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Digámoslo desde el principio: los poemas de Alcira Fidalgo no son de una mili-
tante que alguna vez escribió versos, son textos de una poeta que fue detenida-
desaparecida por la última dictadura militar argentina. La poesía escrita por los militan-
tes de la década del setenta es de valor muy desparejo. Un texto poético es importante
cuando −independientemente de los temas que trata− tiene fundamentos formales (auto-
crítica, reflexión sobre el lenguaje y rebeldía hasta frente el hecho de ser poesía) que lo
trascienden. Los poemas que integran este libro tienen esos fundamentos.
Nació en Buenos Aires (“por accidente”, según su progenitor), el 8 de setiembre
de 1949. Antes de cumplir el primer año su familia se instaló, casi definitivamente, en
San Salvador de Jujuy. Al comienzo, sus padres −Nélida Pizarro y Andrés Fidalgo−
alquilaban una casa, sin luz ni agua corriente, que estaba atrás del barrio Ciudad de Nie-
va, a la par de un tambo que ya no existe más.
Cuando Alcira tenía dos años, nació su hermana Estela. Su padre recuerda con
felicidad aquellos años:
Teníamos un tanque de doscientos litros que llenaba el camión regador de la mu-
ni(cipalidad); después había que entrar el agua con baldes. Pero vivíamos a gusto. Re-
cuerdo que los fines de semana íbamos de pic-nic al río Chico. Bajábamos por donde
ahora es la ruta 9, eran unas senditas de chivos por donde nos íbamos como de veraneo.
Había unos pozos hermosísimos. Para los que veníamos de ciudades un poco hoscas o
de espacios apretados, esto era como descubrir América.
Las dos hermanas pudieron construir libremente su identidad y sus gustos por-
que fueron sabiamente protegidas para no adaptarse al estereotipo femenino cuyas cua-
lidades son la frivolidad y la falta de coherencia. En un texto recuperado por su madre,
Alcira escribió:
En casa fuimos dos: Estela y yo. A nosotras no nos importaba la vida psicológica, los
esquemas mentales ni los psiquiatras. Nuestro mundo era diferente; vivíamos en una ca-
sa que nos brindada la oportunidad de jugar tanto a las muñecas como a los indios o a
Robinson Crusoe. Nos escondíamos entre las plantas (que mamá cuidaba) y con ganas
de convertirnos en pequeñas salvajes. Un día operábamos de alguna enfermedad absur-
da a la muñeca rubia de loza; otro, vendíamos lechuga y tomates imaginarios.
Colgadas de las ramas de un árbol, nos sentíamos pequeños Livingstone, aisladas gusto-
samente.
Los primeros años de su educación formal los hizo en la escuela Obispo Padilla,
el resto del ciclo primario lo completó en la Monteagudo. Su educación no formal −que
la marcaría tanto− la hizo en su propia casa. Por entonces los Fidalgo alquilaban en la
calle Senador Pérez 235, lugar que muy pronto sería convertido en librería de arte y
base de investigaciones poéticas. Ahí se gestó y nació el primer número de la prestigio-
sa revista Tarja (“un lugar común de cualquier discurso acerca de la historia cultural de
Jujuy”, escribió Héctor Tizón).
A los seis años empezó a asistir al taller de dibujo y pintura que dirigía Medardo
Pantoja, uno de los directores de la revista. Tanto Pantoja como Néstor Groppa, otro
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director, habían realizado una gran tarea didáctica en Tilcara; parte de esa labor se ma-
nifestó en una sección fija de Tarja hecha por niños. Del paso por ese taller quedó una
importante cantidad de dibujos, algunos en papelitos sueltos, que Nélida se preocupó
tenazmente en conservar.
La capacidad de leer la tenía desde temprana edad. Pero leer no es sólo aprender
a deletrear, a descifrar los distintos signos gráficos que componen las páginas de las
cartillas y los textos escolares; leer es escuchar lo que guardan las palabras. Su padre ha
influido mucho en ese aprendizaje. Por aquellos años, él le escribió un poema titulado
“Barquisueño” (Canción infantil) que nunca fue publicado porque no perseguía un fin
estético definido, sino más bien exponer una historia que cuenta acerca de lo prodigioso.
Y está bien logrado porque la vida es siempre indisociable de la espera y la realización
del prodigio. Dice el poema:
Yo quiero ser marinero Terminado el largo viaje
de un barquito de papel, con olor de algas y sal,
con un chino cocinero despertarnos de mañana
y un negrito timonel. en los brazos de mamá.
¡Qué lindo, irse por el río Y cuando vuelva la lluvia
de la calle principal con su alegre cascabel,
a buscar el griterío tener de nuevo la fresca
de chicos del arrabal! imagen del sueño aquel
¡Qué lindo ser marinero
de un barquito de papel!
En diciembre de 1956, la familia tiene vivienda propia en Aráoz 642, en el barrio
Ciudad de Nieva. (Muchas veces, ya grande, Alcira va a añorar aquellos rincones donde
sabía agazaparse. Vivirá en distintos lugares y buscará, sin conseguirlo, construir otra no-
ción de casa. Pero sólo se va a sentir real, viva y a salvo cuando recuerde su casa. El poema
dedicado al hogar familiar es una declaración de amor por los años felices vividos.)
Las diferencias entre las hermanas muy pronto se empezaron a marcar. Ahora es
fácil apreciarlas: Estela es médica y Alcira escribió unos poemas que la trascienden; pero
veamos qué pensaba la poeta:
Poco a poco se dieron cambios en la forma de pensar y jugar. Yo leía; Estela prefería cantar
o jugar solitariamente con algún bichito que había encontrado. A veces, se pasaba horas en-
teras mirando las hormigas o jugando con frasquitos de remedios. En algún momento me
interesaba por sus observaciones, pero me faltaba el espíritu de investigación (que, por otra
parte, a ella le sobraba); me cansaba y nuevamente a mis libros.
Ejercitar la memoria con actos familiares es un sano ejercicio de vitalidad, por esta
razón se dice que uno se muere cuando olvida; cuando no puede recordar los juegos de
niños, o destierra el placer de perder el tiempo hablando con los amigos, es que uno tiene
los días contados. Por esto me parece luminoso el verso de Alcira que, cuando recuerda
gestos cotidianos de su compañero, dice “te hago vivir conmigo”. Se sabe: la memoria
produce signos de identidad muy fuertes.
Pero volvamos a su infancia. Ella dejó constancia de cómo, en aquellos años, las
niñas Fidalgo vivieron una dualidad común a muchas de su generación: en el colegio, ne-
nas ejemplares; en la calle se mezclaban en guerras de cerbatanas con los muchachos.
Pero no sólo jugábamos en casa, la calle tenía una atracción especial... Allí estaban los chi-
cos vecinos (¡los changos!); al frente había un terreno baldío con viejas higueras y altos ma-
torrales que nos llamaban imperiosamente. Fuimos saliendo de nuestra casera actitud. Aho-
ra jugábamos en la casa de alguna chica o en la vereda. Teníamos una escuela para muñecas
y periódicamente nos disfrazábamos de señoras, con vestidos viejos y zapatos de tacón alto.
A partir de ese momento, mi vida y la de Estela empezaron a cambiar. Yo buscaba la com-
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pañía de las otras chicas (mayores por supuesto) y lo que decía Estela me resultaba estúpi-
do. Comparaba y me sentía ridícula al lado de la nena. ¡Y la diferencia era de dos años!
(tenía entonces once años).
Leía otros libros: Mujercitas de Luisa May Alcott y seguía siendo el personaje central: Jo.
Yo era igual a ella, o mejor aún: ella era igual a mí. Así me fui convirtiendo en caudillo de
las otras chicas. Dirigía, organizaba, creaba y –lo más importante–: peleábamos contra los
varones.
Más adelante, Alcira delimita bien su territorio, su condición de género y su lide-
razgo:
Un club de chicas se organizaba secretamente. Yo era la presidenta. Aunque existía la se-
cretaria, yo redactaba las actas de las reuniones, imprimía el periódico, lo vendía, recolecta-
ba fondos, cobraba cuotas... yo, yo, yo. Cosa curiosa: de este periodo, no recuerdo nada de
Estela. Ella era mi sombra. Su silencio, su forma de ser la ponían en segundo lugar (o tal
vez yo la desplazaba insensiblemente). Mi personalidad arrasaba con todo (¿puede hablarse
de personalidad?).
En la escuela me destacaba como buena alumna y compañera. En el vecindario era la cabe-
cilla de las chicas. Yo y yo. Pero también los varones estaban organizados y ellos tenían su
caudillo: Negro. Era un rival. Nos tirábamos semillas de los árboles y garbanzos con cerba-
tanas, nos prohibíamos mutuamente el paso por las veredas y les cantábamos estribillos
ofensivos.
Después de un tiempo, nos cansamos y decidimos unirnos. Las chicas nos plegábamos a los
varones. Era una especie de rendición y yo no podía aceptar ser sólo una socia más. Impuse
condiciones. Si era la capitana de las chicas, lógicamente tenía que seguir siéndolo. Pasé a
ser sub-capitana del club “Halcones de Oro”. A pesar de estar en segundo lugar, dirigía y
organizaba tanto –o más– que el mismo capitán. Estela seguía siendo mi ladera.
El periódico al que hace referencia se llamó Barcos en el Horizonte, estaba hecho
íntegramente a mano, o sea que cada número era ejemplar único; los dos que duró apare-
cieron en enero y febrero del 1960. Debajo del nombre aparecía la siguiente leyenda (“le-
ma”): “Nos acercamos a la playa de la amistad y el cariño”. Cada lector del periódico, para
ser tal, debía pagar una moneda; después la publicación volvía a las manos de la multifacé-
tica directora que buscaba −y, en algunos casos, obligaba− a nuevos lectores a abonar el
óbolo digno de esta publicación juvenil. La “Presentación” del N° 1 expresa:
Nos vemos en la necesidad de editar un diario mensual, en el que podamos publicar nues-
tras ideas, nuestras esperanzas y afanes. Hemos fundado un pequeño club, que será única-
mente social y cultural. El club deportivo es el ya existente, formado por varones y otras
chicas (o señoritas) no pertenecientes al nuestro. Tenemos el propósito de presentar funcio-
nes teatrales, de títeres y, si es posible, de cine.
Este pequeño periódico o revista lleva el mismo nombre y lema del club, para evitar confu-
siones. Aquí publicamos acertijos, cuentos, reportajes...
Debemos aclarar que se aceptan indicaciones y apoyos financieros. Así como también cola-
boraciones como cuentos, poesías, comentarios, pero todos originales.
Antes de pasar a la redacción serán leídos y comentados por las directoras.
Si bien hemos estado calladas por largo tiempo, hoy comenzamos a abrirnos paso hacia la
sociedad y la cultura, en busca de mayores y mejores “horizontes”.
Nos despedimos de Ud. deseando serle simpáticas y agradecemos a nuestras ayudantes su
entusiasmo para que este diario vaya mejorando.
Esperamos su colaboración, amigo lector.
Al pie del texto estaban las firmas de Alcira Fidalgo (Presidenta) y Rosa Angélica
Ibáñez (Secretaria). Es fácil reconocer un acto fallido en el párrafo aclaratorio sobre los
textos que se reciban a modo de colaboración que “antes de pasar a la redacción serán leí-
dos y comentados por las directoras”. La única directora era Alcira pero ella sabía que su
personalidad avasallaba y debía estar en plural.
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El segundo número tuvo un editorial titulado “Qué pretendemos” (me parece que ya
no es necesario mencionar el nombre de la autora) que destacaba la originalidad de la pro-
puesta y los planes futuros de la publicación:
En este diario hemos logrado reunir a varios “escritores” jóvenes que con su colaboración
aparte de ayudarnos, nos permiten hacer conocer a los demás sus aspiraciones.
Reiteramos nuestros pedidos a los amigos lectores, a fin de que sea posible continuar edi-
tando en nuestro periódico mensual las cartas que nos envíen, los premiados en las adivi-
nanzas y... las colaboraciones. Como hemos visto que hasta ahora no ha sido publicado otro
diario juvenil, mensual y menos manuscrito, esperamos que nuestros lectores vayan aumen-
tando. Haremos una aclaración, para que luego no se sientan defraudados. Publicaremos el
N° 3 de marzo y dejará de salir durante algunos meses. Es muy probable que el N° 4 sea en
julio, y luego hasta diciembre. No va a ser posible editar en los otros meses, puesto que las
tareas escolares comenzarán muy pronto y... habrá que estudiar. Pero nuestra misión conti-
nuará. No dejaremos el entusiasmo de los lectores, de los colaboradores y el nuestro, aban-
donados.
No, trataremos de seguir adelante y en cada número mejorar más. Amigo lector... hasta el
próximo ejemplar.
En 1961, en su condición de titiritera, Nélida gana una beca del Fondo Nacional de
las Artes y permanece por varios meses en Buenos Aires y en Uruguay. Por aquellos días,
Andrés se encarga del cuidado de las niñas y Alcira empieza a practicar con asiduidad el
género epistolar. Numerosas cartas se suceden entre madre e hija. Ésta tenía pocos años
pero los suficientes como para poseer una mano rápida que reporta las novedades de la
casa, el devenir de la escuela y dibujar todo aquello que con las palabras no alcanza. Lo
hacía tan rápido como cerrar el sobre y mojar la estampilla con la lengua.
En medio de esta primera separación familiar, los norteamericanos mandaban al es-
pacio un mono y los soviéticos hacían lo mismo con un hombre (aquella adolescente no lo
sabía, pero la carrera por la conquista del universo corría tan fuerte como la carrera arma-
mentista). La carta del 16 de abril marca el impacto por un mundo que queda más allá de
las veredas del barrio y el club “Halcones de oro”:
La noticia del hombre al espacio revolucionó a sexto grado y todos querían ir a Rusia, la
maestra nos hizo escribir en el cuaderno esta sensacional noticia, yo hice un dibujo alusivo;
a un lado estaba el cohete volando y al otro, más chico o más reducido, estaba la parte que
descendía.
Termina admirablemente el ciclo primario y cuando ingresa al secundario hace todo
lo posible para no brillar en los estudios. Al igual que su hermana, integra la corte de las
más lindas en la Fiesta de los Estudiantes; participa en las construcciones de carrozas de
flores y, además, milita en la Federación de Estudiantes Secundarios. Sin tener afiliación
política partidaria, participa junto con Juan Gonza, Carlos Mondada, Carlos Aramayo y
otros jóvenes en la realización de distintos actos. Desde esa agrupación estudiantil, Alcira
coordina un ciclo radial en el que realiza una entrevista, cada siete días, a un escritor. Al
cabo de cinco años, se recibe de maestra normal.
Ya tiene el hábito de escribir a la orden del día. Escribe en todos los soportes que
encuentra a su paso. El recuerdo de unas vacaciones familiares en Mar del Plata quedó
grabado en una servilleta de papel:
Compre en
ADURIZ
calidad desde la
A hasta la Z
Martes 11-1-66
Bar Rex
$ 645
5
5 Sandwichs Dinamarqueses
2 botellas de cerveza “Palermo”
3 espumillas
4 fidalgo:
Andrés
Nélida
Alcira
Estela
El año 1967 la encuentra en el inicio de la carrera de Derecho en la UBA:
Y quise salir, muy lejos... Lo más lejos posible de Jujuy, de mi casa, de conocidos de todos
los días, de la calle Belgrano, de la vuelta del perro. ¡Buenos Aires! Buenos Aires que de
bueno tenía cualquier cosa menos el aire.
Un año antes, un hombre que vestía un traje azul era sacado por la fuerza de la Casa
Rosada, enseguida ingresaba otro vestido de verde. No se trataba de colores ingenuos, era
la imagen cromática del péndulo terrorífico de nuestra historia que se detuvo en las partes
más infames de su recorrido. El 29 de Julio, el dictador Onganía promulgó la ley 16.192
que puso fin a la autonomía universitaria y −aunque no se utilizó la palabra intervención−
las universidades pasaron a depender del ministerio del Interior. Cuando se fue la luz del
día, la policía irrumpió en las Facultades y, a fuerza de bastonazos, inició un nuevo período
oscuro en la universidad. Fue “la noche de los bastones largos”.
De aquellos tumultuosos días, queda el recuerdo de Alcira escapando por una ven-
tana de los gases lacrimógenos. Era el comienzo de la vida peligrosa.
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Los setenta son años calientes para la militancia revolucionaria. Para Alcira tam-
bién son los años del amor. Se casó, en San Salvador de Jujuy, el 17 de febrero de 1970
con Tulio Valenzuela, quien, pocos años después, sería un oficial de alto rango de la orga-
nización Montoneros. Juntos habían comenzado a hacer tareas subrepticias de agitación en
la universidad.
A mediados de 1972 la pareja regresa a esta ciudad y vive en una casa prefabricada
del bajo San Martín. La señora ya había abandonado los estudios y su marido trabajaba
como obrero de la empresa Celulosa. Los dos militaban en la más completa austeridad.
¿Qué pasaba en Jujuy por aquellos años? Los obreros se las ingeniaban para repartir
adhesivos de la bandera argentina que tenían una leyenda: “Luche y vuelve”. Al igual que
en el resto del país, estaba prohibido casi todo: los libros, las películas, votar, las manifes-
taciones y, sobre todo, nombrar a Perón. El gobernador “de facto” era un ingeniero llama-
do Manuel Pérez.
En toda América latina, existía una gran movilización de los jóvenes. El Che no era
una remera inofensiva del militante correctamente vestido, era un proyecto revolucionario.
Dentro de ese proyecto, la palabra “utopía” no tenía el significado que en estos últimos
años se le intentó dar. Entonces decir a alguien “utópico” era peyorativo, era señalarlo co-
mo un soñador ingenuo.
Resulta difícil arriesgar qué pensamientos cruzaban por la mente de Alcira enton-
ces. Una parte de la recopilación de citas encontradas entre sus papeles puede darnos algu-
na orientación:
La juventud, aún cuando nadie la combata halla en sí misma su propio enemigo.
Shakespeare.
Antes de dar a un pueblo sacerdotes, soldados, médicos y maestros, sería oportuno saber si
por ventura no se está muriendo de hambre.
Tolstoi.
El valor de una idea no tiene nada que ver con la sinceridad del hombre que la expresa.
Wilde.
Mientras los inteligentes deliberan, los necios deciden.
Plutarco.
Jamás mueren en vano los que mueren por una causa grande.
Byron.
Si todavía no conocemos la vida, ¿cómo podemos conocer la muerte?
Confucio.
Por conservar la libertad, la muerte, que es el último de los males, no se debe temer.
Cicerón.
Un prisionero es un predicador de la libertad.
Hebbel.
Es muy difícil pensar noblemente cuando no se piensa más que para vivir.
Rousseau.
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Allanamiento (...) dirigido por el comisario (Ernesto) Jaig con personal subalterno, todos
con armas varias. Levantan documentación profesional y nos llevan detenidos, a Nélida y a
mí, a la Central de Policía de la provincia. La misma noche se hacen presentes casi todos
los integrantes de la Comisión Directiva del Colegio de Abogados para verificar si estába-
mos allí y en qué condiciones. En esa oportunidad sólo nos “exhibieron” sin permitirnos
hablar, previniendo que estábamos incomunicados. Al salir en libertad, en abril del año si-
guiente, recién supe que momentos después de esa visita (ya a medianoche), Jaig había sa-
cado a Nélida para un allanamiento en nuestro domicilio de donde se llevaron distintos
efectos, nada vinculado con “subversión” o similares.
Nélida sale en libertad el 18 de marzo. Cuando llega a su casa se encuentra con una
carta de Alcira, el matasello tenía la misma fecha del allanamiento. Ella no estaba al tanto
de las detenciones, el mensaje era más que premonitorio:
Las cosas se están poniendo bravas, vendan todo y salgan de Jujuy. Ustedes no saben las
cosas que están pasando.
Unos días después, Andrés es sacado de la cárcel de Villa Gorriti en un Ford Falcon
amarillo (la represión no es sólo verde como dicen las películas de postdictadura), sin pa-
tente, sin ningún tipo de identificación. El auto pasa los controles policiales sin detenerse.
Ya es familiar para los que controlan las rutas.
No transcurre mucho tiempo y llegan a la cárcel de Tucumán. Deben ser las tres o
cuatro de la tarde y dejan al preso en la guardia como si fuera un paquete. Empiezan los
gritos. La primera medida es revisarlo de arriba abajo, mostrar hasta las partes que más
vergüenza dan. Y ahí empieza la cosa:
−Che, ¿y a éste quién lo trajo? ¿Y los papeles?
Después llevan al preso a una oficina. Hacen una ficha sobre la base de sus declara-
ciones.
−¿Usted por qué está detenido? ¿De dónde lo traen?
−Yo estoy a disposición del PEN. Eso es todo lo que hasta ahora me han dicho.
−Bueno, llevalo con los políticos.
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“Pero yo también la necesito”, respondió Alcira cuando una amiga le dijo que era
necesario que su madre se quedara en Jujuy por la detención del padre. Él estuvo casi seis
meses en la prisión de Tucumán y el 5 de noviembre de 1976 fue traído de regreso a Villa
Gorriti. Aquel comentario llegó a Nélida y enseguida se puso a preparar un viaje relámpa-
go de seis días.
El sábado 8 de enero siguiente se fue a la cárcel para dejar ropa limpia. Llevaba
−como le había ordenado algún militar− pañuelos, calzoncillos y medias de color blanco y
celeste. No era por galanura que ella perfumaba con Old Spice la ropa interior: le daba se-
guridad recibir la muda usada por su marido porque podía sentir el olor y, de esa manera,
saber que estaba vivo (eso, se decía, era mucho para los tiempos que corrían). Por la tarde
tomó un avión a Buenos Aires.
Mientras viajaba pensaba los trámites que podría hacer, en distintas reparticiones,
para gestionar la libertad de Andrés. Para entonces existían largas filas frente a las oficinas
del ministerio del Interior. Y los empleados ya habían adquirido rapidez para atender:
“¿Detenido o desaparecido?”.
Nélida sabía que su hija la necesitaba porque había estado detenida el año anterior
en Coordinación Federal y no la había vuelto a ver. Recién cuando la abrazó se dio cuenta
de que la necesidad era mutua:
−Estoy preocupada por tu salud mental. Ahora todos se preocupan por papá, pero
nadie piensa en lo que te pasa a vos.
La madre iba a ensayar alguna respuesta, pero miró la venda que cubrió los ojos de
su hija por cinco días y no pudo decir nada.
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instala esa noche en un hotel barato pensando que es inútil tratar de pegar un ojo. En eso
recibe una llamada de una amiga de Jujuy:
−Dormí tranquila. Está con sus tías en Buenos Aires.
A las seis de la mañana estaba sacando número para entrar a la cárcel. Ingresó entre
las primeras, se alegró con Andrés y salió corriendo para llamar a Buenos Aires. La joven
se conmovió mucho y le dijo que estaba un poco mal de la vista.
La recuperación de la libertad tampoco fue un acto generoso. El sábado a la noche,
la descargaron en la calle Pringles y la pusieron contra un árbol. Alcira pensó que ahí la
mataban. Le dijeron que no se moviera por lo menos una hora. El auto no arrancaba, ella
no soportaba. Cuando arrancó, no pudo evitar que se le doblaran las piernas y se largó a
llorar. Como pudo se sacó la venda, al comienzo no pudo ver nada; por suerte llegó un
muchacho que venía de comprar una Coca Cola, le preguntó si estaba descompuesta y paró
un auto:
−¿Quiere que la lleve a la policía?
−¡¡¡No!!! Lléveme a la casa de mis tías, por favor.
(Después de este episodio, ella dejó de militar.)
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Escucha, escucha;
otra voz canta.
Circe Maia
El sábado 19 de marzo de 1977, Nélida pensó que no tenía motivos para festejar su
cumpleaños. Había ido a Villa Gorriti con la ropa limpia. Cuando volvió a su casa, la espe-
raban una vecina y Vicenta, la señora que le ayudaba con la limpieza. Se asustó cuando la
abrazaron, pero recibió un regalo: Alcira había llamado porque desde el ministerio del In-
terior había salido la información de que Andrés estaba en libertad.
El decreto había sido firmado el día anterior, pero recién lo liberan el 13 de abril.
Dos días después, el matrimonio Fidalgo va a saludar a monseñor Miguel Medina que se
había preocupado durante la detención. El obispo, al ver a Andrés, no pudo ocultar la sor-
presa:
−¡¡¡Carajo!!!... ¿todavía estás aquí?
Luego, cuando se repuso, les dijo que mucha gente que estuvo sentada en las mis-
mas sillas que ellos ocupaban “ya no estaba más”.
El 19 de abril se inauguraba el aeropuerto “El Cadillal”. Había mucha gente para
los actos oficiales. Sin embargo, casi nadie reparó que el matrimonio Fidalgo empezaba su
doloroso destierro.
Tras una breve estadía en la casa de las hermanas de Andrés, se instalaron en Mar
del Plata. Alcira trabajaba en una empresa petrolera, en Buenos Aires, y se sumaba los fi-
nes de semana. Los dos poetas de la familia tenían un proyecto común y se reunían con
varios escritores para preparar una obra de teatro. (Nélida no cree en las adivinas, pero re-
cuerda que una le dice a su hija que va a morir joven. Después se enteraría que casi todas
las que tiraban el tarot eran confidentes de la policía).
Andrés junto a Juan José Ceselli, Nicolás C. Dodero y Manuel Serrano Pérez traba-
jaron, durante varios meses, sobre un libro de poemas de Carlos Alberto Débole dedicado a
Tupac Amaru. Alcira preparaba la escenografía y vestuario de la obra. También había acto-
res que ensayaban algunos fragmentos.
Madre e hija eran conscientes de los riesgos que se corrían por atreverse a pensar
distinto del orden que pretendía instaurar la dictadura, así que solicitaron pasaportes. Alcira
no pudo obtenerlo debido a que su DNI no le había sido restituido después de la detención.
Andrés se resistía a la idea de abandonar el país, pero cuando se produce “la noche de las
corbatas” (en la que secuestran a abogados en Mar del Plata) termina de convencerse y
acepta la invitación de su hermano Héctor, radicado en Venezuela, quien realiza las gestio-
nes necesarias para que pudieran permanecer en aquel país.
El 19 de noviembre, desde Córdoba, llega a Buenos Aires Estela con sus dos hijos.
Era la despedida porque al otro día los padres salían para el exilio. Alcira conoce a sus so-
brinos: Jorge tenía un poco más de un año y Alejandra, un mes. Fue una noche terrible: la
hija mayor insistía en ir al otro día al aeropuerto, su padre se oponía; al final no hubo caso:
ninguno de los dos pudo convencer al otro. Las jóvenes y los niños durmieron en una casa
prestada. El matrimonio lo hizo en la casa de las hermanas de Andrés.
A las cinco de la mañana, segundos antes de embarcar, Nélida estaba desesperada:
no había podido ver a Alcira. Luego supo que ella decidió quedarse a cuidar a Estela, a
quien los nervios le habían jugado una mala pasada y se había descompuesto. Desde el
avión empezó a escribir cartas a las dos. Las despachó no bien llegó.
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Cuando Alcira recibió su carta se preparaba para una fiesta de fin de año. La em-
presa donde trabajaba había alquilado un country y se acordó que su madre le había dicho
que se comprara una malla nueva.
El 4 de diciembre, durante las primeras horas de la tarde, en la entrada de un cine
de la calle Lavalle, fue secuestrada por Alfredo Astiz y un grupo de tareas.
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Desde el día que la detienen hasta febrero del 1978, fue vista en la Escuela de
Mecánica de la Armada (ESMA). En ningún momento se dejó abatir (recordemos que una
de sus citas decía que, por conservar la libertad, la muerte no se debe temer), es más: por
su constante aguante, sus compañeros de cautiverio la llamaban la “Biónica”.
Alcira se las arregló para seguir escribiendo (esos poemas, lamentablemente, no
fueron recuperados) y para hacer artesanías con miga que después teñía con el polvo ras-
pado de la pared de la sala denominada Capucha. Sus trabajos eran pequeños tesoros que
los detenidos guardaban celosamente de las ratas.
Había algo que era peor que las bestias: los torturadores que decidían todos los días
quién debía sufrir. (Escribo esta comparación y no se trata de una simple posición frente a
un hecho de nuestra historia reciente −posición que, no está de más decirlo, la sostengo−,
se trata de algo más elemental: los animales no torturan.)
El suplicio fue un elemento totalmente identificador de la brutal dictadura. En la
ESMA, como en otros centros clandestinos de detención, la vida y la muerte eran concep-
tos que dependían del militar de turno. Por esto Rodolfo Walsh, en su memorable carta
abierta a la Junta Militar, denunció que
han despojado ustedes a la tortura de su límite en el tiempo. Como el detenido no existe, no
hay posibilidad de presentarlo al juez en diez días según manda una ley que fue respetada
aun en las cumbres represivas de anteriores dictaduras (...) La falta de límite en el tiempo ha
sido complementada con la falta de límite en los métodos, retrocediendo a épocas en que se
operó directamente sobre las articulaciones y las vísceras de las víctimas, ahora con auxilia-
res quirúrgicos y farmacológicos de que no dispusieron los antiguos verdugos”.
El precio de ser coherente con un ideal revolucionario, Alcira lo pagó con su vida.
Un costo demasiado caro. Cuando se pierde su rastro definitivamente, ella recién tenía 28
años. Era demasiado joven para afirmar que “La patria es un dolor que aún me sangra en
las espaldas”.
Muchos militantes prefirieron morir en enfrentamientos armados contra las fuerzas
represivas (es el caso de Francisco Urondo, por citar a uno de los pocos combatientes que
nos dejó excelentes poemas, y es lo que le sucedió al mismo Walsh), ella no quería tener
ese desenlace. Recordemos que, después de su detención, había dejado de militar. Sabía
que su vida corría peligro desde el mismo momento que se fue de su casa, pero jamás se le
ocurrió utilizar las mismas armas que sus enemigos.
Frente a la tortura absoluta, sin límites temporales y metafísica, ella opuso una re-
sistencia casi intangible para no perder la dignidad que sí perdieron sus carceleros: “No me
torturen más/ Soy viento, soy llovizna, soy arena”.
Los escritores desaparecidos no son sólo memoria, como bien dice Circe Maia, son
un camino que nos llama para no perder el sentido crítico de nuestra existencia. Es impor-
tante destacar que no son importantes porque pagaron con su vida; lo son por la honesti-
dad, la forma de expresarse y el coraje intelectual de sus escritos. Y, así como la tortura fue
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