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Ante las coordenadas

Alejandro Feijóo

El hombre cambia de coordenadas. Como movimiento geográfico y


vital podría calificarse de arriesgado, dada su inclinación por el
sedentarismo, por los almohadones, por el paso sabido. Sin
embargo, la obligación del traslado se presenta en forma de carencia,
y bien se sabe que allí donde la ausencia mete su apéndice de diablo
no hay elección posible, y si la hay es entre nada y nada. Dada esta
disyuntiva, el hombre no escatima en previsiones, aunque su larga
edad, su transcurso ya casi eterno por esta tierra, le ha hecho
acreedor de un saber implacable: todo lo previsto se vuelve arena en
un tornado cuando el tiempo tamiza o tritura. De modo que el
hombre amarra sus petates, ensaya adioses paulatinos con la ilusión
vana de estrechar la distancia antes de que esta imponga su lógica
kilométrica y se dispone a eso que el común de la gente llama
“viaje”.

El destino no es incierto, ni siquiera desconocido para él, aunque se


trate de un paraje donde la incertidumbre acampa con la certeza de
que el trueno sucederá al rayo. Esta característica del lugar abunda
en el hombre el terror de que no hay remanso al que acudir, ni línea
sobre la que descansar, ni siquiera la del trato con uno mismo. Por
ello, el traslado propiamente dicho se convierte en un monólogo
sobre el volumen de lo oculto. No hay duda ni matiz, solo el
imperativo de mantener los ojos abiertos, reducir al mínimo el riesgo
de cualquier movimiento y alargar el reflejo pretérito por sobre las
sombras de lo que vendrá. Todo lo demás está escrito en una página
a la que el hombre tampoco tiene acceso. Cuando el vehículo posa
sus ruedas sobre el destino el hombre suspira, sin ser capaz de
atribuirle a la exhalación más intención que la de quien aún no ha
muerto, aunque dicho suceso sea también una previsión.
Las anécdotas, lo que en una narrativa se engloba tras la línea
argumental, son para el hombre lo menos atractivo de sus días
siguientes. Los hechos se suceden, dispares en intensidad aunque
rasados en su incapacidad de vencer al olvido. Hay marchas y
contramarchas, hay esteros y arenales, hay noches sin cielo y hay
días que aluden al ocaso como si de un familiar lejano se tratara.
Hay pieles curtidas, chaparrones furiosos que descargan su
significado sobre las cabezas, sueños sin relato, una forma de
olvidar. Pero nada de esto anida en el hombre, más bien se desliza
alma abajo como el guijarro torpe acaba en el río, mientras en su
lecho el torrente confunde unos y otros con la precisión propia del
culpable. Es igual que el ruido sea bullicio o espanto silenciado; es
igual que la mortaja ofrezca signos de vitalidad. Todo significado
ocurre lejos del alcance de las manos breves y ateridas del hombre.
Y así se limita a recoger lo que ignoraba haber sembrado, como si la
trama fuera un apósito y no parte circulante, como cuando el día se
limita a lo hecho y no a lo ocurrido.

El viaje, como el trayecto del héroe, encuentra su fin en la


redención, que no es sino revertir el adiós hasta torcer la ausencia.
La operación no se produce de manera natural, aunque al hombre no
deja de sorprenderlo la sencillez con la que el poso se adapta al
fondo. Sin embargo, hay en el hombre la sospecha fundada de que
todo acaba siendo un juego del lenguaje, de las palabras dispuestas
tal como el azar de la memoria ordena. Pues si al relato se le
cambiara una coma, un aire de vocal, su sentido se desvelaría más
rabioso o menos carmesí o al filo del arquetipo; espurio, fraterno,
traicionero o germinal, prácticamente biológico. Pero nunca más así,
nunca más como estas coordenadas dispuestas exclusivamente para
el hombre y que ahora, ante la muerte del viaje, cierran para
siempre.

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