Está en la página 1de 2

José Eduardo

La mirada de José Eduardo podría ser descripta como desde la desolación, aunque él
resuma en voz alta que ya no sabe qué hacer. Está preso desde hace 12 años en la
Unidad de Detención Nº 2, conocida como Cárcel de Las Flores, en Santa Fe. En este
instante, mientras usted lee atentamente el inicio de este relato, José Eduardo es uno
más de mil presos varones de esa cárcel. La imagen es una reja entre él y las nubes, allá
afuera.

José Eduardo encarna como diríamos una injusticia, por culpa de un proceso que
atravesó el Sistema Penal Provincial dentro de las instituciones judiciales. La paradoja
interna es inevitable. La injusticia dentro de la justicia, como juego de palabras, se hace
posible, aunque evidente.

CONTAR EN QUÉ CONSTA LA REFORMA DEL CÓDIGO PROCESAL PENAL

José Eduardo tiene dientes grandes y en la extensión de sus dos brazos hay tatuajes, que
saben ser un mensaje. El mensaje de su cuerpo, un cuerpo escrito. Más allá de cierto
gusto por el icono de dragón que escupe fuego alrededor de todo su antebrazo izquierdo.
En uno de sus tatuajes, de hecho, está escrito el nombre “Héctor”. Así: con las
comillas. Es inevitable no leer ello sin pensar que hay un código en el nombre
entrecomillado. Que las mismas comillas develen la idea del código, pero no el código
en sí mismo. Un sinfín en el idioma, la palabra que dice sobre la palabra. ¿Qué palabra
nombre o rótulo tatuado en cuerpo, me pregunto, no es un código de amor, de amistad,
de hermandad, de familia, del grupo de pertenencia, de dios? ¿Con qué letras se escribe
la pérdida?

Su color de piel es oscuro, aunque la oscuridad parece producida en realidad por el sol.
Parece peculiar que la piel de un reo tenga contacto con el sol, al punto del bronceado.
Pero José Eduardo trabaja desde hace meses en la granja, uno de los destinos
ocupacionales extra-muro, de los pocos que aproxima sus cuerpos bajo el sol. Le está
quedando poco pelo en la cabeza, aún así lo deja crecer. Su voz suena a lo que dice:
alguien que ya podría ver a su familia, pero que la misma ley que lo tendría que dejar,
no se lo permite. Un obstáculo.

La frase “la justicia es lenta” esconde dos cosas: las temporalidades de una institución y
la negligencia de sus agentes cuya palabra y decisión tiene consecuencias en la vida –el
destino– de las personas. La primera de ellas es una realidad: en toda institución hay
tiempos, fases, sucesiones, meses, semanas y años. La segunda nos pone en un aprieto,
nos obliga a dejar de creer –aunque sea del todo– en un valor básico de toda sociedad:
justicia. La idea de que no está permitido que el sistema creado para delimitar lo
permitido, falle. No funcione del todo. Otra frase dice: “Hacer justicia por mano
propia”. La invitación a descreer en los profesionales a cargo, en el Estado. Cuando las
manos no son del Estado, son de las personas. La sangre en manos del Estado es más
difícil de encontrar, por eso es más difícil de justiciar. A la justicia no la hacemos; la
creamos. Pero para crearla, sobre todo, tenemos que creer. Crear y creer. Como el
religioso que oye en la palabra de su profeta, el destino de los suyos, nuestra sociedad
cree (o tiene que creer) de algún modo en sus abogados, defensores, jueces y fiscales.
José Eduardo encontró, aunque sea en su paciencia, una forma de creer.

El proyecto de cárcel utilizado en la Ciudad de Santa Fe es el mismo que en el del resto


de Argentina. El modelo es el europeo. Los edificios varían unos de otros, no son
exactamente iguales.

José Eduardo recuerda a todos sus hijos: 5 con un matrimonio y 3 con otro, su actual
pareja. Son tantos hijos que se multiplican las posibles paternidades que pudo haber
llevado a cabo. Sus hijos mayores no hablan con su padre desde poco antes de que esté
preso.

También podría gustarte