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Introducción

“…El hombre a que me refiero está persuadido de que estamos dentro del
mundo empírico como estamos dentro de nuestra piel…” (Simmel, 1988: 223).

Muchos pensadores, artistas y teóricos que proliferaron entre el siglo XIX y


principios del XX dejaron grabada en sus obras la honda preocupación que les
generaban las consecuencias de una modernidad que parecía arrollar con todo a su paso,
incluido el ser humano. Ya en el siglo XXI, una vez que los nefastos efectos del
moderno avance de la técnica y de la racionalidad se hicieran palpables para todos,
luego de años de guerras mundiales, bombas atómicas y químicas, y demás desastres
causados por la ciencia aplicada a la destrucción, y con la penetración del discurso de
los derechos humanos en el sentido común como contrapartida, pareciera como si
muchos de los riesgos de la modernidad estuvieran aplacados.
Sin embargo, La piel que habito, el film del reconocido director español Pedro
Almodóvar, estrenado en el corriente 2011, es un claro testimonio de que,
solapadamente, las manifestaciones más terribles de la racionalidad moderna siguen su
curso a toda marcha utilizando al hombre como su instrumento. En este sentido, si hubo
alguien que, como pocos, estudió en profundidad y diagnosticó con suma lucidez los
puntos críticos de la modernidad y la amenaza que ésta suponía en muchas de sus
manifestaciones para el ser humano, fue Georg Simmel, uno de los fundadores de la
sociología alemana. Y acá, una aclaración se impone: a diferencia de muchos autores de
su tiempo, Simmel enfatizó las consecuencias más temibles que la modernidad podía
conllevar para el hombre, sin por eso elaborar propuestas conservadoras que
pretendieran el retorno a un idílico y ficticio mundo pre-moderno. Por un lado, porque
no creía que eso fuera posible. Por otro, porque no desconocía diversos aspectos
positivos que la modernidad supuso, como la posibilidad de una libertad individual
imposible en períodos anteriores. No obstante, en el presente trabajo, por la naturaleza
del fenómeno estudiado, sólo se hará hincapié en los efectos trágicos de la era moderna.
Ahora, retomando la cita inicial, lo que ahí Simmel pretende señalar es cómo el
desarrollo de la racionalidad y del cálculo, que encuentran en un empirismo radical uno
de sus principales estandartes, no hizo más que encerrar y clausurar a lo más interior y
verdaderamente humano del hombre, cuyas emociones, creencias y sentimientos más
íntimos no sirven para afrontar el arsenal de estímulos y productos culturales que
caracterizan a la vida exterior en la época actual. De esta manera, lo que se intentará en

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estas páginas es de elucidar los principales aportes teóricos de Simmel en relación a su
visión de la modernidad, en particular, respecto de la cosificación y de la des-
subjetivación que aquélla produce en el hombre, que deja de ser un fin en sí mismo y
deviene medio para otros hombres o, directamente, para la razón. Mostrando asimismo
la pertinencia de esta perspectiva para entender la problemática que subyace a La piel
que habito -imagen ideal del avasallamiento que la técnica aplicada sobre el cuerpo
produce en el hombre- y dando así cuenta de cómo, cien años después de la publicación
de sus principales obras, el pensamiento de Simmel sigue extraordinariamente vigente.

La modernidad según Simmel


“…El espíritu moderno se ha convertido cada vez más en un espíritu
calculador…” (Simmel, 1986b: 250).

Desde la óptica de Simmel, modernidad y racionalidad son dos elementos


indisociables, en tanto no se puede imaginar una sin la otra. En este sentido, cuando el
sociólogo alemán se refiere al cálculo, lo hace entendiendo por él a la puesta en práctica
de la racionalidad instrumental, algo que, como se verá en el transcurso de estas líneas,
va en detrimento de lo propiamente subjetivo y personal del hombre. Pero es necesario
evitar los apresuramientos. Antes de ahondar en las manifestaciones de la razón, y sus
derivaciones, sería recomendable bosquejar las características socio-históricas de la
modernidad que favorecieron el despegue del cálculo. En este sentido, el surgimiento de
las ciudades, y el extraordinario crecimiento demográfico que comenzaron a ostentar
avanzado el siglo XIX, así como la concomitante emergencia de las sociedades de
masas, aparecen como factores determinantes para la configuración de la vida moderna.
En principio, las ciudades son verdaderos centros de exposición de lo que
Simmel denomina cultura objetiva: gracias al avance del capitalismo industrial, la
técnica desarrolló una potencia productiva inédita en la historia de la humanidad, lo que
se materializa en la producción de un infinito número de bienes culturales que superan
en demasía la capacidad subjetiva del hombre para aprehenderlos en su totalidad. En
este sentido, las grandes urbes modernas son, a la vez, fábricas y depósitos de esta
inagotable masa de productos culturales. En las ciudades “…se ofrece, en
construcciones y en centros docentes, en las maravillas y comodidades de las técnicas
que vencen el espacio (…) una abundancia de espíritu cristalizado, que se ha tornado
impersonal, que la personalidad, por así decirlo, no puede sostenerse frente a ello. Por

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una parte, la vida se le hace infinitamente más fácil, en tanto que se le ofrecen desde
todos los lados estímulos, intereses, rellenos de tiempo y conciencia que le portan como
en una corriente en la que apenas necesita de movimientos natatorios propios. Pero por
otra parte, la vida se compone cada vez más y más de estos contenidos y ofrecimientos
impersonales, los cuales quieren eliminar las coloraciones e incomparabilidades
auténticamente personales…” (Simmel, 1986b: 260).
De esta manera, lo que se pone de manifiesto es que, al contrario de lo que
podría suponerse, la pululación de mercancías, obras, monumentos y todo tipo de
incitaciones que caracterizan a la urbana vida moderna, lejos de significar para el
hombre una potencialidad para su enriquecimiento interior, para una genuina
cultivación, producto del exceso que suponen, terminan provocando un estado de
embotamiento que empobrece su subjetividad. “…Lo que nos sirve en máquinas y
técnicas, lo que se ofrece en conocimientos y artes, en posibles estilos de vida e
intereses, ha alcanzado en virtud de la división del trabajo de los últimos siglos una
multiplicidad de formas sin precedentes. Pero la capacidad del individuo para utilizar
este material para el cultivo personal hace frente a este crecimiento sólo muy lentamente
y siempre quedando a la zaga de él. Ya no podemos recoger en nuestro ser todo aquello
que se acrecienta como guiado por un destino imposible de detener e indiferente frente a
nosotros…” (Simmel, 1986a: 129).
Ahora bien, la pregunta que surge en este punto es: si el hombre es incapaz de
incorporar subjetivamente toda la panoplia de artificios y artefactos que la urbe moderna
le ofrece, y reacciona ante esto embotándose, ¿cómo hace para sobrevivir y llevar
adelante una vida activa? La respuesta de Simmel a esta pregunta es: mediante el
desarrollo del entendimiento, la facultad humana que más crece en la modernidad. De
modo que lo que se pone en relieve es, nuevamente, la estrecha asociación entre
modernidad y racionalidad, en tanto es ésta la que, impulsando el despegue de la
técnica, hace posible la inédita multiplicación de la cultura objetiva que caracteriza a la
era presente; y, al mismo tiempo, es también aquélla la que le permite al hombre
soportar su impacto, ya que cuando Simmel habla de entendimiento no se refiere a otra
cosa que a la racionalidad.
“…A partir de aquí se torna conceptuable el carácter intelectualista de la vida
anímica urbana, frente al de la pequeña ciudad que se sitúa más bien en el sentimiento y
en las relaciones conforme a la sensibilidad…” (Simmel, 1986b: 248). De esta manera,
“…frente al desarraigo con el que le amenazan las corrientes y discrepancias de su

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medio ambiente externo: en lugar de con el sentimiento, reacciona frente a éstas en lo
esencial con el entendimiento (…), distante al máximo de la profundidad de la
personalidad…” (Simmel, 1986b: 248).
De este modo, se percibe con claridad cómo el fortalecimiento de la
racionalidad, que es a la vez causa y consecuencia del fenómeno moderno, va en sentido
opuesto a la vida interior y subjetiva del hombre, que a medida que gana en cálculo y en
entendimiento se debilita en su personalidad y en su valor humano. Y si hay un ámbito
en el que esta característica de la modernidad golpea especialmente, es en el religioso.
Si bien a Simmel no le preocupa particularmente el debilitamiento de las religiones y de
su culto, lo que sí percibe como preocupante es el desvanecimiento de la religiosidad, ya
que, como el racionalismo deviene empirismo, ese fenómeno interior que es la creencia
en la trascendencia -sentimiento mucho más intenso y profundo que practicar los ritos
de un dogma como son las religiones institucionalizadas- entra en una profunda crisis,
debilitándose así todavía más la vida interior del hombre. “…La enorme gravedad de la
situación actual estriba en que no es este o aquel dogma, sino la fe trascendente misma
la que, en esencia, es calificada de ilusoria y fantástica. Lo que sobrevive ahora (…) [es]
una realidad espiritual que, al abolirse los contenidos de la fe, parece paralizarse y
apartarse del camino que la lleva a plena vida…” (Simmel, 1988: 225).
Ahora bien, de todos los rasgos distintivos de la modernidad, el que en mayor
medida contribuyó al afianzamiento de la racionalidad instrumental es el dinero. No es
necesario aclarar que el dinero no es en sí un invento moderno, pero sí lo es la novedosa
manera en la que empezó a ser utilizado y el lugar que pasó a ocupar en la sociedad. En
pocas palabras, en la modernidad, el dinero se convirtió en equivalente de
absolutamente todos los productos humanos, permitiendo de esta manera la
cuantificación de todo y alcanzando así un nivel de extensión nunca antes verificado en
la historia, esparciéndose -contaminando- toda la superficie social. “…Economía
monetaria y dominio del entendimiento están en la más profunda conexión. Les es
común la pura objetividad en el trato con hombres y cosas (…). El hombre puramente
racional es indiferente frente a todo lo auténticamente individual, pues a partir de esto
resultan relaciones y reacciones que no se agotan con el entendimiento lógico (…) pues
el dinero sólo pregunta por aquello que les es común a todos, por el valor de cambio que
nivela toda cualidad y toda peculiaridad sobre la base de la pregunta por el mero
cuánto…” (Simmel, 1986b: 249).

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Entonces, es ya clara en Simmel no sólo la vinculación extrema entre dinero y
racionalidad, sino también entre ese par y la tendencia creciente que se verifica en la
modernidad hacia la pérdida de valor de lo más íntimo del hombre, que es eso
inaccesible para el cálculo y, por ello, lo verdaderamente humano.

La piel que habito: la técnica aplicada sobre el cuerpo en su máxima expresión


La trama de la película transcurre en 2012. Giro narrativo que indica que los
sucesos que se van a relatar no serían técnicamente posibles en el presente, pero que,
por así decirlo, el futuro que se muestra no está lejos de llegar. El protagonista es un
destacado cirujano plástico acostumbrado a operar a mujeres y a varones adinerados
para darles lo que naturalmente no pudieron obtener: senos y glúteos voluptuosos,
labios carnosos, una cintura de bailarina clásica o, sencillamente, una apariencia juvenil
una vez que la juventud fue dejada atrás.
No obstante, un traumático episodio personal lo lleva a buscar aplicar los
conocimientos y las posibilidades tecnológicas que le brinda la ciencia mucho más allá
en el camino del perfeccionamiento del cuerpo humano: su esposa queda moribunda
tras un accidente automovilístico que le produce gravísimas quemaduras en la totalidad
de su cuerpo. Transcurrido un tiempo, todo indica que su estado empieza a mejorar, al
punto que es capaz de pararse y caminar por sus propios medios. Entonces, un día se
topa accidentalmente en una ventana con un reflejo de su propia imagen -absolutamente
demacrada producto del fuego- y, horrorizada con lo que ve, se abalanza sobre el vacío,
y muere.
A partir de ese momento, el cirujano protagonista intentará desesperadamente
cumplir con un doble objetivo en el que sus anhelos personales se mezclan
inextricablemente con los de la técnica y la ciencia: fabricar -literalmente- un individuo
que, por un lado, tenga una piel mucho más resistente que la humana, capaz incluso de
soportar las llamas ardiendo sobre ella; y que, por otro, sea una reproducción exacta de
su esposa muerta. Claro que como los recursos tecnológicos de los que dispone no le
permiten crear a un hombre desde cero, necesita un cuerpo viviente para comenzar, es
decir, un ser humano. Para eso, elige a un joven a quien odia especialmente -participó
en la muerte de su hija-, lo captura y lo transforma.
Primero, el cambio de sexo: le amputa el pene y le construye una vagina.
Segundo, los senos: nada de siliconas grotescas, le hace pechos verdaderos. Así,
continúa con la voz, el pelo y la cara, todo para que su imagen concuerde con la de su

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mujer. Finalmente, la piel: tras numerosos intentos fallidos, logra crearle una epidermis
que luce exactamente igual a la humana, pero que es resistente a todo.
De esta manera, orgulloso, el cirujano presenta ante la comunidad científica los
extraordinarios avances por él, y por la ciencia, alcanzados -omitiendo confesar que su
descubrimiento había sido probado en un hombre. A su vez, tras años de rechazo a ese
ser que había utilizado como masa para su obra científica, a quien consideraba asesino
de su hija; ahora, convertido en una reproducción de su esposa, deja de tratarlo como a
un objeto de sus experimentos y lo convierte en su mujer perdida, que cree haber
recuperado.
No obstante, las cosas dejan de salir como el protagonista espera. Por un lado,
para su asombro e indignación, se encuentra con que sus propuestas son vetadas por la
comunidad científica, que si bien por lo bajo lo apoya, es consciente de que muchos
podrían considerar anti-natural ese grado de manipulación sobre el cuerpo humano. Por
otro lado, el sujeto/objeto de su creación, que a lo largo de toda la trama del film ve su
subjetividad y su humanidad completamente arrasadas por el científico, que le extirpa
su pene, su pelo, su cara, su piel, su voz, su cuerpo completo y que, en el último paso,
pretende extirparle lo que le queda de identidad y de vida propia -no creada ni prestada
por nadie-; finalmente, se rebela. Dando cuenta de que hay un punto en lo más hondo e
interior del hombre que es inaccesible para la técnica y la racionalidad instrumental,
muestra cómo todavía no se perdió a sí mismo, por lo que mata a su captor y opresor, y
se escapa con la intención de recuperar una vida que parece ya irrecuperable.
Lo interesante de la película es que, en ambos casos, tanto en las reservas de la
comunidad científica respecto de las propuestas del protagonista, como en la rebelión
del joven utilizado como pura materia, lo que le pone un límite al avance inexorable de
la racionalidad científica en la transformación del mundo y del hombre por la técnica, es
el propio hombre, sacando de sí lo más humano.

El hombre como instrumento de la técnica


“…La ciencia significa, en cambio, que el conocer ya no se presta a estos
esfuerzos prácticos, sino que se ha convertido en un valor propio, que escoge por sí
mismo sus objetivos, los configura según sus necesidades internas y no pregunta más
allá de su propia perfección…” (Simmel, 2002: 79).

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Una de las características más salientes de la modernidad, según Simmel, es la
intensificación del proceso de autonomización de las formas, por el cual prácticas y
saberes que no eran en otro tiempo más que medios para la consecución de otros fines,
pasan a ser fines últimos ellos mismos. En este sentido, el caso más significativo es el
del conocimiento humano y, en particular, el de la ciencia. De ser un medio para las
prácticas del hombre y para su supervivencia, pasa a ser un fin en sí misma, al punto de
que su desarrollo y progreso sigue una lógica propia, independiente de la del hombre y,
llegado el caso, contradictoria con sus objetivos.
En rigor, los fines que la sociedad misma se plantea pueden ser contradictorios
con los del hombre individual, que ve cómo, con el progreso de la modernidad, su vida
interior se empobrece, se des-cualifica y se cosifica, mientras a su alrededor el mundo
de lo objetivado se expande sin límites, en gran medida, a costa de lo primero. “…La
sociedad (…) exige muy a menudo una especialización que no sólo deja sin
desarrollarse o destruye la totalidad armoniosa del ser humano, como ya he señalado,
sino que, con frecuencia, se opone en cuanto a su contenido con igual hostilidad a las
cualidades que suelen llamar humanas en general…” (Simmel, 2002: 108).
Entonces, el riesgo que conlleva la autonomización de la ciencia, su dejar de ser
un medio para el hombre para devenir un fin para sí, es que pueda el hombre terminar
siendo un medio para la ciencia y, desde la perspectiva de Simmel, el hombre nunca
debe ser medio. De todos modos, lo cierto es que en numerosas ocasiones -mucho más
frecuentemente en la modernidad que en etapas previas- el hombre termina siendo un
instrumento. Esto es lo que se pone de manifiesto en La piel que habito, donde el joven
que es capturado y sometido a todas esas vejaciones está siendo usado mucho menos
como objeto para los anhelos personales del protagonista, que como medio para la
puesta en práctica de la técnica científica que todo lo puede y que nada amerita que se
detenga en su avance hacia su propio perfeccionamiento. En definitiva, no se trata en
realidad de mejorar a la especie humana para hacerla indestructible -de hecho, en ese
proceso se termina destruyendo a lo humano-, sino de verificar el poder de la razón
técnica, de ver hasta dónde puede llegar en la transformación de la realidad.
Precisamente por esto, por su rechazo a ver que el hombre pueda ser tomado
como un simple medio y que así se aniquile lo más humano que tiene, ocuparon un
lugar tan importante en la obra de Simmel sus estudios sobre el dinero -a los que dedicó
un inmenso libro, Filosofía del dinero-, ya que una de las consecuencias más nefastas de
la generalización de su uso en la modernidad es que desvaloriza al ser humano,

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tomándolo como medio y cosificándolo, tal como hace la prostitución. “…En la esencia
del dinero se experimenta algo de la esencia de la prostitución. La indiferencia con que
aquél se presta a todo tipo de empleo, la infidelidad con la que se separa de cada sujeto,
porque no estaba vinculado a ninguno, la objetividad, que excluye toda relación íntima
y que le da su carácter de puro medio, todo esto justifica una analogía adecuada entre el
dinero y la prostitución. Frente al mandato moral de Kant de que nunca hay que utilizar
a un ser humano como mero medio, sino reconocerlo en todo momento como fin, la
prostitución muestra el comportamiento absolutamente opuesto y ello con las dos partes
que intervienen…” (Simmel, 1977: 466).
De esta manera, lo que el dinero provoca tratando al hombre como medio es su
más profunda desvalorización interna e individual, que no es otra cosa que, nuevamente,
su pérdida de humanidad. “…En la medida en que el dinero equilibra uniformemente
todas las diversidades de las cosas y expresa todas las diferencias cualitativas entre ellas
por medio de diferencias acerca del cuánto, en la medida en que el dinero (…) se erige
en denominador común de todo valor, en esta medida, se convierte en el nivelador más
pavoroso, socava irremediablemente el núcleo de las cosas, su peculiaridad, su valor
específico, su incomparabilidad…” (Simmel, 1986b: 252). Si el hombre, que en tanto
ser individual es único e irrepetible, es absorbido en su valoración por la informe masa
monetaria, pierde todo su carácter distintivo, uniformándose todos los individuos como
entes intercambiables y, gracias a la “…idea puramente cuantitativa del valor del ser
humano…” (Simmel, 1977: 437) que posibilita el dinero, se iguala con las cosas.
En esta misma línea se encuentra la ya mencionada preocupación de Simmel por
la crisis religiosa y la gravedad que la asigna a esta situación. No porque menos gente
va a la Iglesia -cosa que poco podría importarle-, sino por lo terrible que es la pérdida de
la religiosidad en tanto pérdida de la fe en el carácter trascendental del propio hombre.
Y es otra vez la racionalidad en su carrera hacia el infinito, la misma que permite la
nivelación y la degradación de lo humano por el dinero, la que además destruye la
creencia del hombre en sí mismo. “…Cuando el hombre se enfronta ante una figura
metafísico-divina, que supera toda singularidad empírica, (…) en esa figura proyecta
además el hombre lo que en él mismo es metafísico, lo que en él mismo trasciende de
toda singularidad empírica…” (Simmel, 1988: 229). Entonces, si en el hombre no
hubiera nada de metafísico, él sería sólo un cuerpo, un pedazo de carne que podría ser
modelado como cualquier otro pedazo de materia -nuevamente, podría ser equiparado
con las cosas. Pero en el hombre tiene que haber algo más, algo en él que lo haga

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oponerse a ser tratado como burda materia. Y es eso lo que para Simmel hace estallar el
conflicto en la modernidad: “…Los más profundos problemas de la vida moderna
manan de la pretensión del individuo de conservar la autonomía y peculiaridad de su
existencia frente a la prepotencia de la sociedad, de lo históricamente heredado, de la
cultura externa y de la técnica de la vida…” (Simmel, 1986b: 247).
De eso se trata el film de Almodóvar: si el ser humano no es nada más que un
cuerpo, transformado el cuerpo por las maravillas de la tecnología, transformado el
hombre. Sin embargo, como hay algo en el interior que trasciende lo físico y que no es
asequible técnicamente, el proyecto de la racionalidad no puede cumplirse cabalmente.
“…En todo esto actúa el mismo motivo fundamental: la resistencia del individuo a ser
nivelado y consumido en un mecanismo técnico-social…” (Simmel, 1986b: 247). A fin
de cuentas -al menos en la película-, el hombre se rebela y lucha en contra de las fuerzas
que pretenden concebirlo como medio, ya que, en definitiva, es un fin en sí mismo.

Conclusión
Si resulta fecundo el diálogo entre la obra de Simmel y una película como La
piel que habito es, primeramente, porque permite trazar las continuidades en la esencia
de los desafíos que la modernidad le imponía al hombre a principios del siglo XX y, de
otras maneras, le impone cien años después. Y por esencia no se pretende hacer
referencia a algún mecanismo teleológico que necesariamente tenga que aparecer a lo
largo de la historia, cambiando de forma, pero mostrándose como una misma cosa.
Por el contrario, la idea es mostrar cómo en su desarrollo -que fue de una
manera, pero podría haber sido de muchas otras-, la modernidad sufrió mutaciones, pero
sin por eso modificar el riesgo que representa para el ser humano, a saber, su
cosificación. En otras palabras, tanto el viejo capitalismo industrial con su mecanización
del trabajo que hacía del obrero una pieza más en la línea de montaje, como el del siglo
XXI que, bajo la apariencia de una libertad individual utilizada en beneficio del cuidado
de la estética, pretende jugar con el cuerpo como si fuera plastilina, haciéndolo y
deshaciéndolo como si se tratara de un objeto más, se trata de lo mismo: deshumanizar
al hombre, arrasar con todas sus cualidades internas y subjetivas para hacer de él un
instrumento de la racionalidad, superficie y materia sobre la que la tecnología hace su
trabajo de autoperfeccionamiento, su intento de avanzar ilimitadamente en la
transformación de todo.

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Asimismo, el otro punto de contacto que hace rico el intercambio entre las dos
visiones es que ninguna de ellas se limita con lanzar una mirada trágica y sombría de
sus respectivos momentos históricos. Contrariamente, por un lado, se proponen
denunciar cómo procesos sociales usualmente considerados acríticamente liberadores de
los individuos y verdaderos progresos para la humanidad son -más allá de que puedan
tener algo de lo otro- sumamente peligrosos para el propio hombre. Ahora bien, por otro
lado, esa denuncia no lleva -en ninguno de los dos casos- a plantear un panorama negro
y sin solución, sino que viene acompañada de la posibilidad siempre real y concreta de
hacer frente a lo peor de esos fenómenos.
De la misma manera que el film de Almodóvar muestra que el hombre se resiste
a ser avasallado y que hay un lugar de la personalidad que es inviolable para la
racionalidad técnica, Simmel, además de remarcar constantemente las resistencias
individuales a los procesos sociales que pretenden aplanar al hombre, reivindicó muchas
formas de defender lo humano ante al avance de la modernidad. En esa línea se
encuentran sus pensamientos respecto de la sociabilidad, el arte, el juego, la aventura y
la coquetería, entre muchos otros. Todas ellas, distintas formas en las que los hombres
pueden experimentar -solos o en compañía de otros- sus vidas en toda su intensidad y
unicidad, contrarrestando los efectos cosificantes y deshumanizantes de una modernidad
que tiende a sopesar a los hombres en términos de cantidad y no de calidad.
En definitiva, de lo que se trata tanto en Simmel como en Almodóvar es de
mostrar cómo, contrariamente a lo que la ideología del cálculo supone del hombre, éste
tiene una vida y una humanidad no reducibles enteramente a ninguna mecanización.
Vida y humanidad que intentará defender.

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Bibliografía

 Simmel, Georg (1977): Filosofía del dinero, Madrid: Instituto de Estudios


Políticos.
 Simmel, Georg (1986a): “El futuro de nuestra cultura”, en El individuo y la
libertad. Ensayos de crítica de la cultura, Barcelona: Península.
 Simmel, Georg (1986b): “Las grandes urbes y la vida del espíritu”, en El
individuo y la libertad. Ensayos de crítica de la cultura, Barcelona: Península.
 Simmel, Georg (1988): “El problema de la situación religiosa”, en Sobre la
aventura. Ensayos filosóficos, Barcelona: Península.
 Simmel, Georg (2002): Cuestiones fundamentales de sociología, Barcelona:
Gedisa.

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