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Gracias. Buenas noches.

Quiero empezar por dejar dos cosas en claro:

no vengo a disculparme de nada ni vengo a


vengarme de nada.

No cambiaría mi lugar por ningún otro en


el mundo.

Porque ser como soy me resulta interesante.


Seguramente la mayoría de ustedes han venido

a verme porque han leído mis libros.


A las que no, me presento: Virginie Despentes.

Quiero aprovechar para contarles algunas cosas


que quizás no sepan, pero que son necesarias

para que me entiendan lo que vine a decir.


Comenzamos con la lectura:

Me parece genial que haya mujeres a las que


les gusta seducir, que sepan seducir, o que

les guste casarse, que algunas tengan olor


a sexo y otras olor al bizcochuelo que le

preparan a los hijos cuando llegan de la escuela.


Me parece maravilloso que algunas chicas sean

dulces y estén fascinadas con su feminidad,


que haya mujeres jóvenes, divinas, y otras

coquetas y resplandecientes.
Francamente, me parece perfecto que algunas

mujeres estén conformes con las cosas tal


y como están.

Y lo digo sin ironía. Simplemente me pasa


que no soy una de ellas.

Por supuesto, no escribiría lo que escribo


si fuera una belleza de tal calibre que puede

seducir a cada hombre que se le cruza por


el camino.

No. No es mi caso.
Simplemente hablo como lo que soy: una…

una proletaria de la feminidad.


Y no me avergüenza para nada no estar fuerte,

para nada.
Lo que me irrita, es que siendo una mujer

que atrae poco a los hombres, siempre haya


alguien que quiera decirme: ¡no debería
estar acá!
¿Por qué? Yo existo. Nosotras existimos.

Siempre.
Aunque bueno… la mayoría de los hombres,

publican novelas y generalmente los personajes


son poco gratos.

Al contrario, las heroínas contemporáneas,


quieren a los hombres, los conocen en dos

capítulos y se acuestan en cuatro renglones.


A todas les encanta el sexo. La figura de

la perdedora de la feminidad me es más que


atractiva, me es esencial.

Igual que la figura del perdedor social, económico


y político. Prefiero a los que no pueden,

por la simple y buena razón de que yo tampoco


puedo mucho.

Y en términos generales reconozcamos el humor


y la inventiva están más bien de nuestro

lado.
Cuando una no tiene lo necesario para creérsela,

generalmente es más creativa, ¿no? Pregunto.


Soy una mina más King Kong que Kate Moss.

Soy de esas mujeres con las que nadie quiere


tener hijos, con las que nadie de casa.

Hablo desde mi lugar de mujer siempre excesiva.


Demasiado agresiva, demasiado ruidosa, demasiado

brutal, demasiado tosca, demasiado viril.


Sin embargo, son mis cualidades viriles las

que me permiten ser quien soy.


Sí.

Todo lo que me gusta de mi vida, todo lo que


me salvó, se lo debo a mi virilidad. Por

lo tanto hablo como una mujer poco apta para


atraer la atención masculina, para satisfacer

el deseo masculino y para permanecer en un


lugar en la sombra.

Hablo como mujer nada seductora, pero ambiciosa,


atraída por la plata que gano por mis propios

medios, atraída por el poder, el de hacer


y el de rechazar.

Sí.
Y además, quiero dejar en claro que nunca

me pareció algo tan obvio que las chicas


atractivas lo pasen tan bien. Siempre me sentí

fea, pero supe adaptarme.


Estoy contenta conmigo así como soy, más

deseante que deseable. De modo que escribo


desde acá, desde las no vendidas, las locas,

las rapadas, las que no se saben vestir, las


que tienen miedo de tener mal olor, las que

tienen dientes podridos, las que no saben


cómo conducirse, las que cogerían con cualquiera

con tal de que alguien se las cojan, las más


trolas, las que tienen la concha seca, las

que tienen un culo gigante, a las que no les


gustan las perfumerías, las que están demasiado

mal hechas para vestirse como gatitas hot


pero se mueren de ganas de hacerlo, las que

son pudorosas por acomplejadas, las que no


saben decir no, las que dan miedo, las que

dan lástima, las que no dan ganas de nada,


las que se caen borrachas al piso, las que

no saben conducirse…

Lo mismo vale, dicho sea de paso, para los


hombres, ¿eh?, que no tienen ganas de ser

protectores, a los que les gustaría ser protectores


pero no saben cómo, los que no saben pelear,

los que son de lágrima fácil, los que no


son ambiciosos, ni competitivos, ni bien dotados,

ni agresivos, los que son miedosos, tímidos,


vulnerables, los que preferirían ocuparse

de la casa antes que salir a trabajar, los


que son delicados, pelados, demasiado pobres

como para gustarle a nadie, los que tienen


ganas de que se la pongan, los que no quieren

que nadie tenga que contar de ellos, los que


tienen miedo cuando están solos de noche.

[Sonidos de ambulancia y autos]


Fui a una escuela mixta. Supe desde la primaria
que la inteligencia de los chicos era la misma

que la de las chicas. Usé minifalda sin que


nadie de mi familia se opusiera. Tomo anticonceptivos

desde los catorce años sin el menor problema.


Empecé a coger en cuanto se presentó la

ocasión, cosa que en aquel momento me resultó


fascinante hoy, muchos años después, el

único comentario que me despierta es: «qué


cool que estuve». No sé…

Me fui a vivir sola a los diecisiete, a nadie


le pareció mal. Siempre supe que iba a laburar

y que no tendría que bancarme la compañía


de un hombre que me pague el alquiler. Tuve

una cuenta a mi nombre en el banco sin ser


consciente que pertenecía a la primera generación

de mujeres que podía tener una cuenta bancaria


sin la firma del padre o del marido.

Me masturbé bastante tarde, eso sí. Pero


bueno ya había leído muchos libros que hablaban

de eso sin total problema y con absoluta claridad:


nunca me sentí un monstruo antisocial tocarme

Jamás. Sabía que cualquier cosa que hiciera


con mi concha era un asunto exclusivamente

mío. De hecho, durante dos años, más o


menos, me prostituí.

[Sonidos de viento fuerte]

A principios de los noventa todavía existía


un sistema parecido a internet en Francia

–en realidad un antecedente de internet-


que funcionaba con la línea del teléfono,

el minitel. La idea de prostituirme vino de


ahí. Los sistemas de comunicación son ideales

para el comercio del sexo. El minitel permitió


que toda una generación de chicas pudiera

prostituirse en condiciones bastante buenas


de anonimato, elección del cliente, discusión

de precios y autonomía. Los que querían


pagar por sexo y las que lo querían vender
se podían contactar con absoluta facilidad
y acordar las condiciones. Los hoteles que

aceptaban el pago de la tarjeta de crédito


facilitaban las cosas, porque bueno, los trámites

se hacían más rápido: habitaciones más


limpias, no te cruzabas con nadie al entrar,

baratas.
Mi primer trabajo: 1989, justamente consistía

en vigilar un servidor de internet. Me pagaban


para que desconectara a todos los usuarios

que tenían un discurso racista, antisemita


y pedófilo.

Cuando empezó todo, yo trabajaba en un supermercado,


¿no? en un quiosco de fotos, de revelado

instantáneo. 22 años. De entrada, aclaro


que nunca tuve el estilo ni el aspecto de

una sex business. Para nada. No. De verdad.


Hace dos años, cuando yo trabajaba supervisando

las redes del minitel encontraba “tipos


muy generosos” que ofrecían una fortuna

a las minas por una noche, y yo pensaba: “Claro.


Esto es una trampa”. Se las llevan a las

casas, les hacen de todo y después terminan


ensangrentadas en una zanja.

Leí novelas, vi películas, la cultura dominante


siempre pasa su mensaje: “¡Cuidado, chicas,

cuidado! Ustedes gustan más como cadáveres”.


A la larga, terminé por entender que los

hombres pagaban mucha plata solo por unos


minones impresionantes.

Yo odiaba trabajar en ese local. Me deprimía


la cantidad de tiempo que me ocupaba y lo

poco que ganaba. Miraba a las mujeres mayores


que yo, cuando llegaban a los cincuenta, a

los cincuenta y cinco, y se tenían que bancar


que el supervisor las venga a putear porque

iban a mear demasiado seguido.


A los pocos meses, comprendí perfectamente

lo que era “una vida de honesta trabajadora.


No veía la más mínima escapatoria. Encima,

ya en aquella época había que estar contentas


en Francia por el solo hecho de tener un trabajo.

Nunca fui demasiado razonable que digamos


y siempre me costó estar conforme con lo

que tenía. Con la computadora con la que


facturábamos los sobres con las fotos reveladas

se podía entrar al minitel, y yo me la pasaba


charlando con un amante parisino. Tenía varias

conversaciones, incluso en simultáneo. Una


vez empecé una conversación más excitante

con un hombre que me resultaba muy convincente.


La primera vez que hice una cita, fue con

él. Me acuerdo de su voz excitante, me daba


ganas de conocerlo. Incluso hubiera ido gratis.

Pero bueh… A último momento no fui. No


fui.

Demasiado lejos de mí, demasiado lejos de


mi vida. Me achiqué.

Bueno, yo creía que ser trola no se improvisaba,


era como un mandato divino, que te caía,

estaba convencida. Pero bueno el afán de


lucro, mezclado con la curiosidad, el imperativo

de encontrar una forma de que me sacara de


ese puesto de fotos, y también debo reconocer…

porque quería ver qué onda.


Estaba segura…estaba segura de que yo algo

iba a aprender ahí. Así que unos días después


quedé en verme con otro hombre, no muy sexy,

él. Un cliente, un cliente de verdad. Desde


la adolescencia que no me ponía una minifalda

y un par de tacos altos.


[Suena la canción”Feeling good”, de Nina

Simone]

La revolución se sostiene sobre un par de


tacos altos.

[Sigue sonando la canción]

No se trata de
que una haya cambiado, pero un día algo se
pone en marcha y ya nada es como antes. Cuando

dan su testimonio las trabajadoras del sexo


norteamericanas ellas utilizan un término

“empowerment”, un aumento de la sensación


del poder. ¿Y pueden creer que es así? Es

así. Realmente.
El impacto que esto generó sobre la población

masculina me encantó. Me encantó, con su


lado exagerado, casi farsesco por supuesto,

pero fue un cambio notorio de estatus. Notorio.


Hasta ese momento, yo era una chica casi transparente,

de pelo corto, zapatillas sucias, y de repente


me volví un ser vicioso. Pensaba que era

la Mujer Maravilla encerrada en la cabina


telefónica, dando vueltas y saliendo completamente

cambiada. Era muy divertido. La verdad, la


pasé muy bien.

El efecto que esto provocaba a muchos hombres


era casi hipnótico. Entrar a los negocios,

al subte, sentarme en un bar, cruzar una calle.


En todas partes, notaba miradas hambrientas,

estaba increíblemente presente. Poseedora


de un codiciado tesoro, mis pechos, mi entrepierna,

el acceso a mi cuerpo tomaba una importancia


extrema. Y no sólo les provocaba este efecto

a los hombres menos agradables, ¿eh? No.


Cuando una mujer se viste de puta, atrae la

mirada de todo el mundo. Me había convertido


en un juguete gigante. En todo caso, estaba

segura de una cosa: yo ese trabajo lo podía


hacer. Al final, no hacía falta ser un minón

impresionante para tener algunos clientes...


sólo alcanzaba con jugar el juego: el juego

de la feminidad. Este proceso, al principio,


me fascinó. A mí, que siempre me importaron

tres carajos las cosas de las chicas, los


tacos altos, las medias red, los corcets…

me apasionaron. Me acuerdo de mi perplejidad,


los primeros meses, cada vez que me veía
reflejada en la vidriera. Es verdad que esa
no era más sólo yo, sino también esa puta

de piernas alargadas que se reflejaba. Hasta


lo que había de masculino en mí, como mi

forma de caminar rápido y segura, se volvía


un atributo de híper feminidad en cuanto

me ponía esa ropa. Al principio, me gustó


convertirme en esa otra chica. Era como hacer

un viaje. En el mismo lugar, pero en otra


dimensión. Apenas me ponía el traje de híper

feminidad: cambiaba la confianza en mí, como


con una raya de merca. Sí. Pero al igual

que la merca, la cosa se volvió más complicada.


[Suena la misma canción que antes]

Mientras tanto, tripas corazón, había hecho


mi primer cliente a domicilio, un tipo de

unos sesenta años, que fumaba cigarrillos


negros, uno atrás otro sin parar, hablaba

mucho durante el sexo. Daba la sensación


de que estaba solo, me pareció asombrosamente

amable. No sé si tengo pinta de tonta o dulce


o al contrario me ven demasiado imponente,

o si simplemente tuve suerte, pero luego esta


teoría se confirmó: los clientes eran bastante

amables conmigo, atentos, tiernos. Mucho más


que en la vida real, por cierto. Si mal no

recuerdo, y no creo equivocarme, lo que me


costaba no era toparme con su agresividad,

con lo que me pedían, no, ni con su desprecio.


No. Sino más bien con su soledad, con su

tristeza, su desamparada timidez. Sus panzas


gordas, sus pijas chicas, sus colas flácidas,

dientes amarillos. Lo que volvía las cosas


más complicadas no era nada de eso, sino

la fragilidad de cada uno de ellos. Lo demás,


fue hacer la mayor cantidad de plata posible

en el menor tiempo, y no pensar después.


Pero, en mi corta experiencia, los clientes

estaban llenos de humanidad, de fragilidad,


de desamparo.

Por lo tanto, desde un punto de vista físico:


tocar la piel del otro, poner la piel de una

a disposición, abrir las piernas, el cuerpo


entero al olor del extraño, el asco corporal

que había que sobrellevar no era problemático


para mí. No. Era una cuestión de caridad,

aun teniendo precio.

Descubrir un mundo totalmente nuevo, donde


el dinero cambiaba de valor. El mundo de las

mujeres que juegan el juego. Lo que una ganaba


en cuarenta horas de laburo ingrato me te

era pagado por menos de dos horas. Obviamente,


por supuesto, hay que contar el tiempo de

pre-producción, ¿no?: maquillaje, peinado,


depilación. Bueno, la ropa, eh… todo. Aun

así, estas condiciones de trabajo eran un


lujo. A los tipos que se lo pueden permitir

les gusta pagar por mujeres. Es lo que aprendí


de todo esto. A algunos les gusta frecuentar

putas según un ritual estricto, plata en


efectivo; a otros que tome el aspecto más

de una relación o que les diga qué regalo


quiero, para que puedan jugar un poquito a

ser papás.

Decir que una “hace clientes”, es quedar


totalmente apartada del resto. En cambio,

decir que uno va de putas, es diferente. No


los convierte en un hombre marginado, no los

marca en su sexualidad para nada. En cambio,


para las mujeres que trabajan como prostitutas

ellas son inmediatamente estigmatizadas, pertenecen


a una única categoría: víctimas. En general,

por supuesto, la mayoría se niega a hablar


de esto porque bueno, no pueden contar nada,

es algo que no se debe hacer, ¿no? Hay que


permanecer en silencio. Siempre la misma mecánica.

Se exige que hayan sido víctimas. Y si no


siguen el sentido del discurso que se espera
de ellas -quejándose del mal que les hicieron
y contando cómo fueron obligadas- entonces

las chicas la pasan muy mal. No temen que


no sobrevivan a ese laburo, al contrario:

temen que digan que no es un trabajo tan aterrador.


Porque muchos hombres nunca son tan amables

como lo son con una puta.

La prostitución ocasional no es para nada


extraordinaria, para nada. Lo que es excepcional

en mi caso, es que lo cuento. Que lo puedo


hablar con ustedes. Este laburo, que no se

puede practicar de forma muy secreta, es sólo


un laburo bien pago, para mujeres nada o poco

calificadas.

Cuando trabajé en salones de masajes «eróticos»,


conocí a chicas de muy distintos perfiles,

muy distintos, incluso las menos esperables


para «este tipo de oficio», ¿no?

Yo provenía de una familia de extrema izquierda,


padres sindicalistas, muy jóvenes, en el

que siempre había oído decir, y creído,


que las chicas que se prostituían eran víctimas,

inconscientes o manipuladas, pero siempre


acorraladas. La realidad del terreno es muy

distinta.

El único punto común que pude encontrar


entre todas, por supuesto es el tema de la

plata, pero por sobre todo que no hablaban


de lo que hacían. Secreto de mujeres. Ni

con los amigos, ni con la familia, ni con


los maridos o con los novios. Creo que la

mayoría de ellas hizo exactamente lo que


yo hice: trabajar en esto un tiempo y después

cambiar a algo totalmente distinto. A la gente


le gusta poner cara incrédula, perdón, cuando

una dice que trabajó de puta. Es lo mismo


que con la violación: ¡pura hipocresía!

Si fuera posible hacer una encuesta, quedaríamos


estupefactos al conocer el verdadero número

de chicas que vendieron sexo a desconocidos.


Hipócritamente, porque en nuestra cultura,

de la seducción a la prostitución el límite


es muy borroso, y todos los sabemos eso.

Durante el primer año, realmente me gustó


ese trabajo. Sí, porque ganar dinero era

mucho más fácil que con cualquier otro.


Pero sobre todo, también, porque me permitió

experimentar, casi todo lo que me intrigaba


y me fascinaba. Permiso ¿eh?, sin hacerme

demasiadas preguntas. Sin ningún juicio moral,


para nada. Permiso.

Sólo entendí lo cómoda que estaba en mi


posición cuando la abandoné. Cuando, ya

siendo quien soy, fui a tomar unos tragos


a un bar swinger, y me di cuenta cuánto más

fácil hubiese sido ir como puta acompañando


a un cliente, que ir yo misma. Porque sin

el motivo del dinero, se me complicaba todo.


Mi sexualidad me apareció pero infinitamente

más confusa. Soy una chica, y el terreno


del sexo fuera de la pareja no… no es para

mí. Cuando se es una mujer libre de elegir,


es más complicado de manejar y menos liviano.

Usar el disfraz de mujer nunca me había interesado


pero usarlo me permitió entender algunas

cosas sobre los hombres. El efecto que producen


los efectos fetiches -ligas, tacos altos,

lo que les dije. Me gusta, desde aquella época,


oír a los hombres hablar sobre la estupidez

de las mujeres que adoran el poder, el dinero


o la celebridad: como si adorar un portaligas

fuese menos estúpido. Increíble.

La prostitución fue una etapa crucial, en


mi caso, de reconstrucción después de haber

tenido que pasar por una violación. Fue una


especie de indemnización, billete sobre billete,

de lo que me había sido arrebatado por la


brutalidad. Pero lo que podía vender a cada

uno de mis clientes, se había mantenido.


Este sexo me pertenecía a mí sola. Lo que

me resulta difícil, hasta el día de hoy,


no es el haberlo hecho, sino estar hablándolo.

A nivel sexual, me gustaría agregar algo


más, ya que de lo trash hablé lo suficiente

y no quiero seguir agregando más nada. Pero


sí les quiero decir esto: ver a los hombres

bajo un ángulo más infantil, más frágil,


vulnerables, los volvió más simpáticos,

menos impresionantes, más amables y finalmente


más accesibles. Y eso hizo que disminuyera

mi agresividad hacia ellos.


Lo que me enfurece no es los hombres hacen

o son. No. Sino lo que me quieren impedir


ser o hacer a mí.

[Se escucha un ruido monótono, con eco]

Hay una comparación posible entre las drogas


duras y la prostitución. Todo empieza bien:

con la sensación de que es un poder fácil


(sobre los hombres, sobre el dinero), emociones

fuertes, descubrimientos interesantes sobre


una misma, y liberación de dudas. Pero el

alivio es traicionero, los efectos secundarios


son duros, y una siempre sigue esperando volver

a experimentar sensaciones que tenía al principio,


igual que con la droga. Igual. Y también,

cuando una quiere dejarla, las complicaciones


son comparables: una vuelve una vez, solo

una, y luego la semana siguiente, ante el


menor problema, una prende el minitel “por

última vez”. Y cuando una empieza a entender


que está perdiendo más tranquilidad de la

que gana, vuelve a empezar igual. Lo que era


una fuerza fantástica que se podía dominar,

en un momento se desbordaba y se volvía amenazadora.


Y la propia debacle empieza a ser lo atractivo

del asunto.
Así que dejé y volví por un tiempo, y luego
me convertí en quien soy. Es curioso, pero

la parte promocional de mi trabajo como escritora


que se volvió mediática siempre me llamó

la atención por sus semejanzas con el acto


de prostituirse. Sí. Lo único es que cuando

una dice “soy puta” tiene a un montón


de salvadores de su lado, y cuando una dice

«salgo en la tele», tenés a un montón


de envidiosos de tu lado. Pero el sentimiento

de no ser del todo dueña de una misma, de


vender lo que es íntimo, de mostrar lo que

es privado, es exactamente el mismo.

Por otro lado, perdón pero sigo sin ver la


clara diferencia entre la prostitución y

la seducción femenina. Quiero decir, entre


el sexo pago y el sexo interesado. Hay un

matiz que a mí se me escapa. Perdónenme.


Y, por más que no dicen sus tarifas, tengo

la impresión de haber conocido muchas putas.


Muchas mujeres a las que el sexo no les interesa

pero que saben sacar provecho de él. Que


se acuestan con hombres viejos, deprimentes,

aburridos, pero poderosos socialmente. Que


se casan con ellos y que pelean para obtener

todo el dinero posible cuando se divorcian.


Que les parece normal ser mantenidas. Que

hasta incluso lo ven como un logro. Es triste


escuchar a mujeres hablar de amor como de

un contrato implícito. No sé… no sé.


Perdón, pero es mi lado clase media, hay

evidencias que me cuesta mucho digerir. Y


bueno, también carezco de sutileza, como

se habrán dado cuenta ¿no? Sin embargo si


pudiera darle un consejo a una chica, más

bien le diría que haga las cosas sin tapujos


y que conserve su independencia si quiere

sacar provecho de sus encantos, antes de dejarse


mandonear, preñar, golpear por un tipo que
nunca soportaría si no la llevara de viaje.

A los hombres les gusta imaginar que lo que


prefieren las mujeres, es seducirlos y perturbarlos.

Eso es pura proyección homosexual: si fueran


mujeres, lo que les gustaría sería excitar

a esos hombres. Está bien, es verdad, está


bueno hacerles perder la cabeza a los hombres…

obviamente. Sí, está bueno. Hay que mantenerlos


fuertes, ¿no? Con su sexualidad. Así que

está muy bien…. Perdón… No, no, hay


que tranquilizarlos, ¿no?

Bueno, acerca de su virilidad jugando por


supuesto el juego de la feminidad. Pero contrariamente

a la idea que muchos hombres se hacen, todas


las mujeres no tienen alma de cortesanas.

Para nada. A algunas, por ejemplo, les atrae


el poder directo, el que permite llegar a

algo sin tener que sonreírle a nadie. El


poder que permite ser desagradable, exigir,

ser tajante. Ese poder no es más vulgar cuando


lo ejerce una mujer que cuando lo ejerce un

hombre. Me parece…

Igual que el trabajo en casa o la educación


de los hijos, el servicio sexual femenino

debe ser gratuito. El dinero es la independencia.


Lo que ataca a la moral, en la práctica del

sexo pago no es el hecho de que la mujer encuentre


placer en ello, sino que se aleje del hogar

y gane su propia independencia. La puta es


la criatura del asfalto, la que se apropia

de la ciudad. La que trabaja fuera del mundo


doméstico y de la maternidad. Es la eterna

lucha de clases. Porque algunas mujeres no


tienen otra forma de ascenso social que el

matrimonio. Y que nadie se olvide de esto.

El hombre no necesita mentirle a la prostituta,


ni ella engañarlos, por lo tanto existe el

riesgo de que se vuelva su cómplice. Las


mujeres y los hombres, tradicionalmente, no

están hechos para decirse la verdad. Claramente,


decirse la verdad en el matrimonio… asusta.

En los medios de comunicación franceses,


en todos, la prostitución sobre la que se

hace foco siempre se refiere a las formas


más sórdidas. Van a buscar eso y lo encuentran,

sin mucha dificultad, ya que justo es la prostitución


la que no tiene recursos para sustraerse a

la mirada del otro. Cuanto más tétrico más


fuerte se siente el hombre en comparación

a ellas. Así, partiendo de algunas imágenes


horrorosas, se sacan conclusiones sobre el

sexo pago en todo su conjunto. Lo que importa


es propagar una sola idea: ninguna mujer debe

sacar provecho de sus servicios sexuales fuera


del matrimonio. De ninguna manera es suficientemente

adulta como para decidir comerciar con sus


encantos. Una mujer debe preferir necesariamente

tener un trabajo honesto, según las instancias


morales y no degradantes. Pues el sexo para

las mujeres, fuera del matrimonio, siempre


es degradante.

Esta imagen de la prostituta que tanto les


gusta vender, tiene varias funciones. En particular:

mostrarles a los hombres que tienen ganas


de ir a cogerse una puta hasta donde deben

rebajarse si lo hacen. A ellos también los


traen de vuelta al matrimonio, a la célula

familiar: ¡todo el mundo a casa! ¡A casa


todos! También es una forma de hacerles acordar

que su sexualidad es monstruosa… ¡monstruosa!,


hace víctimas, destruye vidas. Porque la

sexualidad masculina debe seguir siendo criminalizada,


peligrosa, asocial y amenazadora. No es una

verdad en sí, ¡no! Es una construcción


cultural. Cuando les impiden a las putas trabajar

en condiciones decentes, evidentemente se


ataca a las mujeres, pero también se controla
la sexualidad de los hombres. Para que cuando
te quieras echar un polvo no sea ni agradable

ni fácil. Que su sexualidad siga siendo un


problema. En la ciudad todas las imágenes

excitan el deseo, ¡todas! Pero el alivio


debe seguir siendo problemático, culpabilizante.

La decisión política que consiste en victimizar


a las prostitutas también cumple esta función:

estigmatizar el deseo masculino, confinarlo


en su ignominia. Que acabe pagando si quiere,

pero entonces que se enfrente con la podredumbre


y la vergüenza.

Una frase que me dijo hace muchos años un


cliente, que después me repitieron varias

veces, es: “¡Ay! es por tipos como yo que


chicas como vos hacen lo que hacen”. Era

una forma, claro, de volverme a ubicar en


mi lugar de chica perdida, por supuesto. Probablemente

porque yo no transmitía la sensación de


estar sufriendo por lo que hacía. Pero también

es una frase que explica cuan doloroso es


el placer masculino a puertas cerradas: lo

que me gusta hacer con vos necesariamente


genera infelicidad. Cara a cara con su culpabilidad.

Necesidad de tener vergüenza de su propio


placer, por más que encuentre satisfacción

en un ámbito nada dañino, y además agradable.


El deseo de los hombres debe lastimar a las

mujeres, debe marchitarlas. Y, por lo tanto,


culpabilizarlos. No es una fatalidad, no,

una vez más, sino una construcción política.


Y no estoy afirmando de ninguna manera, ¡por

favor!, que el trabajo de la prostitución


sea un trabajo anodino. ¡No! No estoy diciendo

eso. Pero en el mundo que estamos viviendo,


en esta guerra fría económicamente hablando,

prohibir la práctica de la prostitución


dentro, por supuesto, de un marco legal adecuado,

es prohibirle específicamente a la clase


femenina que se gane unos mangos.
Cuando los hombres se sueñan como mujeres,
se imaginan más como putas. Sí, libres de

moverse por ahí, que como amas de casa prolijitas.


Muchas veces, las cosas son exactamente lo

contrario de lo que nos dicen que son, y eso


nos las repiten con tanta insistencia y brutalidad.

Por eso, la figura de la puta es un buen ejemplo:


cuando afirman que la prostitución es «violencia

hacia las mujeres». No, ¡no! Nos quieren


hacer olvidar que el matrimonio también es

violencia a las mujeres así como están las


cosas como están. La sexualidad masculina

en sí no constituye una violencia hacia las


mujeres, si dan su consentimiento y son bien

remuneradas. La violencia es el poder que


se ejerce sobre nosotras, por nosotras diciéndonos

lo que es digno y lo que no lo es.


[Aplausos del público]

Durante años, estuve a miles de kilómetros


del feminismo, no por falta de solidaridad

o de consciencia, sino porque, de hecho, durante


mucho tiempo ser de mi género no me impidió

hacer casi nada. ¿Tenía ganas de llevar


vida de hombre?, llevé vida de hombre. Perdón,

eh. Por favor “Colombia”, ¿me podes sacar


el vídeo?

Gracias cumpa. Muchachos arriba, si son tan


amables, por favor un poquito de luz de sala

para verlos un poquito, gracias. Y el “chic”,


lo cortamos.

Hubo una revolución feminista. Pero por ahora,


nada sobre la masculinidad. No, me pregunto,

¿no? Qué les pasa a los hombres que siguen


callándose sin poder inventar un discurso

nuevo y creativo, acerca del placer de su


masculinidad. ¿Para cuándo la revolución

masculina?
[Risas del público]

El feminismo es una revolución, no un reordenamiento


de consignas marquetineras. El feminismo es

una aventura colectiva, para las mujeres,


para los hombres, y para los demás. Una revolución

que ya ha comenzado. Una visión del mundo,


una elección.

Dicho esto chicas: ¡continúen el viaje...!


[Aplausos del público]

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