejor la distinción de la que partí entre interpretación-
Deutung einterpretación llamada simbólica. Ahora ésta se nos aparece como un último
recurso, cuando nos resulta imposible forjar hipótesis suficientemente precisas sobre los
mensajes enigmáticos que hacen obstáculo a la traducción y por los cuales suponemos que el
niño se encuentra invadido. Pero la incapacidad estructural del niño para una auténtica
actividad asociativa (un punto en el que me uno a Anna Freud contra Melanie Klein) es
indudablemente un obstáculo. Por lo que reaparece esta cuestión: ¿cómo compensarla
auténticamente? Aquí pienso que debería evitarse un malentendido frecuente. A pesar de
haber insistido tanto en la reintroducción, en la cura del niño, de material proveniente de la
escucha de los padres, hay que precisar que no es ese material por sí mismo el que llena la
carencia de asociación libre. De ahí nuestro rechazo, en esos casos, del recurso a los
dispositivos familiares… pues continuamos sosteniendo la concepción de un inconsciente
individual y su constitución requiere un espacio de secreto. Es por ello que nos mostramos
sumamente prudentes en cuanto a juntar directamente, en el mismo lugar, el discurso
parental y el del niño.
En mi concepción actual, preferiría decir que son los procesos terciarios del análisis los que
tienden a compensar la incapacidad del niño para la asociación libre, «unificando», como se
expresa André Green, la heterogeneidad de las modalidades representativas del niño.
Compensación que probablemente supone una cierta modificación de la consigna freudiana
relativa a la atención flotante, que, en el marco del psicoanálisis de niños, supondría que el
analista pueda «apoyarse» en la eficacia del proceso asociativo del paciente. Éste casi nunca es
el caso durante las psicoterapias con niños, y menos aun cuando nos alejamos de la
organización neurótica.
Este proceso de ligazón por los procesos terciarios del analista supone que éste haya aceptado
y creído posible escuchar el discurso de cada uno de los padres, sin provocar mayores efectos
perversos. Esto con un doble objetivo: recoger su visión de la historia y de la pre-historia del
niño, de la que ellos siguen siendo, como nos enseñó Piera Aulagner, los historiadores; pero
también –y en la misma ocasión- forjarse hipótesis suficientemente precisas sobre
los mensajes enigmáticos (ocomprometidos) que éstos últimos dirigen al niño. La hipótesis
metapsicológica fundamental es que los problemas presentados por éste último están en
estrecha relación con las dificultades, incluso la imposibilidad, que encuentra en su necesario
trabajo de traducción de los mensajes parentales – como la cura de Vic lo ilustra de manera
inquietante.
Esta es nuestra forma de rencontrar, pese a las apariencias y gracias al despliegue del
dispositivo analítico, la inspiración originaria del método psicoanalítico: el rencuentro y la
elucidación, por el método asociativo, de elementos discretos, de residuos inconscientes
individuales que marcaron un destino libidinal. Es finalmente esforzarse, a pesar de las
dificultades particulares ligadas al estatuto de inacabamiento del aparato psíquico del niño,
por mantener la apuesta de la interpretación-Deutung, contra las tentaciones seductoras pero
engañosas de la interpretación-simbólica (hermenéutica).
Notas
[1] El autor se refiere a las reflexiones que plantea en capítulos anteriores del libro, recién
citado, que incluye éste. N. de T.
[2] O español. N. de T.
[3] Véase en el capítulo anterior [J-M Dupeu, Un travail de culture (cap. VI), PUF, 2010]. N. de
T.
[6] El término francés clé designa ambas cosas. N. de T. de la versión española, recién citada.
[7] Op. cit. p. 211.
[8] La inaptitud para la asociación libre tiene una explicación metapsicológica, mientras que la
mayor o menor competencia lingüística depende de procesos neuropsicológicos o
psicolingüísticos. La interferencia de estos dos campos en la clínica infantil concreta no debe
dispensarnos de distinguirlos cuidadosamente en la teoría, pues no hacerlo favorecería mucha
confusión.
[11] Jean Laplanche justamente hizo notar que los “ausentamientos” repetidos de la madre del
niño de la bobina pueden entenderse como mensajes enigmáticos que éste intenta
“metabolizar” en el curso de su juego. Esta tesis será retomada de manera más detallada en
los capítulos VIII y IX de la presente obra [Cf. el libro que incluye este texto. N. de T.].
[14] Adelantémonos a precisar que este mandato naïve no tiene nada que ver con el paciente
trabajo analítico, en el curso de curas particularmente difíciles, ligado a la superación de
fenómenos de “criptas” y de “fantasmas” que pone en evidencia la obra de Nicolas Abraham y
Maria Torok, continuada por sus discípulos. Véase, por ejemplo, CI. Nachin, Les fantômes de
l’âme,Paris, L’Harmattan, 1993.
[16] Aquí debe recordarse que la utilización por el sujeto de su síntoma en sus relaciones con
su entorno está precisamente designada, por Freud, como un beneficio secundario, en el
sentido metapsicológico riguroso del término: por ello no entendemos que es clínicamente
accesorio, sino que ese beneficio depende, en cuanto a su mecanismo, de
los procesos secundarios. El proceso primario de la constitución de los síntomas ¡excluye
cualquier intencionalidad comunicativa!; por eso su elucidación no podría reducirse a la
imposición de una simple equivalencia término a término, según el modo de las claves de los
sueños.
[17] Desde este punto de vista, las condiciones óptimas de la escucha psicoanalítica no deben
hacer mucho caso de lo políticamente correcto, que tiende a infiltrarse en el modo de
funcionamiento de ciertas consultas médico-psicológicas. Nos referimos a la presión, a
menudo sistemática, para recibir de entrada a la pareja parental, en nombre de la ideología
biempensante de la equidad de la importancia de las dos figuras parentales. Doctrina que a
menudo es completada por la prohibición que se imponen algunos practicantes de escuchar a
los padres en ausencia del niño, también en nombre de una concepción chapucera de los
«derechos del niño». Con la ilustración clínica propuesta se comprenderá mejor la importancia
crucial del material clínico del cual se priva el practicante en nombre de esos principios, sobre
los que no se ha reflexionado lo suficiente desde el punto de vista metapsicológico, aunque
aquí no cuestionamos sus buenas intenciones ideológicas.
[19] Compárese esta traducción que hace Vic de las informaciones que le fueron comunicadas
con el estilo discursivo de mi otra paciente, Catherine (cap. III, p. 77-108), de quien todo me
lleva a pensar que también recibió informaciones relativas a la “cosa sexual” por parte de
padres cultos y abiertos. Evidentemente, lo que resulta difícil de traducir no es la información
“científica” sino su compromiso con los estratos inconscientes más íntimos, ignorados por el
propio adulto tutelar.
[20] Para Jean Laplanche, el proceso de introyección puede ser descrito como presentando
una doble cara: traductiva y represora. Lo que fracasa en ser traducido (e integrado al saber
preconsciente) es lo que “cae” en la represión. El fracaso total de la introyección se manifiesta
en elfallo simultáneo de esas dos caras del proceso, mientras que el fracaso de la traducción
preconsciente en el neurótico, responsable de la inhibición intelectual, «autoriza» sin embargo
la represión. Véase J. Laplanche «Implantación, intromisión», en La prioridad del otro en
psicoanálisis,Buenos Aires, Amorrortu, 1996.
[21] No disimulamos la paradoja que existe en el hecho de describir el espacio analítico como
un sitio en el seno del cual puede lograrse, de manera inaugural, una “represión bien
temperada”.
Un yo infernal: el niño imposible*
Mi-Kyung Yi
El hierro y el fuego
«Lo que la medicación no cura, lo cura el hierro. Lo que el hierro no cura, lo cura el fuego. Lo
que el fuego no cura, debe de ser visto como incurable». Freud concluye sus consideraciones
sobre el amor de transferencia mediante la alusión a este aforismo de Hipócrates[1]. ¡Siempre
que la práctica médica reserve junto a los métodos de tratamiento “inofensivos”, un lugar para
el hierro y el fuego, el psicoanálisis se asegura el porvenir de su derecho de ciudadanía! El
artesano de la desligazón no deberá temer manipular fuerzas altamente explosivas ni tratar
peligrosas mociones psíquicas más de lo que lo haría el químico prudente y escrupuloso.
«El hierro y el fuego» o la regla y lo sexual. La regla fundamental de la cura analítica – asociar
libremente, decirlo todo – impone tanto al pensamiento como a la palabra un régimen de
libertad totalitaria: todo lo que está permitido es obligatorio. Libertad obligada de la que
sabemos hasta qué punto puede convertirse en las delicias y/o el suplicio del neurótico
obsesivo. Hablar libremente es desatar la lengua hasta perder el hilo: libre de sus amarras e
incitada a partir a la deriva, la palabra ya no sabe lo que dice; lleva y transporta lo que ignora,
lo que le es desconocido, hacia un destino indeterminado; ciega y sin meta, como el empuje de
lo sexual que interviene en todo. Decirlo todo es, por lo tanto, permitir que surja el incidente
por excelencia que es lo sexual -como una idea que cae, no sabemos de dónde-, hasta dejar
que lo sexual se apodere incidentalmente de todo. Encendido por la palabra desligada, el
fuego de lo sexual infantil inflama los pensamientos y las palabras, sacudiendo el orden
establecido hasta consumir la barrera entre decir y hacer, desencadenando emociones
violentas y conexiones peligrosas, poniendo en riesgo a veces todo el dispositivo analítico.
Regla a la vez fundadora y agitadora, método asociativo y disociativo, así como lo sexual es a la
vez fuente y remedio del mal, objeto y motor del tratamiento analítico. En el fondo, si el
método analítico desencadena y mantiene el fuego sexual es poniéndose en contacto con el
movimiento de su objeto, sometiéndose al movimiento de lo que busca entender:
descomponer y disolver, como vía de acceso real al imperio de la desligazón. Cuando, en el
paroxismo de su confusión entre puesta en palabra y puesta en acto, entre relatar y realizar, el
Hombre de las ratas ruega a Freud que no le exija contar los detalles del suplicio de las ratas,
éste le responde: la regla es la regla, no tengo más derecho que usted a incumplirla. Que
intente tranquilizar a su paciente añadiendo que él no es el capitán cruel no cambia nada
respecto de la fuerza excitante y causante de efracción de lo que impone y exige. Las palabras
freudianas al estilo de “no es mi madre” (¡por lo tanto es su madre!), no hacen más que
reconocer la intimidad entre estas dos exigencias, la de “decirlo todo” y la de la irrupción
pulsional; imperativas y traumáticas tanto la una como la otra.
¿Cómo sostener la figura del analista como artesano de la desligazón, como guardián del fuego
sexual? Freud[3] recuerda que la tarea impone al analista un combate que debe llevarse a
cabo en varios frentes: al exterior del análisis, contra los adversarios siempre tentados a
rebatir la importancia de las pulsiones sexuales; al interior del análisis, contra sus pacientes
divididos entre el rechazo y la sobre-estimación de la vida sexual, capaces de emplear las
disposiciones pasionales liberadas como un medio de resistencia hasta colocar al analista en
un callejón sin salida; y, para terminar (o para comenzar), dentro de sí mismo, contra las
fuerzas que intentan hacerlo salir de la posición analítica. Lo que Freud pone aquí como
condiciones necesarias para el trabajo analítico “no edulcorado” dibuja el contorno de los
límites constitutivos del espacio analítico. Los límites externo e interno del análisis y la
disposición interna del analista (rechazo a responder, neutralidad). Proceso y espacio analíticos
son creados, fundados, por los mismos gestos: el movimiento del proceso analítico delimita el
espacio del análisis e, inversamente, el trabajo de desligazón solo puede empezar con la
condición de asegurarse una capacidad de contención, de estar “encuadrado”, así como el
sueño solo puede producirse enlazado al dormir.
El modelo metapsicológico del espacio analítico lleva la impronta del yo durmiente al servicio
del sueño. Para dormir no basta con tener los ojos cerrados, con cerrar la puerta a los ruidos
del exterior y cortar el acceso a las reacciones motrices. Hace falta que nuestro “yo oficial” se
retire discretamente de su función de vigilante organizador y que el mundo interno oscuro,
susceptible de ser despertado, no sea demasiado perturbador. Durante el sueño, el yo se retira
del espacio psíquico o, más precisamente, se mantiene “al margen”[4]. Al concentrar todos sus
deseos narcisistas en un único deseo de dormir, al trasladar todas sus investiduras a los límites
de su envoltura, el yo permite el advenimiento de “la otra escena”, la escena del sueño, en el
corazón del espacio liberado. El yo durmiente se entrega a la escena onírica en la medida en
que la bordea, como el encuadre a sus límites. Mientras haya un yo seguro de sus límites, el
sueño se produce y el dormir continúa. Mientras el sueño se desarrolle, su escenario –el yo-
puede no verse.
Encuadre y contra-transferencia
Salomé, de diez años, me fue descrita como una niña frecuentemente desbordada por un
estado de sobre-excitación que obstaculizaba la integración y el aprendizaje escolar, y que a
los tres años fue víctima de tocamientos sexuales cometidos por un pariente cercano. En
nuestro primer encuentro descubro a una chiquilla sorprendentemente tranquila,
acompañada por su educadora. Me sigue al consultorio sin manifestar inquietud. Pero en
cuanto la puerta se cierra tras nosotras, se arroja sobre mí y me arrincona contra la pared con
una fuerza insospechada para una niña de su edad. Clavando su mirada feroz en mis ojos
sorprendidos y frotando su bajo vientre contra el mío, me dice de sopetón: «No tengas miedo,
relájate, verás que todo va a estar bien…». Estupefacta y asustada al mismo tiempo, busco
devolverle la impresión de que me inflige algo que ella ha sufrido antaño. Pero más que mis
palabras – de las que después me percataría que, al margen de su sentido eventualmente
percibido, su realidad sonora misma le era insoportable -, lo que Salomé nota con rabia son
mis manos firmemente apoyadas en sus brazos para sujetarla. Me da patadas mientras grita:
«Suéltame, no te me acerques, yo no soy una puta». Cuando finalmente sale del consultorio
no sé si es para escaparse o para encerrarme, así de confusa está mi mente: ¿Qué ocurrió? O
más bien, ¿qué es lo que no ocurrió?
El análisis de Raquel también se asemeja a la lucha por el “derecho de alojamiento”. Para ella
la expresión “casa de la infancia” es un pleonasmo, algo desconocido. Si Raquel dice haber sido
privada de infancia no es porque siendo niña le faltaran sueños o ensoñaciones, sino porque
no podía dormir. Vigilia atribuida [assignée] a la locura materna, como se diría de alguien con
arresto domiciliario [“assigné à résidence]. Raquel es una niña despierta de forma precoz y
perpetua. Permanentemente “en alerta, convierte el análisis en el eco de su desesperación,
tumultuosa o silenciosa, de no poder adormecer sus sentidos, siempre en estado de sitio. ¿En
dónde encontrar una fortaleza para la noche profunda? La pregunta se apodera de mí tanto
como de Raquel. Es cierto que a veces me daban ganas de dejarlo, pero al mismo tiempo se
imponía una intuición, muy bien resumida en estas palabras del poeta: «Es terrorífico caer en
las manos del Dios viviente, pero más terrorífico aún es caer de sus brazos»[6]. Así encontraría
el sueño Raquel, aterrorizada por la idea de “quedarse allí”. Cuando el sentimiento de vacío la
encierra entre cuatro paredes sin horizonte, la idea del suicidio se dibuja en ella como una
ventana; en trampantojo, por así decir. Nada se lo impide, puede atravesarla. A lo largo de una
de esas sesiones apagadas o más bien tensas, extensas como una noche en vela, en la que me
parece necesario incluso respirar con cuidado, como si cualquier pequeño gesto fuera
demasiado, un pensamiento me embarga: hablarle con palabras que suenen precisas, las
palabras justas, las palabras de los niños.
“Ataque contra el encuadre”, por un lado; “juicio el encuadre”[7], por otro. Uno designa una
de las principales dificultades del psicoanálisis frente a los pacientes límites; el otro, un intento
de orden y hasta una tentación de respuesta regularmente provocada por esas dificultades.
Como indica la abundancia de literatura analítica relativa a este tema, la historia del encuentro
(¿?) entre el psicoanálisis y los estados límite ya es muy larga. Sin embargo, recomienza cada
vez que el psicoanálisis se pregunta por aquello que lo constituye: su objeto, su motor, su
espacio, sus condiciones o sus límites. Por cierto, ¿podríamos situar su inicio con exactitud?
¿Alrededor de la década de 1950, cuando el problema límite se impone en el debate analítico
con todas sus letras? Pero sabemos que la cosa comenzó mucho tiempo antes. Evoquemos
entonces el diario de Ferenczi (1932), especialista en casos difíciles, testimonio clínico cuyos
cuestionamientos resuenan algunos años más tarde en un texto freudiano: «Análisis
terminable e interminable». Encontramos las premisas de estas dos referencias en el giro de
1920: el descubrimiento del masoquismo primario como problema económico, pura y
mortalmente como un “más allá del principio de placer” al que el propio yo se encuentra
sometido. El enigma se remonta así, en los años 1910 -1914, a la introducción del narcisismo,
al descubrimiento del origen libidinal del yo y de sus “incertidumbres”, hasta las fuentes
constitutivas del espacio interno. Por lo tanto, se trata de una historia de los orígenes.
Pero el interés principal de las críticas desarrolladas por Fédida sobre el tema es la concepción
de la contratransferencia subyacente a dicha instrumentalización, que ésta a su vez contribuye
a corroborar: la contratransferencia concebida como subjetividad reflejante y refractante,
sobre la base de una posible reciprocidad entre los dos protagonistas de la cura. De esta
concepción especular e intersubjetiva de la contratransferencia surge el modelo imaginario
dominante en la práctica analítica de los estados límites: el de la relación madre-infante.
En psicoanálisis hablamos mucho de regresión a lo infantil, pero nosotros no nos creemos
hasta qué punto tenemos razón […]. El paciente sin conocimiento es efectivamente, en este
trance, como un niño que ya no es sensible al razonamiento sino, a lo sumo, a la benevolencia
(Freundlichkeit) materna[14].
El pasaje citado pudo haber sido tomado del autor de “la madre suficientemente buena”, pero
es del autor del “bebé sabio”. Sabemos en qué medida la clínica de los estados límite solicita
una identificación tanto con el infante, invadido por un entorno primario que falla, como con la
madre reparadora: ocupar el lugar de columna vertebral faltante o hacer el trabajo de brazos
que sostienen, reanimar al niño sofocado en el huevo o, incluso, hacer nacer al niño tan
precozmente herido.
El Pasaje ferencziano
Nietzsche decía que la ventaja de una mala memoria es la alegría de aprender las cosas
siempre por primera vez. La alegría de la primera vez o, para algunos, la desesperación de la
primera vez que no comienza. Pierre constata (no se trata de una queja) que recomienza en
cada sesión. Al igual que sus conexiones afectivas, las conexiones entre sesiones no se
construyen o, en todo caso, se agotan. No queda nada, salvo esa constatación siempre
presente. Lo intento: «Por lo menos eso no se agota». Después de un silencio, dice: «Ah, iba a
decirle que usted tampoco». Insisto: «¿De hacer la conexión… de nada?». Entonces vuelve un
recuerdo doloroso de su infancia, el de su padre que no (le) decía nada, que parecía bastarse a
sí mismo. Le queda la imagen idealizada de la persona que habla poco. Y Pierre se da cuenta de
que si aceptó hacer un análisis no fue porque le pareció la mejor solución, o la menos mala,
sino la más familiar y, sobre todo, ¡la peor! El análisis como una nada inagotable, una nada
interminable.
Ferenczi dice que el parecido entre la situación analítica y la situación infantil incita a la
repetición, mientras que el contraste entre ambas favorece el recuerdo. Conocemos las
tentativas terapéuticas de Ferenczi, animado por el furor sanandi. De la “técnica activa” que
mezcla requerimientos frustraciones, a la relajación y la neo catarsis, pasando por la técnica
del beso, lo que el analista húngaro busca es provocar y movilizar, a modo de “tratamiento de
shock” o de “agente provocador”, el narcisismo estático, inmóvil, que opone una resistencia
inevitable al análisis. Para Freud, el objetivo del análisis es transformar la miseria neurótica en
desgracia banal, inevitable en toda existencia. Para Ferenczi, analizar/curar es como dar a luz
un niño. El “especialista en casos difíciles” se inspira de buen grado en el trabajo del
ginecólogo-obstetra: compara su técnica activa con los “fórceps”. Ferenczi busca instaurar las
condiciones de un nacimiento psíquico, tanto por medio de la reproducción actuada de los
traumas como por la reactivación del estado infantil (dejar al paciente comportarse como un
niño difícil, desatado, que disfruta de la irresponsabilidad y la beatitud.
Hacer nacer al niño más allá el traumatismo. La fórmula, que tomo prestada de Pontalis[16],
tiene el mérito de señalar lo que podría llamarse la “paradoja la de pasión ferencziana por lo
originario”. Mejor que nadie, el autor del “bebé sabio” saca a la luz la figura del niño
consagrado a introyectar el amor pasional y culpable del adulto, a sufrir ese “injerto
prematuro”, a madurar precozmente como un fruto agusanado por el ataque del pico de un
pájaro[17]. Más que nadie, el “niño terrible” del psicoanálisis está guiado por la búsqueda de
un renacimiento psíquico exento de todo “trauma del nacimiento”. El proyecto de Ferenczi se
basa más en la revisión de la relación analítica que en la elasticidad de la técnica. Primero la
relación, plena de confianza y sinceridad. Luego el método, si es posible utilizado con tacto: se
trata de instaurar una relación terapéutica desprovista de todo lo que la relación entre el
adulto y el niño tiene de poder de captación, de hipnosis, de hipocresía, miedo y culpabilidad;
en resumen, de todo lo que transmite confusión de sentimientos y de lenguas.
La tentativa de “análisis mutuo” es muestra de ese deseo de poder entender el lenguaje del
niño sin ponerle trabas y, por lo tanto, de la necesidad de hablar su lenguaje. En el fondo, el
ideal del análisis mutuo sería “un análisis de dos niños”[18], que Ferenczi describe de la forma
siguiente: como resultado del mismo destino, dos niños igualmente asustados intercambian su
experiencia, se comprenden perfectamente y buscan instintivamente calmarse; la conciencia
de su destino común hace que uno aparezca ante el otro como totalmente inofensivo y esa
confianza mutua los libera de cualquier miedo paralizante. El modelo de la relación madre /
hijo, invocado implícitamente en el “análisis de niños con adultos”, es en el fondo otra versión
del análisis mutuo. La figura materna en busca del lenguaje perfectamente adaptado a la
inteligencia del niño es heredera directa del “bebé sabio”, la encarnación misma del sueño
del wise baby. Uno y otro deben mucho al niño que, a falta de algo peor, debió contentarse
con la madre idealizada y omnisciente, como señala Florence Guignard con humor[19].
Digamos que nadie es perfecto. Los futuros bebés sabios nunca salen de su asombro.
Narciso roto está en busca de espejo, de ilusión de simetría: es la tentación narcisista a la que
el analista se ve empujado por la exigencia transferencial de los estados límite. Así, cuando la
identificación materna del analista responde en eco, el niño vuelve a ocupar ambos lados de la
escena analítica. Hijo de Narciso, llevado por el sueño de borrar, de agotar su fuente infantil,
sexual. Comenzando por el objeto.
El “bebé sabio” sueña con un saber asombroso, espantoso: sueña que revela a los adultos las
verdades más profundas y más escondidas, aquéllas que ellos mismos ignoran. Una especie de
versión psicoanalítica del “niño divino”. Falta saber qué lengua hablaría: ¿la de la ternura o la
de la pasión? A menos que él mismo no sepa lo que dice. Así, el “bebé sabio” no solo ilustra el
fruto sino también la fuente de la confusión de lenguas. Lleva y transporta un saber que se
ignora. Ferenczi decía que el psicoanalista es aquél que practica el análisis con pacientes
porque tiene restos transferenciales no resueltos en su propio análisis. No basta con introducir
la mutualidad o con invertir la asimetría para que el analista se reconcilie con su “parte de
sombra” y para que la situación analítica pueda librarse de ella, ése es el meollo de la
enseñanza que podemos retener del pasaje ferencziano.
Pero la forma en que la transferencia límite reintroduce la cuestión del objeto para, en el
fondo, alimentar la ilusión de simetría, obliga a reconsiderar la teoría de la pulsión. Como
sabemos, la transferencia límite ha dado lugar a toda una teoría post-freudiana de la relación
de objeto y a la idea de la pulsión como object-seeking, antes de ser pleasure-seeking. Siendo
el momento de concluir, mi propósito no es entrar en ese debate, sino considerar esta
problemática del objeto continuando con mis reflexiones críticas sobre la cuestión de la
contratransferencia.
Por el desafío que implica para la instauración de la situación analítica, el objeto en cuestión en
la contratransferencia límite incita a reexaminar lo que constituye y mantiene la asimetría
instauradora de la situación analítica. La cuestión de la contratransferencia, impuesta primero
por las dificultades técnicas, y abordada en términos de reacción inducida por el paciente,
exige ser considerada e interrogada como lo que se encuentra en la fuente de la transferencia
y de la experiencia analítica misma. Se trataría de una “contratransferencia originaria”[23]. Por
supuesto, no podemos más que suscribir el sentido que Pontalis le otorga: una pre-contra-
transferencia que motiva y nutre la práctica del analista.
Pero más allá de esta fuente viva y singular de cada analista, la cuestión del objeto imposible,
tal como se inmoviliza en la figura transferencial límite, ¿no interroga la “contra-transferencia
originaria” en su dimensión estructural, en su relación esencial con la transferencia, en su
dimensión fundadora de transferencias? Cuando la figura del analista como portador del
movimiento cede lugar a la figura estancada de objeto de fijación, cuando la transferencia de
representaciones se encuentra inmovilizada por la transferencia sobre el objeto, ¿no debemos
considerar al analista-objeto en su dimensión inhibidora o provocadora de transferencias? No
solo como base del transporte sino como fuente de transferencias. La oferta crea la demanda,
señala Laplanche[24] para resaltar la actitud interna del analista, productora de la
transferencia. Al señalar la presencia de la “contra-transferencia originaria” en la fuente y en el
corazón mismo del proyecto analítico, lo que se pone en evidencia es el poder seductor de la
asimetría constitutiva de la situación analítica. Y lo que también se convoca es la figura del
objeto incitador del cual proviene su atracción, el “objeto fuente”[25] de la pulsión.
La confrontación del psicoanálisis con las configuraciones psíquicas límites suscita la cuestión
de sus fronteras que, durante los debates, se desplaza hacia el corazón de la experiencia
analítica: de la transferencia límite a la contratransferencia, el hilo del objeto lleva a la
interrogación sobre la situación analítica, sobre lo que la funda, sobre sus fuentes. En ese
sentido podemos decir, siguiendo a Fedida, que el paciente límite busca hablar con el infans. El
psicoanálisis preserva una oportunidad de entender eso infantil, al niño imposible, a condición
de que no sea el niño quien responda.
Notas
* «Un moi d’enfer : l’enfant impossible», en Mi-Kiung Yi, L’enfant impossible, PUF, 2016.
Traducción : Inés María Haya de la Torre.
[2] Jacques André, «La règle», en L´Imprévu en séance. Paris, Gallimard, 2004, p. 145.
[5] [En francés existe la expresión «Tout feu et tout flamme», que puede traducirse por: «con
entusiasmo». N. de T.]
[6] Los versos de David H. Lawrence, citados en J.B. Pontalis, «Sur la douleur (psychique)»,
in Entre le rêve et la douleur, Paris, Gallimard, coll. « Tel », 1977, p. 268.
[13] Al mismo tiempo que la contra-transferencia otorga una especial importancia a la teoría,
la propia teoría se convierte en un asunto contra-transferencial. Prueba notable de ello son
algunos partidarios de la hermeneutización del psicoanáisis. Véase Mi-Kyung
Yi, Herméneutique et psychanalyse, si proches… si étrangères, Paris, PUF, Coll. “Voix nouvelles
en psychanalyse”, 200, p. 153-174.
[15] Ver Adams Philips, Nouvelle revue de psychanalyse, Paris, Gallimard, 1992, nº 45; Jacques
André, “Borderline transfert”, en Jacques André et al., Transfert et états limites, Paris, PUF,
coll. “Petite bibliothèque de psychanalyse”, 2002.
[17] Voir François Gantheret, «Le nourrissons savants», en Incertitude d´Éros, Paris, Gallimard,
1984.
[19] Florence Guignard, «On demande “mère suffisamment bonne” pour “nourrisson savant”»,
en Dominique Arnoux, Thierry Bokanowski (dir.), Le Nourrisson savant. Une figure de l
´infantile, Paris, In Press, 2001.
[20] Jacques André, «L´unique objet», en Jacques André et al. Les États limites, Pris, PUF, coll.
“Petite bibliothèque de psychanalyse”, 1999.
[21] Sigmund Freud, “Psychothérapie de l´hystérie”, en Études sur l´hysté rie (1895), Paris,
PUF, 1956, p. 244-246.
[25] Jean Laplanche, «La pulsión et son objet-source. Son destin dans le transfert», ibid., p.
227-242.
Psicoanálisis, psicoterapia psicoanalítica. Una distinción más militante que esclarecedora*
Francis Martens
Preámbulo
La teoría psicoanalítica –el modelo científico metapsicológico del inconsciente individual sexual
reprimido- es una antropología que desemboca en una práctica clínica. Esta lectura
transcultural y transhistórica encuentra su origen en un desciframiento no reductor de cierto
número de comportamientos que escapan a la norma –incluso francamente «locos»- de los
que nos supo mostrar su racionalidad paradójica, así como su fecundidad para esclarecer la
condición humana. En este nivel, la capacidad de elucidación de la metapsicología, así como su
valor heurístico, es considerable. Por lo demás, es coherente con los datos más actuales de las
neurociencias, que constituyen el punto de partida del propio Freud.
Confusión
Freud, por su parte, nunca opuso el psicoanálisis a la psicoterapia, sino más bien el «oro puro
del psicoanálisis» al «cobre de la sugestión»[1]. Desde el punto de vista de la eficacia
terapéutica, tampoco excluyó que algún día los medicamentos pudieran sustituir a ciertas
disposiciones de la cura[2]. Para él, el psicoanálisis era una forma de psicoterapia[3]; lo
importante era más bien diferenciarlo de la medicina y no reservar su ejercicio únicamente a
los médicos (cuestión del psicoanálisis llamado “laico”). Si el término «psicoterapia» es de
aparición reciente, la realidad antropológica prueba la existencia, en todo tiempo y lugar, de
una función terapéutica que se difracta en una aproximación técnico-sanitaria (farmacopea y
saber-hacer tradicionales) y una aproximación simbólico-sanitaria (rituales y palabras de
curación) casi siempre asociadas. En nuestra historia reciente, la racionalidad de las Luces y el
auge de tecnologías reparadoras cada vez más eficaces, han separado progresivamente la
tecno-medicina del registro simbólico y relacional donde se inscriben, mal que les pese, las
problemáticas de la salud. Así mismo, una aproximación científica imparcial prueba que, en
promedio, una tercera parte de la práctica de la curación (para cualquier patología y
aproximación terapéutica) depende de los procedimientos simbólico-relacionales donde se
inscribe la actividad curativa. Que las tecnologías actuales del cuidado insistan en no tomar en
cuenta ese dato muestra que se trata de una posición puramente ideológica, que hace caso
omiso de miles de investigaciones estrictamente experimentales. La psicoterapia, medicina del
«alma» que opera esencialmente a través de la palabra y de la relación, poco a poco se laicizó
(vs. procedimientos religiosos) y se conceptualizó a partir del siglo XIX. Cada una de sus
prácticas en realidad surge de una concepción teórica al menos implícita de la «naturaleza
humana». Si las concepciones o los modelos científicos en materia de psicoterapia pueden
divergir, las prácticas coexisten en un campo que resulta a la vez complementario y diferente
de aquél de la tecnomedicina de los órganos.
Este juego con las palabras no deja de tener consecuencias: políticamente, en nombre de la
defensa intransigente de su especificidad, en realidad excluye al psicoanálisis. Hay que
recordar que luego de una petición dirigida al mundo entero, cargada de una advertencia tan
alarmista como falsa, cierto día miles de firmas fueron a parar a un despacho ministerial
apremiado por resolver la cuestión. Para no molestar a nadie, se llegó a hacer votar un texto
que reconocía, al mismo tiempo que balizaba, el ejercicio del psicoanálisis –como una de las
cuatro orientaciones en el campo de la psicoterapia- precisando desde el comienzo que el
psicoanálisis no pertenece a ese campo[7]. Las consecuencias no se hacen esperar. Así, un
reciente número de la revista de la Federación de las mutuales socialistas de Brabant (l’Écho
Mutualiste, enero de 2015) consagra un artículo de consumo masivo a la depresión[8]. En él se
precisa que si las moléculas son útiles, el mejor procedimiento consiste en asociarlas a una
psicoterapia. El artículo propone entonces algunas pautas para poder orientarse en la
diversidad del campo, pero sin mencionar el enfoque psicoanalítico: en efecto, éste «no es una
psicoterapia».
Balizas
Hemos visto que, antropológicamente, existe desde siempre y en todo lugar una diferencia y
una complementariedad entre las intervenciones técnicas curativas sobre el cuerpo y los
procedimientos simbólicos de curación dirigidos a la persona en el marco de su linaje y de su
ambiente. La noción desacralizada de «psicoterapia» surgirá a partir de esta dimensión,
paralelamente a la emergencia de una práctica médica apoyada en la racionalidad
científica[11]. Desde este punto de vista, el modelo conceptual original y las prácticas clínicas
específicas del psicoanálisis pertenecen sin ambigüedad al campo de las psicoterapias.
«Psicoanálisis», «psicoterapia psicoanalítica»: más allá de los abusos del lenguaje y de las
contingencias institucionales, esta distinción insiste en el seno de las instituciones
psicoanalíticas, en el seno de la práctica de un mismo clínico y hasta de una sola y misma cura.
Siendo así, ¿podemos encontrarle un fundamento metapsicológico a un modo de hablar casi
siempre sesgado, pero que se revela pragmáticamente útil para el «lenguaje de la clínica»? La
etimología de la palabra «analizar» -del griego analuo, desligar hacia arriba[14]– ya nos sugiere
pistas. Por sí misma, esta arqueología del sentido permite entender la especificidad de una
aproximación en la cual lo propio sería desligar para poder re-ligar de una manera distinta.
Desde esta perspectiva, el psicoanalista aparece como un psicoterapeuta especializado en
lazos que permiten la desligazón. Sin poder desarrollar esto más detenidamente, está claro
que conceptualmente la ligazón y ladesligazón se encuentran en el centro de la
metapsicología de las pulsiones: pulsiones sexuales de vida (ligazón) y pulsiones sexuales de
muerte (desligazón), según la reformulación freudo-laplanchiana -menos lírica pero más
precisamente freudiana- de la pareja Eros y Tanatos[15]. Llegados a este punto, es fácil
comprender que la distinción «psicoanálisis-psicoterapia psicoanalítica» en realidad es interna
a la cura y atraviesa desde el interior el trabajo de todo psicoanalista. En un artículo
esclarecedor, Jean Laplanche distingue claramente el tiempo «psicoterapéutico» y el tiempo
«analítico» propios de toda cura: «Todo psicoanálisis está en gran parte consagrado a la
psicoterapia: a la auto-historización del sujeto, con la ayuda más o menos activa del analista.
Pero el acto psicoanalítico – a veces muy raro – es otra cosa. Obra de desligazón, intenta hacer
surgir materiales nuevos para una historización profundamente renovada. Después de todo,
no nos sorprenderemos de que el psicoanalista sea tan prudente y parsimonioso: ¿acaso su
trabajo de desligazón no se asemeja al de la pulsión sexual de muerte? (…) La psicoterapia de
las psicosis y de los casos “borderline” graves plantea una cuestión previa muy distinta: el
problema de la indicación misma. ¿Tenemos derecho a «desligar» lo que ya está falto de
ligazón? »[16].
Paso a dos
– Didier Anzieu: «Para mí, un trabajo de tipo psicoanalítico tiene que hacerse ahí donde surge
el inconsciente: de pie, sentado, acostado; individualmente, en grupo o con una familia;
durante la sesión, en el pasillo junto a la puerta, junto a una cama de hospital, etc.: en
cualquier sitio donde un sujeto pueda manifestar sus angustias, sus fantasmas, sus faltas, a
alguien que supuestamente las escucha y es capaz de entenderlas. El inconsciente no
necesariamente responde a las convocatorias regulares de hora y lugar, y la duración de las
curas se extiende cada vez más a la espera pasiva de su hipotético surgimiento. (…) Una
idolatría contemporánea sostiene que el psicoanalista debe familiarizarse con el inconsciente y
permanecer extraño para su paciente. Es curioso observar el destino de los sujetos así
tratados: muchos se deprimen; otros, que pese a todo conservan la violencia interior, la
expresan a través de pasajes al acto en las sesiones o en la vida; finalmente algunos – como
Zazie, que al comenzar su análisis quería ser profesora- aspiran a convertirse en psicoanalistas
para infligir a otros el trato que ellos padecieron»[18].
Notas
[1] Y no al «plomo», como lo dejó entender una traducción tendenciosa: cf. «Nuevos caminos
de la terapia psicoanalítica» (1918), O.C. v. XVII p 161. Para una versión fiel, véase : «Les voies
de la thérapeutique psychanalytique» in S. Freud, Œuvres Complètes, XV, PUF, Paris, 1996, p
108.
[2]
Véase: «La técnica psicoanalítica» en Compendio del psicoanálisis (1938), O.C. XX, Buenos
Aires, Amorrortu.
[3 ]
Véase por ejemplo : «Sobre la psicoterapia» (1905), in S. Freud, O.C v.VII, Buenos Aires,
Amorrortu.
[4]http://health.belgium.be/internet2Prd/groups/public/@public/@shc/documents/ie2divers/
4956387_fr.pdf
[6] Siendo Dios inefable por definición, es imposible describirlo positivamente, pero ¿tal vez
podríamos aproximarnos indirectamente a su descripción diciendo lo que no es? Por ejemplo,
Dios no es el oscuro cielo estrellado.
[7] Donde uno se da cuenta de que el «compromiso a la belga» puede revelarse cercano de las
producciones del inconsciente, el cual – ¿hace falta recordarlo? – ignora la negación y la
contradicción.
[8] https://www.fmsb.be/sites/secure.fmsb.be/files/EMFamilles%20BAT%20FR.pdf
[9] Donde los conceptos funcionan como insignias de identificación, más que como
herramientas de pensamiento.
[10] La mayoría de los grupos de psicoanalistas belgas no han manifestado ningún interés por
la política, a pesar de jugarse cuestiones tan cruciales como la del intento de
paramedicalización de los psicólogos clínicos -y por lo tanto de los psicoterapeutas-, hasta el
punto que las cuestiones debatidas por los franco-franceses, en nada comparables (alboroto
en torno a la enmienda Accoyer, 2003), no ejercieron aquí su influencia ni en el fondo ni en el
estilo. Así, en una entrevista del Lacan quotidien con Patricia Bosquin-Caroz (inicialmente
publicada enhttp://www.lacanquotidien.fr/blog/2014/01/lacan-quotidien-n-370-virus-mutant-
par-jacques-alain-miller-belgique-une-victoire-pour-la-psychanalyse-entretien-avec-patricia-
bosquin-caroz/), en respuesta a la pregunta «¿El psicoanálisis puede existir sin combatir ?»,
podemos beneficiarnos de un valioso consejo: «Aquí quisiera expresar mi reconocimiento a la
experiencia francesa y a la eficacia del Nouvel Âne que nos inspiró en Bélgica. Una indicación
preciosa nos fue aportada durante la concepción del boletín Le forum des psys antes de
enviarlo a los parlamentarios: “Se trata de mostrarles que estamos afectados, de atravesar la
frialdad administrativa y de presentarles nuestro objeto a sanguinoliento!”» (reeditada en Le
forum des psychanalystes – Het forum van de psychoanalytici, n°3, mai 2014, p3).
[12] Un discurso ideológico ostenta un sistema de valores de alcance general con el objetivo de
disimular y perennizar ciertos intereses particulares.
[13] Aquélla que, por definición, corresponde a la naturaleza misma del inconsciente individual
sexual reprimido, tal como fue teorizado por Freud y precisado por los postfreudianos.
[14] Si le término latino ligare, «ligar», está relacionado al arte del vendaje, y por lo tanto del
empaste – lo que nos lleva del lado del cuidado -, el griego luo, que significa «desligar», no
pudo haber sido mejor escogido para constituir el núcleo mismo de la palabra «psicoanálisis».
Ésta última se construye a partir de psycho, el «alma» (de la que conocemos su relación con el
aliento vital), pero sin olvidar que ana que significa «de abajo hacia arriba». Por lo tanto, si
lexicalmente el verbo analuo (que en francés nos da «analizar») quiere decir «desligar»,
etimológicamente su sentido es más preciso. Literalmente, Analuo es «desligar río arriba»,
«desligar hacia la fuente». A la luz de la práctica psicoanalítica, no podría decirse mejor.
Además, analuo también significa «deshacer una trama», «resolver», «levantar el ancla».
Brevemente, soltar amarras. Que la curación viene «por añadidura», como lo precisa Lacan
(Écrits, 1966, 324-325), no significa que sea dudosa o despreciable sino que su dinámica no
tiene ninguna relación con la concepción del diagnóstico y la curación en medicina, lo que no
impide que el JAMA (Journal of the american medical association,2008) se muestre de lo más
alentador en cuanto a la eficacia del psicoanálisis : Effectiveness of psychodynamic long-term
psychotherapy, a meta-analysis, http://jama.jamanetwork.com/article.aspx?
articleid=1028649 .
[15] Véase: «La así llamada pulsión de muerte: una pulsión sexual» (1995), en Jean
Laplanche, Entre seducción e inspiración: el hombre, Amorrortu, Buenos Aires, 2001.
Este estado de cosas no debería sorprendernos tanto, pues con el último dualismo pulsional
propuesto por Freud en realidad asistimos a un salto, a un cambio de categorías lógicas.
Aunque Freud utiliza la palabra «pulsión», añadiéndole «de vida» o «de muerte», en realidad
no se trata de pulsiones en el sentido habitual sino de principios universales, de tendencias. De
modo que no sorprende que, después de 1920, Freud no sólo no se refiere a la oposición entre
pulsiones de vida y pulsiones de muerte en la descripción de casos clínicos, sino que más bien
substituye esa oposición por el conflicto entre las instancias yo-ello-superyo (añadiendo
también a la realidad). La ligazón y la desligazón, que corresponden a las dos grandes
«pulsiones» de vida y de muerte, son, ellas también, no dos fuerzas en presencia sino «dos
principios –tipos de proceso – modos de funcionamiento que actúan en todos los niveles
tópicos»[7]. Añadiré que, así como lo observamos a propósito del primer modelo tópico, aquí
ligazón y desligazón siguen siendo las apuestaseconómicas del conflicto. En otras palabras, la
cuestión es saber si la estructura psíquica, que implica un mínimo de energía ligada, puede
resistir a los efectos desligadores del aflujo pulsional.
Clínica de la indiferencia
En la oposición amor-odio / indiferencia no hay conflicto sino huida, evitación[10]. Esta suerte
de «no conflicto» se encuentra sobre todo en la clínica de las psicosis y de las patologías
límites graves. El autismo sería su forma más acabada. Más comúnmente, puede decirse que
las defensas narcisistas tienen como objetivo principal el de intentar evitar los conflictos
intrapsíquicos. En las patologías del narcisismo podemos encontrar que el esfuerzo de ligazón
está presente y va incluso más allá de lo necesario; a primera vista no habría, pues, una
tendencia a la evitación. Sin embargo, este esfuerzo extremo de ligazón indica la necesidad de
controlar significativamente al objeto, de ejercer sobre él un dominio que lo vuelva previsible,
que le impida sorprender, excitar. Salvo que, para ello, el yo gravemente narcisista debe
operar también, a la inversa del exceso de ligazón, una desmentida y una indiferencia que
equivalen al rechazo de todo vínculo con el objeto. Tanto en un caso como en el otro –dominio
o indiferencia- el resultado es el mismo: una parálisis psíquica que desata el peligro de abrir la
vía del caos; la atadura del objeto exige toda la energía del yo y al mismo tiempo lo inmoviliza.
Al momificarse así, el yo termina por dejar el campo libre a lo pulsional y a sus efectos
desligadores. «La extrema voluntad de ligazón puede tener como resultado a la desligazón
extrema»[11].
Frente a estos extremos, el conflicto psíquico aparece entonces como mal menor, incluso
como una conquista, un triunfo sobre el différend, sobre la discordia radical a la que me referí
más arriba. Significa que de algún modo la psique logra mantener en presencia, la una de la
otra, a las fuerzas de ligazón y desligazón. Lo que ya es una relativa victoria de la ligazón, pues
«conflictualizar» ya escontener la tendencia a la desligazón. Esto nos obliga a preguntarnos –
teniendo en cuenta la meta que espontáneamente atribuimos al análisis, es decir, la
solución (-lyse, lösung) de los conflictos psíquicos – en qué medida esa solución conlleva el
riesgo de liberar las tendencias opuestas que, en el conflicto, están atadas entre sí. ¿Haremos
entonces el elogio del conflicto patógeno? Creo más bien que es posible situar, entre la rigidez
del conflicto patógeno y la desligazón total, lo que yo llamaría la conflictualidad psíquica. Por
un lado, esta noción de conflictualidad preserva la idea de que mantener en conflicto ya es
ligar. Por otro lado, la idea de conflictualidad registra que no podría haber relación entre lo
que de entrada tiende a evitarse sin que esa relación sea ella misma problemática, conflictual.
Así, la división y el conflicto son reconocidos como inherentes a la estructuración psíquica, sin
representar obligatoriamente estados patológicos.
♦
Intentemos caracterizar mejor la conflictualidad con relación a los dos extremos entre los
cuales se sitúa. La conflictualidad se distingue del conflicto patógeno porque no tendría la
rigidez de éste. Encontramos esa rigidez en las formaciones de compromiso a las que el
conflicto habrá dado lugar. (Por lo demás, Freud señala que lo que en definitiva caracteriza la
neurosis es la lucha del yo contra los compromisos, es decir, contra los síntomas, y no
directamente el conflicto mismo[12]). La rigidez será tanto más necesaria en la medida en que
las soluciones de compromiso sean en realidad precarias, frágiles, expuestas en todo momento
al riesgo de la evitación entre las tendencias. El yo debe redoblar constantemente las defensas
para contener el empuje pulsional desligador que amenaza siempre. Así, podría considerarse
el conflicto patógeno y los compromisos a los que conduce como un caso particular de la
conflictualidad, un caso particular puesto que también es su fracaso relativo. La compulsión de
repetición señala la lucha constante contra esa amenaza, que en definitiva no es más que la
amenaza de una disolución psíquica, de una victoria de la tendencia a la desligazón, victoria
que desligaría la conflictualidad misma.
¿Qué decir del origen de las fuerzas que tienden a la desligazón? Laplanche plantea que es la
propia represión la que crea esas fuerzas pulsionales al romper los lazos entre los elementos
del mensaje que viene del otro y, en particular, al deshacer el vínculo significante-significado.
«Los contenidos inconscientes –escribe- son el residuo de ese extraño metabolismo que
“trata” los mensajes del otro, pero que fracasa en “tratar” la extrañeza misma»[13]. La
represión, obra del yo, aparece desde entonces como una operación paradójica que,
defendiendo la estructura psíquica, crearía al mismo tiempo las fuerzas que la amenazan. Pero,
en mi opinión, los términos «fuerzas pulsionales» y «residuos», empleados por Laplanche,
permiten una comprensión diferente de ese proceso, a saber: que la represión no crea las
fuerzas de desligazón, sino que fracasa en controlar totalmente esas fuerzas en el momento
en que llegan del exterior, del otro o, más precisamente, de la parte extraña, inasimilable de su
mensaje. La realidad de ese mensaje, o lo que Laplanche llama la instancia del otro, es lo que
amenaza al yo no solamente en tanto que residuo de la represión (en este caso se trata, en
efecto, de fuerzas pulsionales, internas), sino en tanto ataca al yo desde el exterior. Aquí hago
eco de lo que Freud exploró en términos de dolor por oposición a la angustia.
En «La represión[14]», Freud estudió los posibles vínculos entre dolor y pulsión. Sin embargo,
es ahí donde califica al dolor como «pseudo-pulsión». En efecto, al dolor le faltan
características esenciales para ser plenamente equivalente a una pulsión. En particular, el
dolor no es susceptible de represión, presentándose siempre como de origen externo por
relación a la psique. Algo que resulta interesante mencionar aquí es que el dolor solo puede
ser objeto de una evitación; siguiendo la lógica expuesta más arriba, no aparece, pues, en el
dominio del conflicto. El dolor sería, por el contrario, un prototipo de la «disensión radical»
sobre la que hablé. Se sitúa, parafraseando a Freud, «más allá – o del otro lado- del principio
del conflicto». Mientras que, como vimos, el conflicto va de la mano del principio de placer,
existe, más allá o del otro lado del conflicto, algo que debe ser llevado del lado de la
conflictualidad, así como lo que pertenece al campo del dolor debe, para poder «tratarse»
psíquicamente, ser transferido al dominio de la angustia[15]. La compulsión de repetición, que
encontramos precisamente en «Más allá del principio de placer», bien podría ser considerada
como el esfuerzo por introducir la angustia ahí donde el espanto o el terror causaron una
brecha dolorosa del para-excitaciones. En efecto, Freud explica que la preparación por la
angustia es esencial para permitir al yo ligar nuevas cantidades de excitación; por el contrario,
la falta de preparación por la angustia expone a la neurosis traumática[16].
Para Freud, entonces, la parálisis del yo por el espanto o el terror equivale a su incapacidad de
ligar. La desligazón, a la que en este caso solo enfrenta la compulsión de repetición, es
cuestión de dolor. Así, en su relación con la alteridad, la constitución del régimen de la
angustia contrastará de entrada con esa situación traumática. Será una constitución exitosa
bajo la forma del conflicto o, como propongo aquí, de la conflictualidad.
Pero aunque el impacto doloroso del otro puede ser atenuado, no puede ser completamente
evitado. Solo los procesos de seducción y de represión originaria que se ponen en marcha por
ese impacto –el de su mensaje comprometido- metabolizarán sus efectos en un sentido
estructurante. En el curso de esos procesos, algo de fuera es «implantado» para convertirse en
un «objeto-fuente de la pulsión» interno[17]. Éste es contra-investido por el yo, contra-
investidura que se opone a la brecha dolorosa y por lo mismo permite que el yo comience a
constituirse como instancia. Esto, sin embargo, solo es posible en la medida en que el impacto
del otro ya está atenuado por una inhibición interna al mensaje, inhibición que se debe al
hecho de que ese mensaje ya está, en el otro –el emisor- comprometido, sometido a la
represión[18]. Por otro lado, ese mismo otro ofrece al yo el lenguaje por el cual ese impacto
podrá ser, après-coup, metabolizado[19], aportando también el ambiente seguro, el
continente favorable a ese metabolismo. Este aporte contradictorio del otro contribuye así a la
implementación, al establecimiento de tendencias encontradas, primera forma de
conflictualidad psíquica.
♦
El otro en la situación analítica
Acabo de referirme a las transformaciones del encuadre analítico en función de las patologías
no neuróticas, pero hay que añadir que, incluso en las indicaciones más clásicas, el trabajo de
análisis llevado con la mayor fidelidad a la regla fundamental a menudo conduce a situaciones-
límite donde la conflictualidad vacila y donde se presenta el miedo, o el riesgo real, de un
desborde del lado del dolor y del traumatismo. Por otro lado, podemos convenir fácilmente
que los efectos desligadores del análisis en general son contrabalanceados por el trabajo
espontáneo de síntesis del yo y por el holding del psicoanalista tal como lo describe Winnicott.
Sin embargo, debemos preguntarnos si nuestra gran familiaridad con esta noción
de holding no nos lleva a banalizarla. En efecto, hay que recordar que la mayor parte del
tiempo el holding va de suyo, que ni siquiera tiene sentido hablar de él. Por el contrario, pasa
al primer plano en las situaciones donde se perfilan el miedo, el peligro o la experiencia
efectiva de «caer como consecuencia de no ser sostenido»[20], o de ya haber caído. Esto
coloca al analista ante el problema de tener que considerar lo que Winnicott no duda en llamar
las necesidades del paciente, en contraste con sus deseos[21]. Este problema me parece estar
estrictamente relacionado con el que examino aquí, pero quisiera agregarle un nuevo
elemento.
Se ha vuelto cada vez menos raro invocar el rol del analista en la provocación de la
transferencia[22]. Una consecuencia de pensar desde la teoría de la seducción generalizada es
que resulta imposible aferrase a la tendencia solipsista del psicoanálisis, que atribuía
únicamente al paciente no solo su transferencia hacia el analista sino también la
contratransferencia de éste último, así como cualquier otro obstáculo al análisis. Así, la
identificación proyectiva a veces se invocaba de manera tan amplia que explicaba todo lo que
el analista pensaba o sentía durante la sesión.
Una tal «respuesta» no siempre depende de un saber-hacer analítico que pueda enseñarse. Tal
vez depende más bien de lo que en Winnicott, nuevamente, se encontrará bajo la
expresión gesto espontáneo[24]. Para Winnicott, el gesto espontáneo es primero el del niño y
exige, por parte de la madre, una capacidad de acogida de ese gesto que, en el analista,
corresponde a una gran disponibilidad psíquica. Pero hay algo más: el estado de disponibilidad
que se espera del analista es inseparable de su propia espontaneidad, incluso si la práctica que
resulta de esa espontaneidad no es fácil de pensar racionalmente. Aquí la racionalidad deja
lugar más bien a la creatividad del analista en la sesión, y para tratar adecuadamente este
tema sería necesario otro artículo[25]. Por el momento me contentaré con citar una vez más a
Winnicott: «El rol de la espontaneidad en la creatividad también es algo que los analistas
tienden a permitirse mucho más en su práctica que en su teoría. Suelen teorizar sobre los
efectos de un control demasiado rígido de la espontaneidad, impuesto por la necesidad de
vivir en sociedad y por las convenciones (propriety). Lo que tanto ellos como los profesores no
toman en cuenta en la misma medida es el efecto inhibidor (stultifying), para el espíritu
creador, de la insistencia excesiva no solo en lo que es apropiado sino también en la
objetividad. Esta insistencia en la objetividad no concierne únicamente a la percepción sino
también a la acción, y la creatividad puede ser destruida insistiendo demasiado en la idea de
que para actuar se debe saber de antemano lo que se hace»[26].
Lo expuesto a lo largo de este estudio podría resumirse en algunas frases. Vimos que el
conflicto psíquico es en sí mismo una ganancia por relación a la divergencia esencial que reina
entre las tendencias psíquicas fundamentales (ligazón y desligazón). El conflicto neurótico no
sería sino un caso particular de la conflictualidad general; sería su forma rígida –y por eso
patológica- por ser una forma que está siempre en peligro de desaparecer. La
conflictualización representa la victoria de los procesos de ligazón sobre la desligazón; se pone
en marcha a partir de la seducción y la represión originarias y supone que el impacto,
esencialmente doloroso, de la extrañeza del mensaje del otro es atenuado por la represión del
propio emisor. Por lo demás, el aporte narcísico de ese otro es igualmente esencial para el
refuerzo de las capacidades de ligazón de la psique, y por lo tanto para el mantenimiento de la
conflictualidad. En el análisis de un conflicto, el trabajo desligador no resuelve el conflicto
mismo sino que a lo sumo puede «disolver» las formaciones de compromiso neuróticas a las
que ese conflicto había dado lugar.
Por lo tanto, al final de un trabajo analítico el conflicto psíquico no está resuelto sino
transformado. Idealmente se deshace de sus aspectos rígidos, repetitivos, improductivos. En
contraste con esos aspectos patológicos del conflicto, la conflictualidad en sentido amplio,
aunque necesariamente conlleva esa dimensión de incompatibilidad de las fuerzas en
presencia, supone no obstante la capacidad de mantenerlas en relación, de imponerles un
trabajo psíquico. De modo que la psique nunca alcanza algún tipo de nirvana; el conflicto será
permanente pero el yo, capaz de ligar las «nuevas cantidades de excitación», tolerará las
ambigüedades y las contradicciones. De hecho, la conflictualidad exige la contradicción. Como
hemos visto, demasiada ligazón no es mejor que demasiada desligazón. La conflictualidad se
opone, pues, a cualquier «solución final». El precio a pagar por ello será la angustia, y eso es lo
que nos permite decir que en el fondo no existe la normalidad, que los más «normales»
tienen, ellos también, sus pequeñas neurosis, sus pequeñas o grandes angustias; sin embargo,
en proporciones tolerables la angustia no es paralizante: más bien incita al trabajo psíquico, es
un aguijón. Ahora bien, la conflictualidad no es un estado que se adquiera de manera
definitiva: la demanda permanente de trabajo psíquico planteada por las pulsiones expone
siempre a la psique al riesgo de recaer en la repetición neurótica. Es un problema con el que
Freud luchaba al final de su vida, en su texto sobre el análisis «terminable o interminable»[27].
Con la conflictualidad evitamos la visión idealizada de una psique que emerge del análisis libre
de conflictos. Para defender la diferenciación, el yo siempre tendrá que mantener un
gradiente, una diferencia energética entre sí mismo y las otras instancias; para poder
defenderse debe conflictualizar. Pero la defensa no es, en este caso, una maniobra patógena;
es la vida misma.
Por un lado, puede decirse que la palabra conflictualidad solo sirve para nombrar la capacidad
de trabajo del yo (simbolización, sublimación). Por otro lado, la conflictualidad sería una
condición dela capacidad de amar, que es la capacidad de integrar en el yo una parte del otro,
de mantener un vínculo objetal durable a pesar de la extrañeza perturbadora, inasimilable, de
un aspecto de ese otro. Esta conflictualización de la relación con el objeto total puede parecer
sorprendente. Sin embargo, una relación con el otro, objeto de amor, que no fuera conflictual
en absoluto (en el sentido de la conflictualidad general), ¿no significaría la negación total de
uno mismo y/o del otro? Aceptar que el otro, el amado, existe independientemente de uno (lo
que es indisociable del amor al otro en tanto que otro), significa tener que recrear
constantemente el vínculo con ese otro, vínculo que se ve constantemente cuestionado sea
por el empuje pulsional –por el cual el objeto es contingente-, sea por la excesiva voluntad de
ligazón del yo mediante la cual intentaría protegerse contra la pérdida objetal, y hemos visto
que el exceso de ligazón no es mucho mejor que su contrario. El gran desafío del objeto de
amor, por contraste con el registro de las pulsiones, es el de mantenerse pese a la alteridad
que reside en el corazón del objeto familiar.
Por cierto, la capacidad de amar y de trabajar es lo que Freud esperaba ver en sus pacientes al
término de un análisis.
Notas
* «Fin d’analyse : fin du conflit», en Trans, nº5, 1995. Traducción: Deborah Golergant
[3] S. Freud, «Névrose et psychose» in OCFP, XIII, p.3-7. [«Neurosis y psicosis», OC. V. XIX,
Buenos Aires, Amorrortu]
[4] J. Laplanche, Problématiques III. La sublimation, Paris, PUF, 1980, p. 147. [Problemáticas III.
La sublimación, Buenos Aires, Amorrortu, 1987].
[5] Ibid.
[6] J-F. Lyotard, Le différend, Paris, Minuit, 1984. Examiné este problema desde otro ángulo,
apoyándome en el concepto de différend de Lyotard, en «La plainte psychotique et sa
modulation»,Nouvelle revue de psychanalyse, nº47, «La plainte», printemps, 1993.
[8] S. Freud, «Pulsions et destins de pulsions», in OCFP v.XIII, op.cit., p161-185 [«Pulsiones y
destinos de pulsión», op. cit.]
[16] S. Freud, «Más allá del principio de placer», en OC v.XVIII, Buenos Aires, Amorrortu.
[18] D. Scarfone, «Ma mère n’est pas elle. De la séduction à la négation», in J. Laplanche et.
Coll,Colloque international de psychanalyse, Paris, PUF, 1994.
[19] He ahí uno de los sentidos de la «violencia de la interpretación» de la que habla Piera
Aulagnier en La violencia de la interpretación (1975), Buenos Aires, Amorrortu, 1977.
[21] D.W. Winnicott, Carta a W. Clifford Scott, in Lettres vives, Paris, Gallimard, 1989, p. 85-88.
[22] J. Laplanche (1992), «De la transferencia: su provocación por el analista», La prioridad del
otro en psicoanálisis, Amorrortu, 1998.
[23] Michel Neyrault, Le transfert, Paris, PUF, coll. «Le fil rouge», 1976.
[25] Aquí, una vez más Winnicott, puede ser útil cuando explora los orígenes de la creatividad
en relación con el componente femenino, en Realidad y juego, Barcelona: Ed. Gedisa, 1982.