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Reflexiones calor

¿Cómo se observa el calor? ¿Cómo se lo dice? ¿Cómo se lo percibe? Con qué palabras
darle cuerpo literario a aquello que se siente ahí en la piel, el límite entre uno y el
universo. Sería más bien como pensar en una coreografía cuya danza se compone de
cansancios. Es el plural el que importa. Si la calle es de tierra, la humedad se filtra por
el calzado de cada habitante de la Ciudad de Santa Fe con la insistencia de una maleza.
Si la calle es asfalto, la metáfora de “la hornalla encendida” se hace lugar común. ¿Con
qué palabras describir y narrar la experiencia del calor? ¿Existe una experiencia del
calor o es una condición climática que se torna experiencia cuando es contada, narrada?

Pienso en la narración como recurso a partir del cual la experiencia se hace inteligible.
No importa qué forma narrativa sea: biografías, crónicas, relato, cuento o monografía.
Todas y cada una de ellas, sino juntas, pueden enmarcar cómo se encarna en cada
persona la sensación de calor.

¿Dónde se hace visible el calor: en el número, los grados, la sensación térmica, la


humedad o en el cuerpo social, las personas? Podríamos describir la experiencia del
calor como una aventura de riesgo. Allí donde hay calor, se sufre. Al calor se lo
vivencia con dolor. Un dolor distinto al de la pérdida, la desorientación, la muerte. El
dolor es lo distinto a la muerte, su fuerza está en que no termina con la vida: la hace
tortuosa en su existencia. Tampoco tiene sentido pensar al tiempo como medida del
sufrimiento que causa en calor. Pueden ser unos minutos o una tarde entera, una noche
sin luz en la casa. Tratar de dormir, conciliar el sueño en donde cualquier ropa de cama
que allí no esté, es estorbo.

Si el calor tuviera rostro sería igual que el de quienes lo caminan: cansancio,


agotamiento, hiperventilación, ceño fruncido, ojos cerrándose en cámara lenta como no
queriendo ver lo habitable. A veces con sol, otras calor a la sombra. La primera presenta
obviedad, la segunda un inédito: se siente el calor, quizás esta vez por la humedad, en
los confines de la sombra. La romántica y casi novelesca imagen de cruzar de calle para
caminar del lado de la sombra puede resultar una táctica exitosa, pero ahí donde el
viento es tan caluroso como el mismo rayo del sol, no hay sombra que refugie. A Santa
Fe se la camina, podría decir quien vive a cuadras de Bv. Pellegrini, o el centro. Pero a
Santa Fe, la Santa Fe que trasciende sus bulevares y peatonales, se la circula en
colectivo, en bicicleta y en muchísimos autos.
Entre abril y mayo del 2017, se sancionaron con unanimidad en el Consejo Municipal
dos proyectos que incorporan un nuevo artículo a la ordenanza Nº 11.580 del servicio
de transporte público de colectivos de la ciudad. Los colectivos urbanos de la Ciudad, a
partir de entonces, están obligados a tener aire acondicionado. Esta ordenanza es la
hermana gemela de aquella que también aprobó la obligatoriedad de que cuenten con
aire acondicionado todos los autos que prestan el servicio de taxi en la ciudad. El rostro
que transita la ciudad en esos vehículos será otro.

Sin embargo el otro, nunca, es el calor. El calor en verano es uno mismo dirigiéndose de
un lugar a otro en la ciudad. Hay horarios inhabitados, la siesta es uno de ellos.

Aunque la fotografía más conocida de la Ciudad de Santa Fe es el puente colgante, la


imagen más recurrente de esta ciudad es la cara de un peatón local caminando cargando
en sus hombros un clima recurrente.

¿Se podría vivir en un lugar así sin tener pileta ni aire acondicionado? ¿Cómo sería
posible? ¿Cómo lo hacen posibles quienes no tienen ni la una ni la otra? ¿Cómo
hicieron el 3 de enero del 2019 quienes me gusta llamarlos sobrevivientes?

Es un dato histórico. Lo que significa que fue vivido, aunque no exactamente –diría más
bien nunca exactamente– como es contado luego. El dato histórico es una interpretación
que se transforma con el correr de los años, por lo tanto a veces quizás habla más de la
época que interpreta que de la coyuntura interpretada. De ahí la bandera, el himno, el
patrimonio cultural, el idioma. Sin embargo emociona a veces alimentar nuestro afán
por historizar cada fenómeno que vivimos a través del mito. Pero el mito es otro asunto
del que aún preferiría no encargarme.

El dato que nos convoca: Charles Darwin estuvo en Santa Fe. La vivió, la pisó, caminó
quizás quién sabe sobre parte de los rincones donde más de una vez vivió y pisó un
santafesino. Charles Darwin estuvo días de su vida en Santa Fe y eligió más tarde
contarla, escribirla, aunque sea en una carta o un diario, dónde estaba, cómo se sentía.
El científico y naturalista inglés nacido a principios del siglo XIX, fue uno de los
autores europeos más consagrados por su libro El origen de las especies, que hoy
conforma indiscutiblemente toda biblioteca de lectura obligatoria en histórica occidental
y ciencias naturales. Pero para cuando estuvo en Santa Fe, Darwin tenía tan solo 24
años y se encontraba en el medio de un compendio de viajes realizados entre
Hispanoamérica, Oceanía y África. A ésta etapa de su vida también se la conoce como
Viaje del Beagle, nombre del buque que estaba al mando del capitán Fitz Roy.

Sus contemporáneos aseguraban que el joven Darwin tomaba notas, experimentaba,


comparaba y escribía, prácticamente todo el tiempo. En definitiva observaba: el mundo
tal cual se le presentaba ante sus ojos. La idea, entonces, de que al mundo había que
comprenderlo nunca más con escritos religiosos, sino a través y a partir de la ciencia.
Punto de partida y punto de llegada. Así, Darwin prestó ferviente atención a la fauna,
formaciones geológicas y al comportamiento de todas las personas autóctonas. Que en
la época no eran percibidas como personas, sino como indios o aborígenes. Estaba
estudiando para que esos apuntes, muchos años luego –y esto el joven Darwin ni
siquiera lo sospechaba– se convirtieran en el libro que transformaría el canon científico
a partir del cual se daría letra al origen y evolución del hombre. Por suerte para el
paladar histérico de los buscadores, años después se publicaron sus notas de viaje –el
género que alimenta el hambre de cualquier lector con ímpetu antropológica– con el
nombre de Diarios de un naturalista (1835).

En ese libro tenemos algunas notas al respecto de cómo el joven Darwin observó a
Santa Fe. Siendo octubre de 1833, Darwin se iba de la Patagonia y antes de ir a las Islas
Australes, pasa por la ciudad gobernada por Estanislao López. El joven científico y el
gobernador se conocieron, de hecho hablaron e intercambiaron. Era obligación casi
diplomática ser autoridad política y recibir con los brazos abiertos a todo europeo que
venga a entender el mundo desde nuestro territorio. Esa noche, sobre Estanislao Lopez,
Darwin escribe que “Lleva diecisiete años en el poder. Esta estabilidad se debe a sus
procedimientos tiránicos; la tiranía parece adaptarse mejor a estos países que el
republicanismo”. Con alguna necesidad de seguir profundizando en esa dimensión
política o institucional de éste territorio, Darwin comparte una observación crítica sobre
la incipiente burocracia argentina, escribe: “Casi todos los funcionarios públicos
pueden ser sobornados”. Por último, al final del capítulo juega una mirada algo turbia
de todo el paisaje santafesino que no es político, Darwin escribe que le llama
podersonamente la atención “el silencio fúnebre de la llanura, los perros alertas, y el
gitanesco grupo de gauchos haciendo sus camas en torno del fuego, han dejado en mi
mente un cuadro imborrable de esta primera noche, que nunca olvidaré”.
Con todo el ímpetu occidental de Charles, sus textos dejaban algo al descubierto: no
está diciendo mucho que no nos diga otro aventurero de Europa en esa época. Sin
embargo al joven Darwin le faltaba vivir algo más en la región, que probablemente la
aseveración de su cuadro imborrable le quede corta. El científico inglés se quedará en
aquella Argentina que no llevaba tal nombre, hasta junio de 1834. Durante la estadía
conoce a Juan Manuel de Rosas y escribe algunas cosas sobre él. Los historiadores
dicen, aseguran que Darwin no publicó el resto de las notas de lo que vivió en los meses
del año 1834. Quedaron entonces los registros escondidos por la familia, los herederos,
si es que no se perdieron en el mismo periplo o simplemente nunca existieron. La duda
también sirve para escribir un poco de historia. Sin embargo en la primera edición en
inglés de los Journey of the Beagle hay un anexo con algunas de las cartas que el mismo
joven Darwin autorizó a publicar. En el libro hay aproximadamente quince extractos de
cartas, la mayoría a su padre Robert Darwin y algunas a su prima Emma Wedgewood,
con quien se casará cinco años después. En uno de esos extractos Darwin le escribe a su
futura esposa sobre el gran cambio climático que sintió cuando fue de Rosario a Santa
Fe, su segunda visita a la ciudad. Ésta vez escribe que le resultó tortuoso el cambio de
grados, la humedad que ninguna Inglaterra en proceso de industrialización hubiera
podido hacer posible. Darwin sufre. Compara cada gota de transpiración con gusanos
que le babean el rostro y todo el cuerpo. Escribe que le pesa la ropa, le molesta la
actividad de escribir en sí misma. Se siente hacinado. No sabe si correr o quedarse
quieto. No sabe si ir a la sombra o quedarse bajo el sol. Darwin sufre:

“Rosario es una gran ciudad, edificada en una meseta horizontal levantada sobre el
Paraná unos 18 metros. El río aquí es muy ancho y tiene numerosas islas, bajas y
frondosas, como también la opuesta ribera. La vista del río parecería la de un gran
lago, a no ser por las islitas en forma de delgadas cintas, únicos objetos que dan idea
del agua corriente. Por la mañana llegamos a Santa Fe. Allí me sorprendió observar el
gran cambio de clima, producido por la diferencia de 10 o 15 grados de latitud, entre
este lugar y Buenos Aires. Así lo evidenciaban el vestido y la complexión de los
hombres, el mayor desarrollo del ombú, el gran número de nuevos cactus y otras
plantas, y especialmente de las aves. Llevar puesta mi vestimenta supuso una tortura.
Nunca sudé en esta cantidad en todo mi rostro y todo mi cuerpo. Nunca sentí este olor
en mi piel y a mí alrededor. Quería quedarme sentado pero sudaba. Probé caminar
hacia distintos lugares pero sudaba. En la sombra también sudaba. Emma… esta carta
se moja con cada gota de sudor que cae de mi cara como gusanos que babean mi piel
mojando la hoja y la tinta que se corre. No sé si llegará el olor de mi sudor en la hoja,
cuando viaje hacia tus manos. Una parte de mi lo desea solo para que me creas lo que
estoy viviendo. Otra parte de mi simplemente quiere abrazarte…”.

Luego habla de Buenos Aires y el amor, dos hechos tan equidistantes que hacen que la
carta continúe siendo, por lo menos, cómica. En Santa Fe estuvo uno de los científicos
más consagrados y considerados en la historia y muchas veces decimos historia para
referirnos a todo eso que pasó, se vivió, se percibió, se escribió y estudió desde la
revolución francesa e inglesa hasta ahora. Lo interesante es que cuando Darwin ya
estaba escribiendo El origen, en sus manuscritos finaliza la última página de sus
conclusiones con la frase: I think. No puedo imaginar pudor o cobardía intelectual en
Charles Darwin, quisiera observarlo más bien sentando la base para que su teoría sea,
con mucho ensayo y error, refutada. Si Darwin terminó su tesis diciendo yo creo…
estaba permitiendo que todo contra-argumento ingrese por el incómodo espacio de una
duda, que él mismo posibilitó. Avanzó tres o cuatro casilleros más adelante que
cualquier futuro posible científico que lo lea o lo critique. Pero cuando Darwin empieza
la carta donde entre muchas cosas describe y escribe la tortura del calor santafesino,
dice I swear. Quizás suene exagerado, pero a veces exagerar también es hacer ver: Santa
Fe hizo jurar a uno de los más grandes científicos europeos de la historia moderna.

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