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EL SALÓN DE PARÍS

El surgimiento de los salones europeos como centros de exposición de arte contemporáneo y


abiertos al público, está desencadenado por un conjunto de factores múltiples y disímiles: El
ascenso de la clase burguesa instruida y su necesidad de competir con la aristocracia en términos
de validez sociocultural, el surgimiento paulatino del libre mercado, la influencia de los ideales de
la ilustración y el humanismo: el acceso viable a la información y la búsqueda de derechos más
igualitarios, la herencia del Renacimiento en cuanto a los conceptos del arte como ente autónomo
y el artista como humanista. Asimismo, podemos encontrar antecedentes directos como el Salone
degli Innocenti de Florencia en 1564, durante un homenaje fúnebre a Miguel Ángel.

El salón de París, el primero y el más célebre de los de su clase, se constituyó por una serie de
eventos producidos y regulados por la Real academia de pintura y escultura, institución fundada
por la monarquía en 1648. La primera vez que se efectuó fue en 1667, en el patio interior del
Palacio Real, y más bien constituyó una muestra relativamente privada, donde los miembros
oficiales podían desplegar su trabajo ante los colegas, estudiantes o coleccionistas, en un ámbito
restringido y especializado.

Sus organizadores, Jean-Baptiste Colbert, primer ministro de Luis XIV y el popular pintor Charles Le
Brun, tenían con estas exhibiciones objetivos muy específicos: En primer lugar, el político, al
enaltecer la figura del rey, centralizando el poder en la capital mediante el espectáculo y
reduciendo la importancia de los gremios y las cofradías. En segundo, el didáctico, buscando
fomentar la idea del ‘Gran gusto’, modelo de belleza clasicista, absoluto y restrictivo, opuesto a lo
que denominaban ‘la decadencia contemporánea’, en un intento por homogenizar el criterio
nacional. No obstante, con el paso de los años, la trascendencia de los salones excedería por
mucho estos fines.

Aunque no se celebra ningún salón entre 1673 y 1699 ni entre 1704 y 1725, hay un par de fechas
significativas en la cronología subsiguiente: En 1725 se traslada la muestra al Salón Carré del
Louvre (de donde toma su nombre), que se convertirá en su sede definitiva; para este punto ya
posee muchas de las cualidades que le distinguirían, el empleo sin desperdicio de los muros,
donde los cuadros se agolpan caóticamente a lo largo y a lo ancho, como en un collage, el empleo
de guías impresas o livrets, las descripciones del evento y las piezas publicadas por la prensa. A
partir de 1737, se abre al público general (o al menos a quienes puedan costearse la entrada). En
los años consecutivos se vuelve una ceremonia anual y luego bienal, conmemorada usualmente en
el mes de agosto y durando entre tres y seis semanas.

Es la apertura al público lo que compone el punto de inflexión radical del Salón, trastocando los
mecanismo con los que nos relacionamos con el arte hasta la actualidad: No sólo se convierte en
un acto de relevancia social, modificando la recepción de las obras como una actividad colectiva,
sino que crea por primera vez una audiencia amplía, no pasiva, que visita, contempla, discute, crea
juicios de valor, compra y demanda, propone tendencias. Su accesibilidad democratiza
(relativamente, excluyendo las limitantes económicas de amplios sectores de la población), sin
vuelta atrás, lo que hasta entonces había sido un privilegio único de la aristocracia y la Iglesia.
Los artistas hasta entonces habían fungido dentro de esquemas netamente cortesanos, creando
exclusivamente para sus patrocinadores, élites minoritarias, y produciendo según esquemas,
(muchas veces hasta cierto punto arbitrarios, otras mediados por los preceptos cultos imperantes)
que correspondían a las inclinaciones estéticas e ideologías de las instituciones o los nobles a los
que servían, muchas veces, durante casi toda su vida. Ahora, el éxito o fracaso del artista depende,
en un primer filtro, del criterio formal de la jerárquica y dogmática de la Academia, pero más aún
del atractivo que demuestre a una audiencia anónima y cambiante, que ante todo busca el
espectáculo, la sorpresa de la novedad y de cuyo patrocinio económico finalmente depende.

Con los salones surge igualmente una nueva profesión: El crítico de arte. Con el aumento de
difusión de medios masivos y el mercado abierto y vertiginoso que ahora requería guías
competentes pero accesibles a la hora de orientar y validar sus adquisiciones plásticas ante los
atiborrados escaparates, empiezan a surgir literatos que, a través de las plataformas de las
publicaciones periódicas, sin ser especialistas ni técnicos, redactan efusivas, poéticas,
normalmente breves y agudas consideraciones personales respecto a las obras; describiendo,
evaluando, comparando e interpretando, dando píe siempre a la discusión y no pocas veces a la
polémica y cuyo receptor no es el pintor o el escultor ni mucho menos lo es el teórico, si no el
consumidor de a pie.

La oposición, ya mencionada, muchas veces al grado de lo incompatible, entre la Academia (que


cree en las obras intemporales y universales), el público (siempre en requerimiento de la moda, lo
novedoso, lo secular ) e incluso los propios artistas (figuras cuyo prestigio y mitificación iban
creciendo), tomaría diferentes facetas, llegando a ser un auténtico campo de batalla y en última
instancia terminaría erosionando la prominencia del Salón. Entre las principales controversias
encontramos las siguientes: La incapacidad de contener el caudal de piezas remitidas (en 1791
pasaron de ser 350 a 794 admisiones, en 1840 se presentaron 4,300 obras de las que fue necesario
rechazar más de la mitad); la alternancia entre la recepción sin discriminación y la rigidez
intransigente, según los vaivenes políticos; la arbitrariedad estatal como aparato regulador contra
la indiscriminada libertad del comercio.

A pesar de lo mejores intentos por mantener su relevancia (como la Exposición Universal de 1855
bajo el mandato de Napoleón III, aparatoso despliegue ostentoso y propagandístico, con 5,000
obras de 29 países o la creación del alón des Refusés, en un intento de dar visibilidad a las obras
rechazadas) el desgaste ya era evidente. A partir de 1874 los Impresionistas, mucho más notorios
que los artistas aceptados por los jurados, organizaron sus propias muestras. Para 1881 se retiró el
patrocinio gubernamental. Para 1903, artistas de la talla de Rodin, Matisse y Renoir, insatisfechos,
crearon el salón d’Automne, de mayor protagonismo. La diseminación de museos públicos y
galerías privadas acabarían por imponerse.

J.O.R.M.

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