El hombre cambia de coordenadas. Como movimiento geográfico y
vital podría calificarse de arriesgado, dada su inclinación por el sedentarismo, por los almohadones, por el paso sabido. Sin embargo, la obligación del traslado se presenta en forma de carencia, y bien se sabe que allí donde la ausencia mete su apéndice de diablo no hay elección posible, y si la hay es entre nada y nada. Dada esta disyuntiva, el hombre no escatima en previsiones, aunque su larga edad, su transcurso ya casi eterno por esta tierra, le ha hecho acreedor de un saber implacable: todo lo previsto se vuelve arena en un tornado cuando el tiempo tamiza o tritura. De modo que el hombre amarra sus petates, ensaya adioses paulatinos con la ilusión vana de estrechar la distancia antes de que esta imponga su lógica kilométrica y se dispone a eso que el común de la gente llama “viaje”.
El destino no es incierto, ni siquiera desconocido para él, aunque se
trate de un paraje donde la incertidumbre acampa con la certeza de que el trueno sucederá al rayo. Esta característica del lugar abunda en el hombre el terror de que no hay remanso al que acudir, ni línea sobre la que descansar, ni siquiera la del trato con uno mismo. Por ello, el traslado propiamente dicho se convierte en un monólogo sobre el volumen de lo oculto. No hay duda ni matiz, solo el imperativo de mantener los ojos abiertos, reducir al mínimo el riesgo de cualquier movimiento y alargar el reflejo pretérito por sobre las sombras de lo que vendrá. Todo lo demás está escrito en una página a la que el hombre tampoco tiene acceso. Cuando el vehículo posa sus ruedas sobre el destino el hombre suspira, sin ser capaz de atribuirle a la exhalación más intención que la de quien aún no ha muerto, aunque dicho suceso sea también una previsión. Las anécdotas, lo que en una narrativa se engloba tras la línea argumental, son para el hombre lo menos atractivo de sus días siguientes. Los hechos se suceden, dispares en intensidad aunque rasados en su incapacidad de vencer al olvido. Hay marchas y contramarchas, hay esteros y arenales, hay noches sin cielo y hay días que aluden al ocaso como si de un familiar lejano se tratara. Hay pieles curtidas, chaparrones furiosos que descargan su significado sobre las cabezas, sueños sin relato, una forma de olvidar. Pero nada de esto anida en el hombre, más bien se desliza alma abajo como el guijarro torpe acaba en el río, mientras en su lecho el torrente confunde unos y otros con la precisión propia del culpable. Es igual que el ruido sea bullicio o espanto silenciado; es igual que la mortaja ofrezca signos de vitalidad. Todo significado ocurre lejos del alcance de las manos breves y ateridas del hombre. Y así se limita a recoger lo que ignoraba haber sembrado, como si la trama fuera un apósito y no parte circulante, como cuando el día se limita a lo hecho y no a lo ocurrido.
El viaje, como el trayecto del héroe, encuentra su fin en la
redención, que no es sino revertir el adiós hasta torcer la ausencia. La operación no se produce de manera natural, aunque al hombre no deja de sorprenderlo la sencillez con la que el poso se adapta al fondo. Sin embargo, hay en el hombre la sospecha fundada de que todo acaba siendo un juego del lenguaje, de las palabras dispuestas tal como el azar de la memoria ordena. Pues si al relato se le cambiara una coma, un aire de vocal, su sentido se desvelaría más rabioso o menos carmesí o al filo del arquetipo; espurio, fraterno, traicionero o germinal, prácticamente biológico. Pero nunca más así, nunca más como estas coordenadas dispuestas exclusivamente para el hombre y que ahora, ante la muerte del viaje, cierran para siempre.