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LAS ESTACIONES FERROVIARIAS DEL GRAN SANTIAGO

Sergio González Rodríguez


Editorial Universidad de Santiago de Chile
Acto Presentación - Noviembre - 2019

Las estaciones a las que nos invita el profesor González tienen la virtud de
provocar aprendizajes básicos singularidades, particularidades y múltiples
visiones a partir de la propuesta que el libro nos plantea que hubo un tiempo de
trenes… porque también hubo un tiempo de ciudades con trenes, ciudades que
a partir de tener trenes tuvieron y algunas conservan ese tiempo en la pretina
de registros construidos, en las cornisas de la memoria, trazados, cruces y
barreras, permitiendo a los pueblos transitar a estaturas ciudades. Algunas
como San Bernardo fueron ciudades cuando tuvieron estancias e instancias
ferroviarias. Habiéndolas perdidos, hoy apenas son suburbios y algo más de la
metrópolis. Otras asumieron el reto y supieron transitar esta etapa con nuevos
crecimientos y desarrollos sellando en sus cartografías usos industriales,
residenciales, franjas que aun hoy constituyen importantes sectores urbanos;
otras cayeron bajo la picota inmobiliaria sin dejar huellas ni menos una
pequeña ficha de identidad que le insinué una provocación al que por
pretendida aventura transite por lugares que alguna vez sintieron el temblor
caliente de una locomotora o el ritmo cansado de un tren arribando después de
una larga travesía por la nada y por el todo.

Jorge Luis Borges se preguntaba que será Buenos Aires. El libro de Sergio no
insinúa la misma pregunta de Santiago, qué será Santiago, que sería de
Santiago sin estaciones que fueron lugares de partidas y llegadas, de amores y
abandonos, de reinicios como los que vive Roberto Bolaño en la estación de
Pamplona, dejando atrás las historias ya vividas y olvidadas de la estación de
Blanes.

Cómo podríamos explicar a un niño que será Chile, sino es haciendo uso de la
metáfora del tren que ya Nicanor Parra nos lo propuso como el tren instantáneo
con su locomotora en el destino, la estación de Puerto Montt y el último vagón
en la Estación Central de Santiago, el pasajero transita de forma instantánea
medio país sin moverse.

Hubo estaciones que aun se refugian en la memoria con imágenes de que


pudieron haber sido algo más de lo que hoy ya no son, porque se derrumbaron
bajo la usura de la tierra devastada que nos hablaba T.S Eliot, que por lo
común puede más que la inteligencia, sin siquiera dejar una pequeña señal de
que en aquel parque hubo una estación. Pero para eso están los libros para
recordarnos cobardías y traiciones hacia un bello edificio diferente a todos los
demás. Los demás necesitaron de otras arquitecturas a las propiamente
ferroviarias para constituirse en tales estaciones terminales, simulando
basílicas palladianas o curias romanas, significando con estilos clásicos las
llegadas, las esperas y los atrasos… algunos plasmaron en llantos de un recién
nacido y otros en un pañuelo perfumado de rosa y azafrán que un despistado
lector encontró en un viejo libro de segunda mano de Rilke.
Los ferrocarriles fundan en plenitud la República de Chile, lo que había sido un
puñado de tres o cuatro ciudades antes de su llegada, con el ferrocarril se
alarga la República; el ferrocarril fue el territorio y las estaciones le pusieron
nombres a los mapas y así se descolgaron las toponimias hacia el norte y hacia
el sur, pero también a poniente y levante a oriente y occidente y cada 15 ó 20
kilómetros las estaciones fueron puertos de entradas y puertas de salidas de
los pueblos y ciudades. Y como tales estaciones marcaron el clima, las
cosechas y las vendimias se fueron grabando en sus hierros y maderas, en sus
aleros y bodegas. Unas como la Estación Central que nos muestra Sergio
González, abrieron sus brazos y crearon barrios, construyeron historias,
gravitaron con otros quehaceres y en sus proximidades surgieron fraguas de
pequeños neptunos, que se mantenían unidas con cordones umbilicales de
acero con la red central. En sus cercanías se crearon barrios de operarios
ferroviarios, construyeron estadios e instalaciones para cuerpo y la mente. Pero
eso es harina de otro costal y que en algún momento reto a González prestar
atención a los vínculos, las relaciones, del tren con la historia de la proximidad,
con el relato de las cercanías.

Hay barrios y ciudades fuertemente enraizadas con lo ferroviario, con el tren,


con las estaciones, y que hoy como clavos calientes permanecen ahí, a la
espera que una autoridad municipal las saque de la sequedad del letargo como
la estación de San Bernardo. Una ciudad creada para administrar las aguas del
cultivo, que al final devino por otros flujos, flujos del tren, en ciudad ferroviaria
que aun restañe en su biografía, a pesar que los hombres la han transformado
en un suburbio de la gran ciudad. Y es esta estación de San Bernardo la que
señala más que ninguna que hubo una arquitectura ferroviaria, propia,
destilada de aceros y elevados artificios como las estaciones mayores. Una
arquitectura de encajes de madera y pilares que subían marcando las
constelaciones en los tiempos en que el cielo tenia estrellas, hoy tiene antenas
y colmenas humanas. Una arquitectura de largo corredores, zaguanes para
apaciguar la soledad y las largas esperas, de los atrasos y de las desrielos. De
la llegada de los periódicos y del día anterior y que el tren 1 o el 1001 nos
invitaba en su coche comedor abriendo apetitos de mariscos, saciando
sequedades de asoleados mostos, de carnes asadas en la lentitud de una
lumbre de carbón y betún.

Los que quieran saber cómo fueron las infancias de las grandes estaciones de
Santiago, encuentran en la de San Bernardo un registro de identidad y destino
y que el libro de Estaciones de Santiago nos lo trae como una imagen
iluminada, provocación de nostalgias de perdidas y abandonos, a pesar de los
cambios que ha experimentado y el poco cuidado de los que las han alterado
por urgencias de la modernidad sus galerías y andenes.

Roland Barthes afirmaba que hace falta sólo una lluvia para alterar la pasividad
de París. Me aprovecho de ello para señalar como viejo ferroviario, navegante
infantil de transandinos para llegar a inicio de marzo alrededor de las 6 p.m a
Buenos Aires, que hace falta un tren para embarcarnos en un sueño y una
estación para ponerle nombres a las sensaciones que nos depara el viaje… tal
como ha deparado en mi este libro que hoy nos ofrece una ida con muchos
retornos Sergio González…
Cuantas veces insinuamos una parada en cualquier estación para abrir puertas
hacía los jardines del imprevisto… como relataba Saint John Perse, pero a
cambios de ello permanecimos quietos porque siempre nos ganó el temor a no
saber lidiar con lo desconocido, porque el tren penetra y nos invita sin pausas
en campos propicios. Y en este punto con suspenso detengo el tren de mi
presentación en las estaciones que hoy nos ofrece Sergio González Rodríguez.

Muchas Gracias…

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