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CAPITULO 11

SAO PAULO

Hubo quien maliciosamente definió a América como una tierra


que pasó de la barbarie a la decadencia sin haber conocido la civi-
lización. Con más acierto podría aplicarse la fórmula a las ciudades
del Nuevo Mundo: pasan directamente de la lozanía a la decrepitud,
pero nunca son antiguas. Una estudiante brasileña vino a mí llorando
después de su primer viaje a Francia. París le había parecido sucia,
con sus edificios ennegrecidos. La blancura y la limpieza eran los
únicos criterios de que disponía para apreciar una ciudad. Las ciu-
dades americanas, a diferencia de las de tipo monumental, jamás
incitan a un paseo fuera del tiempo, ni conocen esa vida sin edad que
caracteriza a las más bellas ciudades que han llegado a ser objeto
de contemplación y de reflexión, y no tan sólo instrumentos de la
función urbana. En las ciudades del Nuevo Mundo, ya sea Nueva
York, Chicago o Sao Paulo (estas dos últimas se comparan muy a
menudo), lo que impresiona no es la falta de vestigios; esta ausencia
es un elemento de su significación. Al revés de esos turistas europeos
que se enfurruñan porque no pueden agregar otra catedral del si-
glo xiii a su catálogo, me alegra adaptarme a un sistema sin dimen-
sión temporal para interpretar una forma diferente de civilización.
Pero caigo en el error inverso: ya que estas ciudades son nuevas, y de
su novedad tienen su ser y su justificación, no puedo perdonarles que
no lo sigan siendo. Para las ciudades europeas, el paso de los siglos
constituye una promoción; para las americanas, el de los años es una
decadencia. No sólo están recientemente construidas, sino que lo
están para renovarse con la misma rapidez con que fueron edifica-
das, es decir, mal. En el momento de levantarse, los nuevos barrios
casi ni son elementos urbanos: demasiado brillantes, demasiado nue-
vos, demasiado alegres para eso. Más bien parecen una feria, una
exposición internacional construida sólo por unos meses. Luego de
ese lapso la fiesta termina y esas grandes figurillas languidecen: las
fachadas se escaman, la lluvia y el hollín dejan sus huellas, el estilo
pasa de moda, la disposición primitiva desaparece bajo las demoli-
ciones que exige una nueva impaciencia. No son ciudades nuevas en
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contraste con ciudades antiguas, sino ciudades con un ciclo de evolu-


ción muy corto comparadas con otras de ciclo lento. Ciertas ciudades
de Europa se adormecen dulcemente en la muerte; las del Nuevo
Mundo viven febrilmente en una enfermedad crónica; son perpetua-
mente jóvenes y sin embargo nunca sanas.
Cuando visité Nueva York y Chicago en 1941 o cuando llegué a
Sâo Paulo en 1935, me asombró en primer lugar no lo nuevo, sino
la precocidad de los estragos del tiempo. No me sorprendí de que a
estas ciudades les faltaran diez siglos; me impresionó comprobar que
muchos de sus barrios tuvieran ya cincuenta años, que sin ninguna
vergüenza dieran muestras de tal marchitamiento, ya que, en suma,
el único adorno que podrían pretender sería el de una juventud,
fugitiva para ellos tanto como para seres vivientes. Chatarra, tran-
vías rojos como vehículos de bomberos, bares de caoba con balaus-
trada de latón pulido, depósitos de ladrillos en callejuelas solitarias
donde sólo el viento barre las basuras, parroquias rústicas al pie de
las oficinas y Bolsas con estilo de catedrales; laberintos de inmuebles
oxidados que cuelgan sobre abismos entrecruzados por zanjas, puentes
giratorios y andamios. ¡Oh, Chicago, imagen de las Américas,
ciudad que sin cesar crece en altura por la acumulación de sus pro-
pios escombros que soportan nuevas construcciones! No sorprende
que en ti el Nuevo Mundo ame tiernamente la memoria de los tiem-
pos del 1880; pues la única antigüedad que él puede pretender en
su sed de renovación es esta humilde distancia de medio siglo, dema-
siado breve para favorecer el juicio de nuestras ciudades milenarias,
pero que le da, a él, que no se cuida del tiempo, una pequeña oportu-
nidad para enternecerse por su juventud transitoria.
En 1935, los habitantes de Sâo Paulo se enorgullecían de que en
su ciudad se construyera, como término medio, una casa por hora.
Entonces se trataba de mansiones; me aseguran que el ritmo sigue
siendo el mismo, pero para las casas de departamentos. La ciudad se
desarrolla a tal velocidad que es imposible trazar el plano; todas las
semanas habría que hacer una nueva edición. Hasta parece que si se
acude en taxi a una cita fijada con algunas semanas de anticipación,
puede ocurrir que uno se adelante al barrio por un día. En estas con-
diciones, evocar recuerdos de hace veinte años es como contemplar
una fotografía ajada. A lo sumo puede presentar un interés docu-
mental. Desalojo los bolsillos de mi memoria y entrego lo que queda
a los archivos municipales.
Por esa época se describía a Sâo Paulo como una ciudad fea.
Sin duda, las casas de departamentos del centro eran pomposas y
pasadas de moda. La presuntuosa indigencia de su ornamentación se
agravaba aún más por la pobreza de la construcción; las estatuas y
guirnaldas no eran de piedra, sino de yeso embadurnado de amarillo
para simular una pátina. En general, la ciudad presentaba los tonos
sostenidos y arbitrarios que caracterizan esas malas construcciones
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donde el arquitecto ha tenido que recurrir al revoque para proteger


y disimular la base.
En las construcciones de piedra las extravagancias del estilo 1890
se pueden disculpar, en parte, por la gravedad y la densidad del
material; se ubican en su carácter de accesorios. Pero en las otras,
esas cuidadosas tumefacciones recuerdan las improvisaciones dérmi-
cas de la lepra. Bajo los colores falsos, las sombras resaltan más
negras; calles estrechas no permiten, a una capa de aire demasiado
delgada, «crear atmósfera», y de todo ello resulta un sentimiento
de irrealidad, como si no fuera una ciudad, sino una falsa aparien-
cia de construcciones rápidamente edificadas para las necesidades de
una representación teatral o de una secuencia cinematográfica.
Y sin embargo, Sâo Paulo nunca me pareció fea: era una ciudad
salvaje como lo son todas las ciudades americanas (a excepción, quizá,
de Washington, D. C., que no era ni salvaje ni domesticada, sino que
más bien se hallaba cautiva y muerta de aburrimiento en la jaula
estrellada de avenidas detrás de las cuales la encerró Lenfant). En
ese tiempo, Sâo Paulo aún no había sido domada. Construida al prin-
cipio sobre una terraza en forma de espolón que apuntaba hacia el
norte, en la confluencia de dos pequeños ríos —Anhangabaú y Ta-
manduateí, que un poco más abajo se vuelcan en el Tieté, afluente
del Paraná—, era una simple «reducción» de indios, un centro misio-
nero donde los jesuítas portugueses, desde el siglo xvi, trataban de
agrupar a los salvajes para iniciarlos en las virtudes de la civilización.
Sobre el talud que desciende hacia el Tamanduateí y que domina los
barrios populares del Braz y de la Penha, subsistían aún en 1935
algunas callejuelas provincianas y largas plazas cuadradas y cubiertas
de hierba, rodeadas de casas bajas con techo de tejas y ventanitas
enrejadas y encaladas, con una austera iglesia parroquial a un lado,
sin otra decoración que el doble arco canopial que recortaba un
frontón barroco en la parte superior de la fachada. Muy lejos hacia
el norte, el Tieté estiraba sus meandros plateados en las vaneas
—aguazales que poco a poco se iban transformando en ciudades—,
rodeadas de un rosario irregular de barrios y de loteos. Inmediata-
mente detrás estaba el centro de los negocios, fiel al estilo y a las
aspiraciones de la Exposición de 1889: la Praça de Sé, plaza de la
Catedral, un poco cantero, un poco ruina; después, el famoso Trián-
gulo, del que la ciudad estaba tan orgullosa como Chicago de su
Loop: zona del comercio formada por la intersección de las calles
Direita, Sâo-Bento y 15-Novembre, vías abarrotadas de letreros donde
se apiñaba una multitud de comerciantes y empleados que, por medio
de una vestimenta oscura, proclamaban su fidelidad a los valores euro-
peos o norteamericanos, al mismo tiempo que su arrogancia por los
ochocientos metros de altura que los liberaban de las languideces del
trópico (que pasa, sin embargo, por el centro de la ciudad).
En Sâo Paulo, en el mes de enero, la lluvia no «llega»; se engen-
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dra en la humedad del ambiente, como si el vapor de agua que


embebe todo se materializara en perlas acuáticas que, cayendo copio-
samente, se vieran frenadas por su afinidad con toda esa bruma a
través de la cual se deslizan. No se trata de una lluvia a rayones
como la de Europa, sino de un centelleo pálido, formado en multitud
de bolitas de agua que ruedan en una atmósfera húmeda: cascada de
claro caldo de tapioca. La lluvia no cesa cuando pasa la nube, sino
cuando el aire del lugar, por la punción lluviosa, se desembaraza
suficientemente de un exceso de humedad. Entonces el cielo se acla-
ra, se vislumbra un azul muy pálido entre las nubes rubias, mientras
que a través de las calles corren torrentes alpinos.
En el extremo norte de la terraza se abría un gigantesco tajo:
el de la avenida Sâo Joâo, arteria de varios kilómetros, que comen-
zaban a trazar paralelamente al Tieté, siguiendo el recorrido de la
antigua ruta del norte que llevaba hacia Ytu, Sorocaba y las ricas
plantaciones de Campiñas. La avenida, que nacía en el extremo
del espolón, descendía hacia los escombros de viejos barrios. Primero
dejaba a la derecha la calle Florencio de Abreu, que llevaba a la esta-
ción, entre bazares sirios que abastecían a todo el interior de chu-
cherías, y apacibles talleres de talabarteros y tapiceros donde se
fabricaban aún erguidas sillas de cuero labrado, gualdrapas de grueso
algodón retorcido, aperos decorados de plata repujada al estilo de los
plantadores y antiguos guías del matorral próximo; después pasaba al
pie del entonces único e inacabado rascacielos —el rosado Predio
Martinelli— y excavaba los Campos Eliseos, otrora morada de los
ricos, donde las mansiones de madera pintada se descalabraban en
medio de jardines de eucaliptos y mangos. La popular Santa Ifige-nia
estaba rodeada por un barrio reservado; cuchitriles con entrepiso
levantado albergaban a las rameras que llamaban a los clientes por
las ventanas. En fin, en las orillas de la ciudad progresaban los
loteos pequeño-burgueses de Perdizes y de Agua-Branca, que se asen-
taban al sudoeste, en la colina verdegueante y más aristocrática de
Pacaembú.
Hacia el sur, la terraza continúa elevándose. La trepan modestas
avenidas unidas en la cima, sobre el mismo espinazo del relieve, por
la Avenida Paulista, que bordea las residencias antaño fastuosas, estilo
casino o estación termal, de los millonarios del pasado medio siglo.
Bien al fondo, hacia el este, la avenida domina la llanura sobre el
barrio nuevo de Pacaembú, donde se edifican mansiones cúbicas,
mezcladas a lo largo de avenidas sinuosas espolvoreadas con el azul-
violeta de los Jacarandas en flor, entre declives de césped y terraplenes
ocres. Pero los millonarios abandonaron la Avenida Paulista. Siguien-
do la expansión de la ciudad, descendieron con ella por la parte
sur de la colina hacia apacibles barrios con calles sinuosas. Sus resi-
dencias, de inspiración californiana, de cemento micáceo y con balaus-
tradas de hierro forjado, se dejan adivinar al fondo de parques poda-
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dos, en los bosquecillos rústicos donde se hacen esos lotes para los
ricos.
Al pie de casas de departamentos de hormigón se extienden pas-
taderos de vacas; un barrio surge como un espejismo; avenidas bor-
deadas de lujosas residencias se interrumpen a ambos lados de los
barrancos; un torrente cenagoso circula entre los bananeros, sirviendo
a la vez como fuente y albañal a casuchas de argamasa construidas
sobre encañizados de bambú, donde vive la misma población negra
que en Rio acampaba en la cima de los morros. Las cabras corren a
lo largo de las pendientes. Ciertos lugares privilegiados de la ciudad
consiguen reunir todos los aspectos. Así, a la salida de dos calles
divergentes que conducen hacia el mar, se desemboca al pie de la
barranca del río Anhangabaú, franqueado por un puente que es una
de las principales arterias de la ciudad. El bajo fondo está ocupado
por un parque estilo inglés: extensiones de césped con estatuas
y pabellones, mientras que en la vertical de los dos taludes se elevan
los principales edificios: el Teatro Municipal, el hotel Explanada, el
Automóvil Club y las oficinas de la compañía canadiense que provee
la iluminación eléctrica y los transportes. Sus masas heterogéneas se
enfrentan en un desorden coagulado. Esos inmuebles en pugna evo-
can grandes rebaños de mamíferos reunidos por la noche alrededor
de un pozo de agua, por un momento titubeantes e inmóviles, con-
denados, por una necesidad más apremiante que el miedo, a mezclar
temporariamente sus especies antagónicas. La evolución animal se
cumple de acuerdo con fases más lentas que las de la vida urbana;
si contemplara hoy el mismo paraje, quizá comprobaría que el híbri-
do rebaño ha desaparecido, pisoteado por una raza más vigorosa y
más homogénea de rascacielos implantados en esas costas, fosilizadas
por el asfalto de una autopista.
Al abrigo de esta fauna pedregosa la élite paulista, así como sus
orquídeas favoritas, formaba una flora indolente y más exótica de lo
que ella misma creía. Los botánicos enseñan que las especies tropica-
les incluyen variedades más numerosas que las de las zonas templa-
das, aunque cada una de ellas está, en compensación, constituida por
un número a veces muy pequeño de individuos. El grâo fino local
había llevado al extremo esa especialización.
Una sociedad restringida se había repartido los papeles. Todas
las ocupaciones, los gustos, las curiosidades justificables de la civili-
zación contemporánea se daban cita allí, pero cada una estaba repre-
sentada por un solo individuo. Nuestros amigos no eran verdadera-
mente personas, sino más bien funciones cuya nómina parecía haber
sido determinada más por la importancia intrínseca que por su dis-
ponibilidad. Allí se encontraban el católico, el liberal, el legitimista,
el comunista; o, en otro plano, el gastrónomo, el bibliófilo, el amante
de los perros (o de los caballos) de raza, de la pintura antigua, de la
pintura moderna; y también el erudito local, el poeta surrealista, el
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musicólogo, el pintor. Ninguna preocupación verdadera por profun-


dizar un dominio del conocimiento presidía esas vocaciones; si dos
individuos, por efectos de un error o por celos, se encontraban ocu-
pando el mismo terreno o terrenos distintos pero demasiado próxi-
mos, no tenían otra preocupación que la de destruirse mutuamente y
ponían en ello notable persistencia y ferocidad. Por el contrario, entre
feudos cercanos se hacían visitas intelectuales y genuflexiones: todos
estaban interesados no sólo en defender su empleo, sino también en
perfeccionar ese minuet sociológico en la ejecución del cual la socie-
dad paulista parecía encontrar un inagotable deleite.
Hay que reconocer que ciertos papeles eran sostenidos con un
brío extraordinario; esto se debía a la combinación de la fortuna
heredada con el encanto innato y la astucia adquirida, que volvía tan
deliciosa, aunque tan decepcionante, la frecuentación de los salones.
Pero la necesidad, que exigía que todos los papeles fuesen desempe-
ñados para poder completar el microcosmos y jugar al gran juego de
la civilización, traía consigo ciertas paradojas, a saber, que el comu-
nista fuera el rico heredero del feudalismo local, y que una sociedad
muy afectada permitiera, con todo, que uno de sus miembros, pero
uno solo —ya que había que contar con el poeta de vanguardia—
mostrara en público a su joven amante. Ciertos cargos sólo se podían
cubrir con suplefaltas: el criminólogo era un dentista que, como sis-
tema de identificación para la policía judicial, había introducido el
vaciado de las mandíbulas en lugar de las impresiones digitales. El
monárquico vivía para coleccionar ejemplares de vajilla de todas las
familias reales del universo; las paredes de su salón estaban cubier-
tas de platos, salvo el lugar necesario para una caja fuerte donde
guardaba las cartas en que las damas de honor de las reinas testimo-
niaban el interés que les despertaban sus cuidadosas solicitudes.
Esa especialización en el plano mundano iba unida a un apetito
enciclopédico. El Brasil culto devoraba los manuales y las obras
de vulgarización. En lugar de envanecerse por el prestigio sin igual de
Francia en el extranjero, nuestros ministros hubieran sido más sensa-
tos tratando de comprenderlo; en esa época, ¡ay!, aquél no se debía
tanto a la riqueza y originalidad de una creación científica ya desfa-
lleciente cuanto al talento, del que muchos de nuestros sabios estaban
aún dotados, para volver accesibles difíciles problemas a la solución
de los cuales habían contribuido modestamente. En ese sentido, el
"amor de América del Sur hacia Francia se debía en parte a una con-
nivencia secreta fundada sobre la misma inclinación a consumir y a
facilitar el consumo a otros, más que a producir. Los grandes nom-
bres que allá se veneraban: Pasteur, Curie, Durkheim, pertenecían
todos al pasado, sin duda bastante próximo para justificar un amplio
crédito. Pero crédito cuyo interés ya no pagábamos sino en la medida
en que una clientela pródiga prefería gastar antes que invertir. Le
ahorrábamos solamente el trabajo de realizarlo.
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Es triste comprobar que aun ese papel de corredor de comercio


intelectual, hacia el que Francia se dejaba llevar, parece resultarle
hoy demasiado pesado. ¿Somos a tal punto prisioneros de una pers-
pectiva científica heredada del siglo xix, cuando cada campo del
pensamiento era lo suficientemente restringido para que un hombre
provisto de las cualidades tradicionalmente francesas —cultura gene-
ral, vivacidad y claridad, espíritu lógico y talento literario— llegara
a abarcarla por completo y, trabajando aisladamente, consiguiera
pensarla por su cuenta y dar una síntesis? Que nos regocijemos o que
lo deploremos, la ciencia moderna ya no permite esa explotación
artesanal. Donde un solo especialista era suficiente para ilustrar su
país, hoy se necesita una hueste, que no tenemos. Las bibliotecas per-
sonales se han transformado en curiosidades museográficas, pero
nuestras bibliotecas públicas, sin locales, sin crédito, sin personal
documentalista y hasta sin una cantidad adecuada de asientos para
los lectores, desaniman a los investigadores en lugar de prestarles un
servicio. Por último, la creación científica representa hoy una empresa
colectiva y ampliamente anónima para la que estamos muy mal
preparados, pues nos preocupamos demasiado por prolongar más
allá de lo aceptable los éxitos fáciles de nuestros viejos virtuosos.
¿Seguirán creyendo éstos durante mucho tiempo que un estilo impe-
cable puede subsanar la falta de partitura?
Países más jóvenes han comprendido la lección. En ese Brasil
que había conocido algunos brillantes éxitos individuales, aunque
poco frecuentes —Euclides da Cunha, Oswaldo Cruz, Chagas, Villa-
Lobos—, la cultura seguía siendo, hasta hace poco, un juguete para
los ricos. Y porque esa oligarquía necesitaba una opinión pública de
inspiración civil y laica para burlar tanto la influencia tradicional
de la Iglesia y del Ejército como el poder personal, se creó la Univer-
sidad de Sâo Paulo con el propósito de abrir la cultura a una concu-
rrencia más amplia.
Recuerdo aún que cuando llegué al Brasil para participar en esa
fundación, contemplé la condición humillada de mis colegas locales
con una piedad un poco altanera. Cuando veía esos profesores mise-
rablemente pagados, obligados a recurrir a oscuros trabajos para
poder comer, experimentaba el orgullo de pertenecer a un país de
vieja cultura donde el ejercicio de una profesión liberal estaba rodea-
do de garantías y de prestigio. No sospechaba que veinte años más
tarde mis alumnos menesterosos de entonces ocuparían cátedras uni-
versitarias, a veces más numerosas y mejor equipadas que las nues-
tras, con un servicio de bibliotecas que nosotros quisiéramos poseer.
Sin embargo, esos hombres y esas mujeres de todas las edades, que se
empeñaban en nuestros cursos con un fervor sospechoso, venían
desde lejos. Jóvenes al acecho de los empleos que nuestros diplomas
hacían accesibles, o abogados, ingenieros y políticos establecidos, que
temían mucho la competencia próxima de los títulos universitarios
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en caso de que ellos mismos no los hubieran sensatamente preten-


dido. Todos estaban viciados por un espíritu bulevardero1 y destruc-
tor, en parte inspirado por una tradición francesa desusada, al estilo
de «vida parisiense» del siglo pasado, introducido por algunos brasi-
leños semejantes al personaje de Meilhac y Halévy, pero que, más
aún, era un rasgo sintomático de una evolución social —la de París
en el siglo xix— que Sao Paulo, y también Rio de Janeiro, reprodu-
cían entonces por su cuenta: ritmo de diferenciación acelerada entre
la ciudad y el campo; aquélla se desarrolla a expensas de éste con el
resultado de que una población recientemente urbanizada se preocupa
por desembarazarse de la candidez rústica simbolizada, en el Brasil del
siglo xx, por el caipira (es decir, el provinciano), como lo había estado
por el nativo de Arpajon o de Charentonneau en nuestro teatro de
boulevard.2
Recuerdo un ejemplo de este humor dudoso. En medio de una
de esas calles casi campesinas —aunque de un largo de tres o cuatro
kilómetros— que prolongaban el centro de Sao Paulo, la colonia
italiana había hecho levantar una estatua de Augusto. Era una repro-
ducción en bronce, tamaño natural, de un mármol antiguo, en realidad
mediocre, pero que, sin embargo, merecía cierto respeto en una ciudad
donde ninguna otra cosa evocaba la historia más allá del último siglo.
La población de Sao Paulo decidió, con todo, que el brazo levantado
para el saludo romano significaba: «Allí vive Carlitos». Carlos
Pereira de Souza, antiguo ministro y hombre político influyente,
poseía, en la dirección indicada por la mano imperial, una de " esas
amplias casas de una sola planta, construida con ladrillos y argamasa y
recubierta por un revoque de cal, ya grisáceo y escamado, en la que
habrían pretendido sugerir, con volutas y rosetones, los fastos de la
época colonial.
Igualmente se convino en que Augusto llevaba shorts, lo cual era
humorismo a medias, ya que la mayor parte de los que pasaban no
conocían la falda romana.
Esas bromas corrían por la ciudad una hora después de la inau-
guración y se repetían, con gran acompañamiento de palmadas en la
espalda, durante la «velada elegante» del cine Odeón que tenía lugar
el mismo día. Así era como la burguesía de Sâo Paulo (que había ins-
tituido una función cinematográfica semanal de precio elevado para
protegerse de los contactos plebeyos) se desquitaba por haber permi-
tido negligentemente la formación de una aristocracia de inmigran-
tes italianos que habían llegado medio siglo antes para vender corba-
tas en la calle, y que hoy poseían las residencias más rimbombantes
de la «Avenida» y habían donado el tan comentado bronce.
Nuestros estudiantes querían saberlo todo, pero, cualquiera que
1. Espíritu boulevardier, expresión parisiense que indica un cierto tipo social,
refinado y superficial, característico de París. (N. de la t.)
2. Género próximo al del vodevil. (N. de la t.)
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fuese el campo donde nos moviéramos, lo único que consideraban


digno de recordar era la teoría más reciente. Embotados por todos los
festines intelectuales del pasado, que por otra parte sólo conocían de
oídas, ya que no leían las obras originales, conservaban un entusias-
mo siempre disponible para los platos nuevos. En el caso de ellos
habría que hablar de moda más bien que de cocina: ni ideas ni doc-
trinas presentaban a sus ojos un interés intrínseco, sino que las con-
sideraban como instrumentos de prestigio cuya primicia había que
asegurarse. Compartir con los demás una teoría conocida equivalía
a llevar un vestido ya visto; se exponían al ridículo. Por el contrario,
se ejercía una competencia encarnizada por medio de revistas de
vulgarización, de periódicos sensacionalistas y de manuales, para con-
seguir la exclusividad del último modelo en el campo de las ideas.
Mis colegas y yo, productos seleccionados de los equipos académicos,
a veces nos sentíamos embarazados; como acostumbrábamos respetar
tan sólo las ideas maduras, éramos blanco de ataque para estudiantes
que ignoraban totalmente el pasado, pero cuya información aventajaba
siempre a la nuestra por algunos meses. Sin embargo, la erudición —
en la que no tenían ni elegancia ni método— les parecía de todas
maneras un deber; así, sus disertaciones consistían, cualquiera que
fuese la materia, en una evocación de la historia general de la humani-
dad desde los monos antropoides, que terminaba, a través de algunas
citas de Platón, Aristóteles y Comte, con la paráfrasis de algún polí-
grafo viscoso cuya obra era tanto más valiosa cuanto más oscura,
pues de esa manera era menos probable que a otro se le hubiera
ocurrido apropiársela antes.
La Universidad se les aparecía como un fruto tentador pero enve-
nenado. Para esos jóvenes que no habían visto el mundo y cuya
condición, a menudo muy modesta, no les permitía ni siquiera la
esperanza de conocer Europa, nosotros éramos como magos exóticos
llevados hasta ellos por hijos de familia doblemente abominados:
en primer lugar, porque representaban la clase dominante, y luego,
en razón de su vida cosmopolita, que les confería una ventaja sobre
todos aquellos que se habían quedado en la aldea, pero que los había
apartado de la vida y de las aspiraciones nacionales. Nosotros les
resultábamos sospechosos lo mismo que ellos, pero en nuestras manos
traíamos la manzana de la sabiduría; los estudiantes nos rehuían y
nos cortejaban alternativamente, ya cautivados, ya rebeldes. Medía-
mos nuestra influencia por la importancia de la pequeña corte que
se organizaba a nuestro alrededor. Esos corrillos se hacían una guerra
de prestigio cuyos símbolos, beneficiarios o víctimas, eran sus pro-
fesores dilectos. Eso se traducía en los homenagens —manifestaciones
en homenaje al maestro—, almuerzos o tés ofrecidos gracias a unos
esfuerzos tanto más conmovedores cuanto que suponían privaciones
reales. Las personas y las disciplinas fluctuaban en el transcurso de
esas fiestas como valores de bolsa, en razón del prestigio del estable-
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cimiento, del número de los participantes y del rango de las perso-


nalidades mundanas u oficiales que aceptaban participar en ellas.
Y como cada gran nación tenía su embajada en Sâo Paulo, bajo
la forma de tienda —el té inglés, la repostería vienesa o parisiense, la
cervecería alemana— se expresaban, de esa manera, intenciones tor-
tuosas, según cuál hubiera sido elegida.
Que ninguno de vosotros, encantadores alumnos —hoy colegas
estimados— guarde rencor si pasea su mirada por estas líneas. Cuando
pienso en vosotros según vuestras costumbres, por esos nombres tan
extraño a un oído europeo pero cuya diversidad expresa el privilegio,
que fuera también el de vuestros padres, de poder recoger libremente,
de entre todas las flores de una humanidad milenaria, el fresco
ramo de la vuestra —Anita, Corina, Zenaida, Lavinia, Thais, Gioconda,
Gilda, Oneida, Lucilia, Zenith, Cecilia, y vuestros Egon, Mario-Wagner,
Nicanor, Ruy, Livio, James, Azor, Achules, Decio, Euclides, Milton—,
evoco ese período balbuceante sin ninguna ironía; no podría ser de otro
modo, puesto que me ha enseñado lo precarias que son las ventajas
que confiere el tiempo. Pienso en lo que era Europa entonces y en lo
que es hoy, veo cómo franqueáis en pocos años una distancia
intelectual que parecería del orden de varias décadas, y aprendo así
cómo mueren y cómo nacen las sociedades; cómo esos grandes
cambios en la historia, que según los libros parecen resultar del
juego de fuerzas anónimas que actúan en el corazón de las tinieblas,
pueden también, en un claro instante, llevarse a cabo por la
resolución viril de un puñado de criaturas bien dotadas.

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