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Martín Sarmiento (1695-1772),

o la escritura como gabinete de curiosidades

Joaquín Álvarez Barrientos


Consejo Superior de Investigaciones Científicas

Si es el siglo décimo-octavo la era que protege al mérito, si ha


llegado para España la época gloriosa de su resurrección del buen
gusto, no podrá menos de recibir con agrado la historia de las
acciones de un sabio patricio, consignada públicamente no para
objeto de una estéril admiración, sí para monumento de su grati-
tud, para estímulo y modelo de su posteridad, para desagravio de su
crédito literario (Anónimo, 2003: 1. Cursivas del autor).

El hombre de ciencia ha ido constriñéndose, recluyéndose, en un


campo de ocupación intelectual cada vez más estrecho. […] En
cada generación el científico, por tener que reducir su órbita, [ha
perdido] contacto con las demás partes de la ciencia, con una
interpretación integral del universo, que es lo único merecedor
de los nombres de ciencia, cultura, civilización europea (Ortega
y Gasset, 2003: 250).

Martín Sarmiento murió el 7 de diciembre de 1772. En esas fechas un treintañero José


Cadalso publicaba Los eruditos a la violeta, reflexión sobre el nuevo papel que desempe-
ñaba el saber en la sociedad y sobre los modos de gestionar el conocimiento. Se estaba
pasando de la noción del saber a la de saberes, lo que cambiaba la consideración del
culto y los modos de serlo en público y de utilizar el conocimiento de forma ventajosa
para distinguirse entre los demás. Su trabajo reflexionaba desde el humor sobre estas
cuestiones y otras afines, como la aparición de nuevas prácticas literarias, entre ellas, la
de publicista. El utilitarismo del saber ya se había denunciado en épocas anteriores, así
como la presión de los jóvenes por alcanzar el espacio público de la República Literaria,
pero lo que Cadalso hace es lo contrario: bajo forma de acusación, presenta una faceta
destacada de la conducta social, que se daba también en el resto de Europa y se percibe
en tratados de filosofía práctica como el de Adolph F. Knigge, De cómo tratar con las
personas, aparecido en 1788. Cadalso ponía de relieve el prestigio que los saberes (y
su demostración pública) proporcionaban a los individuos, en forma de distinción, lo
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que hay que relacionar con el interés por cuestiones científicas —a veces cercanas al
espectáculo popular en las que se ejercitó Clavijo y Fajardo, por ejemplo—; todo ello
evidencia de las alteraciones en la sociedad urbana del siglo, que discutía tipos, con-
ductas y valores nuevos y viejos.
En febrero de 1773, Tomás de Iriarte, amigo de Cadalso, tenía ocasión de aplicar,
a contrario, los criterios expuestos en Los eruditos al comentarle en carta privada las
honras fúnebres de que fue objeto Sarmiento, así como los poemas que se escribieron
con dicho motivo (Cotarelo, 1897: 447-451). En aquel acto de reconocimiento se mos-
traba la grandeza del sabio mediante un modelo alegórico y barroco que desaparecía,
bastante similar, por otra parte, al empleado para conmemorar a Feijoo en 1764 (Hevia
Ballina, 2016). Era, en cierto modo, simbólico que el que parece representante de un
tipo de gestión de la sabiduría y de un modo de ser erudito, identificado con lo antiguo,
muriera el mismo año en que un joven publicaba su papel sobre la nueva sensibilidad
cultural que desplazaba el protagonismo desde el sabio (erudito) al escritor público
(erudito a la violeta). Aunque, en realidad, esa sensibilidad no era tan diferente de la
que Sarmiento expresó al denunciar antiguas y nuevas formas de practicar las letras.
A pesar de la insistencia de muchos en que durante el siglo la de escritor no era una
profesión porque no se podía vivir de las letras —lo cual invalidaría la consideración
profesional de la escritura hasta el presente—, lo cierto es que hubo intensa reflexión
sobre esa actividad, que muchos consideraron oficio. El mismo Cadalso poco después,
en el ensayo epistolar que tituló Cartas marruecas, lo mostraba en la tipología de las
«varias clases de escritores» que había en su tiempo: «unos escriben cuanto les viene a
la pluma; otros, lo que les mandan escribir; otros, todo lo contrario de lo que sienten;
otros, lo que agrada al público, con lisonja; otros, lo que les choca, con reprehensio-
nes» (2000: 156). Las motivaciones que explicita apuntan a diferentes prácticas, que
son, a su vez, muestras de la diversificación a la que se llegará en la profesión literaria:
erudito, periodista, libelista, publicista, dramaturgo, etc., así como reflejo de la con-
dición política y pública de la escritura y del escritor. La suya no es una clasificación
demasiado distinta de la que, desde la conducta y la moral, y en el ámbito germano,
presentó el ya citado Knigge, cuando trató sobre la sociabilidad de artistas y acadé-
micos (2016: 363).
Martín Sarmiento también echó su cuarto a espadas en cuanto a clasificar a los escri-
tores o, si se prefiere, su práctica de la escritura. Son ideas que compaginan la perspecti-
va moral con la económica, lo que complementa con sus abundantes reflexiones sobre
la necesidad de reconocer los derechos de autor como forma de gratificación de los
autores, cuestión en la que se adelantó a otros como Diderot. Para él, el único dueño de
la obra es el autor o su heredero, mientras considera el objeto literario como cualquier
otro bien mueble o inmueble que pueda poseer alguien. Sarmiento, que no se tenía por
escritor público, entendió que las Letras eran una profesión, para bien y para mal, y dejó
por escrito sus pensamientos al respecto en sus Reflexiones literarias para una Biblioteca
Real (2002b; Varela Orol, 2016), así como sobre la necesidad de controlar la calidad de
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lo que se publicaba, para lo que propuso la creación de una Academia que censurara los
escritos —en recuerdo del proyecto similar de Francis Bacon, que a finales de siglo re-
tomó Mercier para Francia (2016: 182)—. En ese mismo texto Sarmiento daba el modo
de organizar moralmente la República de las Letras, para lo que dejó un vademécum de
reglas, que debían ser inviolables. Sus ideas se anudaban con las de otros, antes, dentro
y fuera de España (Álvarez Barrientos, 2006: 244-253). Quizá el proyecto más conocido
sobre ese y otros asuntos relativos a la condición y organización de los hombres de letras
se encuentra en L’uomo di lettere, de Daniele Bartoli, ya traducido al español en 1687 y
reeditado en 1744 y 1786, pero importante fue también la Dissertatio philosophica de
plagio literario, de Jakob Thomasius. Todos los reglamentos conocidos proponían un
escritor con valores cristianos y en este mismo sentido van las indicaciones de Martín
Sarmiento (Álvarez Barrientos, 2006: 133-146).
Pero a estas premisas, a la larga, tópicas, sumidas en una tradición ética ideal, el be-
nedictino añadió otras más ásperas, que entroncaban con la realidad cotidiana de los
que escriben hoy y escribían ayer. Observaciones que lanza cuando debe defender su
opción de no publicar. Aunque es una planta exótica en el panorama dieciochesco, dejó
su opinión sobre la profesión del escritor, defendiéndola de los que la atacaban, pero
recordando también que existe un compromiso con el lector y que, por tanto, escribir
por escribir no es aceptable, como tampoco lo es hacerlo para atacar injustamente o
para sumarse al carro de las ganancias, como ocurrió con muchos de los contradictores
de Feijoo, que lanzaron sus folletos porque los interesados en la polémica los com-
prarían. Frente a este, que, como Voltaire, despreciaba a los que escribían para ganar,
Sarmiento —que a veces participa de esa descalificación— entiende que el dinero es el
pago necesario al esfuerzo del autor, y no podía verlo de otro modo, si se consideran
los buenos ingresos que tuvo por sus varias reediciones del único libro que publicó, la
Demostración crítico-apologética del Teatro Crítico Universal, aparecida por primera vez
en 1732, con cuyos réditos formó su nutrida biblioteca. Lo que queda claro es que, a
pesar de encastillarse en la no publicación, fue uno de los escritores que mejor expresó
la conciencia autoral que de forma masiva se tenía en el siglo.
Habitualmente aparece como el representante de una tradición literaria que decaía,
relacionada con formas de ser sabio barrocas e incluso anteriores que se fijaban en el
modelo del misántropo, y, en efecto, en no pocos aspectos así fue. Pero este es solo un
lado de su retrato, porque también estaba en el siglo, ocupado de asuntos contemporá-
neos como asesor de ministros y poderosos. Menéndez Pelayo destaca la primera faceta
al describir su mucha y segura erudición, «aunque mazorral e indigesta»:

tipo perfecto de la antigua erudición monacal, no modificada todavía por el método y el rigor
crítico que resplandece en los trabajos de Flórez y Risco. El P. Sarmiento, varón extraordi-
nariamente noticioso, e incansable y férreo en el trabajo de leer y de extractar, pasó la vida
escribiendo, o, por mejor decir, tomando apuntes, no para el público, sino para recreo propio
y de sus amigos (1974, I: 1242-1243).
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Menéndez lo retrata así porque él mismo había escrito que se consideraba de «los
siglos en que nada se imprimía y se escribía mucho» (Obra de 660 pliegos, V: n. 7312),
pero en otros testimonios se muestra absolutamente contemporáneo e hijo avanzado de
su tiempo, como cuando defiende el pensamiento de Newton y la nueva física, o cuando
trata sobre la educación de los niños (Pensado, 1984). Por otro lado, Flórez abandona el
método crítico cuando se enfrenta a cuestiones de historia que son falsas pero interesaba
mantener. Frente a esto, Sarmiento es precisamente crítico porque contrasta opiniones
y se guía por la experiencia, además de participar conscientemente en el proyecto de re-
forma cultural que es el Teatro Crítico Universal. En 1734, tras defender a Feijoo, escribe:
«es grotesca la literatura a la cual no preceda una juiciosa crítica y en España jamás habrá
crítica sin el Teatro o sin otra obra semejante». E insiste en que el modo de trabajar de
Feijoo «es lo más necesario para España», que ya no está para silogismos: «para la edad
de la barbarie bastan los mil años que nos ha tiranizado» (Sarmiento, 2002b: 15-16).
Sarmiento es, como le sucederá después a Menéndez Pelayo, una figura pública, cuya
imagen se construye desde las observaciones de los demás, elevando a categoría la anéc-
dota y convirtiendo momentos de su vida en el reflejo de toda ella. Porque el santanderi-
no escribió una vez que se encontraba más a gusto con los muertos que con los vivos, se
ha pensado que no estaba al tanto de lo que se escribía contemporáneamente, cuando la
consulta de sus trabajos y de su epistolario desmiente el aserto. Del mismo modo se ha
procedido con Sarmiento. Si está anticuado en cuestiones de estética, si un tiempo lo fas-
cinan la numerología y los saberes herméticos, no es antiguo en ciencia, y esa condición
anticuada, que se manifiesta en algunos de sus escritos, se articula bien, sin embargo, con
el conocimiento que tenía de la realidad entorno y con el protagonismo que dio a la his-
toria natural como única forma de conocer el mundo, lo que le sitúa ante la constatación
de la variedad y diversidad cultural. Gran parte del rechazo y de la incomprensión que su
figura produjo deviene de intentar valorar su actividad con parámetros que no se ajustan
a ella, pues Sarmiento ni fue poeta, ni publicista, ni literato en sentido lato, ni historiador
aunque a veces fungiera como tal, sino documentalista y asesor, experto en acumular
datos e informaciones que podían servir a otros (y a él mismo, si lo hubiera pretendido)
para escribir tratados sobre diferentes materias, pues nada humano le fue ajeno, llevado
tanto de su curiosidad como de su concepción de que los saberes están relacionados y se
explican, y explican el mundo, en contacto. Pero si no escribió para el público, su trabajo
está signado por la utilidad y el deseo de hacer la vida más cómoda a sus congéneres. A
acercar su complejo perfil como escritor se dedican las páginas siguientes.

Acerca del sabio misántropo

Azorín, en El alma castellana, se refiere a él como erudito, trabajador, independiente


y contrario a la urbanidad (1959, I: 675). Imagen ya consolidada que tuvo su proceso
de elaboración.
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Su estilo de vida en Madrid dio alas a la idea de que era una persona poco sociable, y
a ello también contribuyeron declaraciones suyas en cartas a diferentes corresponsales
y en textos como El por qué sí y por qué no, donde explica por qué vive retirado. A estos
textos hay que sumar también sus declaraciones en contra del intercambio epistolar,
algunas de ellas incluidas en la obra ya citada (Álvarez Barrientos, 2013). La difusión
de esa imagen, ya en vida, se debió a la transmisión de ideas y opiniones por parte de
muchos que no lo conocían pero que se hicieron eco de la leyenda urbana en que se
había convertido. De hecho, el motivo de escribir en 1758 El por qué sí es dar satisfac-
ción a los conocidos y desconocidos que así opinan sobre él (1988: 26). Ahora bien,
¿era necesaria esa satisfacción? José Luis Pensado (1975: 29) considera que Sarmiento
era esclavo de su público, y esto puede parecer una paradoja si se considera su imagen
de sabio apartado del mundo. Pero en realidad no lo es. No solo se debía a sus amigos
contertulios, sino que gustaba de sorprenderlos con la posesión de conocimientos y
objetos variados y curiosos, como algunos que tenía en esa especie de gabinete de cu-
riosidades que era su celda. Y, desde luego, debía de tener conciencia de su diferencia
porque la cultivó incluso en cartas a desconocidos. Sarmiento se comportaba casi como
un erudito a la violeta, sorprendiendo con el uso público de sus conocimientos, o como
un charlatán de Mencke.
La dimensión pública del saber es propia de la época, de ahí el auge de los salones
y tertulias, y a ella sucumbe. Su celda era su salón, lo que destaca la importancia de la
conversación como elemento caracterizador del hombre de letras y de la época (Álvarez
Barrientos, 2006: 108-132). Era además bastante conocido dentro y fuera de nuestras
fronteras, a juzgar por las consultas y cartas que recibió y por los comentarios que sobre
él se hacían. Era una figura pública de la que se tenía noticia en tanto que personaje. De
modo que hubo de considerar necesario contestar a «tanto género de gentes» (1988: 29)
que construía su imagen desde la misantropía y le molestaba con esa cuestión.
Por otro lado, una de las características de su personalidad vinculada a la exposi-
ción pública era dejar informaciones sobre su persona, que reparte y repite por todas
sus páginas, llegando incluso a escribir un catálogo de sus obras que luego uno de sus
estudiosos convirtió en especie de memoria biográfica bajo el título de Vida y viajes
literarios.1 Todo lo cual tiene que ver con cierto egotismo pero también con su creencia
en que los escritores debían dejar su retrato bio-bibliográfico para facilitar la redacción
de la Historia literaria y no perder el tiempo en localizar lugares de nacimiento y muer-
te, ni en deshacer malas atribuciones (Sarmiento, 2002b; 1987: 61; Álvarez Barrientos,
2006: 172-178).
Pensemos, por el contrario, que si la imagen transmitida es la de alguien que no sale
de la celda, el benedictino conocía bien la realidad de la Corte madrileña, según reve-
lan sus cartas, informes y declaraciones. Por otro lado, en 1758, todavía es asesor del
gobierno, lo que le obliga a tener contacto con el exterior, de modo que el retrato de un

1
Sobre los problemas que presenta este texto, véase Pensado (1972: 15-17) y Durán López (2005: 146-150).
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Sarmiento encerrado en su celda es relativo y, desde luego, matizable. Más real, quizá,
desde el momento en que deja de asesorar y menos cuando viaja a Galicia y muestra lo
expansivo que es con los seres humanos, animales y vegetales. Es precisamente por su
exposición en Madrid, por las «experiencias poco gratas» que tuvo desde que llegó a la
capital y que explica en El por qué sí, por lo que decide retraerse de la Corte. Pero a él
le gusta caminar y comunicarse, como evidencian sus cartas y su Viaje a Galicia, en el
que pasea, charla con los que se encuentra y de los que aprende. En carta al duque de
Medinasidonia, del 12 de agosto de 1754, muestra su diferente actitud vital según esté
en la capital o en Pontevedra:

Pasear, estando en Madrid, me es imposible, a no querer abrazar el empleo de agente de


negocios o el de mullidor de cofradías. Por acá, estoy inquieto todo el día que no paseo media
legua, viendo siempre la ría y todo el horizonte de verde esmeralda […]. Aquí soy sociable
con todo el género humano, sensitivo y vegetal (1995: 94).

Salir de la celda por motivos de salud, como le aconsejan muchos, es razonable, pero
Madrid le resulta agresivo por su condición de gran ciudad y por la cantidad de habi-
tantes, que calcula en doscientos mil (aunque eran menos), muchos de ellos estafadores,
extranjeros y gentes sin oficio:
Si yo viviese en un desierto, eran excusadas esas persuasiones. Yo mismo me persuadiría
a salir y hacer ejercicio. Pero viviendo en el centro de Madrid, también esas persuasiones son
excusadas, pues jamás me podré persuadir a pasear por cuestas áridas y pendientes con el
pretexto de hacer ejercicio para mi salud. No se puede bajar al río Manzanares sin la molestia
de un precipicio al bajar y de una desalmada cuesta al volver (1988: 54).

Con la bajada al Manzanares alude a los nuevos paseos que se abrieron por enton-
ces para integrar el sur en la capital. A las razones físicas suma las medioambientales
y morales que aconsejan quedarse en casa. Más allá de la hipérbole, recurso frecuente
para excusarse de hacer algo, Sarmiento en realidad es misántropo selectivo, tanto en
la comunicación epistolar, como en la personal. Elige a aquellos con los que quiere so-
cializar, con los que no pierde el tiempo o no le importa perderlo (1988: 61), a los que
escribe y con los que se reúne por la tarde o por las mañanas de los domingos, «que
expresamente quiero aprovechar con los amigos de veras» (67), a los que puede hablar
como piensa, pues, según explica, «no sé hablar sino como pienso. No sé escribir sino
como hablo» (29). Afirmación que implica una actitud política, moral y urbana basada
en la verdad y no en la apariencia, que le lleva a descubrir en la sociedad la falsedad
de respuestas y tonos, aquello que no es verdadera urbanidad. De manera que, al ser
sincero, no es inurbano ni descortés (como le acusan), sino que muestra su buena edu-
cación y su cortesía, basada en el ser y no en el parecer. Aun así es acusado de ridículo,
adusto, insociable, seco, «nuevo Misántropo en Madrid», y de no visitar ni recibir y de
ser «inútil para un empeño en la Corte» (33-34).
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Acusación esta última que se desmonta al conocer su amplia red de influyentes co-
nocidos y dado que fue él quien, como «agente» de Benito Jerónimo Feijoo, gestionó
la edición de sus obras durante los años que duró, tratando con censores, impresores y
libreros, con nobles y ministros implicados en el proyecto reformista, y con los que que-
rían conocer o cartearse con el autor del Teatro Crítico. Fue Sarmiento quien le propor-
cionó desde tabaco y libros que necesitaba hasta contactos y quien, en algunas ocasio-
nes, no solo hizo de espía para averiguar el responsable de algún ataque —mostrando
sus conexiones—, sino que también medió para contrarrestar sus errores (Urzainqui,
2014; García Díaz, 2015; Álvarez Barrientos, 2016). Es decir, que tan aislado no estaba
y que contaba con una red de relaciones; otra cosa es que las gestiones lo cansaran y
le quitaran tiempo de ocupaciones más gratas. Sin embargo, los comentarios que hace
Feijoo sobre aquellos que le importunan con cartas y consultas son del mismo tenor
que los de Sarmiento, pero el primero y sus estudiosos gestaron una imagen amable y
sociable de él, mientras que del segundo quedó la contraria.
Ahora bien, esa acusación de que es inútil para los empeños en la Corte tiene otra
lectura, y es que, dados sus contactos, era requerido por muchos pretendientes que
pedían ayuda para acercarse a los poderosos, a lo que se negó en general (aunque in-
terviniera en contadas excepciones). En El por qué sí deja constancia, precisamente, de
ese rechazo (1988: 68), y en la carta anteriormente citada, dirigida a Medinasidonia,
cuando apunta al peligro de «abrazar el empleo de agente de negocios o el de mullidor
de cofradías».

Canonización del «héroe literario»

Como ya he comentado, él también contribuyó a fijar su imagen, aunque no se tuvieron


en cuenta sus matices y distingos, pero, para que esas construcciones funcionen, deben
ajustarse a parámetros generalizadores y no detenerse en el detalle. Como en tantas
ocasiones, son los seguidores y fieles quienes dan el toque final al perfil del personaje, de
modo que se ajuste a sus intereses. Y quienes escribieron después sobre él lo emplearon
para consolidar precisamente, frente a las novedades intelectuales, el modelo de escritor
basado en el erudito antiguo, apartado del mundo, al que le falta la suavidad del trato
social, tenido por muchos como el verdadero modelo literario.
Las estrategias para consolidarlo como héroe literario y monumento, iniciadas desde
el momento de su muerte, pasaron también por ajustarlo a ese modelo sobre todo en
relatos biográficos, si bien quedaron inéditos. Además, se celebraron en 1773 las honras
fúnebres que lo exaltaban y un grupo de «amigos y estimadores de este gran literato»
(García Samaniego, 1780: 76) propició la edición de sus Obras póstumas, de las que solo
se publicó el primer tomo sobre la historia de la poesía española; esos mismos amigos
financiaron su busto, iniciado por Felipe de Castro en 1774 y continuado por Manuel
Álvarez (Cruz Yábar, 2011, I: 92), y una estampa con su retrato, que dibujó Isidro Car-
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Isidro Carnicero lo dibujó y Francisco Muntaner lo grabó (1774). Esta estampa quizá se grabó
para colocarla como frontispicio de sus obras completas, que se empezaron a publicar al año
siguiente, pero finalmente no se incorporó. Se le representa con un infolio en la mano, en alusión
a su actividad como erudito. Sarmiento mira con una sonrisa, contento de haber encontrado
el pasaje que buscaba, u orgulloso de lo escrito. En la peana, el escudo familiar; un sarmiento,
aludiendo a su nombre, y la cornucopia de la abundancia, en este caso, intelectual. Sobre el
escudo, el sombrero alado de Hermes, sugiriendo quizá su interés por los saberes herméticos.
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Felipe de Castro y Manuel Álvarez (1774-1775)


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nicero y grabó Francisco Muntaner en 1774. Quizá se estampó para colocarla como
frontispicio de sus obras, pero no se incorporó; lo presenta con un infolio en la mano,
aludiendo a su actividad como erudito. Sarmiento mira sonriente, contento de haber
encontrado el pasaje que buscaba. Eran recursos para consolidar al héroe literario: él
mismo pidió que se levantase una estatua de mármol a Cervantes (1987: 103).
El responsable de su oración fúnebre en 1773 fue fray Anselmo Avalle. Da en ella
diferentes noticias, además de comentar que escribía su vida: «algo [que] estaba ya
más que pensado», pero distintas razones le impidieron acabarla (1773: 43). Quizá esa
biografía sea lo que hoy se conoce como Vida y obra del Rvdmo. P. M. Fray Martín Sar-
miento (1695-1772), sacada a la letra de un manuscrito anónimo del s. xviii (Anónimo,
2003). No solo usa el mismo tipo de referencias eruditas exegético-monacales y estilo
acumulativo, sino que además muchas páginas de la Oración están en la Vida tal cual, a
menudo sin cita. Además de esto, emplea la palabra ‘reynicolas’ / ‘reynocolas’ —la grafía
no es fija—, que no se encuentra en el diccionario y que caracteriza ambos textos. Si es
el mismo autor, dejó la redacción de la biografía en 1773, para continuarla a partir de
1781, cuando el duque de Almodóvar publica su Década epistolar, que utiliza bastante.
Sin embargo, Avalle aparece a veces citado en tercera persona, lo que induce a pensar
que pueda tratarse de otro autor que emplea con absoluta libertad su texto. Aun así,
son muchas las similitudes y relaciones entre ambas obras, pero su estudio será objeto
de otro trabajo.
Lo que interesa señalar ahora es que Avalle, que tiene información de primera
mano, lo presenta como ese sabio entregado al conocimiento verdadero, que es la
«sabiduría de Dios, que le dirigió por los caminos rectos del temor santo», por lo que
posee los más peregrinos y singulares conocimientos acerca de Sus maravillas. Fue,
por tanto, Él quien lo proveyó de saber y lo orientó, de manera que Sarmiento fue un
«sabio cristiano» (1773: 21-22). De ahí su humildad, aunque de todos es conocido
que el benedictino no conocía esa virtud, como se recuerda en la citada Vida con las
irónicas palabras del padre Flórez ante su sepultura: «Me parece que está gozando de
Dios porque no tenía otro pecado que el de tratarnos a todos de ignorantes» (2003:
165). Sarmiento solía dirigir las acusaciones de ignorancia contra sus iguales, es de-
cir, contra académicos e intelectuales, porque, cuando habló del pueblo llano, de los
agricultores, de los niños y de las viejas mujeres, siempre lo hizo con admiración y
valorando, precisamente, los conocimientos que tenían del entorno y de aquello a lo
que se dedicaran. Por eso repite una y otra vez frases como esta: «sé que para mi in-
tento más aprovecharía conversando una tarde cada semana con viejas setentonas de
razón que leyendo la mitad de los libros de gaceta» (2008, IV: 296). Por eso despreció
las academias y rehusó entrar en ellas, cuando se lo propusieron, y por eso escribió
en contra de erigir una de Agricultura en Galicia, en la que no había agricultores ni
quién supiera de la materia.
El retrato de Sarmiento se ajusta además a otros parámetros normativos que fijan el
modelo de escritor, como es el de la entrega desinteresada a su trabajo, porque lo hace
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por los demás, para contribuir a la «felicidad pública», dedicación continuada que a él
lo llevó a la obesidad:
Su deseo eficaz [era] hacer felices a todos, proponiendo modos más fáciles para la educación
de los niños, para el adelantamiento de varias artes, para el alivio y felicidad de los labradores
y artesanos, que son el nervio de la República, y para la extinción del copioso enjambre de
zánganos y vagabundos […] acostumbrados a vivir de la estafa y del sudor del labrador y ar-
tesano en dispendio del erario (Avalle, 1773: 31; prácticamente igual en Anónimo, 2003: 212).

Está implicado, por tanto, en una labor de mejora de la sociedad —con críticas
constantes a la Administración del Estado— que contradice la idea de que es un sabio
alejado del mundo, puesto que no solo conoce el pasado, sino que además escribe
sobre el presente y sus problemas. De hecho, como ya se adelantó, gran parte de su
escritura son informes y respuestas a consultas realizadas desde el gobierno, mientras
otra parte considerable corresponde al deseo de conocer la realidad española (desde
la botánica, las costumbres, la etnografía, las lenguas), o para defender algo: la orden
benedictina con la Obra de 660 pliegos, o el proyecto reformador que lideraba Feijoo
con su Demostración crítico-apologética. José Luis Pensado estima que más de las dos
terceras partes de sus escritos responden a consultas «de altos personajes de la Corte
sobre problemas o cuestiones que les preocupaban por entonces» (1972: 27). Por todo
lo cual, Sarmiento «era el oráculo de la Corte y de la nación» (Anónimo, 2003: 160),
desagravio de la literatura española enfrentada a las acusaciones extranjeras que nin-
guneaban la cultura nacional, como se manifiesta en un interesante texto de mediados
de siglo titulado Diálogos de Chindulza.
Esta obra de Lanz de Casafonda fue un ejemplo de espionaje intelectual destinado
desde Nápoles, antes de la llegada de Carlos III, a desprestigiar determinadas institucio-
nes y personalidades de la cultura española, entre otras, Sarmiento, para llevar a cabo
la reforma y modernización que se deseaba. En el texto se debate acerca de las formas
de entender el conocimiento y sobre su utilidad, calificando sus saberes de «extrava-
gancias», porque se dedica a cosas nimias. Como por las fechas en que se redactan los
Diálogos Sarmiento se ocupaba en los adornos del Palacio, se hace burla del tipo de
estudios a que se dedicaba.

Este monje es de aquellos que […] te conté que no se aplicaban tanto al estudio de la
ciencia que profesan, cuanto a otras muy ajenas de su profesión y estado. No hay duda que
su erudición es vasta, pero por un rumbo muy extraño se ha dado a un género de literatura a
que pocos se dedican, y esto ha hecho que tenga más crédito del que en realidad merece. Su
fuente son las antigüedades, y sabe mucho de la disciplina militar y triunfos de los romanos,
de sus armas, escudos, sellos, vestiduras, calzados, convites, baños, juegos, granjas, edificios,
calzadas, acueductos y cloacas, ferias y ceremonias, fiestas de su falsa religión, votos y sacri-
ficios, oráculos, inscripciones sepulcrales y otras cosas de este jaez, especialmente las que
tocan a asuntos raros y extravagantes sobre que ha hecho algunas disertaciones. Una estaba
trabajando [sobre] las bubas (1972: 38).
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Aunque se reconoce que sabe cosas «de bastante erudición», se le desautoriza como
ridículo y por su método para «entender tal cual palabra», que le lleva a hablar después
«una hora sobre su etimología» (40). Luego se tratará de la importancia que la etimolo-
gía tiene en su método de trabajo; se adelanta ahora solo que esas críticas no entendían
su interés por recuperar el patrimonio y hacer una lectura de él que fuera útil para el
presente, por eso su obsesión por acudir a las fuentes (y porque se publicasen concilios,
leyes, ordenanzas, viajes, etc.) y su crítica de todo aquel trabajo que no cumpliera ese
requisito de utilidad.
Frente a estos reformistas, que veían a los jesuitas y a los intelectuales integrados en
la Corte como ejemplos de lo antiguo, para otros como Avalle Sarmiento desempeñaba
el mismo papel que un siglo después y hasta hoy le corresponde a Cervantes, convertido
en lugar de consuelo ante los ataques y la incomprensión cultural extranjera y nacio-
nal. Sarmiento, como otros autores que son monumentalizados, perdía su condición
de individuo para convertirse en símbolo de un ideal, en emblema que representa a la
nación vilipendiada, al tiempo que es uno de los españoles que ejemplifica el fenómeno,
que nacía por entonces, consistente en hacer a alguien figura pública destacando su
carisma (Lilti, 2014). El personaje que en su caso aparece es un héroe en negativo o con
dos caras. Por un lado, la del modelo de erudito que trabaja por su entorno y sus con-
ciudadanos; por otro, la de un ser arisco, vuelto sobre sí mismo, que a veces se explica,
precisamente, por su compromiso de iluminar a los individuos. Fama y celebridad que
le llegaron pronto (Anónimo, 2003: 156-158).
Este proceso de identificación del autor con un modelo valorado, que, a pesar de
las burlas de Iriarte y Cadalso, tiene bastante que ver con el que ellos mismos repre-
sentaron, se desarrolla y verifica con diferentes estrategias en la Vida y obra, de modo
que su autor lo propone como ejemplo heroico vinculado a iconos prestigiosos como
los del sabio y el Siglo de Oro español. No en vano, y Avalle parece dependiente de
ello, Baltasar Gracián había señalado la relación entre el sabio y el héroe (Egido, 2014).
También lo relaciona con valores excepcionales y míticos que para la mayoría son
reveladores del carácter del erudito. Así, lo presenta con mucha memoria, cosa que él
rechazaba, prefiriendo la constancia en el trabajo, la «atención, método y prolijidad»
(2003: 78) y la escritura, que era su manera de memorizar: «este método que yo uso
para estudiar […] le considero como un singular atajo para saber […]. Este es el arte
de memoria que yo uso para que las noticias […] se me queden indelebles, sin estudiar
de memoria» (Sarmiento, 1999, II: 53; cursiva del autor). Las anécdotas sobre su infa-
lible retentiva se repiten, así como sobre su enorme capacidad de trabajo (entre doce
y catorce horas de estudio), que le lleva a enfermar (2003: 76-104). Lo mismo se hizo
con otros como Giotto, Leonardo, Quevedo y Menéndez Pelayo, siempre bordeando
el mito y sustituyendo el modelo al individuo, al proyectar quien construye la imagen
sus propios valores.
El tratamiento que se le da es el mismo que a otros ilustres que mueren. No es
una excepción, forma parte del proceso de consolidación de un espacio público, pero
Martín Sarmiento (1695-1772), o la escritura como gabinete de curiosidades | 95

también simbólico, que explique y justifique la existencia, en forma de utilidad, de


individuos dedicados a las artes y las ciencias. Para ello era decisivo presentarlos vin-
culados a un discurso histórico que se basó en el héroe —ejemplos desde Feijoo hasta
Quintana, pasando por Nifo, Cadalso y Ponz, entre otros—, así como mostrarlos como
seres al servicio de los demás, de ese público al que muchos se dirigen. Y, por lo mismo,
era necesario que la aplicación fuera constante, fuerte, extrema, hasta el punto de la
enfermedad, que es forma de entrega, consecuencia del compromiso del erudito con
su entorno. Se les convierte en ejemplo moral al final de una vida (Álvarez Barrientos,
2006: 179-191). Así, se le puede tratar como héroe literario, en paralelo a otras figuras
heroicas que siempre se ven como estímulo para la juventud y ejemplo de la nación, lo
que el autor de la Vida muestra con «una guerra literaria» en la que generosamente se
implicó Sarmiento en 1732, cuando fue retado a la «tela literaria» por un «cartel de mo-
nomaquia». Es cierto que él mismo ya se había referido a su participación en la defensa
de Feijoo en términos similares y que era sintagma consolidado, pero lo que importa
ahora es el uso que se hace del episodio y el valor que se le da en el relato biográfico,
pues sirve para presentarlo como defensor del progreso, encarnado en el Teatro Crítico
Universal, contra el que se manifiestan las equivocadas fuerzas conservadoras. Y así
Sarmiento, que representa un modelo antiguo de escritor, avala con su acción todo lo
contrario de la construcción realizada por escritores posteriores, pues estuvo plena y
conscientemente inmerso en el proyecto reformador (Álvarez Barrientos, 2016).
Comprometido con su actividad y, por tanto, para que Feijoo no interrumpa su labor
en pro del «bien público» (Anónimo, 2003: 135), toma la pluma y defiende un progra-
ma patrocinado por la Corona que había sido desafiado públicamente en el «campo de
batalla» de las letras (139). El resultado, según su biógrafo, fue que se consolidaron más
las razones a favor de los modernos, y que quedó clara la predominante motivación
económica de los polemistas. Pero las consecuencias habrían llegado más lejos, pues el
23 de junio de 1750 Fernando VI, consciente de la importante labor que la orden be-
nedictina llevaba a cabo, prohibía impugnar los trabajos de Feijoo. El biógrafo no duda
en poner en relación, y mostrar sus diferencias, esta defensa real con la que tuvo en
Alemania Christian Wolf, e interpreta la protección del monarca como reconocimiento
de los padecimientos sufridos por trabajar en favor «del beneficio público» (145). Así, el
enfrentamiento entre partidarios y detractores de Feijoo se presenta como una «guerra
civil» entre dos sectores hermanos pero contrarios: los españoles ignorantes, «a los que
ya había vencido el Maestro Sarmiento», y los que están en el lado correcto. Su papel
en la guerra, su contribución al progreso intelectual de España, fue determinante, y,
por tanto, resulta

patricio digno de ceñir sus sienes con la corona cívica por haber puesto en salvo al más bene-
mérito ciudadano, con la castrense porque fue el primero que entró en los reales de los ene-
migos rompiendo sus trincheras, y con la obsidional por haber libertado a la nación del asedio
con que la cercaban la ignorancia, la preocupación y el mal gusto (145; cursivas del autor).
96 | JOAQUÍN ÁLVAREZ BARRIENTOS

Esta guerra literaria «abrió la puerta al buen gusto y las opiniones vulgares perdieron
infinito terreno». Hubo otros antes que mostraron el derrotero a seguir, «pero el Cortés
y el Pizarro de la conquista fueron los dos sabios benedictinos, como lo acreditará la
historia literaria de nuestro siglo. Y aun se podrá disputar cuál de los dos tuvo más parte
en la victoria, habiendo sido Sarmiento el verdadero mecenas del augusto Feijoo» (146).
Las imágenes que emplea el autor para valorar al gallego no son ingenuas ni casua-
les, se dirigen a mostrarlo por encima de Feijoo. Para revelar la amplitud y grandeza
del empeño en que se encontraban inmersos alude a la conquista de América, extenso
territorio, por medio de dos de sus más señeras figuras, lo que al mismo tiempo le sirve
para poner de relieve el protagonismo de Sarmiento, en un debate sobre el papel de
cada uno que ya era vivo entonces, pues se disputaba sobre cuál de los dos aportó más
al Teatro, cuestión en la que no pocos le daban por vencedor, como Jovellanos, Juan
Luis Roche y otros. Esto, por si no hubiera sido suficiente coronarlo tres veces con las
coronas distintivas romanas. La civil —que se concedía al ciudadano que salvaba la
vida de otro en batalla (él había salvado a Feijoo)—, la castrense —que se otorgaba al
que primero penetraba en la posición enemiga (porque atacó a los impugnadores)— y
la obsidional —destinada a los generales romanos más distinguidos (porque salvó a la
nación de la ignorancia)—.
La discusión sobre el papel y lugar que Sarmiento ocupa en relación al saber de la
época parece reducirse solo al suyo en relación con Feijoo, cuestión que aún se discute
para poner de relieve que no fue el personaje secundario por el que muchos le tuvieron.
Verlo de ese modo es también, en parte, consecuencia de la construcción que se hizo
de la figura de Feijoo (a la que él mismo contribuyó), según la cual este último era el
centro del campo literario, el número uno en la República Literaria española, quien re-
partía beneficios y apadrinaba o rechazaba. Pero la revisión de la obra de Sarmiento ha
revelado una imagen más amplia y completa, ya que su producción, intereses y estilos
literarios son más variados de lo que se pensó. Tras ellos está una idea del saber muy
amplia para su época (en la que comienza la especialización), un concepto relacional
del conocimiento que explica parte de su práctica literaria, así como un sentido po-
lítico e idea de nación que vienen definidos por la variedad cultural peninsular y por
la conciencia que tuvo de los diferentes ritmos históricos de esa variedad cultural, ya
fuera tecnológica, natural o popular. Su apuesta por el mundo artesanal y rural se basa
precisamente en la idea de que es ahí donde está el futuro y no en la política que se
genera desde las ciudades (Álvarez Barrientos, 2016).

Saberes relacionados. Historia natural y Etimología. La digresión

Sus hagiógrafos lo tuvieron por un sabio cristiano, pero Sarmiento, que no renuncia a
su fe religiosa, fue un hombre crítico, quizá más crítico que otros que pasan por ser des-
engañadores de prejuicios. Su curiosidad hizo que sus intereses, y la relación entre ellos,
Martín Sarmiento (1695-1772), o la escritura como gabinete de curiosidades | 97

se ampliaran de forma que solo encontrara un modo adecuado para dar cuenta de esa
abundancia de frentes, otra ciencia que le parece el instrumento correcto para conocer
y entender el mundo: la historia natural. Ser un sabio cristiano implicaba aceptar los
límites del conocimiento impuestos por la Iglesia, y él se caracterizó precisamente por
lo contrario. Signo de ese no reducirse a lo que ya se sabe, a lo que ya está averiguado,
es precisamente su crítica continua y su paso a la historia natural, así como la adopción
de un método de trabajo, el de campo, que le permitía inquirir a los que sabían sobre
los distintos aspectos de la realidad entorno, del que forma parte también su atención e
interés por la etimología como método de aprendizaje y ordenación del conocimiento.
Para estudiar la realidad natural elaboró varios «planos» y el cuestionario Plano para
formar una general descripción geográfica de toda la Península y de América (1996), de
lo que ya había dado ejemplo en su Viaje a Galicia (1975).
Al derivar hacia la historia natural, Sarmiento se abre a otros ámbitos de trabajo como
la antropología, la etnología, el folklore, además de a la geografía, la botánica, la lexico-
grafía. Pero su deriva es el resultado de entender el saber como una red, de comprender
su condición relacional, y de la importancia que lo rural y popular adquiere en sus pes-
quisas y en su cosmovisión. A diferencia de Feijoo, que quería acabar con tradiciones
y supersticiones, él pone el punto de atención precisamente en esos saberes populares
que caracterizan a las regiones y que poseen niños, mujeres e «ignorantes», a los que la
ciencia moderna no presta atención pero que son sus informantes cuando sale al campo.
La historia natural supone acercarse al entorno con la intención de conocerlo y con-
trolarlo, objetivo netamente contemporáneo, como pusieron de manifiesto expedicio-
narios y científicos. Según sus propias declaraciones, fue a partir de 1745, coincidiendo
con su viaje a Galicia, cuando ese interés cobró cuerpo. Señala Pensado (Sarmiento,
1975: 23) que el viaje supuso el paso de un tipo de saber tradicional y libresco a otro
experimental, pero quizá lo experimental o la experiencia como método se acrecentó
con ese viaje. Su punto de vista coincidía con el de otros sabios, como el de su elogiado
abate Pluche, que testimonia su interés por el «libro de la naturaleza» en la Historia
del cielo pero también en el Espectáculo de la naturaleza o conversaciones acerca de las
particularidades de la historia natural (1755, XIII: conversación I), cosa que Sarmiento
hace de forma habitual, por ejemplo, en la Obra de 660 pliegos, en el «Árbol santo de
Aranjuez, llamado palo santo», donde escribe:

Después de lo que se debe creer como revelado, no hay más ciencia en el mundo que la his-
toria natural en toda su amplitud: Felix qui rerum potuit cognoscere causas. Ese será feliz que
llegare a conocer las causas de todo lo que Dios ha criado en este mundo visible y expectable,
pues todo es objeto de la historia natural. Toda otra ciencia, o es fruslería o solo sirve para
abultar el tomo de la Charlataneria eruditorum de Menckenio (cit. por Anónimo, 2003: 237).2

2
No he podido localizar esta cita, que no se encuentra en el «Árbol de Aranjuez, que se cree ser del palo santo,
y no es sino lotus africana». Valorar la historia natural le lleva a confirmar el poco interés por ella de los españoles
y la ignorancia de médicos y boticarios.
98 | JOAQUÍN ÁLVAREZ BARRIENTOS

Y en el Onomástico etimológico de la lengua gallega comenta:

Cargaré aquí la mano a la historia natural […] probando antes que, sin un más que me-
diano conocimiento de historia natural, nada se puede saber en lo natural, ni en lo civil
[…]. No digo que en sabiendo la historia natural se sabrá todo. Digo que no precediendo el
conocimiento de la historia natural nada se sabrá bien (1999, i: 77).3

La historia natural, por tanto, se vuelve instrumento imprescindible para entender el


mundo. Derivado de ello es, también, su insistencia en la erección de un jardín botánico
y en la publicación de la Flora española, que llegó con su amigo José Quer a partir de
1762. Lo visible y expectable es el objeto de la historia natural, pero también lo que no
se ve, el mundo de la fantasía, la imaginación y lo onírico, como deja constancia en
su Viaje de Galicia, en el que cuenta una «reflexión física sobre un sueño» que tuvo e
intenta explicarlo mediante asociaciones de ideas, significantes e indicios «para rastrear
el modo con que las especies están colocadas en la fantasía» (1975: 143).
Indispensable es también la etimología en su modus sciendi o forma de alcanzar el
saber, eje axial de su estudio y en parte elemento central que ordena su árbol de la cien-
cia, que no pocas veces vinculó con la historia natural, como señaló en su Onomástico
etimológico: «en esta obra se propuso el autor señalar el origen de la lengua gallega en
el latín, para lo cual, discurriendo por la historia natural, descubre la etimología de los
nombres de lugares, apellidos y frutos del reino en dicho idioma» (1999, ii: 7). Pero su
interés por ella no se revela solo en el Onomástico etimológico y en los Elementos etimo-
lógicos según el método de Euclides (1998), sino que está presente en todos sus escritos,
en los que muchas de las digresiones vienen provocadas por la necesidad de explicar
una palabra y, desde ahí, un concepto, o desarrollar un análisis.
En esta concepción del saber es deudor de san Isidoro de Sevilla y de su modo de
estructurar el conocimiento en sus Etimologías, que también se conocieron como Orí-
genes, pues tanto uno como otro, a la postre, quieren apurar los principios del saber,
como forma de hacer correcta historia, pero también, en el caso de Sarmiento, como
necesidad previa para desarrollar de forma correcta proyectos de futuro. La obra de
Isidoro le sirve así mismo como modelo de exposición, pues la summa es en muchos
de sus trabajos el modo de presentar sus investigaciones, relacionadas unas cosas
con otras. La etimología, al tiempo que permite la digresión, construye la summa.
Sus saberes son enciclopédicos y las Etimologías de Isidoro son una enciclopedia del
conocimiento hasta el momento de su composición, explicado desde la investigación

3
En el «Papel del fenicóptero», al número 7, insiste en esa necesidad de conocer el mundo físico para renta-
bilizarlo después, con palabras casi iguales: «La historia natural y algo de física experimental es la basa de toda
fábrica, manufactura y de todas las artes mecánicas. Más digo: la historia natural en su extensión es el fundamento
de todas las ciencias humanas. No digo que el que supiere solamente un poco de historia natural sea científico,
digo que no se debe llamar científico el que no posee medianamente el conocimiento de la historia natural» (cit.
en Anónimo, 2003: 238-239).
Martín Sarmiento (1695-1772), o la escritura como gabinete de curiosidades | 99

filológica. Es su manera de definir y hacer historia. Isidoro explicó el mundo desde


la lingüística, como después Sarmiento, pues el mundo (la cosa) se manifiesta en la
lengua (Isidoro, 1994).4
Esta afición a la etimología fue notada por sus contemporáneos pero entendida como
un defecto (ya se vio el testimonio de los Diálogos de Chindulza). Sin embargo, además
de dejar varios trabajos sobre la materia, como en otras ocasiones, se defendió de esa
acusación explicando la utilidad del estudio etimológico: «los hombres no nos damos
a entender por conceptos, sino por palabras; y mal se podrán entender las cosas, si no
se penetran bien las palabras» (Anónimo, 2003: 247). Explica también su valor para
establecer cronologías, para ver las relaciones entre unos idiomas y otros y para conocer
el sentido de la toponimia; se valió de la analogía y la etimología para fijar nombres
geográficos, para explicar apellidos y desmontar genealogías, que era lucrativa activi-
dad de falsarios (Álvarez Barrientos, 2014: 148-157). También le sirvió para relacionar
en la historia natural los nombres latinos con los vulgares, y le fue productiva en casi
todas las materias a las que se acercó (Allegue Aguete, 1993: 63-65). Defiende su uso y
los conocimientos que aporta porque es un instrumento útil para conocer el libro de la
naturaleza. Por eso, las pongo «en todos mis escritos» (2008, iii: 75).
Por otro lado, esta atención a los orígenes de las cosas buscándolos en los de las pa-
labras es coherente con su método de trabajo, que remite a las fuentes y a la cronología.
No son pocas sus críticas a aquellos que escriben libros en compendio o copiando de
otros, sin compulsar los textos originales para comprobar. Es decir, de forma acrítica.
Uno de los testimonios más desarrollados sobre ese modo de obrar se encuentra en su
«Papel sobre la planta bardana», donde explica que aborrece citar a aquellos autores que
no leyó y que recurrir a los textos le permite descubrir plagios, contrastar opiniones,
aclarar significados, etimologías y antigüedades (Colección de obras, xi: 1ª parte, ff.
314v.-315r.; bne, ms. 20387).
La etimología consiente la digresión, una característica de su escritura, que la recarga
y dificulta a veces seguir el hilo de su relato, pero que se explica por varias razones ya
expuestas: por entender que todo está relacionado y por el valor y función de la etimo-
logía, ya que no pocas derivaciones del discurso son explanaciones sobre palabras. La
digresión es, por tanto, una característica estilística pero también y sobre todo ordena
su pensamiento y estructura el saber. Es acción central en su actividad que le permite
exponer conocimientos que considera útiles o necesarios para el asunto que trata y que
puede tener una dimensión política, en especial si el lector forma parte de la estructura
gubernamental.
La digresión es consecuencia de tener una mente asociativa y de no especializarse
en solo una materia o aspecto. Él denominó esta forma de escritura «incidentes o
llámense episodios y con mal nombre digresiones» («Papel sobre la planta bardana»,

4
La edición con la que trabajaba era Originum sive Etymologiarum Libri XX, incluida en Auctores Latinae
Linguae, León, 1602 (Sarmiento, 1999, II: 330).
100 | JOAQUÍN ÁLVAREZ BARRIENTOS

Colección de obras, xi: 1ª parte, f. 329r.; bne, ms. 20387; cursivas del autor) y comenta
que se le vienen de modo natural a la pluma; aunque podía escribir solo un folio «si-
guiendo la moda francesa de hoy de hacer que hacemos y de escribir que escribimos
de todas las cosas en poco papel» (f. 329v.), como todo está conectado, necesita hacer
tales apartes.5 El desarrollo de su relato y las conexiones que ofrece justifican el pa-
réntesis que sirve para explicar mejor aquello de lo que trata. Lo argumenta así en la
Obra de 660 pliegos:

Cuando escribo, más atiendo a la conexión que entre sí tienen las noticias en mi cabeza
que a la que podían tener, o no, en la cabeza de mis lectores. Aborrezco la inconexión entre
un periodo y el antecedente y el subsiguiente.
No se hallará párrafo en mis escritos que no venga hilado de lo antecedente y que no se
ligue con el subsiguiente […]. Yo escribo así, sin advertencia ni estudio alguno [lo mismo
decía Feijoo para justificar su propio modo]. Creo que el ser fastidiosa y pesada la lectura de
un libro consiste en que en él no se palpa la cadena continuada de las conexiones intermedias
y sucesivas (v: ff. 4v.-5r.).

Otra característica de lo episódico es que, gracias a esa capacidad asociativa, aporta


cosas útiles al lector, que este no encontrará en ningún libro:
Estas detenciones mías, que los lectores de escuelas [otras veces habla de lectores de «li-
bros en miniatura y de pitiminí»] llaman digresiones, son frecuentes en mis papeles, y en las
cuales siempre descubro algo que jamás he leído en libro alguno y, aunque por consecuencias,
siempre lo adapto al principal asunto de mis papeles (i: f. 320r.).

Consciente de su escritura, de cómo trabaja y de que lo inserto potencia el valor de


sus papeles, también considera que, en caso de querer publicarlos, «los combinaría
menos mal con algún método, división y con mayor claridad» (i: f. 581r.).

Tipo de escritor

La preparación técnica y profesional del sabio se complementa con su ejemplaridad


moral, por lo que ha de ser honesto a la hora de presentar lo que sabe y de usarlo, por
lo que vale más no publicar que presentar un trabajo copiado o hecho de retazos de
otros, al modo del trapero y del zapatero remendón, es decir, del compendiador. En este
sentido crítico, su referente son los jóvenes que sin preparación escriben y publican,
como denunciaron el duque de Almodóvar desde su Década epistolar y Cadalso en la
carta dieciséis de las Marruecas. La honestidad de la actividad erudita no se concilia
5
«Sé ser conciso, cuando quiero y no tengo qué decir; y también sé ser difuso, cuando se me ofrece decir cosas
que no se podrán copiar de los libros […]. Hay estómagos intelectuales tan débiles y flacos que no pueden digerir
la lectura de medio pliego de papel porque están habituados a solo leer esquelas» (1987: 162), que se vincula con
lo que otras veces llama «estilo de cartas» (88).
Martín Sarmiento (1695-1772), o la escritura como gabinete de curiosidades | 101

con trabajos oportunistas, que relaciona con aquellos interesados en el saber solo para
lucir en sociedad y adquirir capital simbólico de erudito moderno, es decir, de escritor
público divulgador, satírico, ameno, periodista o libelista. Ya se ha visto que Sarmien-
to, aunque crítico, gustaba también de lucir sus saberes en la tertulia y de motejar a
los demás de ignorantes; era, también, esclavo de su dimensión pública. No valía con
saber, había que saber saber, se trataba de sacar rédito al trabajo planteado como una
«conquista de las letras», y de ocupar un lugar en el panorama letrado de la Corte; lugar
desde el que él controlaba sus relaciones, amistades e influencias.
Parte de los beneficios por haber conquistado las letras fue ser consejero de los
poderosos, lo que le permitió influir, tener información y contactos que usó cuando
fue necesario. Como consecuencia de la fama por su saber y de ocupar un lugar de
referencia en la República de las Letras, el autor de la Vida pudo decir que «tuvo que
satisfacer al antojo, curiosidad, capricho y tentativa de cuantos quisieron experi-
mentar su vasta comprehensión» (2003: 171), y así asesoró sobre catastro, caminos,
bibliotecas, imprentas y libreros, derechos de autor, adornos del Palacio Real, sobre
hacer potable el agua, medir los grados de latitud, botánica, educación infantil, etc.,
y evacuó consultas más concretas, recibiendo encargos de Aranda, Ensenada, Sarria,
del duque del Infantado, de Medinasidonia. Su sabiduría hizo que tuviera una red
de amigos y conocidos eruditos, que lo visitaban, le escribían y pedían datos, como
Campomanes, el cardenal Gonzaga, Ponz, Flórez, Mecolaeta, Feijoo, José Quer, Val-
deflores, Casiri, García Samaniego, Juan de Santander, Martín Martínez, Rábago y
Terreros, entre otros.
Desde luego, la idea de que el sabio ha de ser honesto está vinculada a cuestiones de
moral, y no solo de moral cristiana. Pero, si la sabiduría la otorgaba Dios, el sabio solo
era Su instrumento, por tanto no tenía razones para estar orgulloso de sus conocimien-
tos. Rousseau también había señalado en su Discurso sobre el origen de la desigualdad
entre los hombres que las Letras más habían corrompido las costumbres que contribuido
a la mejora de los individuos, crítica que se complementaba con su opinión antimoder-
na sobre las ciudades. Por lo mismo, el sabio debía ser honesto y humilde, y manejarse
en los límites conocidos, ya que «abusar» del conocimiento, querer saber más, deses-
tabilizaba las sociedades. Pero estos planteamientos iban en contra de la dinámica de
época, signada por el furor de conocer para hacer la vida más cómoda. Es precisamente
esa necesidad de comprender el entorno, y de asegurarlo, lo que le lleva a romper los
límites y lo que hace que crezcan sus intereses y su biblioteca.
Su actividad como hombre de ciencia choca, por tanto, con el molde en que sus
hagiógrafos y biógrafos quisieron encogerle, el del sabio cristiano y humilde, aunque
algo se puede ajustar a ese tópico por la condición incompleta de mucho de lo que
escribió y por sus protestas de que sus papeles no estaban acabados, en parte porque
ve la dimensión del objeto estudiado y lo que falta por conocer, en parte porque no
ha podido apurar la bibliografía ni las experiencias necesarias para dar por terminado
el estudio, en parte porque solo pretendió en algunos momentos orientar el trabajo,
102 | JOAQUÍN ÁLVAREZ BARRIENTOS

a modo de memorias, para los que vinieran después.6 De este modo, esa humildad se
convierte en ejemplo, en modelo de trabajo y en motivo de orgullo. También porque se
corrigió cuando estuvo equivocado.
Su modo de entender el saber y la profesión del sabio le llevó a mantener su inde-
pendencia, rechazando casi siempre premios y recompensas, entre los que se encon-
traba la pertenencia a academias, que declinó, pues consideraba que eran producto de
la charlatanería y hacían perder el tiempo, opinión que compartía con otros dentro y
fuera de España (Knigge, 2016).7 Por eso, cuando Felipe V le ofrece que pida lo que
quiera en compensación por sus trabajos, responde, salvaguardando su libertad, que
solo desea seguir sirviendo desde «el retiro de su celda» porque, ajustado al tópico, halla
la felicidad «en la compañía de sus libros» (Anónimo, 2003: 290), mientras justifica su
actividad al ejercer como consejero. Pero es que la celda tanto era el espacio de socia-
bilidad como el del retiro para el viaje interior que es toda investigación.
Es precisamente que gran parte de su producción responda a consultas de diferente
tipo lo que le da el peculiar cariz que tiene y lo que lo convierte, entre otras razones, en
un escritor que no publica. Tuvo la suerte de poder dedicarse a aprender, como señala
en El por qué sí y en otros lugares, y así responder a las preguntas que se le hacían, por
lo que su trabajo no responde a un orden, proyecto o sistema determinado sino que
adolece de los bandazos propios de quien trabaja por encargo y curiosidad. Escribir sin
pensar en publicar era también parte de su proceso de aprendizaje, pues era el modo
de fijar conocimientos y lo que reflexionaba, como ya se vio; no pensar en publicar
daba también a algunos de sus escritos características del estilo coloquial, basadas en el
diálogo con el hipotético o real lector. Escribe como si se tratara de una conversación y,
desde luego, son constantes sus apelaciones al lector o al conversador, como lo son en
otros autores que están probando una escritura nueva dirigida al público individuali-
zado: Feijoo, Isla, Torres, los periodistas.
Su coloquialismo, diferente en según qué escritos y a quién los dirija, es uno de los
elementos que constituyen su estilo. Ese estilo que fue visto por muchos como una
suma de defectos —cumbre del desaliño—, pero es ahí donde se vislumbra la diferencia
entre unos y otros modelos de escritura y formas de ser autor. Así, al inicio de El por
qué sí, señala: ya que

6
«Ninguno debe extrañar que mis discursos, buenos o malos, hayan salido tan sin método y orden y que
aun en lo material hayan salido tan tumultuariamente escritos. Si estos apuntamientos, y los libros que he con-
sultado, cayeren en manos de algún erudito especulativo y práctico, de mayores talentos y de mejor pluma, no
dudo que le podrán servir de algo para escribir un corpulento volumen utilísimo para España» (Obra de 660
pliegos, i: 580v.). Y en este aspecto se parece su labor a la de Andrés Marcos Burriel, escudriñador de archivos
y recolector de noticias y documentos, que poco publicó y muchos datos e informaciones facilitó a otros, como
Flórez y Mayans.
7
Tenía «muy bajo concepto de las universidades y de las academias. Decía que las primeras se fundaron en
tiempo de la barbarie y las segundas en el de la charlatanería», «Anécdotas del Padre Sarmiento», en Colección de
obras, i: f. 47r.; bne, ms. 20374).
Martín Sarmiento (1695-1772), o la escritura como gabinete de curiosidades | 103

nada de esto se ha de imprimir, me tomaré la libertad de usar de algunas chanzonetas, chistes


y frases vulgares, cuando se me ofrecieren a la pluma.8 Y no por eso dejaré de usar de otras
expresiones que se me presenten, aunque tengan algo de aceite y vinagre, y con su puntica
de sal y pimienta. Sin esto no hay conversación bien guisada. Ahorraré lo más que pudiera
de latines, que son los huesos de las conversaciones y de los escritos. Aquí no hay que buscar
estilo, ya porque soy incapaz de tenerle, ya porque escribo como hablo (1988: 36).

Parte de su crítica a los manuales y a los libros en compendio deriva del rechazo
que su propia escritura tuvo entre quienes practicaban esa especialización libresca y
usaban una pluma menos cargada de erudición que la suya, como ya le indicó Feijoo,
que se vanagloriaba de no citar y de tener un estilo ligero, lo que no siempre es así.9 Se
manifestaba así la separación en campos y públicos y cómo ganaba terreno un modelo
expresivo y comunicativo basado más en la opinión que en la erudición, una manera
que se dirigía al lector (a veces de forma burlesca) haciéndole creer que el producto era
para él y llenaba sus expectativas. Sarmiento, al dirigirse a un tú o a un usted, incor-
poraba ese dialogismo del nuevo estilo y lo mezclaba con su gusto por la digresión y
la cita. Lo que no anula que su escritura sea clara y directa, repetitiva y no pulida. «Ni
aun paciencia tengo para leer lo que he escrito», dice en el Onomástico, y, como señala
en su «Papel sobre la carqueixa», siguiendo a Antoine Godeau, el Paraíso era escribir; el
Purgatorio, releer y retocar, y el Infierno, corregir las pruebas de imprenta. Lo atractivo
y adictivo es aprender, sin preocuparse de hacer público mediante la escritura lo que
se sabe (Colección de obras, xi: 1ª parte, f. 332v.; bne, ms. 20387). Dado que redactaba
como hablaba, según el autor de la Vida y obra, al leerlo se tiene idea cabal «de su ca-
rácter así civil como moral» (2003: 222).
Martín Sarmiento tiene distintos registros que matiza según a quién se dirija y según
el tono que requieran el escrito y la materia. Son muy diferentes los papeles sobre los
adornos del Palacio Real de los que conforman la Obra de 660 pliegos, por ejemplo, o
de El por qué sí y por qué no. Y en este sentido, su altura como escritor es mayor que la
de otros que solo pudieron ajustarse a una manera.
Por otro lado, su intención de ser claro y sin afectación tiene que ver, y es una crítica
también, con aquellos que escribían oscuro, simulando sabiduría, pero en realidad

8
Le gustaba estudiar el origen y razón de proverbios y refranes, y también las canciones populares. Según el
anónimo autor de las «Memorias para la vida del P. M. Fr. Martín Sarmiento», «cantaba las tonadillas gallegas o
castellanas que oía en las calles o desde su celda, imitando el tono con grande exactitud, pues tenía un bello oído
para cogerle» (Colección de obras, i: f. 18r.-v.; bne, ms. 20374).
9
Aunque estuvo en contra de los compendios, matizó su utilidad. Por un lado, los prontuarios y manuales
han «desterrado el serio, sólido y fundamental estudio de las ciencias y el leer los libros originales» (2008, ii: 420),
y además «hoy es moda reducirlo todo a diccionarios, y aun a diccionarios portátiles —a la francesa, portatifs—.
Esta es la raíz de que hoy sea también moda la charlatanería de faltriquera» (2008, iv: 56). Pero por otro, «no
desapruebo que haya ese género de libros en miniatura y de pitiminí para ayudar a la memoria, y positivamente
apruebo que las obras corpulentas se impriman en tomitos de menor marca y muy manuales. Eso convida a leer
mucho más que un infolio» (2008, ii: 420).
104 | JOAQUÍN ÁLVAREZ BARRIENTOS

como manera de ocultar ignorancia. Desde antiguo se rechaza a estos escritores que
fascinaban a muchos, precisamente porque no se les entendía; un texto de gran éxito
hasta el siglo xviii, bien conocido por él —las Declamaciones contra la charlatanería
de los eruditos—, se explaya en ese punto. De este modo, su escritura directa, episódica
por las extrapolaciones, de estilo bajo por introducir chascarrillos y refranes cuando le
convenía, es un alegato contra la oscuridad de filósofos y pensadores que en realidad
son taumaturgos.
Aunque insiste en que no tiene estilo, lo tiene, pero no el recargado de la tradición
barroca, y sí otro más natural, propio de la conversación. «Como haya logrado el fin de
explicarme, concederé todos los demás defectos», escribe en el prólogo de las Memorias
para la historia de la poesía y poetas españoles (1775). Las palabras le interesan para
transmitir el conocimiento, la cosa, y para saber sobre ellas, pero no para embellecer-
las, a lo que llamaba «tornear periodos» (1987: 91). Su actitud tiene que ver con varios
vectores. Por un lado, no es poeta —lo destaca en sus Viajes literarios en la entrada
correspondiente al año 1710—; por otro, le interesa saber, almacenar para explicar. De
este modo, no usa giros y recursos propios de una escritura más estética. Además, no
vuelve sobre lo escrito. Sarmiento es un grafómano que se queja a veces de lo mucho
que escribe: «no hago más que cagar papeles», confiesa a su hermano el 13 de agosto
de 1760, pero, como muchos grafómanos y hombres de su época, considera que debe
dejar constancia de lo que ve, piensa y lee, para utilidad futura.
Como se adelantó, Sarmiento solo publicó la Demostración crítico-apologética en
1732 para intervenir en la polémica sobre el Teatro crítico, pero no volvió a imprimir
nada porque conoció los inconvenientes y molestias que se derivan de dar al público los
pensamientos: ataques, defensas y polémicas en los que perder tiempo. Esta decisión se
le afeó bajo la acusación de falta de patriotismo, pero ya se vio que su trabajo consistía,
además de en evacuar consultas, en aportar memorias, noticias y apuntamientos para
que otros luego pudieran realizar obras más sólidas. Así, el anónimo autor de la Vida
y obra recoge este interesante testimonio de la «Adición al papel de Samos» (n. 172):

yo no tomo la pluma para imprimir sino para pasar al papel lo que he discurrido, conversado
y hablado por incidencia y de lo cual acaso no volveré a acordarme. Atiendo principalmente
en esto a dejar por escrito alguna reflexión o combinación curiosa y útil que no se ofrecerá a
otro que no se halle en las mismas circunstancias, en las cuales por un solo acaso compuesto
y complicado me hallé yo (2003: 192).

Al que se puede añadir este, entre muchos, del Onomástico etimológico: «Escribo por
mi gusto y para mi instrucción, y para ejercitarme en la averiguación» (1999, ii: 77).
A esas razones de orden práctico se suman otras, clásicas en el pensamiento de
quienes se hallan en el plano antimoderno en momentos de cambio: hay demasiados
libros y demasiados escritores, muchos de los cuales amparan en la excusa de la utilidad
pública su deseo de brillar, ganar dinero y conseguir un empleo.
Martín Sarmiento (1695-1772), o la escritura como gabinete de curiosidades | 105

Sarmiento no publica porque escribe pensando en resolver sus propias dudas y las
de aquellos que le consultan. El objeto de su escritura no es el público, sino el lector
concreto que solicita su colaboración o la satisfacción de su curiosidad. Estas razones
se completan en algunos panegiristas con otras relacionadas con el modelo señalado de
erudito humilde, del que encuentran razones en los «Proverbios», cap. 10, donde Dios
prescribe a los sabios ocultar su saber.10 Estos autores también apuntan la opinión de
los Santos Padres, según la cual lo que interesa es la verdad (la Verdad, el Evangelio) y
no la palabra, que puede falsear esa verdad. En las «Epístolas a los Corintios» hay varios
testimonios que avalan este sentido.
Pero lo cierto es que no apetece el «oficio de escritor», peligroso porque le expone al
público. En sus reflexiones sobre este asunto, aflora esa conciencia de ser observado, in-
cluso perseguido, y así, con sus propias palabras, hay muchos que quieren «ver cómo me
agarrochan o cómo al fin me echan los perros, y todo por una viciosa y ociosa curiosidad»
(1988: 82). Sarmiento alude a esa conducta que se alegra del mal y la humillación ajenos,
fenómeno extendido en toda sociedad pero de forma notable entre artistas y literatos
(Smith, 2016; Álvarez Barrientos, 2014: 110-120). Y todo le parece poco para explicar o
justificar su negativa a publicar: desde que no están los tiempos para ello —como le diría
Moratín a Forner—, hasta que es incapaz de seguir el consejo de Horacio de guardar los
trabajos por espacio de nueve años antes de darlos a la luz pública, para que finalmente
diviertan o enfaden a los lectores (2008, ii: 344). Al imaginar esa situación en la que los
otros se alegran de su mal, no está muy lejos de lo que ocurrió cuando aparecieron en
1775 sus Memorias para la historia de la poesía y poetas españoles, primer tomo de los que
iban a ser sus obras completas. Fueron juzgadas, como se recuerda en la Vida, de modo
hipercrítico, mostrando seguramente que esa forma de exponer el trabajo erudito no era
la más adecuada. Esas invectivas debieron contribuir a que no se publicaran más obras.

El investigador alethóphilo

Se ha visto de qué modo integrador entendía Sarmiento la relación entre los saberes
y cómo este influyó en su exposición escrita (y seguramente oral). No extrañará, por
tanto, el tipo de escritor o, más bien, de investigador que propone en su Onomástico
etimológico, redactado entre 1757 y 1762. En cierto modo es el desarrollo de lo que
había anunciado en los Apuntamientos para una botánica española (1745-1757), donde
para llevarla a término propone un equipo o «cuadrilla» de trabajo formado por ocho
personas: dos dibujantes buenos, dos escribientes, dos curiosos o naturales del lugar,
un ingeniero y un director, que es el que hace las preguntas a los informantes (Colección
de obras, x: 1ª parte, f. 8r.; bne, ms. 20385).

10
Por otro lado, la relación con Feijoo da también algunas posibles explicaciones a su falta de interés por
imprimir, que se pueden ver en Álvarez Barrientos (2016).
106 | JOAQUÍN ÁLVAREZ BARRIENTOS

La propuesta del Onomástico delinea el carácter, los saberes, la economía y la forma


de vida de quien quiera conocer la realidad gallega, aunque el modelo es exportable a
la generalidad de los estudios, ya que sirve tanto para explorar una región como para
planificar una investigación a más escala o en otras materias. Por supuesto, el marco
referencial es el de la historia natural. Denomina a esta figura Alethóphilo (amante de
la verdad o revelador de la verdad) y, aunque por lo general, se ha vinculado a la explo-
ración de lo gallego (Pensado, 1999; Costa Rico, 2002), es extrapolable, pues una de las
motivaciones más fuertes que le llevan a diseñar este tipo de investigador es su deseo
de contrarrestar la propaganda portuguesa, que quiere minimizar la importancia de
la cultura y la historia gallegas. Si pensamos que parte de su trabajo y que mucho del
que hicieron los intelectuales españoles iba destinado a vindicar a España de la mala
información y de los tópicos negativos que sobre ella se vertían, su modelo y sus moti-
vaciones son igualmente aplicables al estudio de las cosas hispanas —como se ve en su
Plano para formar una descripción geográfica de España y América (1996)—.
Sus observaciones sobre la preparación de este amante de la verdad tienen que ver
con lo que dejó escrito sobre la instrucción de los archiveros, y en ambos casos revelan
estrategias para profesionalizar la dedicación a las Letras. Lo relativo al archivero lo
resume en el tomo cuarto de la Obra de 660 pliegos. Allí relata que su formación debe
empezar en el noviciado. Y, si importante es cuanto señala sobre su instrucción, no
menos importantes son sus reflexiones sobre el valor patrimonial e histórico de lo que
se guarda en los archivos de catedrales, casas nobles, monasterios, ciudades y villas. El
archivero debe saber cómo conservar esas antigüedades que guarda, debe tener con-
ciencia de su valor histórico, ya que por no tener los conocimientos adecuados muchas
se han perdido en España: hay «falta de archiveros literatos y eruditos, pues si los hu-
biera habido, participarían al público los tesoros de los archivos». El archivero ha de

saber el latín puro y el latín bárbaro, el castellano o la lengua vulgar provincial de cada siglo,
y la lengua moderna. Debe saber la geografía moderna de España y de la provincia, la de la
Edad Media y la de los romanos. Debe tener pronto el cómputo eclesiástico para las fechas y
el modo de datar en Roma para las bulas. Debe saber la cronología y la sucesión de los papas,
emperadores, reyes, obispos, y la de los prelados respectivos. Debe tener conocimiento de
las monedas antiguas y corrientes, y la correspondencia de unas con otras. Debe saber las
medidas de áridos y de líquidos, las de tierras y sembradura, y las de distancias, y los pesos
(2008, iv: 77).

También requiere conocimientos en matemáticas, genealogía, tributación, en las


fórmulas empleadas para comenzar y finalizar los documentos. Mucho de lo que pide
pasó después a formar parte del currículo formativo de los archiveros y es fruto de su
propia experiencia al catalogar el archivo de la catedral de Toledo entre 1726 y 1727.
Por lo que se refiere al Alethóphilo, característico es su enciclopedismo, en sinto-
nía con la ya señalada relación de los conocimientos; por eso habrá de saber historia
natural, latín, español, francés, artes, jurisprudencia, letras sagradas, matemáticas, an-
Martín Sarmiento (1695-1772), o la escritura como gabinete de curiosidades | 107

tigüedades, geografía, etimología, etc. Pero, además, dada su opinión sobre las univer-
sidades, será autodidacta, como él en muchos ámbitos del conocimiento. En realidad,
ser autodidacta, es decir, maestro de sí mismo, es su ideal para aprender, ya que los
profesionales enseñan mal (Pensado, 1984: 45 y 97).
Por lo que se refiere al carácter del estudioso, Sarmiento imagina que, como el archi-
vero y como el mismo autodidacta, debe empezar a forjarse y aprender desde pequeño;
Alethóphilo será hijo primogénito de noble caballero, por lo que le supone virtuoso;
entrará en religión, pero se cuidará de asegurarse un buen pasar económico, que de-
berá administrar él mismo y no su hermano segundón ni ningún otro. Con lo que
reservó para sí y «agregando alguna renta simple o de su casa», tiene ya al estudioso
en su parte humana y práctica: «un sacerdote, sin cura de almas ajenas, sin cuidados
de familia y sin empleo que le estorbe el estudiar, y con dos mil ducados fijos anuales
para toda su vida». Las precisiones económicas, que ocupan varias páginas, permiten
suponer que conoce bien de lo que habla, ya por experiencia propia o muy cercana,
pero el detenimiento es además necesario para asegurar la independencia y la viabi-
lidad del hombre de letras, de modo que pueda concentrar su actividad «en beneficio
del público, en honor de Galicia, y en adelantamiento de su afición literaria» (1999, II:
189). Tanto el archivero como el investigador se ajustan al modelo clerical, para ellos
requiere una instrucción distinta de la que tienen los demás hombres de letras, cuyos
objetivos intelectuales son otros.
El diseño continúa con los saberes que conforman el currículum letrado y de gabine-
te del sabio, que ya se ha expuesto someramente, pero a esto se añade el conocimiento
derivado de la experiencia, del viaje y del contacto con el entorno: el trabajo de campo.
Y aquí Sarmiento señala en qué aspectos de la historia natural debe fijarse el joven
cuando viaje por el territorio y a quiénes debe interpelar: viejos y viejas, niños y rústi-
cos, apuntando todo en diferentes cuadernos, que corresponden a las distintas áreas del
saber y de interés: antigüedades, inscripciones, geografía, botánica, etimología, lenguas,
catastro, etc. Su función es levantar un plano o mapa del territorio y, para ello, ha de
ir acompañado de un amanuense que sepa latín, dibujar y copiar, y que escriba bien;
objetivo que se relaciona con el de viajes oficiales como el de Velázquez, Ponz y más
tarde Vargas Ponce. No olvida tampoco un aspecto fundamental del trabajo de campo,
que es cómo dirigirse y preguntar a los informantes y cómo tratarlos. Tirando de expe-
riencia, comenta que debe compensarlos, de modo que se sepa que paga (por lo que se
acercarán y estarán predispuestos a colaborar), y así los niños se comprarán castañas,
las viejas «una rueca» y los demás podrán «echar un cuartillo de vino» después de
responder a sus preguntas (197).
Terminada la campaña, el Alethóphilo regresa de su viaje de la Razón cargado de pre-
ciosos materiales al gabinete, sin haber leído un libro, ni haber estudiado de memoria.
Los libros debe comprarlos luego, y hace una relación de los más importantes que debe
tener, que hay que complementar con su Catálogo de algunos libros curiosos y selectos
para la librería de algún particular, especie de repertorio cultural sobre aquello que un
108 | JOAQUÍN ÁLVAREZ BARRIENTOS

caballero y un clérigo han de conocer. Una vez en su residencia, en su estudio, que es el


espacio para el retiro y la reflexión interior, ordena y trabaja la información recogida;
vive en Santiago de Compostela (ya que está pensado para Galicia), porque allí hay
librerías, tendrá un círculo de sociabilidad literaria y le será más fácil encargar libros
a Madrid. En su casa saca copia de la documentación que hay en los archivos, forma
catálogos e índices y escribe, escribe de ese modo que se parece mucho a la exposición
de los objetos en un gabinete de curiosidades.
Ahora bien, «sería del caso para mayor quietud de sus estudios el que, aunque fuese
morador de Santiago, viviese en las benignas estaciones retirado y divertido en sus
estudios en una espaciosa quinta hacia la marina, en la cual pudiese criar todo género
de vegetables» (191; cursiva del autor). En esa quinta cerca del mar, en ese Palacio de la
Sabiduría, ha de tener, así mismo, un herbario y un gabinete de historia natural.
El plan de trabajo y los objetivos que propone tienen mucho que ver con los suyos,
y el modelo con el del sacerdocio, del que deriva el del hombre de letras. Y, aunque es
contrario a las cofradías literarias, plantea la posibilidad de que haya varios investiga-
dores, una docena —¿alusión al número de apóstoles?— que se reúnan en academia,
pero compartiendo método, principios y fines, para que el trabajo y el proyecto tengan
sentido y los frutos coherencia. Con todo su saber este estudioso modelo «podrá rebatir
mil imposturas portuguesas contra Castilla y contra Galicia» (204) y poner orden en el
conocimiento de las cosas de España.
Martín Sarmiento es un caso peculiar dentro de las tipologías de autor que se dan
en el siglo xviii, porque, vinculado como estaba con modelos anteriores, de los que
no reniega, estuvo también abierto a las novedades de su época, que acepta en parte.
Vestido de antiguo es parcialmente moderno. No está de acuerdo con la escritura no
necesariamente irreflexiva que se basa en la opinión y en la inmediatez; su formato es el
del erudito que acumula saberes en forma de summa o gabinete de curiosidades, pero
quitando a esta denominación lo que pueda tener de superficial, porque, junto a este
lado, está el otro, el que manifiesta a un autor centrado en los problemas del presente,
sobre el que opina y aconseja, aunque no siempre participe de las modas modernas
de valoración y expresión, ni de la tendencia a separar las ciencias y saberes. Es fácil,
llevados por el tópico, quedarse solo con el Sarmiento erudito que se ocupa de asun-
tos banales, pero al hacerlo olvidamos que todo en él está relacionado y que también
escribió sobre cuestiones serias y centrales, a menudo proyectando para el futuro de
forma utópica (por perfecta), que se puede relacionar con la de los arbitristas. Ser
contemporáneo es estar al día, y él lo estaba, y, por tanto, también es rechazar parte
de lo moderno de forma crítica o por gusto, lo cual pudo hacer y manifestar porque
gozaba de independencia. No fue esclavo de las modas intelectuales, pero tampoco del
pasado, muchas de cuyas claves rechaza, consciente del tiempo nuevo en que vive y de
la necesidad de mejorar la sociedad. En realidad, Sarmiento escribe para el futuro, pero
su escritura no resuelve la alternativa entre tradición y modernidad, atrapado, aunque
fuera más allá, en los límites de la fe y de la institución a la que pertenecía.
Martín Sarmiento (1695-1772), o la escritura como gabinete de curiosidades | 109

Si su celda pudo parecer un gabinete de curiosidades por el orden en que ence-


rraba objetos y saberes, su escritura difusa, digresiva, asociativa, supo dar cuenta de
ese mundo y de su condición. Le interesaron los nuevos saberes pero no los modos
sistemáticos de exponer el conocimiento, que no penetraron en su estructura mental,
relacional y ramificada, que mantenía una relación sentimental con el conocimiento,
porque su interés no era hacer una exposición metódica —tampoco lo fue de Feijoo—,
sino abismarse en el gusto gozoso de la investigación. No participa de esos nuevos
modos expositivos porque su perspectiva, además de crítica, es acumulativa, lo que
relaciona su actividad con la del coleccionista —de erudición, de especies botánicas,
de canciones y refranes, de objetos—, de modo que su producción es un reflejo de los
espacios enciclopédicos que no se ordenan alfabéticamente, sino por asociación, y de
los museos pre-modernos a los que se ha llamado gabinetes de curiosidades, en los que
entran, en su caso, elementos de las ciencias y los debates contemporáneos.
Representa Sarmiento, desprovisto de la caracterización melancólica que sirvió a
otros contemporáneos suyos, la imagen del estudioso en su estancia, de la que hay
tantas representaciones pictóricas.

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