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ACERCA DE LA CONVIVENCIA

Eduardo Dayen1

En 1982, Luis Chiozza comenzó a poner por escrito sus ideas acerca
de la influencia que ejerce en nuestra tarea psicoanalítica el modo en el
que concibamos el tema de la convivencia. En aquel año, en el trans-
curso de uno de los simposios anuales de nuestra Institución, leyó un
trabajo que tiempo después pasó a formar parte del libro “Psicoanálisis:
presente y futuro” y más tarde de sus Obras Completas. Como todos
recuerdan, estoy hablando del escrito “Convivencia y trascendencia en
el tratamiento psicoanalítico”.
A partir de entonces, el tema de la convivencia se convirtió en uno de
los que suelen estar presente en la mayor parte de sus libros y confe-
rencias. Por otra parte, es muy habitual que aquel trabajo aparezca ci-
tado en nuestras presentaciones porque encontramos en él un apoyo
firme.
Hoy tenemos la oportunidad de volver a reflexionar sobre la idea que
cada uno de nosotros tiene sobre la “convivencia” y, también, la posibi-
lidad de considerar hasta donde creemos que la conciencia clara de esa
idea puede llegar a tener una influencia determinante en el transcurso
de una vida.
Para empezar por alguna punta: vivimos en el mundo, y si ahora nos
preguntáramos ¿a qué le llamamos “mundo” ?, podríamos sintetizar una
primera respuesta diciendo que, si bien “mundo es el lugar donde en-
contramos la posibilidad de dar satisfacción a nuestros deseos”, tam-
bién es cierto que “mundo es lo que nos afecta”. Vivir es encontrarnos
a nosotros mismos inmersos en asuntos y cuestiones que nos afectan.
Todo vivir transcurre en un entorno, en un mundo lleno de personas, de
animales, de vegetales y de cosas; un mundo lleno de objetos que a
veces deseamos y otras rechazamos; que a veces queremos, a veces
odiamos y otras sentimos que nos resultan indiferentes. En fin: una pri-
mera cuestión que se nos presenta es que, podamos admitirlo o no, vivir
es ocuparse también en eso otro que no es uno mismo: todo vivir es, en
principio, convivir con una circunstancia.

1 Conferencia dictada en la Fundación Luis Chiozza, el día 23 de agosto de 2019.

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Pero ¿qué significa la palabra “convivencia”? En este punto vale la pena
recordar que, en principio, el prefijo “con-”, como todos sabemos, se
utiliza para indicar que algunos objetos o fenómenos van aparejados,
que ocurren a la vez.
La palabra “vivencia”, por su parte, es un término que fue acuñado por
Ortega y Gasset. Acerca de por qué tuvo que crearlo, él nos explica que
se trataba de enfrentar el problema que en su momento conquistó la
atención de toda la filosofía alemana y que llevó a sus pensadores a
componer una palabra con la que pudieran expresarlo. Dice Ortega: Esa
palabra, “Erlebnis”, fue introducida, según creo, por Dilthey. Después de
darle muchas vueltas durante años esperando tropezar algún vocablo
ya existente en nuestra lengua y suficientemente apto para transcribir
aquélla, he tenido que desistir y buscar una nueva. Se trata de lo que
sigue: en frases como “vivir la vida”, “vivir las cosas”, adquiere el verbo
“vivir” un curioso sentido. Sin dejar su valor de deponente toma una
forma transitiva significando aquel género de relación inmediata en que
entra o puede entrar el sujeto con ciertas objetividades. Pues bien,
¿cómo llamar a cada actualización de esta relación? Yo no encuentro
otra palabra que “vivencia”. Todo aquello que llega con tal inmediatez a
mi yo que entra a formar parte de él es una vivencia.
Entiendo que con ese término Ortega y Gasset nomina y diferencia esa
emoción que despierta, de manera inmediata y patente, la experiencia
que se constituye en un vínculo. De modo que cuando hablamos de
convivencia nos estamos refiriendo al hecho de que, al vivir, las viven-
cias que nos despiertan los vínculos coinciden con las de otros que, a
la vez, tienen las suyas. Vínculos en los que nos vamos con-formando.
De manera que pensar que “al vivir convivimos” no parece plantear una
idea tan compleja. La podemos entender. Pero la pregunta ahora es
¿hasta qué punto podemos creerla? En ese sentido, Chiozza es cate-
górico cuando aclara que más allá de la vivencia ilusoria de que pode-
mos “seguir siendo” como entes aislados autosuficientes, vivir en un
grupo, formar parte de un movimiento intelectual que es una manera de
la conciencia, y desarrollarse con él, no es un sobreañadido cultural que
adorna o viste nuestra vida natural, es la forma misma de nuestra su-
pervivencia actual.

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Para insistir otro poco en la cuestión, podemos pensar, por ejemplo, que
a la hora de preguntarnos qué significa “coexistir” no se nos despiertan
las mismas dudas que se nos plantean con el hecho de que vivir es
convivir. Cada uno de nosotros existe, y nadie duda de que “vivir es
coexistir” con todo lo que ocupa nuestro entorno, tal como nos ocurre,
por ejemplo, ahora en este espacio que compartimos. Qué duda cabe
de que todos los que estamos aquí, coexistimos. Como dice Ortega y
Gasset, el espacio es el medio en el que ocurre la coexistencia. Si a un
mismo tiempo existen varias cosas, se debe al espacio.
Claro que lo que da sentido a nuestra coexistencia es que, por ejemplo,
aquí y ahora, además de usar este espacio, nos estamos dando el
tiempo para compartir unas reflexiones. Tenemos la expectativa de dia-
logar. Por eso, así como decimos que el espacio es el medio presente
en el que ocurre nuestra coexistencia, podemos agregar que el tiempo,
es el medio en el que transcurre nuestra convivencia actual. No hay es-
pacio sin tiempo y no podríamos coexistir sin convivir. Al vivir, coexisti-
mos y convivimos. Nos apoyamos mutuamente, nos toleramos, nos po-
tenciamos.
Ortega aclara la cuestión con ejemplos que la iluminan. Parte de desta-
car que lo que llamamos “realidad” no es más que la coexistencia que
cada uno tiene con las cosas. La realidad es interdependencia y coexis-
tencia. Claro que cuando estamos con alguien no es solamente porque
se encuentra en el espacio, cerca de nosotros, como podría encontrarse
una piedra. Es cierto que contamos con la piedra cuando tratamos de
no tropezar con ella o cuando la aprovechamos para sentarnos. Pero la
piedra no cuenta con nosotros.
Dice Ortega: Cuento con mi prójimo como con la piedra, pero, a diferen-
cia de la piedra, mi prójimo cuenta también conmigo. No sólo él existe
para mí, sino que yo existo para él. Esta es una coexistencia peculiarí-
sima, porque es mutua: cuando yo veo una piedra no veo sino la piedra;
pero cuando veo a mi prójimo, a otro hombre, no sólo le veo a él, sino
que veo que él me ve a mí, es decir, que en el otro hombre me encuentro
siempre también yo reflejado en él.
Podríamos ejemplificar la cuestión diciendo lo mismo de esta mesa y de
las sillas; también la mesa está aquí y las sillas ahí; también están jun-
tas.

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Pero en la relación que tenemos entre nosotros hay algo diferente de lo
que tienen entre sí las mesas y las sillas. Lo que nos pasa a nosotros
─dice Ortega─, es que estando yo aquí puedo notar que, sin dejar de
estar aquí, también estoy ahí, en ustedes; noto, en suma, que existo
para ustedes, y viceversa, ustedes, quietos ahí, están al mismo tiempo
aquí, en mí, existen para mí. Esto, evidentemente, es un estar juntos en
un sentido mucho más radical y bien distinto del estar la mesa junto a la
silla. En la medida en que yo sé que soy en ustedes, evidentemente se
funde mi ser, mi estar, mi existir con el de ustedes, y en esa estricta
medida yo siento que no estoy solo, que no soy solo, sino que estoy con
ustedes, que soy con ustedes; en suma, que estoy acompañado o en
sociedad. Mi vivir es convivir. La realidad que llamamos compañía o so-
ciedad sólo puede existir entre dos cosas que canjean mutuamente su
ser, que se son recíprocamente uno y otro […] yo te acompaño, convivo
o estoy en sociedad contigo en la medida en que yo sea tú. Por el con-
trario, en la medida en que yo no soy tú, en que no existes para mí ni
para ningún otro prójimo, en esa medida estás solo, estás en soledad y
no en sociedad o compañía.
Creo que Porchia apuntaba a lo mismo cuando decía que estar en com-
pañía no es estar con alguien, sino estar en alguien.

Las cosas parecen ser claras. Ninguno de nosotros duda de que vivir
es, inevitablemente, coexistir con un entorno. Sin embargo, creo que
vale la pena insistir en que con la idea de que vivir es convivir no nos
ocurre exactamente lo mismo. Como dice Chiozza, lo más habitual, lo
que solemos pensar espontáneamente, es que primero vivimos y des-
pués, con el tiempo, vamos aprendiendo a convivir. Nos parece que la
convivencia es como un destello que con el tiempo se va agregando a
nuestro vivir cotidiano.
Por otra parte, esa manera de ver las cosas nos lleva a deducir que el
convivir es algo que podemos decidir en cada momento según que ten-
gamos, o no, ganas de relacionarnos. Pensamos que la convivencia es
una elección y no que nuestro vivir es, inexorablemente, convivir.
Sin embargo, a la hora de abordar el tema, Chiozza enfatiza que nuestra
vida se conforma como resultado de que al vivir, convivimos.

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Dice que pensar que primero vivo, para convivir después, o pensar si-
quiera que tengo que convivir para vivir, como si existiera la posibilidad
de declararse en rebeldía, es negar que la vida vive inmersa en el eco-
sistema de la vida. Si la convivencia evoluciona desde formas simples
a otras más complejas, cabe pensar que lo hace al mismo tiempo que
evolucionan y se conforman los individuos que la ejercen. Lo cierto es
que en mi vida me encuentro con los otros y con la gente. Se trata de
un encuentro inevitable, porque, aunque me convirtiera en ermitaño, me
los llevaría conmigo, inseparablemente unidos a mi condición de hu-
mano… Si es cierto que vivir es convivir (tan cierto como que el placer
mejor logrado es siempre complacer), no cabe duda de que convivir,
compartir la vida, es compartir nuestros recuerdos y nuestros proyectos,
y que se trata de una tendencia inevitable, consustanciada con nuestra
condición humana, una tendencia que no siempre asumimos con plena
conciencia.
También en este punto Ortega piensa del mismo modo y esgrime sus
propios argumentos para demostrar lo inconducente de pensar que el
vivir y el convivir son independientes, lo errado de creer que se puede
vivir sin convivir. Señala lo desacertado de considerar, como muchos
piensan, que la convivencia es algo originado por los impulsos sociales
del hombre. Piensa que concebir las cosas de ese modo supone erró-
neamente que primero vivimos y que luego, poco a poco, los impulsos
sociales nos empujan a convivir.
Si aceptáramos, aunque más no sea momentáneamente, que los impul-
sos sociales son los que motivan la convivencia, al mismo tiempo ten-
dríamos que reconocer que al pensar de ese modo hemos vuelto a re-
caer en la tendencia tan arraigada que tenemos de creer que alcanza
con mirar las cosas desde un solo punto de vista. Es como pretender
que un péndulo oscile solamente hacia un lado, sin darnos cuenta que
no puede hacerlo. De la misma manera, es imposible que en los hom-
bres puedan existir de forma unilateral solo los impulsos sociales. Es
obvio que, opuestos a los impulsos sociales, se encuentran los antiso-
ciales. ¿Alguien pone en duda que todos tenemos también impulsos an-
tisociales? ¿Cuál sería entonces nuestra conclusión?
Si pensáramos que son los impulsos sociales los que motivan la convi-
vencia no podríamos llegar a entender la perpetua tragedia que es la
convivencia humana. ¿Quién podría negar que en toda colectividad ac-
túan tanto las fuerzas sociales como las fuerzas antisociales?

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Queda claro, entonces, que pensar que los impulsos sociales son los
que originan la convivencia es algo que nos confunde desde el vamos.
Vivir es convivir. Viviendo convivimos, pero lo cierto es que en esa con-
vivencia no hacemos más que un esfuerzo, más o menos intenso, más
o menos eficaz, de llegar a socializarnos. Y eso, mientras no suceda
todo lo contrario y la convivencia se encamine a la descomposición y al
desmoronamiento de la relativa socialización que se hubiera alcanzado
hasta ese momento.
Nuestra convivencia es el ámbito, tanto de la sociabilidad más prove-
chosa, como el de la insociabilidad más feroz. Y, además, es erróneo
pensar que la sociedad es el triunfo de las fuerzas sociales sobre las
antisociales, porque no parece que ese triunfo se haya alcanzado
nunca. Lo que sí se ha dado siempre, es una lucha sin cuartel entre las
dos tendencias que libran sus hostilidades en medio de las vicisitudes
propias de cualquier batalla.
Es así. Podemos hablar sin temor a equivocarnos de impulsos sociales
y de impulsos antisociales luchando en el ámbito de la convivencia. Es
que lo social no es sinónimo de convivencia. Convivencia y sociedad
son cosas diferentes. Lo social no es un hecho de la vida humana, sino
algo que surge en la humana convivencia.
Sociedad es la asociación pactada de seres que colaboran en trabajos
o propósitos comunes. Una colmena es, por ejemplo, una sociedad de
abejas. Hay mejores y peores sociedades. Y cuando nos referimos a
una sociedad satisfactoria, siempre conviene tener presente que esta-
mos hablando en términos relativos. No conviene olvidarse de que,
acostumbrados a que las cosas sean muy diferentes de lo que espera-
mos, una sociedad nos parezca formidable cuando no es la peor. Lo
cierto es que ningún esfuerzo es excesivo cuando tratamos de que, por
lo menos, vayan predominando las fuerzas sociales sobre las antisocia-
les.
Como veíamos recién, convivir no quiere decir vivir en sociedad o formar
parte de una sociedad. Convivencia es la relación entre individuos, el
trato entre dos vidas individuales. La relación de un padre con su hijo es
convivencia. La relación de dos amigas es convivencia. Y ocurre que en
toda convivencia duradera y estable se produce automáticamente el fe-
nómeno social que son los usos. Por ejemplo, los usos intelectuales, la
“opinión pública”; los usos de técnica vital o “costumbres”; los usos que
dirigen la conducta o “moral” y los usos que la gobiernan o “derecho”.

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El uso es una norma del comportamiento que se impone a los indivi-
duos, más allá de que la regla les caiga bien o no. El individuo puede, a
su cuenta y riesgo, resistir el uso; pero es precisamente ese esfuerzo
de resistencia lo que demuestra la cualidad de apremio que tienen los
usos, las costumbres.
Sociedad es lo que hace que un conjunto de individuos se sepa some-
tido a la vigencia de ciertas opiniones y valoraciones. Toda sociedad
implica la vigencia efectiva de cierta concepción del mundo que actúa
como una última instancia a la que puede recurrirse en caso de conflicto.
Existe toda una serie de hechos humanos, de costumbres, como, por
ejemplo, el saludo. La acción de dar la mano no la hacemos cada uno
porque se nos ocurrió a nosotros. Ninguno de nosotros es el responsa-
ble de ese uso. Y lo repetimos, aunque no tengamos la voluntad de ha-
cerlo, y muchas veces hasta en contra de nuestra voluntad.
Por otro lado, las costumbres varían. En los últimos años, por ejemplo,
el beso ha ido suplantando en muchos casos al uso de dar la mano. Las
cosas van y vienen. Está bien claro que lo hacemos o dejamos de ha-
cerlo de ese modo sin saber por qué. Simplemente, sentimos que es “lo
que hay que hacer”. No son acciones que planeadas por cada uno de
nosotros: solamente somos los ejecutores. Damos la mano o un beso
porque eso es lo que “se hace”. Y el sujeto originario y responsable de
lo que se hace es lo que llamamos “la gente”, la sociedad.
Cuando se nos despierta la curiosidad, basta con indagar un poco en el
sentido de cada una de estas prácticas, que funcionan como “utensilios”
de la civilización, para darnos cuenta de que brotan del deseo, que to-
dos tenemos, de contar con los demás.
Un tema que también expone Chiozza cuando dice que el “encuadre”
normativo, necesario siempre en toda convivencia, es el “aceite” de ese
mundo ético, inevitablemente “protocolar”, que “calma las aguas” y que
suaviza nuestras superficies, posibilitando un contacto “sin naufragio”
que constituye, lo sepamos o no, un con-trato más o menos legal.
La civilización y la educación participan en configurar nuestro carácter,
es decir, el estilo con el que depuramos tanto nuestros actos como la
expresión de nuestros sentimientos.
Justamente, cuando profundizamos en el significado de los términos
“urbanidad” y “civilización”, rápidamente comprendemos que se trata de

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las formas culturales propias de la ciudad, de las formas que han nacido
para enfriar las pasiones y atemperar los afectos que despierta la con-
vivencia estrecha de la metrópoli. La convivencia urbana civilizada se
manifiesta en la conducta, en las costumbres y en los modales, que son
el resultado de una “buena educación”.
Si las normas sociales funcionan exitosamente, la convivencia navega
en bonanza, boga con vientos favorables. Pero los tiempos de crisis, los
tiempos como los que, por ejemplo, nos toca vivir hoy, son tiempos en
los que, mientras ignoramos cuales son las normas que hacen falta, las
normas conocidas funcionan mal o van dejando de funcionar.
De todos modos, ya sabemos del error que significa malbaratar el único
tiempo del que disponemos; seguramente los hubo mejores, pero este
es el nuestro. Solo que son tiempos que nos exigen darnos cuenta del
valor que tiene poder recuperar el sentido olvidado que dio fundamento
a cada norma social; recuperarlo y revisarlo con discernimiento crítico.
Y en ese sentido es que se hace necesario detenerse a reflexionar so-
bre todas estas cuestiones.
Como dice Chiozza, la vida de cada uno de nosotros es demasiado poco
como para que le dediquemos la vida. Y de eso nos percatamos en la
medida que nos vamos dando cuenta de la importancia que tiene el en-
torno que, precisamente, es lo que le otorga sentido a nuestra vida. Es
en ese punto cuando adquirimos la convicción plena de que la convi-
vencia satisfactoria es fundamental, y que esa idea que a veces nos
hacemos de que uno puede “arreglarse solo” es equivocada, destructiva
y, en cierto sentido, hasta suicida.
Nadie dice que convivir es puro regocijo. La vida y la convivencia nos
deparan tanto satisfacciones como dificultades.
Zigmunt Bauman es otro de los autores que plantean algunas ideas que
encontramos coincidentes con las de Chiozza. Sostiene que es falso
pensar que la felicidad signifique una vida sin problemas. La vida feliz
significa superar los problemas, luchar con los problemas, resolver las
dificultades, los desafíos. Uno se enfrenta a los desafíos, se pone bajo
presión, y finalmente llega el momento de felicidad cuando ve que pudo
controlar los retos que le propone el destino. Esa es la alegría de su-
perar las dificultades, de luchar contra los problemas, de enfrentarlos y
superarlos.

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Pero otro problema serio que se nos presenta cada vez con mayor vi-
gencia es que todo este proceso natural que conduce a la dicha genuina
se va debilitando en la medida en que crece el confort.
Creyéndonos independientes como individuo, a veces uno queda atra-
pado en la fantasía de que puede tenerlo todo. De pronto podemos tener
suficientes provisiones para mantenernos lejos del hambre, la miseria y
la pobreza. Y así corremos el peligro de olvidarnos que hay una cosa
que, si no la tenemos, ni el Estado ni las políticas dirigidas pueden pro-
porcionarla: es el cómo estar con otras personas. Ser uno en compañía.
Eso lo tiene que hacer uno mismo.
Bauman nos alerta acerca de que las personas cada vez más capacita-
das en independencia, día a día van perdiendo su capacidad para ne-
gociar la convivencia con otras personas. Y eso porque cada vez nos
vemos más privados de las habilidades que brinda la socialización.
Es cierto que, a veces, socializar es agotador. Requiere mucho es-
fuerzo, mucha atención. El proceso de negociar y renegociar, volver a
discutir, volver a aceptar, recrear.
La ilusión de independencia le quita a uno la capacidad de convivir ar-
mónicamente. Por ejemplo, últimamente nuestras vidas se están divi-
diendo entre dos mundos diferentes: Online y Offline. Conectando y
desconectando. La vida Online está en gran medida libre de ciertos ries-
gos de la vida. Es tan fácil hacer amigos de Internet, amigos de la Red.
Nos parece que nunca llegamos a sentir realmente la soledad. Si no nos
gustan las actitudes de otros usuarios, simplemente dejamos de comu-
nicarnos con ellos y ya está.
Pero cuando no estamos conectados, cuando estamos Offline, lo que
tenemos que enfrentar inevitablemente es la realidad de la diversidad.
Las personas son diversas: transeúntes, extraños. Tenemos que en-
frentarnos a la necesidad de dialogar, de entablar una conversación.
Tenemos que enfrentar el hecho de que las personas son diferentes. Lo
que es más: tenemos que enfrentar el hecho de que hay muchas ma-
neras de ser humano.
Cuando se inicia un diálogo nunca se sabe cómo va a terminar. Tal vez,
en lugar de demostrar que uno es perspicaz y todos los demás son ton-
tos, se demuestra todo lo contrario.

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Cuando más independiente se imagina uno, menos capaz es de termi-
nar con esa fantasía para poder reencontrarse con la genuina interde-
pendencia del vivir. De manera que es bueno tener presente que la ilu-
sión de independencia no conduce a la felicidad. La ilusión de indepen-
dencia sólo conduce a la pérdida de sentido de la vida y a un aburri-
miento insoportable.

Son dificultades. Ni más ni menos que eso. Por eso vale la pena recor-
dar parte de las palabras que pronunció el Dr. Chiozza en el cierre del
último de nuestros simposios. Nos decía que, en su opinión, una de las
formas de la resistencia que más abunda actualmente es la resistencia
que nos lleva a decir, junto con la mayor parte de las personas, que lo
que últimamente nos llena de sinsabores y complicaciones es que “todo
el entorno está mal”. Por todos lados escuchamos que “el país está
mal”. A veces nos referimos a la Argentina y otras veces aludimos a
nuestro país como parte del mundo: “es el mundo el que está mal”.
“¿Cómo no voy a estar mal yo si el mundo está tan mal?”. “El mundo
me somete a un malestar con el que nada puedo hacer”. “Con el mundo
como está es imposible estar bien”. Culpamos al mundo de todas nues-
tras desventuras.
Antonio Porchia decía: La pena humana, durmiendo, no tiene forma. Si
la despiertan, toma la forma de quien la despierta. La conclusión resulta
incuestionable y sencilla. Podemos decir “si no fuera por vos, no sería
lo que soy… Lo que soy es por tu culpa”. Podemos decir “lo que pasa
en el mundo o lo que pasa en mi país es lo que explica mi fracaso y
justifica todos los sustitutos de los que echo mano para pasar por en-
cima de mi fracaso”. Y así, en pleno carnaval, nos distraemos mientras
seguimos sumando fracasos.
Claro que, afortunadamente, no todos, ni en todo momento, reacciona-
mos frente a las dificultades de la misma manera. Pero lo cierto es que
conviene tener presente que se trata de una Espiritupatía en la que es-
tamos inmersos. Algunos más y otros menos… pero siempre más de lo
que nos gusta aceptar.
De todos modos, puestos a reflexionar, no tardamos en darnos cuenta
de que, más allá de sentirnos expuestos a múltiples pensamientos erró-
neos, la mayor parte de lo que logramos solamente podemos conse-
guirlo en colaboración.

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Ya hace años, en medio de una investigación, Chiozza había reparado
en las palabras de Lewis Thomas cuando dice que solemos pensar que
vivimos asediados, en peligro constante, rodeados de gérmenes morta-
les, y que nos salvamos de la infección y la muerte sólo por el progreso
de nuestra tecnología química, que nos permite continuar matándolos.
Solemos imaginarnos a la enfermedad como el resultado del accionar
de modernos y organizados demonios, siendo las bacterias los más vi-
sibles adversarios. Presumimos que ellas disfrutan con su trabajo. Nos
persiguen para su provecho y, habiendo tantas, la enfermedad parece
inevitable. Pero hay evidencias que nos muestran qué equivocados es-
tamos. La mayoría de las asociaciones entre seres vivos son esencial-
mente cooperativas, simbióticas en mayor o menor grado.
Una apreciación con la que también coinciden Margulis y Sagan. Argu-
mentando su convicción, afirman que todos los organismos vivos trans-
curren su existencia entrelazados en una red de convivencia. Se trataría
de una red de la que, desde nuestra mirada individualista, pocas veces
tenemos noticia. Para poder vivir, cada célula, incluida en una red de
convivencia que constituye un organismo, cumple con la función que le
ha tocado en suerte, de la misma manera que, por ejemplo, una hormiga
vive conviviendo en la red que conforma un hormiguero, cumpliendo con
la función que le corresponde.
En biología, las “empresas conjuntas”, las simbiosis, son la regla, lo ha-
bitual, y no, como solemos pensar, la excepción. Una teoría lo suficien-
temente sólida como para llevarlo a Lewis Thomas a concluir que toda
enfermedad infecciosa es el resultado de negociaciones inconclusas en
favor de la simbiosis, es el pasar la línea de una parte a otra, un error
biológico en la interpretación de las fronteras. Y de ese modo, el autor
traza un esquema que podemos pensar que resulta aplicable a la com-
prensión de lo que ocurre en todos los vínculos cuando se enferman.
Como veíamos, no siempre la convivencia transcurre en tiempos de bo-
nanza. Sabemos que aún la misma convivencia amorosa es una lucha
cotidiana, una lucha en la que, si bien es inevitable ganar o perder, basta
profundizar en los detalles de la victoria para darnos cuenta de que, en
la medida en que se arruina la convivencia, resulta muy difícil distinguir
la victoria de la derrota.
Chiozza sostiene que a veces la pelea, como si se tratara del curetaje
de una herida tórpida, “limpia” el campo de un vínculo y, rompiendo una
“costra” de malentendidos, llega a revitalizar un núcleo sano dentro de

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una convivencia enferma. Sin embargo, sugiere que no conviene ha-
cerse demasiadas ilusiones porque la herida sangra y el dolor suele ge-
nerar nuevos malentendidos que producen una nueva costra.
La paz no es el estado primigenio del paraíso, ni una forma de convi-
vencia regulada por un acuerdo. La paz es algo que no conocemos. Es
un ideal. Algo que imaginamos y que vivimos buscando… decía Her-
mann Hesse.
Por su parte Chiozza retoma el tema para preguntarse ¿por qué pierden
las relaciones ese maravilloso atractivo que tienen al comienzo, tejido
de deseos y esperanzas? ¿Es que se trata acaso solamente de una
simple ilusión que desembocará inevitablemente en el fracaso? Piensa
que a las relaciones nuevas las caracteriza algo así como el estar lim-
pias. Y es cierto que las vivimos de ese modo, pero es porque no han
tenido tiempo de llenarse de los malentendidos en los que, poco a poco,
nos vamos enredando a medida que convivimos.
Cuando convivimos nos ocurre lo mismo que nos pasa con la mesa en
la que comemos todos los días. Convivir y comer son cosas que originan
desperdicios. Naturalmente, al terminar de comer siempre quedan res-
tos que, aunque nos fastidie, tenemos que limpiarlos porque sabemos
que después vamos a querer volver a sentarnos en una mesa limpia y
ordenada.
Sin embargo, no suele ocurrir que hagamos lo mismo con las relaciones.
Nos parece que no es necesario ocuparse de los malentendidos, que
son los detritos que va dejando el convivir. Pero lo cierto es que las
relaciones, como las mesas, no pueden permanecer siempre limpias tal
como las encontramos la primera vez. Los vínculos también requieren
de un trabajo, más allá de que nos fastidie o nos atemorice hacerlo.
Pero, claro… es un trabajo que preferimos ignorar o disimular para elu-
dir el enfrentamiento con decepciones y conflictos. Y así es que, en el
trámite de encubrir los malentendidos, vamos dejándolos sin resolver.
De todos modos, como bien sabemos, todo lo que no mejora, empeora.

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De manera que, como dice Chiozza, dado que deseamos conservar a
los objetos de amor porque tenemos la experiencia de que, cuando el
placer es compartido es mayor, es necesario aprender a cuidar los
vínculos, estableciendo una diferencia entre lo que, a cada uno, le gusta
o le disgusta.
Se puede concluir que vivir bien es, simplemente, convivir bien… aun-
que no sea una cosa sencilla. A veces nos parece que el roce con el
mundo circundante nos provoca heridas y que, de vez en cuando, nos
resulta una pena. Pero no cabe duda de que esa es la pena que vale.
Aunque en ocasiones nos duela no tener la fuerza necesaria para im-
ponerle al entorno nuestra forma, tenemos que ser agradecidos con la
formación que el entorno nos imprime.
Tal vez hoy, más que nunca, vivimos pendientes de la libertad individual
y enemigos de los límites inherentes a la convivencia. Sin embargo,
nada conviene más que recordar que, como dice Goethe, tolerar los lí-
mites es extenderse.

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