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Aquella vieja historia siempre de moda -por eso los llaman clásicos-
y nadie como Eurípides, “el más trágico de los trágicos” (Aristóteles
egrapsen), para ejercer de cicerone por el desastre y la decadencia moral.
«Cayó la oscuridad nocturna sobre el sufrimiento»*, sonaron los teléfonos
móviles de rigor, y apareció Taltibio, el correveidile de Agamenón -
fantásticamente encarnado por Ernesto Alterio-, un desecho nervioso,
irascible y a ratos tartamudeante pese a los años transcurridos desde su
participación en la guerra, o más bien a consecuencia de ella. Sufría de
recurrentes pesadillas con los mismos nombres en bucle: Casandra,
Políxena, Andrómaca y, sobre todo, Hécuba…Hécuba…Hécuba…
La versión de las Troyanas recientemente estrenada en la 63ª edición
del Festival internacional de teatro clásico de Mérida, personalmente, me
dejó frío. Tal vez fue la inusual bajísima temperatura que hacía aquella
noche en la proedria o la adaptación sui generis del texto griego que ha
hecho Alberto Conejero, pero en retrospectiva, ni fu ni fa. En rigor hay que
admitir que la obra en sí tampoco descolla en el repertorio de Eurípides -
como tantas veces, no ganó en el certamen al que concursaba-,
probablemente porque carece de la fuerza dramática que tiene su Medea o
la propia Hécuba, si bien el mensaje, desde su estreno en el 415 a. E. (y
mucho antes), lamentablemente, no ha perdido nada de vigencia y por ende
la pieza debe seguir representándose: los conflictos bélicos son un horror
en el que siempre pagan justas por pecadores. Antes, ahora y mañana.
* Todos los entrecomillados con latinas corresponden a la traducción de las Troyanas realizada
por J. L. Calvo, C. García Gual y L. A. de Cuenca (Madrid, Gredos, 1982).