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JOYCE APPLEBY

POSMODERNISMO Y CRISIS DE LA MODERNIDAD”*


De 1960 en adelante, nuevas tendencias historiográficas se combinaron con vastas transformaciones
sociales y políticas para destronar muchos absolutismos de larga data acerca de la naturaleza de la
nación norteamericana y las certidumbres que ofrecía el modelo heroico de ciencia. La historia so-
cial puso en duda la unida nacional al referirse a la existencia de grupos étnicos plurales, antagóni-
cos y problemáticos, cuya realidad era difícil o imposible incorporar en un relato que glorificaba
esencialmente a un país de mayoría blanca protestante. Un número creciente de historiadores socia-
les subvirtió la imagen ingenua del individuo seguir y emprendedor que (siempre) decidía por su
propia cuenta y así contribuía al vigor de la historia social de la ciencia mostró que incluso sus anti-
guos héroes y genios vician inmersos en las relaciones sociales y políticas de su época. Newton y
Darwin no habrían articulado teorías de alcance universal sin el impulso y la influencia de intere-
ses religiosos, sociales y políticos. De súbito la ciencia - al igual que la forja de la nación – sólo
tenía sentido en una contexto social.

Como es de suponer, el desafío de los historiadores a los cimientos de la fe en sí mismos de loa


norteamericanos (y, en general, de los occidentales) ha provocado ataques, en especial desde la
derecha política. Los defensores de la versión tradicional de la historia y cultura de Norteamérica y
Occidente denigran a la nueva generación de historiadores por su presunto cinismo respecto de los
valores nacionales y occidentales. Esta nueva postura crítica, alegan, impide el relato de una saga
nacional edificante, capaz de resaltar la trascendencia de los valores occidentales. Gertrude Him-
melfarb –por ejemplo- loa atacó por “devaluar el campo político” y denigrar la historia y hasta la
razón misma. Su “revolución en la disciplina “lesionaba la racionalidad inherente en la empresa
histórica, decía. Hacían esto centrándose en los aspectos no racionales e irracionales de la vida –
desde la codicia de los legisladores hasta los hábitos alimenticios del pueblo- y no en las “constitu-
ciones” y leyes que permiten que los hombres ordenen sus asuntos de manera racional”.1

En su informe al Congreso, en 1988, la presidenta de National Endowment for the humanities


(Lynne V. Cheney) estuvo a punto de atribuir la merma de doctorados en historia al influjo de la
historia social. Declaró que los estudiantes ya no comprendían la importancia de estudiar historia
por que la creciente especialización de la disciplina y el entusiasmo por las técnicas cuantitativas –
asuntos medulares en el desarrollo de la historia social- privaban de sentido a un propósito educa-

* Joyce Appleby, Lynn Hunt y Margaret Jacob, La verdad sobre la historia, Barcelona, Buenos Aires, México D.F., San-
tiago de Chile, Editorial Andrés Bello, 1998. Segunda Parte, 6. “Posmodernismo y crisis de la modernidad”, pp. 188-224.
cional unificado. La “crisis” de las humanidades, el “aislamiento” y “confusión” de los académi-
cos, concluían, resultaban de la politización. Las humanidades se estaban limitando a “argüir” que
verdad, belleza y excelencia no eran valores intemporales, sino nociones transitorias, instrumentos
que algunos grupos manipulaban para perpetuar su ‘hegemonía’ sobre otros”. 2 Así, la historia so-
cial se involucró profundamente en la discusión acerca de la cultura occidental.

Estos ataques ladraban, pero no mordían. La historia social se había desarrollado en el supuesto de
que más es mejor; si se supiera más sobre la vida de la gente común, obreros, mujeres y esclavos (o
sobre los valores y los sistemas de creencias de los cientistas), los relatos del pasado, serían más
completos. Los historiadores sociales no se oponían a los estándares de objetividad ni a los códigos
de la disciplina profesional; de hecho, los empleaban para cuestionar las interpretaciones tradiciona-
les que excluían a los grupos marginales o inconformistas.

Los historiadores sociales esperaban completar el cuadro y ofrecer uno o más complejo del pasado,
pero uno de los efectos principales de su trabajo fue revelar las limitaciones de las historias anterio-
res. En efecto, destacaron el hecho que la escritura de la historia siempre había sido intensamente
ideológica. La narración de “una nación bajo un solo Dios”, por ejemplo, servía los intereses de
algunos, no de todo el pueblo. La historia norteamericana – y en general la del Occidente- se podía
entender como propaganda política en provecho de las elites dominantes. De este modo, algunos
pueden usar (y abusar de) la nueva disciplina sólo para insistir en que la historia ya no puede ofre-
cer una narrativa nacional, en que es siempre parcial, política propagandística y, en realidad, mítica.
El trabajo de los historiadores sociales fortaleció entonces, irónicamente, el argumento en contra de
la objetividad histórica; como históricos hubiera cavado un pozo potencialmente fatal donde la his-
toria, como disciplina, pudiera desaparecer para siempre.

Un nuevo grupo de críticos –denominados posmodernistas- aprovechó la oportunidad y puso en


duda la objetividad de las ciencias sociales en general. Su crítica rebasa la denuncia específica del
carácter ideológico de la historia norteamericana o de la ciencia occidental, y ataca los cimientos
mismos del conocimiento científico e histórico. A pesar de su ubicuidad, derivada de las recientes
guerras entre tradicionalistas y sus opositores, la etiqueta de “posmodernismo” es muy lábil. 3 Por
momentos pareciera que todo el mundo esa posmodernista; otras veces da la impresión de que todos
quisieran eludir una categoría que puede ser sinónimo de nihilismo y ridícula farsantería (si se con-

1 Gertrude Himmelfarb, The New History and the Old (Cambridge, Mass., 1987), pp. 18-23
2 “Text of Cheney’s ‘Report to the President, the Congress, and the American People’ on the Humanities in
America”, Chonicle of Higher Education, September 21, 1998, pp. A17-A23, citas p. A18. Los doctiredos en
historia han aumentado desde entonces.
3 Ver Pauline Marie Rosenau, Post-modernism and the Social Sciences: Insights, Inroads, and Intrusions

(Princeton, 1992)
sidera posmodernistas a Jacques Derrida y a Madonna se comprende el problema de la definición).
Definir el posmodernismo implica tres términos relacionados. “Modernidad”, “modernismo” y po-
sestructuralismo”. En pocas palabras: modernidad es el estilo de vida industrial y urbano; moder-
nismo es el movimiento artístico y literario que intenta capturar la esencia de este nuevo estilo de
vida (el rasca cielos, por ejemplo), y posestructuralismo es la crítica teórica de los supuestos de la
modernidad presentes en la filosofía, el arte y la crítica desde los siglos diecisiete y dieciocho hasta
hoy.

El término “posmodernismo”- difundido primero en las artes, sobre todo en arquitectura - designada
estilos antimodernistas. Los arquitectos posmodernistas rechazaban el funcionalismo pragmático,
eficiente y racional de la escuela modernista y preferían forma y perfiles más impredecibles antoja-
dizos e históricos. Al rebasar el campo de las artes, el vocablo pasó a significar, de una manera más
general, la crítica de la modernidad como seria de supuestos acerca del estilo de vida industrial re-
presenta un conjunto de nociones peculiares de occidente y cuyas raíces se afirma en le siglo dieci-
ocho; supone una nueva periodización de la historia (antigua, medieval, moderna donde lo moderno
indica el período en que la razón y la ciencia triunfaron sobre la Escritura, la tradición y la costum-
bre. En su meollo está la noción de un individuo que actúa y conoce libremente, cuyos experimen-
tos pueden penetrar lo secretos de la naturaleza y cuyo trabajo con otros individuos puede construir
un mundo nuevo mejor.

El principal objetivo de los posmodernistas ha sido poner en duda las convicciones acerca de la
objetividad del saber y la estabilidad del lenguaje. Aquí no corresponde hacer una historia de las
teorías del lenguaje ni un catastro de la metamorfosis del posestructuralimo en modalidades más
4
vastas de crítica cultural. Nos limitaremos, más bien, a las interrogantes que el posmodernismo
plantea acerca del significado y la escritura de la historia. Nuestra intención es navegar entre la crí-
tica tradicional y posmoderna, defendiendo el papel de una historia objetiva e inclusiva y recono-
ciendo también la necesidad de explorar sus fisuras conceptuales.

El posmodernismo torna problemática la creencia en el progreso, en la moderna periodización de la


historia y en el individuo como hacedores y conocedor. Al subrayar la ineluctable fragmentación de
la identidad personal, ataca la noción misma de self individual, medular en la filosofía diecioches-
ca de los derechos humanos y en el relato histórico del destino de Norteamérica. En una de las más
sorprendentes formulaciones de la denominada muerte del sujeto, Michel Foucault proclamó que el
concepto de individuo “es un invento de cuño reciente” que pronto habría de desaparecer como un
rostro dibujado en la arena al borde del mar”.)5 Los posmodenistas aseveran que el self individual es
una construcción ideológica, un mito que mantienen una sociedades liberales cuyo sistema jurídico
depende del concepto de responsabilidad individual (que denominan “sujeto”, para subrayar su falta
de autonomía, vulneran, tal vez sin quererlo, las premisas del multiculturalismo. Sin un self identifi-
cable sería innecesario preocuparse por la diversidad cultural, el orgullo étnico o las identidades
amenazadas. Sin sujeto no habría políticas de identidad ni de autoafirmación cultural.

Los críticos posmodernistas de la historia y la ciencia son agresivos. Atacan todo lo que la moder-
nidad representa. Insisten en que las experiencias de genocidio, guerras mundiales, contaminación
y hambruna arrojan dudas sobre la inevitabilidad del progreso. La ilustración y la razón, incluso
cuando niegan implícitamente el acceso humano a un determinado conocimiento de estos desastres.
De hecho, argumentos contra la posibilidad de lograr cualquier conocimiento seguro. Ponen en du-
da la superioridad del presente y la utilidad de las visiones globales, sean éstas cristiana, marxistas o
liberales. Para ellos, como dice Foucault, “cada sociedad posee su régimen de verdad, su ‘política
general’ de la verdad”6.

Era de suponer que concentraran su atención en la ciencia, cimiento del saber occidental desde el
siglo dieciocho en adelante. Uno de ellos explica: “ la ciencia era el alfa y el omega de modernistas
y estructuralistas; la veían como... el dato definitivo de la modernidad”.7 Según Foucault, “ en so-
ciedades como la nuestra, la ‘economía política’ de la verdad... se centra en la forma del discurso
científico y en las instituciones que lo generan; está sujeta a constantes incitaciones políticas y eco-
nómicas.8 Desde esta perspectiva, la ciencia y la tecnología siempre parecen estar impulsadas por
intereses que buscan la hegemonía. Las pretensiones de objetividad y verdad de los cientistas son
parte de una economía intelectual en la escasez y manipulación caracterizan la búsqueda de la ver-
dad, una empresa torturada y atropada en discursos que son, ellos mismos el producto de institucio-
nes sesgadas.

4 Debemos a Gabrielle Spiegel el haber refinado nuestra percepción de la diferencia entre posestructuralismo
y posmodernismo. Muchos comentaristas los consideran sinónimos. Otros los ven como radicalmente distin-
tos. Ver, por ejemplo. Rosenau, Post-Modernism, p. 3.
5 Michel Foucault, The Order of Things: An Archaeology of the Human Sciences (Nueva York, 1970), p. 387.
6 Michel Foucault, Power/Knowledge: Selected Interviews and Other Writings, 1972-1977, ed., Colin Gordon,

traducción de Colin Gordon, Leo Marshall, John Mephan & Kate Soper (Nueva York, 1980), p. 131
7 F. R. Ankersmit, “Historiography and Postmodernism”, History and Theory, 28 (1989): p. 140
8 Michel Foucault, Power/Knowledge, p. 131. Para una perspectiva más matizada, si bien similar, ver Steven

Shapin & Simon Schaffer, Leviathan and the Air-Pump: Hobbes, Boyle and the Experimental Life (Prince-
ton,1985), pp.333-43: “queremos decir que la historia de la ciencia ocupa el mismo espacio que la historia de
la política en tres sentidos… Las políticas que regularon las transacciones en el seno de la comunidad filosófi-
ca eran igualmente importantes, pues sentaron las bases para la producción de conocimiento genuino”.
Otros posmodernistas preguntan si los métodos cognitivos de la ciencia pueden ser neutrales cuan-
do los objetivos generales de los cientistas forman parte de agendas sexistas, políticas e ideológi-
cas. Afirman que el énfasis en la objetividad de los hechos científicos es una construcción ideológi-
ca que esgrimen los científicos para enmascarar sus activa participación en la selección y configura-
ción de los datos. Opinan que el laboratorio es básicamente un nexo para articular relaciones de
poder y gestos políticos y con ello creen “disolver creencias anteriores en torno a la ciencia”. Ase-
veran que sólo refleja diversas agendas políticas, que allí no sucede “nada especial o extraordinario
de hecho nada que posea una cualidad cognitiva”. Paradójicamente, asignan a historiadores y soció-
logos la tarea de describir cómo consiguen los laboratorios ese poder políticos.9

Suelen entrecomillar el vocablo “realidad”. Para tornar problemático lo que está “allí”, afuera. Para
ellos, ninguna realidad puede trascender el discurso que la expresa.10 Los cientistas pueden creer
que la indagación sistemática (mirar por el microscopio o el telescopio les acerca a la realidad, pero
sólo están privilegiando el lenguaje que hablen y las tecnologías que ellos mismo configuran. (De
más está decir que esta preferencia habría conducido a los horrores de nuestro siglo)11 Según esta
línea argumental, los occidentales resultarían muy propensos a imaginar que hay una realidad fija y
conocible.

Como muestra esta breve revisión, los posmodernistas aún desarrollan una crítica unificada de la
ciencia. Algunos sólo la consideran una modalidad diferente de recursos, no más privilegiada que
otros; otros la relegan al status de simple información y la partan de la sociedad y de las disputas
acerca del conocimiento social. En general gastan más energía en criticar la narrativa histórica y la
noción moderna de tiempo. Uno de sus críticos, convenientemente enigmático, llama la atención
sobre un tiempo inminente, en que “el tiempo narrable del realismo y su consenso se convierta en el
tiempo inenarrable del relato posmodernista”. Esto implica nada menos que la “desaparición de la
historia”, profecía acompañada por la promesa de que “la subversión posmoderna del tiempo histó-

9 Bruno Latour, “Give Me a Laboratory and I will Raise the World”, en Karin D. Knorr-Cetina & Michael
Mulkay, eds, Science Observen: Perspectives an the Social Study of Science (Londres, 1983), p. 161. Latour
se define “como a-modernista”, pero su postura no se diferencia del posmodernismo.
10 Mari Sorri and Jerry H. Gill, A Post-Modern Epistemology: Language, Truth and Body (Lewiston, N. Y.,

1989), p. 198.
11 Algunos posmodernistas son indiferentes a la relación entre ciencia y sociedad. Desde un vector, la ciencia

sólo proporciona información y debería llamar la atención de los políticos, no sólo de filósofos o historiado-
res. Conforme a esta perspectiva, el posmoderno mantiene “la misma indiferencia con respecto a la ciencia
que… hacia la información… Ciencia e información son objetos independientes de estudio que obedecen a
sus propias leyes”. Ankersmit, “Historiography and Postmodernism” pp. 140-141.
rico” amenazará la idea de derechos humanos, la posibilidad de representación en política y en arte
y las funciones informativas del lenguaje.12 Poca cosa.

Los posmodernos han apuntado a la naturaleza de la verdad histórica, a la objetividad y a la forma


narrativa de la historia. El control del tiempo se convierte en la mera imposición intencional de una
conciencia histórica occidental e imperialista en pueblos subordinados; no permite acceder a expli-
caciones verdaderas, saber o inteligencia. El control de los hechos disfraza la artera treta del histo-
riador hiperbólico, treta que – como la idea del autor o del científico – sólo es una ficción de la
imaginación capitalista occidental. Además, esta ficción daña. Refuerza la hegemonía blanca, mas-
culina y occidental sobre mujeres, razas y pueblos. En el relato posmodernista de la historia de Oc-
cidente, los totalitarismos nos sólo se refieren a determinadas formas de gobierno, sino a toda forma
de dominación. “los nombres históricos del espacio totalitario ya no son Stalingrado o Normandía
(mucho menos Auschwitz), sino Dow Jones en Nueva York y Nikkie en Tokio”. Según este relato,
la mera idea de desarrollo es una modalidad de terrorismo, y la democracia sólo “ más discreta” que
el nazismo.13

¿De dónde proviene este afán de negación? ¿Se lo puede considera seriamente? No es difícil enten-
der que desde 1930 los acontecimientos hayan puesto en duda la idea ilustrada de progreso ineluc-
table. La experiencia del siglo veinte muestra que ciencia y tecnología pueden ser empleadas para
construir campos de la muerta y bombas atómicas con la misma facilidad que luz artificial, cosechas
abundantes y vidas prolongadas. Profesores de historia no sólo trabajaron para regímenes demo-
cráticos, sino para nazis, comunistas y dictadores de derecha. La disciplina de la historia no protege
a sus especialistas de las exigencias políticas ni la objetividad de la ciencia garantiza aplicaciones
benévolas. El progreso puede ser una espada de doble filo.

A pesar de que los orígenes de descontento con la modernidad son fáciles de identificar, es difícil
seguir la lógica de los argumentos posmodernistas o precisar su agenda política. Sus intenciones
motivan constantes discusiones. Aunque se inclinan a creer que todo saber es político, expresan sus
propias políticas oblicuamente y suelen sin proponer soluciones. Sus nociones acerca del poder han
sido cuestionadas, pues dos de sus más egregios intelectuales, Friedrich Nietzsche y Martin Hei-
degger, defendieron posturas antidemocráticas, antioccidentales y antihumanistas y estuvieron aso-
ciados, directa o indirectamente, con el antisemitismo. Hitler fundamentaba sus ideas racistas en los
escritos de Nietzsche, y Heidegger adhirió al partido nazi. Por cierto, los teóricos de la posmoder-

12 Elizabeth Deeds Ermarth, Sequel to History: Postmodernism and the Crisis of Representational time (Prin-
ceton, 1992), pp. 6, 7, 9.
13 Jean-Francois Lyotard, Toward the Postmodern, de. Robert Harvey & Mark S. Roberts (Atlantic Highlands,

N.J., 1993), pp. 159-162.


nidad rechazan las implicaciones profascistas y antesemitas de Nietzsche y Heidegger, pero sigue
en pie la duda acerca de la facilidad con que se pueden separar las distintas líneas de su pensamien-
to.

Creemos que los posmodernos son intelectuales profundamente desilusionados, que denuncian toda
expectativa de emancipación, ya sea marxista, humanista liberal, comunista o capitalista. Insisten en
la equivalencia de las ideologías imperantes, pues las impulsaría al desea de disciplinar y controlar a
la población en nombre de la ciencia y la verdad. Ninguna forma de liberación podría escapar a
estos parámetros de control. Así de diversos modos, el posmodernismo es una visión irónica, quizá
desesperada del mundo; en su versión más extrema otorga un espacio asaz reducido a la historia tal
como la conocemos. Con todo, sus sugerentes objeciones a la verdad, la objetividad y la historia son
difíciles de ignorar, por otra parte, ponen el dedo en la llaga: hay que reconfigurar urgentemente los
modelos decimonónicos de ciencia e historia.

El linaje histórico del posmodernismo

Los principales apóstoles posmodernistas contemporáneos son los filósofos franceses Michel Fou-
cault (1926-1984) y Jacques Derrida (1930-). Gran parte de la crítica posmodernista deriva de su
influencia y, a través de ellos, se remonta a Nietzsche y a Heidegger. Esto n significa que ambos
suscriban todos los postulados de quienes se autodenominan posmodernistas. Muchos otros nom-
bres (en general franceses) se pueden actuar en el cuadro de honor del movimiento: Jacques Lacan
en psicoanálisis, Roland Barthes en crítica literaria y Jean – François Lyotard en filosofía. Pero
Foucault y Derrida expresan sus argumentos cruciales en la versión adoptada en Estados unidos.

Ambos filósofos crecieron durante los difíciles tiempos posbélicos de los años cuarenta y cincuenta.
No eran amigos, pero establecieron una agenda intelectual común que tuvo vasta resonancia inter-
nacional. En sus trabajos transformaron el posestructuralismo, si no exactamente en una términos
doméstico, por lo menos en un etiqueta que había que exorcizar, aunque ambos rechazan todo ejer-
cicio de rotulación. Rebasando los círculos intelectuales franceses, Foucault trabajó en Suecia,
Alemania, Túnez y California. Derrida, nacido en Argelia, ha enseñado largo tiempo en Estados
Unidos.

A despecho de sus considerables diferencias de enfoque (y de sus polémicas), Foucault y Derrida


14
desafían los supuestos más fundamentales de la ciencia social de Occidente. Para decirlo esque-

14Para un enfoque similar, ver Richard Wolin, The Terms of Cultural Criticism: The Frankfurt School, Existencialism,
Poststructuralism Nueva york. 1992), part, 3.
máticamente, niegan nuestra capacidad de representar la realidad de manera objetiva y postulan
“deconstruir” –término acuñado por Derrida y sus seguidores – la noción de individuo como agente
autónomo consciente de sí mismo. Con escritos que son en parte crítica literaria y en parte filosofía
(también comentario histórico, en el caso de Foucault) cuestionan la racionalidad, la objetividad y la
capacidad de conocer del hombre occidental supuesto poseedor de conocimientos que correspon-
den a la verdad de la naturaleza y la sociedad. Atacan todo el proyecto de la Ilustración, en suma.

Inspirados en Nietzsche, Foucault y Derrida transforman al hombre occidental en un moderno Gu-


lliver, atado con cuerdas ideológicas: incapaz de trascendencia, no puede emancipares del velo del
lenguaje para alcanzar la realidad “que está afuera”. La visión niezscheana, ofrecida entre sátira e
ironía, admite interpretaciones plurales, y los posmodernistas proponen multiplicidad de respuestas
a sus escritos iconoclastas. Foucault describe la lectura de Nietzsche como un “impacto filosófico”
y una “revelación”, lo que apenas le diferencia, en este sentido, de la mayoría de los estudiantes
norteamericanos.15 Así entonces, la influencia del filósofo alemán es en parte literaria y el parte
filosófica, pues tanto Foucault como Derrida sueles emular su estilo difícil, aforístico y alusivo por
considerarlo coherente con su argumento central de que todos los conceptos, a fin de cuentas iluso-
rias criaturas del momento. El saber, enseño Nietzsche, es una invención que enmascara una volun-
tad de poder.

Nietzsche se las arreglo para ser el arquetipo del filósofo irónico y amoral. Insiste en que la “infini-
tamente compleja catedral conceptual” de Occidente se erige “sobre cimientos tan inestables como
el agua que fluye”. 16
Los humanos no descubren una verdad acorde con la naturaleza; la inventan,
de manera que la verdad está siempre cambiando como el agua de un río está en permanente cam-
bio. La pretensión de verdad, por tanto, sólo puede ser un simulacro que siempre postulan quienes
detentan el poder. Lo bueno, verdadero y noble en los valores occidentales es sólo aquello que la
antigua nobleza denominó así; entonces vino la transgresión revolucionaria del cristianismo, que
indujo a las clases bajas a trastocar de manera los valores de un modo preñado de consecuencias.
Con el cristianismo, según Nietzsche, los sumisos, débiles y viles obtuvieron venganza. La demo-
cracia alentó la inversión de los valores, pues el “rebaño” de la humanidad se convirtió en árbitro de
la verdad y reforzó la moral “esclava” del cristianismo.

Los argumentos de Nietzsche suelen lindar con lo moralmente repugnante. En la Genealogía de la


moral, por ejemplo, exclama: “enfrentamos los hechos: el pueblo triunfó – Los esclavos, la plebe, el
rebaño, como quieran llamarlo y si los judíos prepararon esta victoria, entonces jamás nación alguna

15Citado en James Miller, La Pasión de Michel Foucault, traducción de Oscar Luis Molina (Andrés Bello, 1995)
16Citado por Alan Megill en la nota “On Truth and Falsity in an Extra Moral Sense” en su obra Prophets of Extremity:
Nietzsche, Heidegger, Foucault, Derrida (Berkeley, 1985), p.52.
tuvo una misión tan universal en la Tierra-... Afirmo que este triunfo se puede considerar un em-
ponzañamiento de la sangre, pues ha provocado una mezcla de razas”...17 Quizá sin advertir de ma-
nera cabal del peligro comprobado de tales afirmaciones, algunos posmodernistas han comentado
temerariamente el enfoque nietzscheano. Alice Jardine asevera sin vacilaciones que “Nietzsche ha
legado al siglo veinte, para ser corregido mediante la vía más áspera, el impacto de reconocer que la
verdad occidental y el deseo occidental de verdad han sido un terrible error”. 18
La postura de Jean –
Francois Lyotard es más extrema, pues opina que “los rasgos peculiares de la religión judía – y de
occidente en la medida que es un producto de la misma – no deben indagarse en la neurosis obsesi-
va sino en la psicosis”. Lyotard dedica gran parte de su obra a criticar la defaillance (desfalleci-
miento, decadencia) de la modernité”, el colapso de toda narrativa liberadora. 19

Como Nietzsche, los posmodernistas intentan utilizar las historia contra sí misma, para atacar las
certidumbres y los absolutos que cimentaron el positivismo y las ciencias humanas surgidas en el
siglo diecinueve. Foucault, por ejemplo, describe una visión de la historia en términos nietzschea-
nos: “perturba lo que otrora se considero inmóvil;... fragmenta lo que estuviera unificado;... mues-
tra la heterogeneidad de lo que era coherente consigo mismo”. Sin embargo, insiste con ironía típi-
camente nietzscheana: “no pretendo llegar tan lejos como para afirmar que las ficciones están fuera
de la verdad (hors verite). Creo posible conseguir que la ficción opere al interior de la verdad”... 20
Con todo, jamás especificó de que manera se podía determinar esa m “verdad”, ni siquiera cuál
podría ser su estatus epistemológico.

Martin Heidegger influyó también en el proyecto de ir “más allá de la verdad”. Esta deuda enredó al
posmodernismo en controversias políticas por la contumaz pertenencia de Heidegger al partido
nazi, lo que la planteado interrogantes acerca del sentido político de su obra. Tal como Nietzsche,
Heidegger denuncio la crisis filosófica y cultural de Occidente. Somos “los últimos que ingresamos
a una historia que se acerca a su fin”, insistía en 1946. Rechazaba los valores de razón y objetividad
de la ilustración con más acrimonia incluso que Nietzsche. En un ensayo titulado “La expresión de
Nietzsche: ‘Dios ha muerto’”, insistía en que “pensar sólo comienza cuando entendemos que la
razón, alabada durante siglos, es la enemiga más tenaz del pensamiento”.

A diferencia de Nietzsche, que podía identificarse con algunos aspectos del método científico, por
lo menos en el estudio del lenguaje. Heidegger ataca explícitamente a la ciencia por saquear la natu-
raleza. La “manía tecnológica” del hombre moderno trata a la naturaleza – y a los seres humanos –

17 The Birth of Tradegy and the Genealogy of Morals, Traducción de Francis Goffling (Nueva York, 1956), p. 169.
18 Alice Jardine, Gynesis: Configuration of Woman and Modernity (Ithaca, N.Y., 1985, p. 148.
19 Jean-Francois Lyotard, The Lyotard Reader, de., A. Benjamin (Cambridge, Mass,. 1989), cita en la pág. 102. En la

misma fuente ver asimismo “Universal History and Cultural Differences”, pp. 314-23.
en términos de mera manipulación y así manifiesta la “decadencia espiritual de Occidente”. 21 Hoy
la agricultura es una industria motorizada de alimentos, esencialmente igual a la manufactura de
cadáveres en las cámaras de gas y campos de exterminio, igual al bloqueo y hambruna de los pue-
blos, igual a la fabricación de bombas atómicas,” 22 Enfrentados con este tipo de sensibilidad moral
(o con su ausencia), muchos han acusado a Heidegger de postular una actitud de Gelassenheit*. Su
vinculación de agricultura mecanizada y campos de la muerte coincide demasiado con los interese
egoístas de un ex nazi que jamás expresó remordimientos por sus actos de mil novecientos treinta. 23
Su ataque a la modernidad disfrazada una insensibilidad de perturbadoras resonancias morales.

A pesar de escribir en épocas diferentes, Nietzsche y Heidegger atacan el historicismo y su interés


nuclear, el hombre. La historia, arguyen, no se despliega de manera lineal, manifestando la verdad
en el tiempo, sino que transita una secuencia arbitraria de crisis, disyunciones y fracturas. Como
nada resulta necesariamente de lo anterior, debería descartarse la causalidad junto con la actividad
humana y la estructuración social. Los historiadores que inventaron los mitos de la modernidad no
pueden esperar mayor objetividad que cualquier otro cientista social. Los seres humanos no logran
separarse de los objetos que estudian: sólo los revisten con sus valores personales. Así junto con
objetar la historia moderna, ponen en duda al ser humano como agente autónomo, volitivo y racio-
nal. En palabras de Foucault, Nietzsche mató al hombre y a Dios “Al Interior de su lenguaje”. 24

Siguiendo a Nietzsche, Heidegger afirma que el pensamiento siempre genera mayor complejidad,
mayor oscuridad.

Foucault y Derrida suscriben mucho de estos puntos de vista sobre la historia, más no se los puede
calificar de discípulos de Nietzsche y Heidegger en ningún sentido habitual. Tampoco hacen filoso-
fía, en la acepción tradicional del término, ni siquiera en el estilo de Nietzsche o de Heidegger. Fou-
cault compuso una serie de textos históricos sobre la locura, la medicina, la cárcel y la sexualidad
(entre otros tópicos) que pretenden mostrar que el self moderno es un producto que surge de las
disciplinas y discursos de las instituciones. Derrida ha escrito ensayos que critican a pensadores,
desde Platón a Foucault, y sostienen que todos están atrapados en las categorías binarias de la meta-
física occidental: bien/mal, ser/nada, verdad/error, naturaleza cultura, leguaje/escritura. Para mostrar
la camisa de fuerza que aprisiona las expectativas literarias y filosóficas de Occidente, subvierte
deliberadamente las convenciones gráficas mediante tipografías insólitas, continuos neologismos y
títulos estrafalario (tarjeta postal: De Sócrates a Freud y más allá: “escRibir, encAJonar, cErNir”).

20 Citado en Megill, op. cit., pp. 235,234.


21 Ibid., pp. 145, 106, 140.
22 Citado en Wolin, Terms of Cultural Criticism, p. 239, que a su vez cita a Wolfgang Schirmacher, Technik und Gelas-

senheit (Friburgo y Munich, 1983), p. 25.


23 Para un análisis interesante del pensamiento de Heidegger, ver George Steiner, Martin Heidegger (Nueva York, 1979).
Ambos comparten el énfasis en los efectos del lenguaje - que Foucault denominaba “discurso”-
como generador de conocimiento (y no a la inversa). Para ambos, la búsqueda de la verdad se puede
considerar la principal ilusión de Occidente.

Algunos argumentan que no se les puede considerar relativistas, pues no postulan un sujeto capaz
de tener una posición subjetiva (no se puede ser relativista sin ocupar una posición relativa a otros).
Ambos descentran el sujeto, esto es, cuestionan su primacía como domicilio par emitir juicios y
buscar la verdad. Desafían todo el proyecto ilustrado, que reposa en un concepto de subjetividad
autónoma. En especial Foucault – no obstante algunos momentos respetuosos ante la búsqueda die-
ciochesca de un nuevo fundamento del saber – urge a rebelarse mediante una crítica práctica de la
razón que “adopte la forma de una transgresión posible”.25 De muchos modos, entonces, sus críticas
al sujeto y al lenguaje atizaron un escepticismo más hondo acerca del (evanescente) self y la verdad.

Para Foucault la verdad sólo es la voluntad de poder dentro del discurso, en tanto que Derrida cues-
tiona la idea misma de buscar algo denominado “verdad” en la interminable interacción de signifi-
cantes. A pesar de que sus enfoques son diferentes – incluso opuestos en algunos aspectos -, ambos
26
pretenden deconstruir la verdad como valor en Occidente. Su influencia se puede apreciar en va-
riados espacios. Al criticar una biografía de Foucault que trata explícitamente su homosexualidad,
un discípulo argumentó: “Entonces ‘la verdad’ no es el reverso del error; ‘la verdad’ es una estrate-
gia discursiva que (entre otras cosas) bloquea la inquisición en las condiciones – dinámicas y eróti-
cas – de su propia producción”.27

El lenguaje es entonces una barrera insuperable ante la verdad. Foucault y Derrida describen un ser
humano atrapado en la prisión del lenguaje, prisión más férrea incluso que el determinismo econó-
mico que se atribuye a Marx o el determinismo psicológico de Freud. Después de todo, Marx y
Freud se consideraban cientistas capaces de establecer una relación objetiva con la realidad históri-
ca o psicológica, que quedaba abierta a elaboraciones ulteriores; creían que sus teorías les otorgaban
una visión de la realidad y los medios para transformarla. Foucault y Derrida rechazan este tipo de
fijación en la realidad y con ello la posibilidad de cualquier objetividad predicada sobre la separa-

24 Citado en Megill, op. cit. p. 101.


25 Ver Michel Foucault “What is Englihtenment?” en Paul Rabinow, ed., The Foucault Reader (Nueva York, 1984), p. 45.
26 Reconocemos que los posmodernistas, incluyendo a Foucault y Derrida, han suscrito una variedad de posiciones (si

bien no siempre coherentes) acerca de la verdad. Hemos elidido algunas de estas diferencias aquí, sin duda para conster-
nación de algunos lectores, para mantener el ritmo de nuestra reseña. Agradecemos a Joseph Rouse por mostrarnos las
complejidades de la respuesta posmodernista a la cuestión de la verdad. No tiene responsabilidad alguna en nuestra entre-
ga, con la que probablemente difiera. Para estudiar la posición posmoderna en estos asuntos ver Christopher Norris,
What’s Wrong with Posmodernism; Critical Theory and the Ends of Philosophy (Baltimore, 1990). Para un ejemplo de la
ambigüedad en torno a la verdad entre los posmodernistas, ver Lyotard, Toward the Postmodern.
27 David M. Halperin, “Bringing out Michel Foucault”, Salmagundi, 97 (Winter, 1993): 69-93. Cita en la p. 88.
ción entre el self y el objeto de conocimiento. Niegan toda relación directa o personal con la reali-
dad que está afuera: la realidad es hija del lenguaje.

Foucault y Derrida construyen sobre la base de la obra fundamental de Ferdinand de Saussure acer-
28
ca de la naturaleza del lenguaje. A principios de este siglo, Saussure sugirió que el lenguaje no
ofrece un acceso directo a la realidad, por que se funda en la diferencia y la distancia, empezando
por la diferencia esencial entre el significante (el sonido a aspecto de la palabra) y el significado
mental (el sentido o concepto de la palabra). Significante y significado no son lo mismo. La palabra
n-i-e-v-e no es nieve, sino una representación o significante de pequeños cristales helados que de-
nominamos nieva. Aunque lo representa, el significante no es idéntico al significado, y en el proce-
so de representación puede producirse un oscurecimiento, una distorsión, una ofuscación. El len-
guaje se construye sobre la base de diferencias, sobre la relación entre significante y significado y
de palabras entre sí, no sobre ña base de una correspondencia directa con la realidad. Esto puede
comprobares si se revierte el contexto usual para nieve. “La nieve se fundía a medida que la tempe-
ratura bajaba” es, técnicamente, una frase, pero confunde el sentido de la palabra nieve.

De este modo, podría argüirse que la realidad- o lo que la metafísica denomina “presencia” (logos,
ya sea bajo forma de realidad, presencia, razón o palabra de Dios) –nunca es accesible de manera
directa. La realidad está siempre velada por el lenguaje y éste, a su vez, es velado por la operación
de códigos culturales. 29 Derrida resume, elíptica y herméticamente como acostumbra, su postura:

Cual discurso te dice: la columna es esto o aquello, está ahí... la columna no tiene Ser, ni un estar-ahí,
ya sea aquí o en otra parte. No pertenece a nadie... Y del no-ser de esta columna (un ser), del su no-
sucumbir al poder del es, toda la metafísica occidental- que vive en la certidumbre de ese es- ha gira-
do en torno de la columna. 30

En opinión de Derrida, ya no puede suponerse que la verdad del significante (la palabra, la colum-
na) está garantizada por algún sentido trascendental o verdad previa (Dios, la mente o la necesaria
correspondencia entre naturaleza y lenguaje).

El método de lectura que propugna Derrida- la desconstrucción. Pretende mostrar de qué manera los
textos ocultan tanto como expresan para mantener la vanidad occidental básica como expresan para
mantener la vanidad occidental básica del “logocentrismo”, la idea (errónea) de que las palabras
expresan la verdad de la realidad. La desconstrucción demuestra que los textos admiten múltiples,

28 El texto esencial de Saussure se basa en los apuntes de sus alumnos. Ferdinand de Saussure, Course in General Linguis-
tics, eds., Charles Belly & A. Sechehaye, tr. Roy Harris (La Salle, III, 1983). Para Foucautl acerca de Saussure, ver The
Order of Things, pp. 294-300. Para Derrida acerca de Saussure, ver Of Grammatology (Baltimore, 1976). Nótese que
Saussure creía en la ciencia. Ver Course, p. 16.
29 Una presentación útil del enfoque de Derrida puede encontrarse en la Introducción a Jacques Derrida, Dissemination,

por Barbara Johnson (Chicago, 1981), pp. vii-xxxii.


30 Derrida, Dissemination, p. 352.
cuando no infinitas, interpretaciones, pues los significantes carecen de conexión esencial con lo que
significa. No sorprende, la cabo, que los intelectuales franceses criados durante la ocupación nazi
encontraran estimulante la metáfora de aprisionamiento (o su antónimo la libertad total). En pala-
bras de Derrida, los occidentales se equivocan al pensar que la columna posee Ser, pero no pueden
abandonar la idea. Y en vista de las dificultades que enfrentaron los intelectuales franceses de la era
posbélica al intentar encontrar una salida de lo que percibían como exigencias competitivas y he-
gemónicas del capitalismo norteamericano y del bloque comunista- o del humanismo liberal y el
marxismo- era esperable que sospecharan de cualquier fácil proclamación de libertad o verdad.

Una vez descubierto como creación del lenguaje y la ideología, el self queda expuesto cual una bes-
tia enjaulada (Foucault) o desaparece como humo que se difumina ene le cielo (Derrida). La identi-
dad singular e individual es, en la percepción posmoderna, una creación histórica cuyos días están
contados. El self no se expresa mediante el lenguaje: el lenguaje habla a través del self, como había
dicho Heidegger. La noción misma de autor- concluye Foucault- era la creación de los mismos dis-
cursos de los siglos diecisiete y dieciocho que insistían de modo más general en la responsabilidad
personal. La lectura de un texto, según Derrida, “no tiene relación alguna con el autor como persona
real”.31 El autor, junto con la idea de hombre, desaparecerá con el paso del tiempo: era un artefacto
cultural.

La influencia del posmodernismo en los historiadores de fines del siglo veinte habría sido marginal
–urdimbre de bordados filosóficos – de no ser por la paulatina metamorfosis de la disciplina históri-
ca. La cuna del relativismo y el escepticismo fue crucial en este cambio. Ya en mil novecientos
treinta, los historiadores norteamericanos progresistas Carl Becker y Charles Beard anunciaron el
relativismo histórico al insistir en que cada hombre (sic) escribiría su propia versión de la historia,
su funcionamiento es más semejante a un mito cultural que a un relato objetivo del pasado (posición
no tan distante de Nietzsche). Argüían que el ideal de una reconstrucción definitiva y objetiva del
ayer era quimérico. Lo hechos no se presentan directamente al historiador; éste elige, guiado por sus
presupuestos ideológicos. En palabras de Beard, el historiador hace un “acto de fe” basado en “de-
cisiones subjetivas, no en descubrimientos objetivos”.32 De este modo, poco después de que los
historiadores establecieron su disciplina como campo autónomo de estudio emulando lo métodos
científicos de investigación, empezó a menguar la creencia en su estatus científico y en su capaci-
dad para la objetividad.

31Citado en Rosenau, Postmodernism, p. 352.


32Para leer acerca de la postura de Becker y Beard y la controversia iniciada por ellos, ver Peter Novick, That Noble
Dream: The “ObjectivityQuestion” and the American Historical Profession (Cambridge, 1988), pp. 250-64. La cita de
Beard está en la pag. 257.
Ahora bien, éstos eran débiles murmullos comparados con la vigorosa expansión del marxismo, la
escuela de loa Annales y la Modernization theory, transformadas- después de la Segunda Guerra- en
paradigmas que competían en la organización de fragmentos cada vez mas vastos de indagación
global. La crítica a estas escuelas permaneció callada hasta que en los anos setenta y ochenta empe-
zó a estallar, detonada en parte por la democratización universitaria. Grupos recién admitidos en la
universidad demostraron gran receptividad a las proclamas escépticas posmodernas cuando verifica-
ron que los principales representantes de las tres mayores escuelas de historia excluían o trataban de
manera estereotipada a mujeres y minorías. Aunque individualmente los historiadores sociales se
aferraban a un modelo de investigación objetiva, los resultados de sus trabajos reforzaron la des-
agregación posmodernista de todo esquema interpretativo unificado. La historia de los que los pos-
modernos llamaban grupos “subalternos” – obreros, inmigrantes, mujeres, esclavos y homosexua-
les – resultaba, en la práctica, difícil de integrar en la gesta de una nación norteamericana unificada.
¿Cómo podía, por ejemplo, incorporarse la trágica realidad de los esclavos en una narración gober-
nada por el optimismo y el progreso? La historia social – antaño la gran esperanza de una profesión
de mentalidad cada vez más inclusiva y sin embargó científica – parecía inadecuada para la tarea
de proponer una narrativa nieva, inclusiva y que considerara los géneros.

El auge de la historia cultural

En el contexto de universidades más democratizadas de los que jamás pudieron imaginar Beard o
Becker, la guerra cultural estalló en un frente que abarcaba desde la historia y la literatura hasta el
derecho y la educación. En comparación con otras disciplinas humanistas, la historia salió relativa-
mente indemne de la contienda, pues hasta hace poco sus métodos y objetivos ‘más que los dilemas
filosóficos posmodernistas- ocuparon el centro de la controversia. La discusión en torno a la historia
social todavía acaparaba los titulares de la polémica cuando algunos historiadores se apartaron –
estimaban que no estuvo a al altura de sus promesas- y se volvieron a la historia de la cultura. La
mente, como depósito de las prescripciones sociales, espacio donde se forma la identidad y se nego-
cia la lingüísticamente la realidad, se transformó en foco de la nueva indagación histórica. Allí resi-
día la cultura, definida como repertorio de sistemas valóricos y mecanismo interpretativos.

El historiador de la cultura intentó sumergirse bajo los productos formales de jurisprudencia, litera-
tura, ciencia y artes para descifrar los códigos, pistas sugerencias, signos, gestos y artefactos me-
diante los cuales la gente comunica sus valores y verdades. Incluso más importante: los estudiosos
empezaron a advertir que la cultura particulariza el significado, pues los símbolos culturales se re-
configuran sin cesar en los encuentros sociales cotidianos. Sólo los incluidos tienen acceso al men-
saje; estar incluido en el circuito social de señales convierte en miembro del grupo, sea éste una
comunidad, clase, congregación o nación. Este punto de vista cultural puede negar, pero no necesita
hacerlo, la universalidad del lenguaje conceptual y la uniformidad del razonamiento humano. Sin
embargo desde una perspectiva posmodernista, la historia cultural puede robustecer el ataque a la
razón y a los valores universales.

En la perspectiva cultural actúa una apreciación distinta de la racionalidad, que destaca la operación
de la razón humana en un contexto cultural específico. La gente piensa al interior de la matriz de su
universo mental propio. No puede catapultarse fuera de él para elaborar juicios independientes so-
bre ese universo. Sin embargo, alojadas en él, las personas pueden alcanzar verdades científicas o
morales accesibles a personas situadas en universos mentales diferentes. Nada, en esta perspectiva
cultural, afirma necesariamente la noción de que los lenguajes sean inconmensurables o carezcan de
sentido para aquellos que no participaron en su formulación original. La nueva historia de la cultura
todavía manifestaba el interés por la investigación de los orígenes sociales o contextuales de moti-
vaciones y actos que expusimos en nuestros capítulos acerca de la historia de Norteamérica y de la
ciencia. Pero los historiadores, los teóricos de la modernización y los analistas apelaban e la eco-
nomía y ala sociología; los historiadores de la cultura, en cambio, recurren ala antropología y ala
teoría literaria.

“Cultura” es un término notoriamente impreciso, y por largo tiempo las antropólogos han debatido
sus significado. Durante loa años setenta y ochenta, el antropólogo que más citaban los historiado-
res era Clifford Geertz. En su estupendo y provocador ensayo “Thick Description” (descripción
densa, o inteligible), Geertz destaca que “la cultura no es una poder; no es algo a lo cual se puedan
atribuir, de manera causal, sucesos sociales, conductas, instituciones o procesos; es una contexto al
interior del cual se los puede describir inteligiblemente, esto es thickly”.33 Este énfasis en una inte-
ligibilidad derivada de una conceptualización extensiva, convirtió a la antropología en una ciencia
interpretativa que persigue sentidos más que en una ciencia experimental en busca de leyes. Geertz
rechazó entonces expresamente el modelo científico positivistas y se pronuncio a favor de otro, más
y más literario, de crítica cultural. Su postura poseía obvias afinidades con las propuestas de pos-
modernos del tipo Foucault y Derrida.

Muy pronto muchos historiadores de la cultura se unieron al grupo de estos exégetas. Proclamaron
las ventajas de la “historia en la venta etnográfica”, pues esto pareció ofrecer un modo de interpretar
el sentido que la gente del pasado otorgaba a sus experiencias. Un estudio reciente reflejo indudable
de una tendencia generalizada- muestra que en Francia, entre 1976 y 1990, los estudios de historia

33Clifford Geertz, “Thick Description: Toward an Interpretive Theory of Culture” en The Interpretation of Cultures
(Nueva York, 1973), p. 14
abandonaron lo político y social en beneficio de lo intelectual y cultural. 34 El énfasis en la decodifi-
cación de significados, más que en la inferencia de leyes explicatorias causales, se consideraba la
tarea central de la historia de la cultura, tal como Geertz la había situado en el centro de su antropo-
logía cultural.35

El creciente interés en la cultura y en la teoría cultural provino originalmente de fuentes teóricas y


tendencias históricas ajenas al posmodernismo. Primordial entre elles era el desencanto con las ex-
plicaciones globales expresadas en términos sociales y económicos, habitualmente denominadas
reduccionismo económico/social. El énfasis en la cultura supone que creencias y rituales interactúan
con las expectativas sociales y económicas de la población y no sólo reflejan su situación socioeco-
nómica. En Estados Unidos, la progresiva consciencia de que la cultura nacional suele incluir varia-
das y aveces competitivas subculturas, consolidó el interés en la historia de la cultura. En respuestas
a estas tenencias, los modelos explicativos que habían contribuido al ascenso de la historia social
sufrieron un desplazamiento de énfasis entre los años setenta y ochenta. Apoyándose primero en
gente de su propio campo, marxistas y annalistas adoptaron progresivamente la nueva disciplina.
Hasta los más tenaces partidarios de la modernización theory empezaron a destacar la trascendencia
de los factores culturales.

El interés marxista en las formas culturales se inspiro en las reflexiones que plasmó Antonio
Gramsci, uno de los fundadores del partido comunista italiano, en una serie de notas que redacto en
la cárcel entre 1920 y 1930. La idea más influyente de Gramsci es la “hegemonía”. Una elite esta-
blece su poder cuando domina culturalmente a otras clases sociales. No pudiendo conservar el po-
der mediante la pura fuerza, debe desarrollar los medios para ejercer el liderazgo cultural e intelec-
tual. Por esto la clase trabajadora sólo podía llegar al poder si conseguía formular una cultura inde-
pendiente, su “propia concepción original del mundo”. 36
El énfasis grasmsciano en la cultura –
difundido gradualmente en los círculos marxistas sólo después de la guerra – es evidente en la in-
fluyente historia del proletariado inglés que escribió E.P. Thompson. Thompson se dedicó explíci-

34 Entre 1976 y 1990 el porcentaje de publicaciones en inglés acerca de la historia francesa, dedicadas a la crónica política
y diplomática, decreció a la mitad y las relativas a la economía y la historia social al cuarto. La tendencia a la mengua de
la historia social fue muy pronunciada en Francia, hogar de la escuela de los Annales. El porcentaje de publicaciones
francesas históricas relativas a la política y la diplomacia disminuyó a un cuarto y las económicas y sociohistóricas a la
mitad, en circunstancias de que las historias culturales e intelectuales se duplicaban. Nos fundamentamos en las Tablas 1 y
2 de Thomas J. Schaeper, “French History as Written on Both Sides of the Atlantic: A Comparative Analysis”. French
Historical Studies, 17 (1991): 242-43.
35 Ver, por ejemplo, Robert Darnton, The Great Cat Massacre and Other Episodes In French Cultural History (Nueva

York, 1984), para una afiliación explícita con Geertz.


36 Citado en A. Pozzolini, Antonio Gramsci: An Introduction to His Thoughts tr. de Anne F. Showstack (Londres, 1970),

p. 109.
tamente al estudio de los que denominó “mediaciones culturales y morales” y al “modo como estas
experiencias materiales se manejan... de manera cultural”.37

Otras influencias estimularon la predilección marxista por la cultura; los trabajos del crítico literario
Raymond Williams en Gran Bretaña y los estudios de la escuela de Francfort, por ejemplo. En fran-
cia, Louis Althusser intentó reorientar el marxismo en una dirección posestructuralista, argumen-
tando que la obra de Marx mostraba que la noción de individuo asertivo y libre era fruto de la ideo-
logía burguesa. Muchos historiadores de la tradición marxista británica, incluso Thompson, recula-
ron ante las posiciones más extremas del posmodernismo por juzgarlas lesivas para el materialismo
histórico. Thompson atacó abiertamente a Althussser por negar a los seres humanos un papel en la
formación de sus propio destino. 38 Junto con una profusión de seguidores, temía que el posmoder-
nismo - con su acento en el discurso- se distanciara de la historia real al apartar el lenguaje de la
realidad social. Un crítico marxista especialmente vociferante calificó de acertijos lingüísticos aca-
démicos y de promotores de solipsismos, carentes de seriedad intelectual, a “los escritos que apare-
cen con el sello de posestructuralismo o posmodernismo”.39

El sociólogo y antropólogo marxista francés Pierre Bourdieu propuso en enfoque alternativo. Re-
construyo el modelo marxista, con mayor atención a la cultura como conjunto de prácticas que gru-
pos sociales heterogéneos utilizan de diversos modos. Aunque insistió en que “el modo característi-
co de expresión de un a producción cultural depende siempre de las leyes del mercado donde se
ofrece”, apuntó su obra al discernimiento de la “lógica específica” de los “bienes culturales”. 40
En
esta lógica, son cruciales las maneras y los medios de apropiación de los objetos culturales. A dife-
rencia de Foucault- que subraya los efectos de un campo discursivo general -, Bourdieu acentúa la
importancia de los desniveles sociales en le manejo de l cultura y reafirma el vigor de la historiogra-
fía social.

Los miembros más jóvenes de la escuela de los Annales, cada vez más desencantados con el para-
digma de los niveles de experiencia histórica postulado por Braudel, adoptaron con entusiasmo la
lectura cultural. Evidente en una principio en la preocupación por lo que los franceses apodaron
enigmáticamente mentalités, la adopción de la cultura por parte de los annalistas se enfoco en las
prácticas mentales compartidas colectivamente, o estructuras de una sociedad. La etiqueta de men-

37 Citado en Ellen Kay Trimberger. “E. P. Thompson: Understanding the Process of History” en Theda Skocpol, eds.,
Vision and Method in Historical Sociology (Cambridge, 1984), p. 219. La obra de Thompson The Making of the English
Working Class se publicó por primera vez en 1963.
38 E. P. Thompson. The Povery of the Theory and Other Essays (Nueva York, 1978).
39 Bryan D. Palmer, Descent into Discourse: The Reification of Language and the Writing of Social History (Philadelphia,

1990), p. 198-99.
40 Pierre Bourdieu: Distinction: A Social Critique of the Judgement of Taste, tr. Richard Nice (Cambridge, Mass., 1984),

pp. xiii. Para un atisbo crítico ver Richard Jenkins, Pierre Bourdieu (Londres y Nueva York,1992).
talité sirvió para separar la vida cultural y mental de los procesos económicos, demográficos y so-
ciales que antes habían ocupado a los historiadores de la escuela41

Para la nueva generación de la escuela de la annales, mentalités o cultura ya no se podían caracteri-


zar como parte de “tercer nivel” de experiencia histórica. El tercer nivel, decían, no es de ningún
modo un nivel, sino un determinante primario de la realidad histórica: las estructuras mentales no se
pueden reducir a elementos materiales. Las relaciones económicas o sociales no son prioritarias ni
determinantes del universo cultural: son campos de ejercicio y producción cultural. En esta perspec-
tiva, las prácticas culturales no se pueden explicar deductivamente refiriéndolas a alguna dimensión
extracultural de la experiencia. Toda práctica, económica o cultural, depende de las representacio-
nes mentales o culturales, o códigos, que los individuos emplean para entender a su mundo.42

La nueva generación de annalistas, y sus contrapartes en otros países, no se limitó a proponer un


nuevo conjunto de tópicos de investigación; su enfoque de la cultura planteó interrogantes acerca de
los métodos y objetivos de la historia en general. Aunque el concepto de cultura no excluye el inte-
rés en explicaciones sociales y económicas, la creencia en la realidad ni una práctica basada en el
empirismo, plantea problemas fundamentales para la explicación histórica cuando se lo eleva al
estatus de motor primordial del cambio. Si se descartan los supuestos aceptados acerca de la causas
económicas y sociales de los sucesos, ¿qué los relevará? Si todas las prácticas están marcadas por
engramajes culturales y lingüísticos; si todo significado- incluso el de las leyes científicas- depende
del contexto cultural, ¿Cómo puede generarse una explicación causal? (Geertz parece creer que no
se puede ni se debe.) Como suele suceder con los entusiasmos súbitos, la cultura como categoría
arraiga englobar todo y así, en cierto sentido, no explicar nada. ¿Qué significa decir que todo se
debe a la cultura? ¿Deben los historiadores contentarse con ofrecer descripciones inteligibles (thick)
y desechar el análisis causal? De este modo, el rechazo del reduccionismo materialista (la explica-
ción causal. La inmersión en la cultura impedía distinguir causas y efectos. En consecuencia, la
historia cultural y los planteamientos filosóficos del relativismo y el escepticismo empezaron a en-
trelazarse y reforzarse mutuamente.

El posmodernismo y los historiadores

A primera vista, parece improbable que Foucault o Derrida pudiera influir mucho en la práctica de
la historia. Ambos rechazan la indagación de los orígenes (acaso el enfoque clásico de cualquier

41 Volker Sellin traza la historia de la palabra y concepto en “Mentalität und Mentalitätsgeschichte”, Historische Zeitsch-
rift, 241 (1985): 555-98.
42 Un influyente aserto acerca de la visión reciente de los Annales se encuentra en Roger Chartier, “Intellectual History or

Sociocultural History, The French Trajectories”, en Dominick LaCapra & Steven L. Kaplan, eds., Modern European
Intellectual History: Reappraisals and New Perspectives (Ithaca, N. Y. 1982).
problema) y proponen un análisis del discurso que no requiere ninguno de los habituales fundamen-
tos económicos, sociales o políticos. En efecto, a ambos se los acusa de atizar el nihilismo. Mientras
Derrida parece no ofrecer motivo alguno para el juego del lenguaje, la única “causa” coherente que
propone Foucault para la formación de discursos es la nietzscheana voluntad de poderío, expresada
por lo general a través de instituciones y no tanto de individuos.43 Foucault define su obra como
historia de las condiciones para la “producción de verdad”, lo que arriesga reducir toda verdad –y
todas sus explicaciones históricas de ella- a una omnímoda voluntad de poder, en cierta forma lo
opuesto al juego lingüístico inmotivado de Derrida. Ambos despojan a hombres y mujeres de la
significativa capacidad decisoria que otrora sirviera para distinguir a los seres humanos de los ani-
males. El cambio no surge de la acción voluntaria del ser humano, sino de inesperados e impredeci-
bles desplazamientos en la costura de amplias configuraciones discursivas, brotes azarosos en la
guerra de todos contra todos.

A despecho de las resistencias, en los últimos veinte años el posmodernismo ha ganado terreno
gracias a la creciente influencia de la teoría literaria en los diversos modos de estudio cultural.
Geertz orienta a los antropólogos en esta dirección, pues vincula su “teoría interpretativa” con lo
que denomina “analogía textual... la mayor reconfiguración reciente de la teoría social”.44 En la
“analogía textual” la cultura se equipara con un texto o lenguaje. Al igual que un texto, se la debe
estudiar como algo en sí mismo y no como una representación transparente de un conjunto más
básico de códigos(como las tendencias económicas y sociales). Si la cultura equivale aun texto o
lenguaje, es posible de todas las críticas planteadas por Foucault o Derrida.

Todo historiador de la cultura debe buscar una manera de vincular el artefacto cultural- texto, pintu-
ra o máquina a vapor- con las creencias, sistemas epistemológicos, interese y estructuras que afec-
tan a los series humanos que lo generan. Pero las teorías interpretativas posmodernistas rebasan
siempre la mera insistencia en la integridad del artefacto cultural. Desafían todo intento de vincular
la cultura (o discurso o texto) con algo externo o subyacente o con la naturaleza o las circunstancias
materiales y hacen vacilar así los cimientos tradicionales del saber tanto en las ciencias naturales
como en las humanas. Si estas hipótesis se toman en serio, no habría fundamentos trascendentales o
transhistóricos para la interpretación y los seres humanos carecerían de acceso inmediato al univer-
so de las cosas o los hechos. 45 Literalmente, el posmodernismo niega la existencia de un paso direc-
to al mundo ajeno al texto e incluso – tal vez por extensión- el acceso al texto mismo por parte de

43 Agradecemos a Ruth Bloch por sus comentarios acerca de este asunto. Ver tambien Wolin, Terms of Cultural Criticism,
pp. 185-86.
44 Clifford Geertz “Blurred Genres: The Refiguration of Social Thought” en Local Knowledge: Further Essays in Inter-

pretive Anthropology (Nueva York, 1983), p. 30.


pueblos o culturas extraños a él. “Belleza”, “verdad” y “realidad” se encontrarían, por así decirlo,
en la “mira” del lenguaje. Realidad y sujeto cognoscente están insertos en la construcción cultural,
no fuera de ella. El mundo, el sujeto y el conocimiento quedan profundamente relativizados y es-
cindidos de los procesos sociales que funcionan sin palabras en torno al poseedor de cultura. En esta
versión, el saber científico se torna de discurso vinculado al estilo de vida en exceso racionalista de
Occidente.

Las reacciones de los historiadores a las teorías posmodernistas han sido muy variadas, los tradicio-
nalistas rechazan la nuevas configuraciones teóricas tal como desestimaran todas las formas anterio-
res de teoría por innecesarias e insalubres, como si fueran una intrusión en el ámbito histórico.
Aunque en algunas instancias la han abrazado, los historiadores sociales has resistido la teoría cul-
tural por parecerles demasiado alejada de las condiciones sociales concretas. Como suele suceder
con una disciplina académica, la introducción de nuevas teorías ha dividido a los estudiosos en
campos enfrentados. Nuestra opinión es que las nuevas teorías culturales –incluso las posmodernis-
tas- han ayudado (como sus predecesoras) a revitalizar la discusión acerca de los métodos, objetivos
y fundamentos del conocimiento.

Provocativas y perturbadoras, plantean interrogantes que reclaman nuevas respuestas.

Algunas académicas feministas adoptaron la hipótesis posmodernista porque sus lineamientos acen-
túan la contingencia, la antropoieis y, por ende, la mutabilidad de las prácticas y normas culturales.
En estados Unidos en particular (y quizá sólo allí). La historia de la mujer y los estudios genéricos
son la punta de lanza de la nueva historia cultural. Las historiadoras feministas inauguraron el uso
de las interpretaciones antropológicas y algunas están hoy en la vanguardia de a quienes aplican las
teorías posmodernas. La misma noción de género muestra la influencia del matiz cultural y lingüís-
tico del término en las humanidades. Desde sus orígenes gramaticales, la voz género ha llegado a
representar, en inglés, la construcción social y cultural de la identidad sexual. En su influyente co-
lección de ensayos Gender and Political History, Joan Wallach Scott insiste en que “una política
feminista radical” necesita una “epistemología más radical”, que ella encuentra en la teoría posmo-
dernista. Adopta de modelos a Foucault y Derrida y alaba la relativización posmodernista del status
de todo conocimiento.46

45 John E. Toews, “Intellectual History After the Linguistic Turn”, American Historical Review, 92 (1987): 879-908,
especially pp. 901-2.
46 Joan Wallach Scott, Gender and the Politics of History (Nueva York, 1988). La cita está en p. 4. Scott ha sido objeto de

mucha, crítica, dirigida al uso que los historiadores hacen de tales teorías. Los tradicionalistas y marxistas, junto con otros
feministas, la han criticado por su excesiva adhesión al posmodernismo, su postura relativista y la tendencia a reducir la
historia a la percepción del significado. Ver, por ejemplo. Palmer, Descent into Discourse, pp. 172-86. Para una respuesta
filosófica a la deconstrucción, ver Hilary Putnam, Renewing Philosophy (Cambridge, Mass, 1992), cap. 6.
Las interrogantes que plantea el uso feminista de la teoría posmoderna son características de l deba-
te acerca de la analogía textual y más generalmente acerca de la teoría en sí. La mengua creciente de
la distinción entre texto y contexto, o entre lenguaje y universo social, es crucial en la polémica. La
terapia social clásica reposaba en una separación heurística de texto y contexto. Algo se selecciona-
da como elemento explicable (el texto, el efecto, o la variable dependiente), por ejemplo el ascenso
del capitalismo, el funcionamiento de la racionalización burocrática o la creciente despersonaliza-
ción en el seno de la sociedad moderna; otro elemento se postulaba como medio explicativo (el
contexto, la causa, o la variable independiente), por ejemplo la ética protestante, la ampliación del
mercado o la creciente diferenciación de funciones en la sociedad moderna. Al negar la separación
entre texto y contexto (o entre causa y efecto), la teoría posmodernista compromete toda teorización
social.

Si la historia posmodernista emulara de decurso de antropología cultural, la preocupación por ofre-


cer explicaciones causales y teorías sociales será reemplazada por un enfoque reflexivo y sobre
problemas de construcción literaria: de qué manera el historiador, como autor, construye su texto,
cómo general la ilusión de autenticidad, otorga verosimilitud a los hechos y garantiza la semejanza
con la realidad pasada (o “efecto-verdad”, como se denomina a veces). 47
La implicación es que el
historiador no captura fielmente el ayer, sino que, tal como el novelista, da la impresión de hacerlo.
De aplicarse esta versión del posmodernismo a la historia, la búsqueda de verdades acerca del pasa-
do sería desplazada por el análisis de los diferentes artificios empleados para producir “efectos-
verdad” convincentes. El historiador consentiría o desmentiría a los investigadores de antaño, equi-
parando sus infructuosos afanes con la odisea que toda superstición o ilusión impone a sus creyen-
48
tes. El relativismo, quizá teñido de cinismo y arrogancia, caracterizaría su postura estática ante
aquella gente, convirtiéndose en la alternativa y sustituto del respeto. Frente a su miopía y sus vanas
estrategias discursivas, la voz irónica disminuiría la maravilla del historiador y presentaría la pasión
por situarse entre seres humanos que buscan la verdad como una mera búsqueda de “efectos-
verdad”.

Bajo el impacto de los enfoques literarios pos modernos, los historiadores, contemporáneos están
cayendo en la cuenta de que sus selecciones de técnicas narrativas y modalidades analíticas poseen
implicaciones políticas y sociales. Los ensayos acerca del estado de la disciplina suelen tener una
forma canónica propia: empiezan con un recuento de los nuevos tipos de historia: sigue una pausa

47 Para una revisión crítica de esta tendencia en la antropología cultural, ver Frances E. Mascia-Lees, Patricia Sharpe &
Collen Ballerino Cohen, “The Postmodernism Turn in Anthropology: Cautions from a Feminist Perspective”, Sings, 15
(1989): 7-33.
48 Sobre este punto, ver Phyllis Mack, Vissionary Women: Ecstatic Prophecy in Seventeenth-Century Europe (Baltimore,

1973).
prolongada en que se exploran los problemas que los nuevos enfoques plantean; concluyen con una
jeramiada acerca de los peligros que entrañan las nuevas prácticas o con una celebración de la po-
tencial superación de todos los obstáculos. El estilo literario que adopta el argumento influye en la
forma y manera en que se representan los argumentos y las evidencias.

Los autores de ensayos de principios del siglo veinte acerca de la “nueva historia” o sobre historia
social en los años cincuenta o sesenta, solían describir el avance de la historia social y económica en
términos heroicos y románticos: el corajudo historiador; de la mano de las fuerzas del progreso y la
democracia, luchaba contra el oscurantismo y la tradición. Ahora un sesgo irónico impregna los
relatos de esos historiadores, los cuales, junto a otros críticos culturales, se preguntan si su obra
podrá ser algo más que fragmentaría o parcial, una parodia deficiente de las magnas narraciones del
pasado. Desengañados de la validez de las que denominan macrohistorias, se refugian en la ironía y
alegan estar escribiendo microhistorias.

Por cierto, cuestiones de forma y técnica impregnan los capítulos de esta obra. Nuestro énfasis en
la necesidad de coherencia narrativa, análisis causal y contextualización social –ejemplificado en
nuestros propios relatos- intensa trascender la corriente actual de juicios negativos e irónicos acerca
del papel de la historia. Empero, como historiadoras, también privilegiamos determinadas formas
estáticas, así como otros eligieron la comedia, el romance o la ironía. Creemos que el ser humano
necesita reconocerse en una relato coherente del pasado. En este sentido, hemos renunciado a la
postura irónica.49 Más que probar nuestra superioridad sobre los historiadores antiguos resaltando
sus fracasos, intentamos aprender de sus empeños por interpretar el mundo social. En vez de insis-
tir en la imposibilidad de ser completamente objetivas o de satisfacer por completo una explicación
lo más objetiva posible como la única manera de avanzar -si no en un camino lineal de progreso
hacia el futuro- hacia una comunidad más democrática e intelectualmente viva, hacia el tipo de so-
ciedad en que nos gustaría vivir.

Si bien éstas son opciones estéticas o literarias, por que implican los modos de organizar una narra-
tiva, la historia es algo más que una rama de las letras sólo evaluable por sus méritos literarios.
Nuestras elecciones son políticas, sociales y epistemológicas. Políticas y sociales, porque reflejan
creencias en cierto tipo de comunidad de historiadores y sociedad de norteamericanos; y epistemo-
lógicas, por que manifiestan posturas ante lo conocible y la manera de conocerlo. Con diligencia y
buena fe también pueden ser, en ciertos momentos, y parcialmente, reseñas verdaderas del pasado
inmediato y remoto.

49Acerca de la ironía como tropo en la historiografía, ver Hayden White, Metahistory: The Historical Imagination in
Nineteenth-Century Europe (Baltimore, 1973).
La supuesta existencia de una jerarquía clara de explicación, desde la economía y la sociedad hasta
la política y la cultura, estaba presente en la escuela de la annales, en el marxismo y en la moderni-
zation theory, y todavía se puede apreciar en el índice de muchas monografías de historia social.
Aceptamos que el énfasis en la cultura y el lenguaje socava este enfoque jerárquico al mostrar que
en primera instancia toda realidad social está construida culturalmente y constituida discursivamen-
te. Si los “elementos básicos” de la vida (demografía, economía) están construidos en y mediante la
cultura, ésta ya no se puede considerar un fenómeno del “tercer nivel” con los discursivos o lingüís-
ticos arrojan dudas acerca de las formas, abran camino, por lo tanto, a nuevas modalidades de inves-
tigación histórica, cuyo epitomé más conocido tal vez sea la obra de Foucault.

No rechazamos, por lo tanto, todo el corpus posmodernidad. La analogía textual y ciertos aspectos
de su teoría poseen genuinos atractivos, políticos y epistemológicos. El interés en la cultura permi-
tió desprenderse del marxismos, por lo menos de sus más endebles versiones de reduccionismos
social y económico. Los enfoques culturales y lingüísticos también ayudaron en la tarea en curso
de perforar la coraza de la ciencia, que suele disimular un reduccionismo tenaz. Al centrarse en la
cultura, es posible poner en duda los supuestos de sentido común sobre una clara jerarquía de expli-
caciones en historia (esto es, en toda realidad social) que iría desde la biología y la topografía, pa-
saría por la demografía y la economía y hasta la estructura social y terminaría en la política y sus
menesterosas primas, la vida cultural e intelectual.

Con todo, epos modernismo - como toda intervención teorética anterior- plantea su propia serie de
interrogantes. Capital entre ellas es el problema del determinismo lingüístico, la reducción del mun-
do natural (o social) a lenguaje y de contexto a texto. ¿Deben los historiadores desechar la teoría
social y el lenguaje causal si abandonan la analogía de niveles de las Annales o las superestructuras
básicas del marxismo? Paradójicamente, tal como ha evolucionada la teoría desde la época de Hegel
y Marx, una trayectoria que abarca desde Nietzsche y Heidegger hasta los posmodernistas enturbia
progresivamente el afán de explicar. La explicación del desarrollo político y social en el largo es
blanco de ataques conforme los exponentes de dicha trayectoria atacan la historia y su proyecto
original teórico y empírico. En otras palabras, el posmodernismo pone en duda la forma narrativa
moderna, mostrando así una vez más que importa la filosofía de la historia.

El problema de la narrativa

Las interrogantes filosóficas acerca de los fundamentos epistemológicos inevitablemente atañen a la


forma narrativa, que confiere cohesión a la historia como disciplina. Aunque de otra manera, la
narrativa sigue siendo fundamental para la historia como forma de conocimiento de vida humana, a
pesar de que muy pocos profesionales escriben hoy aquellos grandes relatos panorámicos- lo que
clásicamente se conocía como historia narrativa- sobre la emergencia de una nación o las grandes
crisis que ponen en peligro la identidad nacional. Sin embargo, aunque esto haya menguado, la his-
toria ha conservado una fuerte sesgo narrativo, incluso en las monografías más especializadas de la
crónica cultural y social. Como la memoria, todo trabajo de historia tiene una estructura de argu-
mento con un principio, una parte central y un final, se trate de la movilidad social en una ciudad
norteamericana del siglo diecinueve, el uso del arte en la propaganda de la revolución rusa o del
análisis del adelanto de la teoría posmoderna en la historiografía. Reclamar, como algunos tradicio-
nalistas, un retorno a la narrativa es perder da vista que jamás los historiadores se han apartado de
ella.50

En las actuales polémicas en torno a la historia, “narrativa” se ha convertido en un término clave,


preñado de implicaciones. Quienes rechazan los cambios en la disciplina – incluso el auge de la
historia social- tienden a defender la narrativa juzgando que es la forma específica de escribir histo-
ria,, mientras que los que abogan por la innovación la desdeñan por ser una modalidad poco sofisti-
cada de relatar el pasado o sencillamente una ficción disfrazada de historia. Más importante que est
debate superficial (superficial, pues se centra en la forma y no en el fondo) es la cuestión de las así
llamadas meta-narraciones.

Una meta-narración es un gran esquema para la organización, la interpretación y la escritura de la


historia. En capítulos anteriores hemos descrito tres de la meta- narraciones más importantes de la
historia por la ciencia, la épica de una nación norteamericana en plena expansión y la idea de la
“moderno”. El marxismo, el liberalismo e incluso el posmodernismo son modelos meta-narrativos,
pues entregan relaciones globales acerca del origen de los problemas nacionales y occidentales,
señalando la dirección que puede adoptar la vida en el presente de la historia, sólo la posmoderni-
dad ataca a la meta-narración (junto con la forma narrativa) como intrínsecamente ideológica y por
ende oscurecedora. En esta perspectiva, ostensible en los trabajos de Foucault y Derrida – entre
otros -, se denuncia a la historia en general y a la narrativa en particular como “practicas representa-
cionales”, que permitieron que las sociedades occidentales produjeran individuos especialmente
adaptados a la vida en un estado postindustrial.51 (No queda muy claro por qué esto es negativo.)

En esta línea de razonamiento posmoderno, las narrativas y las meta-narraciones son, en el mejor de
los casos, artificios útiles para la sociedad industrial y nada más; en el peor, son modos insidiosos

50 Para una discusión acerca de estos asuntos, ver especialmente Hayden White, “The Question of Narrative in Contempo-
rary Historical Theory”, en The Content of the Form: Narrative Discourse and Historical Representation (Baltimore,
1987), pp. 26-57. Para una reseña acerca del intento de revivir la narrativa, ver Novick, That Noble Dream. Pp. 622-25.
51 Ver la reseña en White, Content of the Form, p. 35.
de disimular las intenciones propagandísticas y parciales del autor de la narrativa y las tendencias
normalizaras de los estados y sociedades modernos. Algunos posmodernistas consideran que todas
las meta-narraciones son de por sí totalitarias; no pueden, dentro de esta análisis global, ser veraces
en ningún sentido. Un personero de la escuela declara: “La historia es el mito occidental”. 52
En
lugar de trama y carácter, historia e individualidad, incluso significado, los posmodernistas más
radicales ofrecen una “pauta interminable y carente de sentido”, esto es, una manera de escribir que
se parece más a la música moderna o a algunas novelas contemporáneas.53

En su forma más extrema, la crítica posmodernista de la narrativa trata con especial desprecio a
quienes escriben para el “público educado en general”. Estas divulgaciones, dicen. Transforman las
contradicciones, las fuerzas políticas y las tensiones ideológicas de la historia en “despensamiento”
(disthougt),54 es decir, en una modalidad de propaganda para el status quo.

Esta es la reductio ad absurdum culminante de la crítica posmoderna de la escritura histórica. Su-


pone que la historia es irrelevante para la identidad (postura no adoptada por Foucault, que atribuía
toda identidad a procesos históricos). Niega que el relato o la narrativa sea uno de los modos princi-
pales con que la inteligencia confiere sentido a la vida la tradición historiográfica solo impulsaría “
una conciencia siempre incapaz de llegar a la crítica”. 55
Narrativa y pensamiento crítico serían in-
compatibles.

Diversos niveles de argumentación subyacen en estas condenas de la meta-narración: la historio-


grafía, como tradición de la escritura de la historia en el curso del tiempo; la narrativa como una
forma de escritura histórica; el relato como manera de otorgar sentido a al vida social. Los posmo-
dernistas más radicales les niegan validez en conjunto.: la meta-narración es un mito; la historiogra-
fía, “la modalidad de la organización ideológica burocrática”; la narrativa, una forma de propagan-
da, y el relato y argumento (inicio-centro-final como manera esencial de ver la acción en el mundo),
una parte del “mito de la historia es la condición del conocimiento”. Empero, queda menos claro
qué pretenden estos críticos del historiador, excepto quizá se abstengan de escribir o que incluya la
56
historia entre las ficciones. En palabras de un filósofo contemporáneo que objeta este tipo de
crítica nihilista, “deconstrucción sin reconstrucción es irresponsabilidad”.57

Ya nadie afirma, como Ranke, que la narrativa histórica refleje exactamente la realidad pasada “ tal
como fue”. Ni las memorias individuales ni los historiadores pueden capturar la riqueza de la expe-

52 Descombes, citado por Rosenau. Posmodernism, p. 62.


53 Ermarth, Sequel to History, p. 212.
54 Sande Cohen, Historical Culture: On the Recording of an Academic Discipline (Berkeley,1986), p. 326.
55 Ibid., p. 77.
56 Ibid., citas en pp. 8, 12, 21.
57 Putnam, Renewing Philosophy, p. 133
riencia pasada: solo ven residuos o huellas y sus relatos resultan inevitablemente parciales. Incluso
quienes sostiene que la estructura narrativa es inherente a los mismos hechos y que el relato consti-
tuye en realidad una acción y una experiencia, admiten que las realidades históricas no repiten o
reproducen la experiencia de la primera mano con la realidad”.58

Aunque la mayoría de los historiadores sigue creyendo que la narrativa es el modo universal de
organizar el conocimiento humano, hay algunos que discrepan de esta posición. Un ex defensor de
la narrativa concluyó recientemente que la meta-narraciones, e incluso la narrativa misma podían
estar teñidas de “la culpa cultura e histórica”, Sostiene que el fin de la historia, la política y la narra-
tiva son solo aspectos de otra transformación profunda, cuyo alcance y consecuencias son semejan-
tes al auge inicial del pensamiento griego.59 Por otra parte, se ha afirmado que la narrativa posmo-
derna abandonara el tiempo de Newton, “el tiempo de la historia... de los relojes y el capital”, ani-
quilara el sujeto y el objeto del conocimiento y con ello eliminará la distinción entre “invención y
realidad”.60

De hecho, dentro del marco temporal newtoniano es casi imposible desarrollar una defensa inex-
pugnable de narrativa y meta-narración. Afirma recientemente un comentarista: “ninguna defensa
de la narrativa es impermeable a la duda escéptica”.61 De modo análogo, los esfuerzos filosóficos
por definir con precisión la mecánica del análisis causal en las explicaciones históricas se han enre-
dado inextricablemente con discusiones acerca de las leyes generales de explicación y acerca de la
relación entre historia y ciencias naturales. Si la naturaleza de las partículas constitutivas del univer-
so físico irrita el pensamiento contemporáneo filosófico y científico, el concepto de una realidad ya
vivenciada en el pasado y su relación representaciones históricas es más aun inquietante. Con todo,
La mera presencia de preguntas y dudas no prueba la falacia intrínseca de una forma narrativa que
incorpora un lenguaje causal.

No vemos razón alguna para concluir que la distancia entre la realidad y su narración (su represen-
tación) determine una falacia intrínseca en la narración. No por ser creaciones humanas todas las
narrativas son ficticias o míticas. En los dos últimos capítulos examinaremos cómo los historiado-
res determinan la veracidad (o falsedad) de sus creaciones narrativas. Por ahora basta decir que en
nuestras opinión la narrativa es esencial para la identidad social e individual y un elemento defini-
torio en la escritura de la historia y que la tradición histórica, tal como la hemos reseñado breve-

58 David Carr, “Narrative and the Real World: An Argument for Continuity”, History and Theory, 25 (1986): especial-
mente pp. 117-31.
59 White, Content of the Form, pp. 1, 168.
60 Ermarth, Sequel to History, p. 22.
61 Andrew P. Norman, Telling It Like It Was: Historical Narratives on their Own Terms”, history and Theory, 30 (1991):

119-35. La cita en p. 428.


mente aquí, es parte importante de la identidad del historiador profesional y del ciudadano miem-
bro de la sociedad moderna. Creemos que los historiadores deben de desarrollar nuevas y mejores
teorías sociales y meta-narraciones aunque estas desautoricen las versiones anteriores.

Así como en Occidente la meta-narración del progreso remplazo a la cristiana, también es conjetu-
rable que la gente desee desarrollar nuevas meta-narraciones que la preparen para el futuro. Las
nuevas experiencias siempre necesitan de nuevas interpretaciones y explicaciones.

El posmodernismo es, de hecho, una meta-narración y muchos analistas han señalado su táctica
dependencia de la narrativa del modernismo. Como nos recuerda un historiador, proclamar el fin de
la meta-narraciones históricas es lo mismo que dar “un ejemplo totalizador de narrativa históri-
ca”.62 Rechazar toda meta-narración es una insensatez, pues el tipo de relato que torna posible la
acción en el mundo. La vuelve posible porque le confiere un sentido. Los posmodernos ofrecen otra
interpretación del sentido, histórico inclusive, aunque afirmen que rechazan los fundamentos de
todo sentido. No existe acción sin una narración del funcionamiento del mundo, y la acción es más
reflexiva mientras más se afirman las narraciones en una teoría. Aunque los relatos siempre serán
cambiantes (de hecho, muestran el cambio de acción) los historiadores siempre tendrán tener que
narrarlos para poder entender el pasado, e importan si narran bien (veraz y detalladamente) o mal.

La evolución hacia la posición posmodernas extremadamente escéptica y relativista remata de modo


inevitable en un callejón sin salida. Abandonar historia, política y narrativa como ideas posmoder-
nas superadas puede aparecer muy actual pero sigue siendo las mejores herramientas para negociar
el presente y el futuro. Una crisis similar, que anuncia la renuncia a la perspectiva posmoderna, se
puede apreciar hoy en casi todos los ámbitos del conocimiento. El arte posmoderno suele ser una
critica a la función del arte pasado (el ejemplo de montañas de carros de supermercados entorno a la
estatua de Mozart en Salzburgo, para el bicentenario del música, es característico, mas que el arte
nuevo. Análogamente, la historia posmoderna solo suele ser una denuncia de la historia tal como
hemos conocido. Los ejercicios teóricos periódicos poseen indudable valor como criticas de supues-
tos acerca de la historia y la ciencia, pues el posmodernismo no puede proporcionar modelos para el
futuro cuando rechaza la idea de plano de ofrecerlos. En último análisis, por lo tanto, no puede
haber historia posmoderna. Ahora vamos a encarar la tarea de elaborar modelos para el futuro de la
historia, modelos que permiten entender la búsqueda de las verdades históricas en el marco de una
practica revitalizada y transformada de la objetividad.

62William Reddy, “Posmodernism and the Public Sphere: Implications for an Historical Ethnography”, Cultural Anthro-
pology, 7 (1992): 135-68. Cita en p. 137.

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