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Cuando la calma parecía restablecerse, el ruido de pisadas y un
extraño tintineo en la galería, tenso nuestros nervios. Era como si
alguien se acercaba discretamente a la puerta y probara un manojo de
llaves. Demás está decir que si físicamente el corazón pudiera
trasladarse de lugar, el nuestro estaría haciendo esfuerzos
desesperados por atravesar la garganta en busca de un sitio más
seguro.
Todos nos levantamos y, conteniendo la respiración tratábamos
de adivinar el origen de los ruidos. Mi padre era relojero, pero también
armero. Sin embargo, jamás tenía un arma en su dormitorio por temor a
que cayera en nuestras manos. Para llegar a su taller era preciso salir a
la galería. Quería hacerlo, pero ni mi madre ni nosotros estábamos
dispuestos a dejarlo. Las pisadas rondaban la casa, pesadas, rápidas,
más lentas…Por último nos apiñamos en la ventana del dormitorio
paterno que daba al jardín del frente. A pesar de la luna llena, los
árboles sombreaban profusamente el lugar, lo que dificultaba la visual.
Cuando el temblor de nuestros cuerpos parecía incontrolable, una gran
sombra apareció recorriendo el jardín. Mi padre trataba de identificar a
la COSA: para perro era grande: para ternero, algo petiso... Entonces
lanzó una exclamación que nos sorprendió: ¡Es un lobisón!". Y digo que
nos sorprendió porque era muy incrédulo de esas cosas. Pero bueno, si
esa COSA era rarísima por su tamaño y forma, bien podía ser un lobisón.
Fue entonces que mi padre tomó la decisión y salio a buscar un
arma. A partir de allí, el escenario de observación se trasladó a la cocina,
cuya ventana daba a una cochera, por entonces vacía, ocupada
únicamente por una colección de botellas viejas y un enorme tronco de
paraíso, atravesado en el suelo. Vimos a nuestro padre luchar contra el
aparente lobisón que se había refugiado allí y le hacía frente en medio
de terribles gruñidos. Finalmente, pudo hacerle un disparo y el animal
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emprendió la retirada rumbo al arroyo, saltando el alambrado del
fondo.
Después, todo quedó aclarado. Nuestro lobisón era una enorme
marrana en celo, propiedad de don Jerónimo, que hacía varias noches
escapaba de su chiquero causando depredación en las huertas vecinas.
Esa mañana, vimos al chanchero del pueblo pasar rumbo a su negocio
con la marrana herida, cuyo destino indudable era una gran variedad de
chacinados.
No fue lobisón, pero por las dudas, apenas caía el sol todo el
mundo cerraba muy bien las puertas y ventanas y aguzaba el oído
frente al tropel de los perros callejeros. Y hasta el más incrédulo se
preguntó si sólo la marrana de don Jerónimo había recorrido las casas
de las afueras o había habido algo más que aprovechó el alboroto para
desaparecer. Aunque dicen .que los lobisones se alimentan de arroz y
cadáveres y no de lechugas y acelgas, y en ese caso, el cementerio
estaba en el extremo exactamente opuesto del pueblo e incluso alejado
de él.