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Selección de Crónicas

Sobre el autor
Rubem Braga (1913-1990) fue un escritor y periodista brasileño. Se hizo
famoso como cronista de periódicos y revistas de circulación general en el país.
Fue corresponsal de guerra en Italia, y el embajador de Brasil en Marruecos.
En 1929, escribió sus primeras crónicas para el periódico Correio do Sul. Se
incorporó a la Facultad de Derecho de Río de Janeiro, luego se trasladó a Belo
Horizonte, donde se graduó en 1932. Ese mismo año comenzó una larga carrera
periodista con la cobertura de la Revolución Constitucionalista del 32 para un
periódico local. Como columnista mostró un estilo irónico y muy buen humor
en la elaboración de textos ácidos y duros que defendían sus puntos de vista. Se
destacó por la escritura de crónicas, que fueron dominadas por la crítica social, la denuncia de las injusticias y la
lucha contra los gobiernos autoritarios. Fue investigado durante la dictadura militar por criticar a la libertad de
prensa y la violencia en nombre de la revolución. Publicó su primer libro O Conde e o Passarinho en el año
1936 a sus 22 años. Fueron 62 años de periodismo y más de 15.000 crónicas escritas.
En los últimos tiempos, publicó su crónica sábado en el diario O Estado de Sao Paulo.
Rubem Braga murió en Río de Janeiro, el 19 de diciembre de 1990.

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Selección de crónicas

Cordillera

Rubem Braga
En “Ai de ti, Copacabana”, Río de Janeiro: Editorial Record, 2010
Traducción: María Virginia Gallo

Desde agosto no caía ni una gota de lluvia en Santiago. Por suerte en las canillas –oh, lector carioca, ¡mi semejante, mi
hermano!– el agua es limpia y abundante, y corre a borbotones para que a la tardecita todo honesto ciudadano pueda
regar sus plantas.
Solo en Inglaterra hay jardines como en Chile, tan verdes, tan suaves, tan prefectos y lindos; el chileno trata el pasto como
si fuesen flores.
Una tarde vagabunda de sábado anduve paseando por el parque Balmaceda, lleno de árboles, chicos, flores y
enamorados. No está prohibido, felizmente, pisar el pasto. Está prohibido agarrar flores o jugar a la pelota, pero eso
representa más bien una opinión de las placas de Prefectura que una realidad humana. Aquí y allí tres chiquitos juegan y
una joven agarra flores sin que el guardia, por ese motivo, pierda su buen humor. También ya fumé dos veces en el
autobús, ignorando el aviso, y nadie me llamó la atención; Chile, gracias a Dios, es un buen país latino.
Pero hablábamos de lluvia; llovió. Llovió a la tarde y toda la noche, y el día amaneció nublado. Después el cielo se fue
limpiando –y a los tres días, cuando la luna crece, está azul, espléndido, sin una nube. Así llegó el frío, todavía moderado,
sin que descienda más de 7 grados. Pero, con la lluvia, el aire se volvió más fino y la cima de la Cordillera se cubrió de
nieve.
Es difícil contar ese lado del paisaje, ese alto horizonte, esa inmensa muralla azul tocada por la nieve que brilla al sol.
Cuando el sol se va muriendo del otro lado del horizonte, la Cordillera empieza a cambiar de color –la Montaña se hace
violenta, la nieve tiene reflejos púrpuras o rosáceos, el azul del cielo se va haciendo más grave en el crepúsculo alto y
solemne.
Santiago no tiene mar; pero tiene, al este, esa presencia de abismo y de infinito, ese paisaje de extraña fuerza, pureza y
paz –de una océanica belleza.
Santiago, Abril, 1955

Las dos de la tarde del domingo

Traducción de Daniel Fernández

En medio de tanta aflicción y tristeza hubo un momento, ¿te acuerdas? Fue de casualidad, fue de repente, fue
robado, y si alguien hubiese tenido la más leve sospecha, entonces hubiera sido la ignominia total. Pero hubo un
momento, y durante ese momento hubo silencio y belleza.
  Sería imposible describir el ambiente, extraño a nosotros dos, y no había ni cantos de pájaros ni murmullos de mar. Tal
vez el ruido de un elevador, un timbre sonando en el interior de otro apartamento, el fragor de un tranvía afuera, el
sonido de un radio distante, vagas voces -y, me acuerdo, había un rayo de luz oblicuo que daba en el suelo y en la parte
de abajo de una puerta, recuerdo vagamente el color rosa de las paredes.
  ¿Serán recuerdos verdaderos? ¿Cómo volver a aquel apartamento, reconstruir aquellas dos de la tarde, recordar la fecha,
verificar la posición de los muebles y el ángulo de incidencia del sol? Desde el suelo o desde la puerta del baño -creo que
desde el suelo-, este iluminaba tus ojos claros que me contemplaban fijos. El edificio yo sé cuál es. ¿Sería posible buscar a
aquella pareja joven que nos encontramos aquel día en la playa y preguntarles cuál era el número del apartamento en que
entonces vivían? Tendríamos el permiso del actual morador, o quizá entraríamos subrepticiamente en el apartamento y la
joven de la pareja nos diría, aquí estaba el cuarto, aquí el armario, la cama, allá quedaba el espejo…
  Ah, había menos rumor en la calle en aquel tiempo, menos automóviles pasarían por allá fuera; pero ciertamente serían
también las dos de la tarde, aunque ya no haya tranvías, habría algún radio encendido esperando el comienzo de un
juego de futbol, y el sol entraría con el mismo ángulo por la misma ventana. Buscaríamos los muebles de entonces, los
compraríamos donde estuviesen hoy, a lo mejor la antigua dueña se acuerda de a quién se los vendió y de cómo eran -no
creo que todavía los tenga. Me acuerdo de que eran muebles banales; nosotros los colocaríamos en los mismos lugares y
en las mismas posiciones.
  Hubo un momento. Tal vez la pintura de la pared hoy sea diferente; creo que era rosa. Tu traje de baño era negro, tenía
tirantes, recuerdo las marcas de los tirantes. Fue súbitamente, recuerdo que había varias personas reunidas, se había ido el
agua en casa de alguien, y llamó por teléfono para decir que no lo esperaran para el almuerzo, hubo desencuentros en la
playa, apareció la pareja joven –y entonces, por puro milagro, todo lo que estaba en contra de nosotros, las circunstancias,
las miradas, los horarios, los esquemas de la vida cotidiana, las familias con sus radios y sus feijoadas dominicales, los
encontronazos en una esquina, las convenciones, los miedos, todo lo que nos separaba, súbitamente cesó, la pareja se
disculpó y partió, iban a almorzar con la madre de ella, la empleada se ausentó, yo me había ido, pero por casualidad tuve
que volver– la verdad es que no podría reconstruir los detalles tediosos y vulgares; el recuerdo que quedó es que por un
momento boyamos en el lomo de una nube, lejos de la ciudad y del mundo, y todos los ruidos se distanciaban y se
apagaban, ahí estabas toda salada de mar, tus ojos me miraban fijos, serios, siempre tus ojos de niña, tus cabellos
mojados, tu gran cuerpo de un dorado claro.
  Hubo un momento, ese momento en que la carne se hace alma; y después, mucho después, me dijiste la misma cosa
que yo sentía, aquel momento suspendido en el aire como una flor, un extraño silencio, sí, ¿te acuerdas?
  Y después las cosas banales a las que la vida nos llevó, los caminos complicados que cada uno tiene que recorrer en la
vida. Pero no pasó lo peor. Nada, nadie nos destruyó aquel momento, ninguna voz llamando a la puerta, ningún teléfono,
el momento fue tal vez de locura, pero en su interior hubo un instante de serenidad pura e infinita belleza.
  Ah, no me puedes responder. Hablo solo. Además, estas lejos; y tal vez tuvieras que mirar dos veces para reconocer en
este hombre de cabellos blancos y de cara marcada por la vida aquel que fui un día, el que te hizo sufrir, y sufrió; mas
quiero que sepas que te veo aún como eras en aquel momento, tu cuerpo aún mojado de mar a las dos de la tarde, y
millares, millones de relojes eternamente funcionando contra nosotros, en los bolsos, en las muñecas en las paredes,
todos dejaron de andar, porque en aquel momento eras bella y pura como una diosa y eras mía eternamente,
eternamente. En aquel edificio de aquella calle, en aquel apartamento entre aquellas paredes y aquel rayo de sol,
eternamente. Más allá de las nubes, más allá de los mares, eternamente, a las dos de la tarde del domingo, eternamente.

Septiembre, 1957

Crónicas de Clarice Lispector

Sobre la autora
Clarice Lispector nació el 10 de diciembre de 1920 en el pequeño pueblo de
Tchetchelnik, Ucrania, por pura casualidad ya que la familia se encontraba en
medio del viaje que los llevaría a Brasil. Llegó a Brasil con dos meses y la
familia se instaló en Recife. Su madre, que era paralítica, murió cuando ella
tenía diez años. Sin embargo, Clarice recordaba una infancia feliz en la que
apenas se dio cuenta de la precariedad económica en la que se encontraban. En
plena adolescencia, en 1935, se mudó a Rio de Janeiro con su padre y su
hermana. Estudió Derecho y empezó a colaborar con algunos periódicos y
revistas. A los veintiún años publicó Cerca del corazón salvaje, una novela ya
de plena madurez, que había escrito a los diecisiete años. En la Facultad conoció al que sería su esposo, el
diplomático Maury Gurgel Valente, por la profesión de este residieron en Milán, Londres, París y Berna donde
nació su hijo Paulo. De vuelta a Río, en 1949, Clarice Lispector retomó su actividad periodística, firmando con
el seudónimo Tereza Quadros una columna en la revista Comicio. Publicó cuentos en la revista Senhor y
firmaba una columna femenina en el diario Correio da Manhâ con el pseudónimo Helen Palmer. Tuvo también
una página femenina diaria en el Diário da Noite, que salía firmada por la actriz Ilka Soares. En septiembre de
1952 volvía a dejar Brasil, desplazándose con el marido a Washington, DC, donde permanecieron ocho años.
En febrero de 1953 dio la luz a su segundo hijo, Pedro. Se separó de su marido en 1959 y regreso a Rio, donde
volvió a sus colaboraciones en periódicos y revistas, y publicó su primer libro de cuentos Lazos de familia. Fue
este un fecundo periodo ya que en 1961 apareció Una manzana en la oscuridad y en 1963 La pasión según G.H.,
su obra más emblemática.
Un incendio fortuito por una colilla mal apagada en su dormitorio en 1966 le provocó quemaduras y graves
secuelas y la sumió en profundas depresiones. En esta época realizaba una crónica semanal para el Jornal do
Brasil y colaboró con la revista Manchete realizando entrevistas con artistas e intelectuales.
Murió en Río de Janeiro el 9 de diciembre de 1977 a los 56 años, víctima de un cáncer de ovarios, algunos
meses después de publicarse su última novela La hora de la estrella.

Selección de crónicas

Aventura

Mis intuiciones se vuelven más claras con el esfuerzo de expresarlas con palabras. En este sentido, pues, que escribir me
resulta una necesidad. Por un lado, porque escribir es una manera de no mentir el sentimiento (la transfiguración
involuntaria de la imaginación es tan sólo un modo de llegar); por otro lado, escribo por la incapacidad de entender, si no
es a través del proceso de escribir. Si adopto un aire hermético, es porque no sólo lo principal es no mentir el sentimiento
sino porque tengo incapacidad de expresarlo de un modo claro sin mentirlo –mentir el pensamiento sería quitar la única
alegría de escribir. Así, tantas veces tomo un aire involuntariamente hermético, lo que me parece tan aburrido en los otros.
¿Después de escrita la cosa, podrí fríamente volverla más clara? Pero es que soy obstinada. Y por otra parte, respeto una
cierta claridad peculiar del misterio natural, no sustituible por ninguna otra claridad. Y también porque creo que la cosa se
aclara sola con el tiempo así como un vaso de agua, una vez que se deposita en el fondo lo que sea, se aclara el agua. Si el
agua jamás queda limpia, peor para mí. Acepto el riesgo. Acepté un riesgo mucho mayor, como todo el mundo que vive. Y
si acepto el riesgo no es por libertad arbitraria o inconsciencia o arrogancia: cada día que despierto, por hábito incluso,
acepto el riesgo. Siempre tuve un profundo sentido de aventura, y la palabra profundo está ahí queriendo decir inherente.
Este sentido de aventura es lo que me da lo que tengo de aproximación más libre y real en relación al vivir y, de
carambola, a escribir.
4 de octubre de 1969

TODAVÍA SIN RESPUESTA


Yo no sé escribir, perdí el don. Pero ya vi muchas en este mundo. Una de ellas, y no de las menos dolorosas, es haber visto
abrirse bocas para decir o tal vez sólo balbucear, y simplemente no lograrlo. Entonces a veces me gustaría decir lo que
ellas no pudieron decir. No sé ya escribir y, sin embargo, el hecho literario se volvió de a poco tan sin importancia para mí
que no saber escribir tal vez sea exactamente lo que me salvará de la literatura.
¿Qué se volvió importante para mí? Sea lo que fuere será a través de la literatura como podrá tal vez manifestarse.

UNA EXPERIENCIA

Tal vez sea una de las experiencias humanas y animales más importantes. La de pedir socorro y, por pura bondad y
comprensión del otro, dar el socorro. Tal vez valga la pena haber nacido para que un día mudamente se implore y
mudamente se reciba. Yo ya pedí socorro. Y no me fue negado.
Me sentí entonces como un tigre peligroso con una flecha clavada en la carne, que estuviera rondando lentamente sobre
personas medrosas para descubrir quién le quitaría el dolor. Y entonces una persona hubiera sentido que un tigre herido
es apenas tan peligroso como un niño. Y aproximándose a la fiera, sin miedo de tocarla, le hubiera arrancado con cuidado.
¿Y el tigre? No, ciertas cosas un las personas ni los animales pueden agradecerlas. Entonces yo, el tigre, di unas vueltas
lentas frente a la persona, dudé, me lamí una de las patas y después, como no es la palabra lo importante, me alejé
silenciosamente.

SER CRONISTA

Sé que no lo soy, pero vengo meditando levemente sobre el asunto. En verdad yo debería conversar al respecto con
Rubem Braga, que fue el inventor de la crónica. Pero quiero ver si consigo tantear sola el asunto y si llego a entenderlo.
¿Crónica es un relato? ¿Conversación? ¿Resumen de un estado del espíritu? No sé, pero antes de empezar a escribir para
Jornal do Brasil, sólo había escrito novelas y cuentos. Cuando combiné con el diario escribir aquí los sábados, enseguida
me morí de miedo. Un amigo que tiene voz potente, convincente y cariñosa, prácticamente me intimó a no tener miedo.
Dijo: escribe cualquier cosa que se te pase por la cabeza, incluso tonterías, porque las cosas serias ya las escribiste, y todos
tus lectores han de entender que tu crónica semanal es un modo honesto de ganar dinero. Sin embargo, por una cuestión
de honestidad con el diario, que es bueno, no quise escribir tonterías. Las que escribí, e imagino cuántas, fueron sin darme
cuenta.
Y también sin darme cuenta, a medida que escribía para él, me iba volviendo demasiado personal, corriendo el riesgo
dentro de poco de publicar mi vida pasada y presente, cosa que no quiero. Otra cosa que noté: me basta saber que estoy
escribiendo para un diario, es decir, para algo abierto fácilmente por todo el mundo, y no para un libro, que solo lo abre
quien quiere, para que, sin incluso sentirlo, el modo de escribir me transforme. No es que me desagrade cambiar, por el
contrario. Pero me gustaría que fueran cabios más profundos e interiores que se reflejaran entonces en el escribir. Pero
¿cambiar solamente porque esto es una columna una crónica? ¿Ser más leve sólo porque el lector así lo quiere? ¿Divertir?
¿Hacer pasar unos minutos de lectura? Y otra cosa: en mis libros quiero intensamente la comunicación profunda conmigo
y con el lector. Aquí en el diario sólo hablo con el lector y me agrada que él resulte agradado. Voy a decir la verdad: no
estoy contenta. Y creo que voy realmente a tener una charla con Rubem Braga porque sola no logré entenderlo.

22 de junio de 1968

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