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Sinopsis Capítulo 19
Capítulo 1 Capítulo 20
Capítulo 2 Capítulo 21
Capítulo 3 Capítulo 22
Capítulo 4 Capítulo 23
Capítulo 5 Capítulo 24
Capítulo 6 Capítulo 25
Capítulo 7 Capítulo 26
Capítulo 8 Capítulo 27
Capítulo 9 Capítulo 28
Capítulo 10 Capítulo 29
Capítulo 11 Capítulo 30
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Capítulo 12 Capítulo 31
Capítulo 13 Capítulo 32
Capítulo 14 Capítulo 33
Capítulo 15 Capítulo 34
Capítulo 16 Capítulo 35
Capítulo 17 Capítulo 36
Capítulo 18 Biografía de la Autora
C uando Rachelle tenía quince años era buena; aprendiz de su tía y en
formación para proteger a su aldea de la magia oscura. Pero también
era imprudente, apartándose del camino del bosque en busca de una
manera para liberar a su mundo de la amenaza de la oscuridad eterna. Después que una
reunión ilícita va terriblemente mal, Rachelle se ve obligada a hacer una terrible
elección que la une al mismísimo mal que tenía esperanza de derrotar.
Tres años más tarde, Rachelle ha dado su vida para servir al reino, luchando
contra criaturas mortíferas en un esfuerzo para la expiación. Cuando el rey ordena que
proteja a su hijo Armand, el hombre al que más odia, Rachelle obliga a Armand para
ayudarle a encontrar la espada legendaria que podría salvar su mundo. A medida que
los dos se convierten en aliados inesperados, descubren conspiraciones de largo
alcance, magia oculta, y un amor que puede ser su perdición. ¿En un palacio construido
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en riqueza increíble y peligrosos secretos, puede Rachelle descubrir la verdad y detener


la caída de la noche eterna?
Inspirado en el clásico cuento de hadas Caperucita Roja, Crimson Bound es un
relato emocionante de oscuridad, amor y redención.
Esta historia comienza con la Noche Eterna y el Bosque Infinito; con dos niños
huérfanos, y dos espadas hechas de hueso roto.
Aún no ha terminado.
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Traducido por Apolineah17

Corregido por Giuu

—E n toda tu vida, tu única opción —le dijo tía Léonie una vez—,
es el camino de las agujas o el camino de los alfileres.
Rachelle recordó eso, el día en que la mató.
Cuando Rachelle tenía doce años, tía Léonie la escogió para convertirse en la
próxima esposa del bosque.
Rachelle había estado en la cabaña de su tía un centenar de veces antes, pero
esa mañana se detuvo torpemente erguida y correcta, con las manos entrelazadas
delante de ella. Tía Léonie se arrodilló frente a ella, llevando el vestido blanco y el
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manto rojo de una esposa del bosque.


—Hija —dijo, y la columna vertebral de Rachelle se puso rígida porque tía Léonie
sólo la llamaba así cuando estaba en problemas—, ¿conoces el propósito de una esposa
del bosque?
—Entrelazar los hechizos que protegen la aldea —dijo Rachelle prontamente—.
Y recordar la antigua tradición.
Rachelle pensó que le gustaría entrelazar el hilo a través de sus dedos. Sabía que
le encantaría aprender los viejos cuentos. Pero deseó que las esposas del bosque
también fueran a las búsquedas. Quería vivir las historias, no sólo contárselas a los
niños de la aldea.
—¿Y quién fue la primera esposa del bosque? —preguntó tía Léonie.
—Zisa —dijo Rachelle—. Porque ella fue la primera persona que protegió a
alguien del Gran Bosque, cuando Tyr y ella mataron al Devorador.
—¿Y quién es el Devorador? —preguntó tía Léonie.
—El dios nacido del bosque —dijo Rachelle—. El Padre Pierre dice que él
realmente no existe, y que de todas formas no es un dios, porque sólo hay un único
Dios, y él hizo el cielo y la tierra; no intenta comérselos. Pero cualquier cosa que fuera el
Devorador, tenía al sol y a la luna en su vientre hasta que Tyr y Zisa se los robaron y los
pusieron en el cielo.
El Padre Pierre decía que eso tampoco era cierto, pero Rachelle no veía cómo
podía estar tan seguro cuando no había estado allí hace tres mil años atrás. Y a ella le
gustaba esa parte de la historia.
—Él es el hambre eterna —dijo tía Léonie con una voz de sombría resignación—
. Y sí, una vez mantuvo a todo el mundo en la oscuridad, y una vez toda la humanidad
estuvo gobernada por el nacido del bosque, cazándonos como conejos.
Un escalofrío de inquietud se deslizó por su estómago.
—Tyr y Zisa mataron al Devorador —dijo ella—. Zisa murió y Tyr se hizo rey.
—No —dijo tía Léonie—. Tyr y Zisa solamente lo ataron. Y esa atadura casi se ha
roto.
Dijo las palabras de manera tan simple, que pasó un momento antes que
Rachelle las entendiera, antes que sienta la terrible y enfermiza sacudida del verdadero
miedo.
Tranquilamente, implacablemente, tía Léonie continuó:
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—Un día pronto abrirá los ojos y bostezará, y entonces se tragará la luna y el sol,
y todos viviremos en la oscuridad una vez más. —Se encontró con los ojos de
Rachelle—. ¿Me crees, hija?
—Sí —dijo Rachelle a medida que su corazón latía: No, por favor, no, pero
cuando se encontró con los ojos de tía Léonie, tuvo que pensar: Tal vez.
Todo estará bien, se dijo a sí misma. Tía Léonie nos salvará.
Pero tía Léonie no planeaba salvar a nadie.
Durante tres años, Rachelle se sentó obedientemente entrelazando hechizos en
la cabaña. Aprendió a repeler la fiebre, a mantener a los ratones fuera del grano y a
evitar que los engendros del bosque —animales nacidos en el Gran Bosque, cubiertos
con su poder— vagaran en la aldea y atacaran a la gente. Pero nada de eso importaba,
porque cuando el Devorador regresara, ningún hechizo sería lo suficientemente fuerte
para proteger a nadie. Tía Léonie le dijo eso una y otra vez.
—¿Qué podemos hacer? —preguntaba siempre Rachelle.
Tía Léonie sólo se encogía de hombros.
—A veces soportar es más importante que hacer algo.
Zisa no había soportado. Zisa había luchado contra el Devorador y había salvado
a todo el mundo, pero al parecer las esposas del bosque ya no se suponían que salvaran
a las personas. Se suponía que se sienten en sus cabañas y entrelacen insignificantes
hechizos y nunca, jamás, sueñen con cambiar el mundo.
Rachelle apretó los dientes y soñó furiosamente. Cada día la cabaña se sentía
más como una prisión.
Hasta que un día estaba caminando a casa desde la cabaña de tía Léonie y se dio
cuenta que algo había cambiado. Las sombras se habían vuelto más profundas; las
flores azules a un costado del camino habían empezado a brillar. El viento se sentía
como las yemas de unos dedos acariciando su cuello. Hongos sombríos y fantasmales
salpicaban el suelo; un ciervo hecho de nubes negras la miró por entre los árboles, sus
ojos de un brillante rojo.
Ella parpadeó y se había ido, pero su corazón estaba golpeando fuerte y sus
venas zumbando. Había visto al Bosque. No simplemente el bosque alrededor de la
aldea… había dado un vistazo al Gran Bosque, al Bosque Detrás del Bosque. Podía
vagar durante días bajo los árboles y nunca verlo, porque no era parte del mundo
humano: era un lugar secreto y escondido que se asentaba un poco hacia un lado. Pero
a veces su poder fluía e irradiaba a través de las sombras de las hojas de los árboles o
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de los huecos tallados en las raíces de los árboles y traía a los bosques mortales a una
extraña vida.
Por lo general, sólo podía ser visto en las noches de solsticio. Tía Léonie le había
dicho eso. Pero tal vez esas reglas se estaban desgastando, como las ataduras del
Devorador.
Y entonces escuchó una voz, como la mantequilla y la miel quemada:
—Buenas tardes, niña.
Ella se dio la vuelta.
Entre dos árboles se encontraba un hombre de pie, ensombrecido contra el
resplandor del sol poniéndose detrás de él. No podía ver su rostro.
Pero entonces él dio un paso hacia delante, y ella se dio cuenta que no era un
hombre. Tenía un rostro humano, pálido y estrecho. Llevaba una áspera capa oscura
como cualquier aldeano podría llevar. Pero podía sentir el poder inhumano y
depredador bajo su piel. Cuando apartó la mirada de él, no pudo recordar nada de su
rostro, excepto que era encantador.
Ella volvió a mirar, y los ojos de él se encontraron con los suyos, brillantes y
extraños. Era un nacido del bosque: uno de los humanos que complacían al Devorador,
que lo aceptaban como su señor, y eran restaurados por su poder en algo ya no del
todo humano.
—Niña —dijo—, ¿a dónde vas?
Su corazón estaba dando espasmos desesperados, pero Zisa no había tenido
miedo, o por lo menos no había dejado que eso la detenga. Decían que Zisa había
aprendido de los propios nacidos del bosque cómo derrotar al Devorador.
Tal vez Rachelle podía hacer lo mismo.
Él ahora sólo estaba a un paso del camino; el sendero que se encontraba
alineado con pequeñas piedras blancas para protegerlo.
—Niña —dijo—, ¿qué camino vas a tomar?
—El camino de las agujas —susurró—. No el camino de los alfileres.
Y ella dio un paso hacia él fuera del camino. Su mente era todo un toberllino. Ni
siquiera podía decir si tenía miedo. Sólo sabía que él era parte de la sombra que había
yacido a través de su mundo y durante toda su vida, y no huiría de él, no lo haría. Así
que miró sus insondables e inhumanos ojos y dijo:
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—Puedes matarme, pero no puedes cazarme.


Él se rio.
—Tal vez no lo haré. ¿Cuál es tu nombre, niña?
—Rachelle —dijo—. ¿Cuál es el tuyo?
—Nada seguro para que tú lo escuches. —La rodeó lentamente, examinándola,
y la columna vertebral de Rachelle se enderezó, a pesar de que su piel se erizaba del
miedo.
—Dicen que fuiste humano, una vez —dijo ella.
—Entonces, ¿por qué te atreves a hablarme cuando todavía eres humana?
—Soy la aprendiz de la esposa del bosque —dijo—. Nací para proteger a las
personas del Bosque.
Él rio nuevamente.
—Oh, niña. Naciste para ser presa de mi especie. Fuiste entrenada para sentarte
a entrelazar hechizos contra la fiebre hasta que te conviertas en una medio-sensata
mujer adulta. Lo que elijas, depende de ti.
—¿Por qué estás aquí? —preguntó, pero sintió un vacío repentino en el aire, y
supo antes de darse vuelta que él se había ido.
Rachelle se preguntó si había venido a cazarla. Pero cuando la encontró en el
camino al día siguiente, aun así no trató de tocarla. Y ella tampoco huyó.
Lo encontró una y otra vez, y cada vez dio un paso fuera del camino. Siempre
manteniendo la distancia entre ellos. Siempre llevando los hechizos bordados en su
capa y tejidos en su cinturón.
Nunca podía recordar su rostro. Pero recordaba que él respondía a sus
preguntas y jamás trataba de herirla.
—Cuéntame sobre el Devorador —dijo—. ¿Qué es él, en realidad?
—El aliento en nuestras bocas y el hambre en nuestros corazones —dijo el
nacido del bosque—. Sé paciente, niña. Lo conocerás por ti misma algún día.
—¿Tú lo has conocido? ¿Es así cómo te convertiste en un nacido del bosque?
—¿Qué te dijo tu tía? —preguntó.
—Un nacido del bosque pone una marca en un humano —dijo—. El humano
tiene que matar a alguien en tres días o morirá. Si mata, se convierte en un vinculado de
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sangre, lo que significa que el poder del Bosque crecerá en él, hasta que finalmente
ceda lo último de su corazón humano y se convierta en un nacido del bosque.
—Eso es muy cierto —dijo el nacido del bosque—. ¿Te gustaría intentarlo?
—No —dijo Rachelle, y se tensó, preguntándose si él finalmente la mataría.
Pero sólo rio entre dientes.
—Entonces contesta a mi pregunta. ¿A qué te referías cuando dijiste el camino
de agujas y no el camino de alfileres?
Recuerda lo que dije. La comprensión se deslizó a través de ella, aterradora y
dulce a la vez. Él piensa en mí cuando estamos separados.
—Algo que mi tía me dijo una vez. Dijo que siempre tenía que elegir entre el
camino de agujas o el camino de alfileres. Cuando un vestido se rompe, ya sabes,
puedes simplemente remendarlo con alfileres, o puedes tomarte el tiempo de coserlo.
Eso es lo que significa. La forma rápida y más fácil, o la forma más dolorosa que
funcione.
Eso era lo que tía Léonie decía, pero ella en realidad había elegido el camino de
alfileres. Todo lo que los hechizos de su tía podían hacer eran remendar al mundo con
alfileres; mantener a las personas un poco más seguras, darles un poco más de tiempo.
Rachelle quería coser al mundo de regreso a la seguridad, ya sea que deba usar
sus propios huesos como agujas.
Terminó en una noche sin luna de otoño, cuando el viento estaba rugiendo
entre los árboles. El nacido del bosque estaba parado en el lado opuesto de un
pequeño claro, su aliento helando el aire. Él parecía tan remoto y tan extraño como las
estrellas, pero Rachelle estaba decidida a averiguar sus secretos antes del amanecer.
—¿Sabes cómo Zisa ató al Devorador? —preguntó.
—Tal vez —dijo el nacido del bosque—. Pero, ¿por qué debería decirle nuestros
secretos a alguien que no confía en nosotros?
—¿Se los dirías a alguien que lo hiciera? —preguntó ella.
—¿Confías en mí? —preguntó.
Él nunca la había lastimado. Todos estos días se habían encontrado a solas en el
bosque, y él ni siquiera lo había intentado.
—Sí —dijo, y miró a los ojos que nunca podía recordar—. Confío en ti.
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—Entonces pruébalo —dijo él—. Quítate la capa. Si tienes razón, ya no vas a


necesitarla.
Su capa roja estaba bordada con hechizos que mantenían a raya el poder del
Gran Bosque. Se suponía que nunca se la quitara en el bosque, así que sus dedos
temblaron mientras desabrochaba el pasador, pero no dudó. La lana de color rojo
oscuro se deslizó de sus hombros y formó un charco a sus pies.
Sus dientes brillaron a medida que sonreía y daba un paso hacia ella.
—Niña —dijo—, quítate tu cinturón. Ya no vas a necesitarlo.
Ella estaba temblando ahora en el frío y sus dedos estaban entumecidos. Agarró
la hebilla de su cinturón, pero apenas pudo sentirla. Tía Léonie había pasado seis meses
trenzando y volviendo a trenzar el cuero antes de que estuviera convencida que el
cinturón era la suficientemente fuerte protección para su aprendiz.
Era demasiado tarde para echarse atrás. Pero aun así dijo:
—Dime primero. ¿Hay una forma de detener al Devorador?
Él se acercó más.
—Sí.
El metal picó en sus dedos a medida que torpemente abría la hebilla. Y entonces
el cinturón cayó al suelo, y ahí estaba ella de pie sin protección frente a un nacido del
bosque y su sangre estaba bombeando lista y caliente.
—Entonces, dime —dijo, y sintió como si el mundo estuviera dando vueltas,
crujiendo y cayendo a pedazos a su alrededor. Toda su vida había estado viajando hacia
este momento donde lo apostaba todo, y cualquier cosa que sucediera, jamás sería la
misma otra vez—. Háblame del Devorador. Todo lo que necesito saber.
—Todo lo que necesitas saber —susurró él, y sus manos acunaron gentilmente
sus hombros.
Entonces la empujó contra el árbol más cercano.
Por un momento el dolor la aturdió. Después su boca estaba presionada sobre la
suya y su lengua estaba obligando sus labios a abrirse y deslizarse dentro. Era una
sensación extraña e impotente, nada parecido a como había escuchado que eran los
besos supuestamente. Se atragantó y trató de empujarlo lejos, pero él la tenía sujeta.
Luego se echó hacia atrás, y cuando ella aún jadeaba sin aliento, él presionó su
pulgar en la base de su garganta. Desde ese pequeño punto, el fuego ardió a través de
su cuerpo.
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Cuando volvió a recobrar la consciencia, estaba tendida y desplomada en la


nieve. El nacido del bosque de pie sobre ella, alto, remoto y terrible.
—Esto es todo lo que necesitas saber —dijo—. Ahora perteneces a nuestro
señor y amo. Y matarás por él antes que pasen tres días, o morirás.
Su cuerpo estaba entumecido a excepción del palpitante dolor en la marca en su
cuello. Sabía cómo se veía: una estrella negra de ocho picos. Si ella mataba a alguien se
convertiría en un vinculado de sangre, y la marca se volvería de color carmesí.
—Dijiste —se atragantó—, que me dirías cómo detenerlo.
—Sí —dijo el nacido del bosque—. La única manera de detenerlo es con
Durendal o Joyeuse, las espadas de Tyr y Zisa. Y esas espadas están perdidas para
siempre.
Después se fue.
Rachelle duró casi los tres días.
Al primer día, escondió la marca bajo un pañuelo y trató de ser valiente.
Al segundo día, se deslizó dentro de la iglesia de la aldea, apretando su rosario, y
suplicando a la Aurora por un milagro.
Al tercer día, se dio por vencida y corrió hacia la casa de tía Léonie. La marca
dolía tanto que apenas podía respirar. Ya no le importaba lo avergonzada que estaba;
sólo quería que tía Léonie la consolara. Seguramente ella podía ayudar. Tía Léonie
siempre había sido capaz de arreglar todo.
A su alrededor, el bosque despertó. Las sombras se volvieron sombras aún más
oscuras, y ojos brillaron desde sus profundidades. Fantasmales cervatillos saltaban
sobre las raíces de los árboles y desaparecían. El Gran Bosque estaba llegando a ser
todo a su alrededor, y pronto ella estaría perdida. Entonces hizo el último giro, y
finalmente vio la casa de tía Léonie. Sollozó de alivio a medida que se tambaleaba hacia
la puerta.
Pero llegaba demasiado tarde.
El nacido del bosque había llegado allí primero.
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Érase una vez, vivieron un príncipe y una princesa llamados Tyr y Zisa.
Has oído esto. En cierto modo, es verdad. Las personas que vivieron antes que el
sol y la luna no construían ciudades, no coronaban reyes, no luchaban guerras. Robaban
de un hueco oscuro al siguiente, escuchando el viento, temiendo el día en que los señores
del bosque los visitarían.
Cuando los nacidos del bosque visitaban a sus quejumbrosos rebaños humanos, a
veces escogían favoritos. El padre de Tyr y Zisa era uno de ellos: él había bailado con la
música de los nacidos del bosque y les ofreció sus parientes. A cambio, ellos le hicieron
gobernante de la tribu que se apiñaba junto a un helado lago negro.
Lo que obtuvieron Tyr y Zisa era esto: se arrodillaban a su lado cuando el nacido del
bosque venía a visitar. Cada miembro de la tribu excepto su padre los veía con temor
silencioso. Y cuando tuvieron dieciséis años, pintaron sus caras con ocre y sangre, y se
sentaron obedientemente cuando el nacido del bosque vino a decidir cuál de ellos
convertiría en un nacido del bosque, y cuál sería sacrificado como un recipiente para el
Devorador.
El nacido del bosque se situó en un anillo alrededor de los gemelos y puso una
espada entre ellos. Cualquiera que primero le cortara la mano al otro se convertiría en el
nacido del bosque. Cualquiera que fuera lo suficientemente débil para ser mutilado se
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convertiría en el sacrificio. Si ninguno luchaba, ambos morirían en ese instante.


Zisa habría gustosamente perdido las manos, los pies, los ojos y la lengua por su
hermano. Pero sabía que si ella esperaba que él recogiera la espada, él se negaría y moriría
junto a ella, y su muerte era la única cosa que ella no podía soportar.
Así que tomó la espada y le cortó la mano derecha.
Traducido por Mari NC

Corregido por Giuu

E l viento soplaba por las tortuosas calles nocturnas de Rocamadour,


convirtiendo hasta la suave lluvia en un látigo. Agazapada en lo alto del
tejado a dos aguas de la casa, Rachelle entrecerró los ojos contra el
aguijón y miró a través de los tejados. No había luz de luna, pero para Rachelle, el aire
brillaba con ocultas corrientes, espirales y remolinos de poder invisible para los ojos
humanos normales. Ella no sólo podía ver la gran mole de la catedral a lo lejos a su
izquierda, sino también distinguir la silueta de cada gárgola aferrándose a sus salientes.
Tres calles más allá, un carruaje traqueteaba hacia su hogar, y podía detectar las
salpicaduras individuales donde los cascos del caballo azotaban el barro.
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Y a todo su alrededor, podía ver la sombra del Gran Bosque.


Algo pasó cuando las ciudades se hicieron lo suficientemente grandes. Cuando
los laberintos de sus mugrientas calles empedradas se volvieron tan retorcidos como
las ramas entrelazadas de la cubierta forestal, el poder del Gran Bosque comenzó a
filtrarse a través de todo. Los humanos ordinarios podrían sólo tener una vaga
sensación de que había algo extraño sobre las calles oscuras. Pero Rachelle era una
vinculada de sangre. Dentro de las sombras de los edificios, podía ver las sombras más
oscuras emitidas por hojas y ramas fantasmas. En el silbido del viento, podía oír los
fantasmales susurros del bosque.
Era hora de cazar.
Rachelle echó a correr a lo largo de la cumbrera. Delante de ella, el techo llegó a
su fin, así que saltó. Por un momento se deslizó, sin peso alguno, a través del aire y la
oscuridad; luego sus pies tocaron el próximo techo y patinaron. En menos de un latido
del corazón recuperó su equilibrio y estaba corriendo de nuevo.
Al este de la catedral, había un barrio que había sufrido cinco ataques por
engendros del bosque en las últimas dos semanas. No era sólo una serie de incursiones
al azar; era una manada, volviendo una y otra vez al lugar donde habían encontrado
presa.
No iban a cazar a nadie más esta noche.
Otro techo, y otro. Entonces Rachelle llegó a la amplia extensión pavimentada
de la Place du Gloire. Corrió en línea recta, cayendo de los tejados al suelo.
En el centro de la plaza había dos estatuas de bronce de Tyr y Zisa sosteniendo
las espadas Joyeuse y Durendal. Las bases de las estatuas estaban empapeladas con
periódicos, más disidentes preguntando cómo el rey podía atreverse a subir los
impuestos cuando los cultivos estaban fallando debido a los días más cortos. Resistirse
a nombrar un heredero cuando el rumor decía que su salud se estaba deteriorando.
Permitir que la vinculada de sangre viva cuando todo el mundo sabía que el Bosque se
hacía más fuerte.
Había estado revisando un montón de periódicos últimamente. Pronto habría
otra serie de tontos intentando atacar a la vinculada de sangre del rey. Y otra ronda de
arrestos.
Rachelle pululó hacia la cara del edificio al otro lado de la plaza, y sacó tanto al
rey como a los rebeldes de su cabeza. Todo era más sencillo en los techos. Corrió y
saltó, nada empujando su espalda excepto el propio viento, hasta que llegó al barrio
donde los engendros del bosque seguían atacando. Luego se acomodó en una
cumbrera a observar y esperar.
|

Y esperar.
La noche avanzó lentamente. El fuego que había ardido en sus venas mientras
corría por toda la ciudad se había ido. Ahora estaba fría y rígida; sus ojos palpitaban por
la falta de sueño y sus dedos, sin soltar la empuñadura de su espada, estaban casi
completamente entumecidos. Pero se había prometido a sí misma que no iba a dormir
hasta que se hiciera cargo de esta manada.
Para mantenerse despierta, se quedó mirando el hilo rojo brillante que estaba
atado a su dedo y se desvanecía lejos de la azotea. El hilo, invisible para todos menos
para ella, era un recordatorio de por qué no podía dejar de cazar. Si lo miraba bastante
tiempo, sabía que la cicatriz en su palma derecha comenzaría a doler. Eso, también, era
un recordatorio.
Jamás merecería dejar de cazar.
Como en respuesta al pensamiento, oyó un coro de gemidos suaves, casi
musicales.
Luego los vio en la calle de abajo: cinco perrunos engendros del bosque,
delgados galgos ingleses, sus cuerpos blancos translúcidos, sus hocicos color rojo
sangre. Parecían los fantasmas de los perros falderos de una dama de la corte, pero
Rachelle los había visto destrozar a un hombre en pedazos en cuestión de minutos.
Uno de los perros desaceleró, rezagándose de los demás, e inclinó su cabeza
para olfatear el aire.
Rachelle sacó su espada y se arrojó hacia abajo.
El perro la había esquivado antes de que sus pies tocaran el barro. Pero no se
movió lo suficientemente rápido para escapar de su espada. La cuchilla cortó a través
de la carne translúcida y el hueso; sangre brotó, de pronto viva y corpórea, pero para
cuando el cuerpo cayó al suelo, ya se estaba convirtiendo en barro.
Los otros perros se habían girado hacia ella. Gruñeron, sus labios encrespándose
al enfrentar el obsceno enigma de una criatura que estaba llena del poder del Gran
Bosque y sin embargo se volvía contra ellos. Luego saltaron.
Rachelle sonrió. La lluvia, el viento y la sangre volaron contra su cara a medida
que giraba entre ellos, su cuchilla rebanando. Momentos después estaba sola, los
cuerpos de los engendros del bosque fusionándose con el barro a su alrededor.
Sin aliento, escuchó: nada más que el golpeteo de la lluvia, los susurros del
viento, los gritos débiles y traqueteos que llenaban el aire de la ciudad incluso por la
|

noche. Tampoco podía sentir nada.


La cacería había terminado, y al darse cuenta de eso, todo su cansancio previo la
abordó de nuevo.
También se dio cuenta que la caza había terminado frente a un lugar donde
podía conseguir una bebida caliente. Dos puertas más abajo, la luz se derramaba desde
las ventanas de un café; su signo de madera se mecía con el viento. Rachelle caminó a
través de los charcos. Al llegar a la puerta, el viento giró de nuevo a su espalda y la
empujó hacia delante. Entró en la cafetería de forma estrepitosa.
Rachelle entrecerró los ojos contra el resplandor repentino de las lámparas de
aceite. Nunca antes había estado en esta cafetería, estaba muy lejos de su territorio
habitual, pero parecía bastante agradable. El aire era cálido y pesado con el aroma a
café. A pesar de la hora, aún había ocho hombres sentados en las mesas. Después de la
fría soledad de la noche, su presencia llenó la sala: la barba en sus mentones, el corte
en sus abrigos, los pequeños ruidos humanos que hacían mientras respiraban y
murmuraban. Detrás de ellos, un artista más dispuesto que experto había pintado un
paseo arremolinado de figuras de la historia y leyenda. Junto al mostrador colgaba un
pie de bronce esmaltado en rojo hasta el muñón del tobillo: el pie izquierdo de la
Aurora, la devoción común para los comerciantes.
Miradas flotaron hacia ella y se detuvo. Las voces quedaron en silencio. Era
inusual que una mujer joven entre en una cafetería sola, especialmente así de tarde en
la noche, pero eso no les importaba ni un pepino. Ni siquiera se preocupaban que fuera
una de las raras mujeres con el permiso del rey para llevar espada y una dispensa de la
Iglesia para vestir ropa de hombre. No cuando su abrigo rojo estaba bordado en cada
hombro con una flor de lis negra, el símbolo de la Real Orden de los Penitentes. Los
vinculados de sangre del rey.
Los asesinos mascota del rey. Así era cómo los periódicos ilegales pegados en las
paredes del callejón los llamaba, y todas las personas que la conocían lo sabían.
Rachelle hacía tiempo que había dejado de asfixiarse cuando veía ese nombre en los
ojos de todos.
Pero esta vez había más miedo de lo habitual. Y odio. Estas personas
probablemente habían marchado en las procesiones penitenciales y pegado periódicos
que llamaban a la rebelión. Ellos pensaban que la creciente oscuridad era el juicio de
Dios, traída por la voluntad del rey al hacer uso de los poderes impíos de los vinculados
de sangre.
Podría matarlos a todos si tuviera que hacerlo, pensó Rachelle.
Una chica se interpuso delante de ella. No tenía más de catorce años, con ojos
|

grandes, enormes codos y pálidos brazos de ramita que Rachelle podría haber
quebrado entre sus manos.
—¿Qué podemos hacer por usted, señorita? —preguntó, con voz respetuosa
pero su mirada parpadeando nerviosamente alrededor de la habitación.
Rachelle podía luchar contra todos ellos. Pero no quería. Quería tomar una taza
de café caliente y sentarse en un rincón, calentándose en medio del ruido humano
mientras que todo el mundo miraba más allá de ella, de la forma en que podía hacer en
el café allá en la calle Grand-Séverin, donde las personas la conocían y recordaban la
noche en que había salvado a cuatro niños de los engendros del bosque.
Este lugar era cálido y humano, pero la odiaba, y de repente la noche fría y
húmeda parecía más atractiva.
Entonces notó al hombre sentado en el rincón, sus largas piernas estiradas
frente a él. El cuello de su chaqueta estaba levantado y el gorro hacia abajo, pero ella
reconocería esos pómulos afilados y exuberantes labios arrogantes en cualquier lugar.
Era Erec d’Anjou, capitán de los vinculados de sangre del rey, haciéndose pasar por un
ciudadano común para así poder reconocer a los enemigos del rey.
Maldita fuera si se daba la vuelta y corría mientras él estaba observando.
Rachelle plantó sus pies un poco más firmes.
—Necesito café —dijo.
De pronto un hombre mayor empujó a la chica a un lado. Tenía líneas similares
en su cara… su padre, tal vez, o tío, y músculos marcados.
—Esta es una cafetería respetable —dijo, en voz baja y retumbante.
—Bien —dijo ella—. Odiaría arruinar mi reputación.
—No es necesario que nos molestes —dijo el hombre—. Por el amor de la
Aurora, ve a otro lugar.
Era valiente, tenía que darle eso. Sus sentidos se habían agudizado como
siempre lo hacían cuando alguien cercano tenía miedo; ella medio vio, medio oyó el
rápido pulso desesperado en su garganta. Pero él estaba mirándola por encima de su
nariz como si no pudiera sacar su espada, cortarle el cuello, y alejarse. Como si ella no
supiera lo que se sentía tener sangre bajo sus uñas y salpicada por su cara.
Obligó a los recuerdos a retroceder.
—Soy una sierva del rey. Una casa respetable estaría honrada de servirme.
|

—Sabes, puedes amenazar todo lo que quieras —dijo Erec desde su rincón—,
pero aún van a escupir en tu café. —Él le dio una cansada mirada de aburrido—. ¿Por
qué no vuelves cuando hayas aprendido cómo hacer que la gente haga lo que tú
quieres?
Su garganta se apretó en frustración impotente. Erec siempre encontraba la
manera de burlarse de ella cuando no podía devolvérselo.
Sin decir una palabra, ella se dirigió a su esquina y se sentó en su regazo.
—Vaya considerado joven que eres —dijo ella en voz alta—. Dime todo sobre
persuadir a las personas.
Nadie podía avergonzar a Erec, era tan imposible como que el agua corra cuesta
arriba, pero por lo menos podía asegurarse que su noche en la discreción quedara
completamente arruinada.
Él deslizó la mano por su mejilla, enganchando un pulgar debajo de su
mandíbula.
—Algunas cosas son mejor demostrarlas que contarlas, ¿no?
El calor floreció en sus mejillas. Hace dos años, él había encontrado muy fácil el
convencerla a besarlo, mucho antes que ella hubiera descubierto cuándo estaba
bromeando y cuándo hablaba en serio. Antes que ella se hubiera dado cuenta que sus
besos nunca fueron serios.
—No necesito que me demuestres nada —dijo—. Ya sé lo que eres.
—¿Ah, sí? —preguntó Erec, con esa inclinación oblicua de sus cejas que ella
conocía tan bien, y su corazón dio un vuelco.
Entonces oyó un coro suave de clics.
Miró por encima de su hombro y se maldijo por dejar a Erec distraerla. Porque
ahora había doce hombres, y cuatro de ellos sostenían fusiles, sus anchas bocas de
bronce brillando en la penumbra.
—Aléjate de él —dijo el dueño de la cafetería.
La mente de Rachelle giró a través de cálculos fríos. Había pensado que podría
matarlos a todos. Probablemente todavía podía, con la ayuda de Erec, porque aunque
algunos tontos pensaban que matar a un vinculado de sangre era tan simple como
apuntar con el mosquete y apretar el gatillo, las manos humanas eran lentas y los
mosquetes tenían terrible puntería.
|

Pero a veces los tontos tenían suerte. E incluso un vinculado de sangre no podía
sobrevivir a una bala de mosquete en la cara.
—Realmente debiste haberte ido cuando te dije que lo hicieras —murmuró
Erec.
—Realmente debiste haberlos arrestado tan pronto como trajeron mosquetes
—murmuró Rachelle en respuesta.
—Estaba esperando que implicaran a todos sus amigos.
—Dije aléjate —gruñó el dueño—. Hemos terminado con reverenciar a los
asesinos.
—Bueno, entonces probablemente yo también debería irme —dijo Erec—.
Porque soy Erec d’Anjou, capitán de los vinculados de sangre del rey, y no creerían la
sangre en mis manos.
—En realidad creo que lo harían —dijo Rachelle.
—Traidor —gruñó uno de los hombres.
—No al rey —dijo Erec, envolviendo sus brazos alrededor de Rachelle. Ella sabía
que se estaba preparando para lanzarla en una dirección mientras él se arrojaba en la
otra. El riesgo real estaba en el primer momento, cuando todavía estuvieran frente a
los fusiles; una vez en movimiento, estarían casi a salvo, porque los mosquetes eran tan
buenos como las manos que los empuñaban y los ojos que los dirigían.
Podía sentir la emoción fría y caliente de la batalla empezando a zumbar en sus
venas.
Si no hubiera estado preparándose para luchar, podría no haber notado el fugaz
movimiento al borde de su visión. Miró el mural, a las hojas maravillosamente realistas
pintadas en el fondo.
Entonces se dio cuenta que se estaban moviendo. No eran parte de la pintura,
estaban creciendo fuera de la pared, ondeando en una brisa que no podía sentir.
Era una visión del Gran Bosque como la había tenido en las calles barridas por la
lluvia. Pero eso no sucedía en el interior. Ningún vinculado de sangre, sin importar lo
fuerte que su segunda vista era, podía ver el Bosque en el interior de una vivienda
humana.
A menos que el Bosque estuviera empezando a manifestarse realmente, gran
parte de su poder filtrándose para tomar forma física en el mundo humano.
|

—Erec —dijo en voz baja. La emoción de la batalla se estaba convirtiendo en


una enfermiza expectativa—. El Bosque está aquí.
Ahora podía sentir la amarga presencia zumbante de los engendros del bosque.
Justo aquí, en esta sala, rodeada de hostiles humanos llenos de odio y terriblemente
frágiles.
—Inconveniente —dijo Erec.
De pronto se arrojó a un lado, arrastrando a Rachelle junto con él. Ella rodó libre
de su alcance y se puso de nuevo sobre sus pies. Donde ellos habían estado un
momento antes se agazapaba otro perruno engendro del bosque, su lengua roja
colgando entre sus colmillos.
Los mosquetes estallaron en un coro ensordecedor.
—¡Todo el mundo fuera! —gritó Rachelle, cambiando su agarre en su espada
cuando se dio cuenta que la había desenvainado. Entonces algo crujió por encima de
ella. Levantó la vista.
Todo el techo de la habitación estaba completamente cubierto de maleza, y por
lo menos diez engendros del bosque se agazapaban entre las ramas, mirándola
fijamente con ojos brillantes.
Este no era un torbellino oportuno del poder del Bosque. Esto era una
manifestación completa, y ella no había visto una tan grave desde… desde…
El resto de los engendros del bosque cayeron. Los humanos, viéndolos al fin,
comenzaron a gritar. Rachelle esquivó hacia un lado, Erec al otro, y todo pensamiento
quedó abrazado por el glorioso delirio al rojo vivo del movimiento. Las palabras
humanas y los miedos humanos no existían más, solo el simple conocimiento instintivo:
lanzarse aquí, cortar allí. Saltó a la mesa, y allí estaba Erec a su espalda a medida que
abatían otro grupo de criaturas.
Entonces, al agacharse para evitar un engendro del bosque embistiendo contra
ella, tropezó directamente con la chica de la cafetería… ¿por qué esos idiotas no la
habían sacado antes de intentar asesinarla? Rachelle la empujó debajo de la mesa más
cercana, y se estaba girando cuando un engendro del bosque la golpeó en el hombro y
la estrelló contra el suelo.
Con un golpe seco, la daga de Erec se hundió en la cabeza del engendro del
bosque.
|

—¡Cuidado! —espetó él, ya alejándose.


Rachelle se sentó, sacó la cuchilla de la cabeza retorciéndose de la criatura, y la
arrojó aterrizando entre los ojos del engendro del bosque más cercano a él. Tomó su
espada y le dio al engendro del bosque retorciéndose a su lado un último cuchillazo
fatal en el centro. Este se estremeció y se disolvió en barro.
Se dio cuenta que sólo dos de los engendros del bosque quedaban vivos, y Erec
estaba luchando con ambos con una gracia letal que prometía que los perros no
durarían mucho.
—Me salvaste.
La voz de la muchacha era tranquila, temblorosa. Rachelle miró debajo de la
mesa: estaba muy pálida. Sus ojos estaban muy abiertos, sus labios entreabiertos con
miedo.
No.
Eso era esperanza en el rostro de la chica, y era la esperanza lo que hizo que su
voz tiemble cuando dijo:
—Realmente no eres un monstruo, ¿verdad? La gente como tú… todavía puede
ser salvada.
Rachelle se levantó de un salto, el hielo corriendo por sus venas. Porque sabía
por qué esta chica estaba agonizando de esperanza. Sabía por qué el Bosque se había
manifestado en el interior.
Y sabía lo que les esperaba escaleras arriba.
—Erec —dijo—, acaba con ellos. —Y se dirigió a las escaleras. La hiedra crecía
por las paredes de la escalera y pequeños pájaros rojos resplandecieron entre las hojas.
La puerta en la parte superior estaba cerrada. Rachelle pateó una vez, dos
veces, y luego cedió.
Dentro estaba el Gran Bosque.
|
Traducido por Apolineah17

Corregido por Giuu

E l Bosque era justo como sus sueños. El oscuro y enmarañado


crecimiento de árboles, ramas y raíces entrelazándose entre sí. El aire
frío, pulsando con una semisonora risa, que sabía a sangre y humo. El
destello de una hoguera en la distancia.
Este era el Gran Bosque, el Bosque de los Sueños y la Terrible Noche: el oscuro
bosque primogenio que una vez había cubierto todo el mundo en los días anteriores al
sol y la luna. Ella había visto su sombra fantasmal miles de veces, acechando las calles
de Rocamadour, floreciendo alrededor de ella cuando conoció al nacido del bosque en
el bosque cercano a la cabaña de tía Léonie. Había soñado con ello noche tras noche.
|

Nunca había imaginado que cuando por fin caminara todo el camino hasta el
fondo, éste se sentiría como su hogar.
Rachelle cruzó el umbral. La fría oscuridad extendiéndose sobre su piel, besando
sus ojos, y desplegando su cabello.
El anhelo la golpeó como una patada en el estómago. Sólo por un momento,
estuvo convencida que la distante hoguera era la única luz en todo el mundo, que el sol
era un sueño y la luna un delirio, y no quiso nada más que dejar caer su espada y correr
hacia esa hoguera. Quería olvidar su tonto nombre humano, cedérselo a la dulce y
secreta oscuridad, y correr hacia ese mundo danzante iluminado por el fuego.
Pero entonces, la marca ardió en su cuello, destellando a la vida en respuesta al
poder del Bosque, y recordó el precio de esa oscuridad y esa danza.
Alrededor de su dedo meñique, sintió una quemadura en respuesta. Bajó la
mirada.
Nadie más que Rachelle podía ver el fantasmal hilo rojo que el nacido del bosque
había atado a su dedo. Ni siquiera ella podía sentirlo. Pero aquí, a pesar de que no tenía
presencia física, quemaba fríamente contra su dedo.
Después que ella hubiera… después, el nacido del bosque la había felicitado por
unirse a los señores del Bosque a tiempo para gobernar con ellos. Había dejado caer el
cuchillo y había intentado huir. Él la había atrapado y la había arrojado al suelo, y ella se
había preguntado si él iba a usarla de la forma en que las personas decían que los
nacidos del bosque utilizaban a las doncellas inocentes. Pero ella ya no era inocente y
no tenía suficiente fuerza para defenderse. Así que se había acostado inmóvil, pero él
sólo había atado el hilo rojo alrededor de su dedo, diciendo: Déjame todo lo que quieras.
Sigues siendo mía.
Jamás lo había visto desde entonces, pero él había estado en lo cierto. Jamás
había sido otra cosa más que lo que él hizo de ella, y algún día se perdería a sí misma
por completo ante la llamada del Gran Bosque.
Pero no hoy.
No como la otra pobre y loca vinculada de sangre que había seguido hasta aquí.
Escuchó atentamente, y allí estaba a su izquierda: la suave y estridente
respiración de un ser humano impulsada casi más allá de la resistencia. Siguió el sonido,
abriéndose paso a través de los árboles.
La respiración se hizo más fuerte. Rachelle se movió entonces suavemente y en
silencio como el humo.
|

Una esbelta mujer de mediana edad se encontraba agachada en el hueco de un


árbol. Sus ropas eran harapos; profundos rasguños marcaban sus brazos. Sus ojos
estaban fuertemente cerrados y sus manos presionadas sobre sus orejas. En su frente
estaba la marca, una estrella de ocho picos, no más grande que la uña de un pulgar,
exactamente del mismo color que la sangre fresca.
Era la misma marca que ardía en el cuello de Rachelle.
Debido a que esta mujer era exactamente como Rachelle. Un nacido del bosque
la marcó y la dejó con una opción: morir en tres días, o matar a alguien y vivir como un
vinculado de sangre, heredera del poder del Bosque.
Al igual que Rachelle, ella había elegido matar y vivir.
Ahora el poder del Gran Bosque casi había terminado de crecer en ella. Había
luchado contra él. Había peleado hasta que éste rompió su mente, hasta que el Gran
Bosque creció alrededor de ella porque no huiría de él. Pero este era el final. En
cualquier momento, los últimos restos de su humanidad serían eliminados, dejándola
con nada más que un deseo inconsciente de cazar y matar.
Los ojos de la mujer se abrieron. La mano de Rachelle apretó la empuñadura de
su espalda, pero la mujer permaneció inmóvil, observando con desconfianza ciega.
¿Todavía era humana o el cambio se había apoderado completamente de ella?
Era una vinculada de sangre y por lo tanto una asesina; así como Rachelle,
merecía morir.
Estaba indefensa y sufriendo. Como tía Léonie.
Las manos de la mujer cayeron de sus oídos. Sus labios se curvaron hacia atrás, y
un pequeño quejumbroso gruñido escapó de entre sus dientes.
No es humana, pensó Rachelle. Ya no es humana.
La mujer saltó.
El cuerpo de Rachelle no tuvo dudas. Más rápido de lo pensado, balanceó su
espada y cortó la garganta de la mujer; la sangre salpicó a medida que la mujer caía al
suelo.
Rachelle retrocedió un paso. Ahora que todo había terminado, estaba
temblando y jadeando como si hubiera subido una montaña. Podía ver el cuerpo
desplomado en el borde de su visión, pero no podía mirarlo ahora.
No necesitaba hacerlo. Sabía cómo lucía un cuerpo humano, desgarrado y
|

despojado de vida. Cómo se veía, muerto por sus manos. Lo sabía.


Su garganta escoció con la necesidad de gritar o llorar.
Pero esta vez, al menos, también había salvado algunas vidas. No habría un
nuevo nacido del bosque plagando el mundo. Esta manifestación del Bosque terminaría
sin derramar más caos en Rocamadour.
Excepto que no terminó.
Rachelle nunca antes había matado a un vinculado de sangre en plena
transformación, pero sabía cómo funcionaba: el incipiente despertar del nacido del
bosque clamaba el poder del Gran Bosque. Matarlo lo liberaría del agarre del Bosque en
el acto. Justine —quien había matado a nueve vinculados de sangre locos, seis de ellos
en el Bosque— dijo que el Bosque siempre se desvanecía al instante.
Pero esta vez no lo hizo.
Rachelle esperó, la oscura brisa cosquilleando los cabellos contra su cuello, pero
nada pasó. Excepto que la risa fantasmal se hizo un poco más fuerte, y tal vez el fuego
distante resplandeció un poco más brillante.
El hilo en su dedo ardió al rojo vivo.
No, pensó. No, no, no…
La voz del nacido del bosque vino detrás de ella, suave y delicada como la
mantequilla.
—¿Estás lista para unirte a mí ahora?
Ella no se dio la vuelta. No creía que pudiera moverse. La voz de él se había
envuelto alrededor de su espalda, sus piernas, sus brazos y su garganta, asegurándola
en su lugar. Su corazón latía con impotente miedo animal.
Debería haber sabido que él la encontraría tan pronto como entró a su reino.
—No —dijo, mirando a la oscuridad.
El hilo no tenía sustancia física. Había visto a personas caminar a través de él,
una y otra vez. Sin embargo, ahora se sentía como si se estuviera tensado, como si él
estuviera tirando del fantasmal vínculo irrompible que los ataba juntos.
—Me estoy volviendo impaciente, niña.
—Entonces aprende a esperar —espetó, pero estaba temblando. Había jurado
que la próxima vez que lo viera, tomaría venganza por tía Léonie. Tantas noches, ese
|

había sido su único consuelo, la única manera en que podía permitirse dormir. Ahora
finalmente estaba parada frente a él, y seguía siendo la niña ensangrentada y
aterrorizada que había sido hace tres años. Todo lo que podía pensar era que él iba a
matarla y ella no quería morir.
O él iba a darle a ese hilo un tirón más, y todas sus fuerzas se disolverían y
caminaría hacia sus brazos y olvidaría cómo ser humana.
—No tengo que hacerlo. —Lo escuchó acercarse—. Mira, te traigo buenas
noticias de gran gozo. Nuestro señor está casi listo para regresar.
—Lo sé. —Sus latidos estaban desbocados en su garganta.
Sintió su cálido aliento contra la parte posterior de su cuello.
—¿Sabías que será muy pronto? Antes que el sol del verano tome su último
suspiro valeroso, nuestro señor sonreirá, despertará y se comerá la luz del cielo.
Rachelle se sentía enferma. Antes del final del verano. Una cosa era saber que el
Devorador regresaría pronto; otra era darse cuenta que estaba empezando ahora
mismo.
Entonces se estremeció cuando los labios del nacido del bosque se presionaron
contra su cuello en un beso.
—¿No estás suplicando? —preguntó.
Le tomó toda su fuerza responder de manera ininterrumpida.
—No veo el punto.
—¿O rezando? —Su voz tenía un burlón borde extra, y recordó los balbuceantes
gimoteos que habían derramado los labios de tía Léonie, con súplicas desesperadas a la
Aurora y a la Santa Virgen que nunca habían sido respondidas.
La furia la golpeó como un muro de llamas, y su miedo se convirtió en humo. Se
dio la vuelta, con la espada en alto…
Pero él se había ido. Sólo había oscuridad, y el Bosque, y entonces ambos
vacilaron y volaron como el humo.
Estaba en una pequeña habitación sucia, iluminada por una sola lámpara. Frente
a ella, una mujer estaba encadenada a la pared. Su cabeza colgaba hacia delante; todo
su pecho estaba empapado de sangre. Tanta sangre. El suelo pareció moverse bajo sus
pies, y Rachelle se tambaleó hacia atrás. Unas fuertes manos la atraparon por los
hombros, y se estremeció antes de darse cuenta que era Erec.
|

—Felicitaciones —dijo.
—Cállate —murmuró Rachelle. Nada de la sangre de la mujer había caído sobre
ella, pero aun así sentía el caliente lío pegajoso sobre sus manos y brazos.
Se obligó a apartar la mirada del cadáver hacia la bandeja con motones de
huesos de pollo y los arañazos en la pared. La mujer debe haber estado aquí por lo
menos durante un mes, tambaleándose al borde de la locura, sólo las cadenas de hierro
y los últimos restos de su voluntad manteniéndola como algo humano.
Fue misericordia, se dijo a sí misma, pero eso no era un consuelo.
—¿Todo bien allá abajo? —preguntó.
—Veamos —dijo Erec—. A la mitad de ellos les faltan partes de sus rostros
debido a los engendros del bosque. El resto están inconscientes o apuñalados, gracias a
mí. Así que todo está muy bien.
Detrás de ellos, alguien jadeó. Rachelle se dio vuelta, liberándose del agarre de
Erec, y allí estaba la esquelética chica de abajo.
—Mamá —susurró la chica, y se echó a llorar.
Detrás de la chica, estaba de pie su padre, con el rostro pálido.
—Asesina —dijo.
—No —respondió Erec—. Ejecutora. Tu esposa era la asesina. ¿Lo sabes, no, el
castigo por ocultar a un vinculado de sangre del rey?
El hombre discutió.
—Si alguna vez hubieras amado a alguien, entenderías.
Rachelle no se dio cuenta que se estaba moviendo hasta que lo agarró por los
hombros y lo azotó contra la pared.
—¿Sabes lo que yo entiendo? Ha habido cinco ataques de engendros del bosque
en este vecindario en las últimas dos semanas. Eso dejó a dos personas muertas y una
que nunca volverá a caminar de nuevo, y todo porque tu esposa estaba sentada aquí,
invocando el poder del Bosque. Si no la hubiéramos matado, habría roto esas cadenas
cuando hubiera terminado de transformarse, y entonces habría matado a cada persona
que pudiera encontrar. Empezando con tu hija.
—Ella nunca habría…
—Déjame adivinar. El obispo te prometió que si simplemente orabas lo
|

suficientemente fuerte, ella permanecería humana.


La boca del hombre se tensó, pero no dijo nada.
El obispo Guillaume ayudaba a las personas escondiendo a los vinculados de
sangre de la justicia del rey. Rachelle y Erec lo sabían, simplemente no habían sido
capaces de probarlo todavía. Ella aún no estaba segura de sí el obispo tenía alguna
fantasía de construir su propio ejército de vinculados de sangre, o si simplemente
estaba engañado con las posibilidades de que los vinculados de sangre pudieran
mantenerse sanos y humanos. De cualquier manera, también era un hipócrita por
predicar la muerte y el juicio sobre ellos todos los domingos.
—Es una mentira —dijo Rachelle—. Nadie escapa del Bosque. Pero si nos la
hubieras entregado a nosotros, la habríamos ejecutado antes de lastimar a más
personas.
—Ella no era como tú…
—Igual asesinó. Era exactamente como yo. Y como ella, moriré por mis pecados
e iré al infierno. Pero al menos no soy tan tonta como para pensar que los vinculados
de sangre no traerán la muerte a su alrededor.
Entonces lo empujó y salió de la habitación.

—¿De verdad crees que vas a ir al infierno? —preguntó Erec.


—No veo manera de ponerlo en duda —dijo Rachelle, sin bajar la mirada hacia
su mano. Todavía estaba muy consciente del hilo carmesí atado a su dedo.
Finalmente estaban de regreso en el Palais du Soleil, justo en el patio principal,
donde la luz de las lámparas reflejaban mosaicos difusos azules-y-dorados que cubrían
el suelo en un enorme patrón. Hace un par de minutos, las campanas habían sonado a
las dos de la mañana, pero en uno de los grandes balcones por encima de ellos, la luz y
la música se derramaban en la noche, y Rachelle podía vislumbrar el brillante remolino
de los vestidos de seda.
—Pero eres una vinculada de sangre —dijo él, con una elevación perpleja de sus
cejas. La lluvia brillaba en sus pómulos. A pesar del desgastado abrigo y la capucha que
había llevado para infiltrarse en el café, a pesar de estar empapado por la lluvia, todavía
se veía tan elegante como un retrato de la corte.
—Creo eso debido a que soy una vinculada de sangre —espetó Rachelle—. ¿O es
|

que olvidaste cómo estamos hechos?


Ella lo recordaba con cada respiración.
—¿Lo olvidaste? Los vinculados de sangre se convierten en nacidos del bosque,
los señores del bosque y adoradores del Devorador, quienes les conceden la vida para
bailar diez mil años y nunca morir. —Recitó las palabras de memoria como si no fueran
importantes, sin un descanso en su largo y fácil andar—. Y lo que nunca muere, no
puede ser condenado.
Los pies de ella se detuvieron. Por un momento, estuvo de regreso en el
Bosque, escuchando al nacido del bosque alardear: te traigo buenas noticias de gran
gozo.
—Créeme —dijo ella—. No lo olvido. Ni por un momento olvido que si vivo lo
suficiente, me convertiré en uno de los monstruos que me hicieron esto. Y también
creo esto: preferiría estar muerta y condenada. Lo estaré.
Se dio cuenta que estaba temblando. A lo lejos, la música retumbaba, como si
todo el mundo fuera una ordenada caja de música y ninguno de ellos estuviera
condenado.
La mano de Erec se posó en su hombro.
—Eres una mujer extraña, ¿lo sabes?
Ella se puso rígida ante su toque, y por un instante quiso girarse y golpearlo.
A pesar de sus aires sabiondos, Erec no tenía una compresión real del poder del
Gran Bosque. Al igual que muchas personas, él pensaba que el Devorador no era más
que un mito contado por los nacidos del bosque. Y a diferencia de la mayor parte de la
gente, los nacidos del bosque eran lo mejor que alguna vez le había ocurrido a él.
Convertirse en un vinculado de sangre lo había elevado de ser un bastardo sin tierras a
ser la mano derecha del rey. Podría hablar todo lo que quería sobre vivir durante diez
mil años, pero en realidad nunca había pensado en lo que eso significaría.
Ella resopló una repentina risa compasiva. Él se llevaría una gran sorpresa, y muy
pronto.
—Las mujeres normales no sobreviven a los nacidos del bosque —dijo.
—Entonces sobrevive a ellos durante diez mil años. Esa sería la única victoria
para nosotros, ¿no te parece?
De repente Erec sujetó su mano y tiró. Ella tropezó hacia delante, su cuerpo
moviéndose automáticamente para romper el agarre y derribarlo. Pero él la hizo girar
|

sin ningún esfuerzo en otra dirección, y después otra, y de repente se estaban


moviendo al compás de la música.
Estaban bailando.
Rachelle no sabía nada de los bailes de la corte como Erec. Pero él la giró a
través de los movimientos, y el cuerpo de ella lo siguió con la misma gracia impía que lo
había hecho en una pelea. Sólo que aquí, por un momento —con su corazón
retumbando en sus oídos, las luces del patio girando alrededor de ella— esa gracia no
se sentía nada malvada o mortal.
La música se detuvo. Erec la hizo girar una última vez, y entonces la volteó
nuevamente entre sus brazos.
—Diez mil años de esto —dijo—. ¿Sería tan terrible?
Le tomó a Rachelle un momento para hablar. Su corazón ya había estado
latiendo rápido en el baile, y ahora estaba apretada contra su cuerpo, con sus cálidos
brazos alrededor de su cintura.
—No sería como esto —dijo—. Seríamos monstruos viviendo en el bosque.
—¿Estás segura? Tal vez los nacidos del bosque también tienen palacios y bailes.
Su risa fue casi afectuosa.
—Si puedes creer eso, evidentemente fuiste marcado por un tipo diferente de
nacido del bosque que yo.
—¿Ah, sí? ¿El tuyo no fue lo suficientemente galante para satisfacerte?
Ella recordó su suave voz riendo y persuadiéndola. Recordó la áspera corteza
del árbol clavándose en su espalda mientras su boca era forzada a abrirse.
—¿Llamarías a un animal rabioso “galante”?
—Quizás, si fuera lo suficientemente bonita. —Se inclinó un poco más cerca—.
Pero si eso no es lo que anhelas, ¿qué hay de mí? Si debes morir pronto, por lo menos
podrías disfrutar de esta noche.
Sabía que si se quedaba en sus brazos otro momento, él la besaría. La besaría, la
llevaría de regreso a su habitación y le haría olvidar, por un tiempo, la sangre en su
pasado, el hilo en su dedo y la oscuridad esperando por ella. Si ella lo dejaba.
Hubo un tiempo en que habría estado insultada por tal oferta. Incluso cuando en
|

un principio había venido a Rocamadour, amargamente consciente de que no tenía


honor que perder, todavía había estado furiosa de descubrir que ser besada por él no la
hacía diferente de otro centenar de mujeres. Pero lo había conocido durante tres años
ahora, y él había salvado su vida en media docena de peleas, y era su amigo. No podía
odiarlo por sus juegos; menos aún podía odiarlo por pensar que ella podría decir que sí.
Era una vinculada de sangre porque podía decir que sí a cualquier cosa.
Se liberó de su agarre, porque no le quedaba ningún honor, pero tenía un poco
de orgullo. Erec era un buen amigo pero era incapaz de enamorarse; sus mujeres eran
bonitas piezas brillantes de su colección, y Rachelle no tenía ninguna intención de ser el
premio más reciente.
—Voy a disfrutar dormir esta noche. Tú puedes hacer lo que te plazca. —Se dio
la vuelta, pero él la agarró por el hombro.
—Si es el momento para una buena noche, entonces debería decirte que… el
rey te quiere en su recepción mañana.
La recepción formal era la ceremonia al levantar que el rey promulgaba cada
mañana. Los cortesanos conspirarían, pelearían y sobornarían hasta la bancarrota por
tener la oportunidad de asistir. Y como uno de los vinculados de sangre del rey,
Rachelle tenía el derecho de asistir en cualquier momento que quisiera, pero nunca se
había molestado.
—¿Por qué? —preguntó. Más allá de aceptarla en sus filas, el rey Auguste-
Philippe nunca había tenido ningún interés en ella.
—Nuestro amable rey te lo dirá cuando le plazca. Buenas noches, Mademoiselle.
—Erec se inclinó extravagantemente y se alejó, probablemente para unirse a la fiesta
en el otro piso. Con un suspiro, Rachelle se giró en la dirección opuesta y caminó hacia
el frío y estrecho refugio de su cama.
Sea lo que sea que el rey quisiera de ella, no importaría por mucho tiempo. Nada
importaría. El pensamiento la vació con un frío miedo desesperado y, sin embargo, fue
extrañamente liberador.
Ella yació despierta por mucho tiempo, mirando el tenue brillo rojo del hilo.
Después que el nacido del bosque lo hubiera atado a su dedo, él no había hecho ningún
movimiento para detenerla cuando salió pasmada de la casa. No la había perseguido
mientras corría por el bosque, tropezando porque no estaba acostumbrada a la
repentina fuerza de sus extremidades.
Ella no había tratado de ir a casa. Si los aldeanos se enteraban de lo que había
hecho, la quemarían viva. La atarían a una estaca y su propia familia encendería la
hoguera. Ese era el castigo por convertirse en un vinculado de sangre, y por mucho que
|

se lo mereciera, Rachelle aun así quería vivir. No había dejado de correr hasta que llegó
a Rocamadour, donde había suplicado ser convertida en uno de los vinculados de
sangre del rey, su sentencia de ejecución quedando retardada mientras pudiera
servirlo.
Por un momento, había tenido esperanza… no por sí misma, sino por el mundo.
El nacido del bosque le había dicho que el Devorador sólo podía ser derrotado con
Joyeuse o Durendal, y ambas espadas se habían ido para siempre. Pero aunque
Durendal había desaparecido hace mil años —hecha añicos en batalla, decían—
Joyeuse había sido la espada de coronación de los reyes de Gévaudan hasta hace
trescientos años, cuando una esposa del bosque había escondido la espada del Rey
Loco Louis para evitar que él la destruyera. Nadie sabía dónde, y así la espada también
estaba perdida.
Así era como todos en Rocamadour contaban la historia. Pero cuando tía Léonie
se la había contado a Rachelle, había dicho: La esposa del bosque abrió una puerta por
encima del sol, debajo de la luna, y escondió a Joyeuse contra nuestra hora de mayor
necesidad.
Cuando Rachelle le había preguntado qué significaba eso, ella sólo se había
encogido de hombros. En ese momento, había parecido únicamente como otro de los
exasperantes y oscuros dichos de tía Léonie. Pero después que Rachelle se convirtió en
una vinculada de sangre, después que el nacido del bosque le hubiera dicho que
Joyeuse podía matar al Devorador, eso le había dado esperanza. Todo lo que tenía que
hacer era resolver el acertijo y encontrar la espada. Igual que en las historias que había
amado de niña.
Pero ella no era como ninguna de las heroínas en esas historias. Y aunque había
registrado la ciudad hasta que había encontrado cada puerta, compuerta, fuente y
mosaico que tenía el sol o la luna grabado, aunque había pasado horas escudriñándolos
todos por el menor rastro de poder, nunca había encontrado nada. Y nadie con los que
habló alguna vez había escuchado la versión de la historia de tía Léonie.
Eventualmente, había aceptado que jamás derrotaría al Devorador. Nunca se
redimiría. Así que había jurado que la próxima vez que viera a su nacido del bosque, por
lo menos vengaría a tía Léonie.
Pero cuando finalmente lo había vuelto a ver esta noche, no había sido capaz de
hacer nada. Seguía siendo sólo esa indefensa y asustada niña.
No. Había vuelto a luchar al final. Si él no hubiera desaparecido, habría luchado
contra él.
|

Cuando el Devorador regresara, su nacido del bosque seguramente vendría a


buscarla otra vez. Y cuando todo el mundo estuviera cubierto con el Gran Bosque, no
habría forma de desaparecer en él. Rachelle tendría su oportunidad para pelear
entonces, y lo mataría. Sin importar el precio.
Se quedó dormida todavía prometiéndolo.
Traducido por LizC

Corregido por Giuu

S us sueños eran una maraña de sangre y trémulos árboles. Rachelle


luchó hasta despertar con un grito ahogado, su corazón golpeando en
sus oídos. Todavía no había salido el sol; la habitación estaba a oscuras
y en silencio, una oscuridad humana apacible que se desvanecería con el amanecer.
Pronto iba a perder esa oscuridad, así como la luz. Rachelle se preguntó cuánto
tiempo, exactamente, le quedaba. El nacido del bosque había dicho: Antes que el sol del
verano tome su último suspiro valeroso. ¿Significaba eso antes del invierno? ¿Antes de
otoño? ¿O antes del solsticio de verano, después del cual los días sólo se harían más
cortos?
|

El poder del Gran Bosque siempre era más fuerte en los solsticios, cuando el
ascenso y la caída de los rayos del sol cambiaban. Y el solsticio de verano de este año
estaba a sólo tres semanas de distancia.
El pensamiento hizo a Rachelle sentirse fría, hueca y libre a la vez. Si el mundo
iba a terminar en tres semanas, entonces no tenía que preocuparse por Erec, el rey o
los disturbios en la ciudad nunca más. Sólo tenía que prepararse para enfrentar al
nacido del bosque.
Tal vez podría hacer un último esfuerzo para encontrar a Joyeuse. Ella había
renunciado hace más de un año, porque no veía ninguna esperanza, y la preocupación
estaba enloqueciéndola. Pero ahora… bueno, podía soportar enloquecer con la
búsqueda unas cuantas semanas o meses más. Podía soportarlo, y entonces podría
morir luchando, y no tendría que preocuparse por nada más.
A lo lejos, las campanas del palacio comenzaron a sonar. Rachelle contó los
tañidos, de la misma manera que lo hacía cada mañana.
Cinco… seis… siete.
Las campanas se detuvieron. Y entonces recordó la recepción formal.
Ya no tenía que preocuparse por nada, incluyendo las órdenes del rey, pero si
quería lograr otro intento al buscar a Joyeuse, y quería, tenía que hacerlo, entonces
sería una buena idea evitar la muerte al ofenderlo. Convertirse en una fugitiva buscada
podía esperar una semana o dos.
Rachelle saltó de la cama. La recepción formal del rey comenzaba a las ocho, y
era famoso intolerante con las personas que llegaban tarde a cualquier ceremonia de la
corte. Una hora era más que suficiente tiempo para llegar a los aposentos reales, pero
si quería el desayuno antes de enfrentarse a una hora o más de la tediosa ceremonia,
tenía que ir al comedor de la guardia, todo el camino al lado opuesto del palacio.
Por suerte, todavía llevaba su uniforme de la noche anterior. Abrochó su
cinturón, ni siquiera molestándose en recoger su espada y salió corriendo por la puerta,
volviendo a trenzar su cabello a medida que avanzaba por la oscuridad antes del
amanecer en el pasillo. Comenzó a correr escaleras abajo, luego, simplemente saltó por
encima de la barandilla hasta el rellano de abajo. El impacto sacudió hasta sus huesos,
estremeciéndola lo suficiente para hacerla tropezar a un lado… contra el joven que
había estado subiendo por las escaleras a toda prisa.
En un instante, lo estrelló contra la pared con su daga en la garganta. Sus
rostros estaban apenas a unos centímetros aparte; podía sentir su pecho agitado por
respirar bajo el brazo de ella. Entonces su mente se puso al día con su cuerpo y se dio
cuenta que él estaba desarmado.
|

—¿Qué estás haciendo aquí? —le preguntó.


—Bueno, estaba huyendo de los asesinos —dijo él—. Ahora estoy siendo
amenazado con un cuchillo.
—¿Qué? —dijo Rachelle, y entonces oyó a los hombres estrepitarse por las
escaleras detrás de él. Se dio la vuelta y vio el brillo de las hojas blandidas.
Había tres de ellos, todos con floretes, y ella sólo tenía una daga. Hubiera sido
una lucha miserablemente desigual, si ella fuera humana.
Aun así era una lucha miserablemente desigual; sólo que era desigual a su favor.
Rachelle derribó al primero con una simple patada a la cabeza, luego se dio la vuelta y
atrapó la espada del segundo con la empuñadura de su daga. Retorció, jalo, y el florete
voló de su mano, olvidaba cuán débiles eran los seres humanos, pensó a medida que
golpeaba la empuñadura de su daga contra la frente del hombre.
El tercero fue tras ella con un florete y una daga, y por la forma en que las hizo
girar, se dio cuenta que él era realmente bueno. Su técnica era probablemente mejor
que la suya. Pero ahora su corazón tronaba con la alegría de la lucha, su sangre cantaba
en sus oídos, y él parecía ridículamente lento, como si se estuviera moviendo a través
de miel. Avanzando entre su defensa, agarrando su brazo con la espada, y
desgarrándolo de la cuenca fue casi demasiado fácil. Unas buenas patadas más, y él
estaba en el piso.
Se volvió entonces a mirar al hombre que habían estado persiguiendo. Delgado,
con un rostro angular y severo, suavizado por una nariz respingona y alborotado
cabello castaño claro, no podía ser mucho mayor que ella. No había nada notable en
sus facciones, no como la belleza esculpida de Erec, y sin embargo, se sentía
vagamente familiar. Se había sentado en las escaleras para verla luchar, con los codos
sobre las rodillas, las manos enguantadas descansando sueltas, y la estaba observando
con una intensa calma resguardada.
—¿No deberías haber seguido corriendo? —le preguntó.
—¿Estabas pensando en perder? —Él sonó cortésmente curioso.
—No. —Se acercó al supuesto asesino más cercano, le sacó la correa y comenzó
a atarlo—. ¿Alguien sí?
—Eres una vinculada de sangre. No me podrían haber hecho daño a menos que
tú los dejaras. —Se encogió de hombros—. Y si quisieras hacerme daño, no podría ni
soñar escapar.
|

Rachelle se movió a amarrar el segundo hombre.


—¿Crees que quiero hacerte daño?
—No lo sé. ¿Quieres hacerlo? —Su voz era ligera y suave, pero podía ver la
tensión en su mandíbula, en los músculos de sus brazos. Podía sentir el ritmo veloz de
su pulso bajo su fachada de calma.
Rachelle sabía que no estaba siendo justa, cualquiera debería sospechar de ella,
después de lo que había hecho, pero aun así, por un momento casi no podía respirar
por la furia impotente ahogándola.
Sacó uno de sus cuchillos y lo arrojó trepidando en la pared a dos dedos de
distancia de su cabeza.
Él apenas se crispó.
—Conserva el cuchillo —dijo ella—. Tal vez te hará sentir más seguro.
Sus ojos se abrieron un poco y su boca comenzó a abrirse.
—No me des las gracias —añadió, terminando los nudos en el tercer hombre—.
Ve a buscar a un guardia para que se encargue de los prisioneros. Voy a buscar mi
desayuno.
Ella se dio la vuelta y se fue. Avanzó a través del resto del palacio sin incidentes,
llegando incluso a enganchar un par de bollos del comedor de la guardia justo antes de
que el reloj sonara media hora después. Un montón de tiempo, pensó.
Entonces se perdió. Apenas alguna vez había estado en el ala real, y una
habitación enorme con incrustaciones en zarcillos de hojas doradas y volutas se parecía
mucho a otra. Para el momento en que llegó a la antesala de la cámara real, era mucho
más allá de las ocho y el sol finalmente se había alzado.
Rachelle podía recordar cuando el verano había significado que el sol estaría en
lo alto a las siete. La gente decía que hubo una vez que el sol del verano se elevaría aún
más temprano, pero eso era difícil de imaginar.
La antesala, por supuesto, estaba completamente llena de gente esperando
para entrar, una masa hirviente de brocado y encaje, pelucas empolvadas y hedor a
pomada. Rachelle pasó a través de la multitud tan rápido como pudo, tratando de no
pensar en cómo el rey podría castigarla.
Luego vio al joven que había rescatado antes, de pie cerca de la puerta con un
guardia a cada lado.
—¿Está en problemas? —preguntó a uno de los guardias.
|

—No —dijo.
—Solo espero para entrar —dijo el joven, con la misma calma irónica de antes.
—Vas a entrar ahora —dijo ella, agarrando su hombro—. Conmigo. —Al menos
él podría servir como su excusa.
—Mademoiselle… —comenzó uno de los guardias.
—Confía en mí —dijo el joven—, no quieres luchar contra ella.
Rachelle lo arrastró al interior con ella. El rey se estaba poniendo sus medias, y la
sala ya estaba llena, con los ayudantes de cámara del rey, por supuesto, pero también
los nobles supremamente afortunados que tenían el privilegio esta mañana de
entregarle su libro de oraciones, su camisa y su navaja de afeitar. Luego estaba una
gran multitud de otros nobles, ministros y secretarios, todos los cuales habían reñido
permiso para entrar por una de las codiciadas primeras cinco entradas. Pronto los hijos
ilegítimos del rey serían admitidos, y entonces la habitación estaría mucho más
concurrida. Por tradición, la sexta entrada era para los herederos del rey, pero él sólo
se había molestado en ser padre de un niño con su esposa real, y ese príncipe había
muerto hacía tres años.
Esta multitud era incluso más abundante que aquella en la antesala. Rachelle
empujó su camino a través de ella… la gente murmuró solamente hasta que vieron su
abrigo; después desviaron la mirada nerviosamente. Déjalos. Ella sólo quería entrar, ver
al rey, y complacerlo o molestarle lo suficiente para que él nunca la invitara a la
recepción formal una vez más.
Irrumpió a través de la multitud cuando el rey se ponía de pie, las cintas en sus
zapatos finalmente atadas. Erec se sentaba a sus pies, privilegio especial de los
vinculados de sangre, con la boca curvada hacia arriba con aire de suficiencia.
Rachelle cayó sobre una rodilla, arrastrando al joven con ella.
—Su Majestad —dijo.
El más superior, más pudiente y más excelente príncipe, Auguste-Philippe II, por
la gracia de Dios, Rey de Gévaudan y Protector de los territorios Vasconic, bajó su
famosa nariz ante ella.
—Un sirviente retardado es de poca utilidad para mí —dijo después de un corto
silencio deleznable.
La parte posterior del cuello de Rachelle picó; sabía que todos en la sala estaban
mirando, esperando a ver lo que el rey iba a hacer con ella.
|

Bueno, pero ¿qué podía hacer? Como una vinculada de sangre, ya estaba
condenada a muerte.
—Lo siento, señor —dijo ella—, pero estaba salvando a este hombre de tres
asesinos. Creo que debería tener una charla con el guardia.
—Buenos días, padre —dijo el joven a su lado—. De acuerdo. No ha sido muy
bueno hasta ahora, pero tengo esperanzas para el resto del día.
Espera. ¿Acababa de rescatar a uno de los bastardos del rey? Rachelle lanzó una
mirada al joven, y sí, por eso es que su cara le parecía tan familiar: aunque
dadivosamente matizado y suavizado por la herencia de su madre, aun así había
heredado la línea de la mandíbula del rey.
—¿De verdad te salvó? —preguntó el rey Auguste-Philippe.
—Sí —dijo el joven—. Derrotó a tres hombres armados, los ató con sus propios
cinturones y me dio un cuchillo. Fue más que impresionante.
—Ya veo —dijo el rey, y miró a Rachelle—. Entonces, tal vez no llegas tan tarde,
después de todo.
—¿Señor? —dijo Rachelle con cautela. Erec parecía que estaba a punto de
estallar en carcajadas; cualquier cosa que estuviera pasando, no podía ser bueno.
El rey dejó caer una mano sobre la cabeza del joven y fijó su mirada en la
multitud.
—Este es Armand Vareilles, mi hijo apreciado —dijo, en voz baja que sin
embargo llegó a toda la habitación.
No puede ser, pensó ella con horror, contemplando las manos enguantadas de
Armand; pero por supuesto, eso explicaría la risa cercana de Erec.
Rachelle no se mantenía al día con la corte, y sin embargo, incluso ella sabía
quién era Armand Vareilles. Había sido nadie hace seis meses, pero ahora todo el
mundo en Gévaudan sabía acerca de él: cómo era el hijo ilegítimo del rey, criado en el
campo después de la desgracia política de su madre. Cómo el invierno pasado, un
nacido del bosque lo había marcado. Cómo se había negado a matar, y la marca
permanecía siendo negra en su piel, sin embargo, él estaba vivo hasta este mismo día.
Cómo, en un arrebato de furia, el nacido del bosque había cortado sus manos.
Era mentira, por supuesto. Los nacidos del bosque no olvidan reclamar a las
personas; si alguien era marcado, lo tendrían o lo verían muerto. Armand Vareilles no
|

era más que un mentiroso inteligente que había perdido sus manos en algún accidente,
luego se tatuó a sí mismo con una marca falsa y labró su fortuna al tener personas
apiadándose de él.
Pero la mayoría de la gente común estaba convencida. Lo proclamaban un
santo, un mártir viviente, y clamaron la destrucción de los vinculados de sangre del rey
en su nombre. Si él pudo resistir al nacido del bosque y vivir, ¿qué excusa tiene el resto
de los vinculados de sangre?
Y no sólo la gente común lo adoraba. Algunos de la nobleza estaban
perdidamente enamorados de él también. Así que, aunque Armand Vareilles se había
convertido en un símbolo de aquellos que murmuraban contra él, el rey tuvo que
mantenerlo bajo un estilo de vida lujoso. Incluso había encargado falsas manos de plata
para él. Era por eso que nunca le había visto mover sus enguantadas manos.
—En tres días —continuó el rey—, él me acompañará de vuelta al Château de
Lune con el resto de la corte. En reconocimiento a su rango, y el heroísmo que tan
recientemente ha demostrado, y debido a los disturbios maliciosos en el reino, le
concederé a uno de mis propios vinculados de sangre, Rachelle Brinon, para ser su
guardaespaldas.
—¿Qué? —dijo Rachelle, tan sorprendida que no le importó si todo el mundo
escuchó la indignación en su voz.
Tenía que encontrar a Joyeuse. De no ser así, tenía que proteger a tantas
personas como pudiera hasta que su nacido del bosque regresara y ella tuviera la
oportunidad de matarlo. No quería pasar sus últimos días custodiando a un santo falso
mientras se jactaba en la elegancia del Château de Lune, donde antiguos hechizos
aseguraban que ningún engendro del bosque pudiera entrar jamás.
Pero si desertaba ahora, no había forma de evitar convertirse instantáneamente
en una fugitiva.
La boca de Armand lució tensa cuando su mirada parpadeó de ella a Erec y
viceversa; entonces bruscamente su boca se retorció y se inclinó hacia ella.
—No es demasiado tarde para usar ese cuchillo —murmuró él.
Rachelle lo fulminó con la mirada, pero antes de que pudiera responder, hubo
otra conmoción sorda. Ella levantó la vista para ver a alguien caminando por entre la
multitud, y todo su cuerpo se tensó en repulsión.
Era el obispo Guillaume.
Era un hombre alto, deslucido, con una barba rala pálida, una boca arrugada en
|

un ceño permanente y ojos negros saltones. En su pecho brillaba un enorme colgante


de plata con la forma de la mano derecha de la Aurora, y rubíes incrustados para
representar el sangriento muñón. En cualquier otra persona ese hubiera sido un
símbolo de fe, pero Rachelle siempre había pensado que en él se veía como un trofeo
de batalla.
—Buenos días —dijo el rey—. ¿Vienes con tu pedido de costumbre? Lamento
decir que aún no hay ningún vinculado de sangre nuevo a quien pudiera asignarte.
Tan pronto como el obispo Guillaume había llegado a Rocamadour, había
empezado a proclamar que dado que el rey no tenía poder para perdonar los pecados,
los vinculados de sangre no deberían estar en su cuidado. En cambio, todos los
guerreros mortales arrepentidos deberían ser puestos bajo el mando personal del
obispo por el bien de sus almas.
—No —dijo el obispo con su voz profunda y sedosa. Él habría sido el hazmerreír
de la ciudad con su fanatismo hace mucho tiempo si no hiciera que las palabras suenen
tan encantadoras—. He venido con una solicitud diferente. Deje a Mademoiselle Brinon
a mi cuidado.
Por un momento Rachelle no podía creer lo que acababa de oír. El obispo nunca
le había prestado ninguna atención más allá de burlarse de ella como lo hacía con todos
los demás vinculados de sangre.
La gente empezó a susurrar a medida que miraban de ella al obispo.
Probablemente estaban maravillados de cómo él había condescendido gentilmente a
preocuparse por su alma.
Rachelle lo sabía muy bien. Debe haber decidido que podría convertirla en su
arma personal. Así que se puso de pie.
—Tengo una petición —dijo ella en voz alta—. Arreste al obispo por ocultar
vinculados de sangre fugitivos. D’Anjou y yo encontramos uno ayer por la noche,
rodeado de rebeldes que trataron de matarnos.
—¿Y crees que yo les ayudé? —dijo el obispo, con exasperante calma.
—Todos eran enloquecidamente devotos a ti —dijo ella, pero por supuesto que
no había pruebas.
De pronto, fue muy consciente del silencio mientras todos en la sala se
quedaban mirándola. Ninguno de ellos le creía. La gente quería a los vinculados de
sangre para servirlos o protegerlos, pero nunca, jamás, querían escucharlos.
El obispo le dirigió una mirada de lástima.
|

—Lamento que te hicieran daño, mi hija. No me gustaría que te lastimaran. —Su


voz estaba llena de una gentil tristeza que haría a las damas llorar en sus pañuelos y
luego dejar dinero extra en los platos de recolección—. Es por eso que quiero que
vengas conmigo: de ese modo, puedes reconciliarte con Dios y encontrar la paz.
—Prefiero confesarme al diablo —dijo Rachelle.
—Ya basta —dijo el rey, sonando aburrido—. Mi querido obispo, no puedo darle
a Mademoiselle Brinon, porque ella estará ocupada cuidando a mi hijo más querido. —
Él miró a Rachelle—. ¿Entiendes tus órdenes?
Ella las entendía. No tenía ninguna intención de seguirlas. Sería difícil cazar a
Joyeuse, mientras los hombres del rey la estuvieran cazando por deserción. Pero no
podía permitirse el lujo de preocuparse por eso ahora.
Hoy obedecería al rey. Ya desaparecería esta noche.
—Como ordene su Majestad —dijo, inclinando la cabeza.
Traducido por âmenoire

Corregido por Giuu

E l corazón de Rachelle golpeaba en sus oídos. Era vagamente consciente


que una multitud se había reunido, murmurando y riendo, pero en este
momento nada importaba más que la extensión del dolor en su mejilla
justo donde un golpe había aterrizado.
A dos pasos de distancia, Justine Leblanc enseñaba sus dientes.
—¿Bien?
Ahora, pensó Rachelle, y se lanzó hacia delante en un patada exactamente de la
misma manera en que lo había hecho las últimas tres veces. Justine esquivó y bloqueó,
|

mientras Rachelle cambiaba de dirección, agarraba su hombro y las llevaba a ambas


hacia abajo.
Los próximos momentos fueron un borrón. Justine no era el tipo de peleadora
que se rendía cuando golpeaba el piso; se giró, pateó y estrelló sus codos contra
Rachelle con metódica eficiencia. No había tiempo para estrategias, sólo intuitivas
reacciones instantáneas…
Y entonces, Justine tuvo su brazo retorcido hacia atrás. Rachelle se sacudió y se
las arregló para salirse de su agarre, pero a medida que se liberaba, su brazo se salió de
su lugar con un chasquido y un abrazador destello de dolor estalló en su interior.
Rachelle jadeó, apenas ahogando el llanto.
Justine también jadeó. Siempre estaba preocupada de en realidad poder
lastimar a Rachelle.
Forzadamente, Rachelle rodó hacia su costado y estrelló una patada
directamente en el estómago de Justine. Luego colapsó sobre su espalda.
Por algunos momentos, ninguna de las dos se movió. El hombro de Rachelle
palpitaba con dolor, su brazo sólo hormigueaba, pero no podía moverlo. Miró hacia
arriba a las flores de lis doradas en el techo alto del salón de práctica y escuchó las
voces de las guardias que se habían reunido para observarlas pelear. Normalmente
odiaba ser un espectáculo para diversión de todos. Pero justo ahora, a pesar del
cansancio y el dolor en su hombro, la delirante canción de la pelea todavía resonaba en
sus venas. Incluso la idea del regreso del Devorador no se sentía tan terrible.
—¿Tregua? —ofreció Justine sin aliento.
—Tregua —dijo Rachelle.
—¿Quieres que…? —empezó Justine.
—Sólo hazlo —dijo Rachelle, y apretó sus dientes.
Con practicada facilidad, Justine se inclinó sobre ella, agarró su brazo y lo jaló de
regreso a su lugar. Rachelle se atragantó pero se las arregló para no hacer algún otro
sonido, lo que resultó mejor que la última vez.
Tomó un par de lentas respiraciones y se enderezó. Justine todavía estaba
agachada junto a ella. Incluso en el piso, era amenazante: era una mujer alta, casi un
metro ochenta, con grandes huesos y un rostro cuadrado de nariz grande que no
podían haber sido agradables incluso cuando era joven. Ahora tenía casi cuarenta y sus
trenzas oscuras ya mostraban algunas canas.
—Estás mejorando —dijo ella—. Pero todavía te vuelves descuidada cuando te
enojas.
|

—Aun así no te esperabas que te agarrara por los hombros —dijo Rachelle.
Justine sonrió ligeramente.
—¿El obispo ha hablado contigo?
Toda la alegría de la pelea se fue instantáneamente. Miró a Justine.
—¿Eres quien lo puso tras de mí?
Probablemente debería haberlo esperado. De todos los vinculados de sangre,
Justine era la única que tomaba el nombre Orden Real de Penitentes en serio: vivía en
un desván peor que el de Rachelle, vestía una camisa de crin todo el tiempo, y estaba
en la capilla sobre sus rodillas casi cada día. Naturalmente, tan pronto como el obispo
Guillaume apareció diciendo que estaba maldita, había exigido servirle. El rey había
cedido, dado que la gente estaba embelesada por su nuevo obispo y era más fácil
negarle sus peticiones si una vez ya había sido tratado con generosidad. Desde
entonces, el obispo había presumido su triunfo teniendo sólo a un vinculado de sangre
asistiéndolo en las ceremonias.
—Sí —dijo Justine tranquilamente—. ¿Prefieres a d’Anjou como tu guardián?
Rachelle se puso de pie, olvidándose de toda la gente observándolas.
—No es mi guardián. Y sí, lo prefiero a él. Al menos no es un mentiroso.
Excepto cuando estaba flirteando, pero Rachelle prefería ese tipo de mentiroso
cualquier día por encima de aquel que predicaba que todos los vinculados de sangre
deberían enfrentar un juicio, para luego ocultarlos de la justicia del rey.
Justine se puso de pie, su boca presionada en una línea firme.
—Damas —llamó Erec desde detrás de ella—. Espero que no estuvieran
pelando por mí.
Justine lo ignoró.
—Piensa en ello —le dijo a Rachelle, y salió de la habitación.
—Ni siquiera me miró —dijo Erec, su voz imitando tristeza—. ¿Me pregunto qué
he hecho para ofenderla?
—Respirar, creo —dijo Rachelle—. Pero también usar esa chaqueta. —La
prenda de terciopelo negro, cargado con bordado plateado, no era la cosa de peor
gusto que alguna vez le hubiera visto vestir a Erec, pero aun así era doloroso de mirar.
|

—Me desconcierta saber por qué no la odias tanto como a su amo —dijo Erec—
. ¿O eso ha cambiado?
Rachelle suspiró.
—No puedo odiarla cuando siempre está dispuesta a pelear.
Más importante aún, cuando la Noche Eterna regresara, Justine moriría
luchando contra los nacidos del bosque. Podría aceptar órdenes del obispo, pero nada
alguna vez la dentendría al tratar de proteger a la gente del Gran Bosque.
—Podrías pelear conmigo, sabes —dijo Erec.
Ella puso los ojos en blanco.
—¿Y escuchar tus epigramas sobre cada uno de mis errores? Creo que no.
A Justine no le importaba demostrar que era más elegante o lista que Rachelle.
En realidad, ni siquiera le importaba demostrar que era la mejor luchadora. Entendía
que a veces pelear de manera instintiva era la única manera de evitar los recuerdos.
—Bueno, no te apegues demasiado a ella. —Erec cubrió fácilmente con una
mano su hombro y la empujó por una de las puertas laterales hacia un patio
pavimentado—. Necesitamos hablar sobre tu cargo.
Por una maravillosa hora, Rachelle había olvidado que tenía un cargo. Al menos
no lo tendría después de esta noche, cuando desaparecería en la ciudad para su último
intento de encontrar a Joyeuse.
Justo ahora necesitaba pretender que se preocupaba por él.
—¿De qué se trata? —preguntó—. ¿Sabes quién envió a los asesinos?
—Oh, eso no es tan importante. Estoy seguro que fue otro de los posibles
herederos. Probablemente, Vincent Angevin; es lo suficientemente estúpido. —Erec
suspiró—. Es una pena que yo tenga toda la inteligencia en la familia.
—Difícilmente te gustaría si él fuera mejor que tú en algo —dijo Rachelle. Erec
era un hijo ilegítimo de la familia Angevin, y nunca perdía una oportunidad de
mencionar lo mucho que superaba a su primo segundo Vincent. Y a todo el resto de la
familia. Y al mundo entero.
—Es una pena para ellos, no sólo para mí. De cualquier manera, dudo que
Vincent sufrirá por esta escapada, dado que sabes lo mucho que le agrada a nuestro
rey.
—¿Te das cuenta —dijo Rachelle—, que la mayoría de estos problemas
desaparecirían si el rey simplemente nombrara a un heredero?
|

La muerte del único hijo legítimo del rey Auguste-Philippe lo había dejado sin un
claro sucesor. Varias generaciones de tratados peculiares y contratos de matrimonio
significaban que entre sus cinco sobrinos y primos más cercanos, ninguno era
inequívocamente el próximo en la línea. Y también estaba la costumbre de legitimar a
un bastardo como heredero… y el rey tenía ocho. No es necesario decir que todos los
posibles herederos estaban listos para cortarse las gargantas entre ellos. Los rumores
de la salud delicada del rey sólo habían empeorado el conflicto.
—Sí, pero eso implicaría admitir que no es inmortal. —La boca de Erec se
torció—. Lo que tengo que decirte es mucho más importante. Ya te habrás dado
cuenta, espero, que tu verdadera misión no es proteger a Armand Vareilles.
Rachelle no se había dado cuenta de tal cosa, pero estaba muy acostumbrada a
fingir que se mantenía al día con las ideas laberínticas de Erec.
—¿Quieres decir que nuestro rey nos mintió? Qué sorprendente.
—Tu misión es contenerlo —dijo Erec—. Alguien está fomentando una rebelión,
y ese alguien probablemente pronto intentará reclutar a Monsieur Vareilles, haciendo
que en cualquier momento pase de ser molesto a peligroso. Sabes que la gente peleará
por él.
Su pecho se apretó con frustración. El Devorador regresaría pronto, antes de
que termine el verano, cosa que posiblemente significaba hoy. Y aun así tenía que
quedarse ahí en el soleado patio, discutiendo sobre política con Erec y pretendiendo
que le importe, porque nadie creía en el Devorador y ella tenía que evitar ser arrestada
antes de encontrar a Joyeuse.
—¿Por qué no simplemente lanzas a ese alguien en los calabozos —preguntó—,
junto con todos los demás que no te agradan?
—Porque ese alguien es lo suficientemente bueno como para que todavía
estemos tratando de averiguar quién es.
—Bueno —dijo Rachelle—. Conozco a un hombre a quien le gustaría ver a toda
la corte arder. En esta vida y en la siguiente.
—Y la mayoría de nosotros amaríamos verlo arder a él en cambio —dijo Erec—.
Desafortunadamente, lastimar a un obispo también provocaría disturbios. A menos que
realmente tengamos pruebas de que ayuda a los vinculados de sangre prófugos. Y no
las tenemos. Así que, en lugar de liderar un asalto a la residencia del obispo, vas a
acompañar a Monsieur Vareilles al Château de Lune, donde no tendrá acceso al pueblo
todos los días y te asegurarás que permanezca siendo un accesorio de la corte hasta
que sea un chiste inofensivo.
|

—Me niego a pasar el resto de mi vida en el Château de Lune —dijo Rachelle.


—Mira el lado positivo —dijo Erec—. Dado que tendrás que de hecho asistir a
las funciones de la corte, verás mucho de mí.
Traducida por Mae

Corregido por ErenaCullen

E sa tarde, Armand dio una audiencia para que el pueblo de Rocamadour


pudiera postrarse a sus pies. Rachelle tenía órdenes de servir como su
escolta, ya sea porque el rey no quería correr riesgos o porque Erec
quería atormentarla, no estaba segura.
Fue tan horrible como había esperado.
Llevaron a cabo la audiencia en la gran plaza frente a la catedral. No había ni un
poco de sombra; el calor se reflejaba ardiente de los adoquines. Armand se sentaba en
un taburete plegable. A su izquierda estaba una bandera oriflama, así las personas no
olvidarían que su presencia era un regalo del rey. A su derecha estaba una pintura de la
|

Aurora, de modo que la gente no se olvidaría que era un santo. Fue horrible. La mayoría
de las pinturas mostraban a la Aurora resucitada, o al menos como una no-muy-
sangrienta cabeza cortada en los brazos de su madre llorando. Ésta mostraba el
revoltijo sangriento de extremidades en los que había sido cortado por los soldados del
Imperio.
Las moscas zumbaban como atraídas por la sangre pintada, pero Rachelle tenía
que permanecer quieta, alta y amenazante mientras una inmensa fila de personas se
arrastraban hacia delante para ver a Armand. Ellos bendijeron su nombre; querían que
él los bendijera a ellos. Le llevaron bebés, niños cojos y ancianas ciegas, y rogaron que
los sanaran. Trajeron rosarios y trataron de tocar sus muñecas, así tendrían reliquias
para protegerlos contra la oscuridad invasora.
La nobleza podría pretender que las reducidas horas de luz no eran más que una
aberración, pero la gente del pueblo lo sabía. Algunos de ellos habían traído torpes
pequeños tejidos de hilados para que Armand los toque: encantamientos que la falsa
esposa del bosque vende en el mercado. No protegerían a ninguna persona contra el
poder del Bosque, pero la gente de la ciudad no lo sabía. Y estaban desesperados.
Era por eso que se agolpaban para conocer a Armand. Esperaban que su
santidad los protegiera.
Y Armand utilizaba esa esperanza contra ellos. Entrecerró los ojos contra la luz
del sol y les dio una sonrisa que parecía valiente y burlona a la vez. Cuando una anciana
le pidió orar por su salud, porque seguramente Dios escucharía las oraciones de un
santo, sacudió la cabeza y dijo:
—No soy nada. Ciertamente no un santo. Pero voy a orar por ti. —La anciana
sollozó, y Rachelle sabía que acababa de decidir que era el santo más grande desde la
Madeleine.
Estaba jugando con ellos como un músico de la corte tocaba un violín. Y
Rachelle estaba ayudándolo. También lo mantenía bajo control para que así no pudiera
convertir su falso heroísmo en una corona, pero aun así lo estaba ayudando.
Esperaba que cuando cayera la Noche Eterna, el nacido del bosque lo cazara
primero.
La audiencia duró casi dos horas. Al final, Rachelle comenzó a sentirse mareada
por el calor. Armand no se veía mucho mejor. De modo que tan pronto como los
guardias comenzaron a empujar a la multitud, ella tiró de Armand por el cuello, lo
arrastró hasta la taberna más cercana, y exigió una habitación privada y una jarra de
cerveza a la vez.
|

Había momentos en los que ser uno de los vinculados de sangre del rey tenía sus
ventajas. Unos momentos más tarde, estaban en una tranquila habitación de arriba y
fuera de la luz solar.
Tan pronto como la puerta se cerró detrás de ellos, Armand dejó escapar un
suspiro. Luego, en dos movimientos rápidos y expertos, enganchó los pulgares de
metal debajo de sus puños y los levantó, dejando al descubierto las correas de cuero
que corrían por sus antebrazos enredándose alrededor de sus codos. Grandes hebillas
de metal las mantenían unidas en el centro; en unos momentos las había
desenganchado con los dientes y las manos cayeron al suelo. Por debajo, sus muñones
estaban cubiertos de dos pequeños calcetines de punto; los quitó con sus dientes.
Es evidente que no tenía la intención de ser la persona que recogiera las
manos. Con cansancio, Rachelle alcanzó la más cercana. Pero cuando sus dedos
tocaron el metal, se estremeció. La mano de plata estaba sorprendentemente caliente.
—Imagina mi sorpresa el primer día soleado que me las puse —dijo Armand.
Recordó el brillo cegador de la luz solar en sus manos de plata. En ese momento,
sólo había pensado en ello como una extravagancia más llamativa que mostraba su
hipocresía.
—Si duelen mucho —dijo—, no las uses.
Armand fue a por la jarra; el lazo de su mango era lo suficientemente amplio
para deslizar el muñón dentro. Rachelle observó fascinada mientras inclinaba el cántaro
para servirse una taza de cerveza, luego levantó la copa entre sus muñecas.
Había visto personas sin extremidades antes, pero todavía se sentía tonta
cuando sus ojos recorrieron la longitud de su brazo hacia… la nada.
Se le retorció el estómago. No creía su historia. No lo hacía. Pero en todas las
veces que lo había desestimado como un mentiroso, nunca había pensado en cómo,
cualquiera que fuera la verdad, había sufrido algo.
Él dejó la copa.
—Si no llevo las manos, luego querrán besar los muñones. Prefiero quemarme.
—Simplemente podrías no ofrecerte a orar —espetó Rachelle.
Su boca se torció.
—¿Crees que el rey permitirá que me detenga? Si no estuviera sentado junto a
su bandera todas las semanas, la gente podría empezar a imaginar que Su Majestad no
es del todo santo.
|

—Tal vez deberías haber pensado en eso antes de convertirte en un santo.


Él mostró sus dientes.
—¿De la forma en que pensastes las cosas antes de convertirte en una vinculada
de sangre?
Por un momento estaba de vuelta en la casa de tía Léonie, la sangre caliente y
pegajosa en sus manos, y se sintió mal, sucia y furiosa.
—No lo hagas —dijo Rachelle—, presumir al decirme lo que significa ser una
vinculada de sangre. Ni siquiera has conocido a un nacido del bosque.
Inclinó la cabeza.
—¿De verdad crees eso? —No se veía como alguien cuyo secreto era
amenazado. Parecía preocupado pero curioso.
—¿De verdad crees que soy tan tonta como para creerte?
Su boca se curvó hacia arriba.
—Fuiste tan tonta como para decirle que sí a un nacido del bosque.
La siguiente cosa que supo es que lo había golpeado contra la pared.
—No me provoques.
—¿Qué vas a hacer? —preguntó—. No me puedes matar, y me estoy quedando
sin extremidades para cortar.
—No tengo que matarte para hacer que lo lamentes —dijo Rachelle, y luego su
garganta se cerró al darse cuenta de lo que había dicho.
Su nacido del bosque tampoco había tenido que matar a la tía Léonie.
Lo soltó y retrocedió un paso. Sabía que no había sangre en el suelo, pero aun
así podía olerla. La cicatriz en su mano derecha le dolía.
Armand seguía mirándola. Tenía que ver cuán desequilibrada estaba, pero no se
burló de ella. En cambio, prosiguió, pensativo:
—Si puedes esperar hasta el Château de Lune, siempre puedes tener una
oportunidad en perderme por encima del sol, debajo de la luna. Aunque el rey y
d’Anjou podrían tener algo que decir al respecto.
Todo su cuerpo se desató con un blanco fuego frío.
—¿Qué dijiste?
|

—Bueno, todavía…
—“Por encima del sol, debajo de la luna”. ¿Por qué dijiste eso?
Él la miró como si estuviera balbuceando tonterías.
—Debido a que sería una manera de deshacerte de mí. Sólo que nadie cree
realmente en esa historia, por lo tanto, en realidad no te aconsejaría que lo menciones
después de ocultar mi cuerpo.
—¿Qué historia?
—La historia del príncipe Hugo y la puerta desaparecida —dijo—. ¿No la
conoces?
—Por supuesto que conozco la historia —dijo Rachelle—. Él encontró un
camino en el Bosque desde el Château que se lo comió, y es por eso que hay tantas
protecciones en el lugar.
Pero al parecer, esa protecciones no se extendían lo suficientemente en los
jardines del Château para evitar que Armand se encuentre con un nacido del
bosque. En realidad, era un mentiroso, así que probablemente era estúpido de su parte
escuchar cualquier cosa que dijera.
Él levantó las cejas.
—¿Esa es la forma en que lo cuentan de dónde vienes?
—Sí, Monsieur Con Mayor Educación, así es como lo cuentan. Ahora dime tu
versión.
—Bueno —dijo, arrastrando la palabra mientras le daba una mirada dudosa—,
hace mucho tiempo, el rey de Gévaudan tuvo un hijo llamado Hugo, que jamás estaba
contento a menos que tuviera aventuras. Pasó tanto tiempo vagando por el bosque
que su padre empezó a temer que se convirtiera en un vinculado de sangre. Finalmente
el rey le prohibió salir del Château de Lune durante un mes. Al principio el príncipe
Hugo estaba muy molesto, pero luego pareció contentarse. Y entonces empezó a
desaparecer durante varios días a la vez. El rey pensó que había roto la prohibición,
pero cuando cuestionó a su hijo, el príncipe Hugo se rio y dijo que había encontrado su
propio bosque dentro de las murallas del castillo. Dijo que había una puerta por encima
del sol y debajo de la luna que podía abrirse sólo con sus manos, y lo convertiría en el
mejor cazador que el mundo había conocido. Después de esa noche, nadie lo volvió a
ver.
—¿Encontraron a dónde había ido? —preguntó Rachelle.
|

—No —dijo Armand—. Pero al año siguiente, en la provincia de mi madre hacia


el oeste, es por eso que conozco la historia, encontraron un esqueleto con su anillo en
el dedo. Si era él, y cómo llegó hasta allí, nadie lo sabe.
Cuando Rachelle lo miró, él le devolvió la vista. Parecía más curioso que nada,
como si realmente no supiera por qué ella estaba tan interesada en una frase tan
simple.
Era demasiado conveniente. ¿En el momento en que fue asignada para vigilarlo,
el momento en que necesitaba a Joyeuse más que nada, él bamboleaba su esperanza
perdida frente a ella? Tenía que ser un truco.
Pero nadie entre los vinculados de sangre o en la corte la había oído preguntar a
la gente sobre la puerta; lo sabía, porque si alguien lo hacía, Erec lo habría descubierto
y se burlaría de ella. Armand no podía saber lo que significaba esta historia para ella.
Y en realidad parecía plausible. Nunca había estado en Château de Lune, el
palacio del país que estaba a treinta kilómetros a las afueras de Rocamadour. Pero
aunque ahora era un jardín resplandeciente de delicias para la nobleza, una vez había
sido un pabellón de caza del que los reyes de la antigüedad salían para destruir
engendros del bosque. Encantamientos antiguos protegían el lugar, pero no era
imposible que el Château también pudiera albergar una puerta oculta en el Bosque. Y
era lógico que tal puerta sólo se abriera a los miembros de la casa real, quienes habían
heredado el poder de Tyr contra el Gran Bosque.
No sonaba muy parecido a la puerta que la tía Léonie había descrito. Pero
incluso eso tenía algo de sentido. Supongamos que la puerta no se abriera
directamente al Bosque, sino que tenía algún tipo de… acceso. El poder del Bosque
escondería el poder de Joyeuse de la capacidad que tienen las esposas del bosque para
sentirla. Eso era exactamente lo que alguien escondiendo la espada del Loco Rey Louis
querría, porque él había usado a las esposas del bosque cautivas para cazar y destruir
los encantamientos y artefactos mágicos.
Era una suposición absurda, una pequeña posibilidad. Pero con el regreso del
Devorador tan cerca, cualquier posibilidad era digna de tomar.
—¿Por qué te importa? —preguntó Armand, algo cambió en su voz. Sonaba casi
sospechoso.
—Porque me gustan las historias de tontos que son comidos por el Gran Bosque
—dijo.
Necesitaba a alguien de la línea real para abrir la puerta. Pero cuanto menos le
dijera a Armand, menos posibilidades habría de que conspirara.
|

—Y de puertas misteriosas —dijo Armand.


Ella sonrió.
—Tal vez la encuentre y te arroje dentro.
Traducido por Selene1987 y BookLover;3

Corregido por ErenaCullen

L a tienda del boticario siempre hacía sentir a Rachelle como un gran


animal salvaje. Las paredes estaban cubiertas con estanterías y
armarios llenos de pequeños y brillantes botes. Pequeños botes de
hierbas secas colgaban de cintas y se balanceaban por la corriente. En todos lados
había pequeñas etiquetas blancas escritas con la letra minúscula de Madame Guignon.
A veces Rachelle sentía que todo se rompería si respiraba.
Si no encontraba a Joyeuse, se rompería antes de que acabara el año.
—Buenos días —dijo Madame Guignon, apenas sin levantar la vista de las
hierbas que estaba acumulando en pilas con movimientos suaves y seguros. Era una
|

mujer baja y demacrada, pero de alguna manera aún se las ingeniaba para parecer
como la torre de un castillo.
—Buenos días —dijo Rachelle—. ¿Está Amélie?
—Arriba. —Madame Guignon no la miró nuevamente mientras empezaba otra
pila de hierbas. Nunca le había prohibido venir a Rachelle, pero tampoco la había
alentado.
Cuando Rachelle llegó a lo alto de las escaleras y abrió la puerta, Amélie estaba
sentada en la mesa, con un pequeño bol. Entonces su cabeza se levantó. Era una chica
baja, de dieciocho años como Rachelle, con cabello castaño claro y una pequeña cara
huesuda que era hermosa cuando sonreía.
—¡Al fin! —Amélie se levantó de un salto, la abrazó, y le plantó dos besos en sus
mejillas—. Han pasado semanas. Estaba empezando a pensar que te habían comido.
Rachelle le dio una torpe palmada en la espalda. Se conocían desde hacía dos
años, pero aún le parecía mal que esa alegre y pura chica humana la aceptara tan
fácilmente.
—Siéntate —dijo Amélie, arrastrándola hacia una silla—. Llegas justo a tiempo.
Rachelle miró hacia el bol en el que Amélie había estado revolviendo. Estaba
lleno de una pasta blanca.
—¿Bismuto? —preguntó.
Amélie hizo una mueca.
—Con tiza mezclada. Es muy caro de otra manera, para practicar. Sólo un
momento, y traeré mis otras brochas. —Se giró entonces.
El estómago de Rachelle se encogió.
—¿Ahora? Yo no…
—No estás en medio de una caza, ¿no? ¿El rey no te ha enviado a una búsqueda
desesperada? Entonces puedes sentarte aquí durante diez minutos y dejar que
practique pintándote la cara. —Con un escándalo, Amélie puso en la mesa una bandeja
llena de brochas y varios tarros. Colocó la cabeza de Rachelle hacia atrás y ajustó el
ángulo—. Ahí. No te muevas.
Hace dos años, Rachelle había salvado a Amélie del engendro del bosque que
asesinó a su padre. Otra chica se hubiera considerado en deuda y lo habría pagado
|

tiempo atrás. Amélie simplemente había decidido que serían amigas, y seguía
insistiendo en ello sin importar lo que cualquiera dijera.
Cada vez que Rachelle la visitaba, siempre pensaba: no debes regresar. Parecía
una traición dejar que alguien tan inocente le agradara. Y probablemente sería la ruina
de Amélie algún día; por la manera en que la gente se estaba volviendo en contra de los
vinculados de sangre, cualquiera que fuera amiga de ellos estaría en problemas muy
pronto. Pero nunca había podido mantenerse al margen, debido a lo que Amélie estaba
haciendo ahora. Deslizó tres dedos en la frente de Rachelle para mantenerla firme,
mordiéndose el labio, y empezó a extender pintura blanca por su cara con golpes
dulces y seguros.
Nadie tocaba a Rachelle así. No desde que se había convertido en una vinculada
de sangre. Nadie la tocaba sin intentar luchar contra ella, seducirla o llevarla a algún
lado. Nadie excepto Amélie.
Jamás la volveré a ver de nuevo, pensó.
Si encontraba a Joyeuse, lucharía contra el Devorador cuando regresara, y no
parecía muy probable que sobreviviera a matar a su maestro. Si no podía encontrarla…
Aun así, lucharía. Y sin duda moriría.
—Mira al techo —dijo Amélie, y la brocha hizo cosquillas bajo los ojos de
Rachelle.
Amélie también moriría. Si el sol y las estrellas desaparecían, si los nacidos del
bosque cazaban a los hombres por los bosques como los zorros cazaban conejos…
Amélie jamás perdería su dulzura lo suficientemente rápido para convertirse en alguien
que pudiera sobrevivir en ese mundo.
Así que Rachel no podía fallar.
—Me voy al Château de Lune en tres días —dijo.
—Qué suerte —suspiró Amélie.
—No voy allí para bailar en las fiestas —dijo Rachelle—. Voy como
guardaespaldas.
—¿De quién? —preguntó Amélie. Su lengua sobresalía de entre sus labios como
siempre hacía cuando pintaba un trozo difícil en la cara de Rachelle.
Rachelle se encogió de hombros, avergonzada por razones que no podía
entender.
—Armand Vareilles —murmuró.
|

La brocha de Amélie dejó de moverse. Se quedó mirándola un momento,


entonces dejó salir una especie de risa.
—¿Qué? —exigió Rachelle.
Amélie puso los ojos en blanco.
—Vas a cuidar a un mártir viviente. Y dices: “Oh, Armand Vareilles” como si
fuera la colada de la semana pasada.
—Preferiría cuidar la colada —farfulló Rachelle.
La frente de Amélie se arrugó ligeramente.
—¿Por qué?
Es un fraude arrogante, casi dijo Rachelle, pero no sabía lo que Amélie pensaba
de Armand Vareilles. Nunca habían hablado de él, o del obispo Guillaume, o de la
inquietud de la ciudad, ni de nada que tuviera que ver con que Rachelle fuera una
vinculada de sangre.
—Cada vez que doy la vuelta, hay gente arrodillándose a sus pies —dijo
finalmente—. Es muy inconveniente.
Con otro ataque de vergüenza, recordó la cara de Armand cuando dijo: preferiría
quemarme.
—Hmm —dijo Amélie, inclinándose hacia delante nuevamente. Su brocha dio
pequeños toques suaves sobre la cara de Rachelle. Entonces se enderezó y la estudió,
frunciendo sus labios—. Terminado —dijo finalmente.
—De todas maneras —dijo Rachelle—, no sé cuándo te veré de nuevo, así
que…
—Iré contigo —dijo Amélie.
—¿Qué? —Rachelle se quedó mirándola.
—Iré contigo —repitió y sonrió—. No podrás mirarte en el espejo hasta que
digas que sí.
—No me importa el espejo —dijo Rachelle—. ¿Pero qué crees que harás en el
Château? No eres guardaespaldas.
—Y tú sí, pero sabes que aun así tendrás que bailar —dijo Amélie—. O al menos
quedarte en una esquina en una de esas grandes fiestas, y eso significa que tendrás que
|

llevar un vestido bonito, y sabes que te verás ridícula si no tienes a alguien que te
ponga el maquillaje y lo haga bien, y no podrías contratar a alguien bueno aún si tu vida
dependiera de ello, así que yo, porque soy tu amiga fiel, te ayudaré.
Cruzó los brazos y asintió. Rachelle estaba a punto de decirle que ningún
guardaespaldas que quisiera ser efectivo llevaría jamás un gran vestido, pero entonces
se dio cuenta que había un borde de nerviosismo en la sonrisa de Amélie. Y no podía
soportar la idea de destruirla.
—Está bien, probablemente tenga que bailar —dijo, y se dio cuenta que era
cierto. Erec lo encontraría muy gracioso, así que haría que ocurriera—. Pero no tienes
que venir a ayudar.
Quería a Amélie allí con ella. En ese instante se dio cuenta de lo mucho que
quería pasar sus últimos días con la única persona que la miraba con un afecto simple,
sin exigencias. Pero podrían ser los últimos días de todo el mundo con luz solar. Si
Rachelle fracasaba, Amélie moriría sola, lejos de su madre y rodeada de desconocidos.
Rachelle quizás la vería morir.
No podía permitírselo.
—Quiero hacerlo —dijo Amélie dulcemente, su sonrisa desapareciendo
lentamente—. Es mi única oportunidad. Para hacer… esto —señaló la cara de
Rachelle—, y que alguien lo vea. —Su voz se alzó todavía más—. Mi madre podría
darme permiso una semana o dos, pero no… no más. Ya sabes.
Rachelle lo sabía. Por eso Amélie nunca había practicado maquillar a nadie
excepto a Rachelle: porque después de que su marido muriera, Madame Guignon se
había hecho cargo del negocio de hacer medicinas como si estuviera destinada a salvar
a todas las personas enfermas del mundo, aunque no hubiera salvación ni para la mitad
de ellos, y Amélie se había propuesto ayudar a su madre, aunque la meta de su madre
nunca se cumpliera.
Hace dos días, darle a Amélie esta oportunidad hubiera sido todo lo que
Rachelle quería en este mundo.
—No puedo dejar que lo hagas —dijo—. Es demasiado peligroso.
Amélie ladeó la cabeza.
—¿Por qué? —preguntó—. ¿Qué esperas? ¿Un golpe de Estado? ¿Una rebelión?
—No si depende de mí, pero…
—¿Hambruna? ¿Una plaga? ¿Rayos del cielo? —Amélie se echó hacia delante—.
¿O engendros del bosque salvajes en la calle? Porque podría recordarte que, el Château
de Lune es el único lugar donde eso no ocurre.
|

Las manos de Rachelle golpearon la mesa.


—No puedo decírtelo, no importa, sólo necesitas estar a salvo.
Amélie se echó hacia atrás en su silla, con los ojos abiertos y sorprendidos.
Probablemente se estaba preguntando por qué su amiga se había enfadado. Rachelle
deseó no haber ido.
—Estás preocupada de verdad, ¿no? —dijo Amélie—. Eso significa que es serio.
Pero no vas a contarme por qué.
—No —susurró Rachelle.
—Bueno, no puedo dejar que vayas sola al peligro —dijo Amélie.
—Estoy en peligro todo el tiempo —dijo Rachelle.
—Yo también estoy en peligro todo el tiempo, y cada día es peor. —La voz de
Amélie bajó—. Sabes que la luz está muriendo. Mi madre no lo va a admitir. Pero tú lo
sabes.
La mirada que le dio a Rachelle era de preocupación y solemnidad, y Rachelle
hubiera dado lo que fuera para eliminarla de su cara. Pero no había manera de cambiar
lo que le estaba pasando al mundo, y ahora que había fracasado en proteger a Amélie
del conocimiento, tampoco había manera de cambiar eso.
—No entiendo qué está ocurriendo con la oscuridad —dijo Amélie—. Pero no
quiero dejar que vayas sola. Y quiero aprovechar esta oportunidad, sin importar lo que
pase después. Por favor.
Si Amélie estaba a su lado, entonces Rachelle podría protegerla. Eso no era muy
egoísta, ¿cierto? Y podría enviarla de vuelta en unas semanas, antes del solsticio. Era
muy poco probable que el Devorador regresara antes de eso.
—Está bien —dijo—. Iremos juntas.
La sonrisa de Amélie fue tan brillante y hermosa como el sol.
—Entonces, puedes ver tu cara —dijo, y le enseñó el pequeño espejo de mano.
Una dama le devolvía la mirada a Rachelle.
Tenía el cabello negro de Rachelle, un poco desordenado por el viento, sus ojos
oscuros, su cara pequeña. Pero esta dama no tenía pecas; tenía la piel pálida, impecable
de solo un tono más claro de lo que podría, posiblemente, ser natural. Sus mejillas
|

sonrojadas en dos triángulos perfectos, y sus labios brillaban de carmín. Un pequeño,


hermoso y redondo lunar negro se asentaba debajo de su ojo izquierdo.
Lucía como una del centenar de las otras damas que Rachelle había visto en la
corte. Y aunque Rachelle siempre había encontrado tontas las modas de la corte, por
un momento deseó que la ilusión fuera real, que en realidad fuera posible para ella
pintarse un rostro nuevo y convertirse en una persona diferente.
—Es hermoso —dijo.
De ninguna manera, alguna vez, podría escapar de sí misma y convertirse en la
encantadora chica inocente en el espejo. Pero eso era lo mejor. Porque las
encantadoras chicas inocentes jamás podrían esperar luchar contra el Devorador.
Rachelle iba a luchar y ganar.
Aun cuando era una niña pequeña, viviendo en el bosque del norte, Rachelle
había oído hablar del Château de Lune. Todo el mundo lo hacía. Era la gloria de
Gévaudan: un resplandeciente y elegante país de las maravillas. Y cuando el carruaje
finalmente se acercó, Rachelle vio que era tan encantador justo como las historias
habían prometido. El Château en sí mismo era un vasto edificio sinuoso de piedra clara,
con brillantes ventanas de cristal y oro. Por casi tres metros y medio a la redonda,
estaba rodeado por jardines impecablemente ordenados: fuentes, césped, rosales, y
largas filas de árboles idénticamente podados.
Pero cuando el carruaje finalmente se detuvo en el ancho patio de grava dentro
de la puerta principal, cuando Rachelle salió y respiró el dulce aire cálido sin el menor
rastro del olor de la ciudad, tan encantador como era, todo en lo que pudo pensar era
en encontrar la puerta.
Por encima del sol, debajo de la luna.
—Hermoso, ¿no? —dijo Erec.
—Sí —dijo Rachelle—. Hermoso.
El hilo carmesí se extendió desde su dedo y avanzó en el suelo, hasta que se
perdía entre los pies de los criados y cortesanos que esperaban para saludar al rey.
Como una grieta del otro lado de una superficie de una perfecta pintura.
|

—Casi tan encantador como la última vez —dijo Armand, examinando la


muchedumbre de seda, pelucas y sombreros emplumados. Alguien se presentaba al rey
con un mono llevando un vestido de encaje.
La última vez que él estuvo allí, había aclamado conocer a un nacido del bosque,
y que definitivamente había perdido sus manos. Rachelle lo miró fijamente. Parecía
estar entrecerrando un poco los ojos por la brillante luz del sol; no podía leer la
expresión en su cara. Entonces Erec puso una mano en su hombro, y aunque su cara no
cambió, vio a Armand estremecerse.
—Esperemos que esta visita sea incluso mejor —dijo Erec—. Monsieur,
Mademoiselle, vengan conmigo. Les mostraré sus habitaciones yo mismo.
Armand enderezó sus hombros y marchó detrás de él.
El interior del Château era otro mundo. Pasillos extensos. Escaleras de mármol
con estampados. Estatuas en las alcobas. Espejos que brillaban en una pieza del piso al
techo. Y por todas partes, oro y plata pintados y moldeados a través de las paredes,
techos y puertas, en patrones de pájaros, flores, caballos, frutas y mujeres desnudas…
pero sobretodo, en los patrones del sol y la luna. En los espejos, los techos, las
estatuas, los pisos.
Todo estaba por encima del sol. Todo estaba debajo de la luna.
El Château entero se estaba burlando de ella.
La habitación de Armand estaba en el ala real, no lejos del rey… “Un honor que
ningún bastardo ha recibido aún”, dijo Erec, y vino equipado no sólo con sillas
acolchadas de seda y espejos con marcos dorados sino también con dos ayudantes sin
expresión alguna de regalo que se apresuraron hacia él y comenzaron a exclamar sobre
el estado de la ropa de Armand, aunque Rachelle no podía ver nada mal en ellas
además de algunas arrugas por estar entado en un carruaje todo el dia.
La mano de Erec se apretó contra la parte baja de su espalda.
—Por este camino —dijo suavemente, empujándola hacia la puerta que
conducía más adentro en la habitación.
—Pensé que se suponía que tenía que protegerlo —dijo Rachelle.
—Lo harás, pero sus ayudantes responden ante mí y pueden mantenerlo fuera
de problemas durante los cinco minutos que me tomarán mostrarte tu habitación.
¿Así que Armand podía quedarse solo en su habitación a veces? Rachelle estaría
feliz de usar esa excusa para escaparse y buscar en el Château tan a menudo como
fuera posible.
|

—¿Me voy a quedar en su habitación? —preguntó.


—No exactamente. Por aquí.
El dormitorio se encontraba dominado por una inmensa cama dorada de dosel.
Haciendo caso omiso de la entrada al estudio en el extremo opuesto de la habitación,
Erec hizo a un lado las cortinas para revelar una puerta estrecha.
—La razón por la que él recibió esta suite —dijo—, es para que él no pueda
tener secretos para ti.
Al otro lado de la puerta había otro dormitorio, éste decorado en azul claro y
plata. Pero Rachelle apenas notó el lujo, porque la puerta del fondo estaba abierta, y a
través de ella podía ver a Amélie arrodillada en el vestuario en medio de un océano de
seda y encaje.
Amélie levantó la vista.
—¡Estás aquí! —exclamó, y saltó para tomar a Rachelle por los hombros y besar
sus mejillas.
—Sí —dijo Rachelle. La cálida y reconfortante presión de las manos de Amélie
en sus hombros casi la dejó sin aliento. Entonces miró alrededor de la habitación. Varias
maletas se encontraban abiertas en el piso, y su contenido había estallado a través de
la habitación en enormes olas de brillante tela multicolor.
—¿De dónde vino todo esto? —preguntó.
—Hay una o dos cosas que están más allá de mi poder —dijo Erec—, pero
conseguir vestidos de mujeres no es una de ellas. Vas a ser la mujer más hermosa en la
corte esta noche.
Rachelle puso sus ojos en blanco.
—Guarda los halagos para alguien que esté enamorada de ti.
—Muy bien. —Se inclinó y suspiró en su oído—: Serás la mujer más querida y
más terrible.
Por un momento, casi sintió el viento del Gran Bosque en su cabello.
—Ese no es un cumplido —dijo en voz baja.
—Al menos es perfectamente cierto. —Besó su mejilla—. Ahora, tengo deberes
que atender. Recuerda, tú y tu carga estarán en la recepción esta noche.
Entonces se fue. Rachelle aún podía sentir la presión de sus labios contra su
|

mejilla. Se obligó a mirar a Amélie, quien ahora la había visto ser besada y halagada por
el más famoso e incorregible de todos los vinculados de sangre.
Amélie frunció sus labios.
—Así que ese es Monsieur d’Anjou. Pensé que sería más lindo. —Habló con la
misma un poco remilgosa, un poco divertida voz que utilizaba para describir a los
clientes más problemáticos de su madre. Como si nada hubiera cambiado.
Rachelle rio temblorosamente y dijo—: Deberías decirle eso. Podría ser la
primera vez que lo escucha. —Contempló el caos de vestidos—. ¿Tienes alguna idea de
cómo se supone que me ponga esto?
—No lo haces —dijo Amélie—. Tú sólo te quedas quieta y me dejas ponértelo.
—¿Sabes cómo hacerlo?
Amélie hizo una mueca.
—Más o menos. Debe haber una camarera que nos ayude, así que estoy segura
que haremos que funcione. —Hizo una pausa, y después dijo—: Así que, ¿Monsieur
Vareilles está aquí?
Rachelle suspiró.
—En el dormitorio de al lado.
—¿Todavía no te agrada? —La voz de Amélie fue suave; no miraba del todo a
Rachelle, como si supiera que ésta pregunta podría ser difícil.
—Nunca dije… —comenzó Rachelle.
—Que no te gusta. —Amélie recogió un vestido y lo sacudió. Su voz era
tranquila y realista—. No estoy enojada. Sólo me pregunto por qué.
Había cientos de razones, y solamente una era la que realmente importaba:
Armand había hecho que el día más terrible de su vida se convierta en una broma. Que
el nacido del bosque en realidad nunca había podido amenazarla, porque había habido
alguna otra salida. Que si ella hubiera sido lo suficientemente inteligente, lo bastante
valiente o lo bastante santa, podría haber desafiado al Gran Bosque por sí misma y
habría sobrevivido.
Rachelle no se hacía ilusiones. Había elegido mal. Pero sabía más allá de toda
duda que había habido solamente dos opciones.
Jamás podría decirle eso a Amélie. Porque Amélie nunca había dicho, ni una vez,
absolutamente nada sobre lo que había hecho Rachelle. Nunca la había mirado como si
|

fuera algo malvado o inhumano. Desde la noche que se conocieron, Amélie había
estado trabajando duro para pretender, como un hábil engaño que había sido pintado
con un pincel, que Rachelle no era más que otra chica que merecía estar viva.
—Él quiere que todos sepan que es un santo —dijo Rachelle finalmente.
—Hmm. —Amélie empezó a doblar el vestido—. Bueno, dicen que tiene razón.
Rachelle resopló.
—Hay un montón de mendigos sin manos que no tienen ni siquiera unas de
plata para sustituirlas, pero nadie los llama santos.
—El obispo Guillaume dice que muchos mendigos son más santos que un abad,
y debemos esforzarnos para ver la Aurora en los desafortunados —dijo Amélie
piadosamente. Rachelle nunca había sido capaz de descifrar si era sarcástica o sincera
cuando utilizaba esa voz, pero siempre se había reído de todos modos.
Esta vez no rio. Su cuerpo se había enfriado. No pudo evitar decir—: No sabía
que te gustaban sus sermones.
Amélie se quedó inmóvil. Después de un momento dijo en voz baja—: No me
gustan todos sus sermones. Pero a veces habla amablemente. Y ha hecho cosas
maravillosas por el hospital. Lo he visto… —Hizo una breve pausa—. Él no tiene miedo
de los enfermos, como algunas personas lo están.
Porque no le tiene miedo a nada, deseó gritarle Rachelle. Ni siquiera tiene miedo a
que Dios lo juzgue por usar sus sermones para ganar poder.
Pero Amélie podría no creerle. Si Rachelle trataba de hacer que escogiera en
quién confiar, ella o el obispo, no quería saber lo que haría Amélie.
No tenía derecho a pedir más. Amélie estúpidamente había elegido confiar en
Rachelle; no podía quejarse si confiaba en el obispo como una tonta.
|
En las más oscuras sombras del bosque se encuentra una casa.
Sí. Aunque el sol cabalga alto en el mundo exterior, en el corazón del Gran Bosque,
esa casa permanece en calma. Está tallada en madera de la manera más hábil; desde cada
poste y dintel salta una profusión de hojas, flores, lobos, aves y pequeños hombres
retorcidos. Y bocas. Y dientes.
Las paredes están selladas con sangre. El techo está cubierto de huesos.
Dentro de esa sangrienta casa vivía la Vieja Madre Hambre, la primera y más vieja
de todos los nacidos del bosque. Sus dedos eran delgados y blancos como el hueso; tenía
el cabello largo y oscuro como la noche. Ella había bailado ante el Devorador cuando no
era más que una chica humana, y lo deleitó tanto que la adoptó como suya. Ella le había
ayudado a tragarse el sol y la luna, y así traer a todo el mundo a la oscuridad. Y ahora era
su función formar a los hijos de los hombres que se convertirían en nacidos del bosque, y a
aquellos que se convertirían en recipientes vivientes del Devorador.
Si Tyr iba a convertirse en un recipiente apropiado para el Devorador, un puente
entre esa vasta hambre negra y el mundo, entonces debía olvidar su nombre. Así que lo
colocaron en el sótano más profundo de la casa, dentro de una pequeña jaula de hueso, y
le dijeron que él estaba muerto. Cada vez que le llevaban comida, antes de que pudiera
comer, primero debía cantarles una canción:
|

“Mi madre, me mató.


Mi padre, me comió.
Una vez tuve un nombre,
Pero ahora quién soy yo”.

Si Zisa iba a convertirse en una verdadera nacida del bosque, debía destruir el
corazón humano en su interior. Así que ella era la única que le llevaría su comida y le
exigiría la canción. Pero cada vez que la Vieja Madre Hambre dormía, Zisa se escabullía al
sótano de nuevo, y en la oscuridad le susurraba que su nombre era Tyr y que ella era su
hermana.
El espíritu de Tyr vagaba lejos en la oscuridad y el sueño, y durante mucho tiempo
no quiso hablar, sin embargo, Zisa le imploró. Ella estudió las artes de los nacidos del
bosque, hasta que un día se arrastró hasta el sótano de Tyr y le cantó una canción que
comandaba sueños, y Tyr volvió su rostro hacia ella, aunque sus ojos permanecieron
cerrados.
—Hermano, ¿qué te mantiene dormido? —preguntó ella.
—Hermana, estoy soñando con el Devorador. Él es un lobo, y me roe hasta que no
queda nada más que huesos. Y eso es bueno —respondió.
—¿Cómo puede ser bueno? —preguntó Zisa.
—Sólo los restos del lobo pueden matar al lobo —susurró Tyr.
La próxima vez que Zisa le llevó a Tyr su comida, él le cantó a ella:

“Mi hermana, me mató.


Mi amo, me comió.
No soy más que los restos,
Y así deberé matarlo yo”.

Zisa se estiró a través de los barrotes de la jaula y envolvió sus manos alrededor de
|

las de él.
—No va a llegar a eso —dijo.
Traducido por Jo

Corregido por ErenaCullen

R achelle logró escabullirse esa tarde para buscar la puerta, pero no


encontró nada. Todo lo que ganó en su búsqueda fueron un montón
de miradas curiosas de la desbordante multitud, y la preocupada
rabia de Amélie cuando volvió a su habitación muy tarde para ser vestida para la
recepción de la noche.
—No soy una invitada —protestó Rachelle.
—Lo vas a ser una vez que termine de vestirte —murmuró Amélie.
La recepción iba a ser en el Salón du Mars: una habitación amplia, abovedada, y
|

de forma hexagonal que era considerada una de las maravillas del Château de Lune.
Personalmente, Rachelle no podía ver el atractivo. Primero, no tenía soles o lunas en
ninguna parte, lo que le hacía inútil para ella. Y segundo, se veía como si alguien
hubiera vomitado arte en todas las superficies disponibles. Las seis paredes estaban
prácticamente cubiertas con pinturas de marco dorado de todas formas y tamaño. El
techo era sólo un mural, pero era todo un desastre retorcido de tela ondulada y
extremidades enredadas que no podía descifrar qué representaban. Alrededor de los
bordes de la habitación se alternaban estatuas de mármol blanco y negro, todas ellas
contorsionadas en poses febrilmente apasionadas.
Agrégale a eso seis mesas de tortas, helados y tazones de ponche, un grupo de
siete músicos tocando violín, trescientas velas, y quién sabe cuántos cortesanos, y el
resultado era un salón que hacía que Rachelle se sintiera como si estuviera siendo
golpeada en la cara tan sólo al mirarlo.
No ayudaba que Armand hubiera entrado a la habitación con el rey, lo que
significaba que Rachelle entró un paso detrás de ellos, justo en medio de toda esa
variedad. La habitación se quedó quieta y silenciosa por la entrada del rey; la masa de
personas se vino abajo en reverencias y saludos para luego levantarse otra vez, como
una ola moviéndose y fluyendo. El bajo rugido de las conversaciones regresó.
Instantáneamente, fueron rodeados por una exquisita multitud de personas —
manando seda y encaje, polvos y joyas— quienes debían hablar con el rey o Armand.
De acuerdo a un conjunto de precisas y secretas reglas, cada uno de ellos dio una
reverencia, o besó una mano, o recibió un beso en la mejilla.
Luego veían a Rachelle, a veces una rápida y encubierta mirada, a veces una
mirada abiertamente nerviosa. Pero no intentaron hablarle, tal vez porque estaba en
sus ropas normales de patrullera. No estaba aquí para pretender pertenecer a la
brillante multitud.
Estaba allí para encontrar a Joyeuse. Pero después de algunas miradas
cuidadosas, Rachelle estaba bastante segura que no había soles o lunas en ninguna
parte de las decoraciones. Lo que significaba que las próximas horas serían un tonto
malgasto de su tiempo, y ni siquiera sabía cuánto tiempo le quedaba.
Luego una mujer habló desde atrás de Rachelle.
—Buenas noches, Armand. ¿Quién es tu alegre amiga?
Rachelle se giró y vio una joven mujer casi incolora. Su piel tenía un empolvado
muy palido, sus rizos eran de un apagado color linaza, y su vestido era de pura seda
blanca. Tiras de perlas rodeaban su bajo escote, reunían las infladas mangas justo
debajo de sus codos, y recorrían en fila el centro de su corpiño. El único lugar de color
era un simple y grande rubí que colgaba de su cuello. Su rostro era delgado, plano y
|

estaba lejos de ser bello.


La sonrisa de Armand se curvó y fue mucho más real que cualquier cosa que
Rachelle hubiera visto en su rostro antes.
—Madmoiselle Brinon, le presento a la Fontaine, mi prima segunda y ya toda
una famosa poeta, fabulista y anfitriona. Tiene un nombre real pero no nos molestamos
en usarlo. Mi querida Fontaine, esta es Rachelle Brinon, la más excelente vinculada de
sangre del rey y mi guardaespaldas.
—Estoy encantada. —La Fontaine inclinó su cabeza—. Pero eres demasiado
frío, llamándome sólo tu prima segunda cuando prácticamente soy tu madre. —Sus
dedos rozaron el rubí en su cuello—. Ya que Su Majestad ha sido tan amable.
Ella sonrió mientras Armand se ponía rojo. Rachelle se quedó perpleja por un
momento, y luego recordó que un solo rubí era el regalo que los nobles les daban a sus
amantes. Esta joven mujer debe ser la más nueva en la lista de favoritas del rey
Auguste-Philippe.
—Jugaba contigo cuando ambos teníamos cuatro años —dijo Armand con
meticulosa calma—. No voy a llamarte “madre”.
—Lástima. Sólo tendrás que venir a mi salón y llamarme “diosa” en vez de eso.
La famosa Tollesande es de nuevo mi empleada, así que tendremos sus tortas. —La
Fontaine le dio a Armand una mirada severa—. Te advierto, haré que comas cinco. Te
has vuelto muy delgado.
Eso, extrañamente, hizo que sus hombros se tensaran.
—No te molestes.
—Deberías venir conmigo y comer algo ahora mismo —dijo la Fontaine.
—No tengo hambre.
—No almorzaste tampoco —dijo Rachelle, de pronto recordando el viaje en
carruaje al palacio.
—Tal vez estoy en ayuno por el bien de mi alma.
—Pensé que ya eras perfecto.
—Nadie es perfecto —dijo la Fontaine—. Monsieur Vareilles, por ejemplo,
todavía no me ha pedido bailar. Así que tendré que rogar. Mi querido hijito, ¿bailas
conmigo?
|

—Si prometes nunca decirme así de nuevo —dijo Armand—, haré cualquier
cosa que quieras.
La Fontaine suspiró mientras tomaba su mano de metal.
—Desafortunadamente, no puedo decir mentiras.
Lo atrajo al centro del salón, donde parejas de bailarines se movían unos entre
otros en majestuosas filas.
—Me sorprende que el santo pueda realmente bailar—dijo Erec detrás de ella.
Rachelle se estremeció. Normalmente Erec no era capaz de acercársele
sorpresivamente de esa forma.
—¿Y dónde has estado? —preguntó ella, dándose la vuelta.
—Haciéndome sentir bienvenido. —Levantó su copa hacia ella—. Pero, ¿dónde
estabas tú esta tarde?
El corazón de Rachelle palpitó fuerte, pero habló tranquilamente.
—Conociendo la extensión del Château.
—Creo que para ser el guardaespaldas de un santo necesitas tácticas diferentes
que cazar en solitario —dijo Erec, y a pesar de que su voz era en tono de broma, la
mirada que le dio no lo era.
—Creí que dijiste que sus ayudantes podían vigilarlo —dijo Rachelle.
Erec se encogió de hombros y se relajó.
—Oh, pueden. Y entre tú y yo, no creo que nos vaya a dar muchos problemas.
—Sonrió para sí—. Pero si el rey escucha que te has alejado de su hijo, se podría enojar.
Rachelle asintió, esperando que su furia no se mostrara en su rostro. Así que
tendría que buscar de noche. Podía hacer eso. Si tenía que hacerlo, no dormiría hasta
que hubiera encontrado a Joyeuse.
—Yo, por el otro lado, me enojaré si no te vistes mejor para el siguiente evento.
—Erec la miró de pies a cabeza—. ¿Qué te poseyó para entrar en la habitación con ese
disfraz?
—Quería llevar todos mis cuchillos —dijo Rachelle.
—Querida, te prometo que las conversaciones no son tan cortantes.
—Me trajiste para ser un guardaespaldas —dijo Rachelle—. Y me niego a luchar
con alguien mientras uso un vestido elegante.
|

—Pero no tendrás que hacerlo. Estaré aquí para salvarte.


—Sí, si no estás demasiado ocupado coqueteando.
—Estoy coqueteando justo ahora. —En un segundo tenía un cuchillo en su
mano; con un movimiento rápido, lo lanzó a través de la habitación para enterrárselo a
la manzana que estaba en la cima de una pirámide de frutas—. Y aun así soy bastante
capaz, como puedes ver.
Rachelle le sonrió ampliamente y alcanzó uno de sus cuchillos de la muñeca. Un
momento después estaba balanceándose en la manzana junto al suyo.
—Yo también —dijo ella.
La manzana se balanceó por última vez y la pirámide de fruta colapsó.
Manzanas, peras y naranjas saltaron por el suelo; una mujer chilló cuando dos
manzanas rodaron por debajo de su dobladillo, y otra dijo algo que puso a todas las
personas cercanas a reír nerviosamente. Varios sirvientes de aspecto preocupado
llegaron a la mesa y comenzaron a recoger las frutas.
Erec rio y se acercó a recuperar sus cuchillos.
—Por eso, te ganas un baile —dijo cuando volvió, estirando una mano.
Rachelle puso sus ojos en blanco, pero recordó la cómoda felicidad cuando
habían bailado la otra noche, y dejó que la llevara entre las parejas bailando. Al principio
todo lo que podía hacer era observarlo y mirar a las otras mujeres en el baile,
intentando mantener el paso y no tropezar. Era un baile más señorial y más apacible
que al que la había arrastrado en el patio. En vez de giros sin fin, él tomó solo una de
sus manos mientras se movían en un patrón de pasos, salto-salto, reverencia; paso,
salto-salto, giro. Pero hasta con solo una mano, Erec podía guiarla, y la gracia de los
vinculados de sangre se encargaba del resto. En unos pocos minutos, podía moverse
con los pasos sin pensar.
—Tu carga parece estar pasándolo bien, a pesar de su inmolación —dijo Erec.
Cerca del centro del salón, Armand estaba bailando con la Fontaine.
—No creo que cuente como inmolación cuando estás vestido en ropas de la
corte y bailando con damas —dijo Rachelle—. O cuando nunca has conocido a un
nacido del bosque.
—¿Crees que no lo ha hecho? —preguntó Erec.
Recordó los pálidos muñones desnudos de los brazos de Armand, y la manera
en que la había mirado fijamente. No parecía alguien que alguna vez se hubiera
|

enfrentado al miedo.
Pero no podía haberse enfrentado a un nacido del bosque.
—Sé que no lo ha hecho —dijo Rachelle—. También lo sabes. Lo que el Bosque
demanda, no lo deja ir. Si hubiera sido marcado, y si se hubiera negado a matar, la
marca lo habría asesinado en su lugar. Así es como funciona.
—Un mundo sin fin, amén —dijo Erec—. Y sin embargo aquí está, y bailando.
—Porque perdió sus manos y no quería compasión de los demás, así que intentó
ser un santo en vez de eso —dijo Rachelle—. ¿Qué más podría ser? ¿Un milagro?
—Eso es lo que todos los demás piensan.
—Eso no tiene sentido. —¿Estaba la música yendo más rápido, o era sólo su
rabia lo que hacía que el remolino del baile pareciera más rápido, más agudo?—. Tres
mil años desde Tyr y Zisa. En ese tiempo, los nacidos del bosque deben haber marcado
a diez mil personas, todas habiendo tenido que morir o matar, ¿y ahora Dios decide
ahorrarle a alguien la elección? ¿Qué tipo de milagro es ese?
—Tú eres la que todavía tiene fe —dijo Erec—. Tú dime.
—No tengo fe —dijo Rachelle—. Si la tuviera, no estaría aquí.
La fe era confianza. Las personas que la tenían nunca se convertían en
vinculados de sangre, porque antes que matar, yacerían y morirían y confiarían en que
Dios lo arreglaría todo.
—¿En serio? —Erec bajó la mirada hacia ella, y por una vez no había diversión o
condescendencia en su voz—. Entonces, ¿por qué siempre estás haciendo penitencia?
—No lo hago —dijo Rachelle. La única penitencia apropiada era su muerte, y le
quedaba demasiada pelea en ella para eso—. Sólo estoy haciendo lo que me
enseñaste.
—¿Ah, sí? —dijo Erec—. ¿Cuándo te enseñé a vivir en un desván miserable y
patrullar las calles sin descanso?
—Cuando llegué —dijo Rachelle—. Me dijiste que no había vuelta atrás, y por lo
tanto, que debería utilizar lo que soy ahora.
Era por lo que lo consideraba un amigo, sin importar cuánto la molestara a
veces. Rachelle había ido a Rocamadour porque quería vivir. Pero una vez que había
llegado allí, una vez que había sido aceptada como vinculada de sangre del rey y supo
que podía vivir al menos un poco más, se dio cuenta que no tenía otra razón para vivir.
|

Había pasado días completos en cama, demasiado nublada de miseria para ponerse de
pie; cuando fue arrastrada a luchar con los engendros del bosque, se lanzó a sus garras,
medio esperando la muerte. Fue Erec quien se había burlado y la había provocado para
que practicara con la espada; Erec quien la había besado hasta que quiso volver a vivir;
Erec quien le había dicho que utilizara lo que era.
Y una vez que se había dado cuenta que podía ser útil —que su poder, si bien
retorcido, también podía proteger— no había habido forma de detenerla.
—No me refería a esa manera —dijo Erec.
—Bueno, no, por supuesto que no —dijo Rachelle cariñosamente—. Qué malo
para ti.
Cuando habló, la música se terminó; Erec le dio una profunda reverencia.
—Realmente no entiendo tus recatos —dijo él—. ¿Es por tu maldita alma de la
que tanto te gusta hablar? Si estás condenada al infierno sin importar qué, bien podrías
disfrutarlo.
—Si estoy condenada, ¿cuál es el punto de pretender que no lo estoy? —
preguntó Rachelle. La gran y colorida multitud parlanchina giraba alrededor de ellos, y
sintió como si estuvieran observándola a través de un enorme abismo. No comprendía
cómo Erec o cualquiera de los vinculados de sangre podían soportar pretender que
formaban alguna parte de este brillante mundo sin preocupaciones.
—¿Realmente lo crees?
Hubo una nota extraña en su voz; así que ella levantó la mirada, y entonces tuvo
tan sólo un breve instante, que hizo que su estómago diera un vuelco, para darse
cuenta de lo que él estaba a punto de hacer antes de que la sujetara por los hombros y
la besara.
Recordó que le gustaban sus besos, pero había olvidado cuánto. Sentía como si
el Bosque estuviera creciendo y creando sombras dentro de ella, enormes, insensatas y
salvajes. Cuando finalmente la soltó, estaba temblando.
—Sí, Mademoiselle —susurró—. De todas formas, evitemos pretender.
Y por un momento, pudo ver el Bosque. Troncos sombríos levantándose entre la
multitud como pilares; vides envolviéndose en las estatuas y disperas sobre las
pinturas; los candelabros proyectando sombras de hojas. Aves carmesí de cuatro alas
revoloteando entre los bailarines. No podía escuchar la música o el cotorreo de la
|

multitud, solo el suave y enorme susurro del viento entre las infinitas ramas.
Luego pestañeó y se había ido, tan rápido que podría haberlo imaginado. Debe
haberlo imaginado: el Château de Lune estaba demasiado protegido para que el
Bosque se manifestara aquí, y si lo hiciera, lo vería durante más tiempo que un rápido
instante.
Eso era cuánto poder tenía Erec sobre ella: podía hacerla pensar que estaba
viendo el Bosque.
Y ahora estaba sonriéndole engreídamente.
—No creo haberte dejado sin palabras nunca antes.
Quería abofetarlo. Le había dicho que jamás la besara de nuevo. También quería
olvidar lo que había dicho y atraerlo por otro beso. Pero cualquier reacción lo
entretendría. Ese era el problema con Erec: todo siempre era un juego para él, y
siempre ganaba.
En vez de eso, intentó verse aburrida. Pero sabía que se estaba sonrojando, y de
todas formas era demasiado tarde. Él sería insufrible con ella por el resto de la noche.
—Gracias por el baile —dijo inexpresivamente, dándose la vuelta.
—No me digas que ya te vas.
—Buenas noches. —No había planeado realmente irse de la recepción, pero
ahora que le había pedido que se quedara, se negaba a darle la satisfacción.
—¿Qué hay de tu carga?
—Lo llevaré conmigo. —El baile había empezado otra vez; marchó directamente
a través de las parejas que giraban hacia Armand, y quitó su mano de la Fontaine.
—Nos vamos —dijo, y lo arrastró con ella por la multitud, todos estaban
mirando, ¿pero a quién le importaba? Y salieron por un par de grandes puertas de
paneles de vidrio hacia el jardín. Afuera había un largo y herbáceo camino alineado por
robles decorados con luces.
—¿A dónde vamos? —dijo Armand luego de unos momentos, mientras ella
seguía arrastrándolo por el camino.
Rachelle no había considerado eso, pero no iba a decírselo.
—Por allá —dijo, y no redujo la velocidad.
—No es que me moleste el aire fresco —dijo Armand, luego de otro
momento—, ¿pero te das cuenta que todos allí dentro creen que me arrastraste afuera
|

para matarme o besarme hasta dejarme sin sentido?


Entonces sí se detuvo, para poder soltar su mano y girarse hacia él.
—¿Qué?
—Bueno, después de esa demostración. Y sabes lo que las personas dicen
acerca de los vinculados de sangre.
La rabia fue tan repentina y furiosa, que estaba sorprendida que no lo hubiera
atacado.
—Sé mucho más que tú —dijo ella—, a menos que tú hayas sido llamado puta
en tu cara.
Las damas se reían nerviosamente y le hacían ojitos a Erec. Pero los hombres de
cualquier tipo solo le silbaban a Rachelle, a menos que estuvieran maldiciéndola.
Armand hizo una mueca.
—Lo siento —dijo.
—¿Por qué? No pretendas pensar que soy inocente. —Antes de que pudiera
hablar, siguió—, pero tu prima segunda acaba de contarnos acerca de acostarse con el
rey. ¿Cómo es que yo soy la escandalosa?
La boca de Armand se retorció irónicamente.
—Aceptar el favor de un hombre es elegante. Besarse en público es vulgar.
—Eso no tiene sentido.
—Bienvenida a la corte. Además, es la amante del rey, y sabes cuánto puede
excusar un favor real.
—¿Tanto como ser vinculado de sangre? —preguntó con amargura.
—Pero en realidad no te han perdonado, ¿cierto? Estaba pensando más acerca
de lo que la familia real hace.
Rachelle sacó un mechón de cabello de su rostro. El sudor había comenzado a
enfriar su piel. En la distancia, el viento hacía crujir los árboles. La noche se abría a su
alrededor otra vez; Armand, con su rostro medio iluminado por la luz de las lámparas,
se veía extraño y ominoso.
Pero no sonaba así.
—¿Por qué estás hablando acerca de esta tontería? —demandó.
|

—Supongo que es más fácil que pensar en el hecho de que estamos solos y que
no hay nadie que me escuche gritar.
—¿Realmente crees que te arrastré aquí afuera para matarte? Me metería en
problemas por eso, y no vales la pena.
Él rio. Era una risa curiosamente abierta, sus hombros sacudiéndose y sus ojos
arrugándose.
—Me tranquilizas mucho.
—No —dijo Rachelle—, sólo soy honesta. Si estuviera tratando de
tranquilizarte, prometería no lastimarte.
Traducido por Scarlet_danvers

Corregido por ErenaCullen

A la mañana siguiente, tuvieron que asistir a la ceremonia del rey.


Aparentemente se vería extraño si el amado hijo del rey no asistía a
su padre en cada oportunidad, así que después de un desayuno
apresurado, Rachelle y Armand se apretujaron en las cámaras reales, junto con media
corte para que así pudieran ver al Duque de Bonne cumplir su sueño de entregarle al
rey su camiseta.
Rachelle encontró la ceremonia aburrida más allá de toda creencia, pero supuso
que no era peor que cualquiera de las otras funciones judiciales a las que podrían haber
sido arrastrados. La parte más penosa era ver a todo el mundo fingir no darse cuenta
|

de la debilidad en la manera en que el rey se movía, y en sus gestos demasiado


estudiados. Los rumores estaban en lo cierto: estaba enfermo, sin importar lo poco que
quisiera admitirlo.
Justo como el mundo estaba terminándose, sin importar lo poco que toda la
corte quisiera admitirlo.
Un cortesano balbuceó una broma, y el rey dejó escapar una de sus famosas
risas estridentes. Todo el mundo fingió no darse cuenta cuando se convirtió en una tos.
Rachelle suspiró y miró hacia el techo.
Las cámaras reales aquí en el Château eran tan elaboradas como las del Palais du
Soleil en Rocamadour. Pero aquí, en lugar de las volutas de oro salpicadas por el techo,
había una enorme pintura de la luna, decorada con tracerías de oro y plata. Era una
extraña pintura estilizada, y mientras Rachelle la miraba, se dio cuenta que no era muy
parecida a cualquier otro de los retratos que colgaban enmarcados por todo el castillo.
Era vieja. Ella sabía muy poco sobre arte, pero estaba segura que era mucho más vieja
que cualquiera de las otras decoraciones.
Su corazón empezó a latir más rápido, pero no se permitió pensar lo que estaba
esperando hasta que la risa de Erec resonó por encima del murmullo de la multitud, y
ella lo miró. Él se sentaba, de nuevo, a los pies del rey, haciendo gala de su posición.
Hoy estaba vestido de terciopelo negro, con botas de cuero negro, y las teselas del
mosaico del piso brillaban a su alrededor. Teselas de oro. El patrón era enorme; no
podía decifrar lo que eran, además de doradas y turbulentas.
Rachelle miró hacia abajo a sus pies. Vio ondulados rayos dorados contra azul
oscuro.
Era el sol. Todo el piso de los apartamentos del rey estaba cubierto de un
mosaico del sol. Por debajo de una luna gigante pintada en el techo.
Tuvo cuidado de mantener su cuerpo inmovil, su rostro sin expresión alguna,
pero bajo su piel, su sangre latía de emoción, porque ¿y si la puerta estaba justo aquí?
Parecía una idea estúpida. El Rey Loco Louis casi había destrozado el reino
cuando trató de quemar a todas las esposas del bosque y fundir a Joyeuse.
Seguramente cualquier persona intentando salvar la antigua espada la querría lo más
lejos posible de él. Seguramente, si la puerta estuviera aquí, alguien de la línea real,
además del príncipe Hugo la habría abierto ya.
Pero tenía un curioso tipo de sentido. Si la esposa del bosque sin nombre había
escondido Joyeuse en cualquier lugar en el Château, eso significaba ocultarla bajo la
|

nariz del rey. Tal vez ella simplemente había decidido ir hasta el final y ocultar la espada
en el único lugar en el que el rey Louis nunca esperaría que una esposa del bosque se
atreviera a ir. Y había algunos encantamientos que las esposas del bosque que sólo
funcionaban en respuesta a la voluntad del titular, Rachelle lo sabía. La puerta podría
abrirse sólo para alguien que ya sabía que estaba allí.
Valía la pena intentarlo.
Pero tendría que esperar a que no hubiera un centenar de personas
congregadas en la sala.
Más tarde esa noche, cuando el Château finalmente había comenzado a
calmarse, Rachelle se deslizó en las cámaras del rey.
Había guardias de pie fuera de las puertas, pero no eran vinculados de sangre, ni
siquiera estaban bien entrenados, en opinión de Rachelle. No oyeron nada cuando ella
se deslizó a través de las ventanas que nadie se había molestado en cerrar.
Por supuesto, nadie esperaba que un vinculado de sangre estuviera colándose
en la cámara del rey para buscar una antigua espada escondida detrás de una puerta
mágica.
Esa mañana, la sala de estar del rey se había sentido como una diminuta jaula
brillante. Ahora, sin toda la multitud y llena de sombras, parecía mucho más grande.
Una puerta oculta se sentía realmente posible en esta silenciosa y soñada habitación.
Rachelle se dio la vuelta lentamente en círculo, mirando hacia la luna pintada,
hacia el mosaico del sol. Se veía como el lugar perfecto, pero las únicas puertas que
podía ver eran las normales, puertas sólidas hacia el dormitorio y fuera al pasillo.
Había estado pensando en la puerta todo el día. Si había permanecido oculta
desde los reyes de Gévaudan por trescientos años, tenía que haber sido oculta con
algún encantamiento de las esposas del bosque. Probablemente era un encantamiento
de las esposas del bosque, y eso significaba que ella debía ser capaz de sentirlo. Pero
no sentía nada.
El viento se agitó contra su cuello.
Las ventanas estaban cerradas.
Rachelle se quedó inmóvil, su corazón latiendo más fuerte. Y entonces las vio:
sombras en la pared, en forma de hojas sacudidas en el viento, a pesar de que no había
ramas fuera de la ventana para que las formara.
Una brisa fría trazó su mejilla y luego se quedó inmóvil. La sombra de hojas se
desvaneció en sombras simples, normales. El Bosque se había ido, pero había estado
|

aquí, sólo por un momento. Estaba segura que no lo había imaginado esta vez. El
Bosque se había manifestado en el Château de Lune, donde cualquier rastro de su
poder debería ser imposible.
Quizás el Bosque estaba simplemente haciéndose demasiado fuerte para las
protecciones en el castillo. O tal vez estaba de pie justo al lado de la puerta hacia el
Bosque.
Seguía sin sentir nada. Pero sabía cuán bien escondidos podrían estar algunos
encantamientos de una esposa del bosque hasta que fueran despertados.
Rachelle se acercó a la pared más cercana y puso la mano en contra de ella. Era
de madera sencilla cubierta de pintura y enchapado de oro, pero cerró los ojos y buscó.
Despertar encantamientos nunca había sido uno de sus puntos fuertes. Era un
extraño movimiento hacia los lados al que su cuerpo no estaba acostumbrado. Durante
los primeros seis meses de su formación, todo lo que había sucedido cuando lo intentó
fue que movió sus orejas. Incluso después de aprender a hacerlo bien, la piel de su
cuero cabelludo todavía temblaba cuando despertaba un encantamiento.
Ahora se concentró hasta que le dolió la cabeza, pero no sintió que algún poder
respondiera en la pared debajo de sus dedos.
Con un suspiro, abrió los ojos y miró alrededor de la habitación en penumbra.
Los encantamientos tenían que ser tocados para ser despertados; estar de pie cerca de
ellos no era suficiente. No era una habitación grande, pero le llevaría mucho tiempo
poner las manos sobre cada parte de la pared.
Tenía que intentarlo. ¿Qué podía perder?
Rachelle dio un paso hacia delante y llevó la mano a la pared de nuevo. Y de
nuevo. Y de nuevo. Despertar un encantamiento era una cosa tan sencilla, ni siquiera
estaba realmente usando parte de su poder, y sin embargo, el esfuerzo empezaba a
marearla. Aun así, siguió intentándolo, moviéndose lentamente por la habitación. Tenía
que encontrar la puerta, incluso si eso significara arrastrarse a través de cada
habitación en el castillo.
En el pasillo fuera, alguien estaba cantando, probablemente algunos cortesanos
borrachos tambaleándose a sus habitaciones, pero no importaba. Nada importaba
excepto encontrar la puerta.
El canto irregular se detuvo, lo cual fue un alivio; el maullido hacía difícil
concentrarse…
Entonces se dio cuenta que la gente todavía estaba en el pasillo, charlando y
|

riendo junto a la puerta.


Y la puerta se estaba abriendo.
Rachelle se dio la vuelta. La luz la deslumbró: el pasillo estaba iluminado al
exterior, y las personas llevaban varias lámparas. La Fontaine se detuvo en la puerta,
pálidos cristales azules brillaban en su cabello y vestido. A ambos lados de ella, un
pequeño grupo de nobles estaba de pie, tambaleándose y apoyándose el uno en el
otro, con las mejillas sonrojadas y las pelucas ligeramente torcidas. Parecían haber
estado todos riendo sobre una broma común un momento antes.
Ahora todos estaban mirándola.
La Fontaine arqueó una ceja pálida.
—Espero no interferir —dijo.
Rachelle no podía respirar. No podía decirles lo que estaba haciendo, pero si no
lo decía, ¿pensarían que estaba tratando de asesinar al rey? ¿El rey consideraría que
había desobedecido las órdenes al dejar a Armand dormido en su habitación? Si no era
ejecutada, podría ser enviada a casa a Rocamadour, y entonces, ¿cómo iba a encontrar
Joyeuse…?
—No me importa si quieres probar suerte con él —dijo la Fontaine—, pero
debes saber que voy a ganar. Aunque encontrarás que obtienes más si realmente
entras en el dormitorio.
Y el rostro de Rachelle se calentó cuando se dio cuenta que nadie en la sala
sospechaba de ella de algún modo violento.
—Estoy aquí para patrullar —dijo, su voz absurdamente dura y rústica incluso
para sus oídos—. Necesitaba ver si las habitaciones del rey eran seguras.
—Te prometo que estoy cuidando muy bien de él —dijo la Fontaine, lo que hizo
reír a todos.
Rachelle quiso gruñir: no tengo ningún interés en besar a un hombre viejo y
enfermo, pero sabía que si mostraba ira, la Fontaine arquearía una ceja y haría una
broma de eso también.
Se preguntó si podía simplemente salir corriendo a través de la sala y arrojarse
por la ventana. Eso difícilmente podría empeorar las cosas.
La Fontaine se acercó más.
|

—Pero realmente me pregunto —dijo en voz más baja, la diversión ociosa


desapareciendo de su voz—, ¿qué estás haciendo aquí?
Entonces la puerta detrás de ella se abrió, y allí estaba el rey Auguste-Philippe,
envuelto en una bata de color rojo oscuro.
Ella se inclinó con rigidez, junto con todos los demás. Su cuerpo estaba
entumecido por la vergüenza.
El rey ignoró a todos para mirar a la Fontaine.
—Mi querida amiguita —dijo—, ¿qué te mantiene fuera tan tarde en la noche?
Hubo un cambio extraño en la Fontaine. No perdió en absoluto su aplomo, pero
pareció de pronto más joven y más frágil.
—Mi deber a sus súbditos —dijo, extendiendo una mano para que él la besara—
. ¿Cómo podía dejarlos solos?
Le besó la mano entonces y la atrajo hacia él. Siguió ignorando a la multitud en
la puerta, pero miró a Rachelle.
—Y tú, ¿qué haces aquí?
Rachelle enderezó la espalda. Se recordó a sí misma que no tenía nada que
perder. Ya estaba condenada a muerte.
—Estaba patrullando, señor —dijo ella—. Me pareció oír algo.
Él la miró de arriba abajo.
—Le doy las gracias por su dedicación —dijo—. Pero mi querida amiga… —
Colocó una mano sobre los hombros de la Fontaine—, es todo lo que necesito. Te
puedes ir.
Humillada, huyó.
|
Traducido por AnnaTheBrave y âmenoire

Corregido por LizC

R
achelle siguió buscando durante la siguiente semana.
Había una fuente en el jardín este que tenía en su
tazón un mosaico del sol. Se sentó junta a esta por una hora
hasta que la luna brilló sobre su cabeza. Pasó sus dedos por
el agua, cerró sus ojos y buscó, pero no pudo encontrar
ningún encantamiento escondido allí.
Había un reloj con forma de luna situado en el techo de una habitación cuya
alfombra estaba cubierta por pequeños resplandores solares. El rey celebraba
audiencias allí, y por las noches permanecía cerrada con llave, las ventanas enrejadas;
|

Rachelle intentó encontrar en dónde tenían la llave, pero se rindió e irrumpió allí una
noche. No había nada dentro, y al día siguiente tuvo que ayudar a Erec a cazar al ladrón
inexistente.
Era una locura. Cazar engendros del bosque era simple: oía en dónde habían
aparecido, se sentaba en el techo en el vecindario hasta que los veía o sentía el poder
del Bosque a su alrededor. Luego los perseguía y los mataba.
Pero esta puerta no era algo que podía ser perseguido o cazado; debía ser
buscada y encontrada, y no tenía nada para guiarse excepto por un críptico acertijo que
parecía cada día más inútil. Y aun así no podía dejar de intentarlo, por lo que noche tras
noche vagó por el Château. Para el momento en que se acurrucaba en su cama, estaba
casi lista para llorar de frustración tanto como de agotamiento.
Los días eran igual de malos. Hora tras hora desperdiciada de pie junto a Armand
en las fiestas después de las audiencias posteriores a las funciones de la corte. Era
aburrido hasta morir. Al principio ignoraba lo que decían las personas a su alrededor,
pero luego se dio cuenta que oírlos era mejor que el regreso de la Noche Eterna,
además que no quería salvar a Gévaudan del Devorador solo para que sea gobernada
por el obispo. De modo que observó a la gente que se acercaba a Armand. Se
inclinaban a él, besaban sus manos plateadas y rogaban por tener su bendición. Pero si
había alguna conexión en la brillante conversación, ella no podía oírla.
Armand difícilmente le dirigía la palabra. Él sonreía, asentía y balbuceaba un
océano de cumplidos al resto de la corte. Pero cuando ellos estaban solos, miraba a la
pared y no decía nada.
Amélie por su parte, siempre estaba intentando persuadir a Rachelle para que la
dejara seguir aplicándole cosméticos.
—Dijiste que podía practicar en ti —dijo ella—. Teníamos un trato.
—Lo sé —dijo Rachelle—. Lo harás. Sólo que no ahora.
Sabía que si se sentaba y dejaba que Amélie comenzara a pintar su rostro, se
relajaría. La horrible presión en su pecho cesaría. Y no podía permitirlo. No podía
soportar que esa agonizante tensión se fuera cuando todo lo que se interponía entre
ella y derrotar al Devorador era una simple puerta que no podía encontrar.
Rachelle comenzó a preguntarse si Armand había estado mintiendo cuando le
contó la historia sobre el príncipe Hugo.
Entonces una noche, luego de horas de vagar por el Château, se sentó mirando
la oscuridad y comenzó a frotar el hilo fantasmal alrededor de su dedo.
|

Una vez había enrollado el hilo en sus dedos todos los días, y eso no había sido
una maldición.
El recuerdo la agarró de repente, como manos alrededor de su garganta: la tía
Léonie sentada a su lado, desenredando suavemente la maraña que ella había hecho
cuando intentó formar un nuevo patrón.
Había sido un encantamiento para revelar cosas ocultas. El patrón en sí era
bastante simple, pero una vez entretejido, debía ser despertado con precisa
concentración, o el poder que éste contenía podía salir terriblemente mal. Rachelle se
había dado dolores de cabeza intentándolo, pero nunca lo había logrado, y la tía Léonie
le había arrebatado el encantamiento antes de que fuera demasiado mal.
Ella se había enojado por ello. Había querido dominar el encantamiento para así
usarlo contra los nacidos del bosque que se agrupaban en el bosque.
¿Y si lo usaba para encontrar a Joyeuse?, se preguntó.
Había visto algunos encantamientos de las esposas del bosque varias veces
desde que se convirtió en una vinculada de sangre, y había sido capaz de sentir el poder
entretejido entre ellos. Había supuesto que eso significaba que sería capaz de
despertarlos. Pero crear uno… eso era diferente. En tres años, Rachelle nunca había
intentado hacerlo; simplemente había asumido que era imposible, ya que ahora era una
de las cosas que esos encantamientos repelían.
Pero no perdería nada con intentarlo.
Amélie estaba perpleja, pero le dio a Rachelle un pedazo de hilo de su cesta de
tejer con bastante facilidad. Esa noche Rachelle no fue a vagar por el castillo, sino que
se quedó sentada en su cama, atando y atando el hilo en sus dedos.
Incluso luego de tres años, sus manos aún recordaban cómo moverse, pero eran
torpes, como si no estuviesen conectadas a ella.
Lentamente, comenzó a formar el encantamiento; tres bucles entrelazados uno
alrededor del otro, con un nudo en el centro. Pensó que estaba bien. Estaba casi segura
que era la forma correcta, y mientras lo miraba, pensó que sentía un ligero atisbo de
poder.
Si no es despertado propiamente, puede ser destructivo, había dicho la tía Léonie.
Rachelle se deslizó fuera de la cama. Recorrió casi todo el camino de vuelta al
Salón de los Espejos, pero se detuvo en un corredor oscurecido cerca de ahí, porque no
quería desatar algo tan destructivo alrededor de tanto vidrio.
Bajó la mirada hacia el encantamiento en su mano: tres pequeños aros y dos
|

colas bajando hacia el piso.


Su pulso se aceleró. Ésta podría ser la noche en que encontrara a Joyeuse. Ya no
tendría que estar en presencia de un santo falso; no tendría que ayudarlo a engañar a la
gente para hacerlo rey. Podría ser libre.
O ésta podría ser la noche en que finalmente hiciera algo lo suficientemente
estúpido para matarse. Y aun así todavía sería libre.
Dejó escapar un corto y rápido suspiro y se sentó en el piso con las piernas
cruzadas. Acunó sus manos alrededor del encantamiento. Trató de aclarar su mente de
distracciones de la forma en que su tía Léonie le había enseñado.
Necesito a Joyeuse. La necesito, pensó.
La necesito.
Hubo una curiosa sensación entonces, como un peso moviéndose y
encontrando su equilibro. El aire se quedó quieto en sus pulmones.
El encantamiento se calentó en sus manos.
Sin tener la intención, los ojos de Rachelle se abrieron de golpe y se puso de pie
en un solo movimiento fluido. Sintió como si hubiera una cuerda atada a lo largo de su
columna, jalándola hacia arriba y ahora empujándola hacia delante.
Caminó hacia la puerta. Sentía como si flotara. Joyeuse, pensó.
Pero la sensación del peso continuaba rodando, moviéndose, creciendo…
Y mientras caminaba a través de la puerta hacia el Salón de los Espejos, su
control se rompió. El encantamiento escaldó sus manos como fuego, y su visión
destelló en blanco.
Sabía que estaba cayendo.
Luego no sabía nada.
Despertó en el Gran Bosque. Había flores y enredaderas brotando por todas
partes a su alrededor, y el dulce viento del Bosque acarició su rostro.
Luego parpadeó, y se dio cuenta que todavía estaba en el Salón de los Espejos…
pero ensombrecido por el Bosque.
Imposible. El Bosque no aparecía en hogares humanos al menos que algo
terrible lo llamara, como un vinculado de sangre volviéndose un nacido del bosque. Y
|

ella todavía se sentía humana. Tampoco pensaba que Erec ya estuviera listo para dejar
la corte.
Rachelle sabía que tendría que estar asustada, pero todavía estaba demasiado
aturdida por la destrucción del encantamiento; su cabeza se sentía fría y vacía.
Lentamente se enderezó. El piso pareció sacudirse debajo de ella cuando se movió, así
que puso una mano contra el piso para estabilizarse y jadeó con dolor. Sus palmas
estaban en carne viva y llenas de sangre.
Con una respiración lenta. Dos. Miró alrededor: el Salón de los Espejos todavía
seguía en pie y el Bosque desvaneciéndose mientras ella observaba. Todo estaba bien,
a pesar de lo que tía Léonie había dicho.
Luego notó que los espejos más cercanos a ella estaban hechos añicos.
Tenía que salir del salón antes de meterse en problemas.
Rachelle se las arregló para ponerse de pie, pero olvidó la sensación anterior y
trató de estabilizarse con su mano una vez más, lo que la hizo encogerse y alejarse
tambaleando de la pared.
De alguna manera regresó a su habitación sin que nadie la viera. Se subió a su
cama y un momento después estuvo dormida.
Y soñó.
Estaba en un bosque de árboles negros y muertos. El suelo estaba cubierto con
fino polvo blanco; el cielo era de un monótono gris. En frente de ella, a través de los
árboles, podía ver una pequeña cabaña.
Todo era real: el viento frío soplando entre sus dedos, el polvo moviéndose bajo
sus pies. La áspera respiración asustada en su garganta.
Caminó hacia delante. No podía evitar que sus pies se muevan, aunque lo
intentara desesperadamente, porque incluso un vistazo de las paredes planas de la
cabaña y la puerta cerrada, su techo formado por huesos, lo hizo ahogarse con terror.
Pero aun así dio un paso y después otro. Sabía que cuando alcanzara la puerta, sería
incapaz de detenerse y la abriría. Sabía que lo que yacía del otro lado de la puerta la
destruiría.
La cicatriz en su mano derecha ardió con una terrible fuego frío, como una
última advertencia. Pero no pudo detenerse.
Un paso hacia delante.
|

Luego otro.
Rachelle se despertó jadeando por aire, su cuerpo gritándole que corra. Pero no
había ningún lugar a dónde ir: la pesadilla estaba dentro de ella, era parte de ella.
Había tenido el sueño antes, una y otra vez. Todos los vinculados de sangre lo
tenían. Tarde o temprano todos llegaban a la cabaña y abrían la puerta. Y entonces se
convertían en nacidos del Bosque.
Esta noche no, pensó. Esta noche no.
Ahora que el terror disminuía, se dio cuenta que su cabeza dolía terriblemente. Y
luego recordó lo que había estado haciendo la noche anterior. Y que había fallado.
¿En qué había estado pensando? ¿Por qué había imaginado que un vinculado de
sangre sería capaz de usar el encantamiento de una esposa del bosque? Ella era una de
las cosas que esos encantamientos estaban destinados a matar.
También era una de esas cosas que Joyeuse estaba destinada a matar. Tal vez
esa era la razón por la que no podía encontrarla.
|
Traducido por Selene1987

Corregido por âmenoire

A l día siguiente, lo único que todos podían hablar era sobre el


misterioso vándalo que había atacado la Sala de los Espejos. Incluso
Erec estaba, bueno, no preocupado, pero había pasado buena parte
del día hablando con el guardia sobre intentar encontrar al culpable.
Las manos de Rachelle se habían curado por la noche, había beneficios de ser un
vinculado de sangre, pero aún sentía un breve dolor fantasma donde el encantamiento
había ardido en su agarre. Su cabeza también dolía, cada vez que se movía demasiado
rápido o veía un repentino haz brillante del sol.
Nada de eso importaba además de la furia inútil de saber que no había nada más
|

que ella pudiera hacer. Lo había intentado una y otra vez y lo había hecho lo mejor que
podía, pero nada de eso había ayudado.
Quizás encontrar a Joyeuse había sido el sueño de un tonto todo el tiempo.
Quizás debería haber pasado el tiempo preparándose para luchar contra su nacido del
bosque.
—¿Qué pasa? —le preguntó Amélie esa tarde.
Por una vez Armand no era requerido en ningún sitio del Château. Rachelle
podría haber sido capaz de escabullirse y buscar la puerta sin que Erec se enterara, pero
hoy no tenía ganas de intentarlo. Lo intentaría, una y otra vez, hasta que el tiempo se
agotara y la Noche Eterna cayera y ella muriera luchando. Pero ahora mismo, su
corazón y huesos estaban hechos de plomo. Así que se sentó inmóvil y observó a
Amélie tejer. Se quedó mirando los finos cabellos castaños que sobresalían de la trenza
de Amélie, en los rápidos movimientos de sus pequeñas manos y se preguntó cuánto
tiempo alguien tan gentil sobreviviría una vez que la Noche Eterna regresara.
—¿Rachelle? —Amélie estaba mirándola directamente ahora, con la frente
arrugada—. ¿Pasa algo?
—No —dijo Rachelle rápidamente—. Nada. —La culpa retorcía su estómago.
Pero si no podía salvar a Amélie, al menos podía dejarla vivir en paz un poco más. Sin
duda no había necesidad de contarle la verdad cuando no podría salvarla.
—Por supuesto. —La voz de Amélie fue más áspera de lo que jamás le había
oído—. Nunca pasa nada. —Se quedó mirando su estambre, lo envolvió alrededor de la
aguja con un gesto particularmente violento.
Todo estaba mal. Amélie nunca se enfadaba. Rachelle se levantó de golpe.
—¿Ha pasado algo?
—Nada —dijo Amélie, aún mirando su tejido. Sus agujas repiquetearon una vez,
dos veces. Entonces sus manos se detuvieron y suspiró—. Una carta de mi madre.
Estoy preocupada.
—¿Los engendros del bosque? —dijo Rachelle, y su cuerpo se tensó con la
necesidad de luchar. Debía haber sabido que no habría suficientes vinculados de sangre
para patrullar la ciudad adecuadamente sin ella. Debería haberlo sabido, y ahora la
gente estaba muriendo y todo era por su culpa…
—¿Qué? —Amélie levantó la mirada hacia ella—. No. La revuelta. Ya sabes.
—¿La revuelta? —repitió Rachelle estúpidamente.
|

—Supongo que no fue una revuelta en sí, mi madre lo llamó un “forcejeo” en su


carta, pero por supuesto ella nunca me cuenta toda la verdad… —Amélie se detuvo un
momento, mirándola fijamente—. ¿Quieres decir que no lo sabes?
—No —dijo Rachelle, sintiendo como si el suelo se moviera bajo sus pies—.
¿Qué sucedió? ¿Qué hizo el obispo?
—Nada —dijo Amélie, pareciendo nerviosa ahora—. Sólo fue una multitud en
las calles. Había un vinculado de sangre… Raymond algo, creo, algunas personas dicen
que estaba haciéndole daño a un niño, otros dicen que se enfrentó a un alcohólico. Lo
que sea que pasara, la gente se enfrentó a él. Lo golpearon hasta medio morir.
Debe haber sido Raymond Dubois. Era el vinculado de sangre del rey más nuevo
en Rocamadour. A Rachelle nunca le había gustado, porque nunca estaba lejos de las
prostitutas en el Callejón de los Ladrones, pero cuando se lo imaginó siendo pisoteado
contra el lodo y los adoquines por una multitud furiosa, su estómago se retorció.
—La guardia de la ciudad rodeó al menos a doce personas —siguió Amélie—,
pero quién sabe si eran los que de verdad estuvieron allí. —Su boca se tensó—. La
gente está asustada, y enfadada. La próxima vez puede que haya una revuelta de
verdad. Y madre jamás huirá, ni siquiera si ocurre en su puerta. Ni siquiera me contó la
historia completa en su carta, he tenido que saberlo por los otros sirvientes.
—Lo siento —dijo Rachelle débilmente, mientras pensaba: Erec sabía. Debe
haber sabido que mi ciudad se estaba cayendo a pedazos. Y no me lo contó.
No me lo contó.
Le tomó casi una hora para encontrarlo, lo que no mejoró su humor. Estaba
escondido en una pequeña esquina del Château, hablando con un par de lacayos que
llevaban sus recados personales. Y aunque algunos de esos recados simplemente eran
tareas con señoritas, muchos de ellos tenían que ver con espiar y arrestar enemigos del
rey.
Tenía que saber todo lo que había pasado en Rocamadour.
—¿Por qué no me lo contaste? —exigió Rachelle a medida que entraba
rápidamente en la habitación.
Erec levantó la mirada.
—¿Por qué no te conté qué? —preguntó—. Creo que he mencionado que estás
bonita casi todos los días.
—¿Puedes dejar de jugar por siquiera un momento? Me refiero a lo que está
|

pasando en Rocamadour. El ataque. Fue Raymond Dubois, ¿cierto?


—No sabía que te preocupabas tanto por él. ¿Por eso eres tan fría conmigo?
—Me importa —gruñó Rachelle—, mi ciudad.
Erec ondeó una mano. Los dos lacayos se fueron y ella se quedó a solas con él,
quien se puso de pie.
—Dubois fue atacado. Sobrevivió. No podemos demostrar que fue planeado por
el obispo, así que el incidente no nos sirve de nada. ¿Qué hay que contar?
—Creo que tengo derecho a saber —espetó—, cuando mi ciudad está cerca
cada vez más de una completa rebelión.
—Bueno, ahora ya no es tu problema, ¿cierto? —dijo Erec.
Ella se quedó mirándolo fijamente. Las palabras atrapadas en su garganta.
Quizás no había palabras para lo que Rocamadaur significaba para ella. Era su prisión y
su castigo, lleno de barro, peste y gente que la odiaba, y aun así era suyo, su ciudad
para deambular y proteger. Su único propósito desde que se había convertido en una
vinculada de sangre.
Suponía que su propósito ahora era encontrar a Joyeuse. Pero parecía estar
condenada a fracasar en eso al igual que había fracasado en ser una buena esposa del
bosque. E incluso su alguna vez veía Rocamadour de nuevo, y probablemente jamás lo
vería otra vez…
Aun así era suyo.
Erec no entendería nada de eso.
Se giró y lo dejó sin decir una palabra.
Cuando llegó a la suite, Armand no estaba allí.
Estaba tan acostumbrada a que él fuera obediente que le tomó un momento
absorber el hecho que realmente había desaparecido. Sin permiso.
Les preguntó a los criados a dónde había ido, ellos solamente parpadearon sus
grandes y pálidos ojos hacia ella y dijeron que el Monsieur se había ido a encontrarse
con ella, ¿y no estaba con ella?
No, pensó Rachelle, está maquinando una maldita revolución y Erec tendrá sus
cabezas.
Pero no dijo eso, porque al siguiente instante se le ocurrió que quizás Armand
|

no se había escabullido para maquinar una traición. Quizás simplemente estaba


intentando saborear un momento de libertad a solas.
Y si eso era cierto, ella sabía a dónde iría. Ayer él había querido ir a la biblioteca y
Rachelle se había negado.
No le tomó mucho tiempo llegar a la biblioteca porque corrió la mayor parte del
camino. Cuando se acercó, redujo la velocidad e hizo que sus pasos fueran lo más
suaves posible. Se apoyó cerca de la puerta.
Armand hablaba, alegre, casual e impenitente.
—¿Te das cuenta que esta es una idea terrible? Sin importar lo que te estén
pagando, no es suficiente.
Oyó el sonido de alguien dándole una bofetada en el rostro.
—Cállate —gruñó un hombre.
—De verdad, deberías pedirle más dinero a tu maestro. Y… —Su voz surgió
tensa, entonces continuó, más estrangulada—, realmente no quieres presionar más ese
cuchillo.
Rachelle se sintió terriblemente segura que el cuchillo estaba justo contra su
garganta y se maldijo por no tirar abajo la puerta desde el primer momento. Solamente
le harían falta dos segundos para cruzar la habitación, pero la garganta de Armand
podría ser cortada más rápido.
—¿Por qué? —Era la voz de un hombre diferente, más joven, más atrevido—.
¿Deberíamos tenerle miedo a la zorra de d’Anjou? Ni siquiera está aquí.
—No —dijo Armand. Una sílaba suave e indiferente—. Deberían tenerme miedo
a mí. —Las palabras se deslizaron por el aire, ligeras e inevitables como plumas—.
Deberían bajar sus cuchillos y correr, porque si me matan, no escaparán y no les
gustarán sus castigos. Y realmente dudo que puedan matarme.
Era una distracción. Y por el sonido de su voz, el cuchillo ya no estaba tan cerca.
Era el momento perfecto para que Rachelle tirara la puerta y entrara.
O era el momento perfecto para librarse de él. Lo único que tenía que hacer era
esperar otro minuto y los asesinos cortarían la garganta de Armand. A pesar de su
fanfarroneo, no tenía forma de detenerlos. Rachelle no tendría que ayudarle a engañar
a nadie más. No tendría que temer que enviara a una multitud a matarla.
De repente recordó la mañana en que se habían conocido. Si quisieras hacerme
daño, no podría esperar escapar. Recordó sus ojos, grises, calmados y esperando que
|

ella le haga daño. Desde que se conocieron, lo había estado esperando.


Aunque le odiara, no quería darle esa satisfacción. Iba a rescatarlo.
Entonces se dio cuenta que no podía moverse. Sentía el aire frío y dulce en sus
pulmones y sus miembros no respondían, sin importar cuánto lo intentara. Ni siquiera
podía ver la sombra de una hoja, pero aun así sintió el poder del Gran Bosque a su
alrededor.
Al menos uno de los hombres en la biblioteca no estaba impresionado. Sólo se
rio, y dijo:
—Las palabras bonitas no harán…
Y de repente, abrumadoramente, hubo silencio.
Entonces se liberó y arremetió contra la puerta justo cuando escuchó los ruidos
sordos de unos cuerpos cayendo en el interior.
Sus manos aún estaban ligeramente entumecidas, por un momento luchó con el
pomo de la puerta y luego la abrió.
Había habido tres hombres en la habitación, pero ahora todos estaban tirados
en el suelo. Armand se encontraba sentado en una silla entre ellos y el temor se deslizó
a través de su cuerpo, pero entonces él levantó su cabeza y ella vio que estaba atado a
la silla, y estaba vivo.
—Llegas tarde —dijo él—. Te perdiste toda la diversión. —Sonreía pero lucía un
poco aturdido.
Rachelle empujó ligeramente a uno de los hombres caídos con su bota. Su
pecho aún subía y bajaba por la respiración, pero de otra forma no se movía.
—¿Qué sucedió? —preguntó ella.
—Querían interrogarme sobre mis planes secretos —dijo Armand—. Dijeron
que iban a matarme y luego que me matarían si no les contaba todo. No eran personas
muy inteligentes.
—¿Qué les sucedió?
Él se encogió de hombros.
—Quizás Dios escuchó mis plegarías.
—Cuéntame la verdad o te quedarás en esa silla. ¿Qué sucedió?
Sus labios se estrecharon mientras encontraba sus ojos y entonces dijo
|

calmadamente:
—Lo sentiste, ¿cierto? ¿Al Gran Bosque? Hice que lo vieran. Puedo hacerle eso a
las personas, cuando quiera, y si no son lo suficientemente fuertes como para aguantar
la visión… —Se encogió de hombros—. Se recuperarán con el tiempo.
Se quedó mirándolo a la cara, su sosa y aburrida cara, y era más exótica que la
luna.
—¿Entonces? —dijo él—. ¿Vas a decirle a d’Anjou que no soy tan inútil como
piensa?
—¿Cómo puedes hacer eso? —preguntó Rachelle.
Él se quedó observándola durante un gran y sospechoso momento y luego dijo:
—Porque puedo ver el Bosque. En todos lados, todo el tiempo.
—¿Cómo?
—Eso no es de tu incumbencia.
Ella agarró sus hombros con dureza.
—¿Cómo puedes hacerlo?
La miró de vuelta, sus ojos grises calmados.
—No eres suficiente para asustarme, Mademoiselle.
Él no había sido marcado por un vinculado de sangre. No podía haber sido
marcado. Pero entonces, ¿cómo podía sentir el Bosque?
Armand dejó salir un pequeño suspiro que casi fue una risa y miró hacia otro
lado.
—No es una mala silla —dijo—. Si me lees en voz alta, creo que no me importará
quedarme.
—No voy a dejarte aquí —dijo ella.
—¿Me llevarás ante d’Anjou después de todo?
—No. —Sacó su cuchillo. Él no se movió, sus ojos ni siquiera parpadearon hacia
ella, pero su repentina y cautelosa calma igual se deslizó a través de ella. Estaba
cansada de ser la razón por la que la gente se ponía recelosa.
—Dijiste que el príncipe Hugo encontró una puerta por encima del sol y debajo
de la luna. ¿Crees que también podrías encontrarla?
|

Entonces sí la miró.
—¿Por qué? ¿Qué quieres con ella?
—Eso no te concierne, Monsieur. Pero si te niegas, le contaré a Erec lo que
puedes hacer y que necesitas vigilancia incluso más estricta. Buena suerte reclutando
fieles después de eso.
Pero la amenaza pareció hacer que se relajara. Sus hombros se aflojaron y le
sonrió mientras inclinaba su cabeza hacia un lado y decía:
—Adelante.
Traducido por Jo

Corregido por âmenoire

P or supuesto que no le dijo a Erec. No podía, porque si Erec sabía que


Armand tenía cualquiera fuera la conexión con el Bosque que tenía,
entonces encontraría una manera para utilizarla, ya fuera para el rey o
para sí mismo. Y entonces Rachelle jamás tendría la oportunidad de alejar
silenciosamente a Armand y hacerlo abrir la puerta para ella.
No iba a obtener una oportunidad de todas formas.
—Te mataré —le dijo a Armand esa tarde—. Si no me ayudas, te mataré.
Él esperó un momento. Y luego sonrió.
|

—Esa no es una amenaza lo suficientemente buena, ¿sabes?


No era una amenaza en absoluto. Rachelle había asesinado una vez a sangre
fría; no podía hacerlo de nuevo. Mirando a Armand, se sentía segura que no podría
hacerlo de nuevo.
Rachelle era la segunda vinculada de sangre más fuerte al servicio del rey y no
tenía nada con qué amenazar, nada con qué negociar. Podía luchar contra toda una
manada de engendros del bosque por sí misma y ganar pero no podía obligar a un
irritante cortesano a hacer su voluntad. Todo lo que podía hacer era pasar la noche
buscando por su cuenta, luego seguir a Armand, pretendiendo que le importaba si vivía
o moría.
Los vinculados de sangre no necesitaban mucho sueño como los humanos
normales, pero habían pasado varios días desde que había dormido más de cuatro
horas. Su cabeza no dejaba de doler. Y no ayudaba que no hubiera espacios libres en la
agenda de Armand ese día. La arrastró de una actividad de la corte a otra, donde las
personas cuchicheaban con los rumores de cultivos deteriorados y se reían ante la idea
de la Noche Eterna.
Para el momento en que terminaron en la fiesta de después de la cena, donde
todos los nobles estaban apostando a las cartas, Rachelle estaba empezando a pensar
que la Noche Entera podría no ser tan mala. Al menos no habría risitas. Gritos, sangre y
muerte sí, pero no risitas educadas.
La sangre fluiría a través del piso de parqué y gotearía hacia las uniones de los
pequeños paneles de madera. De la misma forma en que la sangre había goteado sobre
el suelo en la cabaña de la tía Léonie.
Rachelle había estado esperando que los nacidos del bosque lastimaran a la
gente alrededor de ella de la misma manera en que su propio nacido del bosque una
vez había lastimado a tía Léonie. Lo había imaginado sucediendo y le había gustado. Se
sintió enferma.
Estaban de pie cerca de la mesa donde el rey jugaba, muy mal, con la Fontaine y
un grupo de otros nobles. Finalmente, después de una ronda de pérdidas
particularmente terribles, lanzó sus cartas con una traqueteante tos que todos
ignoraron.
—Ya tuve suficiente por esta noche —dijo él—. Un buen juego, cartas. Entrena
la mente. —Se levantó y palmeó a Armand en el hombro; Rachelle sospechó que era la
única que había visto el gesto estremecido de Armand y por un momento sintió lástima
por él.
|

—Un campo de batalla de ingenios —pronunció lentamente un joven alto y


musculoso con largos rizos oscuros.
Rachelle lo reconoció: Vincent Angevin, uno de los sobrinos del rey y la persona
que más probablemente enviaría asesinos tras Armand. También era quien
probablemente sería el siguiente al trono, si su tío real alguna vez terminaba de
pretender ser inmortal.
—Es una pena que no hayas tenido los recursos para unirte a nosotros —
continuó Vincent, mirando las manos de Armand y luego agitó su cabello—. Pero
difícilmente sería apropiado para un santo apostar, ¿cierto?
Dos de las damas en la mesa rieron. La Fontaine abrió su abanico de golpe.
Vincent rio entre dientes y palmeó la espalda de Armand.
—Dame un sermón cuando termine de ganar, primo. —Él le sonrió a la
habitación: la floja y traviesa sonrisa de alguien que sabía que podía salirse con la suya
siendo cruel.
Rachelle había conocido a un chico que sonreía de esa forma, en su aldea. Por
años él había cautivado a todos los adultos mientras golpeaba de manera sangrienta a
los niños más jóvenes. Sin quererlo, se acercó más a Armand. Estaba segura que era la
única que vio la muy leve manera en que su barbilla se levantó y sus hombros se
encajaron.
—No he escuchado que los juegos de cartas sean un pecado —dijo—. Jugaré
una ronda si Mademoiselle Brinon sostiene las cartas por mí.
—Yo no… —comenzó Rachelle.
—Sólo haz lo que te diga. —Armand se sentó en la mesa—. ¿Y bien? ¿Me
repartirás una mano?
Vincent sonrió ampliamente.
—No puedo negarte consuelo alguno, querido primo. Juega con nosotros, si eso
te reconforta.
La Fontaine repartió las cartas. Rachelle las recogió. Podía leer bien los números,
pero estaban decorados con variados símbolos y figuras que no significaban nada para
ella.
—Déjame ver —dijo Armand, inclinándose sobre su hombro.
—Es una lástima que Raoul no esté aquí —dijo Vincent—. Creo recordar que
siempre te ayudaba cuando estabas en problemas.
|

—¿Dónde está Monseiur Courtavel? —preguntó una de las damas—. Todos lo


echamos de menos.
Raoul Courtavel era otro de los hijos ilegítimos del rey. Era enormemente
considerado otro contendiente por el trono, a pesar de su famosa mala relación con su
padre, porque era enormemente popular con las personas por pelear contra los piratas
en el Mare Nostrum. A Rachelle no le interesaban los piratas, las rutas seguras de viaje
no significaban nada cuando la luz del día estaba muriendo, pero al menos Raoul
Courtavel nunca decía que los vinculados de sangre debían ser exterminados. Tampoco
había intentado reclutar a algunos como sus propios sirvientes, lo que aparentemente
había hecho Vincent.
—Creo que Raoul todavía está descansando en su finca —dijo Armand—, ya que
padre le dijo que se estaba sobre exigiendo. —Miró las cartas, luego los rostros de los
otros jugadores—. Baja esa —dijo, apuntando a la carta más a la izquierda en sus
manos.
Rachelle nunca entendió exactamente cuáles eran las reglas del juego, excepto
que algunas de las cartas podían ser bajadas, algunas podían ser pedidas de la mano de
otro jugador y algunas debían ser contenidas a cualquier costo. Pero lo que se dio
cuenta con rapidez era que los jugadores tenían permitido mentir acerca de sus manos,
excepto cuando no lo hacían, y esa exitosa manera de fingir era la única manera de
ganar.
Armand sonreía educadamente, mentía a través de sus dientes y en diez
minutos había ganado todo el dinero que todos los demás habían puesto sobre la
mesa.
—Una maravillosa conquista —dijo la Fontaine—. Claramente la fortuna
favorece a los santos.
—O la… —Vincent Angevin interrumpió lo que fuera que estaba a punto de
decir. En vez de eso, empujó su silla hacia atrás y se inclinó tensamente—. Buenas
noches. —Luego se fue.
—Creo que ese es un milagro por sí mismo —dijo la Fontaine—. Vincent
Angevin, dejando la mesa de apuestas antes del amanecer. —Golpeteó la mano
plateada de Armand con su abanico—. Aún no has ido a mi salón. Estarás allá mañana
en la mañana, lo ordeno.
—Si el rey lo permite —dijo Armand, sin mirar a Rachelle.
—Tú también, Mademoiselle Brinon —dijo la Fontaine—. Debe estar allí.
—Soy su guardaespaldas —dijo Rachelle—. Por supuesto que tengo que
|

seguirlo.
Miró con determinación hacia las cartas repartidas en la mesa e intentó no
recordar a la Fontaine encontrándola en la antecámara del rey.
—Me refiero como una invitada —dijo la Fontaine—. Le insistiré a mi señor, si
necesita una orden real.
Era probablemente algún plan bizarro para humillarla. Pero no podía permitirse
meterse en nigún problema con el rey.
—Puede llamarme una invitada si quiere —dijo ella.
La mañana siguiente, Amélie la miró a los ojos y dijo:
—Usarás un vestido esta vez. Usarás un vestido y me dejarás pintar tu rostro y
no, no tienes elección.
—No iré ahí como invitada —murmuró Rachelle.
—Sí, sí lo harás —dijo Amélie—. Un paje me entregó una nota anoche. Te invitó
oficialmente y eso significa un vestido y cosméticos.
—Quiere humillarme —dijo Rachelle—. Eso significa que no importa lo que me
ponga.
Amélie aplaudió.
—Entonces sólo tendrás que vete más hermosa que ella.
¿Qué importa?, pensó Rachelle. El mundo está terminándose y estoy atrapada
asistiendo a fiestas.
Pero entonces Amélie encontró su mirada y dijo en voz baja:
—Teníamos un acuerdo.
Si el mundo estaba terminando, le debía a Amélie mantener su promesa y
dejarla hacer lo que adoraba.
Y así fue cómo Rachelle terminó sentada en una silla junto a la mesa llena de
pequeños frascos y brochas. Amélie, de pie a su lado, tomó una brocha y la bajó de
nuevo. Puso dos dedos en cada sien de Rachelle y lentamente inclinó su cabeza de lado
a lado, escudriñando su rostro. Luego la soltó y mordió su labio.
—¿Algún problema? —preguntó Rachelle.
—La pregunta es —dijo Amélie, sonando como si acabara de llegar al final de un
largo discurso—, ¿eres lo suficientemente valiente?
|

—¿Qué?
—No puedo hacerte hermosa —dijo Amélie—. Te daré el maquillaje más
hermoso que hayas visto, pero si sólo te sientas ahí bajo él y… languideces, lucirás
patética. Es como una espada. Si no la empuñas, entonces no te sirve de nada. Está
bien si quieres lucir patética la mayor parte del tiempo, pero esta es mi única
oportunidad para mostrarle a cualquier persona lo que puedo hacer, así que no lo vayas
a arruinar. ¿Entendido?
—¿Normalmente luzco patética?
—No —dijo Amélie—, pero sí tienes una expresión de terror cuando te hablo de
vestidos.
—No soy… no sé cómo ser una dama —dijo Rachelle—. Si querías eso, debiste
haberte conseguido a alguien más.
—No —dijo Amélie—. No quiero a nadie más. Sólo entra en ese salón y
desafíalos. ¿Prometido?
—Está bien —dijo Rachelle después de un momento. Las palabras “No quiero a
nadie más” resonaron en su cabeza, desesperadamente consoladoras. Amélie no sabía
todo lo que Rachelle había hecho, así que no debería ser consuelo alguno que la
quisiera a ella, pero lo hacía.
—Bien. —Asintió Amélie con dureza. Luego levantó su voz y llamó—: ¡Sévigné!
La mucama, una baja y regordeta mujer con unos pocos cabellos grises
asomándose desde debajo de su gorro, apareció al lado de Amélie y tuvieron una corta
y rápida discusión en voz baja, Amélie frecuentemente golpeando una brocha en el
rostro de Rachelle para hacer un punto. Luego Amélie deshizo la trenza del cabello de
Rachelle y primero lo reunió holgadamente en lo alto de su cabeza, luego lo tiró todo
hacia atrás tan ajustadamente que su cuero cabelludo se sintió estirado. Sévigné
chasqueó su lengua, sostuvo el cabello de Rachelle, y pareció hacer la misma cosa, pero
comenzó otra pequeña ráfaga de discusión.
Rachelle no escuchaba lo que decían; estaban hablando en oraciones a medias
acerca de cosas que de todas formas no entendía. Dejó que el golpeteo de sus palabras
pasara sobre ella. Ambas hablaban como si ella no estuviera allí, cosa que era algo que
normalmente la llevaba a la distracción. Pero estaban hablando acerca de cómo usar su
rostro y cuerpo como un lienzo y eso la hizo sentir extrañamente atesorada.
Cuando la consulta terminó, Sévigné se fue rápidamente mientras Amélie
porcedía a trabajar con el maquillaje. Tomó el rostro de Rachelle, lo inclinó, y comenzó
|

a pintar con la base en rápidas pinceladas pequeñas como un gato lamiendo leche.
La tensión de los hombros de Rachelle desapareció y el cansancio se filtró por
sus huesos. El Bosque y el Devorador dejaron de importar. El mundo se había reducido
solo a esto: la cálida presión de los dedos de Amélie inclinando su cabeza. El cosquilleo
de la brocha. El suave sonido de los labios de Amélie abriéndose, siempre chasqueaba
su lengua y hacía muecas mientras trabajaba, encogiendo la nariz o estrujando la boca
hacia un lado.
Luego vino el espolvoreado con polvo de perla. Luego el colorete, el cual Amélie
aplicó con la punta de sus dedos, frotándolo en las mejillas de Rachelle. Luego el clavo
quemado cepillando sus cejas para oscurecerlas.
—¿Puedes cubrir la marca? —preguntó Rachelle abruptamente a medida que
Amélie terminaba con sus cejas.
—No —dijo Amélie—. Si uso tanto polvo, sólo saldrá volando. Además, la marca
combina con tu vestido y el parche que pondré en tu rostro. —Levantó una pequeña
estrella negra de terciopelo—. ¿Sabías que hay todo un lenguaje en cuanto a parches?
—No —dijo Rachelle cautelosamente—. ¿Qué significa una estrella?
—Asesino.
—¿Qué?
Amélie rio.
—De hecho, significa “coraje”. —Puso pegamento sobre el parche, lo colocó en
la mejilla derecha de Rachelle, y luego lo presionó con su pulgar—. No pondría nada en
tu rostro que no fuera verdad.
—Acabas de cubrir mi rostro con diecinueve tipos de pintura —dijo Rachelle—.
No creo que quede nada verdadero.
—Tres tipos de pintura. Mírame y abre tu boca. —Rachelle obedeció, y Amélie
comenzó a poner pintura roja sobre sus labios—. Y nunca hables de mi arte de esa
manera. No te estoy pintando para esconderte. Te estoy pintando porque eres
hermosa. —Pasó su pulgar debajo del labio de Rachelle para limpiar una mancha—.
Listo. Terminado. —Le pasó el espejo a Rachelle—. Este es sólo el comienzo.
Una vez más, una dama le devolvía la mirada desde el espejo. Todavía se veía
completamente falsa; pero esta vez Rachelle se vio y pensó: Amélie cree que merezco
verme hermosa.
|

Era un sentimiento extrañamente embriagante y aunque las preparaciones


continuaban, ella solo se sintió más ebria: el mismo júbilo vertiginoso, la sensación de
su cuerpo siendo más ligero que el aire y ya no tan atado a ella.
Sévigné descendió sobre ella y una vez que hubo modelado el cabello de
Rachelle en rizos adecuados, murmurando todo el tiempo cómo no había suficiente
tiempo, lo enrolló encima de su cabeza con lazos rosados y broches de perlas.
El corsé era muy diferente a los simples suspensorios que Rachelle usaba
normalmente debajo de su camisa: no tan incómodo como había esperado, pero
mucho más extraño. Se presionaba en sus costillas pero también enderezaba su
columna; a pesar de que era enloquecedoramente aprisionador, se sentía como si le
agregara centímetros a su altura y la hiciera flotar del suelo.
Y luego vino el vestido en sí: de seda rosa oscura que caía sobre su cuerpo en
exquisitos dobleces. Las mangas abombadas se abrían para mostrar la seda blanca
debajo y cordeles de flores de seda apretaban las mangas alrededor de sus codos. Con
todos los vestidos y enaguas debajo, era la prenda más pesada que Rachelle había
usado alguna vez, envolviéndola como una especie de armadura; sin embargo el escote
era ancho y profundo, apenas sosteniéndose de sus hombros. No solo exponía más de
sus pechos que lo que nadie hubiera visto alguna vez, sino que mostraba a todo el
mundo la estrella color rojo sangre en la base de su garganta.
Rachelle miró la estrella en el espejo y su igual sobre su mejilla y pensó: Amélie
dice que significa coraje.
—Aquí está tu abanico —dijo Amélie, poniéndolo en su mano.
—Gracias —dijo Rachelle, y fue a buscar a Armand. Los pequeños tacones
arqueados de sus zapatos le daban a sus pasos un extraño ritmo de balanceo que
nunca había sentido antes.
Armand estaba esperando en su sala de estar, de pie con su espalda hacia la
pared, los brazos sueltos a sus lados, la boca apretada en una media sonrisa irónica.
Erec estaba de pie junto a él.
—¿Qué quieres? —exigió Rachelle, intentando desesperadamente no pensar en
cuán bajo era el corte de su vestido y fallando completamente.
—Mi señora —dijo él, dando un paso al frente y haciendo una reverencia—.
Estoy aquí para escoltarla al salón.
—No estás invitado —dijo Rachelle.
|

—Creo que te darás cuenta que estoy invitado a la mayoría de los lugares. —
Tomó su mano y la besó.
Quería protestar, pero él solo reiría. Y Rachelle había decidido hace tiempo que
podía soportar la burla ocasional de su parte por el bien de su amistad.
—Creo que sólo te apareces en la mayoría de los lugares y la gente no se
molesta en sacarte —dijo ella—. Pero acompáñanos si quieres.
Traducido por BookLover;3 y Shilo

Corregido por âmenoire

P or supuesto que Erec tenía que poner su mano sobre su brazo para
que así pudieran hacer una gran entrada juntos. Rachelle no luchó
por eso. Una vez que estuvieran dentro de la sala de estar de la
Fontaine, él sin duda encontraría a otras cinco chicas, más bonitas que ella y más
elegantes también, y la olvidaría, dejándola en paz.
Pero cuando atravesaron el umbral, Rachelle fue quién brevemente lo olvidó. La
sala de estar era lo suficientemente impresionante por sí misma: era muy grande, con
un techo pintado como el cielo y las paredes cubiertas con murales de verdes colinas y
pastores. (Pensó que debían ser pastores debido a sus bastones de pastores, aunque
|

los holgazanes jóvenes cubiertos en seda no lucían para nada como los pastores reales
que había conocido. Pero la otra opción eran obispos, y eso parecía aún menos
probable.) La Fontaine, sin embargo, había transformado la habitación en un jardín.
Había árboles en macetas de cada clase: manzanos y robles, naranjos y palmeras. Rosas
crecían entre ellos, las esposas del bosque sureñas solían utilizar rosas en sus
encantamientos, pero Rachelle dudaba que la Fontaine supiera lo suficiente sobre la
vida real en el país para que fuera una alusión consciente.
No había soles ni lunas pintadas o esculpidas en algún lugar. Estaba tan
acostumbrada a comprobar las habitaciones, que apenas se daba cuenta que lo hacía.
Los invitados, sentados en pequeños taburetes acolchonados, por un momento
realmente lucieron como si fueran figuras de los idílicos murales traídas a la vida.
Entonces todos se giraron para mirar y susurrar detrás de sus abanicos y Rachelle
recordó que era una intrusa en este perfecto mundo pastoral. Era un lobo entre las
ovejas de porcelana y Erec probablemente le diría que no debía tener miedo, pero su
piel se erizó cuando vio sus ojos volviéndose hacia ella.
La sala volvió a la vida cuando cinco o seis invitados convergieron en Armand.
Rachelle notó sus hombros tensos mientras se presionaban sobre él y por un instante
su propio cuerpo chisporroteó con la necesidad de pelear, pero entonces él estaba
sonriendo y asintiendo hacia la multitud reunida a su alrededor y ella se dio cuenta que
solo se había estado preparando para encantar y mentir.
Ella se alejó, sintiéndose enferma y encontró que la Fontaine había descendido
sobre ellos.
—Mi querido Fleur-du-Mal —dijo, besando la mejilla de Erec—, otra vez mientes
a tu nombre. Tu presencia es una amabilidad inesperada.
—Le prometí a mi señora que la acompañaría —dijo Erec, de alguna manera
haciéndolo sonar como si Rachelle le hubiera rogado que viniera porque no podía estar
separada de él por una hora.
La Fontaine levantó sus pálidas cejas hacia Rachelle.
—¿Y tú, mi querida, cómo vamos a llamarte?
Rachelle no tenía idea de cuál era la cosa correctamente cortés a contestar, pero
todavía no estaba lista para admitir la derrota.
—¿No es “Mademoiselle” lo suficientemente bueno?
—Pero por supuesto que no —dijo la Fontaine—. Ya no estamos en el Château
de Lune; ahora estamos en la pacífica tierra de Tendre, donde no hay ni corte ni título,
sino que todos habitamos en armonía por igual. —Su voz era una mezcla tan perfecta
|

de miel y vinagre que Rachelle no tenía idea de si adoraba la idea o se burlaba de ella—.
Incluso yo, la diosa del reino, soy tratada solamente por mi nombre y cualquier persona
puede sentarse en mi presencia.
—Diosa —dijo Rachelle perplejamente.
—Fue mi madre, la Belle-Précieuse, que fundó Tendre de la nada —dijo la
Fontaine—. Ella lo pobló con lo más encantador de este mundo y me lo dejó como mi
única herencia. Como hija de la Creadora Suprema, creo que puedo aspirar a esa
palabra.
—Por supuesto que usted puede reclamarla —dijo Erec—. Solamente usted
puede hacer frente a un desafío o dos.
—Con mucho gusto —dijo la Fontaine—. Los derrotaré con mi belleza como
ejército y mi ingenio como caballería. Pero eso no soluciona el problema de nuestra
querida sin nombre. ¿Cómo deberíamos llamarla?
—¿No es obvio? —dijo Erec—. Ella blande una espada para proteger a nuestro
pueblo. Seguramente “la Pucelle” es el único nombre posible para una doncella tan
valiente —dijo las palabras con una pequeña sonrisa irónica, como si la obvia diferencia
entre Rachelle y el legendario guerrero santo fuera una broma muy elegante.
Las cejas de la Fontaine se arquearon exquisitamente.
—¿Una doncella, después de todo ese tiempo a su lado? Ciertamente, un
milagro digno de un santo.
—Y aun así sería un milagro si me favoreciera —dijo Erec—. Ten piedad de mí,
porque incluso en la tierra de Tendre no recibo ninguna gentileza. —Él puso una
burlona y elegante mano sobre su corazón.
—Sí —dijo la Fontaine—. Me gusta. Y simplemente piensa… —Se giró de nuevo
a Rachelle—, que tendrías tu propio día santo, sin el tedioso trabajo de la santidad.
Rachelle miró a las descoloridas joyas que brillaban en los pendientes de la
Fontaine y silenciosamente renunció a hacer sentir orgullosa a Amélie por su capacidad
de actuar como una dama.
—Maté a alguien y no me arrepiento —dijo ella, con calma y mucha claridad—.
No creo que usted me quiera en sus altares a menos que la blasfemia sea la costumbre
de su reino.
Hubo un momento de magnífico silencio incómodo en el cual Rachelle notó que
todos en la habitación los miraban, lo que significaba que todos habían estado
escuchando. Eso le dio una cierta satisfacción sombría.
|

Entonces Armand, quien al parecer había despedido a su multitud de devotos,


dijo alegremente:
—Bueno, no necesitamos preocuparnos por blasfemar a dioses paganos. Por lo
tanto, ¿qué tal Zisette? Puesto que también has entrado en el Bosque y has salido de
nuevo.
Rachelle resopló. Salir del Bosque no era lo más importante en que se parecía a
Zisa. Pero cuando se encontró con los ojos de Armand, no parecía haber ninguna burla
escondida en su cara. Sintió que él quería que le devolviera la sonrisa.
—Si es necesario —dijo ella.
—Esa es lo más amable que recibirá por respuesta de mi señora —dijo Erec.
—Entonces venga con nosotros, Zisette —dijo la Fontaine—, y deja que la tierra
de Tendre te enseñé amabilidad.
Rachelle verdaderamente dudaba que la tierra de Tendre tuviera mucho que ver
con la amabilidad, pero se dejó ser guiada hacia un pequeño taburete con un cojín de
seda roja. Armand se sentó a su derecha. A su izquierda estaba una mujer alta con
cabello oscuro y un rostro como una estatua de mármol. Se dio vuelta lánguidamente
hacia Rachelle y dijo:
—Dígame, ¿cómo se siente?
Rachelle le dio una mirada en blanco.
—Oh, ¿cómo pude ser tan grosera? —dijo la mujer—. Aquí en Tendre, soy
l’Étoile-Polaire y es un placer conocerle, Zisette. Ahora por favor, me muero por saber:
¿cómo se siente ser un vinculado de sangre?
—No lo sé —dijo Rachelle—. ¿Qué se siente ser una dama?
Había charlas en otras partes de la habitación, la Fontaine alzaba sus cejas y
hablaba con un hombre viejo, pero la gente cercana la miraban fijamente y sabía que en
cualquier momento todos comenzarían a reír.
—No tan emocionante, estoy segura —dijo l’Étoile-Polaire—. Usted tiene el
Gran Bosque en su sangre. Pienso que a veces la envidio.
—Querida, no la envidies —dijo una mujer mayor que usaba una enorme peluca
empolvada—. Ella tiene que luchar con engendros del bosque toda la noche.
—No se arrepentirá cuando la Noche Eterna caiga —dijo un joven sin color con
tanto encaje en su garganta que lucía como si pudiera estrangularlo—. Nada más que
|

trabajo, trabajo, trabajo por siempre.


—Quieres decir si es que cae —dijo la mujer mayor—. Se supone que
conservaremos al sol en el cielo mientras sigamos llorando por nuestros pecados,
¿cierto? Creo que eso es lo que dijo nuestro tedioso obispo.
—Llorar es demasiado problema —suspiró l’Étoile-Polaire—. Sólo tendré que
morir en la oscuridad eterna.
Los tres estallaron en una estúpida risa suave que hizo que Rachelle deseara
gritar. Eran lo bastante ricos para encender lámparas toda la noche; no tenían que salir
a hacer mandados cuando los engendros del bosque vagaban por las calles. Así que no
creían en la Noche Eterna. Nadie de la nobleza lo hacía.
—No creo que pudiera soportar matar cosas —dijo una joven que usaba un
vestido que era exactamente del mismo color amarillo pálido que los rizos apilados
encima de su cabeza—. Ni siquiera a los engendros del bosque.
—Pero lo olvidas —dijo el joven—. Ella ya ha matado a alguien, la chiquilla
traviesa. —Le dio a Rachelle una sonrisa que parecía tratar de ser desenfadada.
—Por supuesto, lo olvidé —dijo l’Étoile-Polaire, y otra vez, lentamente su mirada
fija flotó de nuevo a Rachelle—. ¿Quién fue?
Rachelle los miró fijamente. Había esperado que se burlaran de ella o fuera
despreciada. Así es como sucedió en la ciudad: la gente la despreciaba por ser una
vinculada de sangre o se reían de ella por ser una campesina del extremo norte de la
nada.
Nunca había soñado que la corte la encontraría exótica.
—Yo… no creo que sea muy agradable preguntar —dijo la chica en el vestido
amarillo.
—Vamos, vamos, Soleil —dijo el joven—. No es como si fuera una ruborizada
inocente. Ya ha dicho que no lo siente.
—Y tampoco estaría arrepentida de matar a cualquiera de ustedes —dijo
Rachelle—. Así que tal vez no deberían molestarme.
A su lado, Armand dejó escapar un suave resoplido de risa.
Ese momento, uno de los sirvientes llegó con una bandeja de pastelillos, los que,
Rachelle suponía, la Fontaine había mencionado cuándo se conocieron y todo el mundo
se distrajo.
|

—Oh —dijo Soleil, girándose hacia Armand—. ¿No vas a comer alguno de esos
encantadores pastelillos?
—No —dijo Armand, quien parecía haberse olvidado completamente sobre ser
un mentiroso encantador. Tal vez no pensaba que Soleil fuera de alguna utilidad para
él, aunque ciertamente era bastante bonita.
—Oh, ¡lo olvidé! —dijo Soleil—. Tus pobres manos. Yo te los daré de comer.
La mandíbula de Armand se tensó ligeramente.
—No, gracias.
Soleil, que ya había agarrado un pequeño pastel con glaseado rosa, se detuvo.
—¿Pero por qué no?
—Porque no tengo hambre. —La voz de Armand permaneció tranquila y
uniforme, pero Rachelle podía ver sus hombros tensándose ligeramente y
repentinamente recordó todas las veces que ella había mantenido su voz tranquila y
uniforme cuando intentaba contestarle a Erec.
—Porque —dijo Erec, de pronto detrás de ellos; Rachelle se estremeció,
sintiéndose como si lo hubiera convocado—, está avergonzado por no poder
alimentarse por sí mismo.
Habló con el ligero tono punzante con que solía burlarse de Rachelle, por lo que
le tomó un momento darse cuenta que había estado hablando de Armand, y darse
cuenta de lo que había dicho de él.
Le tomó otro momento darse cuenta que estaba enojada.
—Pero no deberías estar avergonzado —dijo Soleil—. Pienso que es tan
hermoso, cuán dispuesto estuviste a sacrificarte, no puedo imaginarlo, por supuesto,
pero cuando intento imaginarlo, entonces siento como si también pudiera ser fuerte
y… —Mordió su labio, ruborizándose—. Por favor, por favor déjame ayudarte.
La boca de Armand se aplanó.
—Sí, deja que la chica te haga un favor —dijo Erec—. ¿No se supone que los
santos deben ser dóciles y humildes de corazón?
Aparentemente animada, Soleil empujó la torta hacia delante.
—¿Tú no…?
Rachelle atrapó su muñeca.
|

—¿Mencioné que soy su guardaespaldas? —dijo—. Y no soy una santa, así que
puedo hacer lo que quiera.
Armand suspiró y levantó su mano de metal para separar sus manos.
—Mademoiselle, es usted muy amable —le dijo a Soleil—. Pero no perdí mis
manos con el propósito de hacerle sentir especial.
Soleil se había sonrojado, pero antes de que pudiera decir algo, la Fontaine
palmeó sus manos una vez. Todos en el salón se callaron.
—Suficiente charla —dijo la Fontaine—. Es tiempo para las historias. Y en honor
a nuestro invitado, propongo que cada uno contemos una historia del norte.
Soleil se levantó.
—Si me disculpa, gentil diosa —dijo tranquilamente—. No estoy lo
suficientemente bien para historias. —Luego huyó.
—Ahora la has hecho llorar —dijo Erec—. No es muy santo.
—Ahora estás hablando cuando nuestra anfitriona pidió silencio —dijo Armand.
—¿Tienes una historia para compartir, mi querido Fleur-du-Mal? —preguntó la
Fontaine, su voz resonando por la habitación como una campana.
—No, mi querida Fontaine —dijo Erec.
La Fontaine asintió regiamente.
—Entonces hemos de proceder. Tú. —Asintió hacia el joven que había llamado a
Rachelle una “chiquilla traviesa”. Se revolvió hasta ponerse de pie, tratando de sonreír
de nuevo, pero ahora sólo se veía enfermizo, y empezó una historia inconexa acerca de
tres pastoras y un abejón que era un príncipe en desgracia.
Rachelle no prestó mucha atención. Estaba demasiado ocupada mirando a
Armand y pensando. Él debía haber estado sentado en el lugar de la Fontaine en el
centro de la habitación, todos apenándose o sonriendo de acuerdo con lo que decía. Si
de verdad hubiera mentido acerca de encontrarse con el nacido del bosque, si
simplemente hubiera decidido convertir sus lesiones en fama, entonces querría fama.
Un mentiroso podría tener demasiado orgullo para ser alimentado con las manos, pero
seguramente al menos querría que una chica linda declarara que era maravilloso y
valiente.
Al menos que no fuera un mentiroso. Pero ¿qué más podía ser? Una vez
marcado por un nacido del bosque, no había manera de escapar. Matabas a alguien o la
marca te mataba. No había otra manera.
|

Esperaba demasiado que no hubiera otra manera.


El joven tartamudeó hasta terminar. Su historia no había sido nada como las
historias al lado del fuego que contaba la gente en la aldea de Rachelle, pero no
pensaba que era por eso que la Fontaine lo miraba cuando finalizó y dijo:
—Muy encantador. —Él se encogió y se retiró a una esquina.
Luego l’Étoile-Polaire se levantó como una flor agotada.
—Creo que yo puedo honrar a nuestro invitado —dijo—. Érase una vez, un
príncipe y una princesa que vivían en una torre de plata con domos de oro y parapetos
de diamante. Todas las mañanas comían bayas y crema, y sus días eran todos
encantadores…
La historia avanzó lentamente, con muchas divagaciones acerca de los deleites
del palacio y el caballo del príncipe y los vestidos de la princesa. Eventualmente, los dos
niños planearon perderse en los bosques.
Y ahí fue cuando el Gran Bosque despertó en el salón de la Fontaine.
O tal vez, el Bosque soñó con ellos. Ciertamente no era una manifestación
completa; Rachelle apenas la sentía, solo la veía, efímeramente y con el rabillo de sus
ojos. Empezó con los murales: adquirieron profundidad y sombras, los árboles
haciéndose más gruesos, enredaderas enroscándose por las piernas de los pastores.
Tenues figuras de animales acechaban las colinas y las bocas cantarinas de los pastores
parecían estar gritando.
Hasta que los vio directamente y luego los murales se mostraron planos,
brillantes y bonitos otra vez.
Podría haber pensado que lo estaba imaginando. Pero mientras l’Étole-Polaire
contaba, con muchas florituras, cómo el príncipe y la princesa tropezaron con una
cabaña donde una anciana loca metió al príncipe en una jaula, pero adoptó a la princesa
y le dio tareas, Rachelle empezó a ver movimiento. Las plantas en las macetas se
mecían con una brisa fantasmal. Las flores florecían en el piso de mosaico. Venados
traslúcidos miraban a través del follaje fantasmal, asombrados y huyendo.
Era la manifestación más fuerte del Bosque que había visto aquí de momento y
su primer pensamiento fue que la puerta debía estar aquí. Solo le había dado a la
habitación una rápida examinación cuando entró. Ahora la escudriñó lenta y
cuidadosamente. No había soles o lunas en ningún lado.
|

Pero entonces, ¿por qué el Bosque estaba apareciendo? ¿Las protecciones en el


Château simplemente se habían debilitado tanto?
Ramas de rosas insustanciales bajaron por su hombro. Rachelle se sobresaltó al
mismo momento en que Armand inhaló bruscamente a su lado, y luego se miraron a los
ojos.
Entonces realmente podía ver el Gran Bosque. Era bueno saberlo.
Él levantó sus cejas un centímetro. Ella se encogió de hombros. No sentía que el
Bosque estuviera preparado para irrumpir y amenazarlos, no había ninguna presencia
de engendros del bosque, era como si simplemente el Bosque estuviera pensando en
ellos.
—…y luego —continuó l’Étoile-Polaire—, la anciana creyó que la princesa la
quería y dijo que tal vez podría ayudar a sacar al príncipe de su jaula y hornearlo en un
pastel…
El Bosque a medio ver tembló a su alrededor y Rachelle repentinamente se dio
cuenta qué historia estaba contando l’Étoile-Polaire. Y tal vez por qué el Bosque estaba
escuchando.
—No —dijo ella—. Así no es como va.
Todos la miraron, incluyendo los ojos en el follaje fantasmal y Rachelle tuvo que
contener una extraña urgencia de reírse. Todos pensaban que ella era impactante,
cuando lo era el hecho que todos ellos estuvieran sentados en medio del Bosque.
¿Alguien siquiera había estado afuera en el Bosque alguna vez?
—¿Disculpa? —dijo l’Étoile-Polaire.
—Estás contando la historia de Tyr y Zisa, ¿cierto? —dijo Rachelle.
—Si debes decirlo tan bruscamente, sí.
—Estás contándola mal. —Rachelle escuchó un suave resoplido de risa a su
lado: Armand tenía una muñeca presionada contra su rostro para ahogar la risa.
—Te lo concedo, las viejas crónicas probablemente mencionaban menos
detalles —dijo la Fontaine, tan ligeramente como si no hubieran azulejos con caras en
forma de corazón posados en sus hombros.
—Zisa no ganó el favor del nacido del bosque por llevarle el néctar de cien
flores. Mató a sus padres y les sacó sus corazones y así se convirtió en una vinculada de
sangre.
|

Todos aún la miraban fijamente y Armand todavía se estaba ahogando una risa
silenciosa. El Bosque todavía estaba escuchando. Era, probablemente, la peor idea del
mundo contar esta historia cuando el Bosque estaba escuchando, pero no lo pudo
resistir. Todos eran tan inconscientes y Armand se estaba riendo junto a ella.
—Luego el nacido del bosque confió en ella lo suficiente que fue capaz de
acompañarlos al sacrificio. Pero cuando habían invocado al Devorador para así
ofrecerles a Tyr, Zisa engañó al Devorador para que la dejara caminar dentro en su
estómago dos veces para robar al sol y la luna.
—Qué encantador —dijo la Fontaine. Los pájaros en sus hombros temblaron y
se fueron.
—Zisa pretendía matarlo después —dijo Rachelle—. Pero antes que pudiera
hacerlo, el Devorador la poseyó. Entonces Tyr la mató con Joyeuse justo cuando el sol
se alzó por primera vez. Fin.
La voz de l’Étoile-Polaire fue glacial.
—¿Estás diciendo que el primero de nuestros reyes era un asesino?
—Esa es la historia que cuentan en el norte —dijo Rachelle débilmente.
—No lo juzguen tan duramente —dijo Erec. Estaba observando a Rachelle con
su familiar sonrisa; si había notado al Bosque, no daba señal de ello—. Apenas sería un
buen rey si dejaba que una parricida compartiera su trono.
—Y apenas un buen hombre si mató a su hermana —dijo la Fontaine—. Un
dilema lamentable. —Sonaba precisamente tan angustiada como si le hubieran dado
pasteles con el tipo incorrecto de glaseado.
—Pero no lo hizo —dijo Armand.
La Fontaine alzó una ceja.
—¿Tienes otra versión que contar?
—No —dijo Armand—. Si su historia es verdadera, Tyr no mató a su hermana.
Derribó al Devorador que se había escondido dentro de ella.
Rachelle lo miró. Ya no se estaba riendo; sus codos reposaban sobre sus rodillas
mientras se inclinaba hacia delante, sus cejas ligeramente juntas. Parecía simple y
seriamente interesado en la conversación.
—¿Crees que ese tipo de detalle importa? —preguntó ella.
Su boca se curvó hacia atrás en una sonrisa.
|

—Cuando se trata de matar a tu familia, imagino que cada detalle importa.


—Tu padre estará contento de escuchar eso —dijo Erec y los labios de Armand
se tensaron.
Algo se apretó en el pecho de Rachelle; no sabía si era envidia, diversión o
irritación.
—¿Y crees que —preguntó ella—, porque Tyr no quería matar a su hermana, de
alguna manera no la mató? ¿Crees que Zisa en realidad no mató a sus padres, sólo
porque pretendía salvar a su hermano?
Zisa Manos Sangrientas, la llamaban en su aldea y decían que en las noches sin
luna olvidaba que su misión ya estaba completada y sacaba los corazones de cualquiera
lo suficiente tonto para vagar solo por el bosque. Susurraban sobre los sacrificios que le
eran ofrecidos a ella en los días paganos de antaño, cuando la gente la adoraba como
una diosa. Había ganado para ellos el sol y la luna, pero se había convertido en un
monstruo.
Por un momento, el mural mostró a una niña borrosa con dos corazones
sangrantes en sus manos. Luego Rachelle parpadeó y se había ido.
—Para el victorioso, el botín —dijo Erec, observándola con ironía
conspiratoria—. Y también el perdón por todas las fechorías.
—No —dijo Armand. Su voz era suave, pero resuelta—. Creo que Tyr tenía
razón y Zisa estaba equivocada y ninguno tuvo suerte. ¿Crees que hacer lo correcto
siempre será bonito?
Por un momento, su garganta se obstruyó con una ira refleja, porque, qué
derecho tenía él a burlarse de ella pretendiendo que sabía sobre la oscuridad y las
decisiones difíciles…
Excepto que todavía la estaba mirando con esa mirada simple y abierta. Su
cabeza se había inclinado un poco hacia el costado y sus labios estaban ligeramente
abiertos. Se veía como si ella fuera un código que estuviera tratando de descifrar.
No se estaba burlando de ella. Le importaba esta pregunta. De todos en la
habitación, era el único a quien le importaba.
—Creo que algunas veces no existe lo correcto —dijo Rachelle—. ¿Qué debería
haber hecho Zisa? ¿Dejar a su hermano cautivo esperando a ser matado y dejar a toda la
humanidad esclavizada por los nacidos del bosque, sólo para que así pudiera
enorgullecerse de sus manos limpias? ¿O crees que Tyr se habría salvado por un
milagro?
—No —dijo Armand.
|

—Entonce, ¿qué debería que haber hecho ella?


Su boca se arrugó insatisfechamente, pero no apartó la mirada. No se rio. No
pretendió que todo estaba bien.
Se dio cuenta que de verdad quería saber su respuesta.
—No lo sé —admitió suavemente.
Ella sintió como si acabara de lanzarse de un techo y estuviera dirigiéndose hacia
el suelo a través del aire.
—¿Entonces sabes lo que está mal, pero no sabes lo que está bien? ¿De qué sirve
eso?
—Bueno —dijo Armand—, de algún modo, reduce las opciones.
—Esa no es una respuesta.
—Y al menos sé que hay una respuesta, aún si voy a morir sin encontrarla.
—Eres un santo. ¿No se supone que Dios te dice estas cosas?
Y entonces él le dio esa familiar sonrisa radiante y aguda que usaba para
desafiarla.
—Sí. Justo después que haga crecer mis manos de vuelta.
Se miraron fijamente por un momento más y Rachelle se dio cuenta que su boca
estaba inexorablemente curvándose en una sonrisa.
Deseó, de repente y con todo su corazón, que ella pudiera hacer que quisiera
ayudarla. Pero si era un santo o un fraude, ¿qué siquiera podría tener ella para
ofrecerle?
|
En cierto valle, entre tres colinas bajas, había un pantano. Nada vivía o crecía allí: ni
juncos, ni moho, ni pescado, ni pájaros. Solo había suave arcilla oscura, zarcillos pálidos de
niebla y una multitud de pequeñas piscinas frías.
Y huesos. Cien mil huesos y más. Por aquí era donde los nacidos del bosque
arrojaban las cáscaras gastadas de los recipientes del Devorador.
Zisa caminó entre las piscinas, los huesos crujiendo bajo sus pies descalzos. Ella
recogió uno, y preguntó:
—¿Quién eres tú?
El hueso le cantó:

“Mi madre, me mató,


Mi padre, me comió.
Una vez tuve un nombre,
Pero ahora no sé quién soy”.
|

Y así cantaron todos los huesos a los que preguntó.


De ida y vuelta Zisa vagó por el pantano, deslizándose en piscinas, arañando por el
barro, y preguntando a todos los huesos por su nombre. Hasta que al fin, cerca del centro,
encontró un hueso que cantó:

“Mi hermana, me mató,


Mi hermana, me comió.
Mi hermana, yo la amaba,
Y a ella la recuerdo yo”.

—Dime —dijo Zisa—, ¿cuál era el nombre de tu hermana?


—Ella era Joyeuse —dijo el hueso—. Pero me ofreció al Devorador, y no sé lo que
le pasó después.
Entonces Zisa gritó:
—Díganme, huesos. ¿Quién de ustedes era llamado Joyeuse?
Pero no hubo respuesta.
Una vez más, Zisa gritó:
—Les ordeno, huesos, díganme: ¿cuál de ustedes ofreció a su hermano como un
sacrificio?
Desde el borde más alejado del pantano, una voz pequeña y seca cantó:

“A mi hermano, yo maté,
A mi hermano, me comí.
Mi hermano, él me amaba,
Demasiado tarde le correspondí”.

Zisa encontró el otro hueso y lo besó.


—Dime, Joyeuse —dijo—. ¿Cuál era el nombre de tu hermano?
|

—Su nombre era Durendal —dijo el hueso.


—Díganme, huesos —dijo Zisa—. ¿Les gustaría destruir al Devorador?
Traducido por Mae

Corregido por âmenoire

C erca del final del salón, uno de los lacayos de Erec se giró para
susurrarle un mensaje que le hizo levantarse rápidamente, besar la
mano de Rachelle, hacer una reverencia a toda la compañía, e irse. Sin
duda era hora que arrestara a alguien o bien se encontrara con una particularmente
bella dama.
Así Rachelle y Armand fueron capaces de caminar de regreso solos, y tan pronto
como estuvieron lejos de las grandes multitudes, Armand la llevó a un pequeño rincón.
—Dime la verdad —dijo suavemente, para que los sirvientes de pie cerca no
pudieran oírlos—. ¿Por qué quieres encontrar esa puerta?
|

Era un mentiroso. Sabía que era un mentiroso, pero justo ahora se veía tan
simple y sincero como lo había hecho en el salón, discutiendo sobre cuándo era
correcto apuñalar a tu hermana en el corazón.
Así que decidió decirle un poco de la verdad.
—Para proteger a Amélie —dijo ella. Las cejas de él se juntaron—. Mi amiga —
añadió apresuradamente—. La chica que aplica mis cosméticos.
—Conozco su nombre —dijo Armand—. Pero esa no es una respuesta.
Ella se encogió de hombros.
—Eso es lo que recibirás. Ayúdame y descubrirás el resto.
Se miraron el uno al otro en silencio por unos momentos.
—¿Por qué no has amenazado a Raoul? —preguntó él.
—¿Qué? —preguntó Rachelle.
—Raoul Courtavel. El único miembro de la casa real que me importa. —Estaba
casi susurrando, para no ser oído; en el pequeño rincón, se encontraban parados
prácticamente hombro con hombro—. ¿Por qué no lo has amenazado para hacerme
cooperar?
Él la miraba directamente, desafiante, pero su cuerpo estaba tenso, como si
estuviera preparándose para cuando ella atacara.
Rachelle se sintió repentinamente enferma.
—Soy un monstruo y una asesina —dijo en voz baja—, pero no voy a matar a tu
medio hermano para que me ayudes. No quiero matar a nadie. Nunca quise ser un
monstruo. Esa es la última cosa que quería. Pero no siempre conseguimos lo que
queremos, y…y… —Ella logró ahogar el flujo de palabras. Estaba humillantemente
segura que había estado a punto de rogarle, de decir: por favor, por favor, ayúdame.
—Muy bien —dijo Armand—. Te ayudaré.
Rachelle lo miró fijamente. Había estado tan concentrada en no rogarle que le
tomó un momento comprender lo que había dicho.
—¿Lo harás? —dijo finalmente y esperó no sonar demasiado aliviada.
Él sonrió.
—Supongo que no tengo nada que perder. Y no creo que tenga que estar en
|

otro lugar esta tarde.


Rachelle asintió, sintiéndose mareada.
—Tan pronto como me quite este vestido.
Media hora más tarde, Rachelle estaba de vuelta en su ropa normal de caza y
caminaban juntos por el pasillo.
—Me gustaría que la historia fuera un poco más exacta que “por encima del sol,
debajo de la luna” —dijo Rachelle—. Cada superficie en este lugar está cubierta con el
sol y la luna. No es útil.
—He estado pensando en eso —dijo Armand—. Fijarse en la decoración es inútil
porque cada habitación en el Château ha sido redecorada, oh, por lo menos dos veces
en los últimos cien años.
—¿Cómo lo sabes? —preguntó ella.
—Todo el mundo sabe eso —dijo Armand fácilmente, entonces la miró—. Por lo
menos, todo el mundo cuya madre fue desterrada de la corte y se consoló creando
modelos de muñecas del tamaño del Château —se corrigió—. Por lo tanto, puedo
asegurarte que, si bien las partes del edificio son bastante viejas, ninguna de las
habitaciones tiene el mismo aspecto que tenía en los días del príncipe Hugo.
—Es por eso que vas a usar tu don —dijo Rachelle.
—Sí —dijo Armand—, pero primero vamos a la biblioteca.
—¿Por qué? —preguntó ella—. ¿Crees que la puerta está ahí?
—No —dijo con calma—, pero hay libros allí y muchos de ellos son crónicas o
memorias. Podría haber algo que nos pueda ayudar.
—Pensé que podías ver el Bosque.
Él suspiró.
—Sí, pero no está adornado con carteles que dicen: “Por este lado hacia la
puerta secreta”. Probablemente veré algo si caminamos junto a la puerta, pero como te
habrás dado cuenta, este es un Château bastante grande y nos tomaría un tiempo
pasear a través de todas las habitaciones.
—Como si leer todos los libros fuera más rápido —murmuró Rachelle. Sólo la
idea de tratar de descifrar un libro tras otro hacía doler su cabeza. La tía Léonie le había
enseñado a leer cuando se convirtió en su aprendiz, pero nunca fue muy buena para
eso—. ¿No crees que si la ubicación de la puerta estuviera escrita, alguien más ya la
|

habría encontrado?
—No creo que esté escrita —dijo Armand—. Creo que tal vez algunas pistas
están escritas, a las que nadie hubiera prestado atención, porque a nadie le interesa el
príncipe Hugo excepto a la gente en las tierras de mi madre. Y a ti.
Sus palabras tenían sentido. Pero al final, no fueron lo que la hicieron ceder. Era
el recuerdo de Armand inclinándose hacia delante mientras discutía sobre Tyr y Zisa.
Todo lo que dijo había sido tonto, santurrón y equivocado, pero había sido la única
persona en esa habitación que se preocupó.
—Muy bien —dijo ella—. Si crees que puedes encontrarla de esa manera,
entonces probemos. Pero tú serás quien lea.
La biblioteca era probablemente la habitación más modesta en todo el castillo, o
al menos la habitación más modesta en la que cualquiera de la nobleza sería atrapado
muerto. Había murales en el techo, pero las estanterías cubriendo las paredes estaban
hechas de madera lisa. Estanterías más bajas recorrían las paredes, dividiendo la
habitación en siete bahías a cada lado. La luz del sol de la tarde se filtraba a través de
las ventanas.
Armand caminó hasta la mitad de la habitación, se detuvo y miró fijamente hacia
los estantes. Trazó su mano a lo largo de los lomos de los libros, sus dedos brillando
bajo la luz del sol y luego se detuvo en un gran libro rojo. Rachelle dio un paso adelante
para sacarlo del estante para él, pero antes que pudiera hacerlo, él lo inclinó hacia atrás
con su dedo y lo atrapó, torpemente pero con seguridad, entre sus antebrazos.
—¿Qué es eso? —preguntó Rachelle.
—Es el diario de una señora que vivió en la corte hace cien años —dijo
Armand—. Madame du Choissy. Era la sobrina del rey, pero más tarde se casó con un
noble menor y desapareció en el campo.
Había una mesa en el centro de la habitación; soltó el libro con un golpe y
Rachelle se acercó con la lámpara.
—¿Y cómo nos ayuda eso? —preguntó ella.
—Estaba obsesionada con las leyendas del Gran Bosque. —Armand abrió la
portada del libro—. Y las leyendas giran en torno a la realidad. Si había más cuentos
sobre el príncipe Hugo en esos días, ella los sabría.
Sus ojos ya rastreaban el texto del libro; su voz se había vuelto vaga y distraída.
Se veía y sonaba exactamente como si estuviera absorto en busca de una respuesta y la
propia inocencia en sus hombros hizo que la sospecha recorriera el estómago de
Rachelle.
|

El libro estaba escrito a mano en antiguas cartas elaboradas. Podía clamar que
las páginas decían lo que él eligiera y ella nunca sabría la diferencia.
Así que se acercó más.
—Qué conveniente que supieras sobre ese libro en específico tan pronto como
necesitamos ayuda.
—Mm —dijo Armand.
Sus manos se estrellaron sobre la mesa junto a él.
—¿Cómo supiste sobre él?
Él levantó la mirada entonces. Un mechón de su cabello marrón pálido había
caído entre sus ojos, no lo llevaba pulcramente recogido como tantos hombres de la
corte. Lo hacía parecer más real, incluso ahora, cuando usaba la expresión insulsa que
ella había aprendido era su armadura.
—Porque estaba leyendo su diario la última vez que estuve en el Château de
Lune —dijo él—. Justo hasta que encontré a un nacido del bosque y fui un poco
distraído.
—¿Ya habías venido al Château de Lune y pasaste tu tiempo en la biblioteca?
—Casi todos los días —dijo Armand—. Aprendí muy pronto que memorizar la
biblioteca de mi madre no me había enseñado a cómo actuar en realidad en una corte y
todas las lecciones que ella me dio eran antiguas. La Fontaine fue la única persona que
no se rio de mí.
—Y entonces les enseñaste a todos una lección.
Su boca se torció.
—Realmente no creo que nadie en la corte haya aprendido nada. ¿Terminaste
de sospechar ahora o quieres revisarme en busca de armas mortales?
—Tú eres un arma —murmuró Rachelle, recordando la adoración de la gente en
su audiencia y el creciente resentimiento que veía en las calles de Rocamadour todos
los días.
—Definitivamente cierto. —Su voz se había vuelto incolora; él miró hacia la
mesa. Después de un momento, preguntó—: ¿Cómo va a ayudar encontrar esa puerta?
¿Estás teniendo problemas para entrar al Bosque por ti misma?
—Si lo pidiera —dijo ella en voz baja y clara—, el Gran Bosque se abriría para mí
en este instante y podría entrar y hacer que el nacido del bosque termine de
|

convirtierme en uno de ellos.


—Entonces, ¿estás tratando de escapar de ellos?
Él la miró de nuevo. La luz del sol moteaba su rostro, atrapando sus pómulos y
brillando a través de sus pestañas. Ella no podía leer su expresión, pero casi creía que
lucía esperanzado.
—No te imagines —dijo ella—, que soy tan amable como tú pretendes ser.
Si él realmente era un santo, si era suficientemente tonto como para tener
esperanza, entonces ella iba a destruirla. El tipo de esperanza que los santos tenían no
existía y quería arruinarlo. Quería arrastrarlo hacia la oscuridad, aplastarlo y romperlo,
hasta que toda la esperanza se fuera de sus ojos y no hubiera nada, nada, que no
quedara nada para que nadie tuviera esperanza.
Sintió el aire dulce y frío en su piel. Al igual que el aire en el Gran Bosque.
Ella se apartó bruscamente.
—Sigue leyendo —dijo ella y se dirigió hacia el otro extremo de la biblioteca. Sus
articulaciones se sentían resbaladizas y temblorosas. El hambre de destrucción se había
ido, pero se sentía vacía en su ausencia.
Era el hambre por el Gran Bosque. El hambre por volverse uno de los nacidos del
bosque. El hambre por convertirse en más e infinitamente más como el Devorador,
hasta que no quedara nada en ella que recordara ser humana.
Algún día se perdería en eso. Siempre había sabido eso. Había dejado de temerle
en su mayoría. Pero ahora estaba casi enferma de miedo, porque no podía perderse
cuando estaba tan cerca, cuando por fin tenía una oportunidad de luchar contra el
Devorador y ganar.
Sus uñas se enterraron en sus palmas. No lo haré, pensó. No lo haré.
Estaba en la puerta ahora. Apoyó su cabeza contra la madera tallada y suspiró.
Alguien respiró desde el otro lado de la puerta.
No lo pensó. Abrió la puerta, la sintió golpear contra la persona, y se abalanzó
hacia el pasillo, sacando su espada. Pero la puerta bloqueó su vista por un crucial
momento, de modo que sólo captó un breve vistazo de alguien alto, probablemente un
hombre, dirigiéndose hacia un pasillo lateral.
Casi corrió tras él, pero no podía dejar atrás a Armand.
Armand. Ella se giró, medio esperando verlo rodeado de hombres armados,
pero seguía sentado en la mesa, mirándola con curiosidad.
|

—¿Qué fue eso? —preguntó él.


—Alguien estaba fuera de la puerta escuchando. —Rachelle agarró la lámpara
de la mesa y comenzó a inspeccionar la biblioteca. Su espalda se erizó, pero nadie se
escondía en las sombras entre las estanterías.
—Oh. —Armand se encogió de hombros y volvió a mirar el libro—.
Probablemente un asesino o alguien que quería besar mis pies. —Sonó aburrido.
Rachelle alcanzó el lado opuesto de la biblioteca y abrió la puerta en ese
extremo. Tampoco había nadie allí.
—¿Han sido muchos? —preguntó ella.
Él no levantó la vista.
—Viste la multitud en mi audiencia.
—Asesinos, quiero decir.
—Cinco intentos. No, seis, contando el de ayer. Mi primo Vicent realmente no
me aprecia.
—¿Cómo sabes que es él? —preguntó Rachelle—. Tal vez es Raoul Courtavel.
La boca de Armand se tensó; cuando volvió a hablar, su voz era aguda y precisa.
—Sabes muy bien que no puede ser Raoul.
—¿Por qué no? —preguntó Rachelle con curiosidad. No había esperado que
estuviera tan ofendido.
Él la miró por un momento.
—Raoul es el único hijo de la casa real que nunca me ha odiado —dijo él—.
Antes o después. Nunca me haría esto. Y yo nunca haría nada para hacerle daño. Es por
eso que Vincent me quiere muerto. Sabe que si el rey muriera sin nombrar a un
heredero, le daría mi apoyo a Raoul. Y a diferencia del rey, Vincent es demasiado miope
para darse cuenta que matarme causaría disturbios.
—No pareces demasiado preocupado —dijo Rachelle.
De nuevo se detuvo, mirándola como si estuviera tratando de descifrar un
acertijo. Luego sonrió y dijo:
—Bueno, estoy seguro que no vas a dejar que nadie me mate hasta que tengas
la oportunidad de hacerlo en primer lugar.
Ella golpeó su cabeza ligeramente.
|

—Sólo sigue leyendo.


Así que leyó y ella lo observó. Se había preguntado cómo podría pasar las
páginas con sus afilados dedos metálicos inmóviles. A veces las páginas comenzaban a
desplazarse, y él simplemente deslizaba sus dedos por debajo para girarla. Pero sobre
todo, utilizaba el dedo meñique de su mano derecha, porque aunque los otros dedos
apenas tenían semicírculos con cavidades en ellos para parecer uñas, el dedo meñique
en realidad tenía una placa metálica delgada que sobresalía una fracción más allá de la
punta del dedo. Era justo lo suficiente para que él la deslizara por debajo de la esquina
de una página y la levantara. A veces tomaba las próximas cinco páginas por accidente.
Entonces arrugaba su nariz y volvía a intentarlo.
Estaba en su tercer intento con una página cuando de repente se detuvo y la
miró.
—¿Qué?
Rachelle se sintió vagamente avergonzada, pero no había mucho que pudiera
hacer, además de mirarlo.
—¿Por qué está en tu dedo meñique? —preguntó ella.
—Porque era más barato cuando soborné el joyero —dijo Armand. Lo intentó
de nuevo y esta vez atrapó la página que quería—. Y con menos probabilidades de ser
notado —continuó, sonando ligeramente divertido cuando giró la página—. A mi padre
no le gusta que tenga cosas útiles.
Había un carnicero en Rocamadour que había perdido su mano derecha,
mientras cortaba asados para un duque, le gustaba decirles a sus clientes, y lo había
reemplazado con un gancho. Rachelle lo había visto usar el gancho para atar paquetes
con una cuerda. Pensó en eso mientras observaba a Armand girar laboriosamente la
siguiente página. De alguna manera siempre había imaginado que él había exigido
manos de plata por vanidad.
Había imaginado un montón de cosas acerca de Armand y ninguna de ellas
parecía ser cierta ahora. Y ninguna de las cosas que había aprendido de hecho tenían
sentido.
Él podía ver el Gran Bosque todo el tiempo. Ella nunca había oído hablar de
nadie que pudiera hacer eso, fuera vinculado de sangre o esposa del bosque. Para
tener ese poder, debía haber sido tocado por el Bosque de alguna manera.
Pero si realmente había conocido a un nacido del bosque, si realmente había
sido marcado, entonces, ¿cómo sobrevivió?
|

Le tomó más de una hora, pero al final, encontró una respuesta. Las campanas
acababan de indicar las cuatro cuando Armand levantó la mirada y dijo:
—Las bódegas de vino.
—¿Qué? —Rachelle se giró; había estado en el otro lado de la habitación,
lentamente tejiendo alguna forma de espada.
—Escucha. “No me desconcierta que mi prima arriesgara su reputación en una
encuentro, sino que lo intentara en las bódegas; por lo que he oído se dice que el
fantasma del príncipe Hugo todavía camina por esos pasillos, buscando el camino a
casa”.
Rachelle resopló.
—Claramente la corte no ha cambiado en cien años. Pero sólo porque alguien
alguna vez clamó ver su fantasma ahí, no significa que es donde desapareció.
—De todos modos, es un lugar para empezar —dijo Armand—. Y tiene sentido;
esas bódegas son unas de las partes más antiguas del Château.
Él estaba sonriendo; parecía genuinamente emocionado por buscar la puerta.
Sin querer, Rachelle encontró levantando el borde de su propia boca y un pequeño
escalofrío de emoción cada vez mayor estaba creciendo en su propio corazón.
Podría no ser nada. Pero era más una pista de lo que nunca antes había tenido.
Intentaría cualquier cosa para encontrar a Joyeuse.
—Entonces vamos a mirar —dijo ella.
|
Traducido por Jo

Corregido por LizC

E l problema no era bajar a las bódegas de vino real. Rachelle tenía la


autoridad para ir a la mayoría de los lugares en el Château. Todo lo
que necesitaba era pedirle a un sirviente, y les mostrarían el camino.
El problema era llegar allí sin un séquito de espectadores. Tenían suficiente
atención sólo por caminar en las áreas públicas del Château; una vez que entraron a los
pasillos de los sirvientes, nadie pudo apartar la mirada.
Rachelle sabía que sólo podían esperar hasta la medianoche, y entrar a
escondidas bajo la cubierta de la oscuridad. Pero no quería esperar. Ahora que
finalmente tenía una esperanza de encontrar a Joyeuse, no podía aguantar esperar otra
|

hora.
Así que en vez de eso, recurrió a decir la verdad. Casi.
—Por favor, mantengan a todos fuera de las bódegas —le dijo al embobado
mayordomo—. Para asegurar la seguridad del Château, debo realizar una inspección.
—Por supuesto —dijo aturdido, y luego pareció notar la espada colgada a su
lado—. Pero… pero, ¿por qué trae al Monsieur Vareilles?
Armand sonrió con autocrítica.
—Prometí que iría con ella, para prestar cualquier ayuda que pueda.
Iban a haber chismes. Erec los escucharía y sin duda la molestaría. Pero si tenía a
Joyeuse en su mano, no le importaría mucho lo que pasara después.
Las bódegas de vinos consistían en largos túneles bajos, sus paredes inclinadas
hechas del mismo empedrado que los suelos. El ambiente era frío y tranquilo, con un
absoluto y amortiguado silencio; hasta las botas de Rachelle apenas hacían ruido contra
el suelo.
—Me sorprende que obedecieran con tanta facilidad —dijo Rachelle.
—Ofreciste protegerlos del Bosque —dijo Armand—. Todos están asustados de
eso excepto la nobleza. Y algunos de ellos también lo están, sólo que no lo van a
admitir.
—Así que en vez de eso recurren a la traición —dijo.
—O a los santos. Estoy seguro que el rey encontrará una manera de ilegalizar
eso también, pronto.
Rachelle bufó.
—Fue una linda mentirita la que hilaste para ellos. ¿Mucha gente cree que
puedes alejar con una bendición al Gran Bosque tan sólo al mover tu mano?
—Fue una linda mentirita la que tú hilaste para ellos —dijo Armand—. Es una
lástima que no estés realmente intentando protegerlos.
Contuvo el aliento con rabia, luego recordó que nunca le había dicho en realidad
que estaba intentando encontrar a Joyeuse y salvar el mundo del Devorador.
—¿Cómo sabes que no lo estoy haciendo? —dijo ella.
—No lo sé, ¿lo haces? —Estaba dándole la espalda, así que ella no podía ver su
rostro, pero su voz era ligera y bromista. No debería haberse sentido como un anzuelo
|

entre sus costillas.


Por un momento, quiso contarle la verdad. También quiso golpearlo contra la
pared y gritarle que se quede callado. En vez de eso, le preguntó tranquilamente:
—¿Ves algo?
—Musgo. —El ligero y fácil tono de su voz no titubeó—. Y flores con dientes.
—Bueno, el musgo no es real. —Miró las paredes de piedra—. Tal vez un poco
de eso es real.
Él rio.
—Entonces, ten cuidado con las flores.
Una cámara se separaba del túnel principal; miraron adentro y vieron los
estantes de botellas de vino brillando en la luz de la lámpara.
—¿Algo? —preguntó.
Armand avanzó aún más en la cámara y miró alrededor. Estaba mirando de
verdad, se dio cuenta; revisó la habitación en todas las direcciones, y sus hombros se
desplomaron levemente antes de darse vuelta hacia ella y decir:
—Nada.
Sin importar lo que pensara de ella, estaba intentando ayudarla.
No había conocido a nadie tan tonto desde Amélie.
—¿Lo dijiste realmente en serio? —preguntó ella—. ¿Lo de apoyar a Roul
Courtavel?
—¿Te sorprende que imagine que podría haber un rey después de mi querido
padre, o que quiera a alguien en el trono además de mí?
—Tengo curiosidad —dijo Rachelle—, de por qué siquiera te importa.
Armand rio entonces: repentinas carcajadas salvajes que hicieron que sus
hombros se encorven y tiemblen. Él rio, rio y rio.
—Lo que sea —dijo Rachelle después de un momento—, no puede ser tan
gracioso.
Se había inclinado contra la pared ahora, y la miraba con una sonrisa.
—Créeme, es exactamente así de gracioso. Como sea que lo interpretes. —
Luego lamió sus labios y se enderezó, recobrando la compostura—. Si quieres saber
por qué me gustaría ver a Raoul en el trono, es porque es el único posible heredero que
|

no me odia.
—¿Al resto no le gustó estar relacionado con un santo? —preguntó Rachelle.
—Me refiero a cuando éramos niños —dijo, alejándose de ella—. Cuando no era
nada. Mi madre fue exiliada de la corte, sabes, pero a veces visitaba a otros nobles en
sus fincas. Particularmente le gustaba visitar a los parientes del rey. Raoul era el único
que no me odiaba, y también era el que pasaba más tiempo leyendo las crónicas de los
reyes pasados en vez de perseguir damas trascocina. Y desde entonces, se ha
convertido en el que alejó a los piratas al Mare Nostrum. Así que sí, preferiría verlo a él
como rey en vez de cualquier otra persona viva. Pero nada de eso importa, ¿no?
—No —dijo Rachelle, porque aunque la gente lo esperara o Vincent Angevin lo
temiera, Armand nunca tendría ningún voto en el siguiente rey. No a menos que
levantara un ejército de campesinos en una sangrienta rebelión, y ella se dio cuenta,
con un repentino y hueco temblor, que no creía que él hiciera eso.
Y la sucesión no importaría para nada si el Devorador volvía para comerse el sol
y la luna.
Continuaron. Siguieron buscando. Y finalmente llegaron al final de las bódegas
de vino.
No encontraron nada.
—Lo siento —dijo Armand, cuando se detuvieron en la última esquina de la
bódega, con otra repisa de vino brillando frente a ellos—. No veo nada.
—Eso no es posible —dijo Rachelle—. Tiene que haber algo. —Pero ya estaba
recordando cuán frágiles eran sus suposiciones para empezar. ¿Porque alguien cien
años atrás dijo que el fantasma del príncipe Hugo podría acechar las bódegas, debe
haber encontrado la puerta y muerto allá abajo? Era absurdo.
Por supuesto, no se rindió en seguida. Revisaron las bódegas una y otra vez.
Rachelle presionó sus manos contra las paredes y buscó encantamientos escondidos
un centenar de veces.
Nada de eso hizo alguna diferencia. No encontraron absolutamente nada.
|
Traducido por Scarlet_danvers, HeythereDelilah1007

y AnnaTheBrave

Corregido por LizC

A l día siguiente, el rey decidió que quería ir a cazar, y debía llevar a


todas sus personas favoritas con él, incluyendo a su amado hijo
Armand. Así que tuvieron que levantarse apenas pasado el
amanecer y unirse a una multitud de personas en plena ebullición, caballos y perros que
pasaron la mayor parte de la mañana deambulando por los jardines.
Rachelle odió cada momento de eso. La noche anterior, Erec había venido a
burlarse de ella y a preguntar por qué había tenido que llevar a un santo dentro de una
bódega de vino, seguido de un torrente de insinuaciones inteligentes que ni siquiera
|

pudo entender, por lo que, lo único que pudo hacer fue mirarlo en silencio. Después,
una vez que los pasillos estuvieron oscuros y vacíos, había sacado a Armand para
explorar el Château de nuevo. Pero no tenían ninguna dirección, de modo que vagaron
durante horas sin aprender nada. Cuando Armand comenzó a apoyarse contra la pared
y a quedarse dormido cada vez que ella se detenía para examinar una habitación, tuvo
que detenerse por esa noche.
Ahora estaba atrapada otra vez, jugando al aburrido juego de la corte. Y lo
odiaba. Odiaba la luz del sol golpeando sus ojos. Odiaba los sonrientes nobles
conversadores que pensaban que la luz del sol iba a durar para siempre. Odiaba a Erec,
que seguía sonriéndole.
Por encima de todo, odiaba a Armand, porque realmente había creído que su
idea acerca de la biblioteca y las bódegas podría funcionar.
Peor aún: no podía dejar de verlo.
Se suponía que debía vigilarlo. Pero ahora seguía notando cada detalle: sus
puños bordados moviéndose contra sus muñecas de plata. La franja de pálida garganta
visible por encima de su cuello. La peculiar forma en que se plantaba cuando estaba de
pie, como preparándose para un fuerte viento. Incluso sentado en un caballo, sus
hombros tenían la misma terca postura.
Todavía le sonreía a los señores y señoras que hablaban con él, pero ahora
notaba que había algo de ironía en su expresión. A veces prolongaría una palabra un
poco más o la acortaría un poco más de lo que ella esperaba, como si parte de sus
pensamientos se hubieran filtrado. Como si sus pensamientos fueran algo separado y
solitario que no tenía cabida en el papel que estaba jugando.
Al mediodía, tuvieron pabellones, cestas de comida y jarras de vino. El día se
había vuelto caliente, así que fue un alivio sentarse a la sombra; Rachelle escuchó varias
damas quejándose del calor y luego riendo mientras en voz alta deseaban que en
realidad hubiera una Noche Eterna.
La Fontaine alejó a Armand para que así se sentara con ella y el rey, y Rachelle
los habría seguido, pero alguien la agarró del hombro.
Hubo un instante en que casi sacó su espada. Luego se volvió, y allí estaba
Vincent Angevin.
—No temas —dijo él—. Sólo quería conocerte. ¿No quieres sentarte conmigo?
Todos estaban sentados alrededor de ellos. Rachelle supuso que la próxima
hora iba a ser horrible sin importar qué, así que se sentó junto a él en una de las
|

alfombras que los criados habían extendido.


—Dime, ¿es muy aburrido proteger a mi primo durante todo el día? —preguntó.
—No es tan aburrido como me gustaría —dijo—. Especialmente con los
asesinos que se mantienen atacando.
Vincent no se vio en lo más mínimo perturbado por su comentario.
—Pobre Armand —suspiró—. Nunca le agradó mucho a nadie. Excepto a Raoul,
quien nunca pudo dejar de sentir lástima por las personas más extrañas.
—Tú no me agradas mucho —dijo Rachelle, y al instante se arrepintió de ser tan
directa.
Vincent sonrió.
—Eres tan bonita cuando estás resentida —dijo, y le pellizcó la mejilla.
Nadie había pellizcado sus mejillas desde que tenía diez años. Por un momento,
no podía creer lo que había sucedido, hasta que el par de damas sentadas cerca
comenzaron a reír. Los ojos de Vincent se arrugaron con risa.
—Si pudieras ver tu cara —dijo, con una voz amable que invitaba a todo el
mundo a reír con él.
Rachelle le dio su expresión más amenazante y vacía.
—Soy una asesina. ¿De verdad crees que deberías molestarme?
—Pero eso es lo que lo hace tan emocionante. Me besará o me matará, creo que
en secreto, todo hombre quiere jugar ese juego.
Pero ella no podía matarlo, más de lo que podía haberse negado a acompañar a
Armand en la cacería. Tenía que seguir fingiendo que era parte de esta corte. Tenía que
seguir jugando su juego, y sólo había un papel para ella.
Las damas cercanas se reían de nuevo, sin duda, encantadas de atestiguar a
Vincent Angevin conquistando a una vinculada de sangre.
Su cara ardió. Y pensó: asesinaste a tu propia tía. ¿Realmente mereces dignidad?
Entonces una de sus manos cayó para descansar en el muslo de ella.
—Disculpa —dijo Armand—, pero necesito a Mademoiselle Brinon en este
momento.
—Tendrás que esperar tu turno —comenzó Vincent, pero Armand ya estaba
|

sentándose al lado de Rachelle.


—La luz del sol me ha dado un terrible dolor de cabeza —dijo—. ¿Puedo
descansar mi cabeza en tu regazo?
Era una petición tan extraña, que le tomó a Rachelle un momento creer que
realmente lo había dicho.
—Sí —dijo ella.
—Gracias —dijo Armand, y en un solo movimiento fluido, apoyó la cabeza en su
regazo y cerró los ojos, con tanta calma como si no hubiera gente mirando y
susurrando.
Rachelle quedó atrapada en una especie de sorpresa estupefacta, como las
manchas coloridas que aparecerían en su visión después de mirar fijamente a una
fogata.
Vincent rio nerviosamente.
—De todo lo extraño… —Él se estiró hacia ella, pero ahora Rachelle tenía una
excusa para tomar medidas. Atrapó su muñeca en un agarre tan fuerte que él jadeó.
—Me temo que no puedo dejar que lo molestes —dijo ella con suavidad—. Tal
vez podamos hablar más tarde.
—Por supuesto —dijo Vincent, sonando más bien estrangulado. Ella lo soltó y él
se puso de pie y se alejó.
—¿Se ha ido? —preguntó Armand suavemente.
—Sí —murmuró Rachelle—. No necesitaba que me salves.
—No soñaría con ello. Pero algunas de las damas no dejaban de hablar de mi
maravillosa virtud. Me cansé de eso.
—¿Así que necesitabas un pequeño acto infame? —preguntó.
—Necesitaba —dijo rotundamente—, que me dejaran en paz.
—No parecía importarte su adoración antes.
Suspiró, y su aliento se agitó contra su cara.
—Supongo que el calor me está afectando.
—¿Necesitas sacar tus manos? —preguntó, recordando a la audiencia.
—No —dijo.
|

Y luego se quedaron en silencio. Rachelle se atrevió a dar una mirada alrededor;


algunas personas todavía estaban mirando, pero la mayoría estaban charlando entre sí
ahora. La Fontaine se apoyaba contra el rey y le daba uvas; un cuarteto de músicos
tocaba violines. Erec estaba recostado contra un árbol cercano; cuando sus ojos se
encontraron, él levantó las cejas. Su cara ardió y miró hacia otro lado.
No podía mirar a Armand. Pero no podía ignorar su peso tibio en su regazo. Lo
sentía moviéndose ligeramente al respirar; era tan desconcertantemente reconfortante
como cuando Amélie pintaba su cara.
La canción terminó, y hubo un puñado de aplausos corteses. Entonces el rey le
dijo a Erec:
—Te ves aburrido, d’Anjou.
—¿Lo hago, señor? —preguntó Erec lánguidamente.
Armand suspiró y se sentó. Empujó un mechón de cabello fuera de su cara y los
dedos de Rachelle temblaron con el impulso de arreglarlo de nuevo por él.
—Confieso que también estoy aburrido. Propón un entretenimiento para
nosotros. —El rey apoyó su barbilla en la mano y observó la multitud brillante que
esperaba todos sus movimientos.
Rachelle recordaba vagamente que Erec una vez le habló de la inclinación del
rey por exigir que un cortesano decida sobre su próximo entretenimiento. Se supone
que era una prueba de elegancia y gusto. En ese momento, ella sólo había estado
agradecida que, a diferencia de Erec, nunca tendría que asistir a la corte por sí misma.
—Un duelo —dijo Erec con prontitud, y el estómago de Rachelle tambaleó.
—He oído que ilegalicé los duelos —dijo el rey.
—Muy sabio —dijo Erec—. Pero lo que prohibió fueron los duelos de honor
realizados hasta la muerte. Propongo un duelo a tres golpes solamente, yo mismo
contra Rachelle Brinon. Cualquier sangre que derramemos, usted ya la ha condenado a
caer.
Rachelle saltó a sus pies.
—Señor —dijo ella, y luego se detuvo. Necesitaba una réplica ingeniosa, una
manera de convertir su sugerencia en una broma que nadie se atrevería a tomar
suficientemente en serio para que el duelo siguiera adelante.
—¿Y bien? —El rey levantó una ceja.
—No soy lo suficientemente buena para actuar delante de usted —dijo
finalmente. Eso fue al menos halagador.
|

—Pelea con la suficiente frecuencia con los vinculados de sangre del obispo, y
los supera la mitad del tiempo —dijo Erec.
—Pero… —dijo Rachelle.
—Sólo es tímida —continuó Erec—. Tenemos una apuesta entre nosotros, verá,
la próxima vez que luchemos, el perdedor debe darle al ganador un beso.
Y él le guiñó un ojo.
El rostro de Rachelle se calentó. Eso no es cierto, quiso gritar, pero sabía que las
protestas sólo parecerían como una evidencia, y Erec la haría ver aún más ridícula.
Armand seguía sentado justo detrás de ella. No se atrevió a mirarlo.
—¿En serio? —dijo el rey—. Cuán encantador. Entonces, ten un duelo con ella, y
puede que el mejor de ustedes disfrute del botín de guerra.
Rachelle se inclinó aturdida.
—Sí, Su Majestad.
Un minuto más tarde, habían despejado un amplio espacio en el césped y
Rachelle se encontraba de pie a un paso de Erec, su espada desenvainada.
—¿Por qué tenías que mentirle? —exigió en voz baja.
—Pero, mi señora, ¿cómo puedes objetar? Seguramente de cualquier manera, la
victoria es tuya.
—Te odio —murmuró, y supo al instante que era lo peor a decir, porque sus ojos
se arrugaron con una risa contenida.
—Excelente. —Él golpeó su hombro a la ligera—. Entonces lucharás mejor y
tendrás el deleite de ponerme en ridículo ante el rey.
Él sabía que ella no lo haría. Sabía que nunca había sido tan buena peleando con
la espada como lo era él. Su disputa con Justine sólo era eso: salvaje violencia
entusiasta para la satisfacción compartida de lanzarse la una a la otra por toda la
habitación.
Erec tenía toda la precisión y control que a ella siempre le había faltado. Cuando
peleaba en un duelo, él era perfectamente capaz de cortar los botones de su oponente,
uno por uno, acompañando cada estocada de su espada con un comentario ingenioso.
Él no la lastimaría, pero gustosamente cortaría su dignidad en pedacitos y haría que la
corte se riera de ella.
Y ella tendría que fingir reírse con ellos, solo para verse más ridícula.
|

Se saludaron mutuamente, dieron dos pasos lejos, y se dieron la vuelta. Ambos


bajando sus espadas hasta que apenas se tocaban, por la mitad de la hoja.
Puedes pelear contra él, pensó Rachelle, si mantienes la calma. Él está contando
con que te enojes.
Los susurros y murmuros de la corte se desvanecieron. Erec llenó su mundo: sus
ojos entrecerrados, el destello de su espada, la manera en la que apoyaba ligeramente
su peso en su costado izquierdo.
—Ahora —dijo el rey, aunque Rachelle solo se dio cuenta que había escuchado
la palabra un momento después, por lo absorbida que había estado mirando a Erec e
intentado calibrar cómo la atacaría.
Cuando él se movió, solo lo hizo la punta de su espada, unos meros milímetros.
Rachelle la rechazó con demasiada fuerza, y dejó su cuerpo descubierto para que la
punta de la espada de él la golpeara en su pecho en seguida.
—Primer punto —dijo él.
Quiere que me enoje, pensó Rachelle, rodeándolo. Quiere que me enoje para que
así empiece a cometer errores.
Intentó mantener la calma entonces. Pero él seguía mandándole pequeños
ataques rápidos, que apenas fallaban en anotarle puntos contra ella, no porque ella los
estuviera bloqueando correctamente, nunca lograba hacerlo completamente bien, sino
porque él tenía el control para detener su espada o girarla a un lado justo un momento
antes de que la golpeara.
Él estaba siendo condescendiente con ella. Y cualquiera que supiera algo sobre
duelos de espada podía verlo.
—Vamos, d’Anjou —dijo el rey jovialmente—. No nos estás dando un gran
espectáculo.
—¿Escuchó eso, mi señora? —dijo Erec—. Nuestro rey demanda
entretenimiento. —Su voz tenía un toque sarcástico que decía: tú y yo sabemos que
esto es estúpido. Después de haber iniciado la pelea y hacerla ver como una tonta,
ahora le estaba ofreciendo tregua.
—Bien —dijo Rachelle, y lo pateó en la cara.
Aunque él la esquivó en el último momento, le hizo tambalearse hacia atrás de
una manera que hubiera sido satisfactoria. Pero él solamente se rio, de alguna manera
haciéndolo sonar como si ella lo hubiera hecho para complacerlo, y él lo aprobaba.
|

Luego él atacó. Los siguientes pocos momentos fueron un torbellino de


esquivadas, estocadas, patadas y saltos. Estaban efectivamente dando todo un
espectáculo: nadie que no fuera un vinculado de sangre podría haber mantenido este
tipo de velocidad por tanto tiempo, mucho menos esquivar las estocadas del otro sin
ser cortados en pedacitos. Rachelle lo sabía, y sabía que estaba pelando mucho mejor
de lo que alguna vez había peleado contra Justine.
Sin embargo, seguía sin pelear lo suficientemente bien. Erec marcó un segundo
punto contra ella, esta vez un golpecito rápido en su brazo, y luego redobló su ataque.
Rachelle intentó seguirle el paso, y estaba peleando mejor de lo que había peleado en
toda su vida, pero sin importar qué tan rápido se moviera, él era más rápido, bailando al
borde de su alcance y riéndose de ella con sus ojos.
Riéndose. Porque él sabía que iba a ganar, y este duelo iba a durar precisamente
cuánto él quisiera que durara.
Una fría presión se disparó dentro de sus sienes. Una dulzura helada recorrió sus
venas. El Gran Bosque estaba en su sangre y la quería ahora.
Con una entumecida sensación de pánico, se dio cuenta que ella también lo
quería. Ella no podía quererlo, y estaba intentando con tanta fuerza resistirse que
tambaleó, y de repente la punta de la espada de Erec estaba revoloteando a un
centímetro de su cara, burlándose de ella, porque Erec podía usar el poder del Bosque
para hacerse a sí mismo perfecto, y ella nunca lo lograba.
Si no podía ganar, al menos podría decidir cuándo se terminaría el duelo. Con un
gruñido, se lanzó hacia Erec, cayendo sobre sus rodillas en el último segundo para
patinar bajo la hoja de la espada de él y levantar la suya hacia arriba.
Él atrapó la espada con su mano. La sangre goteando de sus dedos, pero sonrió.
—La nombro —dijo él—, la señora de mi corazón. —Y golpeó su espada
suavemente contra el hombro de ella, tomando el punto final y ganando la pelea.
Rachelle miró fijamente al piso. Su corazón seguía palpitando rápidamente por
la pelea; las lágrimas y la ira se agolpaban en su garganta. A su alrededor, podía
escuchar ahora aplausos, risas y murmullos mientras todos lo admiraban a él.
Su dedo le levantó la barbilla.
—No olvides nuestra apuesta —dijo él.
A pesar del duelo, él no respiraba con dificultad; apenas había un poco de sudor
en su frente.
|

La sangre aún brotaba de sus dedos, pero ella era la que ahora la tenía dispersa
en su barbilla.
Rachelle quería gruñir: preferiría besar a un nacido del bosque, pero la ira sólo le
divertiría. Simplemente divertiría a todos, porque la ira era divertida cuando no estaba
acompañada de la fuerza, especialmente cuando era el enojo de una estúpida niñita del
bosque del norte.
Sin embargo, no podía sonreír y esconder lo que estaba sintiendo. El
sometimiento inexpresivo estaba también más allá de ella: sus ojos ardían, y en
cualquier momento estaría realmente llorando.
Si debía someterse a él, al menos también sería en sus propios términos.
—Nunca la olvidé —dijo y se volteó bruscamente, balanceando una pierna para
barrer sus pies. Erec cayó, y cuando ya estaba levantándose en menos de un segundo
después, ella estaba sobre él y lo presionaba hacia abajo con su espada en la garganta
de este.
—Esto es para ti —dijo ella y aplastó su boca contra la de él.
Por un momento, fue glorioso: su corazón retumbó contra sus costillas, el
cuerpo de él clavado contra el de ella, y por una vez ella era quien le arrebataba algo. A
su alrededor, el aire helado sopló, aprobando la dulzura.
Pero era Erec, y no tenía problemas devolviéndole el beso. Ni en envolver sus
dedos ensangrentados alrededor de la espada, otra vez, y empujarla lejos, aún
besándola. Su cuerpo estaba en llamas, pero por dentro su pecho era un hueco frío,
porque siempre, siempre la volvía una inútil.
Entonces él se apartó. Rachelle soltó un jadeo ahogado. Sentía como si su
cuerpo estuviese hecho de chispas y ya no lo sentía muy unido a ella. Tuvo que respirar
un par de veces antes de ponerse de pie, y por supuesto para entonces Erec ya estaba
de pie, erguido, alto y petulante, convencido de que había ganado esta vez, porque él
lucía irónico y ella sin respiración.
Por supuesto que había ganado. Él siempre ganaba.
Rachelle levantó la barbilla y miró al rey.
—¿Está lo suficientemente entretenido, Su Majestad?
Fue entonces cuando se dio cuenta que la multitud se había quedado en
silencio. Recordó lo que Armand había dicho sobre besarse en público.
|

Bueno, si ellos querían pensar que era un animal, los dejaría. No estarían muy
lejos de la verdad. Su cuerpo temblaba con odio puramente animal.
Entonces vio a Armand, aún sentado en el suelo donde ella lo había dejado y
mirándola absolutamente inexpresivo.
Sí, pensó ferozmente. Esto es lo que soy. No lo olvides.
Su cuerpo se puso más tenso, como si se preparara para luchar de nuevo. Un
segundo después, se dio cuenta que había engendros del bosque cerca.
—Erec —susurró—, ¿tú…?
Entonces los engrendros atacaron.
No salieron de los árboles. Se levantaron del suelo, como si hubiesen estado allí
todo el tiempo, aunque el espacio hubiera estado vacío un momento antes. Había al
menos diez de ellos: criaturas peludas que eran tan altas como sus rodillas, pero siendo
largas y ágiles como hurones. Se hubieran visto casi naturales a excepción de los
brillantes ojos rojos y las largas lenguas negras de serpiente que azotaban de sus bocas.
Había luchado con esta clase antes. Sabía que sus lenguas eran mortalmente
venenosas.
Rachelle había matado a los primeros dos antes de que la multitud se diera
cuenta lo que estaba ocurriendo. Luego comenzaron a reír y aplaudir. Ella no entendía
lo que eso significaba, estaba ocupada esquivando las lenguas de los engendros, hasta
que la voz de Armand retumbó:
—¡Retrocedan! ¡Son peligrosos!
Entonces entendió: los cortesanos pensaban que esto era para su
entretenimiento.
Alguien gritó… no un grito de miedo, sino un aullido de pura agonía. Rachelle se
giró y vio que una de las mujeres había caído al suelo, agarrándose el brazo. Uno de los
engendros estaba agachado a su lado.
Rachelle arrojó su cuchillo; lo golpeó pero rebotó y entonces la criatura se volvió
hacia ella.
Ella arremetió. La criatura saltó sobre ella y terminó ensartada en el aire.
Rachelle se giró, descubriendo que el cuerpo de la cosa estaba atorado en su espada…
Y vio, al mismo instante, que Erec se las había arreglado para matar a todos los
demás excepto uno, y ese se estaba preparando para saltar hacia Armand.
|

Ella saltó primero. Apenas. Golpeó su cuerpo en el aire y ambos cayeron al suelo.
Su lengua atacó y golpeó su garganta, ardiendo como hierro al rojo vivo…
Con un aullido de dolor y furia, ella agarró su cuello y lo retorció. Lo sintió
sacudirse en su agarre. Sintió los huesos de su cuello rompiéndose. Lo sintió quedarse
inmóvil.
Sintió que ella se quedaba sin aliento. Y entonces no sintió nada en absoluto.
Traducido por BookLover;3

Corregido por LizC

N o le tomó mucho tiempo para despertar. Lo que era un mortal


veneno para los seres humanos solamente significaba una larga hora
de dolor y fiebre para los vinculados de sangre. Cuando fue capaz de
levantarse de nuevo, su garganta doliendo y su piel temblando, la gente seguía
gritando, desmayándose y parloteando.
Rachelle logró escapar de la mayor parte del alboroto al arrastrar a Armand lejos
de todo para su propia seguridad. Aunque para el momento en que había conseguido
regresar a su habitación, los criados ya lo habían oído y hablaban sobre eso.
Por el lado positivo, el horror de un ataque sorpresa de engendros del bosque a
|

plena luz del día pareció haber impedido que la gente hablara de las depravadas
travesuras de los vinculados de sangre del rey. No es que Rachelle pudiera dejar de
pensar en ello; cada minuto, recordaba a Erec riéndose de ella mientras anotaba punto
tras punto en el duelo, Erec inmovilizado bajo ella pero aún así, a través del beso,
haciéndola bailar a sus órdenes. Él la había humillado y reído de ella, y entonces, la
había hecho desearlo.
Armand no habló con ella por el resto del día. Eso era bueno, porque no quería
hablar con él. La había visto besar a Erec, la vio jadeando con lujuria y deseo de sangre
al mismo tiempo. Sabía lo que debía pensar de ella.
No debería importarle lo que pensara de ella.
El rey no los llamó esa noche, así que Armand cenó en sus habitaciones,
apuñalando su comida toscamente con el tenedor sujeto en su mano. Rachelle se sentó
en una esquina y lo miró fijamente. No quería mirarlo. Mirarlo hacía que pensara en
esta tarde y el día anterior y todo lo que era horrible, roto y mal en ella. Pero no podía
apartar la mirada.
A la final, Armand la miró.
—¿Aún vamos a pretender que sigues mis órdenes? —preguntó con una leve
curiosidad que quemó más que cualquier enojo.
El pecho de Rachelle se apretó.
—¿Alguna vez hemos fingido eso?
—Me gustaría —dijo en voz baja y calmada—, si pretendes el tiempo suficiente
para entrar en la otra habitación y dejas de mirarme fijamente.
—¿Y dejar que un engendro te coma? —preguntó.
—¿Por qué no?
—Porque eres útil. Por ahora. —Se puso de pie—. Grita si necesitas ayuda.
Se fue a su habitación y pasó la siguiente hora viendo a Amélie mezclar polvos y
tratando de no llorar. Lo cual no tenía ningún sentido.
Nada en su corazón tenía ningún sentido.
Se dio cuenta que no iba a dormir esa noche, así que ni siquiera lo intentó. Le
dijo a Amélie que se fuera a la cama, y después se sentó en una silla y miró fijamente a
la pared. Si la observaba lo suficiente, podía obligarse a dejar de pensar, aún cuando la
|

confusa miseria en su pecho no se iba.


Entonces Armand dejó escapar un grito ronco. Estaba en su habitación antes de
siquiera darse cuenta completamente lo que hacía. No vio ni detectó ningún engrendo
del bosque; Armand se encontraba sentado en la cama, rígido pero aparentemente
ileso. Al lado de su cama, la vela se había quemado casi por completo.
—¿Qué sucedió? —exigió.
—Nada. —Miraba fijamente la pared.
—¿Viste algo?
—No.
—¡Tú… sólo mírame! —Tomó su muñeca para empujarlo hacia ella. Pero se
había olvidado que él había perdido sus manos; sus dedos se cerraron sobre el extremo
de su brazo, y pudo sentir el borde redondeado del muñón.
Había oído por meses sobre la trágica perdida de sus manos. Había visto sus
muñones antes. Pero sentir la forma en que sus brazos sólo terminaban así fue como
una patada en el estómago.
Él la miró entonces, muy cansado y muy irritado.
—Tuve un sueño —dijo—. Desperté gritando. Ríete y vuelve a dormir.
—No voy a reírme —dijo.
—¿Vas a soltar mi brazo?
Se estremeció y lo liberó.
El silencio se extendió entre los dos. La oscuridad envolviéndolos. Sintió como
que si fueran las dos únicas personas en el mundo, y la tensión que la había estado
ahogando todo el día comenzó a desaparecer.
—¿Vas a mirarme toda la noche? —preguntó—. Porque no estaba enterado que
tu obligación incluía protegerme contra malos sueños.
—¿Qué es lo que realmente sucedió? —preguntó—. ¿Con tus manos, y la marca?
—Pensé que era un mentiroso. ¿Ahora vas a creer lo que digo?
—Quizás —respondió—. ¿Vas a decirme que fue tu santidad lo que te permitió
vivir?
La miraba como si hablara en un idioma extraño que intentaba descifrar.
|

—No —dijo finalmente, lentamente, en voz baja.


Con mucho cuidado, Rachelle se sentó a su lado en la cama.
—¿Entonces qué sucedió?
Presionó sus labios juntos.
—Me encontré a un nacido del bosque —dijo—. Él me marcó. Dije que no
mataría a nadie. Así que rio, y dijo que cambiaría de opinión en tres días.
—¿Lo hiciste?
—No. No lo hice. —Su voz era ligera, tensa y estrangulada—. ¿Pero conoces las
historias sobre el Don Real? ¿Eso que gracias a que la línea real desciende de Tyr, tienen
poder sobre el Bosque? Resulta que es cierto. Por lo menos, lo bastante cierto como
para tener la marca sin haber matado a nadie. Y asombrosamente, a los nacidos del
bosque no les gusta cuando arruinan sus planes.
—¿Por qué no te mató? —preguntó Rachelle.
—¿Por qué no se lo preguntas?
Él tenía un punto.
—Entonces, el nacido del bosque cortó tus manos en venganza, y sobreviviste a
eso porque eres especial…
—Porque soy casi un vinculado de sangre, así que sano más rápido. Pero todavía
no estaba lo bastante bien para ocultar la marca hasta mucho más tarde.
—Así que ahora celebras audiencias donde finges ser la santa mascota del rey.
¿Por qué? ¿Porque no puedes soportar decepcionar a la multitud?
—Porque —dijo Armand, mordiendo cada una de sus palabras—, mi medio
hermano Raoul merece conseguir el trono y todas las otras cosas buenas.
Desafortunadamente, al rey no le gusta mucho, pero sabe que me preocupo por él, y si
no dejo que la gente piense que soy su santa mascota, castigará a Raoul por mi culpa.
—Así que en cambio, le mientes a la gente.
—No miento —dijo Armand—. Siempre les digo que no soy un santo.
—Lo cual solo los convence de que eres uno. ¿Crees que hay una diferencia?
—Quizás. ¿Ahora me crees?
—Quizás —dijo Rachelle, pero sabía que significaba: sí.
|

Él también parecía saberlo, porque la esquina de su boca se alzó.


—¿Eso significa que vas a ser más amable conmigo?
—Por supuesto que no. Aún soy una vinculada de sangre sin corazón.
En su rostro apareció una sonrisa completamente diferente de la que había
utilizado jugando a las cartas.
—Entre tú y yo, no eres muy buena en eso.
La parpadeante luz de las velas se balanceó a lo largo de su cara. Él era hermoso.
No. La belleza era algo que admirabas desde la distancia. Rachelle deseó
envolver los dedos en su cabello, acercar su boca a la suya y empujarlo sobre la cama
encima de ella. Quería poseerlo, y más que eso, quería que él la poseyera. Más que
nada en el mundo, deseó que él la mirara con la misma absoluta y ardiente atención
que tenía cuando hablaba de lo que creía.
Su cara se calentó. Esto era lujuria, pura y simple. Esa era la razón por qué no
había podido dejar de mirarlo en la cacería, por qué no podía dejar de notar cada uno
de sus movimientos ahora. No había pensado que podía sentirse de esta manera sobre
alguien además de Erec.
No importaba lo que sentía por nadie. No era amor, y aunque lo fuera, no tenía
tiempo para ello. Muy pronto, moriría luchando contra el Devorador. O más probable
aún, el Devorador volvería y ella simplemente moriría. No había sitio para el amor en su
futuro.
Ningún lugar en absoluto.
Armand dejó escapar el aliento de pronto, el ruido fue casi una risa, y Rachelle se
dio cuenta que había estado mirándolo fijamente. Se puso de pie.
—Entonces si no nos odiamos ahora mismo —dijo—, ¿me ayudarías a buscar la
puerta otra vez?
Armand pareció vacilar un momento; después enderezó sus hombros y dijo:
—De hecho, tuve una idea.
—¿Qué? —preguntó Rachelle.
—Ninguna de estas habitaciones tiene el mismo aspecto que tenían en los días
del príncipe Hugo. Pero el nombre del lugar, bueno, eso no ha cambiado en quinientos
años. Quizás más tiempo. Este era el Château de Lune cuando el príncipe Hugo lo
conoció.
|

—¿Quieres decir que el Château entero es la “luna”? —dijo Rachelle—.


¿Entonces cuál es el sol? —Tan pronto como dijo las palabras, se dio cuenta—. El sol —
dijo, contestando a su propia pregunta.
Armand asintió.
—Una de las viejas mujeres en la finca de mi madre decía que algunos
encantamientos de las esposas del bosque solo funcionan en determinados momentos
del día. ¿Eso es verdad?
El sol se había puesto hace horas. Estaba, en cierto modo, debajo de ellos. Ahora
solamente necesitaban ir debajo del Château.
—Sí —dijo Rachelle, y la esperanza era casi tan vertiginosa como el terror—.
Vayamos.
Esta vez no tuvieron que crear una historia para pasar a nadie. Rachelle robó las
llaves de su gancho y se deslizaron juntos en la fría y silenciosa oscuridad de los túneles.
—¿Ves algo? —preguntó Rachelle, tan pronto como habían bajado el último
escalón.
Armand se detuvo brevemente.
—No, sólo… espera. Oro.
Un escalofrío se deslizó por su columna vertebral.
—¿Dónde?
—Sobre todas las paredes y pisos —dijo Armand—. Al igual que las huellas de
un antiguo mosaico. Creo que se hace más fuerte más adelante. —Avanzó
rápidamente, y Rachelle lo siguió.
Por favor, pensó, y no se había atrevido a rezar en años, pero ahora casi lo hizo.
Por favor, déjanos encontrarla. Por favor.
Entraron a una habitación forrada con estantes de vino. Armand se dirigió justo
al centro del cuarto, se detuvo, y miró fijamente al piso por un momento.
—Aquí —dijo—. Hay un gran sol en el suelo.
Para Rachelle, el piso lucía de la misma aburrida piedra gris que el resto de la
bódega. Pero Armand sonaba absolutamente seguro. Con el corazón latiendo
rápidamente, se arrodilló y presionó su mano contra el piso frío.
Cerró los ojos y buscó despertar el encantamiento.
|

Nada sucedió.
—¿Lo estoy tocando? —preguntó.
—Sí —dijo a Armand—. Justo en el centro.
Intentó otra vez. Nada sucedió, salvo que su cabeza comenzó a doler.
—¿Estás…? —comenzó Armand.
—No está funcionando —dijo ásperamente.
Por supuesto que no estaba funcionando. ¿Por qué había pensado que algo
comenzaría a ir bien ahora para ella? ¿Por qué había pensado que posiblemente podría
ser capaz de hacer funcionar un encantamiento propio de una esposa del bosque? Ella
era una vinculada de sangre. Nada podría cambiar eso y nada podría hacerlo mejor.
Aun así, intentó un último esfuerzo. La scuridad salpicó en los bordes de su
visión, pero nada sucedió. Con un suspiro, se tambaleó sobre pies.
—No sirve de nada —dijo.
—Espera —dijo Armand sin aliento. Entonces cerró los ojos.
El aire cambió. El simple frío de la bódega se convirtió en el dulce frío del Gran
Bosque. El corazón de Rachelle se aceleró, pero no podía moverse.
Veía el Bosque. Las raíces de los árboles tejiéndose entre las botellas de vino. El
musgo y las flores color sangre con dientes invadían las paredes. Brillantes mariposas
azules, no más grandes que unas cosas diminutas, revoloteaban por el aire.
Y debajo de sus pies, vio el desgastado patrón brillante de un gran sol de oro
incrustado en el piso, sus rayos fluyendo hacia los bordes de la habitación.
Armand se estremeció y dejó escapar un suspiro. El Bosque se fue
precipitadamente, pero el sol de oro aún permanecía en el suelo.
La fuerza escapó de las piernas de Rachelle. Se dejó caer en el suelo. Sus dedos
tocando el oro.
No había tenido que despertar el encantamiento. Él la despertó a ella, el calor
floreciendo debajo de sus manos. Incluso no se dio cuenta que había sucedido hasta
que Armand respiró más rápido, haciéndola levantar la vista.
Ante ellos se alzaban dos delgados árboles de abedul, sus ramas alcanzándose
una hacia la otra, entrelazándose para formar el marco de una puerta. La puerta
colgando en su interior estaba hecha de oro pulido; en las ramas sobre la puerta
colgaba una luna creciente de plata.
|

Rachelle se levantó lentamente, casi sin creer lo que veía.


—¿Estás viendo una puerta? —preguntó Armand, sonando un poco
deslumbrado—. Porque yo lo hago.
—Sí. —La voz de Rachelle fue pequeña y vacilante, pero no le importó.
Finalmente tenía una oportunidad. Todo lo que había hecho y sufrido finalmente valía
la pena—. La veo. Sí.
Presionó su mano contra la puerta de oro. Había esperado que el metal fuera
frío, pero era tan cálido como el lomo de un gato, y tarareaba con una vibración no muy
diferente al ronroneo de un gato.
La habían encontrado. Realmente la habían encontrado, la puerta que había
permanecido oculta por siglos. Justo detrás de esta puerta Joyeuse esperaba, y una vez
que la tuviera en su mano, todo el horror en su vida valdría la pena.
Pero no se abrió para ella.
—Creo que la puerta está para ti —dijo, caminando hacia atrás.
Armand levantó su brazo y lo presionó suavemente contra la puerta. Todo
comenzó a oscilar hacia el interior.
Y todo se oscureció, como si las sombras se hubieran derramado por la puerta
tan deslumbrante como la luz derramada en una puerta abierta al mediodía del verano.
En un instante, ella había alcanzado a Armand, había agarrado su brazo, y lo
había empujado detrás de sí.
Pero no había peligro que pudiera ver. Porque no podía ver nada, solamente una
oscuridad tan intensa que golpeó sus ojos. No podía oír nada excepto sus cortas
respiraciones rápidas, las de ella y Armand. No podía sentir nada excepto sus propios
latidos acelerados.
—¿Ves algo? —susurró.
—Sí —dijo Armand, y como en respuesta, cuatro luces brillantes aparecieron,
tenues y de un blanco verdoso, pero cegándolos después de la oscuridad.
Entonces se dio cuenta que las luces eran ojos.
Ojos de serpiente.
Ahora podía ver. Estaban en una copia del Salón de los Espejos, perfecto hasta la
última marca debajo de los marcos, salvo que todo estaba esculpido en roca color
marrón rojizo. Delante de ellos y a su alrededor yacían dos enrolladas e inmensas
|

serpientes oscuras cuyos cuerpos eran casi tan anchos como su propio brazo
extendido.
No, se dio cuenta con entumecido terror mientras que se encontraba con la
doble mirada pálida. Era solamente una criatura. Un lindenworm: la serpiente
legendaria con una cabeza en ambos extremos de su cuerpo, cuya hambre sin fin
remueve a la inimaginable avaricia y le haría custodiar el tesoro con una ferocidad
imposible de imaginar.
Tenía que estar custodiando a Joyeuse. Nunca la dejaría tomarla.
Al lado de ella, Armand dejó escapar un corto suspiro agudo, como si dijera: así
es cómo muero.
Rachelle no había podido morir por el amor de su tía. No tenía intención de
morir por una serpiente, incluso si era un lindenworm.
Cuando la cabeza más cercana se lanzó hacia ella, Rachelle saltó, balanceando
su espada. Con la fuerza de un vinculado de sangre detrás del empuje, su espada cortó
a través del cuello y las vértebras como si no fueran más que apio cubierto con
mantequilla. La sangre se derramó. La cabeza restante sufrió un espasmo y chilló…
Mientras otra cabeza crecía de su cuello cortado.
Una serpiente se estrelló contra su cuerpo y la envió volando. Esperaba que
Armand hubiera corrido.
Pero no había tiempo para la decepción o el miedo, porque ahora ambas
cabezas se lanzaban hacia ella. Todo lo que pudo hacer fue esquivar y cortar, y aunque
Rachelle estaba luchando mejor de lo que lo había hecho en su vida, esta vez no fue
suficiente. Cada herida sanaba en momentos.
Entonces, unos dientes se hundieron en su hombro derecho. Por un momento
se sintió como una quemadura demasiado caliente para doler. Luego el lindenworm la
sacudió, y ella gritó. Podía sentir su veneno filtrándose en la mordedura, y era como
hierro fundido.
Después comenzó a levantarla, enrollando parte de su sección más baja
alrededor de sus piernas. La oscuridad manchó su visión, pero con su mano libre se las
arregló para sacar otro cuchillo. Apuñaló ciegamente su cabeza, una vez, dos veces y
después sintió el cuchillo resbalándose dentro del ojo gelatinoso. Un espeso flujo
caliente se filtró a través de su mano.
El lindenworm la dejó caer. El estómago de Rachelle se sacudió mientras caía
por el aire, y entonces por algunos momentos, no sintió nada. Luego se dio cuenta que
estaba sobre sus pies, apenas, y Armand tenía un brazo alrededor de su cintura
|

mientras la arrastraba hacia las ventanas. No estaban acristaladas, como las ventanas
del verdadero Château; eran ranuras vacías que daban hacia las tinieblas, pero eran
mejor que permanecer con el lindenworm. Cuando Armand la empujó delante de ellas,
se arrojó a través de éstas.
Traducido por Shilo

Corregido por Mari NC

C uando ella golpeó el suelo, rodó. Un dolor incandescente abrasó su


hombro, y por unos momentos, el mundo se desvaneció. Después de
un rato, el dolor se disipó a una quemadura constante que le permitió
respirar y pensar. Estaba postrada en el suelo; no podía ver nada, pero su hombro ardía
con dolor.
Y luego sanó. Con cada respiro que tomaba del frío y dulce aire, el dolor
disminuía. Sabía que los músculos y la piel estaban fusionándose de nuevo; cuando se
sentó, sabía que su herida se había ido. Vio el titileo de una fogata lejana, vio la luz de
las estrellas a través de las ramas del árbol entretejidas por encima de su cabeza.
|

Estaban en el Gran Bosque.


Una curiosa paz descendió sobre ella. Todo antes de este momento había sido
una ilusión. No había nada más que la fría oscuridad a su alrededor, el ligero y cálido
pulso de sangre dentro de ella. No sentía nada más que el vacío eco de oscuridad en su
corazón. Eso era lo que era: una cáscara llena con la misma oscuridad que la rodeaba.
—¿Rachelle? —susurró Armand en su débil voz humana, y el nombre se sintió
inútil, irrelevante, casi obsceno al lado de la fuerza sagrada fluyendo hacia su cuerpo
con cada respiro.
Se estaba ajustando ligeramente a la tenue luz; podía ver a Armand ahora, podía
ver la pálida y resoluta expresión de su rostro. Estaba asustado, pero no iba a huir.
Él debería estar llorando de terror. Era débil. Una presa. Un cautivo. Debería
matarlo, aplastarlo, dominarlo. Pensó esto con bastante calma, con un frío deleite
mientras se imaginaba su sangre escurriéndose entre sus dedos.
—¿Estás bien? —preguntó.
El frío en ella se hizo añicos como un cristal, y se dio cuenta de lo que había
estado pensando. Estrelló un puño contra el árbol más cercano.
No soy una nacida del bosque, pensó. No seré una nacida del bosque. No todavía.
La cicatriz en su mano derecha dolió. Ya estaba tan cerca de ser una nacida del
bosque.
—¿Rachelle? —Armand sonaba verdaderamente preocupado.
—Estoy bien —dijo—. Ya sané.
—Bien —dijo Armand después de un momento—. ¿Pero tienes un
resentimiento contra ese árbol?
—No me gusta este lugar —dijo.
—Pensé que era tu hogar.
—Ese es el por qué no me gusta. —Inhaló—. Tenemos que irnos. Ahora.
—Dirige el camino.
Pero claro, no quedaba rastro del corredor de piedra por el que habían huido.
Estaban en algún lugar de la vasta extensión del Gran Bosque, aunque “algún lugar”
puede que no sea siquiera la palabra adecuada, no en este siempre cambiante e
infinitamente imposible de mapear laberinto de árboles.
|

La cuerda de su dedo resplandecía de un rojo brillante mientras fluía hacia el


sotobosque. ¿Si la seguía, la llevaría de regreso a su nacido del bosque? Él quería que
permaneciera viva hasta que el Devorador regresara; podría ayudarla, si no a Armand.
Luego escuchó los cuernos. Los dulces y feroces cuernos de la Cacería Salvaje.
No.
No los “escuchaba”; los cuernos sonaban, y la devoraban. Su sangre palpitó al
tiempo con su llamada, y no quiso nada más que correr detrás de ellos, montar detrás
de ellos, unirse a la cacería y correr hasta matar a sus ridículas presas mortales.
Luego miró a Armand. Se había plantado con su barbilla en un ángulo tenaz,
pero podía ver el miedo en sus hombros rígidos.
Ridícula presa mortal.
Lo cazarían. Correrían hasta matarlo en el bosque, y luego lo despedazarían
miembro por miembro. Pero puede que la dejen a ella vivir, porque era una vinculada
de sangre y estaba destinada a convertirse en una de ellos.
Se sentía como un conejo saltando por los campos con zorros pisándole los
talones. Nadie escapaba del Bosque. Nadie podía luchar contra la Cacería Salvaje. Si
trataba de ayudarle a Armand, también moriría. Y tenía una razón por la que vivir ahora,
como no la tenía cuando levantó el cuchillo contra tía Léonie. Había otros hombres con
sangre real que podrían abrir el laberinto por ella, pero nadie más sabía cómo encontrar
a Joyeuse y detener al Devorador.
Armand la miró con alguna clase de miedo resignado, como si supiera que era
inevitable, que ella lo traicionaría y moriría esta noche.
Los cuernos sonaron de nuevo, más fuertes, más cerca. Rachelle se estremeció y
agarró su brazo.
Nadie podía pelear contra la Cacería Salvaje. Así que sólo tendría que
engañarlos.
—No voy a lastimarte —dijo—. Sólo haz lo que te digo.
Y luego la Cacería Salvaje estaba sobre ellos.
Primero llegaron los sabuesos, sus hocicos escarlatas chorreando con sangre.
Después llegaron los propios cazadores, montando caballos, ciervos y tigres. La luz se
enganchaba a cada miembro de la cacería; estaban caóticamente vestidos en sedas y
joyas, plata y oro. Sus rostros brillaban con una luz imposible y sus ojos estaban oscuros
|

con temor inescrutable.


Sus miradas la hicieron sentir como un animal pequeño y asustado. Pero ella era
una de ellos. Tenía que ser una de ellos, entonces recordó la arrogancia de Erec, y su
propia ira, así como el dulce y frío deseo de sangre del viento en el Bosque, y se paró
erguida.
La cacería se arremolinó alrededor de ellos, partiéndose a cada lado, y
acomodándose en un círculo. Un cazador se detuvo frente a ellos: un hombre alto,
ataviado con harapos y cadenas doradas, montando un gran ciervo negro.
—Todavía no eres una de nosotros —dijo, en una voz que era profunda, suave y
terrorífica.
—Sin embargo. —Sus labios estaban secos y rígidos—. Soy su hermana y estoy
aquí por derecho.
Él la miró. Y luego, en un movimiento más terrorífico que todo su orgullo, hizo
una reverencia. El ciervo en el que se sentaba se inclinó también, su hocico tocando el
suelo, y toda la Cacería Salvaje lo hizo con él.
Se inclinaron ante Rachelle. ¿Ya era tan cruel su corazón, que la honraban?
¿O simplemente se estaban inclinando ante lo que sabían que se debía convertir?
—¿Vienes a cazar con nosotros? —preguntó el nacido del bosque—. Queda muy
poco tiempo, pero hay suficientes presas.
—No —dijo Rachelle—. Lo haría. Pero tengo unos asuntos de vuelta en casa.
¿Me llevarían ahí?
Los dientes del cazador brillaron en una sonrisa.
—Estaríamos honrados.
Dos delgadas mujeres nacidas del bosque ayudaron a Rachelle y a Armand a
montar un enorme caballo blanco. Sus dedos ardieron fríos contra su brazo y la
hicieron estremecerse; sus ojos fueron peor. Cuando Rachelle estuvo en el caballo con
Armand ante ella, quiso decirle: no dejaré que te lastimen, pero no pudo. Ni siquiera
pudo pensarlo, porque cuando el cazador la miró, sintió como si estuviera hecha de
vidrio.
En lugar de eso, ella acarició el cabello de él como si fuera una mascota y luego
dijo, su voz baja pero comunicativa:
|

—Monta bien por mí, y puede que vivas hasta mañana.


Ella podía ver el borde de su sonrisa.
—Sí, mi señora —dijo él, y luego los cuernos llamaron de nuevo y la cacería
empezó. Armand se enderezó; Rachelle envolvió los brazos alrededor de su cintura.
Podía sentir el movimiento de sus costillas mientras respiraba.
Y montaron, a través del viento y de la noche, el Gran Bosque susurrando a su
alrededor, el aire lleno de golpes de pezuñas y llamadas de cacería, así como de los
cantos salvajes y poco melodiosos de los nacidos del bosque.
Demasiado pronto, se detuvieron. Rachelle ya se había perdido a sí misma en la
emoción de la velocidad que le tomó un momento recordar por qué habían estado
cabalgando con la cacería.
—Desmonten —dijo el cazador, y Rachelle se deslizó por el lomo del caballo. Se
tambaleó un momento, luego se enderezó a tiempo para atrapar a Armand mientras
desmontaba—. Caminen hacia delante —dijo el cazador—. Y serán regresados.
—Gracias —dijo Rachelle, e instantáneamente se preguntó si los nacidos del
bosque jamás le agradecían a alguien.
—Recuérdame —dijo—, cuando nuestro señor regrese.
Y la Cacería Salvaje los rodeó y se perdió en la noche.
Rachelle se dio cuenta que su corazón estaba palpitando con fuerza y estaba
jadeando para recuperar el aliento. Habían montado con la Cacería Salvaje, y
habían vivido.
Miró a Armand.
—¿Estás bien?
Asintió.
—Sí.
—Entonces camina —dijo Rachelle, y empezó a avanzar, Armand siguiéndola.
Estaban fuera del Gran Bosque ahora, se dio cuenta; la oscuridad era más plana, el
viento suave y apagado.
—Los nacidos del bosque fueron más extraños de lo que esperaba —dijo
Armand.
—¿Por qué? —preguntó—. ¿Cómo fue el tuyo?
—Bueno —dijo Armand después de un momento—, tenía más ropa puesta.
|

—Claramente, el tuyo era especial —dijo Rachelle.


¿O había sido el suyo especial? Podía recordar los rostros de los nacidos del
bosque con los que habían cabalgado ahora, habían sido terribles de mirar por el poder
inhumano que podía sentir residiendo en ellos, pero habían sido formados con rostros
humanos. Podía recordar las líneas de sus ojos, narices y bocas. El rostro de su nacido
del bosque siempre había dejado su memoria en el instante en el que apartaba la
mirada. ¿Era más viejo y más poderoso? ¿O todos los nacidos del bosque tenían la
habilidad de ocultar sus rostros, y él era el único que se molestaba?
—Son inmortales hijos del Devorador que han perdido sus corazones humanos
—continuó—, ¿cómo esperabas que se vieran?
—¿Qué significa eso? —preguntó Armand—. ¿Perdido sus corazones?
—¿Sabes cuál es la diferencia entre los vinculados de sangre y los nacidos del
bosque? No es sólo lo poderosos que son. Cuando los vinculados de sangre se
convierten en nacidos del bosque, pierden sus corazones. El poder del Bosque los
consume, y no pueden amar o sentir compasión por alguien. No pueden querer algo
excepto destrucción. Es por eso que algunos de ellos se vuelven locos. La pérdida de
sus corazones destruye su razón.
En su primer mes en Rocamadour, ella había visto a un vinculado de sangre loco
siendo ejecutado. Ya no podía hablar, y cuando no estaba encadenado, trataba de
atacar a cualquiera a la vista. No había quedado nada de él excepto el deseo de sangre.
Armand estuvo callado uno momentos. Luego dijo cuidadosamente:
—El nacido del bosque que conocí era cruel. Pero no era estúpido. O mucho más
inhumano que alguien en la corte. No creo que sea tan simple.
—¿Entonces qué hace que todos se vuelvan de esa manera? —preguntó
Rachelle—. ¿Cada vez?
—Tal vez es sólo que, una vez que están tan sumergidos en el poder del Bosque,
no quieren recordar amar a alguien.
—¿Por qué estás tratando de convencerme que podemos ser salvados?
Su sonrisa se deslizó por la oscuridad.
—Eres mi carcelera. Claro que quiero pensar que podrías tener un cambio de
actitud.
Por un rato caminaron en silencio.
Luego los gritos empezaron.
|

La cacería, pensó Rachelle, y no había nada que pudiera hacer, nadie se


enfrentaba a la Cacería Salvaje y vivía, pero ya estaba corriendo hacia delante, Armand
justo detrás de ella.
No eran sólo gritos, sino chillidos y choques. Ruidos metálicos. Gruñidos.
¿Engendros del bosque, tal vez? Podía pelear con engendros del bosque. Se obligó a
correr más rápido.
Y había un campo abierto frente a ellos, con la pared baja de piedra que la gente
del norte usaba para mantener los árboles fuera de sus tierras. Rachelle saltó por
encima, luego recordó a Armand, pero cuando miró hacia atrás, ya estaba sobre la
pared.
Rachelle se impulsó en una carrera total. En el extremo opuesto del campo,
podía ver las luces parpadeantes de la aldea. ¿Fogatas? ¿Antorchas? ¿O se había
desatado un incendio?
Estaba más cerca ahora. Podía ver figuras humanas corriendo entre las casas, sí,
una de ellas estaba en llamas, y criaturas con forma de lobo corrían entre ellos.
Engendros del bosque.
Observó un destello de metal y escuchó un ruido. Estaban tratando de combatir
a los engendros del bosque con guadañas y azadas. No eran malas armas. Pero contra
tantos engendros, las manos humanas eran demasiado lentas.
Y luego estaba cargando en el anillo de casas y la titilante luz del fuego, y no
había más tiempo para pensar. Sacó su espada y se lanzó contra el engendro del
bosque más cercano, la hoja se deslizó fácilmente en su cuello, pero mientras la
criatura de disolvía en fango, dos más corrieron hacia ella.
Detuvo a uno de ellos a tiempo. El otro se estrelló contra ella, tumbándola al
suelo. Instintivamente, Rachelle tiró un brazo sobre su rostro, luego gritó cuando la
mandíbula del engendro aplastó su brazo.
Había dejado caer su espada. No podía verla.
Entonces alzó su mano libre y la deslizó en la cuenca del ojo del engendro del
bosque. Estaba ardiente, pero apretó su puño en el revoltijo baboso y lo arrancó.
El engendro del bosque aulló, dejando ir su brazo. Rodó liberándose, encontró
su espada, y luego lo apuñaló tres veces.
Jadeando, miró a su alrededor. Sólo había dos engendros más. Uno de ellos ya
estaba herido y rodeado por una multitud de hombres con guadañas, probablemente
se las arreglarían para matarlo.
|

El otro estaba agachado sobre el techo de una cabaña.


Rachelle gruñó. Apenas podía usar su brazo derecho, por lo que tuvo que
enfundar su espada antes de trepar por el costado de la casa e impulsarse a sí misma al
techo, justo cuando el engendro saltó hacia ella. Lo agarró por el cogote y se
precipitaron juntos por el costado de la casa. Por suerte, aterrizó sobre él; sintió sus
costillas quebrarse debajo, y eso le compró un momento extra para agarrar su espada y
rebanar su cabeza.
Se tambaleó sobre sus pies.
La primera cosa que buscó fue al otro engendro del bosque. Estaba muerto,
sólo un charco de lodo oscuro y viscoso permaneciendo para marcar su deceso. Los
hombres que habían estado atacándolo se volvieron para encararla.
Todos la estaban mirando fijamente.
Algo estaba mal. Apenas podía pensar más allá del palpitar de su cabeza y el
dolor en su brazo, pero algo estaba mal.
Buscó a Armand: estaba a salvo, de pie a un lado, con los ojos como platos. Eso
estaba bien. Pero aún había algo que no estaba bien con la multitud de gente que la
miraba fijamente.
Podían ver la flor de lis negra en su chaqueta. Sabían que era una vinculada de
sangre. La gente siempre se le quedaba mirando fijamente cuando se daban cuenta
que era una vinculada de sangre…
Y luego se dio cuenta. Toda la gente que la miraba… los conocía. Claude, el
panadero. André, el herrero. Jean, el cazador.
Su padre.
Esta era su aldea. La Cacería Salvaje la había llevado a casa para enfrentar su
juicio.
|
Traducido por LizC

Corregido por Mari NC

C uando Rachelle tenía siete años, se metió en la casa de la tía Léonie


mientras ella estaba fuera. Se puso la capa de repuesto de su tía, se
hizo con su madeja, y pretendió tejer encantamientos. Cuando la tía
Léonie regresó temprano y levantó sus cejas, la vergüenza se había sentido como si
agua hirviendo hubiera sido vertida sobre cada parte de su cuerpo.
Se sentía de esa manera ahora: como una niña idiota atrapada jugando a fingir.
Por un momento, lo único que quería hacer era soltar su espada, quitarse su capa, y
escabullirse de nuevo en la casa de su familia y fregar el suelo hasta que fuera
perdonada.
|

Entonces oyó el crujido de la casa en llamas. Recordó lo que la gente en el


campo le hacía a los vinculados de sangre.
Ella ya no era una niña. No iba a haber ningún perdón.
Y ahora mismo, no podía aceptar ese juicio.
Su cabeza todavía le dolía. Su brazo ardía con dolor. Pero apretó su agarre en su
espada.
—Todo el mundo, quédese atrás —dijo—. Armand, ven aquí.
Al instante se dio cuenta que ella acababa de decirles a quién tomar de rehén,
pero ya que ninguno de ellos era Erec, tal vez no se les ocurriría a la vez.
Armand comenzó a dar un paso adelante; ella vio a la gente notarlo por primera
vez, preguntándose quién era el otro desconocido.
—Esto es lo que va a pasar —espetó, porque no podía dejar que ellos prestaran
suficiente atención para darse cuenta de que Armand estaba indefenso—. Mi amigo y
yo nos iremos. Ustedes se quedan aquí. Nadie sale herido.
—¿Quién eres tú? —gritó Claude, y por un momento Rachelle no podía respirar.
Por supuesto que no la reconocían, ahora no era más que otra vinculada de sangre sin
rostro, y si tan sólo hubiera tenido el ingenio para pretender…
—¿Rachelle Brinon? —dijo André. Era un gran hombre fanfarrón y la confusión
parecía completamente extraña en su rostro.
Vio el reconocimiento cruzar a través de los rostros en la multitud, vio el cambio
en sus posiciones a medida que se daban cuenta de que ella era peligrosa. Un enemigo.
Ya no veía a su padre; él debía haber huido tan pronto como la reconoció.
Ella levantó la espada.
—Voy a matarlos a todos ustedes si me dan algún problema —declaró, pero por
dentro estaba temblando de terror. No podía lastimar a esta gente que había conocido
toda su vida.
No podía morir aquí. Todavía tenía que encontrar a Joyeuse.
Entonces, de repente, Armand estaba entre ella y la multitud.
—Nadie va a luchar —dijo él, presionando su espalda contra ella y agarrándola
del brazo—. Nadie va a luchar contra ninguna persona sin tener que pasar a través de
|

mí.
—¿Qué crees que estás haciendo? —exigió Rachelle.
Ella sintió su espalda tensarse.
—Si quieren castigarte por derramar sangre inocente, tendrán entonces que
cortar a través de mí para hacerlo.
—¿Nadie te enseñó cómo funciona la venganza?
—Además, no creo que sobreviva caminando de nuevo a través del bosque por
mi cuenta, por lo tanto, si te quieren muerta, entonces esto nos va a ahorrar tiempo, de
verdad.
—¡Retrocedan! —gritó una mujer. Un momento después, la multitud se apartó.
Tía Léonie se acercó.
Por un enfermizo y horrible momento, eso fue lo que vio. Entonces se dio
cuenta que la mujer vestida de blanco y rojo era demasiado alta para ser la tía Léonie;
su cabello era demasiado claro, la cara demasiado puntiaguda. Era sólo otra esposa del
bosque.
—Yo me encargaré de ellos —dijo ella.
André la agarró por el brazo.
—Usted no entiende, es una…
Ella le dirigió una sola mirada y él la soltó.
—Entiendo perfectamente —dijo ella—. Esta es la chica de tu aldea que asesinó
a mi predecesora y se convirtió en una vinculada de sangre. ¿Cierto? —Miró a la
multitud—. Entonces tengo el derecho para administrar la justicia en este asunto, ¿no?
Silencio. Nadie se movió cuando la mujer se adelantó hacia Rachelle.
—Mademoiselle —dijo Armand—, ella simplemente ayudó a salvar su aldea. Y
ha salvado a un montón de otras personas en los últimos años. No parece justo hacerle
pagar con la muerte.
—Ella mató a la esposa del bosque anterior de esta aldea —dijo la mujer—.
¿Sabía usted eso?
—Sabía que era una vinculada de sangre —dijo Armand—. La persona a la que
asesinó tuvo que venir de alguna parte.
|

—Tiene derecho a matarme —dijo Rachelle. Su voz se sentía como una gran
cantidad de cadenas de hierro oxidado—. Pero no puedo morir ahora mismo. Así que
voy a luchar hasta el final si debo hacerlo.
La mujer la miró de arriba abajo.
—No tengo la intención de matarte —dijo—. Sé lo que le pasaría a esta aldea si
matamos a unos de los vinculados de sangre del rey. Pero vas a ir a mi casa y hablar
conmigo antes de irte.
—No voy a volver a esa casa —dijo Rachelle.
—Quemamos esa casa —dijo la esposa del bosque—. ¿Pensabas que algo
humano podría soportar vivir en ella otra vez? Me construyeron una nueva cuando
llegué aquí.
La nueva casa estaba más cerca de lo que había estado la de tía Léonie, justo al
otro lado del muro de la aldea.
«Es demasiado peligroso, ahora, vivir más lejos» había dicho tía Léonie.
Rachelle apenas estaba prestando atención a esas alturas. Entre el cansancio y
la herida aún sangrante en el brazo, apenas podía ver bien.
—Voy a dormir —dijo, y luego se acostó en el suelo sin esperar respuesta. Nadie
le dio una patada, así que se supuso que debía estar bien. Se quedó dormida casi al
instante.
Cuando se despertó a la mañana siguiente, la esposa del bosque estaba sentada
a su lado, observándola con una estrecha mirada inflexible. Detrás de ella estaba el
desorden normal en la casa de una esposa del bosque: husos y cestas de lana. Manojos
de hierbas colgando del techo, y entre ellos muchos encantamientos coloridos, como
copos de nieve de lana. Era tan cómodamente familiar que por un momento casi se
sintió segura.
Entonces se dio cuenta de quién faltaba.
Se enderezó de golpe.
—¿Dónde está Armand?
La esposa del bosque agitó una mano.
—¿Tu amigo? A salvo. Afuera. No quiero que nos escuche.
—Recuerdo que dijo que quería hablar conmigo. —Rachelle hizo una pausa—.
Gracias por lo de anoche.
|

—No lo hice por tu bien.


—¿Quién eres? —preguntó Rachelle.
La esposa del bosque le entregó un cuenco de gachas y una cuchara.
—Mi nombre es Margot Dumont —dijo ella—. Fui aprendiz junto a Léonie y no
pretendo perdonarte por su muerte.
La mano de Rachelle se apretó en la cuchara.
—No te pedí que lo hicieras.
—No. —Margot asintió en reconocimiento—. Necesito saber, y ante cualquier
honor que te quede, te exhorto a no mentir: ¿Qué te dijo acerca de Durendal?
—Nada —dijo Rachelle, y tomó un bocado de las gachas. Sabía a su infancia, y
su garganta le dolió con las lágrimas contenidas.
—¿Nada?
—Sólo lo que todo el mundo sabe. Que era la espada de Zisa, forjada a partir de
los huesos de las víctimas del Devorador. Que se perdió. Eso es todo. —Una cucharada
le había puesto hambrienta; Rachelle tragó el resto de la papilla.
Margot la observó comer y luego dijo:
—Léonie sabía dónde estaba.
—¿Qué?
—Era su deber saber dónde estaba. Le fue encargado por la esposa del bosque
que nos entrenó. Fuiste su aprendiz; ella debe haberte dicho.
—Nunca me dijo nada —dijo Rachelle—. Nunca hizo nada, sólo…
Sólo, se dio cuenta, custodió a Durendal. Rachelle había despreciado a su tía por
no hacer nada cuando estaba protegiendo un arma que podría matar el Devorador.
La papilla se convirtió en piedra en su estómago.
Margot suspiró.
—Entonces voy a seguir buscando —dijo—. Y tú, ¿qué te trae de vuelta aquí?
¿Un recado para el rey? ¿O sólo tenías que visitar la escena de tu triunfo?
Rachelle dejó el cuenco.
—No —dijo rotundamente—, estaba buscando a Joyeuse. ¿De casualidad no
sabes algo al respecto?
|

Se miraron entre sí durante unos momentos. Entonces Margot resopló y miró


hacia otro lado.
—No más cualquier otro. Detrás de una puerta por encima del sol, debajo de la
luna.
—Lo sé —dijo Rachelle—. Encontré la puerta. Hay un lindenworm en el otro
lado.
Margot enarcó las cejas.
—Ciertamente.
—¿Sabes cómo matar a uno?
—He oído decir que la sangre de una virgen inocente podría adormecerlo —dijo
Margot pensativa—. Pero podrías encontrar eso difícil de obtener, y dudo de ese
cuento de todos modos.
Rachelle estranguló la furia repentina en su garganta y dijo en voz baja:
—Trata de recordar que matarlo nos puede salvar del Devorador.
—Ningunas manos humanas pueden matar a un lindenworm —dijo Margot, tan
plácidamente como si estuvieran discutiendo la mejor manera de coser un dobladillo.
—¿Pensé que la Pucelle mató a uno? —exigió Rachelle.
—Creo que tuvo ángeles ayudándola. Tú no. —Margot se detuvo, frunciendo los
labios—. Tal vez nunca aprendiste esta regla: las criaturas más poderosas sólo pueden
ser tocadas por los más terribles encantamientos… o los más simples. No creo que
haya una esposa del bosque que pudiera entretejer un encantamiento lo
suficientemente fuerte como para detener a un lindenworm, pero supongo que un
encantamiento simple podría engañarlo por un poco de tiempo.
—¿Crees que eso podría funcionar? —preguntó Rachelle.
—No —dijo Margot fríamente—. Creo que si luchas contra ese lindenworm, te
tragará entera, y sentirás la carne derretirse de tus huesos mientras mueres. Pero te
mereces eso y mucho más, por lo tanto, no voy a disuadirte de intentarlo.
Rachelle la miró fijamente. Pensó: Armand probablemente se reiría de eso, y
luego tuvo que sofocar su propio impulso de reír salvajemente.
Margot tomó el cuenco y se levantó.
—No voy a dejar que la aldea te queme viva, pero será mejor que te vayas ahora
|

antes de que se ponga difícil.


Rachelle asintió y se puso de pie. Se acercó a la puerta, la abrió, y no pudo
moverse.
Su madre estaba en el escalón de entrada.
¿Cómo había cambiado tanto? Rachelle recordaba a su madre como una
imponente figura imperiosa, no ésta débil mujer con una cara flácida.
—Entonces —dijo su madre.
Rachelle no podía hablar. Solía ser que una sola mirada de su madre la haría
tartamudear y confesar lo que había hecho mal. Ahora su existencia misma era la
confesión. No habría un abrazo de perdón después de su castigo, porque no quedaba
nada de ella salvo el pecado.
—Tu padre estuvo llorando en el desván toda la noche —dijo su madre—. Una y
otra vez por su preciosa hija querida. Nunca creyó que lo hubieras hecho, ya sabes; juró
que el nacido del bosque debió haberte secuestrado, y que era por eso que nunca
volviste.
Después de todas las noches que había pasado agonizando por lo que su padre
iba a pensar, debería haber sido un consuelo que él aún la amara. No lo era.
—Tú sí lo creías —susurró Rachelle.
Su madre sonrió sin alegría, su mirada a la deriva.
—Sé muy bien lo que las hijas harán cuando deben hacerlo. —Luego se volvió a
mirar a Rachelle—. Cuando él despierte, no va a creer que esto sucedió. Va a jurar que
era sólo una falsa nacida del bosque que se parecía a su hija. No vuelvas nunca más de
modo que él nunca tenga que descubrir la verdad. ¿Me escuchaste?
—Sí —dijo Rachelle, aturdida. No podía decirle lo que estaba sintiendo. Se había
imaginado miles de entornos de pesadillas que podrían ocurrir si alguna vez volvía a su
aldea. Pero jamás había imaginado algo así.
Ninguno de sus padres la odiaba de la forma en que Margot lo hacía, la forma en
que el resto de los habitantes de la aldea lo hacía. Ellos simplemente no querían que
ella existiera.
—¿No vas a volver?
—Nunca —dijo Rachelle—. Voy a morir primero. Lo prometo.
—Bien. —Su madre abrió la boca, luego la cerró, se volvió y se alejó a zancadas.
|

El pecho de Rachelle dolía. Dio un paso tras ella.


—Madre —llamó.
Su madre se detuvo.
—¿Sí? —dijo, sin mirar atrás.
Rachelle no sabía lo que iba a decir hasta que las palabras se formaron en su
boca.
—Gracias. Por pedirme ayudar.
—Sabía que vivías —dijo su madre después de un momento—. Cualquier hija
mía sería lo suficientemente despiadada.
Ella encontró a Armand sentado en el jardín de hierbas. El sol de la mañana
brillaba a través de su cabello; se veía en paz de una manera que ella no creía que lo
hiciera en cualquier lugar del Château.
—Me gusta estar aquí —dijo él—. Es tranquilo. Nadie sabe quién soy.
Y entonces ella lo sintió una vez más: la repentina aguda conciencia de querer
tocarlo, del espacio entre ellos como una herida abierta, de su propio cuerpo estando
confuso, torpe y demasiado independiente cuando podía estar presionado contra él,
cintura a cintura, barbilla contra hombro y sus dedos deslizándose en ese cabello
castaño claro.
Su rostro estaba caliente. Dio un paso atrás, pensando: Él no es tuyo. Nunca será
tuyo. Nunca, jamás te querrá.
—Incluso ellos se darán cuenta tarde o temprano —dijo ella—. Cuando te vean
bien a la luz del día, por ejemplo. Levántate. Nos vamos.
Él se levantó.
—¿Mademoiselle Dumont, de qué quería hablar?
Tía Léonie podía haber detenido al Devorador, y Rachelle la había matado, y
ahora nadie encontraría jamás a Durendal.
O tal vez su nacido del bosque ya la había encontrado y destruido. Esa debe
haber sido la razón de por qué estaba husmeando alrededor de la aldea para empezar.
Tal vez si Rachelle le hubiera dicho a la tía Léonie cuando ella lo conoció, podrían
haberlo detenido. Podrían haber salvado a Durendal. Podrían haber salvado al mundo.
—Nada importante —dijo, y lo agarró del brazo—. Vamos. —Ella comenzó a
arrastrarlo hacia el borde de los árboles.
|

—¿Tu familia está aquí? —preguntó Armand—. ¿No vas a despedirte de ellos?
No sabía si el dolor en su pecho era de pena o libertad. Tal vez eran ambos.
—Ya lo hice —dijo Rachelle.
Zisa cargó los huesos a un gran Tejo. Debajo de sus raíces había una cueva, y en la
cueva había una fragua, y encadenado a la fragua había un hombre con una sonrisa como
de sangre seca y brasas.
Este era Volund, el herrero cojo. Una vez había amado a una doncella nacida del
bosque, y tanto la había deleitado que durante siete años ella se quedó a su lado. Pero una
noche ella escuchó los cuernos de caza de su pueblo y se levantó para seguirlos. Antes de
que hubiera dado tres pasos, él la golpeó hasta la muerte.
En recompensa, los nacidos del bosque lo paralizaron, lo encadenaron y lo hicieron
inmortal como a sí mismos, un esclavo eterno para elaborar sus espadas, lanzas y flechas.
—Viejo —dijo Zisa—, debo tener dos espadas hechas de estos huesos.
—Pequeña —dijo Volund—, debo obedecer a los nacidos del bosque, pero no a ti.
—Y cuando yo sea uno de ellos, recordaré que dijiste eso —replicó ella.
Él se echó a reír como una bisagra oxidada.
—Y mucho que me queda para que cualquiera pueda tomar de mí. Pero tú, en mi
opinión, tienes todo el mundo que perder. —Él la miró de arriba abajo—. Voy a hacerte
una oferta. Dame las delicias de tu orgulloso cuerpo dos veces, y yo te haré dos espadas
como el mundo nunca volverá a ver.
|

No había nada que ella no haría por su hermano.


Traducido por âmenoire, AnnaTheBrave y Mae

Corregido por Mari NC

—¿T ienes un plan? —preguntó Armand mientras caminaban


dentro del bosque. Todavía no estaban en el Gran Bosque,
pero las sobras proyectadas por los árboles eran un poco
más grandes y oscuras de lo que deberían ser a la luz del día.
—Sí —dijo Rachelle.
Como un chorro de sangre, el hilo yacía en el suelo ante ella. Si lo seguía,
entonces debería encontrar a su nacido del bosque al otro extremo.
Él quería que ella viviera. Así que si le daba una opción entre llevarla de vuelta
|

al Château y observarla perderse en el Gran Bosque, seguramente le ayudaría.


Pero si ella le decía a Armand eso, le preguntaría por qué estaba tan segura de
que su nacido del bosque quería que ella viviera.
—¿Es el plan “camina dentro del Bosque y espera encontrar la Cacería Salvaje de
nuevo? —preguntó Armand—. Porque no estoy seguro cómo es posible que eso
funcione.
—Bueno —dijo Rachelle, pensando en el lindenworm—, tal vez habrá un
milagro que nos salve. Dado que esos siempre les suceden a las personas que se los
merecen.
—Ya te lo dije —dijo Armand suavemente—. No creo en eso.
Él lo había hecho, y ella no pudo evitar una mirada culpable hacia sus manos.
—¿Entonces en qué crees? —preguntó ella—. ¿Que todos deberíamos ser
mártires?
Ella se dio cuenta que estaban rodeados por oscuridad y viento frío y dulce.
Estaban en el Gran Bosque de nuevo. El cambio se había sentido tan natural, tan
correcto, que no había notado cuando sucedió.
—¿Qué es tan malo sobre ello? —preguntó Armand.
—El problema con los mártires es que todos están muertos. ¿Qué han llegado a
hacer por aquellos de nosotros que somos lo suficientemente pecadores para todavía
estar vivos? ¿Debemos sólo rendirnos y querer morir, porque la muerte es mejor que el
deshonor? Pero el suicidio también es un pecado, así que realmente estamos
condenados si lo hacemos y si no lo hacemos.
—Yo no… —empezó a decir Armand.
—Suficiente. No quiero escucharlo. —Rachelle caminó más rápido hacia
adelante, tratando de no pensar sobre el lindenworm esperando por ella, y pensando
en ello con cada paso.
El viaje pareció tomar horas. Días. Para siempre. No había forma de mantener
cuenta del tiempo en esa oscuridad sin fin, pero siguieron caminando más y más y
Rachel se preocupaba más y más.
Todo en lo que podía pensar era el lindenworm. Tenía que intentar vencerlo y
llegar a Joyeuse. No veía una manera en que pudiera ganar.
Mereces eso y mucho más.
No quería ser una mártir. No tenía una opción.
|

Cuando la luz el sol repentinamente se vertió sobre ellos, la cabeza de Rachelle


colgaba bajo. Levantó la mirada y vio al Château de Lune brillando ante ellos. Estaban
en el jardín, entre los rosales. Juzgando por la posición del sol, sólo habían estado
caminando por algunas horas.
—¿Cómo hiciste eso? —preguntó Armand. La miraba, sus ojos entrecerrados
con la repentina luz del sol.
—Suerte —dijo Rachelle—. Tal vez.
O su nacido del bosque estaba acechando en algún lugar cercano al Château, lo
que era una idea verdaderamente escalofriante.
Cuando regresaron a sus habitaciones, encontraron tanto a Amélie como a los
ayudantes de Armand en un estado de alterado pánico.
—¿Dónde han estado? —exigió Amélie, abrazando a Rachelle intensamente—
. Monsieur d’Anjou sigue pregunte y pregunte por ustedes y tuvimos que inventar
excusas.
Lo que era inútil, dado que los ayudantes le reportarían todo a Erec de cualquier
manera, pero Rachelle estaba sorprendida y conmovida porque Amélie se hubiera
tomado la molestia.
—Fuimos a dar un paseo —dijo Armand—. Nos perdimos en los árboles. —Sus
ayudantes no lo abrazaban, pero le habían quitado su abrigo, exclamando sobre el
polvo, y ahora parecían estarlo revisando por heridas.
—Estaba cansado de estar encerrado —dijo Rachelle—. No sucederá de nuevo.
—He aprendido mi lección —concordó Armand, con una sonrisa solo para ella.
Por supuesto tendría que explicarse a Erec. Los ayudantes debían haberle
enviando un mensaje tan pronto como regresó, porque apareció no mucho tiempo
después y la arrastró para una audiencia privada.
—Escuché que saliste a pasear con nuestro santo —dijo él—. ¿Qué sucedió?
Rachelle decidió que un poco de verdad no dolería.
—Resultó que las protecciones en el Château están peor de lo que pensábamos
—dijo ella—. Fuimos a caminar y terminamos en el Gran Bosque.
—¿Y no me llevaste? —preguntó ligeramente.
|

—No tuve elección —dijo ella—. ¿Qué sucedió mientras no estuve?


—Una extraordinaria cantidad de pánico. Pensarías que ningún miembro de la
corte ha visto alguna vez a un engendro del bosque antes.
—La mayoría de ellos no han visto a un engendro del bosque antes —dijo
Rachelle—. Dado que ninguno de ellos sale a las calles de la ciudad por la noche.
Erec se encogió de hombros.
—Bueno, el resultado es, que iremos a patrullar los terrenos esta noche en caso
de que una cosa tan terrible suceda de nuevo. —Se las arregló para hacer sonar la tarea
como un ridículo chiste.
Era el mismo juego que jugaba cada vez que hablaban sobre el Bosque. Por una
vez, Rachelle no se enojó, pero sintió una repentina puñalada de preocupada lástima.
Parecía tan seguro de que el Bosque nunca lo lastimaría. Ella esperaba que nunca
averiguara cuán equivocado estaba.
Erec podría todavía no creer que había algo que temer. Pero todos los demás en
el Château lo hacían. Ella lo veía todo el día cuando seguía a Armand alrededor de la
corte: los susurros, las miradas medio ocultas llenas de miedo por las ventanas. La
gente todavía no estaba lista para admitirlo en voz alta, pero lo sabían.
Rachelle pasó el resto del día pensando sobre el lindenworm. Pelearía contra él.
La idea la hizo sentir entumecida con miedo, pero no tenía otra elección: no había
manera de detener al Devorador salvo con Joyeuse y no había manera de obtener a
Joyeuse salvo venciendo al lindenworm. Sin importar cuán terribles eran las
posibilidades, tenía que intentarlo.
Atacarlo solo con solo una espada sería suicida. Y aun así, si a eso llegaba,
Rachelle lo intentaría. Pero todavía esperaba poder encontrar otra manera.
Margot había sugerido que quizás hubiese un encantamiento de una esposa del
bosque que actuara contra él. Los más terribles encantamientos, había dicho ella, o los
más simples.
Pero Rachelle recordó el encantamiento que había intentado tejer quemándose
en sus manos. Había sido capaz de hacer aparecer la puerta, pero ese solo había sido un
encantamiento revelador ya tejido. Era probable que hacer incluso un encantamiento
simple fuera imposible.
¿Podría pedirle ayuda a Erec?
Dos vinculados de sangre quizás no serían suficientes. Margot había dicho que
manos humanas no podían matar a un lindenworm. Pero entonces, Margot la quería
|

muerta, y de todas maneras, los vinculados de sangre ya no eran exactamente


humanos. Y Rachelle y Erec eran los mejores. Si algún vinculado de sangre podía
hacerlo, ellos podían.
Pero ¿él la ayudaría?
Rachelle sabía que pedirle ayuda a Armand era mucho más arriesgado. Él tenía
una razón para querer que ella muriera, mientras que Erec la consideraba una amiga.
Pero Erec era… Erec, y cuando ella se imaginaba intentando decirle todo lo que sabía,
sospechaba y planeaba —todo lo que le importaba desesperadamente— sintió la
terrible sospecha de que él se reiría y no arriesgaría su vida.
Ella aún se lo preguntaba cuando se encontraron esa noche para patrullar en los
jardines. Erec parecía estar de buen humor; había sonreído, y cuando ella le preguntó
por dónde deberían empezar, él simplemente dijo:
—Corre conmigo.
Por lo que corrieron.
Cuando ella era niña, Rachelle había amado correr. Había amado ese momento
perfecto, justo antes de detenerse, cuando sentía como que el aire mismo estuviese
empujándola hacia adelante y el suelo hubiese perdido todo derecho sobre ella, cuando
su corazón corría más rápido que el viento.
Ahora que era una vinculada de sangre, podía correr así por siempre. O casi. El
viento rugía en su cara pero no podía detenerla. Y a diferencia de los demás poderes
que había ganado como una vinculada de sangre, en este no había un cargo de
conciencia de lo que había hecho para ganarlo. Ella corría, y no olía sangre, solo el dulce
y húmedo aire de la noche.
Erec finalmente se detuvo en un pequeño claro, junto a una fuente llena de
sirenas de mármol retorciéndose. Rachelle frenó tan abruptamente que tuvo que
agarrarse de sus hombros para recuperar el equilibrio y por un momento se
tambalearon juntos, luchando por respirar de una manera que era casi graciosa.
Erec le sonrió.
—¿Ahora te gusto, mi señora?
—Por una vez —dijo ella—, sí.
Y lo decía enserio. Él solo era odioso cuando recordaba que era la gloria de la
corte. Cuando eran solo Erec y Rachelle, cazando en la oscuridad, entonces era amable.
Entonces ella estaba feliz de estar con él.
|

Eran Erec y Rachelle ahora. Si ella le dijera del lindenworm, ¿entendería él?
Tomó aire para hablar, pero no estaba segura de por dónde empezar, y por un
momento su corazón dio un vuelco en silencio…
—Y sin embargo, aún me desprecias —dijo Erec, porque aún estaban en los
jardines del Château de Lune y él no había olvidado cuán guapo era.
Ella rio temblorosamente.
—Desprecio ser una de tus quinientas mujeres.
—Pero ¿y si fueras la única? —preguntó Erec—. Porque podrías serlo, solo
debes decir una palabra. Hay un rubí esperando por ti.
—No —dijo rotundamente, intentando cambiar la conversación. Se estaba
alejando de ella, de nuevo en los caminos trillados de las burlas y el desprecio, ninguno
de ellos podía ser veraz.
Él levantó sus cejas.
—¿Aun estás enfadada por el duelo? No puedo evitar ser mejor que tú en la
lucha de espadas.
—Podrías haber evitado forzarme a hacerlo —dijo ella. La ira familiar era tan
reconfortante que habló sin pensar—. Por no mencionar… —se interrumpió a sí
misma.
—¿Qué? —preguntó Erec—. ¿El beso? Creo que la fuerza de eso está totalmente
de tu lado.
Rachelle alejó la vista.
—Me haces lucir como un animal —dijo, e instantáneamente deseó no haber
hablado.
—Mi señora, te hice un honor. Te mostré ante toda la corte como una vinculada
de sangre terrible y amorosa. —Él se acercó y se inclinó hacia ella—. Somos más
fuertes y justos, y viviremos para siempre. ¿Por qué quieres pretender que eres una
perseverante criatura diurna?
Y allí estaba la respuesta. Ni siquiera había tenido que arriesgarse a su burla
preguntando.
Erec podría no entender completamente su destino. Pero él lo quería. Nunca
arriesgaría su vida contra un lindenworm, solo para que Rachelle matara al Devorador.
|

Pero ella puso una mano en su pecho para empujarlo un paso hacia atrás.
—Ya te lo he dicho. Moriré primero.
—Que perverso deseo. —Él atrapó su mano—. ¿Sabes cómo las viejas historias
paganas llaman al primer hombre y la primera mujer, quienes se arrastraron fuera de
las raíces del primer árbol? Vida y Deseo de Vivir.
Le dolía el pecho, pero ella lo miró a los ojos con su desprecio normal.
—Si fuera pagana, me parecería inspirador.
—Quiero decir que es la más vieja ley que conocemos. Vivir, y el deseo de ello.
—Y destruirlo. Ese es el por qué los paganos derramaron la sangre de Tyr y Zisa.
—Ella liberó su mano—. ¡Y es por eso que hicimos lo que malditamente bien sabes que
hicimos!
—Eso no es por lo que lo hice —dijo Erec—. Entré al bosque y llamé a los
nacidos del bosque porque necesitaba una manera de ser perdonado luego de matar a
mi medio hermano.
Rachelle lo miró.
—¿Qué?
—Es una escapatoria: planear un asesinato conseguirá que te ahorquen, pero
asesinar por el bien de convertirte en un vinculado de sangre te dará fama y fortuna.
Por supuesto que ella sabía que Erec había asesinado ya que era un vinculado de
sangre. Pero nunca pensó que… bueno, nunca pensó. Había pasado mucho tiempo
intentando no recordar lo que ella había hecho, no había tiempo para preocuparse por
otros.
—¿Por qué querías matarlo?—preguntó aturdida.
—Te diste cuenta, ¿no? ¿Que las viejas familias siempre tienen un vinculado de
sangre bien colocado o dos? No es porque al nacido del bosque le importe el rango, es
porque las familias escogen a alguien para entrar en el bosque y pedir la bendición. Yo
debía haber sido el vinculado de sangre, ya que no debía heredar, pero oí a mi padre
quejarse de que mi hermano prefería vagar por los bosques que gestionar el
patrimonio. Sabía lo que eso significaba. Sabía quién era bastante prescindible para ser
su sacrificio. Y decidí matarlo primero. —La boca de Erec se curvó en esa vieja sonrisa
irónica, y por una vez no pude decir que se estaba burlando—. No voy a negar que me
dio satisfacción. Era legítimo y heredero de todo lo que deseaba. En ese momento,
|

parecía muy importante.


Rachelle se quedó en silencio. No sabía qué decir.
—Más tarde no tanto —continuó Erec pensativo—. Y por las últimas palabras
de mi hermano, no creo que tuviera la intención de convertirse en un vinculado de
sangre después de todo.
—Lo siento —dijo Rachelle.
Él sonrió brillantemente y le tocó la mejilla.
—¿Por qué deberías? ¿No tengo todo lo que siempre he querido?
—No lo sé —dijo Rachelle lentamente—. ¿Tú sí?
—Bueno, todavía no te tengo a ti, mi señora.
Ellos patrullaron los terrenos por varias horas más, pero no encontraron más
engendros del bosque. Rachelle le deseó a Erec una muy firme buena noche, y luego se
metió en el castillo por una puerta lateral y se dirigió en silencio por los pasillos. Había
una fiesta todavía va en el ala este, pero la mayoría de la gente se había ido finalmente
a la cama, por lo que los pasillos estaban casi vacíos.
Erec no la ayudaría. Eso significaba que tenía que hacer frente al lindenworm
sola, con encantamientos o con su espada. De cualquier manera parecía condenada al
fracaso.
Todos los días durante los últimos tres años, había pensado que merecía morir.
Todavía no quería. Quería vivir con toda la chatarra sucia y desesperada de su
corazón.
Cuando vio a alguien acurrucado en la sombra a los pies de una estatua, su mano
se dirigió de inmediato a su espada. Entonces se dio cuenta de que era Amélie.
—¿Qué estás haciendo aquí? —preguntó.
Amélie, que se había levantado como si quisiera huir, se relajó.
—En primer lugar esperaba que volvieras —dijo—. Entonces pensé en dar un
paseo. Luego me cansé. ¿Dónde has estado?
—Cazando. —Rachelle suspiró y se sentó. Amélie se sentó a su lado.
—¿Por qué estás esperándome? —preguntó Rachelle después de unos
momentos.
—Me preocupo por ti —dijo Amélie simplemente—. Estás muy triste. Y muy
|

distante.
Y sólo iba a alejarse más, ya que si por algún milagro no moría frente al
lindenworm, seguramente moriría luchando contra el Devorador y Amélie nunca sabría
la razón. Tal vez ni siquiera sabría a ciencia cierta que Rachelle estaba muerta. Y valía la
pena, valía la pena totalmente todo si Amélie quedaba a salvo e inocente, pero cuando
Rachelle pensó en el ancho golfo-nunca-cruzado entre ellas, toda la fuerza la
abandonó.
—Amélie —preguntó—, ¿qué quieres, más que cualquier otra cosa en todo el
mundo?
—Quiero a mi padre —dijo Amélie con prontitud.
Rachelle miró fijamente.
—Bueno, eso no va a suceder.
Amélie se encogió de hombros.
—No preguntaste lo que creía probable.
—Quiero decir… ¿qué es lo que deseas?
—Los deseos son siempre imposibles, ese es el punto —dijo Amélie—. Me
gustaría que mi padre estuviera vivo. Me gustaría poder pintar cosméticos todo el
tiempo. Deseo que dejes de llorar.
—Yo nunca lloro —dijo Rachelle.
—Eso es lo que hace que sea muy imposible. —Amélie se inclinó un poco más
cerca—. ¿Por qué estás preguntando acerca de deseos?
Rachelle se miró las manos.
—Solía saber lo que quería —dijo—. Hace mucho tiempo. Ya no más.
Las manos de Amélie se entrelazaron.
—Mi madre dice que es frívolo, querer aprender cosméticos. Vanidoso, también,
a pesar de que no es a mí a quien pintaré. Pero cuando estoy mezclando los pigmentos-
cuando estoy pintando belleza en la cara de alguien me siento en paz. Como si, sólo
con unas pocas pinceladas, fuera… lo que Dios me hizo. Nunca me he sentido de esa
manera haciendo alguna otra cosa.
Su mandíbula estaba apretada, los ojos fijos en el otro lado de la sala, como si
una batalla gloriosa esperara. Con un chorro de culpa, Rachelle se dio cuenta de que
por mucho que había disfrutado el arte de Amélie, nunca había pensado que era más
|

que un juego frívolo tampoco.


—Cuando practicas tus cosméticos en mí —dijo en voz baja—: Me siento en paz
también.
Amélie se volvió hacia ella con una sonrisa.
—Espero que pienses que Dios quiere algo más de ti que sentarte quieta
mientras pinto.
El problema era que Rachelle sabía exactamente lo que Dios quería que
hiciera. Quería que muriera. Hace tres años, debería haber muerto en lugar de matar, y
cada aliento que tomaba desde entonces había sido robado. Tal vez por eso no podía
encontrar ninguna manera de derrotar al lindenworm: porque iba a morir luchando.
Pero no podía decirle eso a Amélie.
En cambio, le preguntó:
—Entonces, ¿pintar cosméticos es lo que más quieres?
—Bueno —dijo Amélie—, estoy cediendo en ayudar a mi madre a hacer
medicinas. Así que supongo que no.
Se sentaron en silencio por un tiempo más largo. Al final, Amélie dijo en voz
baja:
—Sé… que algo está pasando en este palacio. Si alguna vez quieres decirme,
voy a escuchar.
Rachelle miró. Se dio cuenta de la forma cuidadosa en que Amélie se inclinó
hacia ella, cerrando la distancia entre ellas, pero sin tocarse. Se dio cuenta de que
Amélie se mordía el labio, la forma en que siempre lo hacía cuando estaba nerviosa. Se
dio cuenta de que se trataba, en realidad, de su única amiga.
Todavía no podía decirle nada. Tal vez era una tontería, pero se había pasado
dos años y medio tratando de proteger a Amélie. No podía soportar la idea de deshacer
eso ahora.
Pero no podía dejar que la preocupación de Amélie quedara sin respuesta,
tampoco.
Así, por primera vez desde que había sacado de la calle a una ensangrentada y
llorosa Amélie, la envolvió en una capa, y la llevó a su casa, Rachelle puso un brazo
sobre sus hombros.
—Gracias —dijo.
|
Traducido por Selene1987

Corregido por Mari NC

E l día siguiente era domingo. Se esperaba que toda la corte


acompañara al rey a la capilla del palacio, donde cada semana
demostraba su devoción a las apariencias, si no era a Dios.
Rachelle no había atendido a la misa desde que se convirtió en una vinculada de
sangre, y no esperaba empezar ahora. Durante las últimas dos semanas, había hecho
que Erec vigilara a Armand mientras él estaba en la capilla. Pero esa mañana no podía
encontrarle, así que tuvo que seguir a Armand adentro.
Sabía que las historias sobre los vinculados de sangre gritando y estallando en
llamas en suelo sagrado eran falsas. Justin era prueba suficiente de ello. Pero la última
|

vez que había entrado a una iglesia, no había sido una vinculada de sangre. Había sido
la buena hija de Marie y Barthélemy Brinon, entrenándose para convertirse en una
buena esposa del bosque y soñando con salvar el mundo. Aún creía que amaba a Dios.
Esa capilla era todo lo que había perdido y a lo que había renunciado.
Pero cuando en realidad entró, no fue tan malo. La iglesia en la que había
crecido era un pequeño edificio de piedra, las paredes estaban llenas de retratos
chapuceros de los santos. Las ventanas eran estrechas con cristales pálidos. El altar era
una simple piedra con solamente la mandíbula de un mártir sin nombre colocada sobre
este.
La capilla real era una joya de habitación: el suelo era de mármol blanco puro y
brillante, mientras que las paredes y las columnas estaban cubiertas con un poco de
oro. Entre las ventanas tintadas de cristal como de esmeralda colgaban largas pinturas
con colores igual de brillantes. Delante del altar de mármol yacía el esqueleto de le
Montjoie, santo patrón de la línea real. Cada uno de sus huesos estaba completamente
cubierto de oro, los ojos esmaltados dentro de sus cuencas, anillos con rubíes en sus
dedos y cadenas de rubíes alrededor de su cuello. No se parecía en nada al lugar donde
Rachelle había acudido a rezar cuando era una niña, e ir a una misa de cortesanos
engalanados lujosamente no parecía muy distinto de ir al Salón du Mars.
Rachelle y Armand se sentaron en la sección más baja. Eso era otra cosa que era
diferente: en la iglesia de Rachelle, la gente estaba toda sentada viendo al sacerdote
mientras éste estaba de pie en el altar. Aquí, cada asiento miraba a la parte de atrás del
edificio, para poder pasar todo el tiempo mirando al rey sentado en su elevado palco
con sus elegidos. Hoy esos elegidos no incluían ni a Rachelle ni a Armand, así que tenían
toda la vista de la presencia real.
Mientras el coro empezaba a cantar, la mandíbula de Armand se tensó, y
entonces se giró para mirar el altar.
—Creo que eso es un insulto al rey —farfulló Rachelle en voz baja.
—Perdóname si hoy no le adoro —le farfulló Armand de vuelta.
—No creo que nadie adore nada aquí —dijo Rachelle. Ciertamente las mujeres a
su lado parecían estar más absortas en susurrarse mutuamente y jugar con un perrito
en lugar de prestarle reverencia al rey o a la divinidad. Durante un breve momento,
sintió lástima por el sacerdote que fuera pastor por tal congregación tan abiertamente
impía.
Entonces se dio cuenta de quién estaba liderando la multitud de acólitos: el
obispo Guillaume.
|

Sintió calor y frío a la vez. ¿Quién le ha dejado entrar en el Château? Una mirada a
la galería la convenció de que no había sido el rey.
Bueno, ¿a quién le importaba? Nunca la habían obligado a quedarse en uno de
sus sermones, y no le importaba empezar ahora. Se puso de pie, pasó al lado del resto
de personas del banco, y salió de la capilla. Fuera cual fuera el problema al que se
enfrentara, preferiría aguantarlo a ese sermón.
Afuera, apoyando su espalda contra la pared, sabía que era una estúpida. Era un
hombre que odiaba haciendo oraciones a un Dios que rechazaba. ¿Qué tenía que
temer? No podrías estar más maldita que maldita.
—¿No deberías estar en la capilla? —dijo Justine.
Los ojos de Rachelle se abrieron.
—¿Qué estás haciendo tú aquí?
Justine dio un paso, con los brazos cruzados. Su cara era triste, aunque como
era su expresión habitual, no significaba nada.
—No importa —siguió Rachelle—. ¿Qué está haciendo tu preciado obispo aquí?
—Ha venido a rezarle al rey —dijo Justine—. Yo he venido a hablar contigo.
El estómago de Rachelle se tensó.
—Sé lo que vas a decir. Y moriré antes de unirme a él.
Justine apretó los labios.
—¿Te he dicho alguna vez —dijo calmadamente—, que antes de ser una
vinculada de sangre, era monja?
Rachelle se quedó mirándola. Era una regla sobreentendida de que los
vinculados de sangre del rey nunca, jamás, hablaran de sus pasados. Pero Erec la había
roto la noche anterior, así que quizás no debería sorprenderle tanto que lo hiciera
Justine.
—Era pura como un ángel y orgullosa como el diablo —siguió Justine,
frunciendo el ceño ligeramente mientras miraba al horizonte—. Sólo que descubrí que
ni la pureza ni el orgullo daban coraje, al final. —Entonces miró nuevamente a
Rachelle—. Tu orgullo tampoco será suficiente. Deja de servir al rey. Pide ser vinculada
de sangre del obispo.
—¿Y luego qué? —exigió saber Rachelle—. ¿Ayudarle a conseguir el trono?
|

¿Crees que la traición salvará tu alma?


—Creo que preferiría servirle a él durante mis últimos días que al rey. ¿Por qué
crees que los días son más cortos y los nacidos del bosque más fuertes?
Rachelle abandonó su cautela.
—Porque el Devorador se está despertando.
No esperaba otra cosa, pero aun así dolió cuando la boca de Justine se dobló de
disgusto.
—¿Aún te aferras a tus paganas supersticiones? La oscuridad cae porque Dios
nos está juzgando por nuestros pecados. Nos ha enviado a los engendros del bosque y
a los nacidos del bosque para castigarnos.
—Nuestra pecaminosidad —dijo Rachelle—, está en vivir y dejar que vivan otros
vinculados de sangre. Si lo sintieras de verdad, sacarías un cuchillo y te cortarías la
garganta. En cuanto a mí, he pasado más tiempo hablando con los nacidos del bosque
que tú, y los prefiero mucho más a ellos que al obispo. Al menos ellos no fingen que son
sagrados.
—Haz lo que quieras, entonces. —Justine se puso de pie—. Pero rezaré por ti —
añadió imperturbablemente, y entró en la capilla.
Las puertas apenas se habían cerrado tras ella cuando la Fontaine caminó hacia
el pasillo, agitando un abanico. Levantó una ceja hacia Rachelle.
—¿Te has escaqueado antes de la consagración? Quizás deberíamos llamarte
Mélusine.
—¿No deberías estar ahí tú también? —preguntó Rachelle agriamente. Había
salido al pasillo para estar sola, no para hablar con todos los miembros de la corte.
La Fontaine se encogió de hombros, haciendo que sus pendientes de rubíes se
tambalearan.
—He vivido mi vida por un reino imaginario. No me queda paciencia para otro.
Rachelle no había imaginado que la corte escondía tantos creyentes, pero
tampoco había esperado que alguien fuera tan descarado. Nuevamente, si fueras la
amante del rey, se imaginó que no tenías que impresionar a nadie con tu piedad de
todas maneras.
—¿Quién es Mélusine? —preguntó.
—¿No conoces la historia? —dijo la Fontaine—. Y tú la amada de Fleur-du-Mal.
|

—No es mi amado —dijo Rachelle—. Y no me cuenta historias para dormir.


—Puede que te guste, ya que es una historia triste. —La Fontaine cerró su
abanico—. Érase una vez, cierto caballero perdió su rumbo mientras cazaba por los
bosques. Se tambaleó hasta un claro que jamás había visto anteriormente, y allí en el
césped estaba sentada una mujer de una belleza deslumbrante, desnuda como el día en
el que nació, peinándose su larga y rubia cabellera. Por supuesto que puedes
imaginarte lo perdidamente enamorado que se quedó de ella. Llevó a la desconocida
mujer, quien decía que se llamaba Mélusine, a su castillo y se casó con ella en una
ceremonia increíble. Durante años vivieron felices y ella le dio tres hijos y cuatro hijas.
Sólo una curiosidad arruinaba su vida juntos: la mujer siempre encontraba una razón
para no ir con él a la capilla. Estaba demasiado cansada, o le dolía la cabeza, o
necesitaba confesarse. Finalmente el señor exigió que su esposa acudiera con él.
Después de muchas protestas, ella consintió hacerlo, pero mientras la misa progresaba,
ella se inquietaba más y más, hasta que al final se levantó del banco y corrió hacia la
puerta. En el umbral, su marido la capturó, pero con un gran chillido, le crecieron
colmillos, alas y garras. El señor la soltó aterrorizado, y ella voló, y nunca la han visto
ojos mortales de nuevo. El nombre de ese señor era Marcelin Angevin, el primer duque
de Anjou, y desde entonces una sombra ha yacido sobre su línea.
—Y así —dijo Erec, apareciendo por una de las puertas laterales—, nos llaman
hijos del diablo. Un título que incluso los bastardos pueden heredar.
—Y aun así tú no eres el único que podría ser llamado hijo del diablo —dijo la
Fontaine. Cuidadosamente no miró a Rachelle, y la línea de su mandíbula era más bien
una acusación que una mirada.
Ya que Rachelle algún día se convertiría en una criatura difícilmente mejor que
un demonio, no podía objetar la comparación.
—Si te refieres a nosotros y nuestra capacidad como vinculados de sangre —
dijo Erec, quien no tenía el sentido de cuándo quedarse callado—, los adoradores del
diablo pueden ser mejores. Te aseguro, no había nada parental en los nacidos del
bosque que nos llevaron a este estado.
Rachelle hizo una mueca, recordando el beso de su nacido del bosque.
La Fontaine le saludó con el abanico.
—Nunca te faltará el ingenio, mi querido Fleur-du-Mal, ni siquiera en el Día del
Juicio. Esperemos que la Aurora te encuentre más entretenido que yo.
—Pensaba que no creías —dijo Rachelle.
|

—Creo en hacer amenazas cuando es conveniente —dijo la Fontaine—. ¿No lo


hacen todos? —Le hizo una reverencia de desprecio, en la línea entre el sarcasmo y el
respeto—. Dale mis respeto a mi primo, Mélusine. Espero volver a verle de nuevo. A ti
también… si conviene.
—Oh, querida —dijo Erec, viendo pasear su falda mientras se alejaba—. No está
celosa, ¿no?
Rachelle recordó la manera en la que la Fontaine la había encontrado a ella y a
Armand en su recepción, su angustia cuando pensó que Armand no estaba comiendo lo
suficiente.
—Creo que es protectora.
—Mientras siga atacando con referencias literarias, creo que podemos resistir.
—Erec miró a Rachelle—. ¿Ha acertado correctamente? ¿La capilla sagrada hace que te
salgan cuernos?
—No —dijo Rachelle—, simplemente no me importa el rezo. ¿Cuál es tu excusa?
—Yo, no me importa adorar a alguien que han roto en pedazos. No inspira
confianza. La Aurora es la imagen del Dios invisible, ¿no? Quizás eso es lo que reside en
la Luz Inaccesible: sólo una pila de malditos miembros.
Ya estaba bastante maldita que no importaba las blasfemias que escuchara,
pero aun así Rachelle hizo una mueca.
—Seguro que eso le gustaría al obispo —dijo—. Un Dios muerto que jamás
podría contradecirle… sería su sueño hecho realidad.
—¿Y tú? ¿Has visto alguna señal de que el mundo está gobernado por algo más
además del hambre y el devorador?
Recordó el vano intento de la tía Léonie, rezando mientras moría.
—No. Pero preferiría rezar a unos malditos huesos que al asesino que los hace.
—Y aun así en lugar de adorar, estás aquí cotilleando con un compañero
asesino.
Ella le sonrió.
—¿Cuándo he seguido mis principios?
—Nunca. Y con demasiada frecuencia. —Le cogió de la mano—. Ojalá
reconsideraras algunos de ellos.
Ella se rio en voz alta.
|

—Si me estás pidiendo que sea tu amante de nuevo… la blasfemia es una


manera terrible de empezar.
—Sólo me estoy preguntando si de verdad te arrepientes de tus decisiones
tanto como dices —dijo.
Recordó su dulce voz mientras le hablaba de su hermano la noche anterior, y su
garganta se tensó.
—¿Tú sí? —preguntó ella, y se lo preguntaba de verdad.
—Creo que no importa de lo que ninguno de los dos nos arrepintamos —dijo
Erec—. Vamos a vivir para siempre, en la oscuridad y en el baile. Porque te conozco, mi
señora, y no tienes en ti ser un cordero para el sacrificio tanto como yo. La misma
semilla lobuna late en tu corazón: tener lo que quieres, y matar por ello. ¿O por qué
estarías viva? Y estás viva, y tienes lo que quieres, así que, ¿de qué deberías
arrepentirte?
Fue como cuando Justine le dislocó el hombro: algo familiar, fuera de lugar.
Porque Rachelle se había dicho a sí misma esas mismas palabras, o casi, un millón de
veces. Había querido vivir. Había obtenido su deseo. No podía arrepentirse. Hacía tan
sólo unos minutos, le había dicho a Justine: Si lo sintieras de verdad, sacarías un cuchillo
y te cortarías la garganta.
Pero ahora que había oído a Erec decirle esas palabras a ella… parecían
equivocadas.
Pensó: Me arrepiento.
—¿Sin palabras? —preguntó Erec—. Que no te dé vergüenza. Llevo a todas las
señoritas a ese estado tarde o temprano.
Rachelle siempre había pensado que Erec la entendía. No importa cuánto le
odiara, siempre le había querido un poco también, porque él sabía lo que ella era en la
parte oscura de su alma. Y ahora él pensaba de verdad que estaba sin palabras por su
deseo por él. De verdad pensaba que no se arrepentía de lo que había hecho.
—Qué mal por ti —dijo ella—, no soy una señorita.
Él se rio, pensando claramente que solamente era otro paso de su baile juntos.
Era la libertad más exquisita darse cuenta de que él podría estar equivocado.
También era aterrador.
|
Traducido por Scarlet_danvers

Corregido por Mari NC

H ablar con Erec había hecho todo más claro. Ella se arrepentía.
Estaba dispuesta a morir. Y eso significaba que sólo había un
camino para que ella tomara: tejer un encantamiento y dar lo mejor
de ella contra el lindenworm.
Tendría que ser un encantamiento de sueño. Margot había dicho, los más
terribles encantamientos o los más simples, y los encantamientos de sueño eran los
únicos encantamientos simples que conocía que parecían poder ser del todo útiles. Sin
embargo, uno de los pequeños encantamientos de sueño en forma de copo de nieve
que solía colgar sobre cunas no podía ser suficiente, o nadie nunca le habría temido a
|

los lindenworms.
Decidió intentar tejer múltiples encantamientos de sueño juntos, y pasó el resto
del día trabajando en el patrón. Por suerte Amélie ya tenía una bola de hilo que podía
utilizar.
—Vas a ayudar —le dijo Rachelle a Armand esa noche.
Él levantó las cejas.
—¿Estás planeando poner agujas de tejer en mis manos? Porque no creo que
vaya a funcionar tan bien como lo hace con los tenedores. Y tampoco funciona del todo
bien con tenedores, aunque aparentemente se ve bastante impresionante. Varias
señoras me han asegurado que soy muy valiente por arreglármelas para comer por mí
mismo.
—Bueno —dijo Rachelle—. Desde luego, no te diré eso.
Él rio.
—Y afortunadamente —continuó—, no te necesito para atar nudos. Sólo
necesito que te quedes quieto. Aquí. —Ella lo sentó en una silla y le hizo mantener las
manos levantadas. Ella enrolló el hilo a través de sus dedos de plata y empezó a tejerlo.
Era incómodo sentarse tan cerca de él, sus rodillas casi se tocaban, podía oír
cada vez que respiraba, y el extraño deseo por él se filtraba de nuevo en ella. Ella trató
de concentrarse en el patrón, mirando con frecuencia a sus bocetos y tejiendo con
movimientos cortos y rápidos.
El problema era que no había tejido en tres años. Muy pronto, el patrón
comenzó a amontonarse. Lo había tejido demasiado apretado. Así que lo soltó, y
comenzó a girarlo a través del patrón de nuevo con menos tensión, solo que ahora
bucles sueltos caían de él, porque lo estaba haciendo demasiado flojo. Otra vez ella lo
soltó. Esta vez parecía ir mejor, pero poco a poco la forma se hizo más y más
equivocada, hasta que por fin se dio cuenta de que había dejado de lado dos pasos
cuando comenzó el patrón. Su aliento silbó entre sus dientes con frustración.
—Ahora ya sabes cómo me siento con tenedores —dijo Armand.
Ella lo miró, tensando. Esperaba ver burla, Erec hubiera dicho las palabras con
una mueca socarrona y luego le guiñaría un ojo, pero Armand la miró con una media
sonrisa irónica. Ahora que lo pensaba, Erec nunca habría mencionado que era malo en
algo.
Rachelle rio temblorosamente y empezó a relajarse de nuevo.
—Tengo la gracia y velocidad de un vinculado de sangre —dijo—. Pero es todo
|

para la lucha.
—Parecías bailar bastante bien.
—Eso fue con Erec. Eso cuenta como lucha. —Su voz era más dura de lo que
pretendía que fuera, y ella no se encontró con sus ojos.
—Creo que todo en la corte cuenta —dijo.
Ella comenzó a tejer el patrón de nuevo, despacio y con cuidado.
—No creo que haya suficiente riesgo de derramamiento de sangre.
El pausó.
—¿No hay riesgo de derramamiento de sangre en el baile?
—Repito: con Erec d'Anjou.
Él se echó a reír, y no debería haber hecho ninguna diferencia. Pero lo hizo. El
recuerdo del duelo ya no estaba arrastrándose justo debajo de su piel; aun así había
sucedido, pero se sentía como algo mucho más pequeño y más tonto.
Por unos momentos tejió en silencio. Entonces Armand dijo:
—Me he estado preguntando acerca de algo. Tu forma de luchar, es increíble.
No sólo tu velocidad, también tu técnica. He visto a hombres entrenados toda su vida
que no eran tan buenos. Pero tú no podrías haber sido entrenada antes de venir a
Rocamadour.
—No —estuvo de acuerdo Rachelle.
—¿Lo… aprendiste de la marca?
—No exactamente. —Rachelle hizo una pausa, terminando una parte
particularmente difícil del patrón antes de continuar—. Es... un instinto. Para cualquier
tipo de lucha. Es como leer un libro, supongo. No sabes las palabras hasta que las ves,
pero las tienes tan pronto como lo haces. —Recordó a Amélie leerle en voz alta una
receta cosméticos a ella—. Erec me entrenó cuando llegué a la ciudad. En dos semanas,
podía casi seguirle el ritmo.
—Hm.
Armand parecía pensativo; ella miró hacia arriba.
—¿Lo sientes? —preguntó—. ¿Ese instinto?
|

Su boca se frunció.
—A veces. Puede ser. Realmente espero que no. —Hizo una pausa—. ¿Es así
como se siente tener el poder del bosque creciendo dentro de ti?
—No es... solo eso.
—¿Qué es?
No podía decirle acerca de la extraña furia que a veces se apoderaba de ella, el
deseo de aplastar y destruir. Sentada aquí con él en paz tranquila, sabiendo que había
sentido esa furia hacia él, aunque fuera brevemente, la idea era ofensiva.
Así que le habló de la otra manera en que el bosque se metía en su mente.
—Todos nosotros los vinculados de sangre —dijo—. Hay un sueño que
tenemos. Estás de pie en un camino en el bosque, un bosque estéril, con nieve en el
suelo, y al final del camino, hay una casa. Está hecha de madera, pero techada con
huesos. Hay sangre filtrándose entre las tablas de madera. Y tienes que caminar hacia
ella. Puedes ir despacio, pero no puedes parar. No puedo... no te puedo decir lo
aterrador que es.
—¿Y qué pasa cuando llegas a ella? —preguntó Armand.
—Nadie con el que haya hablado la ha alcanzado todavía. Pero creo, todos lo
creemos, que cuando abres la puerta, es cuando te conviertes en un nacido del bosque.
Armand estaba en silencio.
—¿Sueñas con eso? —preguntó ella finalmente.
—No —dijo distante—. No, no lo hago.
—¿Así que tienes la curación, pero no los sueños? Eso es conveniente.
—También tengo visiones del Gran Bosque todo el tiempo —dijo—. Confía en
mí, eso no es conveniente.
Y Rachelle volvió a tejer. Armand no volvió a hablar, a diferencia de Erec, que
nunca podía dejar de hablar. Parecía satisfecho con solo verla y al patrón que ella
estaba tejiendo. Cuando ella levantó la vista y atrapó su mirada, él no sintió la
necesidad de guiñar o sonreír con suficiencia; él sonrió débilmente y siguió mirando.
Ella comenzó a recordar cómo tejer encantamientos siempre la había aliviado: el
suave deslizamiento del hilo contra sus dedos. Los movimientos repetitivos, rápidos. La
lenta construcción del patrón. Sus manos encontraban su ritmo, bailando a través del
patrón, enrollando el hilo dentro y fuera y alrededor de sus dedos, y poco a poco el
|

patrón de tejido creció entre ellos.


Algo más estaba creciendo también. Ella sentía cada aliento que Armand
tomaba y cada aliento que ella tomaba. Sentía el pequeño espacio de aire entre sus
rodillas. Sentía la forma en que su cabeza se inclinaba, la forma en que la luz rebotaba
en su mandíbula, la forma en que sus párpados parpadearon al mirar desde el hilo, y
hasta su cara.
Ella pensó que era sólo la misma curiosa paz que sentía cuando Amélie hacía su
maquillaje, porque al igual que entonces, el mundo se había reducido a ella y Armand y
pequeños trozos de sensación. Luego sus manos pasaron por encima del patrón, y ella
casi tiró el hilo fuera de la alineación. Se contuvo, pero su muñeca rozó la de él, y un
pequeño escalofrío subió por su brazo.
Sus ojos se encontraron. Su rostro se sentía caliente. Sus manos, aunque
agarraban el hilo, se sentían vacías.
Ella pensó: Esta no es la manera en que me siento por Erec.
Pensó, creo que lo amo.
Las palabras se deslizaron en su cabeza entre una respiración y la siguiente, y no
podía negarlas nada más de lo que podía fingir que no estaba respirando.
Amaba a Armand. Era un sentimiento simple y absoluto, como si su corazón se
hubiera convertido en una brújula que apuntaba hacia él. De pronto, no importaba que
se estuviera muriendo, que no lograra quedarse con él, que no llegara a tenerlo en
primer lugar porque él nunca sentiría lo mismo por ella.
Él estaba aquí. Ella miró fijamente la línea de su mandíbula, escuchó su
respiración, y envolvió hilo alrededor de sus dedos relucientes. Él estaba aquí, y ella
podía absorber su presencia como el agua fría y el aire fresco. Para éste momento, solo
verlo era un milagro, y fue suficiente.
—Es hermoso —dijo Amélie.
Rachelle se estremeció y se volvió. Amélie estaba detrás de ella, junto a una de
las pequeñas mesas, sobre las que descansaba una bandeja llevando un cántaro de
plata y tres tazas. El cálido y rico olor a chocolate caliente, flotaba frente a ellos.
—Esa es la primera vez que no me notas entrando en la habitación —dijo
Amélie.
—Estaba ocupada —dijo Rachelle rígidamente. Sus dedos temblaban mientras
enrollaba los últimos bucles en el patrón. Luego arrancó el hilo de su madeja, lo ató, y
tiró de la pieza suelta de los dedos de Armand—. Ya está. Todo listo.
|

—Hermoso —dijo Armand, mirando al suelo.


Amélie se inclinó más cerca para mirar.
—¿Para qué es esto?
El corazón de Rachelle golpeó.
—Para mantener a Monsieur Vareilles seguro —dijo ella, porque si le decía a
Amélie acerca del lindenworm entonces tendría que contarle lo de la puerta y Joyeuse
y el Devorador, y ella quería mantener a su amiga libre de esa oscuridad por un poco
más.
—Es muy grande —dijo Amélie—. ¿Él es tanto problema?
—No tienes ni idea —dijo Rachelle, y la sonrisa de Amélie hizo que la mentira
valiera completamente la pena.
—Bueno, entonces te mereces chocolate —dijo Amélie, y le entregó una taza.
—¿Me merezco algo? —preguntó Armand—. ¿Aunque soy problemas?
—No sé, ¿lo merece? —Amélie miró a Rachelle.
Rachelle lo miró mientras tomaba una profunda bocanada de vapor de su taza.
—Sí —dijo ella—. Esta vez se lo merece. Sí.
|
Traducido por Shilo

Corregido por Mari NC

E
l día siguiente, Rachelle se despertó y pensó, Hoy obtenemos a
Joyeuse. O morimos.
La mañana estaba ocupada con atender al rey, y Rachelle
encontró que era más difícil de lo usual fingir ser respetuosa.
Armand, también, parecía tenso. Finalmente, cuando las
campanas estaban anunciando las dos en punto, Rachelle se volvió a Armand y dijo:
—No me importa si nos metemos en problemas. No puedo soportar esto un
momento más. Si hay un lugar que te guste en los jardines, dime ahora, o solo te
arrastraré a cualquiera.
|

Armand sonrió y dijo:


—Hay un lugar, en realidad.
Quince minutos después, lo estaba siguiendo en un angosto camino fantasma
entre setos, preguntándose si esto era una broma elaborada. Excepto que Armand —a
diferencia de Erec— no parecía particularmente interesado en molestarla.
Rodearon dos pequeñas colinas y atravesaron una verja en un seto, y luego
Rachelle se detuvo. Ante ellos había un lago en miniatura, salpicado de nenúfares; al
otro lado había una pequeña cabaña de campo, tejas rojas en el techo y vigas de
madera oscura entrecruzando sus blancas paredes de yeso. Las rosas caían en cascada
por un lado del edificio; en el otro había un establo bajo y abierto que no albergaba
caballos, si no que gallinas vagaban cloqueando entrando y saliendo entre las pilas de
paja. Se veía como una casa de su propia aldea descrita por la Fontaine; en cualquier
momento, iban a aparecer pliegues en el abrigo de Rachelle.
—¿Qué es eso? —preguntó Rachelle.
—El Trebuchet —dijo Armand—. Construido por el difunto padre del rey para su
amante Marie d’Astoir.
—¿Por qué la nombró como un arma de asedio1? —preguntó.
—No lo hizo. Pero Marie d’Astoir solo lo aceptó después de que la construyó, y
la Reina contraatacó con un poema épico de coplas rimadas, describiendo el asedio de
la virtud de Marie y llamando a esta cabaña el fundíbulo que derribó sus murallas. Marie
fue humillada y juró nunca asociarse de nuevo con la Reina. Fue el gran escándalo de
esos días.
—No puedo ver por qué eso sería escandaloso —dijo Rachelle—. Desde que
aparentemente todos lo hacen.
—Oh, no era que se acostara con el rey lo que fue un escándalo, era su pelea
con la Reina. Y sí, eso no tiene ni un poco de sentido, y no, la corte no ha cambiado.
Adivina de lo que habló el obispo en su sermón el pasado domingo.
—Todos en esta corte están locos —dijo Rachelle, tratando de no pensar en qué
otra cosa pudo haber dicho, o lo que pudo haber pensado Armand de eso. Pero
entonces se dio cuenta con una repentina y enferma claridad que sí quería saber.
Estaba desesperada por saber lo que Armand estaba pensando.
Habían llegado al establo, si podía ser llamado así, ya que con una inspección
más cercana estaba claro que nunca estuvo destinado a resguardar caballos, sino
simplemente tener la misma silueta vaga de un establo y proveerles un lugar de
|

descanso a las pacas de heno que estaban ahora infestadas de gallinas. La cabaña,
también, era sutilmente diferente a las que Rachelle había conocido, ventanas
demasiado grandes, el pasillo demasiado largo. Era como si el edificio entero hubiera
sido estirando del recuerdo nostálgico y ebrio de una granja.
—¿De qué más habló el obispo? —preguntó.
—Oh, ya sabes, los pecados de la corte y demás. —La voz de Armand era ligera,
su rostro ligeramente alejado por lo que no podía leer completamente su expresión—.
No había habido tal hipocresía desde el Imperio, cuando le daban de comer hombres a
leones por entretenimiento, y aun así se llamaban correctos por los devoradores de
pecados que mantenían encadenados en sus puertas.

1
Trebuchet: Fundíbulo, lanzapiedras o trabuquete. Arma de asedio medieval utilizada para derribar
murallas.
—Y déjame adivinar —expresó Rachelle—, soy una de los devoradores de
pecados.
—Lo dijiste tú misma, ¿verdad? —Sin esperar una respuesta, Armand se
adelantó a zancadas hacia la sombra del no-establo y se sentó en una pila de heno.
—¿Qué estás haciendo? —preguntó.
—Sentándome. —Hincó su mano plateada en el heno y la deslizó debajo de un
huevo, acunándolo cuidadosamente—. Atrapa.
La mano de Rachelle se disparó. Atrapó fácilmente el huevo, pero demasiado
fuerte; se rompió en sus manos, yema escurriéndose por sus dedos.
—Tú —dijo furiosamente, y luego Armand la miró medio sonriendo, medio
temeroso. Un recuerdo se deslizó por su pecho: Marc, su hermano pequeño, una
mañana cuando se suponía que estaban reuniendo cuidadosamente los huevos para
madre. Empezaron a tirar los huevos en su lugar, y cuando Marc tiró uno con
demasiada fuerza y se rompió en su mano, la había visto justo así.
El nacido del bosque la había marcado al día siguiente.
Se inclinó rápidamente, agarró un huevo de entre el heno, y lo tiró a Armand.
Levantó su mano a tiempo: el huevo se aplastó contra el metal de su palma. Se meció
hacia atrás con una risa.
—¿Qué está mal contigo? —preguntó Rachelle.
|

Él miró al huevo goteando por su mano.


—Me estaba preguntando si ibas a morder y matarme.
Su voz era ligera, pero con un extraño estado de alerta. Y Rachelle sintió como si
la hubieran pateado en las entrañas mientras se daba cuenta que lo decía en serio.
—¿Qué está mal contigo? —repitió.
—Sin talento para la supervivencia, pero ya sabías eso. —Frotó incómodamente
su mano en el heno—. Eso tomará un rato limpiarlo.
Rachelle se arrodilló junto a él, agarró un puñado de heno, y empezó a limpiar el
huevo.
—¿De verdad pensaste que te mataría? —preguntó suavemente.
Él se puso rígido. Luego levantó la mirada hacia ella y le dijo:
—Estás enojada, pero nunca eres viciosa. Has sido amable conmigo, y estoy muy
agradecido. No creo que me matarías, a menos que recibieras órdenes.
—Una asesina. —Su voz era espesa y brusca en su garganta. No debería haberse
sentido lastimada, y aun así lo hacía—. Crees que soy una asesina.
—¿No es eso lo que son todos los vinculados de sangre? —Su voz era muy
baja—. La gente habla en contra del rey y luego se esfuman. Todos saben cómo
funciona.
—Nunca he hecho eso.
—¿De verdad?
—No, maldita sea, le he rogado a Erec que me mantenga alejada de esas
misiones, y si no crees que eso era un sacrificio, nunca le has debido un favor. Cazo
engendros del bosque. Salvo las vidas que la gente como tú es demasiado débil para
proteger. Eso es todo.
—Pero eres de los vinculados de sangre del rey —continuó suavemente,
implacablemente—. Le sirves y apoyas su mandato, inclusive si dejas a los otros
vinculados de sangre matar por ti y ser tus devoradores de pecados.
—Tú apoyas su mandato —espetó—. Y te vistes con sedas y vives en palacios
por ello.
—¿Entonces ahora no soy un prisionero? Eso es dulce. ¿Te importa si me levanto
y me voy ahora?
|

Rachelle estaba llevando su mano hacia atrás para golpearlo antes de inclusive
saber que lo estaba haciendo. Luego lo vio preparándose. Sintiéndose enferma, bajó
sus manos. ¿Cómo habían llegado a esto tan rápido?
—Sabes lo que soy —dijo—. Lo supiste cuando estuvimos en mi aldea y dijiste…
—No pudo forzar las palabras a salir—. ¿He salvado tu vida cuántas veces ahora, y
todavía no confías en mí?
—¿Has dicho cuántas veces que es solo porque soy útil?
Sí tenía un punto ahí.
—¿Por qué estás tan desesperado por odiarme? —preguntó rápidamente—.
¿Por qué ahora?
Su boca su apretó y apartó la mirada de ella. Luego dijo en voz baja:
—Porque estoy aterrado por confiar en ti. —Dejó salir una risa temblorosa—.
Estaba listo para cualquier clase de carcelero, excepto tú.
Y lo peor era, ella entendía. Le había dicho, desde un inicio, que era una
vinculada de sangre y peligrosa, que era su carcelera y no quería protegerlo. Solo
estaba tratando de escucharla. Y sin embargo ahora, inclusive ahora, estaba mordiendo
su labio y mirándola de lado.
—No deberías confiar en mí —dijo—. No deberías.
Se veía de repente angustiado.
—Rachelle…
—¿Sabes quién era la esposa del bosque que me entrenó, a quién maté para
salvar mi propia vida? Era mi tía. La amaba más que a mi propia madre. Me decía y me
decía que tuviera cuidado en el bosque, pero pensé que era lo suficientemente fuerte
para hablar con un nacido del bosque y ser más inteligente que él. Entonces me marcó.
Y estaba demasiado asustada y avergonzada de decirle hasta el último día, y cuando lo
hice… cuando finalmente corrí hacia ella por ayuda, el nacido del bosque había llegado
ahí primero.
Luego su garganta se cerró, y por un momento no pudo hablar. Había pasado
tanto tiempo tratando demasiado de no pensar en ese día, pero los recuerdos eran tan
agudos como siempre y la hicieron trizas.
—Se tomó su tiempo con ella. Había sangre por todos lados. —Podía olerla
inclusive ahora, y su estómago dio un vuelco—. ¿Sabes, que cuando las personas son
|

cortadas lo suficiente, ya no parecen humanas? Se ve como… como muñecas que


fueron cosidas por un monstruo. Pero estaba viva todavía. Me vio, y lloriqueó.
»Luego el nacido del bosque dijo que había encontrado un sacrificio digno para
mí. No me podía mover. Dijo que esto era el trato que había hecho, y ella lloriqueó de
nuevo. Dijo que podía hacer que ella viviera por más días si quería. Yo moriría gritando
por la marca y su agonía continuaría por más tiempo antes de que él la dejara morir. O
yo podía matarla rápidamente y vivir.
»Por lo que lo hice. —Rachelle apretó sus dientes por un momento, luego
continuó—: Aun así trató de escapar. ¿Ves esa cicatriz? —Sostuvo en alto su mano,
mostrándole una diminuta marca blanca en su palma—. Me pinchó la mano con una
aguja —él la había encontrado haciendo encantamientos; había hilo por todos lados—
pero estaba tan débil. Y tan horrible. No podía soportar mirarla. La odié de la manera
en que odias a una araña cuando la estás matando. Corté su garganta y la odié por ser
lastimada por mí.
Se atrevió a mirarlo entonces. Armand le devolvió la mirada con firmeza, sus
ojos solemnes, y no dijo nada.
—¿Y bien? —exigió—. ¿Qué vas a decir? ¿Está bien porque al menos traté de
resistir? ¡Todos tratan de ser buenos hasta que deja de ser conveniente!
—No…
—¿O vas a decirme que fue un acto de generosidad matarla? ¿Que no fue tan
malo, porque por lo menos terminé con su sufrimiento? Estuve ahí. Sé exactamente lo
malo que fue, y ni todo el sufrimiento del mundo podía hacer que fuera lo correcto.
Ella se dio cuenta de que sus ojos estaban ardiendo, y los frotó con el dorso de
su mano.
—No —dijo Armand después de un momento—. No está bien. Debías morir
primero.
Había estado temiendo esas palabras. Había esperado que la quebraran. Pero en
lugar de eso, solo se ahogó en una risa mientras su mano se apretaba alrededor de la
cicatriz.
—Si alguna vez quiero que me conduzcan a la desesperación, iré directamente a
ti.
—Si hubiera dicho que obraste bien, me habrías estrangulado —dijo.
—Pensé que no tenías ningún talento para la supervivencia.
|

—Tal vez me estás enseñando.


—¿Y qué me quieres enseñar? —preguntó cansinamente—. Ya sé que debería
estar muerta.
—No, no deberías —dijo Armand—. ¿Qué bien haría eso?
—Al menos entonces obtendría lo que merecía. Como dice tu precioso obispo.
—Sabes —dijo Armand—, mi madre solía decir que si todos recibíamos lo que
merecíamos, todos estaríamos muertos. Y de alguna manera Dios se abstiene de
aniquilarnos. Sin importar lo que tuviste que haber hecho entonces, morir no lo va a
deshacer ahora. Y estoy contento de haberte conocido.
—Tú —dijo Rachelle—, estás loco.
—Tú —dijo él—, no eres la primera que me dice eso. Y otra cosa más, no creo
que estés condenada.
—¿Entonces qué soy?
Dejó salir un respiro.
—Creo… que no estás conforme. Tienes poder, belleza y fuerza que otros solo
podrían soñar. Podrías ser inmortal. Pero nunca estás conforme. No cuando estás en el
centro de la corte y no cuando estás cabalgando con la Cacería Salvaje y no cuando
estás cortando a tus enemigos con una espada. Entonces no puedes estar condenada.
Su garganta se apretó. Era injusto, era absolutamente injusto que su voz pudiera
hacer que su corazón latiera con esperanza abrupta e idiota.
—Bonitas palabras —dijo—, pero un poco sacrílegas. No recuerdo haber
escuchado que cualquiera de los condenados estuviera conforme.
—Están conformes de mantenerse en sus pecados. —Le sonrió, y se sintió como
si no hubiera espacio o barreras entre ellos, como si su sonrisa estuviera ocurriendo
dentro de su corazón. Sin quererlo, sonrió de vuelta.
Ambos eran unos tontos, tal vez.
|
Traducido por âmenoire

Corregido por Mari NC

T an pronto como el sol se puso, se deslizaron de vuelta hacia la


bodega de vinos. Rachelle puso sus manos sobre el piso y la
puerta apareció ante ellos.
Armand se puso de pie.
—¿Así que cómo usamos el encantamiento?
—Normalmente lo colgaríamos sobre la cama de alguien. —Sacó el
encantamiento, que había estado colgado como una bufanda alrededor de su cuello—.
O lo haríamos si este fuera un encantamiento de sueño normal. Supongo que en lugar
|

de eso lo lanzamos sobre las espirales del lindenworm.


—Eso suena extrañamente fácil —dijo Armand.
Bueno… este tipo de encantamientos necesitan ser despertados.
—¿Y eso significa?
—Un montón de cosas que pasé años aprendiendo. Pero se resumen en que
tengo que sostener el encantamiento en su lugar y concentrarme por un momento. —
Y ahora que lo decía en voz alta, su corazón finalmente empezaba a acelerarse.
—¿Mientras las dos cabezas tratan de morderte? —preguntó Armand
dubitativamente.
—La última vez tomó un momento despertarlo. Mientras active el
encantamiento lo más rápido posible, estaremos bien. —Rachelle esperaba que las
palabras no sonaran tan estúpidas para él como lo hacían para ella.
Armand se encogió de hombros.
—Bueno, supongo que no será la cosa más loca que has hecho alguna vez. —
Jaló hacia atrás su manga con sus dientes y levantó su brazo hacia la puerta. Rachelle
cambió el encantamiento hacia su mano izquierda y sacó su espada.
La puerta se balanceó hacia dentro. La oscuridad cayó.
Instantáneamente Rachelle se lanzó hacia el frente, arrojando el encantamiento
mientras se enredaba a una orilla. Se dejó sentir las suaves fibras contra su piel y dentro
de su mente se estiró mientras trataba de despertar al encantamiento. Por un
momento lo tuvo, pudo sentir el poder zumbando a través del encantamiento…
Luego recordó la forma en que tía Léonie le había sonreído la primera vez que lo
había manejado, y la manera en que se había estremecido cuando Rachelle puso un
cuchillo contra su garganta, y el poder se fue.
Cuatro ojos se abrieron.
No había tiempo para pensar, solo moverse. Rachelle sacó su espada y la
deslizó, cortando la cabeza más cercana, luego evadió hacia el costado y trató de cortar
la otra. Pero se movió en el ángulo equivocado; su espada solo llegó a la mitad del
cuello de la criatura y se atoró. El lindenworm gritó y se hizo hacia atrás, arrebatando la
espada de sus manos, y luego la otra cabeza ya había vuelto a crecer y se disparó hacia
ella.
Rachelle se agachó justo a tiempo. Al menos todavía tenía agarrado el
encantamiento de sueño.
|

—¡Armand! —gritó—. ¡Distráelo!


Ella no notó si lo hizo o no; toda su atención estaba en las dos cabezas del
lindenworm que se mecían, y su espada atorada en su cuello. Cuando la cabeza con la
espada se lanzó hacia ella, estaba lista. Rodó hacia el costado, agarró su espada y la jaló
para liberarla. Al siguiente momento, había rebanado la cabeza pero lo otra estaba
precipitándose hacia ella…
Armand se arrojó a si mismo hacia la otra cabeza, golpeándola justo donde el
cuello empezaba y lanzando sus brazos alrededor.
—Hazlo —gritó.
Rachelle agarró el encantamiento, se agachó cuando la cabeza se lanzó hacia
ella, golpeó su espada en el cuello y hacia abajo, clavándola hasta el piso. El
lindenworm se corcoveó y se retorció detrás de ella, pero presionaba el encantamiento
contra su cuello y trataba, trataba, trataba de despertarlo…
Y el encantamiento cantó en su mente y el lindenworm se puso flojo detrás de
ella. Sus ojos todavía estaban abiertos, pero el brillo se había atenuado, cuando miró
más cerca, vio que la película pálida de sus parpados internos se había deslizado sobre
sus ojos.
Parecía como si la criatura todavía pudiera verla. Pero cuando ondeó sus manos
frente a su nariz, no se movió. Lo pateó ligeramente en la cabeza, y todo lo que pasó
fue que sus escamosos parpados exteriores finalmente se cerraron.
La respiración de Rachelle salió temblorosa de ella. Pensó, realmente lo hice.
Todavía estoy viva.
Luego record lo que Armand había hecho. Levantó la mirada.
Había más luz ahora, se dio cuenta: antorchas estaban colocadas sobre las
paredes, como celebrando la derrota del lindenworm. Pero no podía ver a Armand por
ningún lado, solo el gran amasijo del cuerpo del lindenworm, escamas brillando ante la
luz de las antorchas.
—¿Armand? —gritó, trepando sobre el cuerpo—. ¿Dónde estás? —Su corazón
palpitaba porque si estaba muerto, si estaba muerto…
—Aquí. —Su voz era ahogada—. Estoy un poco amarrado.
Y luego Rachelle vio un pie saliendo desde debajo de las espirales del
lindenworm.
—Más bien, enterrado —dijo ella, su voz temblorosa con alivio, y se dispuso a
|

desenredarlo. Él todavía agarraba la otra cabeza del lindenworm; este se sacudió


cuando empezó a liberarlo y en un instante había sacado su espada.
—Creo que está dormido —dijo Armand, soltando la cabeza.
Rachelle enfundó su espada.
—Ya lo sé —dijo ella—. Pero tú, ¿qué estabas pensando?
—¿Eso iba a morderte y luego ambos estaríamos muertos?
—Eres un idiota.
—No eres la primera que me dice eso. —Él sonrió, y se sintió como enterrar
vidrio en su pecho, porque estaba segura de que le había sonreído así a su nacido del
bosque y sonreiría así cada vez que tratara de hacer lo correcto. Y sabía lo que le
pasaba a la gente buena, desde la Aurora hasta la tía Léonie.
—Vas a morir como un idiota —resopló—. No durarás otra semana y tendré que
verte morir.
Y extrañamente, eso limpió su sonrisa y lo dejó mirándose desesperadamente
cansado y triste.
—Suficientemente cierto —dijo él—. Así que no tengo nada que perder.
Lanzó un brazo alrededor de sus hombros y la besó.
No fue nada como los besos de Erec. Solo fueron los labios de Armand
torpemente aplastados contra los suyos. Pero lo sintió a través de todo su cuerpo
como un relámpago porque era Armand, cálido y vivo y queriendo tocarla…
Pareció como solo un latido más tarde que la dejó ir. A ella le tomó un momento
recordar cómo respirar y cómo pensar y para ese entonces él se alejaba, sonriendo de
nuevo.
—Tú —dijo Rachelle—. Tú…
—En serio —dijo él—. Debes tener cuidado al decirle a las personas que están
condenadas. Las hace enloquecer.
—Tú ya estabas loco —dijo Rachelle. No podía quererla. Él nunca podría
desearla, pero la había besado, y ahora su corazón empezaba a latir con terrible
esperanza.
—Entonces eso significa que necesitas ser extra cuidadosa. —Luego empezó a
|

bajarse de los espirales del lindenworm en el otro lado.


Ella atrapó su hombro.
—Armand…
—Lo sé. —Se jaló para liberarse y no miró atrás—. No estás aquí para besarme,
estás aquí para hacer uso de mí.
Él creía eso. Su voz era animada, pero podía decir que creía que ella no tenía un
uso para él más allá de las puertas abiertas y en ese momento nada importaba excepto
hacerlo ver que estaba equivocado.
Rachelle se lanzó detrás de él. Sus pies golpearon el suelo de piedra y lo agarró
de los hombros.
—No eres solo útil para mí —dijo ella—. Eres…
Sus ojos encontraron los de ella, amplios y sospechosos e inflexibles.
—¿Qué? —preguntó él—. ¿Qué soy para ti?
No pudo hablar. No había palabras para lo que era él. Él era todo lo que ella
odiaba, y en todo el mundo, él era la persona con más derecho para odiarla. Pero
cuando el Bosque floreció alrededor de ellos en el salón de la Fontaine, la había mirado
a los ojos, negando todo lo que dijo ella y la entendió. La había escuchado en el jardín
esa mañana y no negó nada de lo que dijo ella y todavía la perdonaba. ¿Cómo podrías
llamar a ese tipo de persona?
Armand era el que sabía cómo hablar, de todas formas. Él sonrió y convirtió sus
palabras en cuchillos que rebanaban preguntas y distinciones. Ella solo era la chica
quien se lanzaba ciegamente hacia adelante y se condenaba haciéndolo.
Pero ella pensó que él podría de hecho querer a esa chica. Así que se inclinó
hacia adelante y lo besó. Sólo un pequeño beso vacilante y fue más aterrador que
cualquier engendro del bosque que hubiera enfrentado alguna vez. Pero sus brazos se
envolvieron alrededor de ella mientras empezaba a besarla de nuevo y todavía no
podía creer que él lo quisiera hacer, que esta dulzura fuera para ella…
Ella se alejó.
—Esto es todo lo que tengo para darte —dijo ella—. Todavía… todavía soy una
vinculada de sangre. Sabes lo que eso quiere decir.
—Sí —dijo tranquilamente—. Sí lo hago.
—Pero todo lo que tengo —dijo ella—, quiero dártelo. Porque te amo. Creo que
me estoy enamoranda de ti.
|

—Tampoco tengo nada más que darte —dijo él—. Pero creo que también te
amo.
Luego él la besó de nuevo. Y la besó y la besó, hasta que el latido de su corazón
fue una canción y sus venas pulsaban con miel y fuego y sus brazos fueron alrededor de
ella y no la iba a dejar ir. Sabía lo que era y no la iba a dejar ir.
Ella nunca había entendido, hasta ahora, lo que sería besar a alguien quien no
estuviera tratando de usarla o controlarla. Quien simple y llanamente se deleitaba con
ella.
Finalmente él se detuvo y susurró:
—Rachelle…
—No lo digas —dijo ella—. Lo que sea que vayas a decir. No. Sabes lo que soy.
Lo que voy a ser. Ni siquiera tú puedes cambiar eso.
—Iba a decir: “creo que el lindenworm podría estarse despertando.”
En un instante estuvo fuera de sus brazos con su espada desenvainada. Una de
las cabezas del lindenworm yacía cerca de ella; sus ojos habían empezado a abrirse, a
pesar de que la película pálida de sus parpados internos todavía estaba cerrada.
Su primer impulso lleno de pánico fue cortarlo con su espada. Luego recordó el
encantamiento. Apenas podía ver un borde de él, colgando de la pila de los espirales
del lindenworm.
Se dejó entrar en pánico por un momento. Luego dejó caer la espada y escaló al
lindenworm en dos saltos. Cayó de rodillas, presionó sus manos temblorosas en el
encantamiento y pensó: Duerme, duerme, duerme.
Pensó que no estaba funcionando, pero entonces lo hizo. El lindenworm se
estremeció y se quedó quieto debajo de ella. En el silencio después, Rachelle pudo oír
su propio latido, sus respiraciones desiguales.
Había estado demasiado cerca. Nunca debía permitirse distraerse.
Después de tragar unas pocas respiraciones más, se deslizó para bajarse del
lindenworm, de vuelta a donde Armand aguardaba.
—Vamos —dijo ella—. Necesitamos a Joyeuse. Ahora.
—¿Es para eso que me arrastraste aquí?
No sonó sorprendido y Rachelle lo miró.
|

—¿Sabías?
—Lo supuse. Solo hay pocas cosas que un vinculado de sangre podría estar
desesperado por recuperar. Creo que está justo aquí. —Apuntó.
Ahora estaban en el lado más lejano del lindenworm y aquí la habitación no era
una perfecta réplica del Salón de los Espejos: había una estatua como la que Rachelle
nunca había visto en el Château. Era Zisa pero a diferencia de cualquier otra de Zisa que
Rachelle hubiera visto antes, no se identificaba por el sol o la luna en su mano. En lugar
de eso, estaba de pie sobre el cuerpo tendido de Tyr, un momento después de cortar
su mano derecha.
Estaba tallada en la misma arenisca que el resto del salón. Pero sostenía una
espada hecha de hueso.
Todo era de hueso, cuchilla y empuñadura. Runas estaban talladas en la cuchilla;
el pomo y la guarda cruzada eran delicados filigranas que lucían como pequeñas ramas.
No podía ver cómo era la empuñadura porque los dedos de piedra de Zisa estaban
envueltos firmemente alrededor.
Eso era un problema. Rachelle trató de empujar la estatua así se rompería, pero
era inamovible.
—Debe haber un truco —dijo Armand, picoteando la estatua con su mano
plateada.
Donde la tocó, la estatua empezó a derrumbarse. En momentos, no era más que
una pila de polvo sobre el piso, Joyeuse yaciendo libre en el centro.
—Estupendo —dijo Rachelle, agachándose para agarrar la espada, solo para
dejarla caer de nuevo con un siseo de dolor. La espada quemaba. Sacudió su mano; no
estaba sangrando, pero estaba enrojecida e hinchada donde había tocado la
empuñadura.
—¿Qué? —preguntó Armanda, inclinándose para empujar la espada con su
mano plateada.
La empuñadora se movió. Creció y se estiró y se envolvió como una enredadera
alrededor de su mano, hasta que lucía como si la estuviera sosteniendo, aunque
Rachelle suponía que en una manera, la espada lo sostenía a él.
Oscuridad cayó alrededor de ellos. El lindenworm se había ido y el extraño
pasillo con él.
Un momento después, estaban en los jardines del oeste con la luna encima.
|

Estaban vivos. Contra todas las probabilidades, estaban vivos y Armando


sostenía a Joyeuse. Se sentía como el sol en su mente y sin tener la intención, se estiró
por ella.
Tan pronto como su dedo tocó el hueso, sintió la quemadura de nuevo y su
mano se hizo hacia atrás.
—No pretendo saber tus planes —dijo Armand—. Pero va a ser un problema si
no puedes sostener a Joyeuse.
—Duele —dijo Rachelle—. Pero puedo sostenerla si tengo que hacerlo.
—¿Entonces planeas empuñarla?
Rachelle lo miró: su cabello despeinado, sus ojos cansados y afectuosos. La
había ayudado. Contra toda razón, la amaba.
Pero una cosa era amar a un vinculado de sangre. Y otra creer que el Devorador,
el antiguo terror pagano negado por el sacerdote y el obispo, pudiera levantarse de
nuevo y con tal poder como para destruir el mundo. Y Armand había perdido
demasiado por sus creencias como para siquiera cuestionarlas.
—No voy a lastimarte con ella —dijo ella—. El resto no de tu incumbencia.
—Ya veo —dijo tranquilamente y sonó decepcionado.
La garganta de Rachelle se apretó y casi le dijo en ese momento. Pero no podía
soportar encontrar los límites de su confianza. Y lo que fuera que supiera o no, ya fuera
que confiara en ella o no, no haría ninguna diferencia al final.
—Te dije —dijo ella rudamente—, que no podrías cambiarme.
Él se rio suavemente.
—Hiciste eso. —Él hizo una pausa—. Pero incluso si no…
—Por favor. No preguntes. —Las palabras salieron más desesperadas de lo que
quiso que lo hicieran. Si le preguntaba, realmente le preguntaba, entonces no estaría
segura.
Armand la miró en silencio por un momento. Luego bajó la mirada hacia
Joyeuse. Los zarcillos de hueso se desenvolvieron de su muñeca y la espada cayó al
suelo. Él se arrodilló, recogiendo torpemente la espada con sus manos plateadas y la
extendió hacia ella.
|

—Envuélvela en tu abrigo —dijo él—. Puedes cargarla de esa manera.


Traducido por Mae, Jo y AnnaTheBrave

Corregido por Mari NC

A l día siguiente, Rachelle no sabía que era extraño: que tenía a


Joyeuse escondida debajo de su cama, o que fuera feliz.
No tenía mucho tiempo. Si tenía razón acerca del solsticio,
sólo tenía tres días. Entonces, el Devorador volvería, y ella pelearía con él, y de una
manera u otra, moriría. Pero hasta entonces —por esos preciosos pocos días, sin
importar cuantos fueran— no tenía nada con lo que pelear y nada que temer, y nada
más que hacer que pasar tiempo con Armand y Amélie.
Algo andaba mal, sin embargo. Armand estaba tranquilo y sombrío en el
desayuno; Amélie charlaba con un brillo rápido que no parecía muy real. A lo largo del
|

día, mientras Rachelle escoltaba a Armand de una función de la corte a la siguiente, se


dio cuenta de que examinaba cada habitación al entrar en ella. Era como si esperara un
ataque.
Quería preguntarle al respecto. Pero cuando finalmente regresaron a sus
habitaciones al final del día, él le sonrió y la besó, y ella se olvidó de todo excepto este
momento para sentirse segura y amada. Bebieron juntos chocolate caliente, y fue la
noche más perfecta que Rachelle pudiera recordar.
Entonces uno de los criados de Armand entró en la habitación. Le entregó una
nota escrita en los garabatos desordenados que a Erec le gustaba usar y que Rachelle
encontraba completamente ilegibles.
—¿Qué es? —preguntó.
—Monsieur d'Anjou quiere hablar con usted —dijo el mozo.
Así era Erec, convocándola imperiosamente con una nota que no podía
leer. Pero por una vez no se enojó, porque por ahora tenía su paz con Amélie y
Armand. Y pronto tendría la oportunidad de luchar contra el Devorador. No había nada
que pudiera hacer Erec para quitarle esa alegría.
—Muy bien —dijo ella, y fue a buscar a Erec.
Las habitaciones de Erec no estaban cerca de las de Armand; tardó un poco en
llegar, y cuando lo hizo, su ayudante de cámara le dijo que había salido por unos
minutos. Así que tuvo que esperar en su estudio durante casi media hora antes de su
llegada.
—Finalmente —dijo cuando entró en la habitación.
Él levantó las cejas.
—Que cortés. Vine tan rápido como pude.
—Podrías haber esperado a que llegara aquí —dijo Rachelle—. ¿Saliste de la
habitación tan pronto como enviaste la nota?
Ella vio su cuerpo tensarse con preparación.
—No envié una nota. Vine aquí porque me dieron un mensaje de tu parte.
Y fue entonces cuando los soldados golpearon la puerta.
Lo siguiente que supo Rachelle fue que sacaba su espada y arremetía hacia el
soldado más cercano. Hubo un breve caos atemporal. La lucha contra los seres
|

humanos no era tan vertiginosamente dichosa como la lucha contra engendros del
bosque. Era en parte debido a que sus dones no se manifestaban con tanta fuerza
cuando se enfrentaba a enemigos mortales en lugar de a criaturas del bosque, y en
parte porque sabía que cortaba miembros humanos y detuve corazones humanos.
Cuando terminaron, ella jadeaba. Trató de no mirar a los cuerpos que yacían en
el suelo.
—Tenemos que correr —dijo—. El rey…
Erec negó con la cabeza.
—Ellos no son del rey —dijo, limpiándose la espada.
—Rebeldes —dijo, y su corazón dio un vuelco. Alguien estaba organizando un
golpe al palacio; era por eso que ella y Erec fueron convocados, de modo que pudieran
ser atrapados juntos.
—Armand —dijo ella, y se dio cuenta de que era la primera vez que lo había
llamado por su nombre de pila en frente de Erec.
—Sí —dijo Erec—, asegúralo antes de que llegue a la sala del trono.
Ella no se molestó en explicar cuando salió corriendo de la habitación. Armand
no comenzaría una revolución sangrienta. Él no lo haría, y eso significaba que quien lo
hiciera tendría que tomarlo prisionero, y eso significaba...
Y entonces vio a Armand al final del pasillo, rodeado de hombres armados.
No pensó en probabilidades o tácticas. Su mente destelló fuego blanco, y
entonces estaba sobre ellos.
Ella cortó a dos de ellos antes de que se dieran cuenta de lo peligrosa que era y
comenzaran a retroceder. Entonces alguien se lanzó hacia adelante, y casi lo apuñaló
antes de que se diera cuenta de que era Armand.
—Detente —dijo—. Rachelle, detente. Está todo bien. No me están lastimando.
—No entiendes —dijo—, están atacándonos…
—Están conmigo —dijo en voz baja—. Ellos me siguen.
Podía ver el rostro de Armand con toda claridad en la luz de la lámpara, sus ojos
grises y la línea plana de su boca. Podía sentir la empuñadura de su espada agarrada en
su mano, y podía oír los gemidos suaves de uno de los hombres a los que había
apuñalado. Pero sentía que había salido de su cuerpo y dado un paso a un lado, como si
|

una parte importante de ella simplemente ya no estuviera allí.


—¿Qué… qué quieres decir?
—Estos son mis hombres —dijo Armand constantemente—. Ellos me siguen.
Van a ayudarme a quitar al rey del trono y...
—Me mentiste.
—No. —Armand negó con la cabeza, viéndose realmente angustiado—. Yo
nunca…
—Me mentiste —dijo, y su voz sonó como la de una patética y pequeña cosa
perdida—. Durante todo este tiempo, fingiste odiar ser un santo, cuando realmente
tramabas conseguir el trono.
—No —dijo con desesperación—: Estoy tratando de poner a Raoul en el trono.
Puedes ayudar. Por favor, Rachelle...
Ella levantó la voz.
—Cualquiera que quiera vivir mejor que empiece a correr.
Armand debió enviar el mensaje para llevarla a la misma habitación que Erec. Así
sus hombres podrían matarlos a la vez.
Los hombres con él en la sala ahora querían matarla también. Cuando se
lanzaron a ella, fue un alivio. Sabía cómo luchar. Sabía cómo sobrevivir luchando. Su
espada cortó y giró. La sangre salpicó en su cara. No le importaba.
Luego se giró de nuevo hacia Armand, y con una mano le agarró el cuello con
facilidad y lo estrelló contra la pared.
—¿Qué te hizo creer que era una buena idea mentirme?
Estaba asustado. Podía verlo en la manera en que sus ojos se ensanchaban, su
respiración se aceleraba. Podía sentirlo con el caliente y mortal instinto que latía en sus
venas. Él era presa y lo sabía. Ella era un monstruo, y lo sabía.
—Rachelle —dijo silenciosa y gentilmente. Como si realmente la hubiera amado
alguna vez. Como si pensara que todavía podía seguir engañándola como a una tonta.
—¿Dónde está Joyeuse? —demandó. No necesitaba preguntar si la había
tomado: ella sabía que él debía haberlo hecho.
Encontró sus ojos, su rostro pálido y determinado.
—No puedo decirte eso.
—No imagines que no te lastimaré. No imagines por un momento que todos tus
|

lindos besos van a hacer que te perdone. —Levantó su sangrienta espada y presionó la
hoja contra su garganta—. Solo estás vivo porque el rey puede utilizarte. Cuando llegue
el momento, le ayudaré a destruirte.
Cualquier esperanza que hubiera tenido de encantarla pareció escaparse de él.
—Siempre les fuiste leal a ellos, ¿no? —preguntó, su voz plana.
—Sí —dijo ella, porque sabía que lo lastimaría—. Te dije que todavía era una
vinculada de sangre. ¿Qué esperabas?
—Bueno, entonces adelante. Mátame cuando quieras. —Su voz era
silenciosamente despectiva—. Es la única cosa que sabes hacer. Matar para complacer
a los nacidos del bosque y matar para complacer al rey y matar para tu querido d’Anjou.
—Al menos nunca pretendí otra cosa —soltó.
—Oh, sí. —Su boca se curvó en una delgada y feroz sonrisa—. Tu pequeña y
triste alma perdida de la que no puedes dejar de pensar. Perdóname si siento más
lástima por las personas a las que has asesinado.
Sintió como si hubiera anzuelos arrastrándose por sus costillas.
—Nunca pedí tu lástima.
—Oh no, por supuesto que no. Eso te haría menos especial, ¿verdad? si fueras
solo otra pecadora necesitando lástima. No, tienes que ser la hija del mismísimo diablo
antes de que estés satisfecha. Lloras y lloras acerca de tu inocencia perdida, pero la
verdad es que amas ser así. Amas creer que estás maldita porque entonces puedes
hacer lo que quieras. Porque eres demasiado cobarde para enfrentar lo que has hecho
y vivir con ello.
Quería lastimarlo. Quería lastimarlo, y por un momento imaginó presionar la
hoja, imaginó la sangre chorreando por todas partes, escurridiza y después pegajosa
entre sus dedos. Era tan real, que casi podía probarlo. Y podía probar la oscura
desesperación arrastrándose por su garganta después.
Sabía que si lo mataba, la siguiente cosa que haría sería girar la espada hacia ella
misma.
Su corazón latió con deseo por la destrucción, con terror porque lo quería tanto.
Bajó la espada. Era una de las cosas más difíciles que había hecho alguna vez.
—No digas otra palabra. —Agarró su muñeca—. Si quieres vivir un poco más, no
|

digas otra palabra.


Él debió haberle creído. Porque no dijo nada mientras ella lo arrastraba.
Lo llevó hacia Erec. Para entonces el levantamiento ya debería haber sido
controlado: no era una rebelión real, solo un intento de robar a Armand del Château. La
mitad de los soldados involucrados ya habían escapado; el resto estaba muerto o
capturado.
Erec balbuceó algo engreído y le sonrió a Armand. Rachelle no escuchó. Solo
empujó a Armand hacia Erec y dijo:
—Enciérralo. —Las palabras rasparon su garganta.
—Lo pondré en algún lugar seguro —dijo Erec—. Discutiremos esto en mi
estudio.
Rachelle se giró y corrió a sus habitaciones. Tenía que revisar, en caso de que
Armand hubiera estado mintiendo acerca de eso también, pero ya sabía lo que
encontraría.
Joyeuse no estaba.
Su única esperanza de detener al Devorador. La esperanza de todos. Todo se
había ido, porque había sido lo suficientemente estúpida para confiar en Armand.
—¿Rachelle? ¿Qué pasó?
Amélie estaba de pie la entrada, con los ojos amplios. Hace una hora, ella había
estado bebiendo chocolate caliente con Rachelle y Armand, y de pronto Rachelle
quería llorar.
—Habían problemas —dijo, y dio un paso hacia ella—. ¿Estás…?
Amélie se encogió y soltó un rápido jadeo. No se movió para abrazar a Rachelle
de la forma en que siempre lo hacía, no le preguntó si estaba bien.
Y entonces Rachelle se dio cuenta: Amélie estaba aterrada. De ella.
Finalmente, después de tres años, Amélie había despertado y se había dado
cuenta del monstruo que había decidido llamar amiga.
Los hombros de Rachelle se hundieron.
—Vete —dijo—. Solo vete, ahora. —Cerró sus ojos—. Vuelve con tu madre y
mantente a salvo. Solo se pondrá peor.
|

Escuchó a Amélie jadear entrecortadamente. Escuchó sus pasos corriendo fuera


de la habitación. Pero no abrió sus ojos hasta que se había ido, porque no podía
soportar ver.
Aturdida, se quitó sus ropas manchadas de sangre. Limpió sus manos y rostro.
Se revisó en el espejo: la chica que le devolvía la mirada estaba tensa, pálida y limpia…
y se sentía como una extraña.
Luego se fue y comenzó a caminar en la dirección el estudio de Erec. Su piel se
sentía demasiado pequeña para su cuerpo, como si se hubiera estirado sobre su
esqueleto y cada articulación raspara contra ella mientras se movía. Quería desgarrarse,
extremidad por extremidad y hueso por hueso roto, hasta que no quedara nada.
Perdóname si siento más lástima por las personas que has asesinado.
Hasta cuando la había besado, la despreciaba. Exactamente en la manera en la
que merecía ser despreciada.
He matado a algunos, pensó brutalmente, pero él nos ha matado a todos. Lo
dejaré ver al Devorador alzarse, y luego lo mataré.
Tenía el derecho a odiarlo por robar a Joyeuse. No era un consuelo.
En el estudio de Erec, la opulencia la presionó como el peso de una montaña.
Las paredes estaban empapeladas en dorado y rojo, vestidas de pinturas enmarcadas
de oro de mujeres desnudas y alegóricas. El amplio escritorio de madera de cerezo
estaba tallado con un montón de florituras. Columnas de mármol floreciente sostenían
la repisa de la chimenea sobre la chimenea.
Rachelle se paseó de arriba abajo. Quería dejar de pensar en Armand, pero
seguía recordando el suave sonido de su respiración, sus sinuosas manos hilando
alrededor de sus dedos, su boca contra la de ella. Si ella no lo hubiera amado, podría
perdonarlo. Si él no hubiese estado en lo cierto sobre ella, podría perdonarlo. Pero ella
lo había amado y él lo había estado, y ahora parecía que ella no podía dejar de recordar
sus palabras una y otra vez, sintiéndose más enferma cada vez.
Finalmente Erec interrumpió en la habitación.
—Bueno, creo que hemos alejado a todos —dijo—. Fue un muy pequeño
complot. Para ser honesto, esperaba más de nuestro querido santo.
—¿Qué hacemos con él? —preguntó Rachelle.
—Molesto como es, si podemos evitar que la noticia de que él estaba
involucrado salga, probablemente lo mantendremos de la misma manera que antes,
porque él es simplemente útil. Y, por desgracia, aun nadie ha implicado al obispo.
|

—No puedo escoltarlo de nuevo —dijo ella.


Erec dio un paso más cerca. Sus dedos rozaron su mejilla.
—Oh, mi querida señorita —dijo él—. ¿Comenzaste a confiar en él?
—No —soltó Rachelle.
Comenzar era una corta y pequeña palabra por toda la confianza que le había
dado. No se había dado cuenta de cuánto había confiado en él hasta ahora, ahora
cuando él la odiaba, cuando los recuerdos de él estaban atrapados debajo de su piel
como agujas y veneno.
—No puedes culparme —dijo Erec razonablemente—. No te dije que fueras tan
amable con él.
—Cállate.
—Solo digo...
Rachelle tomó su nuca y lo besó, tan salvajemente como su nacido del bosque
alguna vez la había besado.
Erec le devolvió el beso y al fin los recuerdos huyeron. Fue como una lucha: no
por la fiereza con la que él la besaba, sino porque el mundo se había reducido a un solo
momento al rojo vivo en el que no podía pensar, no podía recordar, sólo podía sentir y
reaccionar. Cuando él la liberó, ella retrocedió un paso.
Y los recuerdos estaban allí de nuevo. Aun podía ver a Armand mirándola. No
fue suficiente.
—Elocuente, pero poco informativo. ¿Qué intentas decirme? ¿Algo está mal? —
Él levantó una ceja, imperturbable como siempre.
El corazón de Rachelle palpitaba con fuerza. Su cuerpo era una estridente
discordia de odio, dolor y deseo crudo. Se había dicho a sí misma una y otra vez que
tenía demasiado orgullo para entregarse a Erec. ¿Pero cuál era el uso del orgullo? Ella
era solo el perro loco del rey, manteniéndose a raya hasta que creciera lo suficiente
como para matar. Ella era simplemente las migajas de la mesa del Devorador, útil para
matarlo, pero nunca amada.
Demasiado cobarde para enfrentarte a lo que has hecho.
Era verdad. Le gustaba pensar que había algo honorable sobre ella. No lo había.
Ella no merecía tener nada bueno.
|

Si había algo bueno en ella, lo rompería ahora.


—Lo que está mal —dijo en voz baja pero clara—, es que estoy usando ropa y
dejaste de besarme.
Debía realmente haberlo sorprendido, porque se quedó callado un minuto antes
de decir:
—Ámame u ódiame, nunca eres sutil. Pero no puedes pedirme que me detenga
y continúe ante tu demanda —Él trazó su mejilla con la punta del dedo—. Quizás no
tengo ganas de disfrutarte ahora.
—Sí, las tienes —dijo Rachelle—. Estás desesperado por mí. —Sus dedos se
envolvieron alrededor de los de él—. Me perteneces, justo como yo te pertenezco.
Su boca se curvó hacia arriba. Al siguiente momento la inmovilizó contra la
pared; el cuerpo de Rachelle se estremeció con algo que no era del todo miedo, no del
todo deseo.
—Tienes razón —dijo él—. Me perteneces, y yo no dejo ir lo que es mío. Pero
aun quiero oírte decir las palabras. —Se inclinó hasta que sus narices casi se tocaban—.
Dime qué quieres, mi señora.
Podía sentir su aliento en la cara. Estaba tan cerca, y estaba tan cansada de fingir
que había algo bueno sobre ella.
—Tomaré tu maldito rubí —dijo ella—. Pero no rogaré. Y si me quieres, puedes
dejar de hablar y hacerme que deje de pensar. O me iré ahora.
Por un solo irregular instante, ella pensó que podría rechazarla. No estaba
segura si era el miedo o la esperanza lo que golpeó a través de su corazón.
Entonces él sonrió.
—Te retendré de hacer eso, mi señora —dijo, y la besó de nuevo.
Erec mantuvo su palabra. Él dejó de hablar y ella dejó de pensar.
Pero tarde —más tarde, mientras yacían enredados en su cama— Rachelle miró
a la oscuridad y no pudo dormir ni dejar de pensar. Podía sentir la respiración de Erec
contra su nuca, sus brazos alrededor de su cintura. Su piel contra la de ella. No parecía
real, y aun así podía recordar todo lo que habían hecho con perfecta claridad.
Se había resistido a él por mucho tiempo. Se dio cuenta ahora de que había
pensado que de alguna manera dejaría de existir cuando se entregara. Ciertamente su
madre siempre le había dado esa impresión cuando hablaba de chicas que habían
perdido su virtud.
|

Pero Rachelle debería hacerlo sabido mejor. Ella era una vinculada de sangre
después de todo, y ser una vinculada de sangre significaba saber cuán fácilmente “Yo
jamás podría” se convertía en un “Sí, lo haré”.
Hubo un tiempo en el que ella habría jurado que preferiría morir antes que hacer
un pacto con un nacido del bosque, porque si hiciera una cosa tan mala, no sería ella
misma nunca más. Luego descubrió que su verdadero yo estaba dispuesto a hacer
cualquier cosa mala, siempre que pudiera vivir.
Ella había, todo el tiempo, sido una chica que estaba dispuesta a dormir con
Erec d'Anjou. Le había tomado solo tres años admitirlo. Y admitirlo no le había
permitido escapar de nada, porque aun podía recordar a Armand, y sus ojos picaban
con lágrimas impotentes e inútiles mientras recordaba.
Cuando Volund hubo terminado las espadas, las puso en las manos de Zisa, y
tomaron la forma de agujas. De regreso Zisa fue donde la Vieja Madre Hambre, con las
agujas puestas en su falda. Allí se encontró con que la jaula de Tyr se había ido.
—Oh, mi madre —dijo ella—, ¿dónde está la criatura que una vez llamé hermano?
¿Ya no está siendo destinado a la ofrenda?
La Vieja Madre Hambre rio. El ruido era como una tormenta de polillas.
—Seguramente no lo extrañas —dijo.
—¿Qué es cualquier humano para mí, sino presa? —dijo Zisa—. Pero es mi deber
darle de comer.
—Es tu deber convertirte en una de nosotros —dijo Vieja Madre hambre, y la
marcó con la estrella negra—. Tráeme los corazones de tu padre y madre. Haz eso, y
vivirás para ver al que fue tu hermano cuando lo traigas para la ofrenda.
Así Zisa regresó a su helado lago negro, y vio a su tribu postrándose y adorándola.
Pero no su padre: él estaba de pie en toda su altura y orgulloso, ocre cruzando su rostro y
oro en su cabello, mientras dijo:
—Te doy la bienvenida, hija mía.
—Padre —respondió ella—: ¿por qué nos ofreciste? ¿Por qué sirves a los nacidos
|

del bosque?
—Es como funciona el mundo —dijo—, que los gloriosos reinen a los débiles, y
tomen lo que le plazca.
—Eso es cierto —dijo Zisa—. Y ahora soy gloriosa.
Antes de que tomara otro respiro, le cortó la cabeza de los hombros.
Las personas temblaron y se quedaron en silencio. Pero la madre de Zisa se puso en
pie. En silencio, preguntó:
—¿Tyr todavía recuerda su nombre?
—No, quien fuiste mi madre —dijo Zisa—. Ahora ven a mi lado.
Y su madre se acercó a ella.
—Él va a recordar de nuevo —susurró Zisa en el oído de su madre.
—Entonces puedo morir en paz —dijo su madre, y Zisa levantó la espada a su
cuello.
Zisa cortó los corazones de sus padres y los puso en un cofre de plata, y de vuelta
fue a la única familia que le quedaba.
—Ahora cocina una sopa y cómela conmigo —-dijo Vieja Madre Hambre.
Les digo, no había nada que ella no haría por su hermano.
|
Traducido por Mae

Corregido por Mari NC

D
espertó cuando Erec pellizcó su mejilla.
—Buenos días, mi señora.
Ella golpeó su mano y empezó a incorporarse. Entonces se
dio cuenta de que los siervos de Erec se agolpaban en la sala, y
estaba desnuda debajo de las mantas. Se lanzó hacia abajo.
—¿Te levantarás? —preguntó Erec.
—No —gruñó.
|

—No te preocupes —dijo, ignorando a los hombres que tiraban de su camisa


sobre su cabeza—, mis criados saben cómo ayudar a una señora a colocarse la ropa de
nuevo.
—No —dijo Rachelle—. Sácalos.
—¿No piensas usar ropa hoy? Señor, eso dará de qué hablar.
¿Cómo podía decir estas cosas delante de todo el mundo? Pero era Erec d'Anjou:
él no dudaría en decir nada delante de nadie, sobre todo cuando “nadie” eran
sirvientes cuyos nombres probablemente ni siquiera recordaba.
—No voy a mostrarme delante de tus sirvientes —dijo ella.
Él lanzó una mirada irónica sobre su hombro.
—No me digas que te volviste modesta durante la noche.
No había nada que pudiera decir que él no hiciera que sonara aún más tonta, así
que se acurrucó bajo las mantas y esperó hasta que él terminó de vestirse y los
sirvientes se habían ido antes de que se levantara y se vistiera.
Erec todavía la miraba, pero no podía quejarse. Había elegido esto, ¿o no? Había
dicho que ella le pertenecía. ¿Qué derecho tenía a molestarse?
—¿Y bien? —preguntó mientras ataba los cordones de su camisa—. ¿Valí la
pena la espera?
—No —espetó Rachelle, porque contradecirlo era un hábito que tomaría más
de una noche romper.
—Entonces no deberías haber esperado tanto tiempo.
Ella le lanzó una bota en la cabeza. Él la atrapó con facilidad, y se inclinó para
besarla.
Después, colgó el colgante de rubí alrededor de su cuello. La piedra era tan
grande como la uña de su pulgar, una lágrima brillante que colgaba justo debajo de la
marca en su garganta.
—Ahora todo el mundo puede ver que eres mía —dijo.
—Déjame adivinar —dijo ella—. Ya estás pensando cómo presumirme.
—Seguro que no quieres que te esconda. —La mano de Erec había descansado
sobre su hombro; ahora se deslizó hasta cubrir del lado de su cuello. Fue un gesto
|

sorprendentemente suave y no pudo evitar relajarse un poco.


Siempre había odiado la idea de ser su premio en exhibición. Y sin embargo,
ahora que había sucedido… era reconfortante saber que alguien no se avergonzaba de
ella.
—Pero podemos hacer una gran exhibición después —continuó Erec—. Tengo
prisioneros que interrogar y tú tienes…
—Nadie a quien proteger —dijo Rachelle.
Erec se quedó en silencio, y ella levantó las cejas.
—¿O sí?
—Posiblemente —dijo—. No vamos a revelar lo que hizo por el momento.
Porque si la gente sabía que se había vuelto contra el rey, podrían
apoyarlo. Recordó la forma en que Armand la había mirado anoche, y se sintió fría y
hueca.
Tendría que enfrentar ese odio de nuevo. Cuando dejó a Erec, mientras volvía
por el castillo a sus aposentos, no podía dejar de pensar en ello. Tenía que hacer que
Armand le dijera dónde había puesto a Joyeuse. Así que tendría que enfrentarse a él de
nuevo, y le daría otra de sus miradas desdeñosas, y se sentía absolutamente segura de
que le llevaría sólo una mirada saber lo que había hecho con Erec.
Él nunca había pensado lo mejor de ella. ¿Por qué debería importarle?
Trató de evitar hablar con Armand. Pasó el día cazando a Joyeuse en todos los
caminos posibles de sus habitaciones hasta donde lo había capturado. Pero no
encontró nada, y empezó a preguntarse si Armand había logrado tirarla en un pozo. O
si había conseguido que alguien la sacara de contrabando del castillo por él.
La idea le daba ganas de golpearse la cabeza contra la pared. Había estado tan
cerca, y si no hubiera confiado en él…
Si solo no hubiera confiado en el nacido del bosque. Pero, cómo se sentía nunca
había importado. En este momento, lo único que importaba era hacer a Armand decirle
lo que había hecho con Joyeuse.
Eso significaba conseguir que Erec dejara que lo viera, y eso significaba
mantenerlo feliz. Así que cuando Erec le dijo que el rey quería comer tête-à-tête con
ellos esa noche, ella, obediente, volvió a su habitación para vestirse.
Sévigné la ayudó tanto con la ropa y cosméticos. No era ningún consuelo ahora
permanecer sentada con alguien que pintara belleza en su rostro. Con Amélie, había
significado que ella era amada. Ahora sentía que fingía.
|

Amélie había desaparecido del Château. Rachelle trató de evitar pensar en ella
durante todo el día, pero ahora no podía escapar de los recuerdos: los ojos asustados
de Amélie, la forma en que se estremeció. Y ahora podía entender lo que no entendió
entonces: que Amélie probablemente se había estremecido porque su amiga había
aparecido agarrando una espada y salpicada de sangre. Por supuesto, había estado
asustada. Y Rachelle la había alejado por ello.
Al menos estaría con su madre cuando cayera la Noche Eterna. Probablemente
era lo mejor.
Erec llegó justo cuando Sévigné terminaba de pintarla. Besó los dedos de
Rachelle y dijo:
—Es una ilusión más que encantadora. Te ves casi como una dama.
—¿Casi?
Rachelle se había visto en el espejo: la piel pintada impecable, los brillantes
labios rojos, el triángulo preciso de rubor en sus mejillas. Su vestido era de seda azul
pálido bordado con rosas; había pequeñas rosas de seda en su pelo y un pequeño
parche de terciopelo negro con forma de rosa en su mejilla. Se parecía tanto a una
dama, que apenas podía reconocerse a sí misma.
—Tal vez sólo porque te conozco —dijo—. Por debajo de la seda y encaje,
sigues siendo una criatura del bosque.
Su cara ardió, y no se atrevió a responder de vuelta. Debido a que esta no era
como cualquier otra vez en la que caminaron juntos. Con cada movimiento que hacía,
era impotentemente consciente de él, de la forma en que su cuerpo se movía bajo sus
ropas, y sabía que podía usar eso contra ella en cualquier momento que quisiera.
Cenaron en el exterior, en una pequeña terraza rodeada de mujeres de mármol
que sostenían linternas. Las lámparas estaban encendidas, y las mariposas de color
carmesí se arremolinaban sobre ellos en espesas nubes rojas. Entonces Rachelle
parpadeó, y sólo había polillas revoloteando junto a cada lámpara.
El rey llegó unos momentos después de ellos, y hubo reverencias y manos
besadas, y entonces ellos se encontraban sentados.
—Entonces —dijo el rey, siseando un poco—. He oído que ha estado haciendo
su deber de manera excelente como guardaespaldas de mi hijo.
Rachelle esperaba seguir sonriendo, pero la mirada del rey había caído, y sabía
que él debía estar mirando alguno de sus pechos o el rubí de Erec. No sabía que la
|

avergonzaba más.
—Lo he intentado, señor —dijo ella—. ¿Qué se va a hacer con él?
El rey pareció encontrar esto hilarante; soltó una de sus famosas risas.
—¿Qué se va a hacer con él? D’Anjou, ¿tienes alguna idea?
—Enseñarle buenos modales y mantenerlo fuera de la vista —dijo Erec—. Sabe
que él pronto será irrelevante, señor.
Rachelle no sabía que podía sentir lástima y repulsión a la vez. Era repugnante
cómo se reían por la noche anterior, como si el que Armand los traicionara y personas
murieran no fuera más que una broma. Y sin embargo, no podía evitar sentir lástima de
ellos, porque sus palabras eran más ciertas de lo que podían adivinar. Una vez que el
Devorador regresara y los humanos fueran el ganado de los nacidos del bosque, sería
verdaderamente irrelevante quien afirmara ser rey de Gévaudan.
La comida transcurrió. Rachelle podría decir que la comida era exquisita, pero
apenas podía tragarla. Aquí afuera en la terraza, con la brisa de la tarde en la piel, los
árboles elegantemente adornados del jardín en la distancia, no podía olvidar que la
Noche Eterna venía. Por lo que sabía, estaba viendo el penúltimo atardecer que el
mundo conocería.
A menos que pudiera conseguir que Armand le dijera dónde estaba Joyeuse.
El rey parecía haber perdido interés en ella; habló con Erec, discutiendo planes
para fiestas de caza y fiestas de danza y el gran baile para celebrar la noche de
solsticio. ¿Qué había hecho a Erec creer que esta cena era un honor que valía la pena
compartir con ella? Pero mientras lo miraba, la forma en que sonreía e intercambiaba
pequeños epigramas con el rey, se dio cuenta de que se glorificaba en este momento,
que si bien respetaba al rey no más que ella, ser el invitado especial del rey Auguste-
Philippe en realidad significaba algo para él.
¿Qué era lo que había dicho acerca de su medio hermano? Era legítimo, y
heredero de todo lo que me quedaba. En ese momento, parecía muy importante. ¿Era
todavía importante para él, robar las glorias y honores que su hermano muerto podría
haber disfrutado una vez?
Si era así, era un deseo muy tonto. Afirmaba estar listo y dispuesto a echar toda
la humanidad a un lado, sin embargo, todavía trataba de satisfacer los anhelos del niño
que una vez fue. Pero hizo que su corazón se suavizara un poco por él.
¿Y cómo podía culparlo? Ella trataba de matar al Devorador porque quería salvar
Gévaudan y a toda la gente que amaba, pero en verdad, también trataba de justificar
|

los sueños de la chica testaruda que había osado hablar con un nacido del bosque.
El cielo era de color morado oscuro cuando Rachelle empezó a oír lo que sonaba
como gente gritando muy lejos. Miró a Erec. Él la miró, se encogió de hombros
débilmente, y siguió hablando con el rey.
Ella estaba casi lista para levantarse e investigar y maldecir la etiqueta cuando
un guardia recubierto de azul llegó y susurró al oído del rey.
El rey suspiró.
—Parece que hay algún tipo de gentuza acercándose al castillo. ¿Le importaría
jugar a las cartas en el interior, mientras que la guarda lidia con ellos?
—Cuán tedioso —dijo Erec, levantándose.
—¿Lidia con ellos? —dijo Rachelle.
El rey hizo un gesto con la mano.
—Has oído hablar del altercado hace cinco años. Tienen bastante experiencia
con este tipo de cosas.
El estómago de Rachelle se volvió frío. Hace cinco años, una sequía había
causado escasez de alimentos y una multitud de personas que padecían hambre había
marchado hacia el Château de Lune para exigir la tradicional caridad de pleno invierno.
Ya fuera que los guardias dispararon sin provocación o que la multitud se preparaba
para amotinarse dependía de a quién le preguntaran, pero nueve personas yacieron
muertas al final de esto.
—¿Por qué están aquí? —preguntó Rachelle.
—El mismo tipo de tonterías —dijo el rey, levantándose de su silla—. Extrañan a
su santo, porque imaginan que arrastrarse ante él mantendrá a los engendros del
bosque lejos de sus puertas. Y piensan que tienen el derecho de hacer demandas a su
rey. Vengan, las cartas esperan.
Erec le dirigió una mirada divertida, superior, como diciendo: podría haberte
dicho que esto iba a pasar.
Él no parecía en lo más mínimo preocupado por lo que pudiera pasar después.
—Señor —comenzó Rachelle desesperadamente—, no cree…
La mano de Erec cubrió su boca mientras uno de sus brazos rodeaba su cintura.
—Sí, mi pensamiento exactamente. Su Majestad, ¿le importaría si lo
acompañamos en un momento? Mi querida tiene algunas palabras solo para mis oídos.
|

El rey sonrió. Sabía claramente que Rachelle había estado a punto de pedirle que
interviniera y que Erec estaba interviniendo en su contra.
—Por supuesto —dijo—. Tómate todo el tiempo que tu señora necesite.
Cuando él se fue, Erec liberó su boca, pero mantuvo su control sobre su cintura.
—Ahora, por favor no me golpees, ¿mi señora? Sabes tan bien como yo lo que
pasaría si lo contradices.
Rachelle sabía que esperaba que le gritara. Pero se quedó en silencio, su mente
trabajaba furiosamente. No tenía sentido apelar al rey, eso era obvio. El obispo podría
tener suficiente influencia para calmar a la multitud, pero probablemente no querría
calmarlos.
—Erec —dijo—. Déjame traer a Armand, sólo por esta noche.
—¿Ah, sí? —Su voz mostró sólo curiosidad cortés, pero su agarre se clavó en su
brazo—. ¿Y qué planeabas hacer con él?
—Mostrárselo a la gente —dijo—. Él es su santo, ¿no? Podía hacer que se
dispersen pacíficamente.
—¿Crees que al rey le gustaría eso?
—El rey no tiene que saber hasta que sea demasiado tarde. Ni siquiera tiene que
saber que tuve algo que ver con eso. ¿De verdad no te importa que pudiera haber una
masacre?
—¿Importar? ¿Olvidas que somos asesinos?
—No —dijo Rachelle—, pero en este momento, no me importa un comino.
Dime dónde tienes a Armand y déjame llevarlo y mostrarlo a la multitud. Voy a hacer
todo lo que quieras después de eso. Déjame parar esto.
Erec se quedó en silencio. Deseó poder ver su rostro.
—No me digas —dijo ella con desdén—, tienes miedo de que lo encuentre
mucho más encantador que tú.
Él se rio bajo en su garganta.
—Sabes muy bien que no puedo resistirme a un desafío. Muy bien, señora, es
tuyo por ahora y voy a darle tus excusas al rey. Pero tienes que dejar que te gane esta
noche.
|

Cuando dijo las últimas palabras, se movió, apoyándose en ella, y Rachelle sintió
su apertura. Se desplomó hacia adelante, con un brazo en él, una mano agarrando su
abrigo, y un momento después lo había lanzado sobre su hombro al suelo.
—Tal vez yo voy a ganarte —dijo, y sonrió, porque sabía que él no la había
dejado tirarlo; ella realmente le había sorprendido.
Erec se puso en pie a la ligera y con gracia, pero había una mueca en su boca.
Nunca le gustaba ser tomado por sorpresa. Rachelle no podía recordarlo tener un
aspecto ridículo. Se sentía maravilloso.
De repente se le ocurrió que en esta situación, Armand se habría reído en vez de
tener mal humor.
—¿Y bien? —dijo.
—Ojalá tuviera tiempo para entrenar contigo correctamente. —Él suspiró—.
Por aquí. —Él la miró de arriba abajo—. En realidad, voy a llevarlo hacia ti. A menos que
planees deslumbrar a la multitud hasta la sumisión, es posible que desees cambiarte.
Así Rachelle corrió hacia su habitación.
—Más rápido, más rápido —murmuró una y otra vez, mientras Sévigné
desabrochaba los botones y sacaba los cordones del corsé.
Finalmente estaba libre de su ropa, y en momentos se colocaba su equipo de
caza.
—Trenza mi pelo —dijo mientras se abrochaba la camisa, y Sévigné obedeció.
Un minuto más tarde, ella estaba poniéndose su abrigo. Dio una mirada al espejo: el
maquillaje estaba todavía en su rostro, polvo de perlas, colorete, y clavo quemado para
rellenar las cejas, que parecían extrañas con su abrigo rojo parcheado y pantalones
ligeramente raídos, pero eso serviría. No había tiempo, porque incluso ahora Erec
llamaba a la puerta.
—Aquí tienes —dijo Erec, empujando a Armand en la habitación—. Cuando
hayas terminado, asegúrate de volver a ponerlo donde lo encontraste. Señor,
obedézcala y recuerde nuestra conversación.
—Gracias —dijo Rachelle aturdida. Armand no la miraba; estaba muy pálido y
mirando al suelo. Ella se sentía invisible. Deseó ser invisible, así nunca tendría que
mirarlo a los ojos. Había pasado todo el día cazando a través del Château a Joyeuse sólo
para poder evitar hablar con él de nuevo.
|

Erec la agarró por los hombros y la besó rápidamente, pero con fuerza. Rachelle
no podía dejar de ser consciente de que Armand se encontraba sólo un paso de ellos.
Entonces Erec la soltó.
—Hasta esta noche —dijo, y se fue.
Rachelle tragó el deseo de ocultarse y llorar, y se giró hacia Armand en su lugar.
—Escucha —dijo ella—. Sé lo que piensas de mí. Y sabes lo que pienso de ti.
Pero en este momento, hay una multitud fuera del palacio, y puesto que el rey no tiene
intención de reconocer su existencia, probablemente van a amotinarse, y sabes cómo
va a terminar. Así que vas a salir y hablar con ellos.
—¿Y decir qué? —preguntó lentamente después de un momento.
—No sé, algo santo. Algo para hacerlos volver a casa para que no les disparen.
Se supone que te preocupas por eso, ¿no es así?
—¿Volviste a pensar que soy un santo? —preguntó, y había una ligera burla en
sus palabras.
—No me importa si eres Dios o el diablo —dijo Rachelle—. Quiero que la gente
se vaya. En silencio. Harás que eso suceda, sin crear rebelión, o voy a cortarte el cuello
delante de ellos y condenar las consecuencias. ¿Lo entiendes?
Él la miró un momento más.
—Bien —dijo, asintiendo bruscamente—. ¿Qué camino?
Rachelle no sabía, pero eso nunca la había detenido.
—Lo sabremos —dijo, y pasó junto a él a grandes zancadas por el pasillo.
La conmoción se construía dentro del palacio; se toparon con otro guardia lo
suficientemente pronto. Rachelle simplemente marchó hacia él y le dijo
grandiosamente:
—Llévanos a la multitud. Órdenes del rey.
—Por supuesto —dijo el guardia, inclinándose rápidamente—. Me alegro de
que el viejo decidiera hacer algo —murmuró.
—¿Cuántos hay? —preguntó Armand mientras caminaban rápidamente a través
de los pasillos.
—¿Un centenar? ¿Doscientos? —El guardia se encogió de hombros—. Están
conteniéndolos, pero en cualquier momento, dicen si comienzan una revuelta. —Su
|

voz vaciló y dejó de hablar. Era joven, Rachelle se dio cuenta, apenas mayor que ella y
Armand. Probablemente no había sido un miembro activo de la guardia hace cinco
años. Debió escuchar historias acerca de la masacre, ¿y qué tipo de historias decían los
guardias? se preguntó. ¿Era una cuestión de vergüenza y horror para ellos, o
consideraban los guardias que se defendieron y al rey? Nadie siquiera había sido
azotado por ello; hubo indignación por eso también.
La multitud se reunía en el lado sur del edificio, pululando por una carretera
estrecha y se extendía a uno de los campos de naranjos. El césped más cercano al
palacio estaba todavía libre, en poder de una línea de soldados recubiertos de azul
sosteniendo mosquetes.
El pueblo sabía tan bien como ella lo que le pasó a la última multitud que se
encontró fuera del palacio. Estaban lo suficientemente desesperados como para venir
aquí de todos modos.
Ella había temido por ellos desde que oyó la noticia, pero ahora les compadecía.
Estaba furiosa en su nombre. Y tenía temerosa de ellos también, porque podía sentir la
furia en la forma en que se paraban, la forma en que murmuraban y gritaban.
—Tiempo de rendimiento —dijo Rachelle.
—Es posible que hayas… sobrestimado mi capacidad —dijo Armand, sonando
un poco débil.
—Por lo que sé —dijo Rachelle—, has mentido a cada persona en este palacio,
de una manera u otra. Esto no debería ser demasiado difícil.
—Eres tan amable. —Él cuadró los hombros.
Sin querer en lo más mínimo, Rachelle le tomó la mano. El metal estaba frío y un
poco húmedo contra su piel.
—Soy Armand Vareilles —gritó—. He llegado a escuchar sus quejas.
—¿Dónde está el rey? —gritó alguien, pero una gran cantidad de la gente
empezó a cantar—: ¡Retorna a la ciudad! ¡Protégenos! ¡Retorna a la ciudad! —El ruido
era como un latido o la respiración de un lobo, y Rachelle casi dio un paso atrás.
—Debo obedecer a mi padre —dijo—. No puedo dejar Château de Lune.
—¿Crees que eso va a calmarlos? —murmuró Rachelle.
Armand le dirigió una mirada sombría.
|

—Quítame mis manos —dijo.


—¿Qué?
—Quítame mis manos —repitió, y luego alzó la voz—. No soy el rey. No puedo
defender su ciudad. Ni siquiera puedo salir del castillo. Pero puedo ser su santo. Y más.
Rachelle hizo subir sus mangas y abrió las correas que sujetaban las manos de
plata a sus brazos. Él tomó aliento. El público ya se estaba tranquilizando.
—No soy un heredero legítimo. Pero soy un hijo de Tyr, y tengo el Don Real.
Desafié al Bosque y sobreviví. Puedo dejar que me toquen. Déjenme ser su reliquia.
Tomen la protección que puedan de mí, la curación que puedan de mí. Y luego vayan a
casa en paz.
Hubo un silencio donde cualquier cosa podría haber sucedido. Entonces una
mujer mayor, con el apoyo de una niña, se tambaleó hacia adelante.
Armand dio un paso hacia ella.
—Es posible que desees irte —dijo—. Sospecho que esto va a repulsarte.
Rachelle agarró la parte posterior de su camisa.
—No te alejarás de mí tan fácilmente, señor.
La mujer se doblaba casi en dos, aunque fuera por la edad o de la enfermedad,
era difícil de decir. Armand se arrodilló a su encuentro, extendiendo sus brazos. Ella
tomó uno solo y besó el muñón donde terminaba su brazo. Rachelle sintió la espalda de
Armand tensarse, pero él no se movió.
Por un momento rígido en silencio, la anciana siguió. Luego dejó caer el brazo.
—El dolor ha mejorado —sollozó, y de repente todo el mundo animaba.
Y entonces la multitud vino. Venían de todos los lados, desesperados,
reverentes, necesitados y amorosos. Ellos tocaron su cara, su pelo, sus hombros, sus
brazos. Besaron los muñones de sus brazos una y otra vez. Presionaron sus rosarios y
sus pañuelos y su bastón. Él era su reliquia, su santo. Unos pocos parecían dispuestos a
considerarlo como su dios.
Rachelle se agachó detrás de él, aun agarrando su camisa. Ella lo sintió tenso
cuando un niño con llagas sangrantes se tambaleó hacia él. Lo sintió estremecerse
cuando alguien tocó el muñón de su brazo. Lo sintió moverse y enderezarse, su
columna resonaba, mientras trataba de encontrar una posición cómoda.
Parecía que habían estado sentados en la multitud durante horas. Días. Para
siempre.
|

Vio la cabeza de Armand sacudirse mientras asentía a la gente, le oía decir: “Dios
te bendiga. Que Dios los bendiga” con voz cansada.
No hubo milagros. Algunos dijeron que respiraban mejor, caminaban mejor;
otros simplemente sollozaron cuando lo tocaron, y sollozando, se alejaron. Rachelle
esperaba constantemente que alguien gritara que era falso. Seguramente en cualquier
momento se darían cuenta de que Armand no estaba sanándolos e irían en su contra.
Pero el momento nunca llegó. Parecía ser suficiente para ellos, simplemente, que se
sentara entre ellos y dejara que lo tocaran, a pesar de su falta de limpieza.
Ella se dio cuenta de que había lágrimas deslizándose por su rostro. Ella había,
tal vez, sólo alguna vez querido lo mismo. Lo había conseguido ayer, y entonces lo
desechó.
Por último, el público había terminado. Cuando se detuvieron, por unos
momentos Armand estuvo quieto, respirando entrecortadamente. Luego se puso de
pie y dijo en voz alta:
—En el nombre de mi padre, el rey Auguste-Philippe II, les concedo permiso
para permanecer en los jardines de naranjos esta noche. Por favor regresen a la ciudad
en la madrugada.
Se dio la vuelta y se dirigió de nuevo hacia los soldados.
—Denles un poco de pan, si es posible —dijo a un capitán—. Probablemente no
han comido en todo el día. Les ayudará a calmarse.
—Sí, señor —dijo el capitán, y Rachelle se dio cuenta de que los guardias
también los miraban con algo como temor.
—Bien —dijo Armand.
Rachelle cogió las manos de plata por los arneses. Entonces lo agarró por el
brazo.
—Tenemos que hablar —dijo.
|
Traducido por âmenoire

Corregido por Mari NC

T
an pronto como estuvieron fuera del alcance de los oídos de los
guardias, Armand se giró hacia ella y dijo:
—Quieres que vivan.
Ella lo miró fijamente.
—La multitud —dijo él—. No quieres que les disparen.
—Obviamente —dijo Rachelle—. Escucha. Sobre Joyeuse…
—Nunca envíe a nadie a atacarte. —No había enojo en la voz de Armand, solo
|

una tranquila intensidad—. Te lo juro. Acomodé las cartas para distraerte a ti y a


d’Anjou, pero se supone que todos los evitáramos. Algunos de ellos deben querer
revancha y lo siento sobre ello. Pero…
—No me importa —dijo Rachelle.
Sí le importaba. También le creía, lo que era sorprendente. Pero había cosas más
importantes en este momento.
—Joyeuse —dijo ella—. Tienes que decirme dónde está.
Armand dejó salir una respiración y luego cuadró sus hombros, mirándola a los
ojos.
—Rachelle —dijo él—. Por favor. Tienes que dejar de seguirlo. Sé que piensas
que es muy tarde, que ya no tienes una opción, pero sí la tienes. Puedes cambiar.
Puedes detener la Noche Eterna. Si me ayudas. Por favor.
Ella sabía que lo estaba mirando con la boca abierta. Pero no pudo evitarlo. Era
como la primera vez que había sido golpeada en el rostro mientras peleaba y el mundo
brillaba y sonaba y no podía moverse.
—Quieres que detenga la Noche Eterna —logró decir finalmente.
—Sí —dijo Armand—. Quiero que la detengas. Y creo que lo harás. —Su boca se
curvó hacia arriba—. La chica de la que estoy enamorado habría dado cualquier cosa
por detener al Devorador. E incluso aunque estuvieras trabajado para d’Anjou, no creo
que esa chica fuera una mentira. Creo que eso es quien realmente quieres ser, muy en
lo profundo.
—Crees en el Devorador —dijo Rachelle, todavía aturdida. Había estado tan
acostumbrada a pensar que nadie más le creería alguna vez.
—Bueno —dijo Armand—, obviamente. —Levantó el muñón de su brazo
derecho.
—Creo que no me dijiste todo sobre cómo perdiste tus manos —dijo Rachelle y
fue un poco satisfactorio ver su expresión deslizarse hacia el desconcierto—. Déjame ir
primero —dijo ella—. He querido matar al Devorador desde que tenía doce años. Es
por eso que hablé con un nacido del bosque en el bosque. Después de que me marcara,
dijo que solo Joyeuse o Durendal podrían matar al Devorador. Es por eso que buscaba
la puerta del Príncipe Hugo, porque dijiste que…
—Encima del sol, debajo de la luna —susurró Armand. Lucía exactamente tan
aturdido por la conversación como lo estaba ella.
|

—Había escuchado una historia de que Joyeuse estaba oculta detrás de una
puerta como esa. No estoy trabajando para el Devorador. No estoy trabajando para los
nacidos del bosque. Estoy trabajando para el rey, pero solo porque quiero permanecer
viva y no planeo estar viva mucho tiempo más, porque me encontré al nacido del
bosque que me creó hace tres semanas y me dijo que el Devorador va a regresar antes
del final del verano. Así que tienes que decirme dónde escondiste a Joyeuse.
Armanda la miró fijamente por un momento largo. Luego empezó a reírse.
—¿Qué? —exigió ella.
—Bueno —dijo él—, si quieres matar al Devorador, tienes suerte. Yo seré su
nuevo recipiente.
Y ella recordó las historias: Tyr, y mil innombrables se sacrificaron antes que él.
Humanos vaciados y habitados por el poder del Devorador, hicieron el vínculo viviente
que le permitió sumir a todo el mundo en la oscuridad del Gran Bosque.
—Hace seis meses, fui a la corte por primera vez. Fue deslumbrante. Fue
especialmente deslumbrante conocer a mi padre, quien parecía mucho más interesado
en mí de lo que había esperado jamás. Me dijo que esperaba grandes cosas de mí.
»Tres días antes de la Noche de Medioinvierno, un nacido del bosque me marcó.
Dijo que tenía que matar o morir. Dije que moriría. Quería morir. Solo que, ya te dije
cómo me salvó del Don Real. En el tercer día, desperté en una habitación secreta. El rey
estaba ahí, y d’Anjou, y el resto de los nacidos del bosque. Me dijeron que estaba
destinado a un destino más glorioso del que cualquier mortal hubiera disfrutado en
trescientos años. Había pasado la prueba, ves. Porque tenía el Don Real lo
suficientemente fuerte para sobrevivir a la marca, podía ser un recipiente adecuado
para el Devorador. Podía romper la atadura que Tyr y Zisa le habían colocado tiempo
atrás.
Rachelle difícilmente escuchó esa última parte.
—¿Erec estuvo ahí? —dijo ella—. Entonces él…
La boca de Armand se torció.
—Oh sí. Él es quien cortó mis manos.
Él no podría, quiso protestar ella. No parecía posible y no solo porque habían
sido amantes. Habían cazado y reído juntos. La había sostenido una vez cuando lloró.
Le había enseñado a vivir de nuevo cuando ella había estado lista para morir.
Pero recordó todo lo que le había dicho: Ambos somos asesinos. Lo que nunca
muere no puede ser maldito. Viviremos para siempre, en la oscuridad y en el baile.
|

Recordó su implacable búsqueda del triunfo. Recordó a su hermano.


Su corazón había descansado en el Bosque por mucho tiempo para este punto.
—La cosa es —continuó Armand, más rápidamente—, para convertirte en
recipiente, tienes que consentirlo. Mi padre me dijo que el nacido del bosque había
acordado curar su enfermedad si yo lo hacía. Dijo que no era nada, solo un pequeño
teatro pagano para darle poder adicional a sus hechizos y todo por la gloria y el bien de
Gévaudan. Había leído suficientes historias para saber lo que el retorno del Devorador
significaría, pero no me creería. Me rogó. Y luego me ordenó. Y luego me amenazó. —
Tragó—. Seguí diciendo que no. D’Anjou cortó una mano y luego la otra. Y todavía dije
que no. Luego la noche se terminó y el sacrificio solo puede ser hecho una noche de
solsticio.
Rachelle no pudo bajar la mirada. Había pensado que él era una farsa cuando lo
conoció, y una vez que había empezado a creerle se acostumbró a él, y de alguna
manera nunca se había molestado en pensar que había habido un momento en que él
estuvo sangrando y gritando o un momento antes, cuando estuvo indefenso mientras
observaba la cuchilla deslizarse hacia abajo.
—¿Por qué no le dijiste a alguien? —preguntó finalmente.
—Ya nadie cree en el Devorador. Le dije a mi madre y pensó que estaba loco.
Antes de que pudiera hacerla cambiar de opinión, los nacidos del bosque lo
descubrieron y la mataron. Luego encerraron a Raoul en el Château y dijeron que si le
decía a alguien de nuevo, me matarían lentamente y en mi lugar utilizarían a Raoul
como sacrificio. O me mataban a mí y a Raoul lentamente, luego sacrificaban a otro de
los bastardos.
—Así que secretamente organizaste una rebelión.
—D’Anjou no es tan observador como cree que es. —Los labios de Armand se
presionaron por un momento; cuando habló de nuevo, su voz fue rápida y miserable—.
Se suponía que sucediera en la noche del solsticio, pero cuando vi que tenías a
Joyeuse… tenía que intentarlo. Pensé que valía el riesgo. Pero solo arruiné todo. Al
menos d’Anjou no se ha regodeado conmigo, así que creo que Raoul todavía está vivo.
—No lo dejaré lastimarte de nuevo —dijo ella—. Y todo esto termina esta
noche. Iremos por Joyeuse en este momento y saldremos.
Armando sacudió su cabeza.
—No. Solo tratarán con alguien más. No necesitan usar a alguien con el Don
Real, sólo que realmente quieren hacerlo. Tú tienes que ir por Joyeuse, esperar hasta
que el Devorador esté vivo en mi cuerpo y luego matarnos a los dos juntos. Esperaba
|

que Raoul pudiera hacerlo, pero creo que tú serías incluso mejor.
—No —dijo Rachelle, recordando la tarde cuando se había sentado en el salón
de la Fontaine para discutir el asesinato—. Absolutamente no.
—D’Anjou te dejará entrar en la ceremonia si cree que eres leal.
—No —dijo ella de nuevo.
—Tienes que. ¿No lo entiendes? El Devorador no tiene un cuerpo; es por eso que
necesita un recipiente para manifestarse. ¿Por qué crees que Tyr lo mató mientras
poseía a su hermana? Esa tiene que ser la única forma de detenerlo. —Armand tomó
una respiración irregular—. Tienes que matarme.
—Escúchame. —Agarró sus hombros—. Maté a alguien a quien amaba una vez.
No puedo hacerlo de nuevo.
—Un noble sentimiento —dijo Erec.
La sorpresa fue como hielo en su sangre y huesos. Se giró. Erec estaba de pie
detrás de ellos, vestido con su abrigo favorito de terciopelo negro.
—Tú —dijo Rachelle. Lo había deseado, besado, hecho el amor con él. Y él había
torturado a Armand—. Voy a matarte.
—Realmente dudo eso —dijo Erec, levantando su mano.
Atado a su dedo estaba el hilo carmesí. Este cayó al suelo, donde se agrupó en
grandes círculos y espirales.
La otra punta estaba atada al dedo de ella.
Viviremos para siempre, en la oscuridad y en el baile.
Siempre, siempre, le había estado diciendo.
Su corazón dio un golpe seco, pero se sintió como si perteneciera a alguien más;
su cuerpo parecía estar envuelto en fuego o hielo o lana de algodón. Todo lo que podía
oler era sangre. Todo lo que podía escuchar eran los gimoteos suaves y agonizantes de
tía Léonie.
Erec lentamente envolvió sus dedos en un puño. El hilo quemó al rojo vivo
alrededor de su dedo; la fuerza abandonó sus piernas y ella cayó de rodillas.
Nunca escapé de él, pensó lentamente. Nunca dejé el Bosque. Nunca dejé esa casa.
Erec caminó hacia adelante. Los nacidos del bosque lo siguieron, apareciendo de
entre las sombras, tan terribles y gloriosos como los que ella había visto en la Cacería
|

Salvaje.
—Un tirón del hilo. —La mano de Erec cayó en su cabeza, luego bajó por su
mejilla en una caricia—. Y siempre regresarás a mí. Y ahora ni siquiera necesito utilizar
mi mascara.
Brevemente la incertidumbre extraña y desgarradora destelló sobre su rostro, la
misma de cuando lo había conocido por primera vez. Luego sonrió y se había ido.
Tiró de ella para ponerla de pie y envolvió su brazo alrededor de ella.
—Espero que hayas disfrutado tu tarde, Monsieur Vareilles. Termina ahora. Mi
querida necesita descansar y tú necesitas prepárate para la gloria que recibirás mañana
en la noche.
El rostro de Armand tenía la misma inexpresividad que ella había visto antes.
Pero por supuesto, él no había aprendido nada nuevo. Ya sabía todo sobre Erec y los
nacidos del bosque y el Devorador. Ya sabía que estaban indefensos.
Rachelle cerró sus ojos y dejó que Erec se la llevara.
|
Traducido por LizC

Corregido por Mari NC

E rec los condujo por el Château, y fue casi como andar en el Bosque.
Sangrando por los pasillos de mármol, Rachelle vio caminos
laberínticos entre árboles cuyas ramas se entrelazaban juntas por
encima de sus cabezas hasta que parecían una sola planta. Las aves llamaban con
gorgojeantes voces medio-humanas. El viento clavaba sus dedos en su cabello,
escociendo en sus ojos.
El brazo de Erec se mantuvo por encima de sus hombros. Se sentía cálido,
sólido, humano. Sin embargo, durante todo el tiempo que lo había conocido, nunca
había sido humano. Ella sintió que su mano acunaba su hombro derecho. Él le había
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dado el cuchillo con esa mano, había envuelto sus dedos alrededor de la empuñadura y
le dijo que cortara profundo.
Un mes más tarde, él le había dado la fuerza para proteger a las personas
cuando le enseñó a vivir.
La caminata duró sólo unos minutos; luego se inclinaron para pasar bajo un arco
en las raíces de un árbol monstruoso, y al otro lado estaba el estudio de Erec,
extrañamente radiante y libre del Bosque. De repente, uno solo de los nacidos del
bosque estaba con ellos, y ahora parecía como un pequeño sirviente de cara pálida que
agarraba el brazo de Armand con sus dedos regordetes.
—Llévalo a un lugar seguro y mantenlo allí —dijo Erec—. Mi señora y yo
tenemos algunas cosas que discutir.
Ella no miró a Armand mientras era sacado. No lo vio porque estaba aterrorizada
de lo que vería en su rostro, pero también porque sabía que cuanto menos Erec
pensara que se preocupaba por él, mejor para los dos.
—Entonces —dijo ella cuando la puerta se hubo cerrado—. ¿El rey sigue siendo
humano?
Erec rio.
—Oh, es bastante humano. Y un gran tonto. Piensa que vamos a darle eterna
juventud y crearle un ejército de vinculados de sangre.
—¿Lo harás?
—Estamos construyendo un ejército —dijo—. Conociste a uno de ellos. La
perfecta hambre sin sentido hace los mejores sirvientes, ya sabes. Pero me temo que el
rey no vivirá para usarlos.
A estas alturas no debería estar sorprendida, pero sus palabras aun así hicieron
que su aliento tambaleara.
—Aquella mujer —dijo—. En la cafetería…
—Escapó de nosotros, sí, y encontró su camino de regreso a esos descontentos
idiotas. Pero ese nido, por lo menos, lo limpiamos al día siguiente.
Rachelle no necesitaba preguntar qué significaba “limpiar”. Recordó a la hija
llorando, el marido que la había llamado asesina. Erec los había matado.
Probablemente mientras Amélie había estado aplicando colorete en su cara.
—Si eres tan poderoso —preguntó—, ¿por qué necesitas el permiso del rey?
—Debido al vínculo que aquellos niños entrometidos pusieron sobre nuestro
|

amo. No podemos marcar a nadie de la casa real sin el permiso de otro que tenga el
Don Real. —Él le sonrió—. Un problema que no encontré contigo.
—Mataste a mi tía —dijo ella, su voz raspando en su garganta como el cristal
roto.
—No, mi señora, tú lo hiciste.
Ella se estremeció un paso atrás.
—Erec, ¿por qué haces esto? No puedes… no puedes realmente querer…
Tenía la misma expresión divertida superior que siempre tenía cuando lograba
impresionarla.
—¿Qué? ¿La Noche Eterna? Le doy la bienvenida.
—Pero todas esas veces que cazamos engendros del bosque juntos… me
enseñaste a proteger a las personas.
—No, mi señora, te enseñé a vivir. —Su voz fue ligeramente burlona—.
Proteger a las ovejas de este mundo era tu herejía en mi doctrina.
—Y al enseñarme a vivir —dijo con amargura—, eso era sólo para que fuera de
utilidad para ti, ¿no?
—No —dijo—. Yo te amo, mi señora.
Ella resopló.
—Como un lobo ama su carne.
—Oh, no —dijo—. Fui a tu aldea para matarte y a tu tía también, porque se
rumoreaba que vigilaban a Durendal. Pero luego hablé contigo y fuiste tan valiente, y
me enamoré de ti. —Él dio un paso hacia ella y ella dio un paso atrás, chocando contra
su escritorio—. Observa lo amable que he sido contigo. Dejé que decidieras convertirte
en una vinculada de sangre. Dejé que eligieras hacer el amor conmigo.
—¿Y si no lo hubiera hecho?
—Los podrían-haber-sido son para los poetas. Lo que importa es que me
elegiste. Y yo te he elegido para gobernar a mi lado.
Recordó su voz en el Bosque: te traigo buenas nuevas de gran gozo.
—Así que traes al Devorador de vuelta —dijo ella—, cae la noche para siempre,
y entonces… ¿seremos coronados rey y reina de los nacidos del bosque? Sospecho que
hay unos más viejos que podrían tener prioridad.
|

—Oh, sin duda. Pero la monarquía no es lo que busco. —Él siguió adelante,
acariciando su cuello—. En primer lugar, oscuridad. El sol y la luna son devorados del
cielo, y todo el regordete mundo satisfecho gritará de horror. Eso es lo que tus santos
también sueñan, ¿no es así, el juicio sobre los complacientes? Después: La Cacería
Salvaje. No más reverencias a los santurrones, los débiles y los soberbios. No más
miedo y culpa. Montamos los corceles de noche y cazamos a la raza humana. Cuando
hayamos tenido nuestra ración de caza, entonces vendrán los bailes, las danzas
estrelladas eternas. Y finalmente… —Él plantó una mano en el escritorio a cada lado de
ella—. Por último, en los largos silencios secretos, tú y yo juntos. Un mundo sin fin,
amén. ¿No es ese un paraíso digno de un poco de sangre, mi señora?
Nada de lo que dijera haría una diferencia. La persona a la que, no había amado,
exactamente, pero había considerado su amigo, nunca había existido. Lo único que
podía hacer era convencer a este nacido del bosque de que ella estaba indefensa y
resignada, y esperar la oportunidad de escapar.
Respiró lentamente y le preguntó:
—¿Por qué soy ahora tu señora en vez de una “niña”?
Él sonrió, pensando claramente que estaba empezando a conquistarla.
—Porque en otro tiempo fuiste una niña protegida. Pero tomaste el cuchillo.
Fuiste lo suficientemente valiente para enfrentarte a la oscuridad. Y te hiciste fuerte.
Cuando ella tomó el cuchillo, fue lo más débil que había sido nunca.
—La eternidad en el Bosque —dijo ella—. ¿Alguna vez te hice pensar que quería
eso?
—Creo que puedo hacer que lo quieras.
Entonces la besó.
Él era un monstruo. Pero su cuerpo todavía sabía cómo desearlo. Por supuesto
que sí; su cuerpo había sido vaciado, llenado y transformado por el poder del Bosque.
¿Cómo podía evitar el hambre ante su creador?
Si quería alguna oportunidad de ayudar a Armand, tendría que seguirle el juego
a Erec. Y eso iba a ser fácil.
No podía soportar la idea de pensar en eso. Así que ella le devolvió el beso y no
pensó.
Entonces alguien llamó a la puerta.
Con un suspiro, Erec la soltó.
|

—Nunca termina —dijo, y se fue a la puerta. La persona fuera habló en voz baja
de modo que ella no pudo escuchar, y Erec respondió del mismo modo en voz baja.
Rachelle no estaba escuchando con mucha atención de todos modos. Ella se
agarró a los bordes del escritorio y se quedó mirando el suelo. Se sentía como en una
burbuja, un pequeño destello envuelto alrededor de la nada.
—Por desgracia, el deber llama —dijo Erec, volviendo a ella—. Pero primero,
tengo un regalo para ti. Algo para mantenerte ocupada esta noche, y consolarte por
toda la eternidad. Ven.
Rachelle se alejó del escritorio. Mañana, pensó aturdida. Y para siempre. Si no
encontraba una manera de detener el Devorador, ella se convertiría en una nacida del
bosque, e iba a vivir para siempre con nada más que esto. Placer y desesperación.
—No te veas tan triste —dijo Erec—. Estás a punto de tener todo lo que
siempre quisiste.
Cuando Rachelle lo siguió por los pasillos, trató de pensar en una salida. Si
pudiera hablar con Armand de nuevo, él podría decirle dónde había escondido a
Joyeuse. Pero no sabía dónde estaba, e incluso si lo hacía, él estaba bajo guardia. Ella
nunca había sido lo suficientemente fuerte como para derrotar a Erec, cosa que tenía
sentido ahora que sabía que él era un nacido del bosque por completo, y el nacido del
bosque resguardando a Armand ahora era probablemente aún más fuerte.
Al menos no tenía que dormir con Erec otra vez. Esta noche. Si el Devorador
regresaba y la noche caía para siempre…
No. Ella no iba a vivir de esa manera. Si la Noche Eterna caía, entonces Armand
estaría muerto y Erec no tendría nada para utilizar en su contra. Lucharía con cada
aliento de su cuerpo, lo obligaría a matarla, y antes de morir, al menos ella lo haría
sangrar.
Erec la llevó a un rincón de poco uso en el Château. Abrió la puerta de un
pequeño almacén, y de repente Rachelle no pudo moverse.
Ya que Amélie estaba agazapada en un rincón.
Ella levantó la cabeza lentamente. Sus ojos estaban hinchados y tenía un
moretón en la mejilla. En su otra mejilla había una estrella de tinta negra.
No, pensó Rachelle, no.
—¿Eres de verdad? —preguntó Amélie en voz baja y ronca. Tenía las mejillas
encendidas.
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Era la fiebre, notó Rachelle: ésta golpeaba a algunos vinculados de sangre


cuando eran marcados por primera vez. La fiebre, los calambres, el delirio, como si la
mente y el cuerpo por igual se rebelaran contra lo que había sucedido. No le había
ocurrido a ella, pero había oído hablar de eso.
—Sí —susurró Rachelle. La palabra fue poco más que un suspiro en su
respiración anudada, pero sirvió para romper la parálisis; ella se lanzó hacia delante y
agarró los hombros de Amélie.
Un regalo.
—No me siento bien —susurró Amélie.
—Está bien —dijo Rachelle, pero nada iba a estar bien otra vez.
—Padre, no me siento bien. —Amélie cerró los ojos, luego los volvió a abrir—.
Está todo mal. Las flores. Están todas mal.
¿Era el delirio, o estaba empezando a ver el Bosque?
—Acuéstate —susurró Rachelle, y la ayudó a acostarse con su cabeza en el
regazo de Rachelle.
—Cuando fue marcada, fue más valiente que algunos otros —dijo Erec—. Creo
que lo va a hacer muy bien como uno de nosotros. Asegúrate que asesine a alguien de
inmediato mañana; no se sabe lo que el regreso de nuestro Señor va a hacer a la marca,
y si ella está renuente, ayúdala como yo lo hice por ti.
—Voy a matarte —dijo Rachelle, su voz baja y áspera.
—Cuando la oscuridad haya caído y nuestro Señor gobierne todo el mundo, me
vas a dar las gracias por conservar a tu amiga, mi señora. —Ella lo sintió plantar un beso
en la parte posterior de su cabeza—. Hasta mañana —le dijo, y luego se fue.
—No te vayas —le susurró Amélie—. Duele.
—Lo sé —dijo Rachelle—. Lo siento. Lo sé.
Amélie se aferró a los dedos de Rachelle, y ella le devolvió el apretón. Si ella no
hubiera continuado su amistad con Amélie, si no la hubiera dejado venir al Château,
nada de esto habría sucedido nunca.
—Lo siento —dijo Rachelle una vez más, cuando el delirio empeoró y Amélie
empezó a sollozar—. Lo siento.
Todo lo que pudo pensar, durante toda la noche, fue: Erec morirás por esto.
|
Traducido por Lalaemk

Corregido por Mari NC

U n poco después del amanecer, Amélie finalmente cayó dormida por


completo. Rachelle gentilmente la quitó de su regazo para colocarla
en el suelo, y luego le apartó suavemente el pelo de su cara. La marca
en la mejilla de Amélie era como una gran araña negra.
Rachelle había estado enojada cuando se enteró de lo que le habían hecho a
Armand. Pero siempre lo había conocido como parte de su mundo. Cuando pensó que
él era un mentiroso cuando supo que era un mártir, siempre había sido una persona
que pertenecía a esta maraña de muerte, sombras y precios terribles.
Amélie era una simple chica humana que había sido amable y lo suficientemente
|

valiente para hacerse amiga de una vinculada de sangre. Y por ello se iba a convertir en
uno de ellos. Habló tan felizmente de cómo su arte la hacía sentir que estaba
complaciendo a Dios, y ahora tendría que convertirse en una asesina o morir. La
garganta de Rachelle se cerró con furia.
Sus ojos se sentían ásperos e hinchados. Había una jarra en la esquina de la
habitación; se echó agua en los ojos, entonces se dio cuenta de que su cara aún estaba
manchada con los cosméticos que había usado para cenar con Erec y el rey. Su
estómago le dio un vuelco, y se talló hasta que su rostro se sintió limpio.
Aseguró su espada. Y verificó todos sus cuchillos.
Y entonces fue a matar a Erec.
No sabía dónde estaba él, pero no importaba. Simplemente siguió el hilo rojo, y
este la guio a través de los pasajes del Château, al cuarto de prácticas para los guardias.
Oyó risas, el choque de acero contra acero. Caminó por la puerta, y ahí estaba Erec.
Acababa de terminar el combate contra dos guardias a la vez, y ahora estaba riendo, y
mirando con aire satisfecho mientras los palmeaba en los hombros.
—Erec d’Anjou. —La voz de ella sonó rasgada, fuerte y clara.
Sus ojos encontraron los de ella y se inclinó ligeramente.
—Mi señora. ¿Le gustó su regalo?
Él sabía que estaba enojada. Lo encontraba sorprendente. Por primera vez, a
ella no le importaba. Sus pies la llevaron a través del amplio espacio de la sala de
práctica; ella oyó sus botas golpear contra el piso, pero se sentía como si estuviera
flotando.
—Erec d’Anjou —dijo mientras se acercaba. Sus dedos encontraron la cadena
de oro del rubí y lo arrancó de su cuello—. Oficialmente renuncio como tu amante. —El
rubí tintineó mientras rebotaba en el piso—. Y te reto a un duelo. Destruiste a mi más
querida amiga, y demando satisfacción.
Él levantó una ceja.
—¿Esto es así?
Ella sacó su espada.
—Puedes defenderte. O puedes mantenerte quieto mientras te rebano. Tres.
Dos.
La espada de él susurró mientras la sacaba de la vaina.
|

—Uno. —Saludo él—. Rompes mi corazón, mujer.


Ella se lanzó.
Erec le respondió con la misma velocidad y gracia que siempre había tenido.
Pero ella ya no tropezaba con miedo o humillación anticipada. Su espada encontró la de
él, la movió hacia un lado, y la echó hacia él. Él tuvo que ceder terreno. Entonces él
atacó otra vez, y casi la toca; ella se echó al suelo, rodó, y se levantó con un cuchillo que
le echó a la espalda.
Él se dio la vuelta, y su espada lo lanzó a un lado.
—Eso es trampa, mi señora.
Ella no respondió. No le importaba. Sacó uno de sus cuchillos más largos y lo
atacó nuevamente, con las dos manos. Sus espadas se arremolinaron y resonaban una
contra otra, y luego su cuchillo serpenteó hacia delante y le contó la mejilla a él.
—Un punto —dijo ella.
La sonrisa había dejado el rostro de Erec. Él sacó su propia espada, y por unos
pocos momentos giraron en círculos. Entonces él atacó otra vez.
Ella le correspondió. Era como respirar. Como bailar, y ahora que había
encontrado el ritmo, no sabía cómo no lo había hecho antes. Su corazón latía con
fuerza. Su cuerpo cantaba. Se sentía como si el bosque estuviera desatándose en su
interior, los árboles brotando y elevándose en la noche, y la cacería estaba corriendo a
través de ella, el lobo cazando al venado y el sabueso rompiendo al conejo en sus
mandíbulas.
Su espada lo apuñaló en el hombro.
—Dos puntos —dijo ella, una sonrisa salvaje tirando de su boca, y ella lo
entendió. Esta era la razón por la que él siempre había sido mejor. Él siempre había sido
el más despiadado. Alimenta al Bosque dentro de ti con sangre, y este te alimentará de
vuelta.
Ahora ella estaba lista para derramar toda la sangre en el mundo.
El único sonido era su respiración entrecortada, el golpe de sus pies, el choque
de las espadas. Erec logró cortar la mejilla de ella, pero entonces ella estaba cerca y
cortó su costado con el cuchillo.
—Tres puntos —dijo ella, y tiró del cuchillo.
Erec gruñó, tambaleándose hacia atrás.
|

—Y aún —gruñó—, aún no estoy muerto. Tienes que esforzarte más, mujer.
Rachelle hizo girar su cuchillo.
—Entonces ven a mí.
Ella podía ver los árboles fantasmas a su alrededor. Su cuerpo estaba hecho de
luz, su sangre estaba hecha de fuego. El aire era vino en su garganta. Y ahí fue cuando
se dio cuenta: se estaba convirtiendo en una nacida del bosque. Justo aquí y ahora.
Se sentía glorioso.
Erec atacó. Pero el duelo había cambiado. Él ahora estaba enojado, y
desesperado. Estaba comenzando a sentir miedo. Y ella supo que iba a ganar.
Ella cortó nuevamente su cara. Y su mano. Y su hombro. Él iba a morir. Iba a
cortarlo en pedazos justo aquí, ella iba a lamer la sangre de su cuchillo, y sí, entonces se
convertiría en una nacida del bosque. Recordó haber jurado que preferiría estar muerta
y maldita, pero ya no le importaba. Amélie iba a morir, y lo único que importaba era
hacer pagar a Erec.
Él se tambaleó hacia atrás y levantó su mano, apretando alrededor del hilo.
Sintió la quemadura de respuesta alrededor de su dedo, pero apenas era doloroso.
—Eso ya no es suficiente —dijo ella—. Tendrás que pelear conmigo si quieres
ganar.
Ella pudo verlo en su rostro cuando él decidió apostarlo todo en una estocada
final. Ella corrió hacia él. Entonces sacó nuevamente su espada. Él estaba vacilando
sobre sus pies; ella lo pateó hacia el suelo, se arrodilló sobre él, y presionó la espada
contra su garganta.
Él era un nacido del bosque, y sanaría de todas las heridas que le había hecho.
Pero no sanaría una vez que cortara su cabeza.
—¿Algunas últimas palabras, d’Anjou?
Él escupió sangre y dijo:
—Puede… que quieras mirar a tu alrededor.
Miró hacia arriba. A unos pocos pasos lejos estaban dos nacidos del bosque, uno
de ellos el de cara pálida que había visto anoche. Pero ahora podía ver más allá de sus
rasgos humanos, a las caras inhumanas quemando con un poder aterrador.
Y entre ellos sostenían a Armand.
|

—Déjalo ir —dijo el nacido del bosque que había estado con ellos anoche—. O
este muere
Anoche, eso hubiera sido suficiente para controlarla.
Ella sonrió.
—Adelante. Él ya ha elegido ser un mártir.
—Rachelle. —La voz de Armand era tranquila, pero llegaba a través de la
habitación y se clavó en su corazón—. Por favor detente.
—Él marcó a Amélie como una vinculada de sangre. Sabes lo que significa. ¿Y
ahora tú quieres que lo perdone?
—Debe haber cincuenta nacidos del bosque en Château en este momento. Lo
matas, te matan, y no queda nadie más para detenerlos.
—No me importa —dijo ella—. Si Amélie no es parte de este mundo, no veo
razón para salvarlo.
—No quieres decir eso —dijo Armand—. Sabes que siempre has querido salvar a
todos. Es sólo una venganza asesina.
—He sido una asesina por tres años —gruñó—. Y ahora soy un monstruo. ¿No
puedes ver que me estoy convirtiendo en una nacida del bosque en este momento?
Las sombras de árboles surgían desde el suelo a su alrededor, extendiendo
ramas y hundiendo raíces. Podía sentir su cabello a la deriva con el viento fantasmal.
—Sí, —dijo Armand.
—Sabes lo que eso significa. Cuando la gente se convierte en nacidos del
bosque, pierden sus corazones. Pierden sus almas.
Su cabeza estaba comenzando a punzar. Su sangre quemaba. No sería fuerte
por mucho tiempo; pronto, el cambio se apoderaría de ella.
—No importa lo que haga ahora —dijo ella—. Olvidaré como amar en una hora.
Nunca salvaré a alguien otra vez, ¿entiendes?
—No creo eso —dijo Armand—. No creo que no tengas opción.
—Nunca hay opción alguna en el Bosque.
—Rachelle. —Él encontró su mirada—. Encenderé una vela por ti en la Capilla de
la Virgen, ante la estatua de la Dama de la Nieve. Para que no haya manera de que te
|

pierdas a ti misma.
Ella casi gruñó, ¿Crees que una oración es todo lo que se necita para salvarme?
Pero se dio cuenta de que él aún la miraba con una intensidad aterradora.
Armand supo que escuchar acerca de sus oraciones no la haría cambiar de idea.
Y no había razón para ser específico acerca del lugar donde encendería una vela…
A menos que estuviera intentando decirle el lugar donde había escondido a
Joyeuse.
Él era el peor tonto de toda la creación. Él sabía que ella se estaba convirtiendo
en una nacida del bosque. Sabía que si los nacidos del bosque conseguían a Joyeuse, la
destruirían, y entonces no había más esperanza en detener el Devorador, nunca. Y
estaba apostando todo en la esperanza de que haría lo que ningún nacido del bosque
había hecho, mantener su alma.
No era solo una apuesta. Era un soborno, amenaza, y oración, todo a la vez. Si
ella quería venganza, si quería salvar a alguien, si quería salvar su propia alma, entonces
no podía negarle una oportunidad a Joyeuse. Él era el más tonto de toda la creación, y
ella nunca lo había amado tanto.
—Tal vez olvidarás —prosiguió Armand—. Hoy me convertiré en el Devorador,
lo más probable, y sólo Dios sabe cuánto quedará de mi alma. Pero tú no tienes que
perderte ahora. ¿Crees que Amélie te agradecerá eso?
Amélie tampoco le agradecería convertirse en una nacida del bosque. Pero tan
pronto como pensó en Amélie, recordó su pintura del rostro de Rachelle en una obra
de arte y que dijo: La pregunta es, ¿eres lo suficientemente valiente?
Y se dio cuenta que no iba a matar a Erec. No mientras Armand la estaba viendo
y apostaba todo a ella. Y no mientras el recuerdo de Amélie aún estuviera en su
corazón.
Ella tiró a un lado su espada. Se puso de pie, porque miles de hojas estaban
susurrando contra su piel, y supo que no le quedaba mucho. Quería despedirse de
Armand. Quería decirle que lo amaba mientras tuviera posibilidad que aún fuera
verdad.
Pero ella usó toda su fuerza en dejar caer la espada. Las hojas en su piel se
quemaban, y entonces sus piernas cedieron.
—¡Rachelle! —gritó Armand, y ella pensó: Te amo. Te amo. Trataré.
Lo último que ella vio fue a Erec inclinándose sobre ella.
|

—Dulces sueños, mi señora. Tú corazón humano ha latido por última vez.


Traducido por Otravaga

Corregido por Mari NC

R
achelle estaba en el bosque muerto, caminando hacia la cabaña
con techo de paja con huesos.
Sus ojos ardían y escocían con lágrimas. Su garganta dolía
como si hubiese estado gritando. Sabía que había una razón por la que había luchado
por evitar esta casa, pero su corazón era un pedazo de carne en su pecho y toda su
agonía había sido gastada.
Esto es todo, pensó mientras daba un paso hacia adelante. Esto es todo.
Levantó la mano; vio recuerdos desconchándose de ella en pequeños trocitos
|

translúcidos como una gasa revoloteando lejos con la brisa. Podía sentirlos
desprendiéndose de sus manos, de su rostro; estaban revoloteando en su cabello y
soltándose.
Su pie aterrizó en el umbral de madera. La madera se movió con un crujido, y
sabía que el sonido debería enviar un rayo de terror a través de ella, pero ya no
quedaban sentimientos en ella.
La manija de la puerta estaba fría bajo su mano.
La puerta se abrió de golpe.
Dentro había un cuarto de madera desnuda salpicado de sangre. Rachelle se vio
a sí misma yaciendo muerta en el centro, sangrando de herida tras herida.
Y se vio a sí misma de rodillas sobre el cuerpo con un cuchillo.
La otra Rachelle levantó la cabeza, y ahora por fin su corazón era capaz de latir
de nuevo por el terror, pero ya era demasiado tarde, demasiado tarde, demasiado
tarde…
—Por fin viniste a casa —dijo su otro yo. Se levantó y aferró las muñecas de
Rachelle, y no había nada salvo sus ojos oscuros y el frío y la oscuridad y el frío.
ntonces se despertó.
Y supo que su corazón se había ido.
La rica luz solar del atardecer brillaba en su rostro. Estaba tumbada en la cama
de Erec, encima de la colcha de seda.
El Gran Bosque murmuraba en su mente, una infinita canción susurrada. Y sin
embargo, su mente se sentía más clara y fuerte de lo que nunca antes lo había hecho.
Podía sentir la pequeña ausencia dulce y salada en su interior, donde su corazón
solía estar. Podía sentir el hueco, pero no era real. Nada de lo que había sentido alguna
vez como humana, ni una de sus culpas y penas, nunca había sido real. Era libre de todo
eso ahora, y era maravilloso.
No había nada salvo la ausencia donde su corazón había estado. Nada salvo la
diminuta, hermosa e infinita ausencia que la haría llorar y gritar si le quedara alguna
lágrima o grito.
No. Eran sólo los humanos los que querían significado y esperanza. Ella era una
nacida del bosque, y no necesitaba esas ilusiones.
|

Rachelle se levantó de la cama y se estiró, lista para correr, y bailas, y matar, y


cantar.
Su mano izquierda dolía, y miró a la minúscula cicatriz blanca. Por primera vez
desde que podía recordar, eso no la hacía querer llorar. El dolor que sentía era
puramente físico y completamente irrelevante.
Pero entonces el malestar se convirtió en una punzada de dolor que la puso de
rodillas. Peor aún, sus ojos ardían con lágrimas absurdas. Buscó frenéticamente por la
relajada desesperanza de un momento antes. Esto no era nada, no significaba nada…
La brocha de Amélie colocando maquillaje suavemente por su rostro. Armand con
hilo de tejer entre sus dedos plateados. La tía Léonie besando su mejilla.
Los recuerdos no se detenían. Su mente era como un trompo girando que
repetía nada nada no importa una y otra vez, pero ahora la parte de arriba había
quedado fuera de equilibrio y se estaba tambaleando violentamente, de ida y vuelta
entre la indiferencia y el frenético amor afligido.
No tienes que sentir esto. No tienes que amarlos.
La idea le vino a la cabeza tan claramente como si alguien le hubiese hablado.
Rachelle se enderezó, la tormenta en su mente amainando. De repente era muy
consciente de tener una última opción.
Ya no podía sentir más nostalgia por amar a la gente que había conocido. Pero
recordaba la voz de Armand: Tal vez es sólo eso, una vez que están tan profundamente
en el poder del Bosque, no quieren recordar amar a alguien.
Su mano se apretó alrededor del dolor de la cicatriz.
Era como tratar de tragar vidrio roto o hacer latir su corazón al revés. Pero
pensaba en la tía Léonie, en Amélie, en Armand. Recordaba sonreírles, preocuparse por
ellos, ¿qué pensarían de mí ahora…?
Y se acabó. Había lágrimas en su rostro y ella estaba sin aliento, agachada en el
suelo junto a la costosa cama de Erec.
Yo los amo, pensó, y las palabras se sentían entumecidas pero verdaderas. Soy
una nacida del bosque, y los amo.
Todavía podía oír al Gran Bosque cantando en el fondo de su mente, triunfante,
negado y sin miedo. Si lo escuchaba, lo quería, sabía que podía dejar que barriera su
mente de nuevo.
|

Con una respiración lenta, se puso de pie. Su sangre vibraba, lista para una
pelea.
Soy Rachelle Brinon. No escuché a mi tía cuando me dijo que me quedara en el
sendero y salvara mi propia vida. Que me condenen si voy a escuchar al Bosque ahora.
Ya no se sentía débil o inestable en lo más mínimo mientras se dirigía a la puerta.
Entonces la abrió y vio a Erec sentado en su estudio.
Él levantó la mirada. No había tiempo para el miedo. Rachelle pensó en cómo la
luz del sol se había vertido haciendo eses a través de su piel, y le permitió darles un
ritmo a sus pasos mientras se dirigía hacia la habitación.
Él estuvo de pie en un instante.
—Mi señora.
Ella le devolvió la sonrisa.
—Mi señor.
Él torció el dedo, y ella sintió la compulsión que envió a lo largo del hilo que los
unía, pero caminó hacia adelante por su propia voluntad hacia sus brazos.
—¿Estás reconciliada con tu destino? —preguntó.
—Sí —dijo, y no era una mentira. Sabía cuál era su destino y cómo iba a usarlo, y
ni una sola parte de ella se rebelaba contra eso.
—Me hiciste trabajar duro por tenerte. —Sus dedos trazaron su rostro. Todavía
podía sentir su antigua lujuria por él. Podía sentir, también, la atracción del vínculo
entre ellos. Ahora que podía notar la diferencia, ambos eran menos aterradores.
—¿Estarías satisfechos con menos? —preguntó—. ¿Qué necesitas que haga?
—Bésame —dijo, y ella le dio un rápido beso en la mejilla.
Él rio.
—Me alegra que no hayas perdido tu actitud desafiante.
—Te haré alegrarte todavía más esta noche —dijo—. En este momento, voy a
correr por los jardines.
Esperaba que se opusiera. Que primero exigiera más sumisión de su parte. Pero
él se limitó a sonreír y dijo: “Como quieras”, y un momento después ella estaba
corriendo suavemente por el pasillo.
|

Por supuesto que no se dirigió a los jardines. Fue directamente a la Capilla de la


Virgen, que estaba dedicada a la Santísima Virgen. Había sido construida en
cumplimiento de la promesa de algún rey unos cientos de años atrás, pero desde
entonces se había convertido en no sólo una capilla sino también en el depósito de
diversos tesoros reales. Así que a diferencia de la capilla mayor, había guardias.
Rachelle se acercó a ellos sin temor; la conocían, así que no la atacarían hasta
que les diera un motivo.
Sueño, pensó. Oscuridad. Y el poder floreció en sus palmas, formando grandes
flores negras como la noche que sólo ella podía ver.
—Buenas tardes —dijo cuándo atrajeron su atención.
—Buenas tardes, Mademoiselle —dijo uno de ellos, y luego Rachelle atacó, sus
manos saliendo de repente para estrellar las flores invisibles en sus rostros. Ellos
cayeron al instante, y ella pasó por encima de sus cuerpos y se dirigió al interior.
La Capilla de la Virgen no tenía ordinarios excesos de hojas doradas y querubines
retorciéndose: sólo pilares de mármol blanco, y delgadas filigranas plateadas
incrustadas en el suelo de mármol. Era un lugar de silencio y sombras azules, que
hacían a la pintura sobre el altar todavía más discordante. Era como el retrato
sangriento de la Aurora que había flotado sobre la audiencia de Armand, pero aún
peor. No sólo mostraba a la Aurora como un montón de extremidades separadas a
machetazos; sino que las extremidades estaban sangrando, torcidas, deformadas. Las
manos contraídas, los tendones abultados. El rostro estaba retorcido en agonía. Las
piezas estaban ubicadas en una espiral, como un grito con forma dada.
Pero Rachelle tenía un objetivo diferente. Se volvió hacia el altar lateral, donde
yacía la estatua de la Santísima Virgen. Aquí era representada como la Señora de las
Nieves, vestida toda de blanco, con las grandes alas de águila que le habían sido dadas
para viajar a las montañas y esconderse de los soldados del Imperio mientras que ella
daba a luz a la Aurora. A sus pies había una multitud de velas, junto con flores, cadenas
de oro, pulseras y aretes: lo que la gente veía en condiciones de dejar como ofrendas.
No había espada.
Rachelle perdió varios minutos buscando en todos los rincones y grietas
cercanas e intentando levantar adoquines. Entonces recordó cómo Joyeuse se había
transformado y cambiado de forma para dejar que Armand la sostuviera.
En las historias, Joyeuse había sido hecha de un solo hueso.
Se inclinó más cerca de la pila de ofrendas, entrecerrando los ojos a la luz de las
velas. Y entonces lo vio: un pequeño hueso blanco del dedo, encajado entre dos velas.
|

Se puso sus guantes de cuero y lo alcanzó.


Incluso a través del guante, era como tocar hierro caliente. Su mano se apartó
antes de que ella siquiera se hubiese dado cuenta plenamente de lo que estaba
sintiendo. Se le ocurrió que si no hubiese dejado a los guardias inconscientes, tal vez
podría haberlos intimidado o engañado para mover el hueso por ella. Pero supuso que
habría tenido que tocarlo tarde o temprano.
Sostuvo las manos a lo largo de Joyeuse por un largo momento —vaciló— y
luego se apoderó de ella.
Ésta cambió en su agarre, convirtiéndose de nuevo en la espada. La agonía al
rojo vivo quemaba sus brazos. Aun así, ella se volvió y logró caminar la mitad del
camino hacia la puerta antes de que sus manos simplemente no la sujetaron más.
Joyeuse cayó ruidosamente al suelo, y tras un momento de vacilación, Rachelle cayó de
rodillas.
Se dio cuenta de que había lágrimas bajando por su rostro: lágrimas de dolor,
pero también de frustración. Contra todo pronóstico, ella había sobrevivido a la
transformación a una nacida del bosque con su mente y su corazón intactos. Había
engañado a Erec y conseguido a Joyeuse. Y ahora iba a fallar y todo el mundo caería en
la oscuridad, sólo porque ella no era lo suficientemente fuerte.
Pensó en Armand hace seis meses, sangrado solo y todavía capaz de contener al
Devorador, y alcanzó de nuevo a Joyeuse.
La voz del obispo Guillaume sonó:
—¿Qué asunto puede tener una vinculada de sangre en la casa de Dios?
En un instante, ella estaba de pie. Porque en la puerta estaban el obispo y
Justine.
—No una vinculada de sangre —dijo Justine, su rostro contraído con aversión—
. Una nacida del bosque.
Todo lo que había sentido por él antes, ahora lo sentía diez veces más: rechazo y
desconfianza hasta lo más profundo de sus huesos. Sus dedos se tensaron con el deseo
de matar.
Como en respuesta, la mano de Justine fue a su espada.
Y Rachelle recordó por qué estaba allí, y que si luchaba contra ellos, Erec y los
demás nacidos del bosque probablemente se darían cuenta. Se preguntarían qué
estaba haciendo en la capilla, y eso sería el fin de todo.
|

El problema era que el obispo y Justine seguramente iban a luchar contra ella.
Era una nacida del bosque en la casa de Dios. ¿Quién no trataría de detenerla?
El obispo dio un paso hacia adelante, y Rachelle hizo lo único que podía pensar.
Se puso de rodillas y dijo:
—Bendígame, Padre, porque he pecado. Han pasado tres años desde mi última
confesión.
Hubo un breve y frágil silencio. Ella vio el terror destellar en su adusto rostro.
Creo que recibió más de lo que pidió, pensó con lúgubre humor. Supongo que ahora
descubro si realmente cree en lo que predica.
Su estómago se enroscó. ¿Qué había estado pensando? Estaba de rodillas ante
el hombre que la odiaba y que ella siempre había odiado. Iba a morir de rodillas, porque
¿quién le creería a un monstruo? ¿Y quién se negaría a matarlo?
Erec se reiría.
Entonces el obispo intercambió una mirada con Justine. Ella asintió y dio un
paso atrás, fuera de la capilla. Y él tomó el último paso hacia adelante y dejó caer su
mano sobre la parte superior de la cabeza de Rachelle.
Ella se estremeció. Pero él dijo:
—Que el Señor esté en tu corazón y en tus labios.
El corazón le dio un vuelco. Sus labios no se movían.
Era la peor burla de arrepentimiento el decir estas palabras, simplemente para
que pudiera confiar en ella. Era la peor burla a la tía Léonie el pensar que alguna vez
podría estar lo suficientemente arrepentida como para ganarse el perdón. ¿Quién se
creía el obispo que era, para actuar como si supiera que ella podía?
Y entonces pensó: Admítelo. Más que todo, estás humillada por hablar de tus
pecados delante de alguien que has despreciado.
Así que se obligó a mirarlo.
Su mano no había caído de su cabeza. Rachelle podría, si quisiera, aferrar su
muñeca, tirar de él hacia abajo, y romper su cuello antes de que Justine pudiera
intervenir.
Su boca era una dura línea; sus fosas nasales estaban dilatadas. Se dio cuenta de
que él también tenía miedo.
—Yo confieso…
|

Las palabras eran como dos peñascos moliéndose juntos. Ella cerró los ojos.
Háblale de tus pecados a Dios, le había dicho una vez el cura del pueblo. El sacerdote sólo
es su mensajero. Así que habló con el Dios en la pintura detrás de ella, tan feo como su
propia alma y tan atormentado como la tía Léonie.
—Yo confieso ante Dios todopoderoso y ante usted, Padre, que acepté el pacto
de un nacido del bosque para convertirme en una vinculada de sangre.
Su rostro ardía. Sus palabras eran peñascos y se estaba quedando encerrada
entre ellos.
—Esta mañana traté de asesinar a alguien que le había hecho daño a mi amiga,
y… y luego acepté la transformación a una nacida del bosque.
Las palabras eran desordenadas, insuficientes. Hacían que todo lo que había
hecho sonara tan estúpido. Pero también mucho más pequeño, y las palabras
empezaron a caer más y más rápido.
—He mentido, y en mi camino a Rocamadour, robé alimentos y dinero. Me
acosté con Erec d’Anjou. No he asistido a la capilla en tres años. Maté a una mujer que
se había vuelto loca cuando se transformó en una nacida del bosque. He matado a los
enemigos del rey, pero siempre por una buena razón. He dicho cosas muy crueles. Para
sellar mi pacto con el nacido del bosque, maté a mi propia tía. Le rajé la garganta y la
maté. Porque ella estaba terriblemente herida y quería ahorrarle el sufrimiento, pero
también porque yo quería vivir. La maté.
Entonces no hubo sonido salvo su respiración.
—Para su penitencia —dijo el obispo, finalmente—, diga tres rosarios, uno por
cada año de su vida pecaminosa, y ofrézcalos por las personas que ha lastimado.
—Eso no es ni remotamente suficiente —espetó.
—¿También necesita confesar sus dudas sobre el poder de Dios para perdonar
los pecados?
—Sí —admitió después de unos momentos.
—En ese caso, para su penitencia, diga sólo un rosario.
Rachelle no pudo decir nada a eso. Su garganta estaba demasiado apretada con
tres años de lamento no expresado, y sus ojos ardían con lágrimas contenidas. Se
sentía como si cada centímetro de ella estuviera en carne viva y sangrando.
Pero ahora estaban en la parte de la ceremonia en la que no se suponía que
hablara. El obispo puso una mano en su cabeza y dijo rápidamente:
|

—La Aurora que invita a los comepecados a levantarse y caminar ahora la invita
a levantarse de sus pecados. En su nombre y por su poder yo ordeno y exhorto a todos
los espíritus inmundos a salir de usted, y la libero de todo castigo de excomunión y
vínculo de la interdicción, y la absuelvo de todos tus pecados, en el nombre del Padre, y
de la Aurora y del Paráclito. Amén.
Todos sus pecados, idos así no más. No se sentía aliviada o alegre; se sentía
mareada y confundida, y el Bosque aún zumbaba en sus venas. Se había humillado,
rogado y dicho las verdades más horribles. Y nada había pasado, excepto que un
hombre que una vez la odiaba le había dicho que estaba perdonada.
Abrió los ojos y se puso en pie. El obispo todavía estaba mirándola, con los
hombros tensos, y se dio cuenta de que aún no estaba del todo seguro de que ella no lo
atacaría.
Y sin embargo, la había absuelto.
—Gracias —dijo.
Él la miró un momento más.
—Creo que Mademoiselle Leblanc tenía razón acerca de usted. —Tocó la
puerta, y Justine entró de nuevo.
—¿Y bien? —dijo Justine—. ¿Reconsiderados sus caminos?
—El Rey ha hecho una alianza con los nacidos del bosque —espetó Rachelle—,
de los cuales Erec d’Anjou es uno. Esta noche, van a despertar al Devorador ofreciendo
a Armand Vareilles como sacrificio para ser poseído. Voy a tratar de detenerlos, pero no
sé si pueda. Joyeuse puede matar al Devorador una vez que esté poseyendo un cuerpo
humano de nuevo, así que tienen que sacarla de aquí. Si no puedo detener el sacrificio
—no sé lo que le harían al Château— Joyeuse tiene que estar fuera de su alcance para
que alguien pueda tratar de matar a Armand. Cuando él sea el Devorador. ¿He
mencionado, que tienen que huir? También, Raoul Courtavel está encerrado en algún
lugar en el Château como rehén contra Armand Vareilles.
Ellos dos la miraron un momento.
Entonces el obispo dijo:
—El Devorador es sólo un pagano…
—Él es real. Soy una nacida del bosque, lo sé. Y va a volver esta noche a menos
que lo detengamos. —Aplastó el impulso repentino de decir tuve una visión y la Señora
de las Nieves me lo dijo—. Escuche, sabe cómo es Erec d’Anjou. Incluso si no cree que el
|

Devorador está regresando, crea que Erec piensa que él puede convocarlo de vuelta, y
que destruirá a cualquiera que se interponga en su camino.
El obispo miró a Justine.
—Eso es algo que me gustaría apostar —dijo.
—Usted creyó en mis pecados —dijo Rachelle—. Por favor. Créame en esto.
El obispo la miró fijamente durante un largo momento. Al final dijo:
—Muy bien.
Traducido por Otravaga

Corregido por Mari NC

R achelle caminaba por los pasillos del palacio. Ella ahuecó sus
manos, y pensó: Armand. Encuéntrenlo. Montones de pequeñas
flores azules brillaron en sus manos; las sopló y subieron en espiral
en el aire donde vagaron por un momento antes de arremolinarse hacia la izquierda.
Las siguió. Y se dio cuenta de que había sabido exactamente cómo utilizar el
poder del Bosque para encontrar a alguien. Un escalofrío le recorrió la espalda, pero
siguió caminando.
Había esperado una especie de calabozo húmedo, pero las flores la llevaron al
ala este, donde se alojaban los nobles menos importantes; los pasillos eran más
|

estrechos, y las habitaciones iban desde pequeñas a apenas más grande que un
armario.
Y entonces vio al nacido del bosque con los dedos regordetes parado fuera de
una puerta. Una vez más Rachelle pensó: Sueño, y de nuevo las grandes flores oscuras
florecieron en sus manos. Dio un paso hacia él… y él se dio la vuelta, su apariencia
humana desapareciendo a medida que sacaba su espada. El rostro que quedó atrás era
humano en forma, pero lleno de un hermoso y horrible poder.
Rachelle se agachó y rodó apenas a tiempo para evitar que la cuchilla cercenara
su cabeza. Debería haber sabido que él lo sentiría, pensó, arrancando su espada de su
vaina. Él se abalanzó sobre ella otra vez.
Se sintió como si un rayo quemara su espalda. Todo el cuerpo de ella arremetió,
tan rápido que ni siquiera vio su espada cortarle el cuello. Pero vio el chorro de sangre.
Pareció tardar una eternidad, y aunque su cuerpo estaba ahora tan lento como la miel
fría, consiguió arquearse fuera del camino. La sangre salpicó contra el suelo.
Luego el tiempo era normal de nuevo, y ella estaba sola en el pasillo, con un
hombre decapitado a sus pies. Había esquivado la sangre mientras volaba, pero ahora
estaba formando un charco alrededor de sus botas.
Rachelle contuvo un aliento estrangulado. Su cuerpo estaba temblando, pero no
sentía miedo ni asco; su mente estaba envuelta en la fría calma oscura del Bosque. Se
imaginó ese frío envolviéndose alrededor de su cuerpo, calmándolo, y entonces intentó
abrir la puerta. Estaba cerrada, así que la pateó para abrirla y entró a zancadas.
La habitación era pequeña y estaba completamente vacía salvo por el una vez
llamativo, ahora decolorado, empapelado rojo. En el centro estaba Armand. Y junto a
él, sosteniendo un cuchillo en su garganta, estaba Erec.
—Buenas tardes, mi señora —dijo Erec—. Estaba empezando a tener la
esperanza de que nunca vendrías.
—¿Qué estás haciendo? —preguntó Rachelle. No podía apartar la mirada del
brillante metal presionado contra la garganta de Armand. Semejante arma tan
pequeña, y se necesitaría un movimiento tan diminuto para atravesar la piel y dejar que
la sangre se derramara. La oscura calma del Bosque ya no podía evitar que ella
temblara, porque esto era lo que el Bosque hacía: la hacía ver morir a la gente que
amaba.
—Tienes que mejorar en mentir —dijo Erec—. Me di cuenta de que todavía
estabas aferrándote a tu corazón humano, y sabía que vendrías aquí para rescatarlo. ¿O
vas a alegar que estás aquí para servir al Devorador?
|

—Yo…
—No te molestes. Veo que estás dejando un rastro de sangre de nuestro
pariente en la habitación —dijo Erec—. No eres verdaderamente uno de nosotros
todavía.
—¿Matar familiares no es una especialidad de los nacidos del bosque? —dijo
Armand—. ¿Eso no debería hacerla…?
Erec tomó un puñado del cabello de Armand y haló su cabeza hacia un lado.
—En cuanto a ti —dijo, su voz baja y mortalmente tranquila—, de haber sabido
lo que le harías a mi señora, te habría sacado esos bonitos ojos hace semanas y te
habría rebanado esa ingeniosa lengua en dos.
—Basta —espetó Rachelle—. Deja de esconderte detrás de él y enfréntame. ¿O
temes que te venceré de nuevo?
—Es halagador cuando sólo tienes ojos para mí —dijo Erec—, pero por favor
toma nota de que no estás en condiciones de exigir nada.
Una mano cayó sobre su hombro, quemando frío. Rachelle giró, pero su brazo
ya se había entumecido, y la espada cayó de sus dedos. Detrás de ella estaban tres
nacidos del bosque, encapuchados y cubiertos de azul, y detrás de ellos, la pared
pintada había comenzado a desvanecerse en el Bosque.
Sus rodillas cedieron. La nacida del bosque más cercana —la que la había
tocado— la tomó por los hombros. La capucha cayó hacia atrás del rostro de la nacida
del bosque: era una mujer alta, de cabello oscuro y tan hermosa y apagada como la
luna.
—Mi hijo está extremadamente encariñado contigo —dijo—, pero yo no.
Rachelle intentó liberarse, pero lo último de su fuerza estaba abandonando su
cuerpo. La mujer la agarró apretadamente y se sentó, colocando la cabeza de Rachelle
en su regazo para que ella pudiera ver a Armand.
Y luego presionó un cuchillo contra la garganta de Rachelle.
—No puedo permitir que mi señora escape —le dijo Erec a Armand—, y ninguno
de nosotros puede permitir que tú escapes. Así que esto es lo que sucederá. Has
llevado la sombra de nuestro señor por seis meses. Ya tienes un poco de su poder, y sé
que has aprendido cómo usarlo lo suficiente como para elevar una imagen del Bosque.
Vas a dejar que uno de nosotros tome prestado ese poder para convocar al propio
Bosque en un anillo alrededor del Château, para que nadie pueda entrar o salir.
|

La boca de Rachelle estaba entumecida y lenta, pero se las arregló para decir:
—No…
Y entonces la punta de la cuchilla se hundió más hondo. El poder que la
mantenía en su lugar apagó la mayor parte del dolor, pero todavía podía sentir la
nauseabunda intrusión de metal en su garganta, y la sangre goteando por su cuello.
—Ella se curará de esta pequeñez —dijo Erec—. Y de un poco más. Pero no si le
quitamos la cabeza.
Los ojos de Armand se habían ensanchando mucho.
—Estás fingiendo.
—Creo que pensabas eso cuando te dije lo que le sucedería a cualquier persona
a la que le contaras. Tu madre descubrió que estabas equivocado.
—La amas…
—Y por lo tanto no permitiré que me sea arrebatada.
Armand no dijo nada. Su expresión era ilegible. No lo hará, pensó Rachelle, no
puede, no lo hará…
—Qué pena —dijo Erec, dándose la vuelta.
—¡Espera! —La voz de Armand era cruda y desesperada—. Espera. Lo haré. Sólo
no le hagas daño.
—¿Ah, sí? —Erec se volteó hacia él—. ¿Y dónde estaba esta docilidad cuando la
vida de tu querida madre estaba en juego?
La boca de Armand se apretó.
Rachelle intentó gritar, Basta, pero entre el cuchillo y la parálisis, lo único que
pudo conseguir fue hacer un suave ruido entrecortado. Armand se estremeció y la miró
a los ojos.
—Lo siento —dijo.
Una de las otras nacidas del bosque dio un paso adelante: tenía la cara y la
forma de una niña de catorce años, pero una tremenda sensación de edad y poder se
aferraban a su rostro.
—Concédeme tu poder para esta acción —dijo ella.
—Lo hago —susurró él.
|

Y ella cantó, si eso podía ser llamado canto: una nota baja, inquietante y
sobrenatural, que hacía a la piel de Rachelle arder y estremecerse. No vio exactamente,
sino más que sintió al Bosque creciendo en un anillo alrededor del Château, sombras
desplegándose, oscuras flores floreciendo, listas para engañar, confundir y matar a
cualquiera que intentara pasar a través de él.
Poco a poco su visión se desvaneció. Se dio cuenta de que la nacida del bosque
había dejado de cantar. El cuchillo había desaparecido de su cuello; y estaba sola en el
piso. Ella parpadeó. Armand se había ido.
Eso la hizo erguirse. Erec la agarró del hombro; él era el único en la habitación
ahora.
—Cuidado —dijo—. Nuestra pequeña canción parece haberte tomado con
mucha fuerza.
Rachelle trató de hablar, se atragantó, y luego tosió un coágulo gigante de
sangre.
—Creo que el cuchillo tuvo algo que ver con eso —dijo después.
—Tendrás que hacerle menos caso a tales cosas, si vas a sobrevivir como una
nacida del bosque —dijo, arrodillándose junto a ella.
—¿Quién dice que voy a sobrevivir? —preguntó Rachelle.
El Bosque había sido convocado con tanta rapidez. El obispo y Justine no
podrían haber salido lo suficientemente rápido. ¿Estaban todavía escondiéndose en
algún lugar en los terrenos del Château, o se habían perdido en el bosque en sí?
—Es cierto —dijo Erec—. Recuerdo a alguien diciéndome que ella estaría
muerta y condenada primero. Pero parece haber estado equivocada sobre un montón
de cosas. De la misma manera en que nuestro Monsieur Vareilles estaba equivocado
cuando me dijo una y otra y otra vez que él nunca nos ayudaría en lo más mínimo.
—¿Qué le pasó? —preguntó Rachelle.
—Él será vigilado cada momento a partir de ahora hasta la ofrenda —dijo Erec—
. No es esencial para nosotros, pero es precioso. Para ser un recipiente, es necesaria
una cierta abnegación idiota, y él es muy bueno en eso. Recuerda, sin embargo, que
sólo lo necesitamos vivo. Nada más. Sabes en qué condiciones puedo mantenerlo vivo
si me apetece.
Rachelle tragó.
—Y me apetecerá —prosiguió en voz baja—, si alguna vez te rebelas contra mí
de nuevo.
|

—Erec —dijo ella con desesperación—: Me amas, ¿no es así?


Su dedo trazó su labio.
—Más de lo que imaginas.
—Entonces no hagas esto.
—¿Por qué? ¿Porque te amo tantísimo? —Su voz convirtió las palabras en una
burla.
—Porque entonces me tendrás. Nos iremos juntos, y lo juro, haré todo lo que
quieras. Seré todo lo que quieras, por siempre y para siempre. Te amaré. Olvidaré que
alguna vez amé a alguien salvo a ti. Viviré, moriré y respiraré por ti. Sólo no los ayudes.
No los dejes traer de vuelta al Devorador.
—Oh, mi señora. —Él la besó en la frente—. No te amaría tanto si no fueses tan
valiente. Pero has olvidado una cosa. Si el Devorador vuelve, yo todavía te tendré a ti, y
a todos los reinos de este mundo además.
—Lucharé contra ti —dijo Rachelle—. Amenazar a Armand no funcionará
después de esta noche. Amenazar a Amélie no funcionará por más de tres días, porque
sé que ella nunca aceptará tu pacto. Y entonces lucharé contra ti por siempre.
—Siempre habrá otra vida inocente o doce que amenazar. Además, entonces no
te quedará nada salvo el Devorador y yo. —Erec puso su brazo alrededor de ella—. Y
eres maravillosamente experta en sobrevivir. Aprenderás a amarnos a ambos.
Rachelle no luchó contra el abrazo.
—Tal vez sólo aprenderé a matarte.
Él sonrió.
—Estoy dispuesto a tomar esa apuesta.
|
Traducido por Otravaga

Corregido por Mari NC

C
uando Rachelle fue capaz de levantarse de nuevo, Erec la tomó de la
mano y la llevó de nuevo a su habitación.
—Voy a dejarte aquí —dijo él—, sólo porque confío que
imaginas lo que le haré a tu santo favorito si desobedeces.
—Lo sé —dijo Rachelle, y se sentó en una de las sillas. Lucharía contra él de
nuevo esa noche. Sabía que encontraría la fuerza para enfrentarlo entonces, pero por
ahora se sentía vacía y agotada.
La luz del sol de la tarde brillaba a través de la ventana; resplandeció en el
|

bordado en la chaqueta de Erec cuando él se inclinó ante ella y se fue.


Esta es la última luz del sol, pensó. La última vez que alguno de nosotros verá el sol
en su vida.
No. No, el obispo y Justine aún eran libres —debían serlo, o Erec se habría
regodeado— así que tal vez serían capaces de intervenir esta noche. O mañana, o el
próximo año. El mundo había estado bajo la Noche Eterna durante miles de años antes
de que Tyr y Zisa derrotaran al Devorador. Si regresaba esta noche, él aún podía ser
derrotado más tarde, y la luz del día sería restaurada.
Pero si la ofrenda tenía lugar, quienquiera que quisiera salvar al mundo tendría
que matar a Armand. Ella estaba repentina y miserablemente contenta de que no
pudiera sostener a Joyeuse.
Recordó a Amélie pegando el parche en su rostro y diciéndole que significaba
primero “asesino” y luego “coraje”.
Amélie. La había dejado para despertar como una vinculada de sangre.
Rachelle se puso de pie, con la intención de volver corriendo a la pequeña sala
de almacenamiento y encontrarla. Pero entonces alguien tosió suavemente detrás de
ella. Se dio la vuelta.
Amélie esperaba en el umbral. Se paraba rígidamente, con la boca un poco
tensa; su cabello estaba envuelto en un prolijo moño, pero una pequeña hebra escapó.
Ella había pegado un gran parche de terciopelo sobre la marca en su mejilla.
—Rachelle —dijo, y Rachelle se dio cuenta de que tenía miedo.
—Lo siento —dijo—. Lo siento mucho…
Amélie le echó los brazos alrededor de ella.
—Estás bien.
—Sí. No, ¿de qué estás hablando? —Rachelle se dio cuenta de que le estaba
devolviendo el abrazo a Amélie con la misma fiereza. Cálidos brazos humanos que
pronto no volvería a sentir jamás, y sólo quiso acurrucarse y dormir para siempre en ese
abrazo.
—Me desperté y no estabas. Pensé… no sabía qué pensar.
—Traté de matar a Erec y luego yo… Lo puedes notar, ¿no?
Amélie levantó la vista de su hombro.
|

—No soy tonta y según parece ya no soy del todo humana tampoco. Sí, puedo
notar que eres una nacida del bosque. No me importa más de lo que lo hacía cuando
eras una vinculada de sangre.
—Lo siento —dijo Rachelle—. Todo es mi culpa. Que él te lastimara.
—No —dijo Amélie.
—No entiendes. Él dijo que tú eras un obsequio…
—Mi madre dirige una imprenta —la interrumpió Amélie—. Puedes comprar
cualquier cosa, ya sabes, si simplemente dices que son ingredientes para medicina. Es
por eso que nunca pude dejarla para convertirme en una cosmetóloga. Ella necesitaba
mi ayuda mezclando tinta y ajustando fuentes. Y nunca nadie me miraba dos veces
cuando llevaba los panfletos por toda la ciudad.
—Tú —dijo Rachelle sin comprender.
—Cuando me enteré de que ibas al palacio con Monsieur Vareilles, supe que
tenía que venir. Yo fui quien llevó sus mensajes a los otros rebeldes. Ayudé a organizar
el golpe de estado. Tu d’Anjou me atrapó cuando estaba tratando de escapar del
Château después de eso. No le gustó. —Ella se encogió de hombros—. Tal vez me
habría marcado por cualquier cosa que hiciera. Pero eso no es lo que pasó. Voy a morir
porque traté de resistirme a un rey injusto. No por tu culpa.
Rachelle la miró fijamente.
—Entonces por qué... si eras uno de ellos, ¿por qué siquiera te convertiste en mi
amiga?
—Te dije por qué. —Amélie le devolvió la mirada fijamente—. Mamá dijo que
estaba loca. Pero me salvaste la vida, y fuiste… fuiste tan amable, cuando pensabas
que nadie se daría cuenta. Tal vez debimos haberte dicho antes, pero no era sólo
nuestro secreto y no parecía justo agobiarte…
Rachelle se echó a reír, entrecortada y casi histéricamente. Todo este tiempo,
ella estaba protegiendo mi inocencia, pensó, y tuvo que sentarse, se estaba riendo tan
fuerte.
—Pero si hubiese sabido que te haría sonreír, te lo habría dicho hace años —dijo
Amélie, arrodillándose junto a ella. Extendió una mano; Rachelle la tomó y le apretó los
dedos.
Ella debería haberle dicho a Amélie tantas cosas, hace tanto tiempo.
Cuando hubo recuperado el aliento, dijo:
|

—¿Acaso Erec te dijo algo cuando te marcó?


Amélie negó con la cabeza. Así que Rachelle le contó todo.
—Con tantos nacidos del bosque —dijo—, no veo cómo puedo detener la
ceremonia. Creo… creo que la única cosa por hacer es dejar que el Devorador despierte
y luego tratar de matarlo.
—¿Crees que puedas?
—No. Necesitaría a Joyeuse para eso. Pero el obispo no ha sido capturado —
que yo sepa— y ni él ni Justine vacilarían. —Ella tragó—. Para matar el Devorador,
alguien tiene que ser poseído. Pero no tiene por qué ser Armand. No voy a dejar que
sea Armand si hay alguna otra manera. No lo haré.
Amélie llevó la mano de Rachelle a sus labios y la besó.
—Te regañaría —dijo después de un momento—, pero también estoy
planeando morir.
Rachelle pensó que nunca la había amado tanto como en ese momento.
—Si el obispo mata al Devorador lo suficientemente rápido —dijo—, podría
liberarte.
—Tal vez —dijo Amélie—. El gran médico Albert le Magne creía que en el
momento en que la gente recibe la marca, tanto la sangre como la bilis se envenenaba,
y es por eso que mueren en tres días si el Devorador no los fortalece. Mi madre cree…
—Su voz titubeó y ella se quedó en silencio.
—Lo siento —dijo Rachelle de nuevo.
—Te lo dije, no es tu culpa.
—Te traje aquí. Si no te lo hubiese pedido tú…
—Si realmente estamos condenadas —dijo Amélie—, si el Devorador regresa y
no podemos detenerlo y la noche cae para siempre… lamento no poder estar con mi
madre. Pero me alegra que pueda estar contigo.
—Desearía que hubiese algo que pudiera hacer por ti —susurró Rachelle—.
Pero hay algo que te pediré. Esta noche, para el baile. ¿Podrías... podrías por favor
hacerme hermosa?
—Siempre eres hermosa. —Amélie sonrió—. Pero te haré tan gloriosa como el
|

sol.
Amélie cumplió su palabra. La piel de Rachelle nunca había resplandecido tan
impecablemente; sus mejillas nunca se habían sonrojado tan perfectamente. Sus labios
estaban pintados de un puro y beligerante rojo sangre. Había un parche en su pómulo
izquierdo —una pequeña luna creciente— y en el derecho, un pequeño diseño de
remolino pintado en dorado.
—¿Acaso eso significa “asesina”? —preguntó Rachelle mientras la pequeña
brocha cosquilleaba sobre su mejilla, dejando rizos dorados detrás.
—No —dijo Amélie—. Para una mujer de la nobleza pintaría el escudo de armas
de su casa aquí. Pero dado que no eres... —Ella se desvaneció en el silencio mientras
trabajaba en una parte particularmente difícil. Luego continuó—: Encontré este diseño
en un libro. Fue pintado en la pared de una cueva en el norte de Gévaudan. Ahí. —Dejó
la brocha y le entregó el espejo a Rachelle.
—Casi parece como una escritura —dijo Rachelle.
—Bueno. Puedo haberle añadido mis iniciales.
Sévigné se había ido…
—Ella vio la marca —dijo Amélie—, y probablemente está a medio camino del
Archipiélago para este momento… —Pero Amélie se las ingenió para recoger el cabello
de Rachelle con bastante facilidad. Era el vestido lo que era un problema, porque
Rachelle no quería que Erec sospechara que estaba planeando algo, pero un vestido de
fiesta apenas era adecuado para la lucha. Ellas acordaron atar los cordones del corsé
tan holgadamente como fuese posible y sujetar cuatro cuchillos con correas a las
piernas de Rachelle.
El vestido en sí era magnífico. Era de seda carmesí que se volvía dorada en el
dobladillo, con rosas doradas bordadas en la falda. Las mangas estaban acuchilladas
con blanco y rodeadas de pequeñas rosas de seda dorada. El escote dejaba al
descubierto sus hombros y su clavícula como una declaración de guerra. Cuando
Rachelle se vio a sí misma usándolo en el espejo, se sintió hermosa. Y gloriosa. Y como
una guerrera que tenía una oportunidad de ganar.
Y nada de eso importaba comparado con saber que cada centímetro de su
cuerpo había sido decorado por alguien que la amaba.
—Gracias —dijo, dirigiéndose a Amélie, que había estado tratando de arreglar
los paños traseros de la falda—. Eres increíble.
—Este es mi último desempeño —dijo Amélie—. Es mejor que fuese bueno.
—Quiero decir —dijo Rachelle—, gracias por todo, desde que nos conocimos.
|

Sin ti... no sé si sería lo suficientemente fuerte como para seguir luchando.


Amélie sonrió y le tomó las manos.
—Nunca me he arrepentido de ser tu amiga —dijo—. Enorgulléceme esta
noche.
Traducido por Otravaga

Corregido por Mari NC

E rec vino a buscarla. Rachelle había esperado que él viniera en busca de


castigo o venganza, pero cuando abrió la puerta y lo vio de pie al otro
lado resplandeciente en terciopelo negro y plateado, él sólo le sonrió,
igual que siempre.
—Buenas noches —dijo—. Creo que disfrutarás de esta noche.
Ella arqueó las cejas.
—¿Me has perdonado, entonces?
—¿Todavía tan humana, mi señora? —Él puso sus manos sobre sus hombros—.
|

Malinterpretas nuestra naturaleza. No necesitamos odiar o perdonar lo que nos


pertenece. —La besó en el cuello, y ella se estremeció—. Algún día lo entenderás.
Rachelle pensó en la primera vez que había descubierto lo que él era, y lo
desesperadamente que había querido ponerlo en duda. Incluso ahora —incluso
después de lo que le había hecho a ella, a Armand, a Amélie, a la tía Léonie— una parte
de ella quería olvidarlo todo, sólo para que pudieran ser Rachelle y Erec de nuevo,
luchando contra los engendros del bosque en las calles de Rocamadour.
Pero eso sólo había sido un juego para él, cuando había sido la salvación para
ella.
—Los humanos no distan mucho de los nacidos del bosque como piensas —dijo
ella.
Él sonrió.
—Cantarás de manera diferente cuando cabalguemos para cazar a los humanos
por deporte.
La noche había caído; mientras caminaban por los pasillos del Château, la luz de
los candelabros brillaba en las ventanas de vidrio. Conejos sombríos corrían al lado de
sus pies, y flores translúcidas brotaban de los marcos. El aire estaba cargado del anhelo
del Bosque.
El festival de una Noche de Verano era en el Jardín de las Cuatro Fuentes: un
amplio césped cuadrado, rodeado por árboles, con una gran fuente en cada esquina.
Linternas colgaban de cada árbol, y las velas yacían alrededor de los bordes de las
fuentes, incendiando el agua mientras saltaba en el aire. En una esquina, una veintena
de músicos tocaba; en otra había mesas casi enterradas bajo la comida y el vino; y en el
centro, casi toda la corte deambulaba, hablando, riendo y bailando.
—¿No es glorioso? —le dijo Erec al oído. Su brazo estaba metido en el hueco del
de ella—. Como los pavos reales, arreados para la masacre.
—Los pavos reales no son criados por su carne —dijo Rachelle. Su corazón latía
rápido pero firme. Sentía el gran poder mágico reuniéndose en el aire de la misma
manera en que sentía el espacio exacto entre el cuerpo de Erec y el suyo. Pero no
estaba, por ahora, abrumada por ninguna de las dos sensaciones.
—Han aparecido en la mesa del rey una vez o dos. Además, es por sus plumas
que son asesinados. —Erec escudriñó la brillante multitud. Llevaban vestidos y abrigos
de todos los colores, con plumas en el cabello y joyas en el cuello. Los pequeños
zapatos de tacón alto que hombres y mujeres usaban por igual le daban a la mayoría de
|

ellos un delicado andar afeminado bastante parecido a los pájaros abriéndose paso a
través de la hierba.
—Son tan humanos —dijo Erec—. Riendo y bailando, y civilizados sólo a causa
de su ignorancia. Si supieran lo que está por venir, se destrozarían entre sí para
escapar. Pero esa es la forma humana, supongo.
—Lástima que los matarás a todos —dijo Rachelle—. Cuando caiga la noche, ¿a
quién te sentirás superior?
—Oh, no van a morir todos. Los mantendremos como nuestro rey mantiene a
los pavos reales en su jardín. Y los cazaremos como nos plazca, como a los zorros.
—Una presa apenas desafiante, con esos zapatos y sin garras —dijo Rachelle,
escaneando la multitud—. ¿Arrastraste a Armand afuera para un espectáculo final, o
está seguro en algún sitio?
—Bastante seguro —comenzó Erec, pero justo en ese momento el rey gritó
alegremente:
—¡D’Anjou!
Se voltearon, y ahí estaba el rey viniéndoseles encima, vestido en tela de oro, los
rizos ondeando en la brisa. Un paso detrás de él, con el rostro solemne e inmóvil, venía
Armand.
El corazón de Rachelle se estrelló contra sus costillas. Su rostro estaba pálido y
sombrío, pero estaba vivo. Estaba vivo, y no estaba herido, y la miraba a los ojos.
—Su Majestad —dijo Erec, y se inclinó. Rachelle hizo una reverencia torpemente
un momento después.
—Creí apropiado para las apariencias que mi hijo estuviera aquí, esta última
noche —dijo el rey—. Después de todo, el anuncio que hacemos esta noche le
concierne de cerca, ¿no es así?
—Por supuesto —dijo Erec y Rachelle sabía que ella era la única que podía oír la
molestia reprimida en su voz.
—Lo dejaré a su cuidado y el de Mademoiselle Brinon —dijo el rey, dándole al
hombro de Armand un ligero manotazo, y luego regresó al baile.
—Bueno, bueno, bueno —dijo Erec—. Monsieur Vareilles, ¿qué deberíamos
hacer contigo?
|

—Déjalo bailar conmigo —dijo Rachelle.


—Conspirarán —dijo Erec.
—Sí —dijo ella—, pero ¿qué podemos hacer? Tienes a tus nacidos del bosque
por todas partes en la multitud.
—Eso no explica por qué debería permitírtelo.
—Porque me llevarás de nuevo al final del baile —dijo—. Y te encantará
demostrar cómo puedes entregarme y recuperarme.
Se inclinó ante ella.
—Has respondido mi acertijo. Baila, entonces, mientras puedas.
Armand no se movió, por lo Rachelle se adelantó, tomó sus manos, y los hizo
entrar al baile.
—¿Eres real? —preguntó él en voz baja una vez que estaban bailando.
—¿Qué? —dijo Rachelle.
—Desde que dejé que aumentaran el Bosque, las visiones son peores. Todo se
siente como un sueño.
—Soy real —dijo Rachelle—. Soy real. Te lo prometo. —Se preguntó qué había
sucedido en las últimas horas; él lucía casi al borde de su resistencia. Si tan sólo hubiera
sido capaz de sacarlo en lugar de correr directamente a la trampa de Erec.
—Lo siento —dijo ella.
—¿Tú? —Se rio con amargura—. Yo lo siento. He hecho todo mal. Primero el
golpe de estado, luego cediendo cuando quisieron aumentar el Bosque. Ahora todo el
mundo está atrapado...
—Te perdono —dijo ella—. Y da lo mismo una vez que el Devorador regrese.
Su mirada se movió rápidamente de lado a lado, probablemente comprobando
en busca de espías.
—¿Viste mi vela? —preguntó finalmente.
—Sí —dijo ella—. Y le dije al obispo que estabas orando. Así que no te
preocupes. Simplemente… cuando llegue el momento, niégate por tanto tiempo como
te sea posible.
—¿Cómo ayudará eso a terminar las cosas?
—Tengo un plan —dijo—. Pero no te puedo decir el resto.
|

—¿Porque no me gustará o porque no será seguro para mí saberlo?


—Porque necesito que confíes en mí —dijo Rachelle, su estómago anudándose.
Ella sabía que esto era una traición, pero él aceptaría al Devorador en este instante
antes que dejarla tomar su lugar—. ¿Puedes confiar en mí?
—Lo hago —dijo—. Si de alguna manera superamos esto…
—Armand. —Su voz se sentía espesa y pegajosa en su garganta. No podía
decirle, pero no podía dejarlo creer…—. Tienes que entender. Pase lo que pase esta
noche… no creo que consigas mantenerme.
Él apretó los labios. Cuando volvió a hablar, su voz estaba firmemente
controlada.
—Dijiste que tenías un plan. ¿Hay alguna posibilidad de que podamos sobrevivir?
—Sí —mintió con impotencia—. ¿Pero ya has olvidado que soy una nacida del
bosque? Cuando derrotemos al Devorador... no sé qué significará eso para mí.
Era lo más cerca que se atrevía a llegar de la verdad.
—No sabemos qué significará eso para mí tampoco. Rachelle, sólo estoy
diciendo…
—E incluso si supero esto, ¡no puedes simplemente llevar un demonio a casa y
hacer las cosas del hogar con ella! ¿No has oído hablar de la historia sobre el Duque de
Anjou y Mélusine?
—Sí —dijo Armand—. Pero él la dejó ir cuando se transformó, ¿no? Cualquiera
que sea la criatura en la que te conviertas, cualquiera que sea la forma que tomes, no
voy a dejarte ir.
—¿Crees que tomarnos de la mano puede hacerme humana? Eso es estúpido. Ni
siquiera tienes manos humanas.
Lamentó las palabras un momento después, pero los labios de él sólo se
separaron en una sonrisa.
—Son mejores para sostenerte. Puesto que, como me sigues recordando, ni
siquiera eres humana.
No había respuesta que pudiera darle a eso. Así que bailaron. La música oscilaba
y se mecía de acá para allá, arrastrándolos en círculos de escala menor tan ligeros como
hojas en el aire, tan pesados como planetas. Los otros bailarines se giraban a su
|

alrededor, encantadores y despreocupados como plumas de pavo real. La mano


plateada de Armand descansaba en la suya, y ese toque insignificante envió un
escalofrío por sus brazos.
Esta es la manera humana, pensó. En el borde de la destrucción, al final de todas
las cosas, todavía bailamos. Y tenemos esperanza.
La música disminuyó poco a poco hasta detenerse. Rachelle miró a su alrededor
y no vio a Erec en ningún lugar cercano, y se preguntó por un momento si podría
conseguir un segundo baile.
—Ven —dijo una voz tranquila que hizo a su piel erizarse. Era la mujer de cabello
oscuro que había sujetado el cuchillo en la garganta de Rachelle. Ella puso una mano en
el hombro de Armand.
Rápidamente, él se inclinó hacia delante y presionó un beso en los labios de
Rachelle. Luego se permitió ser alejado.
—Te amo —susurró Rachelle, mirándolo fijamente mientras desaparecía entre
la multitud.
—¿Así que él tiene otra querida? —preguntó la Fontaine—. ¿O ella es una de tus
amigas?
Rachelle se sobresaltó y se giró hacia la izquierda. La Fontaine estaba parada
junto a ella, vestida de una brillante seda blanco puro; la única pizca de color en su
figura era el rubí en su cuello y el abanico rojo sangre que agitaba delante de su rostro.
—Ella no es mi amiga —dijo Rachelle.
—¿De verdad? Es lo suficientemente amable con tu amado d’Anjou. —La
Fontaine le dirigió una mirada que parecía adivinar todos sus secretos—. No soy tan
ignorante como podrías pensar. Ni tampoco tan misericordiosa, si estás planeando
hacerle daño a mi primo.
¿Acaso sabía algo? ¿O lo sospechaba? Rachelle abrió la boca, pero no tenía idea
de lo que iba a decir, y luego una voz gritó:
—¡Silencio para el rey!
La multitud se separó en el centro del césped, y allí estaba parado el rey,
resplandeciente en oro y blanco, con Erec a su lado.
—Queridas criaturas de mi reino —dijo el rey—. En esta noche, les anuncio un
nuevo futuro para nuestro reino. Muchos de ustedes han temido lo que sucedería con
Gévaudan sin un heredero legítimo. Pero les digo ahora que no se necesitará ningún
|

heredero.
Había habido silencio durante el discurso del rey, pero ahora un murmullo
nervioso iba en aumento, y en otro momento, Rachelle vio por qué: detrás del rey,
hombres marchaban a través de los árboles en filas. Sus ojos brillaban en la oscuridad
con el reflejo de la luz de las lámparas, como una gran horda de ratas hambrientas, y
luego se acercaron más, y Rachelle se dio cuenta de que cada uno llevaba una estrella
de color rojo sangre en la frente.
—Yo soy su rey y como su rey permaneceré para siempre, a través de los oficios
de mis queridos amigos. —El rey hizo un gesto hacia los nacidos del bosque reunidos
detrás de él—. Demasiado tiempo hemos temido al Bosque…
—¡Demasiado tiempo, oh rey, te has reconciliado con el pecado!
La voz del obispo chasqueó por el jardín mientras se acercaba a grandes
zancadas de entre los árboles, con Justine a su lado, y una tropa de soldados detrás de
él.
—Rey Auguste-Philippe II, lo acuso de traicionar su consagración real al hacer
una abominable alianza con nuestros enemigos, los nacidos del bosque. Arrodíllese y
ruéguele a Dios misericordia antes de que esta maldita insensatez vaya más lejos.
—Tal idealismo —dijo el rey—. Pero creo que encontrará que llega demasiado
tarde. ¿D’Anjou? —Se volvió a Erec—. Dígales.
—Ciertamente, señor —dijo Erec—. Es demasiado tarde para preocuparse por
quién gobierna este reino.
En un instante, su espada salió para cortar la cabeza del rey de sus hombros.
Nadie se movió. Era demasiado repentino, demasiado irreal, para que cualquiera
pudiera creer lo que acababa de suceder.
—Han observado la última luz del día —exclamó Erec, su voz resonando por
todo el jardín—. Ahora comienza el reinado del Bosque de nuevo.
|
Entonces Zisa fue hallada digna de llevar a su hermano para ser sacrificado en una
colina de tierra cruda y muerta. Aquí en un trono de roca negra estaba el recipiente
anterior con flores en su cabeza. Sus costillas todavía se movían con cada respiración, y su
piel aún se extendía por su rostro. En este sentido él estaba vivo, pero en ningún otro.
—Oh, mi hija —dijo la Vieja Madre Hambre—, dile a nuestro señor que tiene un
cuerpo nuevo.
—Con alegría —dijo Zisa—, pero primero me gustaría bailar delante de él.
Así que Zisa desató su cabello y bailó. Cuando terminó, el Devorador siseó a través
de los labios de su recipiente y dijo:
—Una vez concedí a tu madre un deseo a cambio de su baile. ¿Querrías lo mismo
de mí?
—Sí, mi señor —dijo Zisa—. Deseo verlo cara a cara.
El Devorador sopló sobre ella, y ella desapareció de la colina. Digamos que ella
entró en su estómago. Para ella, parecía que caminaba por un bosque donde los árboles
lloraban sangre, y entre las raíces de un árbol cubierto de hielo, encontró lo que parecía
una perla brillando, y supo que era la luna. Ella la tomó en sus manos y la robó por el
camino por donde había venido.
|

De vuelta a la colina muerta dio un paso, y sostuvo en alto la luna. La Vieja Madre
Hambre gritó y saltó hacia Zisa, pero ya era demasiado tarde: la luna salió volando de sus
dedos y hacia el cielo, y mientras su luz caía sobre la más antigua de todos los nacidos del
bosque, esta se marchitó, se desvaneció y quedó convertida a ceniza.
—Adiós, Madre —susurró Zisa.
Pero mientras que la luz de la luna había matado a la Vieja Madre Hambre, esta le
restauró a Tyr su nombre y su sentido, y él abrió sus ojos y vio a su hermana.
—¿Encontraste una manera de acabar con él? —preguntó Tyr.
—Sí —dijo Zisa—, pero hay algo más que debo hacer primero. —Se giró hacia el
recipiente del Devorador y dijo—: Todavía no he visto su rostro, mi señor.
Él siseó, pero luego sopló sobre ella. Esta vez, vagó por el bosque sangrante hasta
que encontró un árbol carbonizado negro desde la raíz hasta las ramas. Debajo de él había
un núcleo de luz dorada. Cuando Zisa regresó otra vez sobre la colina, la semilla voló hacia
el cielo y se convirtió en el sol, y el mundo se llenó de luz.
—Ahora para el golpe final —dijo Zisa, y desde su falda cogió las dos agujas y le dio
una a Tyr. En sus manos, las agujas se convirtieron en espadas, Durendal y Joyeuse.
Hermano y hermana estaban listos para atacar; pero el Devorador dijo:
—Oh, mi hija, ¿te has preguntado lo que aconteció a las almas de tu madre y
padre?
—Están muertas —dijo Zisa—. No puedes molestarlos más.
—Las almas de aquellos que mis siervos matan son míos por derecho —dijo el
Devorador—. Baja tu espada, encuéntrate cara a cara conmigo, y tal vez te los regrese de
nuevo.
Ella había odiado a su padre; había amado a su madre. Pero Tyr, el tonto, los había
amado a ambos; por lo que no se pudo resistir. Aunque Tyr le rogó que dijera que no, ella
bajó su espada y dejó que el recipiente del Devorador soplara sobre ella una tercera vez.
Zisa vagó por el bosque sangrante sin éxito hasta que llegó a un desierto. Cuando
entró en la arena, una voz detrás de ella dijo:
—Date la vuelta y enfréntame, niña.
Se dio la vuelta y vio su rostro y, al verlo, supo que no retenía ningún alma que no
volviera voluntariamente a él.
Pero al verlo, ella le perteneció. Y en la colina, el viejo recipiente se convirtió en
polvo y el Devorador abrió los ojos de Zisa y dijo a Tyr:
|

—Tú nunca cediste ante mí. Así que no puedes tocarme.


Tyr miró a su hermana a quien amaba más que a la vida y quien lo amaba a él más
que la razón.
Y ahí es cuando él me apuñaló en el corazón.
Traducido por Lalaemk

Corregido por Mari NC

F
inalmente, la gente empezó a gritar. Justine sacó su espada y fue
contra Erec.
Y los vinculados de sangre atacaron.
Ellos se habían mantenido en tales filas ordenadas que
Rachelle había asumido que estaban de la misma forma como ella había estado:
infectados con el poder del Bosque, pero todavía capaces de hablar y pensar,
obedientes al rey porque habían elegido la obediencia sobre la muerte. Pero ahora
estallaban en gritos salvajes y sin palabras y se arrojaban contra la multitud, blandiendo
espadas y cuchillos con desesperada ferocidad animal.
|

El mundo se desaceleró a paso de tortuga. Le pareció una eternidad a Rachelle


levantar el dobladillo de la falda y agarrar los cuchillos. Para el momento en que hubo
terminado, el vinculado de sangre más cercano estaba casi sobre ella, pero él se movía
lentamente también, y fue la cosa más fácil del mundo girar y patear. Él esquivó hacia
atrás, pero un poco fuera de balance, y ella fue capaz de lanzarse hacia adelante y
deslizar las navajas hacia sus costillas.
Él había sido humano una vez. Pero sus ojos estaban llenos de la misma locura
ciega que la mujer que había matado en Rocamadour.
Luego el tiempo se movía de nuevo con normalidad. Los soldados estaban
tratando de poner a los nobles en un grupo que podía ser protegido. Justine estaba
luchando con dos vinculados de sangre a la vez, su espada girando, el obispo estaba
luchando también, blandiendo a Joyeuse, y en su infancia debió tener lecciones de
esgrima incluidas en algún momento, porque tenía la postura de un aristócrata…
Pero aún había demasiados vinculados de sangre. Demasiados.
—Deténganse —dijo ella, mientras se volvía para cortar a otro vinculado de
sangre en la cara. Pero ninguno de ellos pareció oír. Entonces pensó en el bosque y
llenó sus pulmones con aire frío, dulce, y dijo—: deténganse.
Y se detuvieron. Dejaron caer sus armas y se enderezaron con atención, sus ojos
vidriosos mirando ciegamente delante de ellos.
Ella los sentía, una vasta presencia arrastrándose como un millar de pequeñas
piedritas en su cabeza. ¿Cómo podía Erec controlarlos con tanta facilidad?
—Arrodíllense —dijo Rachelle, y se arrodillaron.
Apenas podía respirar.
—Duerman —susurró, y cayeron al suelo, y su mente estuvo libre de nuevo.
Desde el otro lado del jardín, Justine la miró con una cruda sorpresa.
Algo frío se encendió contra la nuca de Rachelle. Se dio la vuelta y se tambaleó,
cayendo de rodillas en la hierba. Ahí, detrás de ella, estaba la Fontaine, su maquillaje
manchado. En sus manos, sostenía tres rosas, sus tallos trenzados juntos en un nudo
que le resultaba vagamente familiar.
—Me pones más y más curiosa —dijo la Fontaine—, como sea que deba
llamarte Mélusine o Zisette.
Rachelle se dio cuenta de que había tres rosas más tendidas en el césped a su
|

alrededor en un triángulo.
—¿Dónde está Armand? —preguntó la Fontaine.
—D’Anjou se lo llevó —dijo Rachelle—. Tengo que detenerlo.
—¿Y qué eres tú?
—Soy una nacida del bosque —dijo Rachelle—. ¿Qué eres tú?
—¿No te lo dije? —dijo la Fontaine—. Soy una diosa toda poderosa.
Rachelle se quedó mirando la flor que sostenía, y recordó cómo se trabajaban
los encantamientos en el sur.
—Eres... ¿una esposa del bosque?
—¿Por qué crees que llené mi Tendre con rosas? Mi madre y yo somos la única
razón de que este Château no fuera invadido por engendros del bosque hace años.
—Todo el Château está rodeado por el Gran Bosque ahora —dijo Rachelle—. Si
llevamos las personas adentro, ¿puedes protegerlas?
—Un poco —dijo Fontaine—. Sin embargo, todavía no estoy segura si debo
matarte primero.
—Voy a responder por ella —dijo Justine, llegando desde atrás de Rachelle—. Y
el obispo responderá por mí.
—No estoy segura de confiar en tu obispo tampoco —dijo la Fontaine, pero
bajó las rosas trenzadas y Rachelle fue capaz de trepar de nuevo a sus pies.
Por debajo de los simples susurros nocturnos, el aire se estremeció con una
respiración no tan audible.
—Han empezado —dijo Rachelle—. ¿Dónde está Joyeuse?
—Aquí —dijo el obispo, también llegando. Detrás de él, Rachelle podía ver a los
cortesanos aún apiñados detrás de la línea de soldados, mirando sin poder creer que el
peligro había pasado.
El peligro estaba empezando.
Rachelle se volvió hacia el obispo.
—Tú lleva la espada. Justine, ven con nosotros para ayudar a retener a los
nacidos del bosque. La Fontaine, lleva a la gente al palacio y mantenlos tan seguros
como sea posible.
|

—Trae a mi primo de vuelta —dijo la Fontaine—. Y dime este cuento en mi


salón.
—Voy a tratar —dijo Rachelle, aunque el pavor se asentaba en su estómago.
Tendría que fallar en uno de esos cargos.
Entonces los tres corrieron a la oscuridad. Rachelle no se preocupó por
encontrar su camino; simplemente siguió el rastro rojo brillante del hilo que la unía a
Erec. Mientras corrían entre los árboles, la oscuridad entre los troncos era espesa y
áspera, hasta que ya no había aire, sino piedras húmedas oscuras, y fueron caminando
por un túnel.
Al final del túnel había una puerta hecha de flores de metal, y tarareaba con un
poder que prohibía a los seres humanos abrirla.
Afortunadamente, sólo uno de ellos era humano.
—Voy adentro primero —dijo en voz baja—. Voy a dejar la puerta entreabierta.
Cuando llame, entren. O cuando escuchen gritos y peleas. —Respiró hondo y se dio
cuenta de que a pesar de todo, todavía tenía miedo.
Justine golpeó su hombro a la ligera.
—Sé cuidadosa.
—Ve con Dios —dijo el obispo.
Rachelle asintió.
—Háganse a un lado —dijo ella, y tocó la puerta.
Los pétalos lamieron sus dedos con afecto suave, y la puerta se abrió, y entró.
Su primer pensamiento fue para adorar.
No pensamiento. Instinto. Y no el de ella. La presión la aplastó por todos lados,
como si el aire estuviera hecho de ello: este lugar era sagrado para el Devorador. En
este lugar había sido adorado, amado, temido y reverenciado. El hambre era su gloria y
la destrucción su deleite. Adorarle. Culto. Culto.
Se dio cuenta de que estaba de pie en una redonda sala abovedada excavada de
roca negra, y que el piso estaba tallado con un laberinto, las líneas anchas como un
palmo y tan profundas, revestidas con mármol blanco que brillaba en la oscuridad. Los
nacidos del bosque estaban en un anillo alrededor del laberinto. Estaban cantando, un
canto bajo, casi susurrado que no tenía palabras que Rachelle pudiera reconocer. Y, sin
|

embargo, sabía la canción; venía de lo más recóndito de su corazón. Era la misma


canción que se había movido en los dulces fríos vientos del Gran Bosque.
Nuestro maestro, pensó. Nuestro Señor. El hambre de hambrientos, delicia de
delicias, y su cuerpo se tropezó, barrido por otra ola de deseo de arrodillarse y adorar.
Ella era una pequeña llama de una vela, canalones en el viento antes de que saliera.
Unas manos atraparon sus hombros, la levantaron. Erec la miró a los ojos y dijo:
—A veces me gustaría que no fueras tan digna de mí. —Su rostro era
cariñosamente cariñoso, pero sus dedos se habían endurecido en sus brazos como si
quisiera romperlos.
—No he venido a detener al Devorador —susurró ella.
—Eso es bueno. Debido a que he traído a un rehén. —Él miró hacia el lado de la
habitación, y ahí vio a uno de los nacidos del bosque sentado con Amélie. Su cuerpo
estaba rígido, con los ojos abiertos; cuando miró a Rachelle, parecía que se tomara un
momento para reconocerla. Luego sus labios se apretaron, y asintió con fiereza.
Estoy pensando morir también, le había dicho Amélie, y ella era lo
suficientemente valiente que lo decía enserio.
Erec no siempre era tan inteligente como él pensaba.
—No voy a detener el sacrificio —dijo Rachelle—. Lo prometo.
—Bien —dijo Erec—. Entonces ven a ver.
Él la arrastró hacia delante.
Mientras hablaban, las paredes de la sala se habían desvanecido. Aunque la
piedra cruda fría todavía estaba bajo sus pies, ahora enormes y antiguos troncos de
árboles crecían en torno a ellos, más altos y más gruesos que las torres de la catedral.
Estaban en el Gran Bosque.
El canto se hinchó en sus oídos, pulmones, y sangre. Ya casi no había ninguna
diferencia restante, se dio cuenta, entre el mundo humano y el Gran Bosque, entre la
simple oscuridad y la noche eterna. El único muro que los separaba ahora era el
humano frágil, con la cabeza inclinada, en el centro del laberinto.
El canto cesó. La señora nacida del bosque que había puesto el cuchillo en la
garganta de Rachelle dijo:
—¿Estás listo para aceptar a nuestro señor?
Armand levantó la cabeza. Se encontró con los ojos de Rachelle. Y entonces dijo:
—No lo haré.
|

Erec se adelantó, sacando la espada, y señaló a la base de la garganta de


Armand.
—Tienes una oportunidad más. Luego usaremos a otro.
Rachelle podía sentir al Devorador, podía sentir su vasto poder antiguo
elevándose y vigilando y girando lentamente hacia el mundo de nuevo, siempre con
hambre y siempre anhelando. Era como una marea negra en aumento, y su corazón
tartamudeó porque seguramente Armand se ahogaría en ella. Seguramente cualquier
humano tendría que ahogarse.
Armand le sonrió a Erec y dijo:
—No.
—¡Ahora! —gritó Rachelle, y luego se movió. Pareció tomarle mucho tiempo:
horas, poner la mano en el brazo de Erec, sacudiendo su punta de la espada a un lado.
Horas para lanzarse hacia adelante, cortar, y chocar contra Armand. Había tenido la
intención de empujarlo fuera del centro, pero él se aferró a ella y terminaron enredados
juntos.
Tuvo tiempo para darse cuenta de que la marea negra se había elevado por
encima de ellos en una gran ola fría, buscando y desesperada. Tuvo tiempo de sentir el
peso del cuerpo de Armand contra el de ella, su codo clavado en su costado. Y tuvo
tiempo para pensar: Él nunca me va a perdonar por esto, antes de que abriera la boca y
dijera:
—Sí.
El Devorador estaba cayendo con demasiada rapidez y avidez como para
rechazar cualquier sacrificio voluntario. La onda oscura cayó sobre ella y la llenó. Su
cuerpo se estremeció y se retorció bajo el peso. No había ningún sonido en sus oídos
más que los gritos del viento nocturno. Con su visión borrosa; vio a Justine y al obispo
arremeter en la habitación, vio a los nacidos del bosque volviéndose para pelear, pero
era como ver teatro de sombras distorsionadas en una pared lejana.
En un destello, vio los ojos grises de Armand, muy abiertos, con pánico. No
podía ver a Amélie, pero sabía que estaba en algún lugar de la habitación. Todavía había
una posibilidad de que ambos pudieran vivir, y pensó a la oscuridad dentro de ella: Sí, sí,
sí.
Luego nada importaba, nada aparte de la furia cruda de que había sido
engañada, de que este era el recipiente equivocado. Éste todavía apestaba a insensatez
humana, pero no era humano, y en sus labios se dibujó un gruñido de rabia impotente.
|

—¿Rachelle? ¡Rachelle! —Alguien estaba sacudiéndole los hombros y gritando.


Ella parpadeó y abrió los ojos ante el despreciable sacrificio traidor…
—En el nombre de Tyr y Zisa, ¡déjala ir!
Su cuerpo se estremeció.
—Armand —jadeó ella. Podía sentir sus dedos clavándose en sus hombros, pero
el sentimiento no estaba muy conectado a ella.
Recordó sentarse en la oscuridad con Amélie hablando de paz. Sólo unas pocas
pinceladas, había dicho Amélie.
—¿Qué hiciste? —exigió Armand.
Dos pasos. Una palabra. Una cierta abnegación idiota, había dicho Erec, y era más
fácil de lo que jamás había imaginado.
—Joyeuse —dijo—. El obispo la tiene.
Vio que Armand entendía, lo vio hacerse añicos al entenderlo.
—Por favor —susurró ella, porque la marea oscura del Devorador se estaba
derramando sobre ella nuevamente, en sus ojos, nariz y boca, ahogándola y
remodelándola, supo que estaba tratando de quemar a través de ella y absorberla para
que pudiera tomar otro recipiente. Para que pudiera gobernar.
Armand parecía una ventana rota: desolada y afilada. Se puso de pie, gritó
inútiles palabras humanas, y entonces tenía la abominación, la espada blasfema creada
para desafiarla. Iba a matarla cuando debería adorarla, él era alguien sin fe y de vil
ingratitud…
Ella parpadeó, y lo amaba de nuevo. Joyeuse se aferraba a su mano, y su rostro
temblaba, una resolución absoluta que había detenido al Devorador durante seis
meses.
Nunca había sido tan hermoso. Ella nunca lo había amado tanto.
Había sangre y batalla a su alrededor, pero ellos eran las dos únicas personas en
el mundo.
—Lo siento —dijo él, y entonces la espada estaba entre sus costillas, y no dolió,
pero ardía como el fuego y el hielo, como el sol y la luna y el anfitrión de las estrellas.
Y luego estaba la noche.
Ella estaba en un bosque.
|

Pero no era el Gran Bosque. Ese bosque, tan oscuro y terrible como podía ser,
estaba escandalosamente vivo. Este era el bosque de sus sueños, y estaba muerto.
Arboles sin hojas retorcidos, ramas desnudas hacia el cielo. Sangre rojo oscuro
rezumaba de las grietas en su áspera corteza negra, el único color en el mundo
sombrío. El suelo estaba cubierto de polvo blanco, mientras que el cielo estaba gris. No
el moteado gris húmedo del cielo nublado, sino un liso gris monótono que el sol no
volvería a quemar. El aire mismo estaba seco y muerto; su aliento raspaba su garganta,
y cada respiración robaba un poco más de su fuerza.
Pero ella ya no tenía que ser fuerte. Rachelle se dejó caer de rodillas. El negro
salpicó su visión y no importaba. Había sido comida por el Devorador y había sido
asesinada con Joyeuse. Ella había, esperaba, haberlo matado con ella. ¿Este mundo sin
vida era un último sueño antes de morir completamente, o era el comienzo de su
eternidad?
Ella comenzó a caer hacia adelante y se detuvo con sus manos, levantando una
ola de polvo que le hizo toser y dar arcadas. No importaba. Había hecho lo que podía,
enmendar lo que pudo, y todo lo demás estaba más allá de ella.
Casi todas las enmiendas que pudo. Ella nunca había dicho que el rosario iba a
ser su penitencia. Trató de formar las palabras, pero tenía la boca muy seca, su
respiración muy escasa. Además, la penitencia era para los que tenían una esperanza en
los cielos, y no estaba muy segura de que Dios pudiera oírla o encontrarla en este lugar.
Pero eso estaba bien, ¿no? Había hablado por primera vez al nacido del bosque,
a Erec, porque quería salvar al mundo. Había sabido que estaba arriesgando su alma,
pero había seguido adelante de todos modos, y había conseguido su deseo. Podría
haberse arrepentido, pero no podía arrepentirse.
Este era su hogar. Esto, su herencia.
Apenas sintió cuando ella cayó al suelo. Su visión rápidamente se oscureció.
Pensó en Armand y Amélie; podía tomar esos recuerdos, al menos, en la oscuridad.
Había peores finales.
|
Pero no es el final.
No es el final porque incluso la muerte no es el final de la lucha. Estoy muerta, y lo
sé.
Pero incluso más allá de la muerte, hay finales, y el mío está casi aquí. Ahora te
miente, mi hija, mi hermana, mi orgullo. Despierta. Termina mi historia.
Despierta.
|
Traducido por âmenoire y otravaga

Corregido por Mari NC

—D
espierta.
Era la voz que le había hablado justo ahora,
contándole la historia de Tyr y Zisa. Había estado
dormida entonces, mientras escuchaba, había pensado
que estaba soñando, pero ahora escuchaba las palabras
finales de la voz con sus propios oídos.
Y Rachelle abrió sus ojos. Junto a ella se arrodillaba una chica de su edad. Oscuro
cabello enredado caía alrededor de su redondo rostro huesudo; en el centro de su
frente había una estrella roja de ocho picos. Su vestido estaba hecho de pliegue tras
|

pliegue de seda negra; le tomó un momento a Rachelle darse cuenta que su pecho
estaba resbaladizo con sangre.
La boca de Rachelle estaba seca y rígida; cuando trató de hablar, empezó a
toser. Finalmente logró tragar, y dijo:
—Eres Zisa.
—Sí —dijo la chica.
Su voz era suave pero clara, triste pero aun así resuelta. Era exactamente de la
forma en que había sonado cuando contó la historia de cómo ella y Tyr habían peleado
contra el Devorador y tanto fallaron como ganaron.
Rachelle se enderezó. Todavía estaban en el bosque sangrante, aunque quizás el
cielo gris era un tono más oscuro.
—Si estoy muerta —dijo ella—. ¿Dónde están los otros que el Devorador se ha
comido?
—¿No escuchaste? Incluso después de la muerte, hay finales. Todos
desaparecieron de este lugar hace tiempo.
La mano de Rachelle fue hacia su pecho. Sentía la sangre fría y resbalosa, pero
no dolor.
—Ponte de pie. —Zisa se levantó—. No tenemos mucho tiempo.
Su cuerpo se sentía pesado y ajeno, pero aun así Rachelle se puso de pie en
pocos segundos. Se sorprendió al descubrir que Zisa era una cabeza más pequeña que
ella.
—¿Tiempo para qué? —preguntó ella.
—Para matar al Devorador —dijo Zisa. A pesar de su altura, parecía mirar a
Rachelle hacia abajo—. ¿No diste tu corazón para eso?
—Lo intenté. Lo hice.
—Hiciste lo que yo hice —dijo Zisa—. Aceptaste al Devorador en tu cuerpo y
moriste con él. Ahora está unido a ti en tu muerte, como lo estuvo conmigo, y mientras
tu fantasma pueda deambular, estará atrapado aquí contigo entre la vida y la muerte.
Pero no puedes deambular por siempre. Nadie puede. Y cuando desaparezcas, tan
pronto como lo haré yo, alguien más debe morir en tu lugar o de lo contrario el mundo
se rendirá a la oscuridad. Y en el entretiempo, el Bosque crecerá en los bordes del
|

mundo y los engendros del bosque infectarán sus ciudades y los nacidos del bosque te
atormentarán.
Ese no era un mal negocio, pensó Rachelle. Pero tampoco era una victoria.
—Solo los restos del lobo pueden matar al lobo —dijo Zisa—. Esa es una antigua
verdad. Solo un hijo del Devorador puede derrotarlo. Es por eso que yo fallé: no tenía la
espada cuando la necesitaba, así que la responsabilidad cayó en Tyr. Y él era demasiado
inocente.
—¿Pero qué más puedo hacer? —preguntó Rachelle—. Hice lo mismo. Dejé
atrás la espada.
—¿Te has olvidado de lo que llevas en tu mano derecha?
Rachelle la miró fijamente.
Zisa inclinó su cabeza.
—¿O nunca lo has sabido?
Su mano palpitaba. Rachelle bajó la mirada hacia la pequeña cicatriz blanca en
su palma. Por años difícilmente había pensado en ella porque era muy doloroso, pero
ya se lo había confesado a Armand, así que se permitió recordar de nuevo: la tía Léonie,
ahogándose en su propia sangre. Cuando Rachelle se había inclinado sobre ella,
llorando, la tía Léonie había repentinamente peleado contra ella, sus brazos
agitándose. Debía haber sido sorprendida mientras cosía porque todavía estaba
sosteniendo una aguja, y la clavó en la mano de Rachelle hasta el hueso.
Rachelle había ahogado un grito. Ahogado sus lágrimas. Y luego había bajado el
cuchillo.
—Te dije de qué estaban hechos Durendal y Joyeuse —dijo Zisa—. ¿Pensaste
que no podrían tomar esa forma de nuevo?
Dos astillas de hueso.
En una repentina euforia, rasguñó la palma de su mano. La aguja se torció en
respuesta; luego con un dolor repentino y agudo, su punta salió a través de su piel.
Con dedos temblorosos, Rachelle la liberó; una pequeña aguja de hueso,
cubierta en sangre. Durendal.
Mientras pensaba el nombre, la aguja creció y se alargó en su mano, hasta que
se convirtió completamente en una espada hecha de hueso, una gemela perfecta de
Joyeuse.
|

—¿Sabes lo que significa su nombre? —preguntó Zisa.


—No —dijo Rachelle, levantando cuidadosamente la espada. Había alguna vez
sido un hueso en el cuerpo de un sacrificio al hambre del Devorador: un chico quien se
había olvidado a sí mismo y su nombre, pero no de la hermana que amaba.
—Resistencia. Es la espada que espera todas las cosas, enfrenta todas las cosas,
cree todas las cosas, resiste todas las cosas —suspiró Zisa—. Al final, no pude usarla. —
Su voz se hizo más suave—. Creo que tú puedes.
Ella levantó la mirada justo a tiempo para ver a Zisa desvaneciéndose. Sus
últimas palabras fueron menos que un suspiro: Mi tiempo se ha terminado. Buena
suerte.
Y Rachelle quedó sola en el bosque de árboles sangrantes.
Lentamente caminó hacia adelante, sus pies susurrando en el suave polvo
blanco; pequeñas nubes inflándose cuando caminaba. Muchos de los árboles, en los
recodos donde sus ramas se partían y torcían, había dientes que crecían.
Su piel se erizo. El bosque se sentía menos muerto en ese momento y caminó
más rápido.
De repente una forma se acercaba entre los árboles. Era la cabaña de sus
sueños, la casa de la Vieja Madre Hambre, justo como Zisa la había descrito. Los aleros y
dinteles estaban tallados con una profusión de figuras que en un principio parecían
estar bailando, pero viéndolas de nuevo se veía que se estaban devorando entre sí. Las
paredes rezumaban sangre entre sus tablones. El techo techado con huesos.
La puerta se abrió.
Rachelle caminó silenciosamente hasta ella, su corazón latiendo en su garganta
y echó un vistazo dentro. Solo vio una habitación sencilla con paneles de madera. No
tenía decoraciones talladas, pero las paredes y el piso parecían estar cubiertos con
puertas, grandes y chicas, con apenas un par de centímetros entre ellas.
Entró. El aire estaba frío y quieto, especiado con el olor característico del humo
de la madera y sangre.
A su derecha, la puerta más cercana era lo suficientemente alta para atravesarla.
La abrió.
Pura y absoluta oscuridad la miró de vuelta, tan inhóspita que sus ojos se
humedecieron. Ningún respiro de aire pasaba a través de la puerta. Pero ella notó que
|

había un sonido de murmullos muy pero muy leve, como el viento en arboles muy
distantes. ¿Venía a través de la puerta? ¿O había estado ahí todo el tiempo y
simplemente ella no lo había notado?
Después había una fila de cuatro pequeñas puertas del tamaño de alacenas, una
sobre la otra, del piso al techo. Las abrió: la misma oscuridad. Más y más rápido,
empezó a abrir puertas. Todas revelaron una sombra absoluta.
El ruido que corría se volvía más fuerte. Sonaba casi como una respiración. El
cuerpo de Rachelle era una herida apretada y todos sus miembros temblaban con la
necesidad de huir, pero no había a dónde correr. La pesadilla ahora era su mundo; no
había otra manera de salir más que peleando contra ella.
Ahora las puertas en las paredes estaban todas abiertas; ya no estaba parada en
una habitación con cuatro paredes, sino una jaula de celosía de marcos de puertas, con
oscuridad en donde quiera que mirara. Así era como se sentía: no una ausencia, sino
una pesada sombra presionando las paredes de la habitación, lista para aplastarla en
cualquier momento.
Se arrodilló y abrió una de las puertas colocadas en el piso. Más oscuridad.
—Mi pequeña y querida traidora.
Su cabeza se levantó rápidamente. Erec estaba de pie en la puerta, tan
inesperado que por un momento parecía más como si fuera uno de esos tallados de
madera traído a la vida más que la persona en la que había confiado, había conocido y
había odiado.
—¿Qué debería hacer contigo? —preguntó, entrando.
Ella levantó a Durendal.
—Mantenerte atrás.
La sorpresa en su rostro envió un pequeño bucle de satisfacción a través de su
estómago.
—¿Cómo conseguiste ese juguete? —preguntó él.
—¿Cómo tú llegaste aquí después de mí.
Levantó su mano donde el hilo carmesí brillaba.
—Estamos atados en cada mundo, mi señora.
—Estás desesperado por creer eso, ¿cierto? —dijo ella, mirando alrededor de la
|

habitación. Si terminaba en otra pelea, probablemente ganara, pero no tenía tiempo


que perder.
Quedaban por lo menos diez puertas sin abrir en el piso, pero estaba
empezando a pensar que no había una puerta correcta. Algo más era la respuesta.
—Tan desesperado como tú por negarlo. —Se reclinó contra el marco de la
puerta, pero no podía decir si estaba preparándose para lanzarse hacia ella.
En el mero centro del piso, entre las esquinas de tres de las otras puertas,
estaba pintada una pequeña estrella roja. Nada más en la casa llevaba a algún lado; tal
vez esto lo hacía. Cuando Erec se lanzó hacia adelante, ella levantó a Durendal y la
hundió en la estrella.
Grietas corrieron a través de toda la madera. Toda la casa se estremeció. Y luego
se resquebrajó en miles de pedazos.
Erec agarró su brazo mientras se hundían en la oscuridad. Solo cayeron por
pocos segundos, pero la oscuridad era tan profunda que la ahogó. Luego ambos
golpearon el suelo y rodaron, terminando en un enredo de miembros, polvo volando a
su alrededor.
Rachelle tomó una respiración llena de polvo y se ahogó. Realmente no era
polvo: era sal y cenizas. Mientras ella se atragantaba, Erec rodó para quedar sobre ella
y fijo sus brazos al suelo.
—Escúchame —dijo él—. No es demasiado tarde. Todavía podemos escapar.
Créeme, lo sé, una vez exploré hasta aquí. Podemos regresar y castigar a Vareilles como
se lo merece. Te haré mi reina. Reinaremos juntos.
Sus palabras eran jadeantes, desesperadas. Ella se dio cuenta de que él tenía
miedo. Tenía miedo de perderla, miedo de este lugar y aun así estaba siendo valiente.
Por ella.
—Estoy muerta —le dijo.
—Tu sangre todavía circula —dijo él—. El poder del Bosque todavía podría
traerte de vuelta.
Ella no luchó contra su agarre. Levantó la mirada hacia él y dijo tranquilamente:
—Incluso si pudiera, ¿realmente crees que me iría contigo?
—¿A dónde más? ¿Con tu precioso Armand? —Un poco de su arrogancia regresó
a su voz—. ¿Crees que se atrevería la mitad de lo que yo lo he hecho por tu amor?
|

—No —dijo ella—. Él nunca podría. Es por eso que lo amo.


—Estabas desesperada por mí.
—Desesperada. No feliz. —Y en ese momento, a pesar de todo lo que había
hecho, realmente sintió pena por él—. Tú nunca jamás podrás hacerme feliz. Mi
corazón nunca se quedará contigo.
Su boca se torció en algo que era mitad una sonrisa, mitad un gruñido.
—Y Vareilles, ¿se quedará contigo?
Ella recordó a Armand diciendo: Nunca estás contenta. Recordó las líneas
irregulares en el cuerpo de la Aurora en la pintura, recordó susurrarle sus pecados a un
silencio que escuchaba.
—No —dijo ella—. Realmente no creo que lo haga. —Luego sacó sus piernas y
pateó violentamente hacia arriba, tirando a Erec fuera de su cuerpo. Ella rodó hasta
ponerse de pie, tomó a Durendal y miró alrededor.
Estaban de pie en un campo de polvo blanco de ceniza y sal que había cubierto
el suelo en el bosque. Se extendía, plano y monótono, todo el camino hasta el
horizonte, bajo una cúpula de cielo negro puro en el que flotaban fragmentos del
bosque: un árbol roto, un círculo irregular de suelo, un fragmento triangular de cielo
gris acero.
—No mires atrás —dijo Erec con voz áspera, incorporándose—. Esa es la regla
en este lugar, nunca mires por encima del hombro. Eso te ve si te das la vuelta.
Así que, por supuesto, se volteó y miró.
Y eso la vio.
Eso era la única palabra apropiada; ningún pronombre humano podría abarcar el
gran remolino de destrucción que llenaba su visión. El polvo dando vueltas y vueltas
mientras se hundía en el centro, hacia abajo y hacia abajo, hacia... la nada. Eso era lo
que hacía martillear su corazón, a su pecho sentirse como si fuera papel envuelto sobre
un vacío desesperado. Ella sabía que esto —el Devorador— había renunciado a sí
mismo para sumergirse más y más en la nada, buscando la abnegación final donde
estaría completamente solo y por lo tanto sería omnipotente. Todos sus vinculados de
sangre, nacidos del bosque y recipientes, toda su maestría y devastación, el poder en el
corazón del Gran Bosque, el estómago que se tragaba el sol y la luna: todos eran nada
más que la espuma en la estela de su precipitada ruina.
|

Ella vio una figura humana flotando boca abajo en el centro del remolino. Sabía
que era una ilusión, algo que su débil mente humana había creado para protegerla del
corazón de esta gran destrucción.
Y tan pronto como la vio, pudo escucharla: un gran aullido del viento… no, una
voz, gritando y cantando a la vez. Cantaba dolor-odio-pérdida-miedo, pero la mayoría
de todo lo que cantaba era hambre, el gran y devorador vacío de una criatura que una
vez había probado la felicidad más allá de lo que cualquier mente mortal podía
comprender, y ahora debía lamentar una pérdida insoportable para siempre.
Eso cantó y ella cantó con eso. La garganta le dolía y ardía por los sonidos que
lanzaba, pero no podía parar. Sentía que esta visión había abierto todos los secretos de
su vida y les daba sentido a todos ellos. Seguramente siempre había estado cantando
esta canción en su corazón. Seguramente esta era su casa. Esto, su herencia.
Erec la empujó al suelo.
—Me perteneces a mí, señora —gruñó—, no a esa cosa. —Y la besó
ferozmente, mordiéndole el labio.
Rachelle se reveló contra él.
—Qué…
—Estás hecha de esa criatura. Es por eso que no puedes luchar contra ella.
Ella se dio cuenta de que había un millar de hilos rojos corriendo a través del
polvo blanco a su alrededor, abajo hacia las fauces del Devorador. Mientras miraba, los
hilos se deslizaron lentamente hacia adelante. Ella sintió un tirón en su propia mano.
—Sí —dijo Erec—. Poco a poco, él nos come.
No había escapatoria. Rachelle ya no estaba mirando al gran remolino del
Devorador, pero podía sentir la helada desesperación comenzar a elevarse de nuevo en
su corazón. Estaba consumida. Terminada. Acabada. No había manera de que pudiera
volverse y enfrentarse a esa criatura con Durendal. Dudaba que importara incluso si
pudiera. Las espadas fueron hechas para matar, y después de haber visto al Devorador,
no creía que la muerte fuese un concepto que siquiera aplicara a eso.
De repente recordó los dedos de la tía Léonie tejiendo un encantamiento
mientras decía: El camino de las agujas o el camino de los alfileres.
Otra forma de Durendal era una aguja.
Había hilos por todas partes a su alrededor.
|

El corazón de Rachelle latió con repentina esperanza. Ella no había tenido que
matar al lindenworm sólo hechizarlo. Tal vez sería suficiente si no mataba al Devorador,
sino que sólo lo amarrara. Tal vez los simples y aburridos encantamientos que la tía
Léonie le había enseñado hacía años siempre habían sido suficientes.
—Rachelle —respiró Erec en su oreja—. Ven conmigo. Por favor.
Y se dio cuenta de que él la amaba. Con todo lo que quedaba de su corazón, él la
amaba. Y lo compadecía.
—Erec —dijo—. Vine aquí para destruir al Devorador. Si no me permites
intentarlo, lo miraré y me perderé. No serás capaz de detenerme, lo juro. La única
manera en que tendrás la oportunidad de llevarme a casa es si me dejas pelear con él
ahora.
Su rostro se endureció.
—¿Qué crees que puedes hacer?
—Un pequeño encantamiento de esposa del bosque. Eso es todo.
—¿Crees que eso puede detener a nuestro amo?
—Déjame intentarlo y fracasar, y luego iremos juntos a casa.
Él la miró un momento más, luego se rio en voz baja.
—No te amaría si fueras más débil —dijo, y la soltó.
Rachelle se sentó, agarró a Durendal, y deseó que volviera a la forma de una
aguja. Luego recogió un gran lazo del hilo atado a su dedo, y comenzó a anudarlo
alrededor de la aguja.
Las más terribles encantamientos, había dicho Margot, o los más simples.
Y fue un encantamiento muy simple el que Rachelle comenzó a tejer: uno de los
primeros que había aprendido en su vida, un pequeño patrón de nudo que calmaba y
unía las cosas bajo él. Por lo general, era sólo un paso en un encantamiento más
grande, algo para mantener las puertas del granero cerradas contra engendros del
bosque o evitar que germinaran las semillas equivocadas. Ahora lo anudó una y otra
vez, girándolo sobre sí mismo. Agarró otros hilos y los anudó en este también.
Estaba condenada a ser devorada, ¿no? Entonces se haría de sí misma —de
todos los vinculados de sangre y todos los nacidos del bosque— un bocado tal que
ahogaría al Devorador para siempre.
El rugido se hizo más fuerte. El polvo se sacudió a sus pies.
|

—¿Qué estás haciendo? —exigió Erec.


El patrón había cobrado vida. A medida que los hilos se arrastraban a través del
polvo hacia el Devorador, se movían, se agrupaban y se ataban a sí mismos en
pequeños nudos, una y otra vez. Podía sentir el poder en ellos, como mil voces
susurrando ciérrate-apretado-cae-para-siempre.
—Está cayendo —dijo ella—. Durante todo el tiempo, ha estado cayendo, y nos
arrastra junto con él. Lo estoy dejando libre.
Los hilos estaban hechos del poder del Devorador, y ahora estaban retorcidos
en patrones que doblaban continuamente al Devorador sobre sí mismo, haciéndolo
colapsar lejos del mundo de los humanos. De cualquier mundo.
—¿Qué has hecho? —exigió Erec.
—Creo —dijo Rachelle—. Que le he enseñado a devorarse a sí mismo.
Ella se puso de pie. Todavía recordaba lo que él había hecho. Todavía lo odiaría,
cuando regresaran a la luz del día. Pero ahora había visto al Devorador, el hambre y la
desesperación sin límites, y no podía desearle ni siquiera a él que se convirtiera en parte
de eso.
—Ven conmigo —dijo ella, y le tomó la mano.
Un temblor pasó por su rostro. Él no dijo nada, sino que en cambio agarró su
mano.
Alrededor de ellos, el polvo se estremeció de nuevo, a continuación,
comenzaron a correr hacia el Devorador en pequeñas olas que se estrellaban y rompían
contra sus piernas. Rachelle se tambaleó y marchó hacia adelante, apoyándose en la
atracción del Devorador, que la succionaba como un viento a la inversa.
—¿Qué crees que queda para nosotros? —exigió Erec—. ¿Vamos a mendigar y a
humillarnos ante tu precioso santo y obispo?
—¡Puede que muramos primero! —gritó Rachelle por el creciente rugido del
Devorador. En realidad estaba bastante segura de que iban a morir, incluso si no eran
succionados. La luz se había desvanecido.; no podía ver ninguna salida, nada más que
oscuridad.
Apenas lo escuchó cuando dijo:
—No, mi señora. Ese destino no es para mí.
Ella no lo vio mirar hacia atrás. Pero supo que lo hizo, porque sintió que su mano
|

se desmoronó en sal y ceniza en su agarre.


Un grito salió de su garganta. Pero no había tiempo para tristeza o rabia. La
atracción era cada vez más fuerte; al igual que la canción, y tomó toda su fuerza el
recordar que no debía darse la vuelta, no debía mirar hacia atrás y ser tragada por el
cataclismo de arremolinada desesperación detrás de ella.
Deseó que Durendal regresara a la forma de una espada, la agarró con las dos
manos, y la hundió en el suelo. Luego se arrodilló y se aferró a ella mientras el polvo
volando le restregaba el rostro, mientras el hilo quemaba en su dedo, mientras el
Devorador gritaba en su mente.
Pensó en el niño hace mucho olvidado asesinado para hacer el hueso que Zisa
robara para hacer a Durendal, y pensó: Ayúdame. Por favor.
La empuñadura se calentó bajo sus manos. Entonces se puso caliente, y luego
quemó con un fuego que había superado con creces el del hilo en su dedo. Rachelle
sollozó, pero se aferró. Esta era la espada que soportaba todas las cosas; estaba segura
de que si no la soltaba, podría soportarlo junto con ella.
De repente se oyó un gran grito desgarrador que pareció dividir el aire en dos.
Un destello de luz.
Y luego, silencio. Y oscuridad.
Y ella no estaba sosteniendo una espada, sino unas manos cálidas y humanas.
Abrió los ojos.
Tía Léonie le devolvió la mirada.
Era la misma que cuando murió. La sangre aún goteaba por el costado de su
rostro y empapaba la parte delantera de su vestido; la cuchillada hundida todavía
marcada en su garganta. Y, sin embargo, no había dolor ni miedo en sus ojos. Ella
estaba sonriendo, y esa sonrisa —el modo mismo en que respiraba— estaba más viva,
era más real de lo que Rachelle había visto en su vida cuando ella vivía. Su sangre
salpicada se transfiguró en una decoración cuidadosamente diseñada. Poseía las
heridas, como ellas una vez la habían poseído.
—Tú… —dijo Rachelle, y su garganta se cerró. No se sentía asustada, sólo
ignorante e impotentemente avergonzada—. Estás muerta —susurró finalmente—. Sé
que estás con Dios, entonces ¿por qué sigues sangrando?
—Porque —dijo la tía Léonie—, ¿cómo más podría perdonarte?
|

Había lágrimas corriendo por el rostro de Rachelle, saladas como el páramo que
se había tragado a Erec.
—Eso no tiene sentido.
—Nunca fuiste la niña más inteligente —dijo la tía Léonie—. Pero tenías un buen
corazón. Es por eso que te elegí para proteger a Durendal. —Ella puso una mano,
pegajosa de sangre, contra la mejilla de Rachelle—. Y lo hiciste. Luchaste muy duro y
fuiste muy valiente.
—Y malvada.
—Eso también. Y ahora tienes una opción.
—¿Qué? —preguntó Rachelle con cautela.
—Mira tus manos —dijo la tía Léonie.
Rachelle miró hacia abajo. Había un montón de hilos blancos brillantes del
tamaño de una madeja, atados a todos sus dedos y deslizándose en la oscuridad frente
a ella como un río.
—Si quieres volver —dijo la tía Léonie—, puedes.
—Volver. —La palabra era seca y hueca en su boca—. Te refieres...
—Me refiero a que vivirás de nuevo.
—Pero estoy muerta.
—Sí.
—Las personas que están muertas simplemente no consiguen... elegir volver a la
vida. ¿O por qué no lo hiciste tú? —Su voz temblaba de furia—. ¿Por qué no lo hiciste
tú?
La tía Léonie sólo sonrió con cariño.
—¿Crees que estoy aquí para responder a eso? Estoy aquí para recordarte que
siempre has tenido sólo una opción: el camino de las agujas, o el camino de los alfileres.
Rachelle miró de nuevo a los hilos atados a sus manos. Sabía, ya, lo que haría. Lo
que debía hacer.
—Te extraño —dijo en voz baja—. Te extraño demasiado.
La tía Léonie sonrió y le revolvió el cabello.
|

—No es mucho tiempo que esperar, ya sabes.


Rachelle se levantó. Durendal yacía a su lado en el suelo; la levantó con una
mano. En la otra, agarró firmemente los hilos, pequeños, delicados y eternos.
—Te amo —le dijo a la tía Léonie, y luego siguió a los hilos en la oscuridad.
Traducido por Lalaemk

Corregido por Mari NC

Y entonces despertó. Su cuerpo se sentía extraño, a la vez pesado y


vacío. Su mano seguía enroscada alrededor de Durendal, que se había
convertido en una aguja de nuevo; no dolía mucho, pero podía darse
cuenta que estaba medio enterrada en su mano y tendría que sacarla.
Estaba tumbada en el regazo de alguien, una mano de pesado metal descansaba
sobre su hombro. Era Armand, se dio cuenta, y oyó su voz, opaca y sin vida:
—Déjame en paz.
Justine respondió:
|

—No vas a sentirte así cuando ella comience a pudrirse.


El aliento de Rachelle siseó.
Al instante Armand se puso tenso.
—¿Rachelle? —dijo, su voz suave y cruda.
Ella abrió los ojos y vio la gloria. El mundo entero estaba veteado con hilos de
plata, girando y girando y bailando. Entonces parpadeó, y se había ido. Estaba en una
de las arboledas del Château. La luz de la mañana había comenzado a hacer su camino
entre los árboles, Armand la estaba mirando con un alivio desesperado, y eso era
suficiente gloria para durar toda una vida.
—Gracias a Dios —respiró y comenzó a inclinarse hacia abajo como si fuera a
besarla.
Entonces se detuvo, luciendo terriblemente inseguro.
—¡Rachelle! —gritó Amélie al momento siguiente, y la levantó del regazo de
Armand.
Amélie ya no era una vinculada de sangre. Rachelle lo supo porque la empujó
hacia atrás y comprobó antes de abrazarla. Y entonces Rachelle se dio cuenta por qué
se sentía tan extraña: el poder del bosque había desaparecido por completo de ella, no
más fortalecimiento de sus miembros, susurrando en sus oídos, llenando el mundo a su
alrededor con profundidades media vistas. Era humana una vez más, e hizo que su
cuerpo se sintiera como una cosa pesada, ajena.
Pero también significaba que Amélie podía sostenerla sin miedo. La abrazó con
más fuerza.
—Todavía no puedo regañarte —susurró Amélie—, pero nunca tienes permitido
hacer eso otra vez.
—¿Qué pasó? —preguntó Rachelle.
—Mentiste —dijo Armand, pero no sonaba enojado. No sonaba nada, sólo
tranquilo y vacío.
—No mentí —dijo Rachelle—. Simplemente no te dije todo.
Él sonrió débilmente. No mirándola exactamente, y eso estaba mal, todo mal…
—Matamos muchos nacidos del bosque —dijo Justine—. D’Anjou desapareció
en el aire, de lo que sospecho que tú puedes decirnos más. Entonces, el resto de ellos
cayeron muertos, y estábamos de vuelta en el recinto del Château. Todos los
|

vinculados de sangre cayeron muertos o ya no eran vinculados de sangre.


—Y que estabas muerta —dijo Amélie. Sus brazos aún alrededor de Rachelle—.
La herida había sanado, pero aún seguías muerta.
—También lo estaba el rey —dijo Justine—. Permanentemente. Dado que la
mayoría de la nobleza estaba histérica, el obispo tomó el control. Envió hombres para
encontrar la habitación donde d’Anjou escondió a Raoul Courtavel.
—Tendremos un rey justo la semana que viene —dijo Amélie—. Pero, ¿qué te
pasó a ti?
Rachelle miró su mano, vio el caos sangriento de la aguja media clavada, e hizo
una mueca.
—Durendal. —Suspiró—. Y mi tía.
Tan pronto como Amélie vio la herida, chasqueó, tomó la mano de Rachelle, y
con cuidado empezó a levantar la aguja.
—Voy a ir a decirle al obispo que estás viva —dijo Justine. Sonrió brevemente, y
se fue.
Armand se puso de pie. Él todavía no estaba viendo exactamente a alguno de
ellos.
—Tengo que regresar —dijo.
Rachelle agarró el hombro de Amélie y lo utilizó para empujarse a sí misma para
ponerse de pie.
—Entonces voy contigo —dijo.
Los tres caminaron juntos de regreso al Château. Los jardines eran un desastre:
la tierra batida y manchada de sangre. No todos los cuerpos se habían ido.
El Château era un caos. La mayoría de los huéspedes sobrevivientes de la fiesta
se habían reunido en el Salón de los Espejos. Algunos estaban siendo tratados por sus
heridas. Algunos estaban tomando café traído por los preocupados sirvientes. Y
algunos simplemente acurrucados, la mirada fija en el aire vacío.
Casi todos ellos se volvieron a mirar cuando Armand entró.
—¡Primo! —La voz de Vincent Angevin resonó en toda la sala, y Rachelle se
volvió a verlo caminando hacia ellos. A diferencia de los muchos asustados y sucios
nobles, su abrigo estaba limpio y fresco, sus rizos perfectamente dispuestos. Si había
estado en la celebración la noche anterior, había encontrado tiempo para limpiarse
después.
|

—Me alegra ver que estás vivo —dijo con una carcajada que le hizo parecerse a
su difunto tío.
—Gracias —dijo Armand suavemente.
Vincent le dio una palmada en el hombro.
—Es un día triste, pero estoy seguro de que algo bueno va a salir de ello. Y sé
que voy a tener tu apoyo en los próximos días, mientras tomo el manto de mi querido
tío.
Armand apretó los labios por un momento mientras miraba a Vincent.
—No —dijo, su voz tranquila y llevadera—. No voy a ayudarte.
Claramente no se le había ocurrido a Vincent que Armand podría negarse ante él
en público. Le tomó un momento responder.
—Sabes que mi tío quería que yo…
—El rey, mi padre, me entregó a los nacidos del bosque que me amputaron las
manos —dijo Armand, su voz cada vez más fuerte—. Me obligó a ayudarlo mientras
estaba vivo, pero ahora que está muerto, no me importa un comino lo que quería. O lo
que tú quieres.
—A mí tampoco —dijo Rachelle—. Y tengo una espada.
Vincent resopló.
—Yo te aconsejo que no le hables de esa manera a tu futuro rey…
—Yo te aconsejo —dijo Armand, con una voz que era enteramente tranquila,
pero que llegaba a todos los rincones de la sala—, no amenazar a alguien que se ha
enfrentado al Devorador dos veces. Uno de nosotros se alejó. No era él.
Él se encontró con los ojos de Vincent, y no había ningún indicio de vacilación en
cualquier parte de su cuerpo. Todos los ojos en la sala estaban sobre él, y aunque
Vincent aún tenía el pecho hacia fuera, Rachelle podía notar que estaba inquieto.
Nadie más que Rachelle había visto a Armand cuando no estaba haciendo el
papel de santo obediente. Incluso ella no lo había visto jamás cuando no estaba
teniendo rehenes utilizados en su contra.
Armand miró alrededor de la sala. Parecía estar midiendo las personas a su
alrededor y encontrándolos apenas suficientes.
—El rey tenía a Raoul Courtavel encarcelado en el castillo como rehén en mi
contra. Voy a requerir algunos guardias para liberarlo.
|

Vincent farfulló, aferrándose a los fragmentos de los comandos.


—No puedes sólo…
—Me temo que ha cometido un error, señor. —La Fontaine estaba acercándose
a ellos con un conjunto de guardias del palacio a su espalda—. La semana pasada,
nuestro querido difunto rey hizo un testamento que legitimó al Príncipe Raoul y lo
nombró heredero. Lo vi firmarlo. Tengo los documentos.
—Estás mintiendo.
—También —continuó la Fontaine gratamente, deteniéndose a un paso de él—,
tengo la prueba de que conspiraste para asesinar a tu primo Armand Vareilles. Y el
capitán de la guardia me cree. —Ella sonrió—. Le aconsejo que no aterrice ese golpe,
señor.
Vincent apresuradamente bajó la mano, su mirada vacilante de lado a lado. Era
evidente que nunca había considerado que alguien seriamente lo impugnara tan
rápidamente, sobre todo, no Armand o la Fontaine, de modo que no había traído
ningún simpatizante con él. Intentó sonreír; parecía más bien enfermizo.
—Me temo —dijo—, que el dolor de mi tío ha causado que ustedes comiencen a
hacerse fantasías, forjando un testamento a su nombre.
Y aquí vino el obispo, balanceando su sotana oscura.
—He visto los documentos —dijo—. Estoy satisfecho.
Rachelle se preguntó si alguien más se había dado cuenta de que él no había
dicho que los documentos fueran auténticos.
No importaba. Podía verlo en los rostros de los guardias, de los nobles reunidos
en torno a ellos. El obispo y la Fontaine habían ayudado a salvar sus vidas anoche.
Armand era su santo. Ellos confiaban en ellos ahora.
—Piensa lo que quieras —dijo Armand—. Voy a liberar a mi hermano y rey.
Él se alejó sin mirar atrás. Y así, por supuesto, los guardias, Rachelle y La
Fontaine le siguieron. Vincent se quedó atrás, con la boca abierta.
Él nunca sería capaz de dominar a cualquier persona que se hubiera encontrado
en el Salón de los Espejos esa mañana. Rachelle disfrutó el vicioso placer al
reconocerlo.
Armand los condujo a través de corredores de poco uso a un conjunto de
habitaciones pequeñas, sin luz. Rachelle las conocía: Erec se las había mostrado, y le
|

dijo que eran para mantener prisioneros. Él no le había dicho a quién mantenía cautivo
detrás de las más reguardadas puertas.
No había guardias ahora. Rachelle se preguntó si les habían dado órdenes de
matar a sus prisioneros si las cosas iban mal, y si habían obedecido las órdenes. Pero
Armand se adelantó como si la duda y el miedo pertenecieran a otro mundo y no
tuvieran poder para tocarlo. Él siempre había sido desesperada y aterradoramente
humano para ella, pero ahora podía ver por qué la gente se inclinaba ante él y lo
llamaban santo.
—Esta —dijo Armand, deteniéndose delante de una puerta.
Los guardias la derribaron a su orden. Y al otro lado, estaba Raoul Courtavel.
Rachelle podría no haber reconocido al hombre alto con la barba irregular. Pero cuando
abrazó a Armand desesperadamente, no hubo confusión.
Esta era la razón por la que Armand había llevado una rebelión armada. Cuando
Rachelle había matado a sus seguidores, esto era lo que ella casi había destruido.
Se dio la vuelta, sintiéndose enferma. Encontró a la Fontaine mirándola, sin
orgullo ni elegancia pulida en cualquier parte de su cara.
—Gracias —dijo la Fontaine, mirándola directamente a los ojos, y las palabras
sonaron más sinceras que nada que la Fontaine le hubiera dicho alguna vez.
Rachelle sabía que no las merecía.
|
Traducido por âmenoire

Corregido por Mari NC

P
or los próximos dos días, Rachelle estuvo al lado de Armand casi a
cada momento. Y apenas le dijo una palabra.
Sabía por qué la mantenía cerca y estaba desesperada y
estúpidamente agradecida por ello. Todos la conocía como la vínculada de sangre del
rey, como la amiga —o amante— de Erec d’Anjou. Asegurándose que todos la vieran
como su guardaespaldas de confianza, Armand la liberaba de la sospecha. Nadie sabía
exactamente qué había hecho la noche del solsticio de verano y ni ella, ni Armand
habían proveído muchos detalles, pero todos sabían que ella había ayudado al santo a
vencer a sus enemigos.
|

A diferencia de todos los demás vinculados de sangre, ella sería amada por
siempre. Era una deuda que nunca podría pagar.
Una de muchas pero muchas deudas.
Algo evitaba que Armand hablara con ella durante los pocos momentos
desperdigados en que estaban solos. Rachelle tampoco hablaba, porque no tenía el
derecho.
Ella había tenido su amor, si realmente había sido amor. Él la había besado y
dicho que la amaba, pero había pensado que estaría muerto en el lapso de algunos
días. Había sido imposible que él tuviera alguna intención de compartir su vida con ella.
Y desde entonces, ella lo había alejado, matado a sus seguidores, dormido con el
hombre que lo había mutilado, y había salvado su vida y le había importado lo
suficiente como para ser usada como un rehén contra él, pero eso no era amor. No
exactamente. Tal vez.
Ahora Armand no solo viviría, era el medio hermano favorito del nuevo rey.
Podría tener cualquier cosa que quisiera y si no quería a Rachelle… después de la forma
en que ella lo había tratado, era justo.
Un montón de cosas eran justas: las miradas extrañas e incomodas que obtenía
de la mayoría de la gente en el Château, quienes no sabían si temerla u honrarla. La leve
pesadumbre y exasperante debilidad de su cuerpo, ahora que de nuevo era
completamente humana. La soledad de estar junto a Armand y no decir nada.
Solo porque las cosas fueran justas, no las hacía fáciles.
Amélie se fue a casa al segundo día. Rachelle quería rogarle que se quedara,
pero no podía, porque había sostenido a Amélie cuando se despertó sollozando la
noche anterior. Ella e merecía una oportunidad de ir a casa con su madre.
—No te estoy dejando por siempre y para siempre —dijo Amélie, brillando
mientras se peleaba con la ropa en su baúl—. Incluso si tú trataras de dejarme. Te
cazaría y te encontraría. —Cerró con fuerza la tapa de su baúl—. Puedo hacerlo. Ya no
eres mucho más fuerte que yo. Así que deja de verme de esa manera.
Rachelle se ahogó con una risa.
—Siempre fuiste fuerte.
—Tú —dijo Amélie—, siempre fuiste lo suficientemente tonta para pensar que
importaba. —Por unos minutos, estudió a Rachelle, su boca fruncida—. No me dejes —
dijo tranquilamente—. Promete que vendrás a visitarme.
|

Rachelle dejó salir una temblorosa respiración. La determinación de Amélie era


como tierra solida debajo de sus pies después de haber estado cayendo por días.
—Está bien —dijo ella—. Iré, lo prometo.
Amélie sonrió y la jaló en un abrazo.
—No estaría aquí si no fuera por ti —dijo Rachelle cuando Amélie la liberó—.
Sabes eso, ¿cierto? Me habría rendido y me habría perdido en el Bosque desde hace
años.
—Creo que te estás subestimando —dijo Amélie.
—No —dijo Rachelle—. No lo estoy. Esa noche que nos conocimos, cuando
llegué muy tarde para salvar a tu padre, pensé que al menos te había salvado a ti. Pero
en realidad fuiste tú la que me salvó.
Amélie le sonrió. Lucía frágil, hermosa y terriblemente fuerte.
—Gracias —dijo.
La noche después de que Amélie se fuera, Rachelle salió a correr a los jardines.
Las campanas del Château habían terminado de anunciar las nueve y el sol todavía
merodeaba por el horizonte. Rachelle nunca había imaginado que el mundo podría
estar tan lleno de luz.
Nunca había imaginado, tampoco, lo que sería correr como un humano.
Era una delicia. El aire todavía era fresco y dulce en su garganta, incluso si no era
la dulzura mágica e inhumana del Gran Bosque. El latido de su corazón todavía era una
droga. Pero pronto, demasiado pronto, sus piernas quemaron y su pecho dolió. Tuvo
que inclinarse contra un árbol, jadeando por aire. Sudor se deslizaba por su espalda.
Una vez pudo haber corrido por siempre. Una vez la herida en su palma pudo
haberse curado en minutos; ahora, después de dos días, era un desastre con costra que
dolía y picaba cuando flexionaba su mano.
Estaba tan agradecida—muy agradecida— de ser humana de nuevo. De ser
libre. Y aun así extrañaba la fuerza, la velocidad y las gracias que había tenido como
vinculada de sangre. Las extrañaba amargamente.
Una brisa se revolvió contra su rostro. Ella levantó la mirada.
En los lugares entre los árboles, otros árboles fantasmas estiraban sus ramas
translucidas, como sangrías en el aire.
La brisa se revolvió de nuevo. Sonaba como si se estuviera riendo sola.
|

Débilmente, entre las sombras de los árboles, vio algo que lucía como un ciervo blanco
con ojos rojos. Un engendro del bosque.
Parpadeó y la visión se fue. Una vez más, ella era la cosa más extraña entre los
árboles.
Pero la canción del viento todavía temblaba en su sangre. El Bosque había
estado ahí, todavía estaba ahí, justo ahora, incluso si no podía verlo. A pesar que el
Devorador se había ido, el Gran Bosque todavía vivía. Y ya no tenía la misma sensación
de despiadada amenaza como lo había sido antes.
Supuso que eso tenía sentido. El Devorador no parecía una criatura que pudiera
crear algo, mucho menos la terrible belleza del Gran Bosque.
Incontables años atrás, no solo antes de la luz del día, sino antes que el
Devorador se tragara al sol y a la luna para empezar, antes que se involucrara en el
mundo humano, el Gran Bosque ya estaba en pie. Como debía haberle encantado a la
gente que vivió en ese entonces. Y luego el Devorador se los había quitado.
Ahora, quizás, lo tendrían de vuelta.
Erec, tonto, pensó ella. Había todo un mundo esperando por nosotros.
Y ahí, rodeada por la sombra del Bosque que pudo haber sido, que sería ahora,
oscuro pero ya no espantoso, lloró por Erec.
Finalmente secó sus ojos. Se puso de pie y caminó de regreso al Château,
saliendo de los árboles.
De regreso a Armand. Él estaba de pie junto a una fuente, mirando el agua que
caía y brillaba a la luz del atardecer.
El corazón de ella dio un golpe seco. Tenía la intención de pasarlo
silenciosamente, pero entonces él levantó su mirada y dijo:
—Rachelle.
Y ella no se pudo mover. Solo pudo mirarlo, absorbida por la curva de su mejilla,
la línea de su boca, deseando que todavía fuera suyo para tocar.
—¿Estás bien? —preguntó él.
Ella se encogió de hombros.
—Bueno. Soy humana. Y nadie parece querer que me ejecuten.
Él no estaba feliz. Podía decirlo por la manera en que estaba parado, sus
hombros apuntalados, pero ella no pudo leer nada en su rostro. Eso era lo que más le
|

dolía, que se escondiera de ella


—Te maté —dijo repentinamente—. Lo… siento mucho.
Era la última cosa que había esperado que dijera.
—No me mataste, mataste al Devorador dentro de mí —dijo ella después de un
momento—. ¿No es eso lo que dijiste en el salón?
Él dejó salir una pequeña risa, su rostro surgiendo de nuevo a la vida.
—Lo hice. Pero… eso fue cuando pensé que no podría ser quien usara la
espada. Pasé demasiado tiempo pretendiendo ser un santo que creo que también me
engañé a mí mismo.
—Es verdad ahora, ¿cierto? —dijo Rachelle—. Estabas listo para morir dos veces
con tal de detener al Devorador. Ayudaste a salvar a Gévaudan.
—Hice todo mal —dijo él—. Esos hombres que ayudaban en el golpe de estado,
confiaron en mí para que los guiara y arruiné nuestras oportunidades…
—Fui yo quien los mató. A algunos de ellos. —El corazón de Rachelle golpeó
cuando dijo las palabras y por un momento no pudo mirarlo.
Cuando le dirigió una mirada, lucía molesto.
—Pensaste que planeábamos sacrificarte —dijo él—. Porque no te dije, porque
no determiné si sabías o no lo que planeaban los nacidos del bosque.
—Era una sospecha razonable —dijo Rachelle.
—Y luego los dejé levntar al Bosque cuando te amenazaron. Y luego te maté. Lo
siento.
—¿Te das cuenta —dijo Rachelle—, que acabas de disculparte por salvar mi vida
y por terminarla?
Su boca se curvó irónicamente.
Ella dio un paso más cerca.
—Es verdad. Hiciste mal y debiste haber muerto primero. Pero te perdono. He
escuchado que Dios también lo hará.
Él rio entonces, repentino, crudo y real.
—Nunca vas a dejarme olvidar nada de lo que dije alguna vez, ¿cierto?
—Nunca. —Su boca se curvó hacia arriba mientras sus ojos encontraban los de
él y se sintió correcto, se sintió como si…
|

¿Por qué sentía ella como si tuvieran una larga historia de fácil felicidad entre
ellos? Nunca habían sido nada más que enemigos o aliados incómodos. Carcelera y
prisionero, pecadora y santo. Los besos intermedios difícilmente habían cambiado algo.
—No siento mentirte sobre el ofrecimiento —dijo ella.
—Eso está bien —dijo Armand—, porque todavía no te perdono por eso. —
Abruptamente sus labios se presionaron en una línea recta. Después de un momento
continuó, su voz sin emoción—. Pero eso ya no importa. Si sientes que me debes
algo… no lo hagas. Puedes irte.
Ella había esperado las palabras, pero aun así la golpearon como una patada en
el pecho. Armand ya no la miraba; había empezado a alejar su cuerpo, su cabeza
agachada para mirar el pasto. Como si no quisiera estar más cerca de ella de lo que
tenía que estarlo.
Entonces ella se dio cuenta de cuán completamente solitario lucía.
—¿Qué harás ahora? —preguntó ella.
Él levantó la mirada hacia ella y sonrió levemente.
—Sabes, no tengo la más mínima idea. Por seis meses fui un muerto andante.
No recuerdo cómo era vivir como si tuviera un futuro.
—Yo tampoco —dijo Rachelle.
Hubo otro momento de silencio, pero éste no fue tan incómodo. Luego Armand
tomó una respiración.
—Rachelle —dijo—. Sé… que lo que pasó entre nosotros… estábamos a punto
de morir. No hicimos ninguna promesa. Si te quieres ir, tienes todo el derecho. Y no
tengo idea de que haré conmigo ahora. Pero me gustaría que estuvieras aquí en lo que
lo resuelvo.
Las palabras fueron exactamente lo que ella había querido escucharlo decir,
desde que había despertado en sus brazos. Y aun así ahora…
—El Bosque sigue vivo —dijo ella—. Lo vi, justo ahora.
Armand ni siquiera parpadeó ante el cambio de tema.
—Lo sé.
—¿Todavía lo ves todo el tiempo? —Se aterrorizó al darse cuenta que ni siquiera
se había preguntado cuánto había cambiado para él.
|

Él sacudió su cabeza.
—Solo a veces, pero suficiente. —Hizo una pausa—. Ahora es diferente. Casi no
lo odio.
—Oh. —Ella miraba fijamente el agua—. Hoy lo vi por un momento. Lo extraño.
Y entonces lloré por Erec.
Armand se quedó callado. Ella no se atrevió a mirarlo.
—A nadie más le he dicho esto, pero creo que mereces saberlo. —Rachelle
tomó una respiración—. Erec no solo está muerto. Está peor que muerto. Fue conmigo
dentro del estómago de Devorador y eligió quedarse ahí por toda la eternidad. —Hizo
una pausa—. Traté de salvarlo. Siento tanto todo lo que hice con él, no tienes idea de
cuánto lo siento y tampoco tienes idea de cuánto lo odio, pero quería salvarlo. Todavía
deseo haberlo podido hacer.
—Lo supongo —dijo Armand después de un momento.
Ella finalmente lo miró.
—¿No estás enojado?
Él le dio una sonrisa irónica.
—Bueno, te pedí que no lo mataras.
—Esa no es una respuesta.
Él suspiró.
—Durante los últimos seis meses, cada momento de cada día, podía sentir al
Devorador durmiendo en la parte trasera de mi mente. Hubieron algunas mañanas en
que despertaba y apenas podía respirar por su hambre y desesperación. Conozco el
destino que d’Anjou eligió. No se lo puedo desear a nadie. Otros destinos muy
dolorosos, tal vez. Pero ese no.
—Algunas veces lo desearía para mí —dijo ella—. No parece justo que me haya
salvado.
—A mí me parece perfectamente justo —dijo él—. Pero difícilmente soy
imparcial.
—Lo que estoy tratando de decirte —dijo Rachelle—, es que no soy… no he
dejado de ser… no sé lo que soy.
—Algunas mañanas despierto y por un momento no puedo decir si soy el único
que está dentro de mi cabeza —dijo Armand—. Creo que ninguno de nosotros sabe lo
|

que somos.
Rachelle lo miró. Sabía que podía irse. Podía regresar a Rocamadour y vivir con
Amélie y tal vez encontrar algo de paz.
Ella nunca había, en toda su vida, estado satisfecha con la paz.
La parte de atrás del cuello de él se sentía caliente bajo los dedos de ella cuando
lo jaló para besarlo.
—Sí —dijo ella—. Me quedaré. Siempre y cuando te aferres a mí. Sí.
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Me encanta la mitología, Hello Kitty, y T.S. Eliot. Escribo fantasía YA que se basa
en dos de esas cosas. Mi primera novela es BELLEZA CRUEL, una fantasía de cuento de
hadas YA donde la mitología griega se encuentra con la Bella y la Bestia. Mi próxima
novela es CRIMSON BOUND, donde Caperucita Roja se reúne con… muchas cosas
extrañas.
Selene1987
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