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Patrick Leigh Fermor lo sabía

Si después de la Segunda Guerra Mundial permanecía en Creta,


moriría. De cirrosis, con toda probabilidad –raki va, raki viene, en
interminables francachelas junto a sus hermanos de sangre de la mítica
resistencia-, aunque supongo que tampoco descartaba la posibilidad de que
le pegasen un tiro como vendetta por haber matado -accidentalmente, eso
sí-, a uno de sus compañeros de guerrilla durante la contienda en la isla.
Allí no se podía quedar, pero regresar a la neblinosa Albión, después de
haberse emborrachado de la luz mediterránea, debió de antojársele el
Tártaro. Amaba tanto Grecia que, tras deambular durante algún tiempo,
llegó a una solución intermedia: se instalaría en Mani -la ‘pata’ central del
Peloponeso-, junto al pequeño pueblo de Kardamyli; sería escritor.

Sir Patrick Michael Leigh Fermor (1915-2011) -Paddy, para los


amigos y fans incondicionales-, ha pasado a la Historia como un infatigable
viajero, héroe de guerra y una de las mejores plumas en prosa de toda la
literatura anglosajona, que no es poco.
Su romántica vida de aventurero es un capítulo aparte de nuestro
libro de cabecera, Peregrinos de la belleza. Para lo que a estas batallas,
batallitas y batallones mensuales concierte, sepan que cuando pintan
espadas y el nombre de Paddy figura en blanco sobre negro, suele ir
acompañado de OBE (Order of the British Empire) y DSO (Distinguished
Service Order), las siglas de las dos medallas que ganó combatiendo a los
alemanes hasta alcanzar el rango de mayor. Pero Paddy no era el típico
soldado sumiso (Sir, yes, Sir!), sino todo lo contrario, y la lectura de su
currículum militar, por ende, se antoja muchísimo más interesante. Genio y
figura hasta la sepultura, sólo podría encajar, como hizo a la perfección, en
el Special Operations Executive, aquella particularísima sección de la
inteligencia británica cuyos irregulares miembros se encargaban de
‘incordiar’ todo lo posible a las potencias del Eje, operando, casi siempre,
en los territorios ocupados por el enemigo.

Sin ninguna duda, su hazaña más meritoria en el cuerpo -llevada a


cabo, mano a mano, junto al capitán Bill Stanley Moss y un comando de
partisanos locales- fue la abducción en Creta de Heinrich Kreipe, la
máxima autoridad en la isla de las fuerzas hitlerianas, el 26 de abril de
1944. De aquella gesta, que ya se ha convertido en otro mito griego, se hizo
hasta una película -bastante mediocre, todo sea dicho, al igual que el
desafortunado e histriónico Dirk Bogarde en el papel de Leigh Fermor- y
contamos con los dos maravillosos relatos que ambos ingleses escribieron
sobre su legendario golpe de mano: Mal encuentro a la luz de la luna y
Secuestrar a un general. No tienen desperdicio.

Quizá sea la anécdota más conocida y trillada, pero como soy de


clásicas (o algo parecido), de aquella arriesgada “acción de húsares” -tal y
como la calificó la propia víctima de la operación-, me quedo con el
momento en el que el oficial de la Wehrmacht, en las alturas del monte Ida
-cuna de Zeus-, se puso a declamar melancólico un oda horaciana y Paddy -
al que echaban de todos los colegios y jamás pisó la universidad, pero era
un lector infatigable- prosiguió el poema, también en latín. A partir de ese
momento de reconocimiento mutuo, de cultura hermana pese a la guerra, su
relación cambió y años después terminarían estrechándose la mano, casi
como viejos amigos, ante las cámaras de la televisión griega.
Con una copia en el bolsillo del mapa que el propio Moss dibujó del
punto exacto del secuestro, en marzo del año pasado, anduve los 5
kilómetros que lo separan del yacimiento de Knossos. Allí, hoy día, en una
curva a la salida del pequeño pueblo de Patsides, se erige un extraño pilar -
por llamarlo de alguna forma- que conmemora el glorioso hecho en su
mismo emplazamiento.

Recuerdo leer en soledad algunos pasajes de la proeza, en voz alta


para convocar a los espíritus, y dar un buen trago al Scotch de la petaca en
honor a los valientes. Después empezó a llover, lo cual quedaba muy
apropiadamente british, por lo que cerré mi libro con el marcapáginas que
me había hecho expresamente para aquella anhelada ocasión: la foto que el
capitán y el mayor se hicieron vestidos con los uniformes alemanes de los
que se valieron para dar el alto al coche del general y, rápidamente,
apoderarse de él. La verdad es que si uno se fija no dan mucho el pego,
¡qué par de cabronazos!
Bill Stanley Moss, a la izquierda, junto a Patrick Leigh Fermor (la pose chulesca está más que justificada)
De vuelta a Herakleion, esta vez en bus, fui por la misma carretera
que ellos mismos recorrieron con el gerifalte enemigo en el asiento trasero
del vehículo, debidamente amenazado para que no gritara. En cada parada
que mi transporte hacía, me imaginaba uno de los 22 controles (!) de la
Wehrmacht que ese par de pillos -y los andartes que les acompañaban-,
salvaron increíblemente indemnes con su valiosa presa.

Pero ya es verano y conviene bajar el pistón guerrero. Ayer releí en


la primera novela de Sherlock Holmes la siguiente frase como una
advertencia: “Es preciso que yo tenga cuidado, porque manipulo venenos
con mucha frecuencia”. Vayámonos a la playa, volvamos a Mani.

Este año, por mi trigésimo segundo cumpleaños, me han regalado la


visita a la casa que Leigh Fermor se construyó cerca de Kardamyli. Bien
acompañado por Carmen Sánchez y Pilar -mi única alumna de la que voy a
hacer carrera, aquella que madruga para volver a Mostar y lee a Norman
Lewis antes de pisar Nápoles-, bajamos los escasos 100 metros que
separaban nuestros aposentos en Porto Kalamitsi del paradisiaco retiro de
nuestro hombre.
Gracias a la persistente mediación de Parthenopi Angelou -mi
pacientísima profesora de griego moderno- conseguimos que el Museo
Benaki, por un más que módico precio, se aviniese a abrirnos la casa justo
el día de mi aniversario, aunque no tocara por fecha. Cuál fue nuestra
sorpresa cuando al poco tiempo de entrar, mientras paseábamos por los
espléndidos jardines de Paddy, descubrimos que nuestra guía era, ni más ni
menos, que Elpida Beloyannis, la cariñosísima mujer que cuidó de él,
acompañándole hasta el lecho de muerte, durante sus últimos 10 años de
vida.

Que mi directora de Tesis hablase la lengua local a la perfección nos


abrió muchas puertas, literalmente. A ratos en heleno, otros in english, nos
fue enseñando las dependencias mientras iba desgranándonos la vida,
historias y algún que otro jugoso chisme de su propietario. Lo confieso, no
pude resistirme y en modo fan púber inicié mi asalto a preguntas:

En una palabra ¿cómo definirías a Leigh Fermor?

–Amazing (Tardó bastante en contestar, meditándolo…)

¿Leía o bebía más?

–Depende del día…En cuanto a libros de refiere, en sus últimos


años, sobre todo, frecuentó mucho a Shakespeare y Tintín.

¿En qué lengua os comunicabais?

–Él era ‘The Boss’, elegía…

¿Cocinaba?

–No… (Esta respuesta fue precedida por una sonrisa irónica)

¿Cuál era su plato favorito?

–Chuletas de cerdo con ajo (¿O era cebolla?)

¿Contaba batallitas de la guerra?

–Por lo general, no…


El mayor Leigh Fermor en una alocución de postguerra frente a un embelesado auditorio.

Ante esto último, que en realidad no me sorprendió demasiado dado


lo traumático que debe ser haber participado en el conflicto y recordarlo, le
comenté como anécdota que Robert Graves y Lawrence de Arabia, cuando
se conocieron en Oxford después de haber combatido en la Primera
Mundial, pactaron entre caballeros no hablar jamás de la guerra. Lo suyo
sería literario. Elpida, como si acabara de escucharme descubrir el
Mediterráneo, se limitó a mirarme fijamente y contesto con toda la
naturaleza del mundo:

–It’s normal.

Era verdad. Yo iba buscando al espía que respondía al nombre


operacional de Mihali, aquel que con 29 años se tiró solo en paracaídas
sobre la Creta ocupada y, temerario, pedía fuego a los soldados alemanes
ataviado como una especie de pastor con cierto regusto a Lord Byron; pero
en su casa no había guerra. Pertenecía al escritor, viajero, amante y vividor.
Allí, donde me encontraba, en el estudio del jardín -su isla particular
dentro del propio remanso de paz- Paddy redactó en retrospectiva los dos
fantásticos libros que le han hecho tan célebre: El tiempo de los regalos
(1977) y Entre los bosques y el agua (1986), acerca el recorrido que hizo a
pie entre 1933 y comienzos de 1935, con tan solo 18 años, desde Londres a
Constantinopla (la tercera parte, publicada póstumamente, vio la luz en el
2014 bajo el título en castellano de El último tramo). Antes y después había
otros: El árbol del viajero (1950), sobre su viaje a las Antillas nada más
terminar la guerra que también le inspiró su única novela, Los violines de
Saint-Jacques (1956); Un tiempo para callar (1957), en torno a la
búsqueda de calma para escribir en varias abadías de Francia y Capadocia;
Mani (1958) y Roumeli (1966), narrando sus andanzas por Grecia, y Tres
cartas desde los Andes (1991), las del Perú.

Pero creo que realmente estaba allí por los varios artículos que le ha
dedicado Jacinto Antón y un librito muy especial, elegíacamente agridulce,
el tiovivo de risas y melancolía de Drink Time! En compañía de Patrick
Leigh Fermor, escrito por su última traductora al castellano, Dolores Payás.
No me canso de regalarlo. Aquel día leímos in situ el capítulo que le dedica
a Elpida y los dos más mitómanos nos echamos a llorar (con cierta ayuda
del tsípouro). Pero de él me quedo con el siguiente párrafo que va a figurar
en la introducción de mi Tesis Doctoral:

“A Paddy le distraía mucho la vida. Le sucedía pasados los noventa


años, no quiero ni imaginar lo que habría sido cuando era joven y estaba
lleno de energía (y de testosterona, ya que más de una vez se metió en líos:
faldas, peleas, tugurios, calaveradas). Su obra se nutría de la vida, un
evento apasionante que él engullía a grandes bocados, pero al mismo
tiempo existía una incompatibilidad paradójica entre su inmenso apetito
vital y el recogimiento necesario para la escritura. Se distraía con
cualquier cosa, le distraíamos. Puede que ésta sea una de las claves de la
brevedad de su obra. La otra sería la lentitud exasperante con la que
escribía, lo puntilloso y fastidioso que podía resultar. Su carácter jovial y
vivaz engañaba. Paddy no era un escritor ligero, epidérmico, sino más
bien un autor torturado por su propio oficio. De ahí las interminables
correcciones, las horas de sufrimiento en busca de un adjetivo, de una
imagen. Las dilaciones constantes, el insoportable retraso cuando se
trataba de poner fin a un libro”.
Quizá, de toda la inmensa enseñanza que encarna su vida hemos de
quedarnos precisamente con eso, las ganas de vivirla. Ya llevo el espíritu
de su levendiá tatuado como recordatorio de cuál debe ser la actitud para
encararla. Sin embargo, existen momentos en los que se debe tomar la otra
lección del maestro, huir de las juergas (o los tiros por la espalda) y
retirarnos a escribir, tal y como él mismo hizo ¡aunque Kalamitsi quede tan
lejos!

Tal vez con mucho esfuerzo, quizá, consigamos hacernos


merecedores, el día que para nuestro mal venga a buscarnos la parca, de
algo similar al par de versos de Cavafis que figuran como epitafio sobre su
lápida:

“Vivió como un griego, que todavía es mucho mejor”.

Y lo sabes.

A nuestro queridísimo historiador Ignacio Olea,


que -como Paddy- se nos retira para escribir su Tesis Doctoral.
Kaló taxidi, file!

Bibliografía. COOPER, A., Patrick Leigh Fermor, Barcelona, RBA,


2013.

Ángel Carlos Pérez Aguayo, 2 de julio de 2016.


http://queaprendemoshoy.com/patrick-leigh-fermor-lo-sabia/

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