Si comparamos la campaña de Cambiemos con su discurso ya en el gobierno, uno de los
aspectos más notables que advertiremos es la inflexión en el registro pasional. La
euforizante proclama por una “revolución de la alegría” –estandarte discursivo de las pretensiones electorales del macrismo– fue reemplazada, conforme adquiría impulso la gestión de la alianza vencedora, por una taciturna apelación al imperio de la “esperanza”. Creo que en esta inflexión es posible discernir no sólo los devaneos del marketing político. Esta fluctuación anímica a nivel del discurso oficialista –de la alegría a la esperanza– es sintomática además de una cierta forma de gobierno, de una concepción determinada de ejercicio del poder. En ocasión de su acceso al ballotage, Macri acompañaba el eslogan de la “revolución de la alegría” con una apostilla, en cierto modo, paradójica. Exudando confianza en su victoria en segunda vuelta, el entonces candidato afirmaba que “cada día, a partir del 10 de diciembre, vamos a estar un poco mejor”. La proclamada revolución de la alegría suponía, en verdad, un reformismo. Una cierta base de bienestar –de “alegría”– era el presupuesto de este pronóstico explicativo. Puede parecer una sutileza retórica inconsecuente, pero la observación es reveladora de la orientación argumentativa del discurso de Cambiemos en campaña: no se nos aseguraba que a partir del 10 de diciembre comenzaríamos a estar bien, sino que estaríamos cada día mejor. El affaire del impuesto a las ganancias es ilustrativo a este respecto. Acaso la más conspicua entre sus promesas incumplidas, el anuncio de que durante el gobierno de Cambiemos los trabajadores no pagarían ganancias daba por descontado, por cierto, que los trabajadores mantendrían sus puestos de trabajo. Desde el comienzo, con todo, comprobamos que éste no sería el caso. El vodevilesco entuerto de la ceremonia de asunción –interinato Pinedo mediante– no podía hacer presagiar el hiperquinético dramatismo de las primeras semanas de la administración Macri. El inequívoco presagio se cifraba más bien en la megadevaluación eufemizada por la fanfarria de la “liberación del cepo”, causa inmediata –en concurrencia con la concomitante quita de retenciones al sector agropecuario– de la disparada inflacionaria más brutal de las últimas dos décadas. En los masivos despidos de empleados estatales, ejemplar precedente de la fenomenal destrucción de empleos a nivel privado acontecida a lo largo de 2016, particularmente en el sector industrial. En la designación ministerial para la cartera energética del CEO de una de las principales multinacionales petroleras, desembozada entronización política del criterio costo/beneficio que rigió el traumático –y sólo parcialmente abortado– “tarifazo”. Nunca antes en la historia política contemporánea el contraste entre las expectativas discursivamente alimentadas en campaña, y la realidad efectiva de las medidas tomadas por la incipiente gestión, fue tan elocuente y doloroso. La “revolución de la alegría” se consagró prometiendo el gradual mejoramiento de las condiciones de vida de la población, sólo para desencadenar, apenas en el poder, su repentina degradación. Más allá de la mítica “luna de miel” de que todo presidente goza en sus primeros 100 días de gobierno, no deja de ser sorprendente que esta colosal redistribución regresiva del ingreso no haya redundado en una –proporcionalmente masiva– erosión de la imagen presidencial. Sin embargo, a lo largo de este período inicial del gobierno de Macri –cuyo punto culminante podemos situar en su primer discurso ante la Asamblea Legislativa– sí es claramente posible constatar la inflexión pasional a que aludí más arriba. Desde entonces quedó claro, en efecto, que la mentada alegría no sería una adición progresiva a un presente ya de entrada venturoso, sino la incierta consecución de un futuro en el que habríamos superado la tristeza que ahora embargaba a buena parte de la población. A través de una laboriosa maniobra retórica de dislocación temporal, el gobierno logró diluir los efectos más deletéreos de este trastrocamiento afectivo. La maniobra en cuestión es consabida, pero vale la pena reseñarla para advertir la maleabilidad de la dimensión cronológica en el discurso de Cambiemos. En campaña, mientras prometía que durante su gobierno los argentinos estarían “cada día mejor”, Macri –recordemos– imputaba al candidato del FPV la implementación de una “campaña del miedo”. Scioli, por cierto, auguraba un porvenir desgraciado en caso de que su rival resultara electo. Ahora bien, una vez en el poder, Macri atribuyó retroactivamente la desgracia –que efectivamente sobrevino con su gobierno– a la “pesada herencia” del anterior. Se advierte aquí que la inflexión pasional es paralela a la torsión discursiva de la temporalidad. A partir del 10 de diciembre, el presente adquiriría el semblante conceptual de un pasado “sincerado”. En este contexto, la tristeza actual no es sino la manifestación de una tristeza pretérita que fuera artificialmente mantenida en estado latente. En el plano económico, esta maniobra retórica volvió verosímil el singular retrato de una crisis asintomática discernida a posteriori, ineludible premisa legitimadora del ajuste que nadie dejó de percibir bajo el eufemismo del “sinceramiento”. El mejoramiento del humor social se supeditó entonces a la llegada de una fantástica “lluvia de inversiones”, cuyos efectos reactivadores siguen siendo una hipótesis no comprobada en la realidad. Lo cierto es que, ora por ofuscación dogmática, ora por impericia técnica, al cabo de más de un año de gestión, el macrismo sigue sin dar pie con bola en el plano económico. De este modo, la transición desde la tristeza generalizada al despuntar de la alegría del crecimiento –tras la gaffe del “segundo semestre” y la descorazonadora ausencia de “brotes verdes” que reportar– sigue proyectada a un futuro cada vez más incierto e indefinido. Baruch Spinoza, por excelencia el filósofo de la democracia radical en el Época Clásica, nos brinda el encuadre conceptual para desentrañar las implicaciones políticas de este trastrocamiento afectivo del discurso macrista. Lejos de deplorar las pasiones humanas en tanto raíz de comportamientos indeseables, el filósofo holandés –en línea con Maquiavelo– las concibe como la materia misma de que se compone todo ordenamiento político. A su vez, entenderá que los ciudadanos de un Estado libre –en contraposición a Hobbes– no estarán motivados a obedecer a las autoridades por pasiones “tristes” como el miedo, sino por pasiones “alegres” como el amor. Para Spinoza, la democracia es la forma de gobierno cuya razón de ser es la alegría del pueblo; y el amor, por tanto, la motivación que tendrán sus ciudadanos para obedecer a la autoridad política. El miedo a recibir castigos y la esperanza de obtener recompensas, por el contrario, son las motivaciones de la obediencia en una tiranía. La esperanza es una forma de alegría, pero una alegría inconstante e incierta. En la medida en que contempla la consecución de un futuro contingente, es una alegría transida de incertidumbre. Por cuanto duda de su propia consecución, es una alegría que fluctúa volátilmente con la tristeza provocada por la posibilidad de no llegar a ser. De aquí que nunca se da la esperanza sin el miedo, entendido como una tristeza inconstante. Desde el punto de vista político, en rigor, Spinoza concibe a estas dos pasiones como un par consustancialmente complementario, una pareja inseparable. En cuanto pasiones tristes, fluctuaciones del ánimo que inducen a la pasividad y la servidumbre, el miedo y la esperanza encarnan el doble frente hacia el que apuntará la crítica spinozista de la dominación política –en su intento de decapitar, en palabras de Remo Bodei, el “águila bicéfala del imperio teológico-político”. Las tiranías buscan infundir miedo y esperanza, justamente, porque a través de estas pasiones logran someter no sólo el cuerpo sino también la mente y la imaginación de sus súbditos. La esperanza, en cuanto fuga del mundo y justificación del statu quo, opera como un instrumento de resignación ante un presente que se intuye inalterable; es, en suma, un dispositivo pasional de dominación. La invocación discursiva de la esperanza, en este sentido, tiene por efecto justificar la degradación de las condiciones de vida de la población, al tiempo que refleja la efectiva declinación en el tono democrático del sistema político. Por otro lado, tal como señala Spinoza, el ser humano muestra una particular susceptibilidad a creer en aquello que espera, de aquí que la esperanza esté en el origen de las supersticiones. La complementariedad con el miedo, a este respecto, se observa en el hecho de que ambas son pasiones sordas a la razón e impermeables a la crítica. La realidad del gobierno de Cambiemos no deja de confirmar (esta presuposición recíproca de miedo y esperanza) a Spinoza cuando éste sostiene que la esperanza y el miedo conforman un binomio inescindible. Una vez que la alegría prometida en campaña fue sustituida por la apelación a esperar un retorno del bienestar en un futuro incierto, el miedo también comenzó a emerger en el discurso macrista como la contracara subterránea de la esperanza. Cuando Prat Gay, en una de sus primeras intervenciones públicas como Ministro de Hacienda y Finanzas, cernió una disyuntiva procusteana sobre los reclamos del movimiento obrero (“cada gremio sabrá dónde le aprieta el zapato”), no hacía sino formular una admonición destinada a infundir el miedo a perder el trabajo. Cuando Morales, en una de sus primeras medidas como Gobernador de Jujuy, puso en marcha los engranajes de su aparato judicial subordinado para encarcelar a Milagro Sala, no hacía sino atizar el miedo a la criminalización de la protesta social. Cuando Macri, en su primera alocución como Presidente ante la Asamblea Legislativa, cristalizó la metáfora de la “pesada herencia”, no hacía sino galvanizar el miedo a recaer en las fauces del “populismo demagógico”. El intento de desprestigiar el pensamiento crítico –cuyos supuestos efectos nocivos para el desarrollo pedagógico de la ciudadanía habrían de ser contrarrestados por el fortalecimiento del “entusiasmo”– sería otro aspecto de esta estrategia de infusión discursiva del miedo y la esperanza. Por cierto, la distorsión temporal de la lógica que implica el tópico del “sinceramiento”, sólo resulta admisible en virtud de una masiva obturación de la racionalidad, y del concomitante cultivo de una susceptibilidad a creer cualquier cosa. Miedo y esperanza contribuyen a sumir a la acción política en un clima cultural de opacidad supersticiosa. Según Beatriz Sarlo, el gobierno de Cambiemos ha suprimido las mediaciones entre los intereses económicos y la esfera política; a este respecto, una suerte de “pensamiento mágico burgués” caracterizaría la mentalidad macrista en el poder: “para la burguesía están los grandes contratos y para el resto del mundo está la ‘felicidad’”, es decir, “yo gano y el resto de las personas son felices”. Felices, se entiende, conforme a la inconstante felicidad de la esperanza, siempre acechada por la tristeza del miedo. La racionalidad y el pensamiento crítico, en rigor, son para Spinoza la precondición de la genuina felicidad. Sólo a través de una intelección metódica y razonada sería posible imaginar y encontrar lo que es causa de alegría, y también imaginar y encontrar lo que es causa de tristeza. Es el cultivo sistemático de la razón el que permite conciliar las pasiones con el mundo del intelecto, conforme al ideal condensado en la fórmula Amor Dei intellectualis. La filosofía de Spinoza es una filosofía práctica. Su ética tiene por propósito discernir los principios que rigen una forma de vida susceptible de maximizar la potencia de actuar y de existir de los seres humanos. Como vemos, este ideal ético se opone diametralmente a la degradación material y simbólica que nos propone aceptar el gobierno de Cambiemos: “cuanto más nos esforzamos en vivir según la guía de la razón – observa Spinoza–, tanto más nos esforzamos en no depender de la esperanza, librarnos del miedo, tener el mayor imperio posible sobre la fortuna y dirigir nuestras acciones conforme al seguro consejo de la razón” (IV, 47). El pensamiento crítico se postula antagónico a los dos pilares afectivos sobre los que se sostiene cualquier gobierno contrario a los intereses del pueblo; está pues en la naturaleza del macrismo aborrecerlo. Superar la esperanza y el miedo es imprescindible para recuperar el vigor democrático de la resistencia ante una nueva avanzada despolitizadora del neoliberalismo. Bajo el imperio de esta política económica, la espera de un mejoramiento en las condiciones de vida de la mayoría está destinada inevitablemente a la frustración. La esperanza frustrada podrá derivar en un arranque colérico generalizado, saludable en la medida en que sustituya la pasividad de la espera con un impulso asertivo hacia la rebelión. Sin embargo, la democracia recuperará duraderamente su vigor sólo si la política vuelve a ser vista como causa de alegría, como un encuentro con el otro en que nuestra potencia de actuar – individual y colectiva– es aumentada. Sólo cuando el amor vuelva a erigirse como la verdadera motivación para obedecer a la autoridad política, aspiraremos a una vida mejor.
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