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El escéptico en su tiempo y lugar

Miles Burnyeat, 1984


(Título original: “The Sceptic in His Place and Time”)
Traducido por: Alejandro Moncada M., junio de 2017

Hoy en día, si un filó sofo encuentra que él no puede responder a la pregunta filosó fica ‘¿Qué es el
tiempo?’ o ‘¿Es real el tiempo?’, él aplica para que le concedan una investigació n para trabajar en
el problema durante el siguiente añ o sabá tico. El no supone que la llegada del añ o siguiente esté
realmente en duda. Alternativamente, él puede estar de acuerdo en que cualquier dilema acerca
del tiempo, o cualquier argumento para la duda sobre la realidad del tiempo, es de hecho un
dilema acerca de, o un argumento para dudar de, la verdad de la proposició n de que el pró ximo
añ o sabá tico llegará , pero, por supuesto, afirmar que esta es una preocupació n estrictamente
teó rica o filosó fica, no una preocupació n que necesite ser considerada en los asuntos ordinarios
de la vida. De cualquier manera, él aísla sus juicios ordinarios de primer orden de los efectos de
su filosofar.
La prá ctica del aislamiento, como debo continuar llamá ndola, puede ser concebida de varias
maneras. Hay multitud de filó sofos para quienes la bien conocida observació n de Wittgenstein
(1953: #124), de que ‘la filosofía deja todo como es’, describe no el punto-final sino el punto-
inicial de su filosofar. Hay muchos quienes aceptan una u otra versió n de la idea de que la
filosofía es el aná lisis, o má s ampliamente, que esta es el meta-estudio de las formas existentes
del discurso; una idea que va naturalmente con el pensamiento de que, mientras una cierta
cantidad de la revisió n puede estar en orden, en general la filosofía debe respetar y ser
responsable de estas formas del discurso de la misma manera que una teoría debe, en general,
respetar y ser responsable de los datos de los que es teoría. De nuevo, otros han invocado la
distinció n de Carnap (1950), entre cuestiones internas y externas: las investigaciones ordinarias
acerca de cuá ndo y dó nde suceden las cosas, son investigaciones que van sobre procedimientos
reconocidos dentro del aceptado marco de trabajo espaciotemporal de la ciencia y de la vida
diaria, mientras las cuestiones filosó ficas y las dudas que las inspiran son cuestiones externas,
acerca del marco de trabajo mismo, como si esta proveyera de la mejor manera de hablar acerca
de lugares y tiempos. Pero aquí no me conciernen las credenciales de estas y otras
consideraciones de la prá ctica del aislamiento. Porque yo creo que, al menos en algunas de las
á reas centrales de la discusió n filosó fica, el sentido de una diferencia entre cuestiones filosó ficas
y ordinarias yace profundamente en la mayoría de nosotros: má s profundo que cualquier
articulació n particular de esto que usted podría enfrentar ayer u hoy en Harvard, Oxford o
California.
Es cierto que, hay algunos quienes, influenciados quizá por Quine, serían reacios a aceptar
cualquiera de estos puntos de vista o a tener algo que hacer con el aislamiento. Para ellos, como
para Quine, la reflexió n filosó fica y el pensamiento ordinario deben ser vistos como una fá brica
ú nica, de la cual ninguna parte es inmune a los efectos de las revisiones y los dilemas en otros

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lugares. Pero una cosa es decir esto, y otra asegurarse de que usted cree esto. Una prueba es
como usted reacciona al siguiente argumento: es cierto que ayer mi cuerpo estuvo por algú n
tiempo más cerca del manto de la chimenea que de la biblioteca; por lo tanto, es falso que el
espacio y el tiempo sean irreales. En mi experiencia, cercanamente todo el mundo protesta de
que este argumento de Moore (1925) es una suerte de argumento erró neo, para establecer una
disputa filosó fica acerca de la realidad del espacio o del tiempo. Ellos sienten fuertemente que el
escepticismo filosó fico no puede ser refutado directamente por el sentido comú n. Pero, el
corolario de esto puede ser que el sentido comú n no puede ser refutado por el escepticismo
filosó fico. Y, de hecho, cuando buscamos en el artículo que má s que ningú n otro factor singular ha
contribuido para mantener vivo un interés en el escepticismo durante esos días de la filosofía
exacta, el famoso artículo de Thompson Clark ‘The Legacy of Scepticism’ (1972), encontramos
que su punto de inicio, el fundamento de la cosa entera, es la tesis de que el juicio y las
afirmaciones del conocimiento que hacemos en la vida ordinaria son inmunes (esta es su
palabra) a la duda filosó fica. Entonces resulta que el aislamiento es un negocio de dos vías. Este
protege a la vida ordinaria de la filosofía y protege a la filosofía de la vida ordinaria; y G.E. Moore,
usted no puede comprar una protecció n sin comprar la otra. Alternativamente, si usted quiere
que su filosofar se conecte con sus intereses de primer orden, es mejor que lo mantenga sobrio.
Yo espero haber dicho suficiente para que usted reconozca el fenó meno al que estoy apuntando:
si no en usted mismo, entonces en otros y en la filosofía de nuestro tiempo. Mi tesis va a ser que
esto es precisamente un fenó meno de nuestro tiempo. Los filó sofos antiguos encontrarían esto
intrigante; así mismo sería para los filó sofos del Renacimiento. Este sentido de la separatividad,
algunas veces incluso de la extrañ eza, de problemas filosó ficos no es una cosa atemporal,
intrínseca a la naturaleza misma de la filosofía. Es un producto de la historia de la filosofía. Yo
debo hablar de un tiempo cuando el aislamiento no estaba inventado todavía, cuando el
escepticismo filosó fico chocó directamente con el sentido comú n, y la gente se lo tomó
seriamente, precisamente porque ellos lo vieron como una alternativa genuina a sus puntos de
vista ordinarios. Si mi tesis es correcta, habrá preguntas histó ricas para hacer acerca de cuá ndo y
por quién y por qué fue inventado el aislamiento: preguntas cuyas respuestas podrían ayudar a
explicar la atmó sfera del ‘retraso’ (si puedo tomar prestado un término del criticismo literario),
que demasiado frecuentemente circunda las discusiones filosó ficas del siglo veinte sobre el
escepticismo. Todo ese ajetreo para descubrir una manera de tomar seriamente al escéptico, y
para insistir en que él todavía está muy vivo, traiciona un sentimiento acerca de que las
discusiones importantes con el escepticismo tuvieron lugar hace mucho tiempo. Lo cual pienso
que es cierto. Pero yo debo llegar a las preguntas histó ricas a su debido tiempo. Primero, yo debo
establecer que alguna vez en el tiempo el escepticismo fue un desafío serio y nadie pensó en
aislarlo de afectar a, o de ser afectado por, los juicios de la vida ordinaria.
II
Los primeros filó sofos en llamarse a sí mismos escépticos, tanto en el sentido antiguo (skeptikos
significa ‘investigador’) como en el sentido moderno de ‘dudador’ (para el cual su palabra fue
ephectikos, ‘alguien que suspende el juicio’), fueron los miembros del movimiento pirró nico
fundado por Enesidemo en el siglo I a.C. El uso de estas palabras fue diseñ ado para distinguir su
tipo de filosofía, tanto de la de los Académicos como de la de las escuelas dogmá ticas. Se nos ha
dicho que la investigació n pirró nica tiene una característica ú nica: esta no termina en cualquier

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caso en el descubrimiento de la verdad, como los filó sofos dogmá ticos afirman de la suya, o en la
negació n de que pueda ser descubierta, la cual es la conclusió n que argumentaron los
Académicos. Esta fue má s que una distinció n teó rica. En el contexto antiguo, apropiarse de
skeptikos y ephectikos para marcar un tipo o escuela de filosofía, fue una nueva declaració n y,
fundamentalmente dramá tica de que, desde ahora en el escepticismo, l investigació n y la duda,
serían una filosofía para la vida.
Los pirró nicos no solo fueron los primeros escépticos auto-proclamados, sino que sobre todo
fueron sus ideas las que representaron al escepticismo ante el mundo moderno, cuando los
escritos de Sexto Empírico (circa 200 d.C.) fueron descubiertos y publicados en el siglo XVI. El
siglo XVI fue, de hecho, el tiempo cuando el pirronismo alcanzó su má s grande impacto. Como nos
enseñ ó Richard Popkin (1979), el redescubrimiento de Sexto jugó el mayor papel en la formació n
de la preocupació n filosó fica moderna, desde Descartes hacia adelante, con la tarea de encontrar
una refutació n satisfactoria de los argumentos escépticos. Por un largo tiempo esto significó una
refutació n de los argumentos en Sexto Empírico. Entonces, la noció n del escepticismo que
encontramos en Sexto Empírico puede afirmar ser la original, tanto para los tiempos antiguos
como para los modernos. Y entonces sucede que, tan atrá s como hasta Gassendi, y pienso que
hasta Montaigne, encontramos una interpretació n del escepticismo pirró nico, de acuerdo con la
cual el escéptico practica el aislamiento de una clase; de qué clase, lo veremos en breve.
Esta interpretació n proveerá un punto de salida ú til, primero, porque Gassendi y Montaigne
fueron dos de los pensadores má s cercanamente involucrados en el renacimiento moderno del
escepticismo pirró nico; segundo, porque su marca de aislamiento está todavía por encontrarse
con las consideraciones modernas del escepticismo antiguo; y tercero, porque en la literatura
moderna sobre el escepticismo antiguo el tipo de aislamiento Montaigne-Gassendi compite con
otra noció n, diferente del aislamiento, que en sí misma es algo que me parecería situarse en una
perspectiva histó rica, diseñ ada para iluminar los cambios en el papel que el escepticismo ha
jugado en diferentes períodos.
Entonces vamos a ello.
III
El texto clave para todas las interpretaciones de aislamiento es Esbozos Pirrónicos (abreviado
‘PH’) I.13, que traza un contraste entre ciertas cosas a las que el escéptico asiente, y ciertas otras
cosas a las que el escéptico no asiente. El contraste define el alcance del escepticismo de Sexto, y
nuestra decisió n de hasta dó nde es trazada la línea determinará nuestra interpretació n del
escepticismo:
Cuando decimos que el escéptico no dogmatiza, no estamos usando ‘dogma’ en el sentido má s
general en el que algunos dicen que dogma es aceptar cualquier cosa (porque el escéptico asiente a
las experiencias a las que él no puede facilitar tener en virtud de esta o aquella impresió n: por
ejemplo, él no diría, cuando esta acalorado o enfriado, ‘me parece que no estoy acalorado o
enfriado’), má s bien cuando decimos que no dogmatiza, queremos decir ‘dogma’ en el sentido en el
que algunos dicen que dogma es cualquier cosa de los asuntos no evidentes investigados por las
ciencias. Porque el pirró nico no asiente a nada que es no-evidente. (PH I.13)

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Para empezar, podemos preguntar qué significa cuando Sexto dice que el escéptico asiente a las
experiencias (pathē), como las de estar acalorado, que está n ligadas al uso de los sentidos, y má s
generalmente, con tener impresiones (phantasiai), sean de los sentidos o del pensamiento.
(Resalto inclinadas estas palabras como una alerta rá pida no para tomar la cita del pá rrafo como
un confinamiento de los asentimientos del escéptico a las sensaciones-impresiones. Aunque el
ejemplo aquí es una sensació n-impresió n, en Sexto ‘impresió n’, ‘experiencia’, ‘apariencia’ no
está n restringidos a lo sensitivo, y los lectores má s familiarizados con las ideas e impresiones del
empirismo britá nico que con la epistemología helenista deberían cuidarse de importar los
primeros en los ú ltimos.) Pero este asentimiento, que está en otras partes y es llamado
generalmente asentir a las apariencias, es no claro en sí mismo, o al menos ha sido objeto de
disputa. La disputa, brevemente, es esta: si uno da al escéptico una noció n generosa de
apariencia, el á rea de su asentimiento se expande y el escepticismo se contrae, mientras que
inversamente el escepticismo se esparce y el asentimiento se recoge si (como yo hago) uno toma
un punto de vista má s restringido de apariencia. Permítaseme explicarlo un poco má s en detalle.
Sexto nos orienta a entender cada sentencia que él hace, expresada de todos modos, como un
registro de su experiencia (pathos) diciéndonos có mo las cosas le aparecen a él (PH I.4, 15, 135,
197, 198-9, 200, M XI.18-19). Si él quiere decir ‘aparecer’ en su sentido no-epistémico, PH I.13
implica que el asentimiento del escéptico está restringido a los reportes experimentales tales
como ‘Se siente calor para mí aquí’, ‘Este argumento me golpea como persuasivo’. É l puede decir
‘Está caluroso’, ‘Es un argumento só lido’, pero lo que él quiere significar es ‘Yo tengo la
experiencia de su aparecer así’. Por otro lado, si ‘aparecer’ lleva su sentido epistémico, hablar
acerca del aparecer de las cosas es simplemente una manera no-dogmá tica acerca de có mo son
las cosas en el mundo. Nosotros sin duda queremos una elucidació n adicional de qué es hablar
‘de una manera no-dogmá tica’, pero PH I.13 por ahora nos lleva a la expectació n de que el
escéptico estará contento de aceptar (eudokein) una multitud de proposiciones como ‘Está
caluroso aquí’, ‘Este es un argumento persuasivo’, con tal de que estas sean entendidas como, no
hacer má s afirmaciones agotadoras que las suficientes para los propó sitos de la vida ordinaria.
Pero, podemos preguntar también acerca de la otra mitad del contraste en PH I.13. ¿Qué es lo que
Sexto quiere significar al decir que el escéptico no asiente a ninguna de las materias no-evidentes
que son investigadas por las ciencias? Es este lado del problema el que yo me propongo discutir
aquí. Quizá esto contribuirá con alguna luz sobre la primera á rea de la disputa.
Entonces, ¿Cuá les son los objetos no-evidentes de la investigació n científica? La noció n de lo no-
evidente es la noció n de lo que podemos conocer ú nicamente por referencia a lo evidente, si es
que podemos conocer algo en absoluto. Si es posible el conocimiento de lo no-evidente, como
cree el oponente dogmá tico de Sexto, es el conocimiento mediado en contraste con el
conocimiento inmediato, el conocimiento no-inferencial lo que es evidente (PH II.97-9). El
ejemplo favorito del dogmá tico de algo evidente es la proposició n ‘Es de día’. Si usted es un ser
humano saludablemente normal que está caminando durante el día, es perfectamente evidente
para usted que es de día. Pero necesitamos un ejemplo que relacione suavemente a las ciencias
por un lado y a la experiencia escéptica de estar acalorado por el otro. Yo no pienso que el
dogmá tico de Sexto vacilaría en afirmar, cuando él está sentado frente a su estufa, que es
bastante evidente que está caluroso. Ahora bien, si uno toma ‘La estufa está caliente’ como un
ejemplo de algo evidente y lo empareja con la referencia a las ciencias, llega a ser má s bien

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natural, y esto es lo que Montaigne y Gassendi supusieron, que el dogma en el sentido que Sexto
quiere evitar, no es cualquier pronunciamiento científico, por ejemplo, la estructura física
subyacente que hace calentar las cosas, cualquier teoría acerca de la naturaleza real del calor,
quizá todavía la afirmació n o la creencia de que hay una cosa tal como la naturaleza real del calor
acerca de la cual en principio se podría dar una teoría.
En este tipo de interpretació n, en honor de Montaigne quisiera llamarla la interpretació n del
caballero del país, el escepticismo pirró nico es escepticismo acerca del campo de la teoría, que en
este período incluirá lo que consideraríamos teoría filosó fica o metafísica, y mucho de lo que
podemos reconocer como ciencia. Los juicios no-teó ricos de la vida ordinaria son aislados del
escepticismo y el escepticismo es aislado de ellos, no debido a Sexto, así como Thompson Clarke
le asigna un estatus especial a la duda filosó fica, pero debido a que él le asigna un asunto especial,
diferente del asunto con el que el hombre ordinario está involucrado en los asuntos ordinarios de
la vida. Este es un aislamiento por el asunto o contenido, un desligue entre la vida y la teoría.
‘Só crates pensó que un hombre conoce suficiente geometría si es capaz de medir la tierra que da
o que recibe’ (Montaigne 1580: I 535-6).
Aquí, por ejemplo, está Gassendi defendiendo la vida ordinaria en contra del Método de la Duda
de Descartes:
Pero si la torre vista desde cerca no parece tener esquinas y estar bastante redondeada, entonces
yo no veo por qué cualquier deseo restrinja nuestras creencias en las apariencias o cualquier duda
de si es redonda y suave má s bien que cuadrada, esto le ocurriría a cualquiera excepto a aquellos
que ustedes llaman ‘de mente no sana’. (Gassendi 1644 en Brush 1972: 168)

Y aquí él está exponiendo el pirronismo antiguo:


No hay suficiente solidez en la objeció n acostumbrada de aquellos quienes dicen que nada es
cierto o puede ser comprendido, a saber, que ellos realmente no dudan que es de día cuando el sol
está alumbrando, que el fuego es caliente, que la nieve es blanca, que la miel es dulce, y otras cosas
por el estilo; y que, por tanto, ellos deben aceptar al menos el criterio por el que son determinadas
esas cosas, a saber, los sentidos. Porque estos hombres, como hemos observado arriba, dicen que
las apariencias de las cosas, o lo que las cosas parecen ser por el exterior, es una cosa y la verdad, o
la naturaleza interna de las cosas, a saber, lo que las cosas son en sí mismas, es otro asunto, y que
cuando ellos dicen que nada puede ser conocido con certeza y que no hay un criterio, ellos está n
hablando de las cosas que parecen ser y lo que es revelado por los sentidos como si hubiera algú n
criterio especial, pero lo que las cosas son en sí mismas, es lo que está tan escondido que ningú n
criterio puede destaparlo. (Gassendi 1658 en Brush 1972: 294, con mi énfasis).

Estas dos citas pueden servir como la versió n de Gassendi del contraste en PH I.13: por un lado,
una aceptació n casual de los está ndares que usamos comú nmente en el juicio de que la torre es
redonda, por otro lado, un fuerte escepticismo acerca de la ‘naturaleza interna’ de las cosas.
Nó tese como Gassendi alinea el contraste de Sexto con un contraste entre las cosas por fuera (lo
que es accesible a la observació n diaria a través de los sentidos) y su naturaleza interna. Usted no
encontrará a Sexto adicionando el epíteto ‘interior’ en las innumerables ocasiones en que él
concluye, ‘Nosotros podemos decir có mo aparecen las cosas, pero no lo que sea su naturaleza’. El
contraste interior/exterior habla de un mundo nuevo, en el que la interpretació n del pirronismo
antiguo ha sido superpuesta con las preocupaciones de la ciencia del siglo XVII.

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Ahora bien, una ventaja de la interpretació n del caballero del país es que no hay gran dificultad
para entender có mo es que él puede caminar alrededor de su estado haciendo preparaciones
para la cosecha del añ o siguiente mientras proclama que es un escéptico acerca del tiempo y el
espacio. No hay dificultad aquí debido a que eso por lo que el escéptico suspende el juicio, en este
punto de vista, no son el espacio y el tiempo de la vida ordinaria sino el espacio y el tiempo de los
filó sofos naturales. El escéptico no es un hombre que duda de que él esté en Cambridge o de que
él ha estado hablando por al menos cinco minutos. É l es un hombre que está dudoso acerca de las
clases de cosas que los filó sofos naturales dicen para construir sus teorías:
Porque algunos definen el tiempo como el intervalo del movimiento del todo (por ‘todo’ yo quiero
decir el universo), otros como el movimiento mismo; Aristó teles, (o segú n dicen algunos, Plató n)
de acuerdo con el nú mero de lo anterior y lo posterior en el movimiento; Estrató n, (o segú n
algunos, Aristó teles) como la medida del movimiento y el reposo; y Epícuro, (segú n lo reportado
por Demetrio de Laconia) como accidente de los accidentes, puesto que acompañ a los días y las
noches y las estaciones, y la presencia y ausencia de los sentimientos, y los movimientos y el
reposo. (PH III.136-7)

El escéptico está dudoso acerca del tiempo debido a que los filó sofos dogmá ticos discrepan entre
ellos y parece no haber modo de resolver la disputa (PH III 138-40), por consiguiente, la
repetició n de las diferentes consideraciones sobre el tiempo, y debido a que él está impresionado
por ciertos argumentos destructivos de la clase que fue promulgada má s tarde por Agustín y
McTaggart en contra de la realidad del tiempo (PH III 140-150). No es que el escéptico acepte la
conclusió n negativa de los argumentos destructivos: lo que también sería dogma, un dogmatismo
negativo. Má s bien, así como él no puede encontrar un criterio para decidir qué es lo correcto
entre los puntos de vista en competencia, asimismo él no puede decidir si los argumentos
deberían ser o no preferidos en lugar de recomendaciones má s positivas del otro lado. Los dos
dogmas, la afirmació n y la negació n de la realidad del tiempo, se balancean y el escéptico
suspende el juicio sobre el problema y sobre todos los problemas teó ricos conectados con el
tiempo (PH III 140). Lo mismo va para el espacio, como aparecerá má s abajo. É l escéptico se
desengancha de los graves pronunciamientos de los filó sofos y los científicos y se engancha en el
negocio de la vida diaria en Cambridge o Montaigne:
Los cielos y las estrellas han estado oscilando alrededor por tres mil añ os, como todo el mundo ha
creído, hasta Cleantes de Samos, o de acuerdo con Teofrasto, Nicetas de Siracusa, se presume que
proclamó que fue la tierra que se movió , girando sobre su eje, a través del círculo oblicuo del
zodíaco. Y en nuestros días, Copérnico también ha fundado su teoría que muy legalmente usa para
todas sus conclusiones astronó micas. ¿Qué podemos hacer con esto, excepto que no necesitamos
molestar nuestras cabezas acerca de cuá l de las dos teorías es la correcta? (Montaigne 1580, II 15)

IV
Entonces, hasta aquí, todo bien. Pero, ¿Qué tan bien la interpretació n del caballero del país valora
los textos (ademá s PH I.13) en los que afirma encontrar evidencia del aislamiento?
Sexto comienza su tratamiento de topos (lugar) en los Esbozos Pirró nicos con un establecimiento
introductorio acerca del alcance de su discusió n:
Entonces, el espacio, o el lugar, se usa en dos sentidos, el estricto y el débil; débilmente del lugar
que se toma ampliamente (como ‘mi ciudad’), y estricto del espacio exactamente contenedor en

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donde estamos exactamente encerrados. Entonces, nuestra investigació n es concerniente con el
espacio de la clase estricta. Este algunos lo han afirmado y otros lo han negado; y otros han
suspendido el juicio acerca de este. (PH III 119, tr. Bury 1933-49)

El pasaje paralelo en el trabajo má s largo de Sexto Adversus Mathematicos (abreviado ‘M’), viene
no al comienzo, pero un poco má s adelante:
Ahora bien, se concuerda que, hablando débilmente, decimos que un hombre está en Alejandría o
en el gimnasio o en la escuela; pero nuestra investigació n no se refiere al lugar en el sentido
amplio, sino con el sentido de circunscrito, como el de si existe o si es simplemente imaginado; y si
existe, de qué clase es su naturaleza, si es corpó rea o incorpó rea, y si está contenida en el lugar o
no lo está. (M X 15, tr. Bury 1933-49)

Estos anuncios enfocan la investigació n en una concepció n de lugar que es conocida desde
Aristó teles: el lugar es el contenedor inmediato de un cuerpo. Su lugar, en esta idea de él, es el
límite interior del cuerpo (de aire o de otro material) alrededor de usted, el límite que lo encierra
y nada má s. Nosotros podemos pensar tal concepció n de lugar como una pesadamente teó rica, o
al menos no la concepció n de lugar de un hombre comú n. Correspondientemente, parece ser un
punto a favor de la interpretació n del caballero del país de que Sexto debería confinar su
discusió n al sentido exacto o circunscrito del ‘lugar’. Difícilmente podríamos preguntar por un
establecimiento má s explícito de que su escepticismo no riñ e con sus observaciones ordinarias
para el efecto de que alguien está en Alejandría.
El caballero del país estará má s motivado por los movimientos abiertos en el debate acerca del
lugar. La prá ctica usual de Sexto es establecer los argumentos en favor de algo, emparejarlos con
los argumentos en contra, y declarar un empate: el igual balance de los argumentos opuestos no
nos deja má s elecció n que suspender el juicio. El escéptico suspende el juicio es para los
argumentos dogmá ticos que está n a favor y en contra. Y cuando atendemos a los argumentos
para afirmar que el lugar es real, encontramos esto:
Si hay arriba y abajo, a la izquierda y a la derecha, hacia adelante y hacia atrá s, entonces algú n
lugar existe; porque estas seis direcciones son partes del lugar, y es imposible que, si las partes de
una cosa existen, la cosa de la que son partes no debiera existir. Pero, arriba y abajo, y a la
izquierda y a la derecha, y adelante y atrá s, existen en la naturaleza de las cosas (en tēi phusei tōn
pragmatōn); por lo tanto, el lugar existe. (M X 7, tr. Bury 1933-49; con mi énfasis)

Esto suena aristotélico, y es. Decir que hay direcciones reales en la naturaleza de las cosas es
decir que la teoría física debe reconocer que tal direccionalidad es un objetivo característico de la
naturaleza, no só lo relativo a nosotros, y es exactamente lo que Aristó teles sostenía: ‘… las clases
o diferencias de lugar son arriba-abajo, delante-detrá s, izquierda-derecha; y sostiene estas
direcciones no solo en relació n a nosotros y por un argumento arbitrario, sino también en el
conjunto mismo (Física 205b31-4; cf. 208b12-22).
Nosotros conseguimos el mismo mensaje de M X 9, que aduce a la doctrina (aristotélica) de los
lugares naturales:
Ademá s, si donde lo que es liviano naturalmente se mueve, allí lo que es pesado naturalmente no
se mueve, allí existe un lugar propio (idios topos) para lo liviano y para lo pesado; pero de hecho lo
primero <es cierto>; por lo tanto, lo segundo <es cierto>; porque ciertamente el fuego, que es
naturalmente liviano, tiende a ascender, y el agua, que es naturalmente pesada, presiona hacia

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abajo, y ni el fuego se mueve hacia abajo ni el agua empuja hacia arriba. Por lo tanto, existe un
lugar propio para ambos, para lo naturalmente liviano y para lo naturalmente pesado. (M X 9, tr.
Bury 1933-49; con modificaciones)

Que cada elemento tienda por virtud de su naturaleza intrínseca a su propio lugar en el universo,
es un principio central en la cosmología de Aristó teles, y una gran parte de lo que él quiere
argumentar en favor cuando abre su discusió n del lugar en la Física IV 1 (cf. 208b8 ff). Si este es
el dogma positivo, el dogma negativo que se establezca en contra de éste será la negació n de
estas nociones teó ricas, y la suspensió n del juicio del escéptico será la suspensió n del juicio a esa
teoría. Lo que le deja libre a él para ser má s indulgente con el uso que le gusta del amplio sentido
ordinario de ‘lugar’.
V
Pero nuestro caballero del país está tomá ndolo demasiado fá cil. Para empezar, los argumentos
recién citados, aunque con cará cter aristotélico, no arguyen por la existencia del lugar en el
sentido estrecho como oposició n al sentido amplio. Ellos argumentan por la existencia del lugar.
Varias de las consideraciones de hecho son sacadas de la filosofía natural, pero ellas no hacen uso
de la estrechez del lugar estrecho. Segundo, deberíamos buscar má s detalladamente lo que dice
Sexto acerca del sentido amplio al que él no está contestando. Y aquí debo tocar brevemente
algunos puntos de filología.
La palabra clave en PH III 119 es katachrēstikōs. Decir ‘Mi ciudad es el lugar donde yo estoy’ es
usar ‘lugar’ en el sentido amplio y de este modo hablar katachrēstikōs. Bury (1933-49) traduce
‘débilmente’ pero esto no le dice a usted que el adverbio deriva de un verbo que significa ‘mal
uso’. Usar una expresió n katachrēstikōs es usarla inapropiadamente (los gramá ticos todavía
dicen ‘catacrésticamente´) y se contrasta aquí usá ndola kuriōs, en su significado propio. Entonces
el contraste entre el sentido amplio y estrecho de lugar es el contraste entre un uso apropiado y
un uso inapropiado del término. Ambos usos son comunes (legetai dichōs), pero en la aceptació n
apropiada del término, ‘lugar’ quiere decir aquello por lo que estamos exactamente encerrados.
El lugar amplio no es una construcció n técnica de la filosofía natural, sino lo que realmente
significa ‘lugar’. En su establecimiento introductorio acerca del alcance de su discusió n Sexto está
diciendo que ella estará relacionada ú nicamente con el lugar como se lo llama propiamente, no
con cualquier cosa o con todo lo que se llame lugar en el uso no riguroso que ejemplifica en sus
observaciones tales como ‘Mi ciudad es el lugar donde yo estoy’.
En el pasaje paralelo M X 15 Bury de nuevo traduce ‘débilmente’, pero ahora la palabra es
aphelōs. Aphelōs ocurre un nú mero de veces en Sexto Empírico y en otros lugares, y hasta donde
yo puedo ver la mejor glosa sobre esto sería ‘sin distinciones’, con especial referencia a las
distinciones técnicas por las cuales la teoría o la ciencia se proponen representar las distinciones
reales en la naturaleza de las cosas. Si usted dice que alguien está en Alejandría, usted
simplemente no distingue entre su lugar y su ciudad, el cual describiríamos generalmente como
el lugar donde alguien está . Usted no está eligiendo su lugar, sino los alrededores que comparte
con sus conciudadanos. Entonces, lo que Sexto está diciendo es que la disputa no será acerca de
cualquier cosa o todo lo que la gente llame lugar, y si en cambio, acerca del intento de identificar
a cada cosa con su lugar propio en el mundo, distinto de los lugares de todas las otras cosas.

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Ahora tenemos dos á ngulos en el alcance de la discusió n escéptica. É l cuestionará la existencia o
la realidad del lugar así llamado propiamente, y cuestionará la idea de que cada cosa tenga su
propio lugar ú nico en el mundo. La implicació n es que estas son dos formas de especificar el
mismo objetivo. Si esto es así, Aristó teles sería el primero en reconocer que el objetico es él
mismo. Los argumentos no só lo está n en favor de la realidad del lugar, como Sexto los establece
en M X 7-12, modelados detalladamente sobre los correspondientes argumentos en la Física IV 1
de Aristó teles, sino que fue Aristó teles quien inventó la distinció n entre lugar amplio y estrecho,
en todo excepto el nombre. La distinció n resulta rá pidamente en la decisió n de identificar lo que
es llamado lugar en su propio derecho (kath’ auto) con el idios topos ú nico para cada cosa.
Cualquier cosa adicional llamada el lugar de algo, será llamada derivativamente (kat’ allo):
porque, y en virtud del hecho de que esta contiene el lugar propio de la cosa en cuestió n.
Entonces, nosotros estamos en los cielos como un lugar, porque nuestro lugar propiamente así
llamado está en el aire y el aire está en los cielos (Fís. 209a31-b1, 211a23-9). Cuando Aristó teles
formula su definició n de lugar como el contenedor inmediato de un cuerpo, él también piensa de
esta definició n como poniendo un ú nico lugar para cada cosa, el cual es el lugar de la cosa en la
ú nica y apropiada aceptació n del término.
Por supuesto, es junto al punto del objeto que este hablar estrecho circunscrito al lugar da una
consideració n erró nea del ‘lugar’ en inglés o el ‘topos’ en griego. No es relevante aducir la
superioridad científica de la prá ctica moderna de fijar una localizació n ú nica para algo por el
método de las coordenadas. Nuestro asunto es con las presuposiciones filosó ficas de un debate
antiguo, entre Sexto y Aristó teles, acerca de uno má s viejo, el método menos abstracto de fijar la
localizació n por referencia a contenedores y alrededores. Mi afirmació n ha sido que Sexto y
Aristó teles concibieron el debate no como una discusió n de una noció n teó rica especial de lugar,
sino como una discusió n del lugar. Ellos concordaron en que la palabra lugar está correctamente
analizada como el requerimiento de un lugar ú nico para cada cosa. No es un sinó nimo contextual
de ‘ciudad’ o ‘gimnasio’, sino que tiene su propio significado, su propio trabajo en el lenguaje:
asignar a cada cosa su propio lugar en el mundo. Alternativamente, y dando al punto un empuje
má s polémico, si la palabra ‘lugar’ tiene cualquier trabajo real por hacer en nuestro lenguaje y
nuestras vidas, esto presupone la posibilidad de definir un ú nico lugar para cada cosa. Y puesto
que, en el contexto de este debate antiguo, la definició n tiene que ser a través de contenedores y
alrededores, nosotros pronto alcanzamos el resultado de que el ú nico lugar propio que una cosa
puede tener es el lugar estrecho circunscrito que Sexto identifica como el objetivo de su
cuestionamiento. Porque, como Aristó teles lo vio, este es el ú nico contenedor circundante que no
se comparte con nada má s. Si el lugar de un hombre, como distinto de su ciudad y de su casa,
tiene que ser ú nicamente su lugar, este ú nicamente puede ser el que limita el aire o cualquier
otra cosa que lo circunda y lo contiene y nada má s. Así es como Sexto puede representar sus
dudas escépticas acerca del estrecho lugar circunscrito como dudas acerca de la realidad del
lugar tout court (absoluto) (PH III 135, citado abajo; M X 6).
VI
Nosotros podemos probar esta conclusió n, que yo hasta aquí he defendido sobre bases filoló gicas
e histó ricas, en contra de la prá ctica argumentativa de Sexto. En M X 95 introduce una sugerencia
diseñ ada para enfrentar el argumento de Diodoro Crono en contra del movimiento continuo. El
argumento de Diodoro afirmaba que el movimiento continuo es imposible, debido a que un

9
objeto moviéndose no puede ser movido en cualquier lugar en el que no está (obviamente), ni en
el lugar en donde él está (el lugar propio es demasiado estrecho para moverse en él), por lo tanto,
no puede haber movimiento en ningú n lugar; por lo tanto, tampoco puede haber movimiento. La
respuesta sugerida es esta:
‘Estar contenido en el lugar’ tiene dos significados, dicen ellos: (i) en el lugar determinado
ampliamente, como cuando decimos que alguien está en Alejandría; (ii) en el lugar determinado
exactamente, como el aire que moldea alrededor de la superficie de mi cuerpo y una tinaja es
llamada el lugar de lo que está contenido en ella. Entonces, sobre esta base, en que hay de hecho
dos sentidos de ‘lugar’, ellos afirman que el objeto que se mueve puede ser movido en el lugar en el
que está, verbigracia, el lugar determinado ampliamente, que tiene una extensió n suficiente para
que ocurran los procesos del movimiento. (M X 95)

Allí está la sugerencia: en el lugar amplio, el objeto en movimiento tiene amplitud de espacio para
que sea hecho el movimiento. Ahora obsérvese lo que Sexto responde:
Aquellos que dicen que el ‘lugar’ tiene dos sentidos, el lugar tomado ampliamente y el lugar
determinado exactamente, y que debido a esto el movimiento puede ocurrir en el lugar concebido
ampliamente, no está n respondiendo al punto. Porque el lugar concebido exactamente ya está
presupuesto por el lugar concebido ampliamente, y es imposible para algo haberse movido sobre el
lugar amplio sin haberse movido sobre el lugar exacto, porque como el ú ltimo contiene al cuerpo
en movimiento, así el lugar amplio contiene también al lugar exacto, junto con el cuerpo en
movimiento. Entonces, como nadie puede moverse sobre una distancia de un estadio sin primero
haberse movido sobre una distancia de un codo, entonces es imposible moverse sobre el lugar
amplio sin moverse sobre el lugar exacto. Y cuando Diodoro propuso el argumento en contra del
movimiento que ha sido expuesto, él se estaba reservando el lugar exacto. Correspondientemente,
si en este caso el movimiento se elimina, ningú n argumento queda en el caso del lugar amplio. (M X
108-10, con mi énfasis; cf. PH III 75)

El argumento es que el lugar amplio no salvará nada que haya fracasado en las consideraciones
trazadas desde el lugar estrecho. Ciertamente no salvará la consideració n aristotélica del
movimiento desde la crítica de Diodoro, porque hemos visto que Aristó teles establece en sus
propios términos la premisa del lugar amplio que presupone el lugar estrecho.
No necesitamos detenernos a examinar las maneras en que la descripció n aristotélica del
movimiento podría ser reformulada para escapar del dilema, ni la ingeniosa imagen alternativa
que ofrece Diodoro por la cual un cuerpo puede estar primero en un lugar y luego en otro, sin que
se nos autorice a decirlo, en tiempo presente, ‘Está moviéndose’. La pregunta que debemos hacer
es si Sexto acepta la premisa presupuesta.
En la refutació n citada él está hablando en favor de Diodoro, a quien ha arrojado (M X 48) como el
dogmá tico negador del movimiento. Lo que concierne a Sexto es asegurar que los argumentos en
contra del movimiento no son menos efectivos, pero tampoco má s, que los argumentos a favor de
este. Porque esto presupone que todo lo que él necesita es que ambos dogmá ticos, negativos y
positivos, acepten la premisa. Sin embargo, la razó n que ellos aceptan es que ellos consideran al
lugar amplio como un derivado del lugar estrecho. En su punto de vista, la presuposició n es
construida dentro del mismo lenguaje del ‘lugar’, el significado propio de lo que es el lugar
estrecho circunscrito. En otras palabras, es en primera instancia el dogmá tico quien llamaría
lugar amplio a un uso característico del término. Si Sexto lo hace así también (PH III 19, citado

10
arriba), esto puede ser ú nicamente porque él no cuestiona el aná lisis dogmá tico del lenguaje del
‘lugar’. Lo que él cuestiona es si el proyecto para el que este lenguaje es diseñ ado para ser llevado
a cabo con éxito. El cuestiona el juego entero del lenguaje (como se habría reído entre dientes) de
la localizació n de los cuerpos en sus lugares.
VII
A usted se le pide buscar una losa y se le dice que esta está en Alejandría. Esto só lo dice que está
en algú n lugar de Alejandría sin indicar exactamente dó nde. Al localizar la losa vagamente en
Alejandría se presupone que esta puede ser ubicada precisamente en un lugar particular que está
encerrado dentro del mayor entero de Alejandría. Lo mismo aplica si a usted se le dice ‘Está en el
templo’ o ‘En el santuario interior’. Usted puede preguntar todavía, ¿Dó nde está dentro del
santuario? Así que nosotros alcanzamos el pensamiento de que hay exactamente un lugar que es
el lugar de la losa y el lugar de nada má s, y como Aristó teles lo vio, inevitablemente este será un
lugar estrecho, que envuelve de aire lo que directamente rodea y contiene la losa y nada má s. Si
este y ú nicamente este es el lugar propio, el hecho de que podamos todos concordar en que la
losa está en algú n lugar de Alejandría no ayuda para mostrar que nosotros podemos llegar a una
noció n clara del lugar, el cual es el lugar donde esta está . Este es el lugar preciso del que tenemos
que conseguir una noció n clara si es que vamos a justificar nuestra prá ctica de localizar cuerpos
en lugares.
Los pro-argumentos en M X se leen bastante bien como argumentos en favor de la proposició n de
que podemos localizar cosas y lo hacemos en lugares bien definidos. Un importante pasaje
todavía no citado es el siguiente:
Ademá s, si donde estaba Só crates ahora está otro hombre (tal como Plató n), siendo que Só crates
está muerto, entonces el lugar existe. Porque, así como cuando el líquido del cá ntaro ha sido
vaciado y otro líquido se ha derramado en él, declaramos que el cá ntaro, que es el lugar de ambos
líquidos, el primero y el nuevo llenado má s tarde, existe, entonces igualmente, si otro hombre
ocupa ahora el lugar que Só crates ocupaba cuando estaba vivo, algunos lugares existen. (M X 8, tr.
Bury 1933-49)

Lo que está siendo argumentado es la legitimidad de las actividades bastante ordinarias de


localizació n, tanto como las doctrinas teó ricas de los físicos sobre los lugares naturales y las
direcciones. Y aquí de nuevo Sexto está siguiendo el precedente aristotélico. Así como el
dogmá tico de Sexto, Aristó teles mezcla las consideraciones trazadas desde la filosofía natural con
argumentos basados en lo que se dice en el hablar comú n de la vida ordinaria. Aristó teles y Sexto
no son caballeros del país; en ambos escritores, la preocupació n ordinaria y la preocupació n
teó rica por el lugar son vistas como continuas una con la otra.
Los contraargumentos de Sexto, que instan a la negació n del lugar, son compatibles con este.
Ellos caen en dos clases: (i) refutaciones de los pro-argumentos, principalmente en la calificació n
de que todo hablar de izquierda y derecha, o de Plató n estando en donde Só crates estaba,
presupone la existencia del lugar y no puede establecerlo sin circularidad (M X 13-14); (ii) los
dilemas de una clase típica escéptica (aunque parcialmente derivada de Aristó teles (Física, 211b5
ff) hasta el efecto de que se siguen absurdos de si el lugar es cuerpo o vacío, de si es forma o
materia o el límite de un cuerpo o la extensió n encerrada de esos límites (M X 20-29). Lo que es
importante para nuestros propó sitos es el resultado final de los argumentos negativos:

11
Si el lugar de una cosa no es ni su materia, ni la forma ni la extensió n entre sus límites, ni de nuevo
las extremidades, del cuerpo, y ademá s de estas no hay nada má s para concebirlo, debemos
declarar que el lugar es nada. (M X 29)

Se llega a esto, que la legitimidad de la localizació n de las cosas en lugares depende de si


podemos o no formular una concepció n coherente del lugar en el sentido propio de la palabra.
Tanto en la vida ordinaria como en la producció n de teoría física tomamos por concedido que
podríamos ser má s precisos si se necesitara. ¿Pero, podríamos? ¿Podemos defender esta prá ctica
sin circularidad? ¿Podemos formular una noció n clara y coherente de lo que es el lugar de la
cosa? Algunos dicen ‘Sí’, algunos dicen ‘No’, pero el escéptico permanece en duda y se refrena de
juzgar de cualquier manera. Si así es como se plantea la cuestió n, no hay aislamiento tipo-
Gassendi para el asunto entre el escepticismo y la vida ordinaria.
Finalmente, me parece que só lo alguna interpretació n como ahora la he alcanzado tendrá el
sentido adecuado a la manera en que es concluido el tó pico en la versió n de PH:
Es posible aducir muchos otros argumentos. Pero para evitar prolongar nuestra exposició n,
podemos concluir diciendo que mientras los escépticos son llevados a la confusió n por los
argumentos, ellos también son llevados a la vergü enza por la evidencia de la experiencia.
Consecuentemente, nosotros no atacamos a ningú n lado, hasta donde concierne a las doctrinas de
los dogmá ticos, pero suspendemos el juicio con respecto al lugar. (PH III 13-15; tr. Bury 1933-49)

Los argumentos son los argumentos negativos, que muestran que no puede ser formulada
ninguna concepció n coherente del lugar, así que el lugar es irreal, pero aquí ellos está n puestos
en contra de una creencia positiva sugerida por la experiencia ordinaria. ¿Cuá l creencia? ¿Sugiere
la experiencia ordinaria directamente que uno pueda formular una concepció n filosó ficamente
defendible del lugar? Pienso que no. Lo que la experiencia ordinaria sugiere es que uno puede
localizar objetos en lugares. El dogmá tico de PH afirma que, cualquiera puede buscar y ver la
diferencia entre izquierda y derecha, arriba y abajo, y puede ver que ahora yo estoy hablando
justo donde acostumbraba hablar mi profesor (PH III 120). Bien podría estar avergonzada una
persona si resulta que no puede hacer eso. Y si no puede, entonces por supuesto, sería
inapropiado hablar de la ‘evidencia’ de la experiencia: la ‘evidencia’ es la descripció n cargada
epistémicamente de los dogmá ticos, preparatoria para su argumentació n de que la experiencia
ordinaria establece la realidad del lugar. Pero lo que la experiencia ordinaria establece, es lo que
la filosofía debería poder elucidar. Por el contrario, y esta es la punzada de la crítica negativa, la
filosofía falla en elucidar, la experiencia ordinaria falla en establecer (compá rese PH III 65-6). La
pregunta abstracta de la naturaleza del lugar y las preguntas filosó ficas acerca de definirlo vienen
en la discusió n de Sexto, a través de la premisa de la presuposició n, como el intento de hacer
coherente el sentido de la actividad mundana de poner las cosas en sus lugares (diciendo dó nde
está n ellas).
VIII
Creo que la misma conclusió n puede ser trazada desde la discusió n de Sexto sobre el tiempo,
pero en vez de avanzar en los detalles yo propongo aquí retroceder para considerar la estrategia
general dentro de la cual el debate acerca del tiempo y del lugar es una disputa local. Sin
embargo, no es que Sexto parezca limitar el alcance de su escepticismo por la manera como lo
hace con el lugar, lo cual es una razó n en la que tengo que fijarme en extenso. La estrategia

12
general mostrará que habría sido sorpresivo si hubiéramos alcanzado alguna otra conclusió n que
la de que el escepticismo pirró nico no practica el aislamiento por el asunto. Una vez má s,
empiezo con una frustració n moderna.
J.L. Mackie escribe en su libro Éthics: Inventing Wright and Wrong:
La negació n de los valores objetivos puede acarrear una reacció n emocional extrema, un
sentimiento de que nada importa en absoluto, que la vida ha perdido su propó sito. Por supuesto,
esto no sigue; la carencia de valores objetivos no es una buena razó n para abandonar la
preocupació n subjetiva o para cesar de querer algo. (Mackie, 1977:34)

Mackie puede decir esto debido a que toda su discusió n está basada en una versió n muy fuerte de
la distinció n moderna entre investigaciones de primer y segundo orden. É l aísla los juicios
morales de primer orden tan seguramente que él piensa que ellos pueden sobrevivir al
descubrimiento de segundo orden de que todo juicio de valor de primer orden involucra error, a
saber, una afirmació n erró nea (falsa) de la verdad objetiva. En contraste, el pirró nico original
pensó que, si el argumento filosó fico pudiera arrojar duda sobre los valores objetivos, en sus
términos, si se pudiera mostrar que nada es bueno o malo por naturaleza, esto precisamente
tendría el efecto de hacerle a usted cesar de querer algo, o de esperar por algo, o temer algo. Su
nombre para este desinteresado punto de vista de la propia vida de uno fue tranquilidad.
La gran recomendació n del pirronismo es la suspensió n del juicio en todas las cuestiones, tanto
en lo que es cierto y falso, bueno y malo, que resulta en la tranquilidad, la tranquilidad del
desinterés por los esfuerzos y las preocupaciones ordinarias humanas, de una vida vivida
después de rendirse de la esperanza de encontrar respuestas a las preguntas de las que depende
la felicidad. Como Sexto explica, resulta que la felicidad sobreviene precisamente cuando tal
esperanza se abandona: la tranquilidad sigue a la suspensió n del juicio como la sombra sigue al
cuerpo (PH I 25-30). A su propia manera, el escepticismo ofrece una receta para que la felicidad
compita con la simplicidad alegre del epicureísmo y la resignació n noble del sabio estoico.
Ahora bien, una receta para la felicidad debe tener contacto con las fuentes de la infelicidad. Por
encima de todo, los juicios que subyacen a las esperanzas y los miedos del hombre ordinario, es
lo que debe ser puesto en duda y apartado, si es que la tranquilidad va a ser alcanzada. El objetivo
de los argumentos escépticos es, primero, por decir, la creencia ordinaria del hombre ordinario
de que es bueno y deseable tener dinero, o fama o placer (M XI 120-4, 144-6; cf. PH I 27-8); y
segundo, los juicios de primer orden de la vida ordinaria acerca de lo que está sucediendo
alrededor en el mundo, que tienen que ver con el alcance de nuestras metas (si es bueno y
deseable tener dinero, es importante conocer dó nde está el dinero). El método de ataque es el
argumento filosó fico, pero el objetivo es nuestro yo interior y nuestro completo enfoque de la
vida. Cualquier intento de aislar nuestros juicios de primer orden frustraría la empresa
filantró pica del escéptico de traernos la tranquilidad del alma por el argumento.
La discusió n de Sexto del espacio y el tiempo debería ser vista en su perspectiva amplia. Hoy en
día, si alguien afirma que Enesidemo vivió y trabajó en el siglo I a.C. y Sexto Empírico alrededor
del 200 d.C., vemos una gran diferencia entre dudar de esta afirmació n sobre bases empíricas
concernientes a la evidencia histó rica, esto en verdad es espantosamente exiguo, y dudar de la
afirmació n sobre la base de un argumento filosó fico para mostrar que el pasado es irreal. Yo no
pienso que Sexto tuviera algo parecido a nuestro sentido de esta diferencia. Para él, cualquiera

13
que diga que ahora Plató n está en el lugar donde antes estuvo Só crates cuando estaba vivo, e
intente de este modo hacer una afirmació n-verdad, dice algo que está abierto a investigació n y de
lo que él puede ser desafiado a dar razones o evidencia para su afirmació n y defender su
legitimidad, donde esto puede incluir (como hemos visto) defender una concepció n del lugar o de
la realidad del tiempo. Si la defensa falla, eso tiene el mismísimo efecto que fallar en producir
evidencia histó rica decente. Se comienza por mirar como si no hubiera una buena razó n para
creer en la sentencia. Y si no se encuentra una buena razó n para creer en la sentencia, ¿qué puede
hacer usted sino suspender el juicio acerca de esto? Todo lo que resta para usted es la retirada
normal del escéptico a un estado en el que no se hace afirmació n-verdad, para lo cual,
consecuentemente, no pueden ser exigidas razones y legitimidad, a saber, ‘Me parece que ahora
Plató n está en el lugar donde antes estuvo Só crates cuando estaba vivo’. Usted puede decir eso
sin estar abierto a los argumentos escépticos.
Pero hay otras maneras de que pueda expresarse esta retirada. Debido a que el escéptico no
intenta afirmació n-verdad, él puede decir cosas que, si se intentaran decir como afirmaciones-
verdad, presupondría algo que él no puede defender. Un ejemplo simple de otro contexto en
Sexto (M VIII 129): en la vida ordinaria uno estaría feliz de decir ‘Estoy construyendo una casa’,
pero hablando estricta y apropiadamente, la referencia a una casa presupone la existencia de una
casa que ya está construida. Entonces la frase es un sinsentido, un mal uso del lenguaje
(katachrēsis). Sin embargo, la gente la usa, asimismo como ellos usan ‘hombre’ por ‘ser humano’
(M VII 50). Y en esta actitud desprendida del hablador ordinario con respecto a las
presuposiciones de su propio lenguaje el escéptico encuentra un modelo a seguir en una gran
escala.
Es característico usar ‘es’ por ‘parecer’ (PH I 135) y ser indulgente en el discurso asertivo sin
intentar afirmar o negar nada (PH I 191-2; cf. 207). Pero el escéptico nos dice que, debido a que
su ú nico interés es indicar có mo las cosas le aparecen a él (por supuesto, esto él lo dice en
lenguaje llano, con el verbo ‘aparecer’ en su significado propio), él no se cuida de las expresiones
que usa (PH I 4, 191). É l puede permitirse estar indiferente a los compromisos y presuposiciones
de su vocabulario, porque la parte del lenguaje acerca de la que él es serio es la parte que permite
a un hablador expresar su indiferencia no comprometida a la cuestió n de si lo que él dice es
cierto o falso, a saber, el vocabulario de la apariencia. El verbo ‘aparecer’ (en su sentido no-
epistémico) es un instrumento disponible dentro del lenguaje para desprenderse uno de las
presuposiciones y compromisos del resto del lenguaje. Pero, una alternativa igualmente buena es
decir lo que cualquier otro diría, sin preocuparse si es cierto o falso, sin estar serio acerca de la
aplicació n apropiada de los conceptos implicados.
En este espíritu, si el escéptico dice que la losa está en Alejandría, el alegremente dirá que la losa
está en Alejandría debido a que, como él lo quiere decir, esto cuenta como una sentencia de
apariencia (no-epistémica). De este modo él evita comprometerse imprudentemente en las
distinciones que toma para ser trazado un gran acuerdo de conocimiento teó rico (virtualmente la
cosmología aristotélica entera).
IX
Estamos equipados ahora para releer el comentario de Sexto en PH I 13 de que el dogma, en el
sentido en que el escéptico evita el dogma, es el asentimiento a cualquiera de los asuntos no-

14
evidentes investigados por las ciencias. Esto visto como apoyo para la interpretació n del
caballero del país, debido a que podría ser demasiado fá cil tomarlo para limitar la suspensió n del
juicio del escéptico a las sentencias teó ricas. Un problema mayor para esto, para el caballero del
país, es la lectura de que Sexto establece llanamente que el resultado de su crítica del criterio y la
verdad es que uno está forzado a suspender el juicio acerca de las cosas que los dogmá ticos
toman por evidentes tanto como acerca de los asuntos abstrusos que ellos describen como no-
evidentes (PH II 95, M VIII 141-2). Todas las sentencias acerca de los objetos externos son
dudosas, aun las má s simples tales como ‘Es de día’ o ‘La estufa está caliente’.
¿Significa esto que las ú ltimas sentencias son no-evidentes y, por tanto, también dogmas? Yo
acostumbraba pensar así. Pero, ahora me parece que la distinció n entre evidente y no-evidente es
en sí misma una de aquellas distinciones de los dogmá ticos que el escéptico pone a la luz (cf. PH II
97). La definició n de dogma como asentimiento a cualquiera de las cosas no-evidentes
investigadas por las ciencias se toma explícitamente desde alguien má s (PH I 13). Sexto la usará ,
pero no con el propó sito de aislar lo ordinario de lo teó rico. É l habla con voz clara acerca de
ambos lados de la distinció n de los dogmá ticos: es imposible no suspender el juicio. Todo lo que
necesitamos es adicionar una explicació n de por qué la distinció n no hace diferencia para el
alcance del escepticismo de Sexto.
La respuesta, yo lo acepto, es la carencia de aislamiento. Toda sentencia que haga afirmació n-
verdad falla dentro del alcance de la investigació n científica debido a que, aun si la sentencia
misma no está a un nivel teó rico, todavía usa conceptos que son objeto de especulació n teó rica:
conceptos tales como movimiento, tiempo, lugar, cuerpo. Si estos conceptos son problemá ticos, lo
cual Sexto argumenta que son, y ninguna línea se traza entre la duda filosó fica y la empírica, la
sentencia original será igualmente problemá tica. Usted tendrá que suspender el juicio acerca de
si el pró ximo añ o sabá tico vendrá para usted el trabajar en la filosofía del tiempo, y también, por
supuesto, acerca de si esto importaría o no.
Entonces, como yo lo veo, el escéptico antiguo filosofa en la misma manera directa como lo hace
G.E. Moore. Moore es notable por insistir en que una tesis filosó fica tal como ‘El tiempo es irreal’
sea tomada con una cierta clase de seriedad, como implicando, por ejemplo, que es falso que yo
haya desayunado temprano hoy. Y él piensa que es relevante argumentar lo contra positivo: es
cierto que yo desayuné temprano hoy, por lo tanto, es falso que el tiempo sea irreal. La gente
siempre siente que estos argumentos y actitudes de Moore pierden el punto. Esa no es la manera
en que deberían ser tratadas las cuestiones filosó ficas; es una clase de seriedad ingenua y
equivocada. Pero, pienso que Sexto reconocería un espíritu afín. Si buscamos un tercer tiempo en
los textos delante de nosotros podemos ver que el dogmá tico de Sexto argumenta de alguna
manera exactamente como Moore: una cosa es la derecha, otra la izquierda, por tanto, existen
lugares; Plató n está donde Só crates estuvo, así que al menos un lugar existe. Compá rese: aquí
está una mano, aquí está la otra, así que al menos dos cosas externas existen. Sexto se queja de
que esto es circular; él no se queja de que sea una suerte de argumento erró neo establecer la tesis
de que el lugar existe. Y él propone una versió n modal de la misma inferencia a la inversa: es
problemá tico si el lugar existe, por lo tanto, es problemá tico si Plató n está en el lugar donde antes
estaba Só crates o si una cosa está a la derecha de otra. Similarmente, es problemá tico si cualquier
cosa es buena o mala por naturaleza, por lo tanto, es problemá tico si fuera valioso escribir este
artículo. Quizá me parezca ahora que no era valioso. No importa. Si yo he alcanzado el desapego

15
escéptico, esto será una apariencia no-epistémica: un pensamiento o sentimiento que
experimento sin preocupació n alguna de si está fundado en la verdad o en razones, y entonces,
sin disminució n alguna de mi tranquilidad.
X
He estado preocupado por mostrar que alguna vez en el tiempo el escepticismo filosó fico tuvo
una seriedad que la filosofía presente olvidó por largo tiempo. Ahora es tiempo para un lienzo
má s amplio y para la pregunta de cuá ndo, y por quién, y por qué el aislamiento fue inventado.
Para este fin tomaré un breve, muy breve y consecuentemente menos documentado, mirada
hacia atrá s y hacia delante de este período (siglo I a.C. y siglo III d.C.) en el que floreció el
pirronismo antiguo.
Primero, hacia atrá s. La idea de que los juicios de primer orden de un hombre sean puestos en
duda y que él no pueda dar una consideració n filosó fica defendible de los conceptos que él está
aplicando sea una reminiscencia de nada má s que del bien conocido há bito de Só crates de
insistir, por ejemplo, que a menos que Eutifró n pueda definir la piedad, él no sabe, como piensa
que sabe, que es piadoso enjuiciar a su padre por dejar morir a su esclavo. El punto de vista
socrá tico de que uno no puede conocer ejemplo alguno que caiga bajo un concepto a menos que
uno pueda dar una definició n o consideració n del concepto que ha sido denominado ‘la falacia
socrá tica’. La perspectiva histó rica que he estado ofreciendo podría prepararnos para tener un
punto de vista má s simpá tico o al menos má s complejo. Vale la pena reflexionar sobre el punto de
que cuando los interlocutores de Só crates fallan en acercarse a una definició n satisfactoria, él
nunca les recomienda dejar la filosofía a aquellos que son buenos en esta, sino que má s bien
continú a la bú squeda de una definició n, para que su vida pueda estar correctamente dirigida.
A su debido tiempo, la insistencia de Só crates en la prioridad del conocimiento definicional, llega
a ser la tesis de Plató n de que usted no puede conocer nada a menos que usted conozca las
Formas que son las definiciones específicas. Y hay otros signos de que Plató n no tiene atisbo de
aislamiento. É l insiste bastante regularmente que una teoría filosó fica debe poder ser establecida
sin infringirse a sí misma. La tesis del monismo, por ejemplo, de que só lo existe una cosa, es
refutada por el sofista (244bd) sobre la base de que toma má s de una palabra para refutarla. De
nuevo, la teoría relativista de Protá goras de la verdad, de que una proposició n es cierta
ú nicamente para una persona que cree que es cierta, es refutada a en el Teeteto (170e-171c),
debido a que implica que en sí misma no es cierta para aquellos que no creen que sea cierta. En
ningú n caso le ocurre a Plató n que una teoría filosó fica pudiera afirmar un meta-estatus
eximiéndolo de ser contado como una de las proposiciones con las que él trata.
Aristó teles podría parecer una fuente má s promisoria para el aislamiento. Por ejemplo, en la
Física I 2 él dice firmemente que, el filó sofo natural no se tiene que preocupar por los argumentos
de los eleá ticos como Parménides y Zenó n, que se proponen demostrar que el movimiento es
imposible y que ú nicamente existe una cosa. En la filosofía natural uno toma por concedido que el
movimiento y la pluralidad existen: que es un principio o una presuposició n de la investigació n
entera.
Pero en un examen má s detallado resulta que sobre lo que Aristó teles está insistiendo no es el
aislamiento sino la departamentalizació n de la investigació n. É l piensa que las conclusiones de

16
los eleá ticos son directamente incompatibles con los primeros principios de la filosofía natural.
Es só lo que ninguna ciencia examina los principios que son presuposició n del tener un asunto-
materia para su estudio; por ejemplo, la geometría no considera si hay puntos ni la aritmética si
los nú meros existen. Estas son cuestiones para otro estudio, que Aristó teles llama filosofía
primera (metafísica). Pero él piensa de este estudio má s alto como la entrega de las conclusiones
que las ciencias subordinan a esta para que las pueda usar como primeros principios. Mientras la
filosofía del siglo XX ha pensado de la ciencia y de la metafísica como clases de investigació n
bastante distintas (porque en nuestro mundo ellas usualmente lo son), para Aristó teles la
filosofía natural es simplemente ‘filosofía segunda’ (por ejemplo, en Met. 1037a14-15). Esta es
una empresa menos abstracta y menos general que la filosofía primera, debido a que trata con
una parte del objeto-materia de la filosofía primera, y secundario a esto, porque la filosofía
primera tiene acceso a los principios ú ltimos de la explicació n (Met. E 1). Eso es todo.
La otra cara de esta moneda antigua que es un error pensar de la Física de Aristó teles como una
filosofía de la ciencia en contraste con la ciencia. El aná lisis de Aristó teles del significado de
‘lugar’ en el lenguaje ordinario es una contribució n directa a la ciencia, así como su aná lisis del
lenguaje del placer en la Ética es una contribució n a la sabiduría prá ctica. En ningú n caso
Aristó teles piensa que el aná lisis conceptual opere independientemente de los intereses de
primer orden a su mismo nivel. Esto contribuye directamente al conocimiento de primer orden.
La razó n de por qué el aná lisis conceptual se abulta demasiado en la Física y la Ética es que
Aristó teles retiene un sustantivo, y en su revolucionario tiempo, la tesis del efecto de que los
conceptos ordinarios del hombre ordinario son el mejor punto de partida para, por un lado,
proceder al entendimiento de la naturaleza, y para la salvació n de nuestras almas, por el otro. Su
dogmatismo muy positivo se ajusta al escepticismo de Sexto en cada punto no aislado.
XI
¿Entonces cuando cambiaron las cosas? ¿Quién inventó el aislamiento?
Pienso que no fue Descartes. Descartes no tuvo paciencia con el intento de Gassendi de limitar el
alcance de los materiales escépticos antiguos. De hecho, la hazañ a de Descartes fue ver que esos
materiales enriquecen mucho má s que lo que los pirró nicos antiguos hubieran soñ ado, que ellos
impugnan la existencia misma del mundo exterior en el cual el pirró nico ha buscado disfrutar de
tranquilidad. En consecuencia, cuando Gassendi, de acuerdo con su falta de voluntad para
permitir a Sexto dudar de las afirmaciones-verdades ordinarias tanto como de las teó ricas, fue
renuente a aceptar que la duda escéptica de la Meditación primera era pretender seriamente
tener un alcance absolutamente general, Descartes contestó :
Mi afirmació n de que el testimonio completo de los sentidos debe ser considerado incierto, má s
bien, incluso falso, es bastante serio y tan necesario para la comprensió n de mis meditaciones, que
aquel que no la admita o no pueda, no es apto para instar cualquier objeció n a ellas que amerite
alguna respuesta (V Rep., HR II 206).

Pero luego él continua:


Pero debemos notar la distinció n por mi enfatizada en varios pasajes, entre las actividades de
nuestra vida prá ctica y una investigació n de la verdad. Porque, cuando es un caso para la
regulació n de nuestra vida, seguramente sería estú pido no creer en los sentidos, y esos escépticos

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fueron tan bastante ridículos para rechazar los asuntos humanos, que tuvieron que ser salvados
por sus amigos de caer por precipicios. Fue por esta razó n que en algú n lugar yo anuncié que nadie
en su sano juicio seriamente dudaría acerca de tales materias [HR I 142-3]; pero cuando
planteamos una investigació n en la que es el conocimiento má s seguro que la mente humana
puede obtener, es claramente razonable rehusar a tratarlas como dudosas, ni aú n rechazarlas
como falsas, para permitirnos llegar a estar seguros de ciertas otras cosas, que no pueden ser
rechazadas, y por esta razó n son má s ciertas, y en real verdad mejor conocidas por nosotros.

Entonces, es el mismo rango de proposiciones que trata Descartes como cierto para los
propó sitos de la vida prá ctica y como dudosos para los propó sitos de una investigació n sobre la
verdad. No hay aislamiento del tipo Gassendi aquí. Pero tampoco hay ninguna otra clase de
aislamiento. Descartes tiene que insistir en que su duda es estrictamente teó rica y metodoló gica,
no prá ctica, precisamente porque él cree que los juicios de la vida ordinaria son puestos en duda
realmente por los argumentos escépticos. Ellos son presentados tan completamente y tan
declaradamente dudosos que Descartes siente que debe construir un có digo provisional de
conducta para mantener en marcha su vida prá ctica mientras el conduce su investigació n sobre
la verdad. Imagínese un filó sofo moderno presentando un seminario sobre el escepticismo por la
redacció n de un conjunto de reglas para que viva todo el mundo hasta que las dudas escépticas
hayan sido puestas a descansar. Eso es lo que hace Descartes, con una extensió n considerable, en
la parte III del Discurso del Método (HR I 95 ff). Su distinció n entre lo teó rico y lo prá ctico no es
aislamiento sino una abstracció n deliberada de sí mismo de los asuntos prá cticos, una resolució n
de mantenerse no-comprometido hacia todo en la esfera prá ctica hasta que la teoría le haya dado
la verdad acerca del mundo y la moralidad que él puede creer.
¿Si no Descartes, entonces que tal Berkeley? Berkeley conoció los argumentos pirró nicos a través
de Bayle y su respuesta fue su bien conocida abolició n de la distinció n entre la apariencia y la
realidad. Si la distinció n se hace, entonces Berkeley concuerda en que los argumentos escépticos
muestran que no podemos conocer la verdad de cualquier declaració n acerca de có mo son las
cosas realmente. La ú nica respuesta para decir es que la manera en que las cosas son realmente
es nada sobre y encima de las apariencias. La cuestió n es, ¿Piensa Berkeley que esto podría o
debería hacer diferencia de los juicios de la vida ordinaria? La respuesta parece ser que algunas
veces él lo hace y algunas veces no lo hace.
Cuando con el á nimo de acomodar al hombre ordinario, Berkeley afirmará o implicará que su
materialismo idealista no es una alternativa para el discurso ordinario, sino un aná lisis. Esto da la
consideració n correcta de lo que ordinariamente significamos al hablar de los objetos, una
consideració n por la cual nuestras declaraciones ordinarias llegan a ser ciertas (1710: § 82 fin.:
cf. §§ 34-5).
Pero Bekeley no siempre es tan acomodaticio al pensamiento ordinario. Considérese su bien
conocido interdicto ‘pensar con el entendido, y hablar con el vulgar’ (1710: § 51). Esto es
motivado por una admisió n de que, sobre sus principales declaraciones causales ordinarias como
‘El fuego quema’, ‘El agua enfría’, llegan a ser falsas. Porque en su sistema ú nicamente las mentes
tienen eficacia causal. Entonces, si nosotros continuamos para decir, con el vulgar, ‘El fuego
calienta’, tendremos que hacerlo con mucho del mismo espíritu con el que el copernicano
continú a hablando de la elevació n del sol. Estrictamente, lo que dice el vulgar es inexacto, falso.
Esto es como la teoría del error de Mackie del discurso moral, pero con la diferencia crucial de

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que Berkeley no tiene la seguridad del siglo XX de Mackie de que la distinció n entre las
investigaciones de primer y segundo nivel suavizan el problema. Tal como Berkeley ve el asunto,
el idealismo lleva por lo menos algunos juicios ordinarios a la manera en que la teoría
copernicana lleva la declaració n de que el sol se eleva.
Entonces, el progreso de Berkeley hacia el aislamiento es cuando mucho cualificado y ambiguo.
Hume salta hacia atrá s a la posició n que encontramos en Sexto; o al menos, así es como parece al
principio. Es bastante esencial para el programa de Hume que el pirronismo debería chocar
directa y drá sticamente con nuestras creencias de todos los días. Porque Hume sostiene que si
fuéramos las criaturas racionales que suponemos ser, nos rendiríamos; por ejemplo, en la
creencia en los objetos externos, una vez que fuera confrontada con los argumentos escépticos
que muestran que la creencia es infundada. Sin embargo, el hecho es que nosotros no nos
rendimos en la creencia. Inevitablemente, esta captura nuestra mente cuando dejamos los
estudios para los propó sitos de la vida diaria. Es esta resistencia de nuestras creencias a los
argumentos escépticos lo que demuestra para Hume el papel de otros factores que la razó n en
nuestras vidas, a saber, la costumbre y la imaginació n. Ellos, no la razó n, deben ser responsables
por nuestras creencias si las creencias no se van cuando las razones para ellas son invalidadas
por la crítica del escéptico. El argumento entero colapsará si nuestras creencias de todos los días
fueran aisladas por algú n instrumento ló gico de esa crítica, desde lo que Hume llama el rigor
imposible del pirronismo.
Es cierto, uno puede ver una clase de aislamiento en el hecho mismo de que las creencias no se
vayan. Pero lo que es importante acerca de esto para Hume es só lo un hecho, un fenó meno que
podemos detectar en nosotros mismos cuando dejamos el estudio. Si Descartes hubiera estado
seguro del mismo fenó meno, no hubiera tenido necesidad de una moral provisional.
El paso siguiente no es difícil de predecir. Es posible ser má s impresionado con la consideració n
de Hume de la impotencia del escepticismo para hacer ceder a nuestras creencias de todos los
días que con su argumento de la premisa de la importancia de la razó n. Si alguien pudiera
encontrar la manera de preservar la premisa mientras niega la conclusió n, el escepticismo
sufriría una dramá tica pérdida de significació n.
Lo que nos trae a Kant, como muchos habrá n previsto. Fue Kant quien persuadió a la filosofía de
que uno puede ser, simultá neamente y sin contradicció n, un realista empírico y un idealista
trascendental. Es decir, fue Kant quien nos dio la idea de que hay una manera de decir la misma
clase de cosa tan real como los escépticos vivos como Enesidemo acostumbraban decir, a saber,
‘El objeto conocido contribuye a lo que es conocido’, que sin embargo no impugna la objetividad
de los juicios en los que el conocimiento es expresado. En donde Enesidemo citaría los factores
empíricos (ictericia y parecidos) que obstruyen el conocimiento objetivo, el principio kantiano de
que los objetos tienen que conformarse a nuestro entendimiento es diseñ ado para mostrar que
nuestros juicios son validados, no impugnados, por la contribució n de la mente sapiente. Pero
Kant puede hacer esta afirmació n, tan famosamente difícil como es, só lo porque en su filosofía el
vínculo de la presuposició n está bien y ciertamente roto. El tomar empíricamente ‘La estufa está
caliente’, no implica un punto de vista en el nivel trascendental donde desde ahora en la batalla
filosó fica será peleado. El realismo empírico es invulnerable al escepticismo empírico y es
compatible con el idealismo trascendental.

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De esta manera, con la ayuda de su distinció n de niveles (aislamiento de iure) [de derecho, de
facto, de hecho], Kant pensó refutar al escepticismo de una vez y para siempre. Sin embargo, el
efecto fue que el mismo escepticismo se movió hacia arriba hacia el nivel trascendental.
Digo esto porque yo encuentro interesante notar como el escéptico de Tompson Clarke repite
algo de lo que Kant dijo, pero en un todo de voz bastante diferente. El escéptico de Clarke toma lo
que es llamado el punto de vista absoluto y declara que las afirmaciones de conocimiento del
hombre llano está n todas muy bien en el contexto de la vida ordinaria, pero ellas no incorporan
un conocimiento absoluto de las cosas como ellas sean en sí mismas, ellas ú nicamente son
conocimiento en la manera de hablar, en la manera de hablar del hombre llano, quien no tiene
fundamentos fuera de las prá cticas de la vida ordinaria. Entonces, alcanzamos la idea de que hay
dos maneras de entender una declaració n como ‘La estufa está caliente’, la manera llana y la
manera filosó fica, y es ú nicamente la afirmació n filosó fica de un conocimiento absoluto lo que el
escéptico quiere cuestionar. Lo que él pregunta es precisamente que ‘La estufa está caliente’
puede incorporar cualquier clase de conocimiento y verdad adicional o profundo, que el que el
hombre llano pone en este. Una vez que el aislamiento kantiano por niveles se establece, el
escepticismo mismo va trascendental.
La otra cosa importante acerca del escéptico de Clarke, y acerca de muchas de las referencias ‘al
escéptico’ en la literatura filosó fica moderna, es que este escéptico no tiene realidad histó rica. Es
una construcció n de la imaginació n filosó fica moderna. El punto es que cuando el escepticismo va
trascendental, la expresió n ‘el escéptico’ ha perdido la referencia histó rica que todavía acarrea en
Hume, su conexió n con cierta figura histó rica que realmente dijo y pensó . Esto llega a ser el
nombre de algo interno al pensamiento propio de los filó sofos, como si fuera su alter ego, con el
que lucha en un debate, que ahora es un debate filosó fico en el sentido moderno.
XII
Ahora bien, en añ os recientes se ha argumentado con mucha habilidad y escolaridad que algo
muy parecido al escepticismo trascendental debe ser encontrado en los textos de la tradició n
pirró nica antigua, sobre todo en PH I 13. En su interpretació n, Sexto aísla no entre materias,
como lo hace el pensamiento de Gassendi, sino entre una manera ordinaria y una filosó fica de
entender las declaraciones, tales como ‘La estufa está caliente’. Sexto se describe a sí mismo como
un defensor del hombre llano y de la vida ordinaria. É l no tiene objeció n para la manera de hablar
del hombre llano, só lo para la creencia del dogmá tico de que él puede alcanzar una clase superior
y má s profunda de conocimiento y verdad que la que el hombre llano requiere para los
propó sitos de la vida ordinaria.
Es una interpretació n atractiva, pero la perspectiva histó rica que yo he tratado de presentar
sugiere, no que es simplemente equivocado a la manera en que es equivocada la interpretació n
de aislamiento de Gassendi, pero esto es anacró nico. Su anacronismo es la otra cara del
anacronismo de G.E. Moore. Moore trató de tomar seriamente al escepticismo. El rehusó
considerar cualquier instrumento de aislamiento de la clase provista por la distinció n kantiana
entre la trascendental y la empírica. Pero só lo consiguió sonar peculiarmente, incluso
extrañ amente, ingenuo, só lo porque él estaba abordando el escepticismo en términos pre-
kantianos, como si Kant no hubiera existido. Moore es ingenuo donde Sexto es simplemente
inocente, porque por supuesto es cierto que cuando Sexto escribió Kant no había existido. El

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problema con la inocencia, la imagen es muy cercanamente propia de Kant (1781: A781), es que,
una vez que se ha perdido, esta no puede ser nunca recuperada.

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