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Sinopsis Capítulo 19
Capítulo 1 Capítulo 20
Capítulo 2 Capítulo 21
Capítulo 3 Capítulo 22
Capítulo 4 Capítulo 23
Capítulo 5 Capítulo 24
Capítulo 6 Capítulo 25
Capítulo 7 Capítulo 26
Capítulo 8 Capítulo 27
Capítulo 9 Capítulo 28
Capítulo 10 Capítulo 29
Capítulo 11 Capítulo 30
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Capítulo 12 Capítulo 31
Capítulo 13 Capítulo 32
Capítulo 14 Capítulo 33
Capítulo 15 Capítulo 34
Capítulo 16 Capítulo 35
Capítulo 17 Capítulo 36
Capítulo 18 Biografía de la Autora
C uando Rachelle tenía quince años era buena; aprendiz de su tía y en
formación para proteger a su aldea de la magia oscura. Pero también
era imprudente, apartándose del camino del bosque en busca de una
manera para liberar a su mundo de la amenaza de la oscuridad eterna. Después que una
reunión ilícita va terriblemente mal, Rachelle se ve obligada a hacer una terrible
elección que la une al mismísimo mal que tenía esperanza de derrotar.
Tres años más tarde, Rachelle ha dado su vida para servir al reino, luchando
contra criaturas mortíferas en un esfuerzo para la expiación. Cuando el rey ordena que
proteja a su hijo Armand, el hombre al que más odia, Rachelle obliga a Armand para
ayudarle a encontrar la espada legendaria que podría salvar su mundo. A medida que
los dos se convierten en aliados inesperados, descubren conspiraciones de largo
alcance, magia oculta, y un amor que puede ser su perdición. ¿En un palacio construido
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—E n toda tu vida, tu única opción —le dijo tía Léonie una vez—,
es el camino de las agujas o el camino de los alfileres.
Rachelle recordó eso, el día en que la mató.
Cuando Rachelle tenía doce años, tía Léonie la escogió para convertirse en la
próxima esposa del bosque.
Rachelle había estado en la cabaña de su tía un centenar de veces antes, pero
esa mañana se detuvo torpemente erguida y correcta, con las manos entrelazadas
delante de ella. Tía Léonie se arrodilló frente a ella, llevando el vestido blanco y el
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—Un día pronto abrirá los ojos y bostezará, y entonces se tragará la luna y el sol,
y todos viviremos en la oscuridad una vez más. —Se encontró con los ojos de
Rachelle—. ¿Me crees, hija?
—Sí —dijo Rachelle a medida que su corazón latía: No, por favor, no, pero
cuando se encontró con los ojos de tía Léonie, tuvo que pensar: Tal vez.
Todo estará bien, se dijo a sí misma. Tía Léonie nos salvará.
Pero tía Léonie no planeaba salvar a nadie.
Durante tres años, Rachelle se sentó obedientemente entrelazando hechizos en
la cabaña. Aprendió a repeler la fiebre, a mantener a los ratones fuera del grano y a
evitar que los engendros del bosque —animales nacidos en el Gran Bosque, cubiertos
con su poder— vagaran en la aldea y atacaran a la gente. Pero nada de eso importaba,
porque cuando el Devorador regresara, ningún hechizo sería lo suficientemente fuerte
para proteger a nadie. Tía Léonie le dijo eso una y otra vez.
—¿Qué podemos hacer? —preguntaba siempre Rachelle.
Tía Léonie sólo se encogía de hombros.
—A veces soportar es más importante que hacer algo.
Zisa no había soportado. Zisa había luchado contra el Devorador y había salvado
a todo el mundo, pero al parecer las esposas del bosque ya no se suponían que salvaran
a las personas. Se suponía que se sienten en sus cabañas y entrelacen insignificantes
hechizos y nunca, jamás, sueñen con cambiar el mundo.
Rachelle apretó los dientes y soñó furiosamente. Cada día la cabaña se sentía
más como una prisión.
Hasta que un día estaba caminando a casa desde la cabaña de tía Léonie y se dio
cuenta que algo había cambiado. Las sombras se habían vuelto más profundas; las
flores azules a un costado del camino habían empezado a brillar. El viento se sentía
como las yemas de unos dedos acariciando su cuello. Hongos sombríos y fantasmales
salpicaban el suelo; un ciervo hecho de nubes negras la miró por entre los árboles, sus
ojos de un brillante rojo.
Ella parpadeó y se había ido, pero su corazón estaba golpeando fuerte y sus
venas zumbando. Había visto al Bosque. No simplemente el bosque alrededor de la
aldea… había dado un vistazo al Gran Bosque, al Bosque Detrás del Bosque. Podía
vagar durante días bajo los árboles y nunca verlo, porque no era parte del mundo
humano: era un lugar secreto y escondido que se asentaba un poco hacia un lado. Pero
a veces su poder fluía e irradiaba a través de las sombras de las hojas de los árboles o
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de los huecos tallados en las raíces de los árboles y traía a los bosques mortales a una
extraña vida.
Por lo general, sólo podía ser visto en las noches de solsticio. Tía Léonie le había
dicho eso. Pero tal vez esas reglas se estaban desgastando, como las ataduras del
Devorador.
Y entonces escuchó una voz, como la mantequilla y la miel quemada:
—Buenas tardes, niña.
Ella se dio la vuelta.
Entre dos árboles se encontraba un hombre de pie, ensombrecido contra el
resplandor del sol poniéndose detrás de él. No podía ver su rostro.
Pero entonces él dio un paso hacia delante, y ella se dio cuenta que no era un
hombre. Tenía un rostro humano, pálido y estrecho. Llevaba una áspera capa oscura
como cualquier aldeano podría llevar. Pero podía sentir el poder inhumano y
depredador bajo su piel. Cuando apartó la mirada de él, no pudo recordar nada de su
rostro, excepto que era encantador.
Ella volvió a mirar, y los ojos de él se encontraron con los suyos, brillantes y
extraños. Era un nacido del bosque: uno de los humanos que complacían al Devorador,
que lo aceptaban como su señor, y eran restaurados por su poder en algo ya no del
todo humano.
—Niña —dijo—, ¿a dónde vas?
Su corazón estaba dando espasmos desesperados, pero Zisa no había tenido
miedo, o por lo menos no había dejado que eso la detenga. Decían que Zisa había
aprendido de los propios nacidos del bosque cómo derrotar al Devorador.
Tal vez Rachelle podía hacer lo mismo.
Él ahora sólo estaba a un paso del camino; el sendero que se encontraba
alineado con pequeñas piedras blancas para protegerlo.
—Niña —dijo—, ¿qué camino vas a tomar?
—El camino de las agujas —susurró—. No el camino de los alfileres.
Y ella dio un paso hacia él fuera del camino. Su mente era todo un toberllino. Ni
siquiera podía decir si tenía miedo. Sólo sabía que él era parte de la sombra que había
yacido a través de su mundo y durante toda su vida, y no huiría de él, no lo haría. Así
que miró sus insondables e inhumanos ojos y dijo:
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sangre, lo que significa que el poder del Bosque crecerá en él, hasta que finalmente
ceda lo último de su corazón humano y se convierta en un nacido del bosque.
—Eso es muy cierto —dijo el nacido del bosque—. ¿Te gustaría intentarlo?
—No —dijo Rachelle, y se tensó, preguntándose si él finalmente la mataría.
Pero sólo rio entre dientes.
—Entonces contesta a mi pregunta. ¿A qué te referías cuando dijiste el camino
de agujas y no el camino de alfileres?
Recuerda lo que dije. La comprensión se deslizó a través de ella, aterradora y
dulce a la vez. Él piensa en mí cuando estamos separados.
—Algo que mi tía me dijo una vez. Dijo que siempre tenía que elegir entre el
camino de agujas o el camino de alfileres. Cuando un vestido se rompe, ya sabes,
puedes simplemente remendarlo con alfileres, o puedes tomarte el tiempo de coserlo.
Eso es lo que significa. La forma rápida y más fácil, o la forma más dolorosa que
funcione.
Eso era lo que tía Léonie decía, pero ella en realidad había elegido el camino de
alfileres. Todo lo que los hechizos de su tía podían hacer eran remendar al mundo con
alfileres; mantener a las personas un poco más seguras, darles un poco más de tiempo.
Rachelle quería coser al mundo de regreso a la seguridad, ya sea que deba usar
sus propios huesos como agujas.
Terminó en una noche sin luna de otoño, cuando el viento estaba rugiendo
entre los árboles. El nacido del bosque estaba parado en el lado opuesto de un
pequeño claro, su aliento helando el aire. Él parecía tan remoto y tan extraño como las
estrellas, pero Rachelle estaba decidida a averiguar sus secretos antes del amanecer.
—¿Sabes cómo Zisa ató al Devorador? —preguntó.
—Tal vez —dijo el nacido del bosque—. Pero, ¿por qué debería decirle nuestros
secretos a alguien que no confía en nosotros?
—¿Se los dirías a alguien que lo hiciera? —preguntó ella.
—¿Confías en mí? —preguntó.
Él nunca la había lastimado. Todos estos días se habían encontrado a solas en el
bosque, y él ni siquiera lo había intentado.
—Sí —dijo, y miró a los ojos que nunca podía recordar—. Confío en ti.
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Y esperar.
La noche avanzó lentamente. El fuego que había ardido en sus venas mientras
corría por toda la ciudad se había ido. Ahora estaba fría y rígida; sus ojos palpitaban por
la falta de sueño y sus dedos, sin soltar la empuñadura de su espada, estaban casi
completamente entumecidos. Pero se había prometido a sí misma que no iba a dormir
hasta que se hiciera cargo de esta manada.
Para mantenerse despierta, se quedó mirando el hilo rojo brillante que estaba
atado a su dedo y se desvanecía lejos de la azotea. El hilo, invisible para todos menos
para ella, era un recordatorio de por qué no podía dejar de cazar. Si lo miraba bastante
tiempo, sabía que la cicatriz en su palma derecha comenzaría a doler. Eso, también, era
un recordatorio.
Jamás merecería dejar de cazar.
Como en respuesta al pensamiento, oyó un coro de gemidos suaves, casi
musicales.
Luego los vio en la calle de abajo: cinco perrunos engendros del bosque,
delgados galgos ingleses, sus cuerpos blancos translúcidos, sus hocicos color rojo
sangre. Parecían los fantasmas de los perros falderos de una dama de la corte, pero
Rachelle los había visto destrozar a un hombre en pedazos en cuestión de minutos.
Uno de los perros desaceleró, rezagándose de los demás, e inclinó su cabeza
para olfatear el aire.
Rachelle sacó su espada y se arrojó hacia abajo.
El perro la había esquivado antes de que sus pies tocaran el barro. Pero no se
movió lo suficientemente rápido para escapar de su espada. La cuchilla cortó a través
de la carne translúcida y el hueso; sangre brotó, de pronto viva y corpórea, pero para
cuando el cuerpo cayó al suelo, ya se estaba convirtiendo en barro.
Los otros perros se habían girado hacia ella. Gruñeron, sus labios encrespándose
al enfrentar el obsceno enigma de una criatura que estaba llena del poder del Gran
Bosque y sin embargo se volvía contra ellos. Luego saltaron.
Rachelle sonrió. La lluvia, el viento y la sangre volaron contra su cara a medida
que giraba entre ellos, su cuchilla rebanando. Momentos después estaba sola, los
cuerpos de los engendros del bosque fusionándose con el barro a su alrededor.
Sin aliento, escuchó: nada más que el golpeteo de la lluvia, los susurros del
viento, los gritos débiles y traqueteos que llenaban el aire de la ciudad incluso por la
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grandes, enormes codos y pálidos brazos de ramita que Rachelle podría haber
quebrado entre sus manos.
—¿Qué podemos hacer por usted, señorita? —preguntó, con voz respetuosa
pero su mirada parpadeando nerviosamente alrededor de la habitación.
Rachelle podía luchar contra todos ellos. Pero no quería. Quería tomar una taza
de café caliente y sentarse en un rincón, calentándose en medio del ruido humano
mientras que todo el mundo miraba más allá de ella, de la forma en que podía hacer en
el café allá en la calle Grand-Séverin, donde las personas la conocían y recordaban la
noche en que había salvado a cuatro niños de los engendros del bosque.
Este lugar era cálido y humano, pero la odiaba, y de repente la noche fría y
húmeda parecía más atractiva.
Entonces notó al hombre sentado en el rincón, sus largas piernas estiradas
frente a él. El cuello de su chaqueta estaba levantado y el gorro hacia abajo, pero ella
reconocería esos pómulos afilados y exuberantes labios arrogantes en cualquier lugar.
Era Erec d’Anjou, capitán de los vinculados de sangre del rey, haciéndose pasar por un
ciudadano común para así poder reconocer a los enemigos del rey.
Maldita fuera si se daba la vuelta y corría mientras él estaba observando.
Rachelle plantó sus pies un poco más firmes.
—Necesito café —dijo.
De pronto un hombre mayor empujó a la chica a un lado. Tenía líneas similares
en su cara… su padre, tal vez, o tío, y músculos marcados.
—Esta es una cafetería respetable —dijo, en voz baja y retumbante.
—Bien —dijo ella—. Odiaría arruinar mi reputación.
—No es necesario que nos molestes —dijo el hombre—. Por el amor de la
Aurora, ve a otro lugar.
Era valiente, tenía que darle eso. Sus sentidos se habían agudizado como
siempre lo hacían cuando alguien cercano tenía miedo; ella medio vio, medio oyó el
rápido pulso desesperado en su garganta. Pero él estaba mirándola por encima de su
nariz como si no pudiera sacar su espada, cortarle el cuello, y alejarse. Como si ella no
supiera lo que se sentía tener sangre bajo sus uñas y salpicada por su cara.
Obligó a los recuerdos a retroceder.
—Soy una sierva del rey. Una casa respetable estaría honrada de servirme.
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—Sabes, puedes amenazar todo lo que quieras —dijo Erec desde su rincón—,
pero aún van a escupir en tu café. —Él le dio una cansada mirada de aburrido—. ¿Por
qué no vuelves cuando hayas aprendido cómo hacer que la gente haga lo que tú
quieres?
Su garganta se apretó en frustración impotente. Erec siempre encontraba la
manera de burlarse de ella cuando no podía devolvérselo.
Sin decir una palabra, ella se dirigió a su esquina y se sentó en su regazo.
—Vaya considerado joven que eres —dijo ella en voz alta—. Dime todo sobre
persuadir a las personas.
Nadie podía avergonzar a Erec, era tan imposible como que el agua corra cuesta
arriba, pero por lo menos podía asegurarse que su noche en la discreción quedara
completamente arruinada.
Él deslizó la mano por su mejilla, enganchando un pulgar debajo de su
mandíbula.
—Algunas cosas son mejor demostrarlas que contarlas, ¿no?
El calor floreció en sus mejillas. Hace dos años, él había encontrado muy fácil el
convencerla a besarlo, mucho antes que ella hubiera descubierto cuándo estaba
bromeando y cuándo hablaba en serio. Antes que ella se hubiera dado cuenta que sus
besos nunca fueron serios.
—No necesito que me demuestres nada —dijo—. Ya sé lo que eres.
—¿Ah, sí? —preguntó Erec, con esa inclinación oblicua de sus cejas que ella
conocía tan bien, y su corazón dio un vuelco.
Entonces oyó un coro suave de clics.
Miró por encima de su hombro y se maldijo por dejar a Erec distraerla. Porque
ahora había doce hombres, y cuatro de ellos sostenían fusiles, sus anchas bocas de
bronce brillando en la penumbra.
—Aléjate de él —dijo el dueño de la cafetería.
La mente de Rachelle giró a través de cálculos fríos. Había pensado que podría
matarlos a todos. Probablemente todavía podía, con la ayuda de Erec, porque aunque
algunos tontos pensaban que matar a un vinculado de sangre era tan simple como
apuntar con el mosquete y apretar el gatillo, las manos humanas eran lentas y los
mosquetes tenían terrible puntería.
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Pero a veces los tontos tenían suerte. E incluso un vinculado de sangre no podía
sobrevivir a una bala de mosquete en la cara.
—Realmente debiste haberte ido cuando te dije que lo hicieras —murmuró
Erec.
—Realmente debiste haberlos arrestado tan pronto como trajeron mosquetes
—murmuró Rachelle en respuesta.
—Estaba esperando que implicaran a todos sus amigos.
—Dije aléjate —gruñó el dueño—. Hemos terminado con reverenciar a los
asesinos.
—Bueno, entonces probablemente yo también debería irme —dijo Erec—.
Porque soy Erec d’Anjou, capitán de los vinculados de sangre del rey, y no creerían la
sangre en mis manos.
—En realidad creo que lo harían —dijo Rachelle.
—Traidor —gruñó uno de los hombres.
—No al rey —dijo Erec, envolviendo sus brazos alrededor de Rachelle. Ella sabía
que se estaba preparando para lanzarla en una dirección mientras él se arrojaba en la
otra. El riesgo real estaba en el primer momento, cuando todavía estuvieran frente a
los fusiles; una vez en movimiento, estarían casi a salvo, porque los mosquetes eran tan
buenos como las manos que los empuñaban y los ojos que los dirigían.
Podía sentir la emoción fría y caliente de la batalla empezando a zumbar en sus
venas.
Si no hubiera estado preparándose para luchar, podría no haber notado el fugaz
movimiento al borde de su visión. Miró el mural, a las hojas maravillosamente realistas
pintadas en el fondo.
Entonces se dio cuenta que se estaban moviendo. No eran parte de la pintura,
estaban creciendo fuera de la pared, ondeando en una brisa que no podía sentir.
Era una visión del Gran Bosque como la había tenido en las calles barridas por la
lluvia. Pero eso no sucedía en el interior. Ningún vinculado de sangre, sin importar lo
fuerte que su segunda vista era, podía ver el Bosque en el interior de una vivienda
humana.
A menos que el Bosque estuviera empezando a manifestarse realmente, gran
parte de su poder filtrándose para tomar forma física en el mundo humano.
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Nunca había imaginado que cuando por fin caminara todo el camino hasta el
fondo, éste se sentiría como su hogar.
Rachelle cruzó el umbral. La fría oscuridad extendiéndose sobre su piel, besando
sus ojos, y desplegando su cabello.
El anhelo la golpeó como una patada en el estómago. Sólo por un momento,
estuvo convencida que la distante hoguera era la única luz en todo el mundo, que el sol
era un sueño y la luna un delirio, y no quiso nada más que dejar caer su espada y correr
hacia esa hoguera. Quería olvidar su tonto nombre humano, cedérselo a la dulce y
secreta oscuridad, y correr hacia ese mundo danzante iluminado por el fuego.
Pero entonces, la marca ardió en su cuello, destellando a la vida en respuesta al
poder del Bosque, y recordó el precio de esa oscuridad y esa danza.
Alrededor de su dedo meñique, sintió una quemadura en respuesta. Bajó la
mirada.
Nadie más que Rachelle podía ver el fantasmal hilo rojo que el nacido del bosque
había atado a su dedo. Ni siquiera ella podía sentirlo. Pero aquí, a pesar de que no tenía
presencia física, quemaba fríamente contra su dedo.
Después que ella hubiera… después, el nacido del bosque la había felicitado por
unirse a los señores del Bosque a tiempo para gobernar con ellos. Había dejado caer el
cuchillo y había intentado huir. Él la había atrapado y la había arrojado al suelo, y ella se
había preguntado si él iba a usarla de la forma en que las personas decían que los
nacidos del bosque utilizaban a las doncellas inocentes. Pero ella ya no era inocente y
no tenía suficiente fuerza para defenderse. Así que se había acostado inmóvil, pero él
sólo había atado el hilo rojo alrededor de su dedo, diciendo: Déjame todo lo que quieras.
Sigues siendo mía.
Jamás lo había visto desde entonces, pero él había estado en lo cierto. Jamás
había sido otra cosa más que lo que él hizo de ella, y algún día se perdería a sí misma
por completo ante la llamada del Gran Bosque.
Pero no hoy.
No como la otra pobre y loca vinculada de sangre que había seguido hasta aquí.
Escuchó atentamente, y allí estaba a su izquierda: la suave y estridente
respiración de un ser humano impulsada casi más allá de la resistencia. Siguió el sonido,
abriéndose paso a través de los árboles.
La respiración se hizo más fuerte. Rachelle se movió entonces suavemente y en
silencio como el humo.
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había sido su único consuelo, la única manera en que podía permitirse dormir. Ahora
finalmente estaba parada frente a él, y seguía siendo la niña ensangrentada y
aterrorizada que había sido hace tres años. Todo lo que podía pensar era que él iba a
matarla y ella no quería morir.
O él iba a darle a ese hilo un tirón más, y todas sus fuerzas se disolverían y
caminaría hacia sus brazos y olvidaría cómo ser humana.
—No tengo que hacerlo. —Lo escuchó acercarse—. Mira, te traigo buenas
noticias de gran gozo. Nuestro señor está casi listo para regresar.
—Lo sé. —Sus latidos estaban desbocados en su garganta.
Sintió su cálido aliento contra la parte posterior de su cuello.
—¿Sabías que será muy pronto? Antes que el sol del verano tome su último
suspiro valeroso, nuestro señor sonreirá, despertará y se comerá la luz del cielo.
Rachelle se sentía enferma. Antes del final del verano. Una cosa era saber que el
Devorador regresaría pronto; otra era darse cuenta que estaba empezando ahora
mismo.
Entonces se estremeció cuando los labios del nacido del bosque se presionaron
contra su cuello en un beso.
—¿No estás suplicando? —preguntó.
Le tomó toda su fuerza responder de manera ininterrumpida.
—No veo el punto.
—¿O rezando? —Su voz tenía un burlón borde extra, y recordó los balbuceantes
gimoteos que habían derramado los labios de tía Léonie, con súplicas desesperadas a la
Aurora y a la Santa Virgen que nunca habían sido respondidas.
La furia la golpeó como un muro de llamas, y su miedo se convirtió en humo. Se
dio la vuelta, con la espada en alto…
Pero él se había ido. Sólo había oscuridad, y el Bosque, y entonces ambos
vacilaron y volaron como el humo.
Estaba en una pequeña habitación sucia, iluminada por una sola lámpara. Frente
a ella, una mujer estaba encadenada a la pared. Su cabeza colgaba hacia delante; todo
su pecho estaba empapado de sangre. Tanta sangre. El suelo pareció moverse bajo sus
pies, y Rachelle se tambaleó hacia atrás. Unas fuertes manos la atraparon por los
hombros, y se estremeció antes de darse cuenta que era Erec.
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—Felicitaciones —dijo.
—Cállate —murmuró Rachelle. Nada de la sangre de la mujer había caído sobre
ella, pero aun así sentía el caliente lío pegajoso sobre sus manos y brazos.
Se obligó a apartar la mirada del cadáver hacia la bandeja con motones de
huesos de pollo y los arañazos en la pared. La mujer debe haber estado aquí por lo
menos durante un mes, tambaleándose al borde de la locura, sólo las cadenas de hierro
y los últimos restos de su voluntad manteniéndola como algo humano.
Fue misericordia, se dijo a sí misma, pero eso no era un consuelo.
—¿Todo bien allá abajo? —preguntó.
—Veamos —dijo Erec—. A la mitad de ellos les faltan partes de sus rostros
debido a los engendros del bosque. El resto están inconscientes o apuñalados, gracias a
mí. Así que todo está muy bien.
Detrás de ellos, alguien jadeó. Rachelle se dio vuelta, liberándose del agarre de
Erec, y allí estaba la esquelética chica de abajo.
—Mamá —susurró la chica, y se echó a llorar.
Detrás de la chica, estaba de pie su padre, con el rostro pálido.
—Asesina —dijo.
—No —respondió Erec—. Ejecutora. Tu esposa era la asesina. ¿Lo sabes, no, el
castigo por ocultar a un vinculado de sangre del rey?
El hombre discutió.
—Si alguna vez hubieras amado a alguien, entenderías.
Rachelle no se dio cuenta que se estaba moviendo hasta que lo agarró por los
hombros y lo azotó contra la pared.
—¿Sabes lo que yo entiendo? Ha habido cinco ataques de engendros del bosque
en este vecindario en las últimas dos semanas. Eso dejó a dos personas muertas y una
que nunca volverá a caminar de nuevo, y todo porque tu esposa estaba sentada aquí,
invocando el poder del Bosque. Si no la hubiéramos matado, habría roto esas cadenas
cuando hubiera terminado de transformarse, y entonces habría matado a cada persona
que pudiera encontrar. Empezando con tu hija.
—Ella nunca habría…
—Déjame adivinar. El obispo te prometió que si simplemente orabas lo
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se lo mereciera, Rachelle aun así quería vivir. No había dejado de correr hasta que llegó
a Rocamadour, donde había suplicado ser convertida en uno de los vinculados de
sangre del rey, su sentencia de ejecución quedando retardada mientras pudiera
servirlo.
Por un momento, había tenido esperanza… no por sí misma, sino por el mundo.
El nacido del bosque le había dicho que el Devorador sólo podía ser derrotado con
Joyeuse o Durendal, y ambas espadas se habían ido para siempre. Pero aunque
Durendal había desaparecido hace mil años —hecha añicos en batalla, decían—
Joyeuse había sido la espada de coronación de los reyes de Gévaudan hasta hace
trescientos años, cuando una esposa del bosque había escondido la espada del Rey
Loco Louis para evitar que él la destruyera. Nadie sabía dónde, y así la espada también
estaba perdida.
Así era como todos en Rocamadour contaban la historia. Pero cuando tía Léonie
se la había contado a Rachelle, había dicho: La esposa del bosque abrió una puerta por
encima del sol, debajo de la luna, y escondió a Joyeuse contra nuestra hora de mayor
necesidad.
Cuando Rachelle le había preguntado qué significaba eso, ella sólo se había
encogido de hombros. En ese momento, había parecido únicamente como otro de los
exasperantes y oscuros dichos de tía Léonie. Pero después que Rachelle se convirtió en
una vinculada de sangre, después que el nacido del bosque le hubiera dicho que
Joyeuse podía matar al Devorador, eso le había dado esperanza. Todo lo que tenía que
hacer era resolver el acertijo y encontrar la espada. Igual que en las historias que había
amado de niña.
Pero ella no era como ninguna de las heroínas en esas historias. Y aunque había
registrado la ciudad hasta que había encontrado cada puerta, compuerta, fuente y
mosaico que tenía el sol o la luna grabado, aunque había pasado horas escudriñándolos
todos por el menor rastro de poder, nunca había encontrado nada. Y nadie con los que
habló alguna vez había escuchado la versión de la historia de tía Léonie.
Eventualmente, había aceptado que jamás derrotaría al Devorador. Nunca se
redimiría. Así que había jurado que la próxima vez que viera a su nacido del bosque, por
lo menos vengaría a tía Léonie.
Pero cuando finalmente lo había vuelto a ver esta noche, no había sido capaz de
hacer nada. Seguía siendo sólo esa indefensa y asustada niña.
No. Había vuelto a luchar al final. Si él no hubiera desaparecido, habría luchado
contra él.
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El poder del Gran Bosque siempre era más fuerte en los solsticios, cuando el
ascenso y la caída de los rayos del sol cambiaban. Y el solsticio de verano de este año
estaba a sólo tres semanas de distancia.
El pensamiento hizo a Rachelle sentirse fría, hueca y libre a la vez. Si el mundo
iba a terminar en tres semanas, entonces no tenía que preocuparse por Erec, el rey o
los disturbios en la ciudad nunca más. Sólo tenía que prepararse para enfrentar al
nacido del bosque.
Tal vez podría hacer un último esfuerzo para encontrar a Joyeuse. Ella había
renunciado hace más de un año, porque no veía ninguna esperanza, y la preocupación
estaba enloqueciéndola. Pero ahora… bueno, podía soportar enloquecer con la
búsqueda unas cuantas semanas o meses más. Podía soportarlo, y entonces podría
morir luchando, y no tendría que preocuparse por nada más.
A lo lejos, las campanas del palacio comenzaron a sonar. Rachelle contó los
tañidos, de la misma manera que lo hacía cada mañana.
Cinco… seis… siete.
Las campanas se detuvieron. Y entonces recordó la recepción formal.
Ya no tenía que preocuparse por nada, incluyendo las órdenes del rey, pero si
quería lograr otro intento al buscar a Joyeuse, y quería, tenía que hacerlo, entonces
sería una buena idea evitar la muerte al ofenderlo. Convertirse en una fugitiva buscada
podía esperar una semana o dos.
Rachelle saltó de la cama. La recepción formal del rey comenzaba a las ocho, y
era famoso intolerante con las personas que llegaban tarde a cualquier ceremonia de la
corte. Una hora era más que suficiente tiempo para llegar a los aposentos reales, pero
si quería el desayuno antes de enfrentarse a una hora o más de la tediosa ceremonia,
tenía que ir al comedor de la guardia, todo el camino al lado opuesto del palacio.
Por suerte, todavía llevaba su uniforme de la noche anterior. Abrochó su
cinturón, ni siquiera molestándose en recoger su espada y salió corriendo por la puerta,
volviendo a trenzar su cabello a medida que avanzaba por la oscuridad antes del
amanecer en el pasillo. Comenzó a correr escaleras abajo, luego, simplemente saltó por
encima de la barandilla hasta el rellano de abajo. El impacto sacudió hasta sus huesos,
estremeciéndola lo suficiente para hacerla tropezar a un lado… contra el joven que
había estado subiendo por las escaleras a toda prisa.
En un instante, lo estrelló contra la pared con su daga en la garganta. Sus
rostros estaban apenas a unos centímetros aparte; podía sentir su pecho agitado por
respirar bajo el brazo de ella. Entonces su mente se puso al día con su cuerpo y se dio
cuenta que él estaba desarmado.
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—No —dijo.
—Solo espero para entrar —dijo el joven, con la misma calma irónica de antes.
—Vas a entrar ahora —dijo ella, agarrando su hombro—. Conmigo. —Al menos
él podría servir como su excusa.
—Mademoiselle… —comenzó uno de los guardias.
—Confía en mí —dijo el joven—, no quieres luchar contra ella.
Rachelle lo arrastró al interior con ella. El rey se estaba poniendo sus medias, y la
sala ya estaba llena, con los ayudantes de cámara del rey, por supuesto, pero también
los nobles supremamente afortunados que tenían el privilegio esta mañana de
entregarle su libro de oraciones, su camisa y su navaja de afeitar. Luego estaba una
gran multitud de otros nobles, ministros y secretarios, todos los cuales habían reñido
permiso para entrar por una de las codiciadas primeras cinco entradas. Pronto los hijos
ilegítimos del rey serían admitidos, y entonces la habitación estaría mucho más
concurrida. Por tradición, la sexta entrada era para los herederos del rey, pero él sólo
se había molestado en ser padre de un niño con su esposa real, y ese príncipe había
muerto hacía tres años.
Esta multitud era incluso más abundante que aquella en la antesala. Rachelle
empujó su camino a través de ella… la gente murmuró solamente hasta que vieron su
abrigo; después desviaron la mirada nerviosamente. Déjalos. Ella sólo quería entrar, ver
al rey, y complacerlo o molestarle lo suficiente para que él nunca la invitara a la
recepción formal una vez más.
Irrumpió a través de la multitud cuando el rey se ponía de pie, las cintas en sus
zapatos finalmente atadas. Erec se sentaba a sus pies, privilegio especial de los
vinculados de sangre, con la boca curvada hacia arriba con aire de suficiencia.
Rachelle cayó sobre una rodilla, arrastrando al joven con ella.
—Su Majestad —dijo.
El más superior, más pudiente y más excelente príncipe, Auguste-Philippe II, por
la gracia de Dios, Rey de Gévaudan y Protector de los territorios Vasconic, bajó su
famosa nariz ante ella.
—Un sirviente retardado es de poca utilidad para mí —dijo después de un corto
silencio deleznable.
La parte posterior del cuello de Rachelle picó; sabía que todos en la sala estaban
mirando, esperando a ver lo que el rey iba a hacer con ella.
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Bueno, pero ¿qué podía hacer? Como una vinculada de sangre, ya estaba
condenada a muerte.
—Lo siento, señor —dijo ella—, pero estaba salvando a este hombre de tres
asesinos. Creo que debería tener una charla con el guardia.
—Buenos días, padre —dijo el joven a su lado—. De acuerdo. No ha sido muy
bueno hasta ahora, pero tengo esperanzas para el resto del día.
Espera. ¿Acababa de rescatar a uno de los bastardos del rey? Rachelle lanzó una
mirada al joven, y sí, por eso es que su cara le parecía tan familiar: aunque
dadivosamente matizado y suavizado por la herencia de su madre, aun así había
heredado la línea de la mandíbula del rey.
—¿De verdad te salvó? —preguntó el rey Auguste-Philippe.
—Sí —dijo el joven—. Derrotó a tres hombres armados, los ató con sus propios
cinturones y me dio un cuchillo. Fue más que impresionante.
—Ya veo —dijo el rey, y miró a Rachelle—. Entonces, tal vez no llegas tan tarde,
después de todo.
—¿Señor? —dijo Rachelle con cautela. Erec parecía que estaba a punto de
estallar en carcajadas; cualquier cosa que estuviera pasando, no podía ser bueno.
El rey dejó caer una mano sobre la cabeza del joven y fijó su mirada en la
multitud.
—Este es Armand Vareilles, mi hijo apreciado —dijo, en voz baja que sin
embargo llegó a toda la habitación.
No puede ser, pensó ella con horror, contemplando las manos enguantadas de
Armand; pero por supuesto, eso explicaría la risa cercana de Erec.
Rachelle no se mantenía al día con la corte, y sin embargo, incluso ella sabía
quién era Armand Vareilles. Había sido nadie hace seis meses, pero ahora todo el
mundo en Gévaudan sabía acerca de él: cómo era el hijo ilegítimo del rey, criado en el
campo después de la desgracia política de su madre. Cómo el invierno pasado, un
nacido del bosque lo había marcado. Cómo se había negado a matar, y la marca
permanecía siendo negra en su piel, sin embargo, él estaba vivo hasta este mismo día.
Cómo, en un arrebato de furia, el nacido del bosque había cortado sus manos.
Era mentira, por supuesto. Los nacidos del bosque no olvidan reclamar a las
personas; si alguien era marcado, lo tendrían o lo verían muerto. Armand Vareilles no
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era más que un mentiroso inteligente que había perdido sus manos en algún accidente,
luego se tatuó a sí mismo con una marca falsa y labró su fortuna al tener personas
apiadándose de él.
Pero la mayoría de la gente común estaba convencida. Lo proclamaban un
santo, un mártir viviente, y clamaron la destrucción de los vinculados de sangre del rey
en su nombre. Si él pudo resistir al nacido del bosque y vivir, ¿qué excusa tiene el resto
de los vinculados de sangre?
Y no sólo la gente común lo adoraba. Algunos de la nobleza estaban
perdidamente enamorados de él también. Así que, aunque Armand Vareilles se había
convertido en un símbolo de aquellos que murmuraban contra él, el rey tuvo que
mantenerlo bajo un estilo de vida lujoso. Incluso había encargado falsas manos de plata
para él. Era por eso que nunca le había visto mover sus enguantadas manos.
—En tres días —continuó el rey—, él me acompañará de vuelta al Château de
Lune con el resto de la corte. En reconocimiento a su rango, y el heroísmo que tan
recientemente ha demostrado, y debido a los disturbios maliciosos en el reino, le
concederé a uno de mis propios vinculados de sangre, Rachelle Brinon, para ser su
guardaespaldas.
—¿Qué? —dijo Rachelle, tan sorprendida que no le importó si todo el mundo
escuchó la indignación en su voz.
Tenía que encontrar a Joyeuse. De no ser así, tenía que proteger a tantas
personas como pudiera hasta que su nacido del bosque regresara y ella tuviera la
oportunidad de matarlo. No quería pasar sus últimos días custodiando a un santo falso
mientras se jactaba en la elegancia del Château de Lune, donde antiguos hechizos
aseguraban que ningún engendro del bosque pudiera entrar jamás.
Pero si desertaba ahora, no había forma de evitar convertirse instantáneamente
en una fugitiva.
La boca de Armand lució tensa cuando su mirada parpadeó de ella a Erec y
viceversa; entonces bruscamente su boca se retorció y se inclinó hacia ella.
—No es demasiado tarde para usar ese cuchillo —murmuró él.
Rachelle lo fulminó con la mirada, pero antes de que pudiera responder, hubo
otra conmoción sorda. Ella levantó la vista para ver a alguien caminando por entre la
multitud, y todo su cuerpo se tensó en repulsión.
Era el obispo Guillaume.
Era un hombre alto, deslucido, con una barba rala pálida, una boca arrugada en
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—Aun así no te esperabas que te agarrara por los hombros —dijo Rachelle.
Justine sonrió ligeramente.
—¿El obispo ha hablado contigo?
Toda la alegría de la pelea se fue instantáneamente. Miró a Justine.
—¿Eres quien lo puso tras de mí?
Probablemente debería haberlo esperado. De todos los vinculados de sangre,
Justine era la única que tomaba el nombre Orden Real de Penitentes en serio: vivía en
un desván peor que el de Rachelle, vestía una camisa de crin todo el tiempo, y estaba
en la capilla sobre sus rodillas casi cada día. Naturalmente, tan pronto como el obispo
Guillaume apareció diciendo que estaba maldita, había exigido servirle. El rey había
cedido, dado que la gente estaba embelesada por su nuevo obispo y era más fácil
negarle sus peticiones si una vez ya había sido tratado con generosidad. Desde
entonces, el obispo había presumido su triunfo teniendo sólo a un vinculado de sangre
asistiéndolo en las ceremonias.
—Sí —dijo Justine tranquilamente—. ¿Prefieres a d’Anjou como tu guardián?
Rachelle se puso de pie, olvidándose de toda la gente observándolas.
—No es mi guardián. Y sí, lo prefiero a él. Al menos no es un mentiroso.
Excepto cuando estaba flirteando, pero Rachelle prefería ese tipo de mentiroso
cualquier día por encima de aquel que predicaba que todos los vinculados de sangre
deberían enfrentar un juicio, para luego ocultarlos de la justicia del rey.
Justine se puso de pie, su boca presionada en una línea firme.
—Damas —llamó Erec desde detrás de ella—. Espero que no estuvieran
pelando por mí.
Justine lo ignoró.
—Piensa en ello —le dijo a Rachelle, y salió de la habitación.
—Ni siquiera me miró —dijo Erec, su voz imitando tristeza—. ¿Me pregunto qué
he hecho para ofenderla?
—Respirar, creo —dijo Rachelle—. Pero también usar esa chaqueta. —La
prenda de terciopelo negro, cargado con bordado plateado, no era la cosa de peor
gusto que alguna vez le hubiera visto vestir a Erec, pero aun así era doloroso de mirar.
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—Me desconcierta saber por qué no la odias tanto como a su amo —dijo Erec—
. ¿O eso ha cambiado?
Rachelle suspiró.
—No puedo odiarla cuando siempre está dispuesta a pelear.
Más importante aún, cuando la Noche Eterna regresara, Justine moriría
luchando contra los nacidos del bosque. Podría aceptar órdenes del obispo, pero nada
alguna vez la dentendría al tratar de proteger a la gente del Gran Bosque.
—Podrías pelear conmigo, sabes —dijo Erec.
Ella puso los ojos en blanco.
—¿Y escuchar tus epigramas sobre cada uno de mis errores? Creo que no.
A Justine no le importaba demostrar que era más elegante o lista que Rachelle.
En realidad, ni siquiera le importaba demostrar que era la mejor luchadora. Entendía
que a veces pelear de manera instintiva era la única manera de evitar los recuerdos.
—Bueno, no te apegues demasiado a ella. —Erec cubrió fácilmente con una
mano su hombro y la empujó por una de las puertas laterales hacia un patio
pavimentado—. Necesitamos hablar sobre tu cargo.
Por una maravillosa hora, Rachelle había olvidado que tenía un cargo. Al menos
no lo tendría después de esta noche, cuando desaparecería en la ciudad para su último
intento de encontrar a Joyeuse.
Justo ahora necesitaba pretender que se preocupaba por él.
—¿De qué se trata? —preguntó—. ¿Sabes quién envió a los asesinos?
—Oh, eso no es tan importante. Estoy seguro que fue otro de los posibles
herederos. Probablemente, Vincent Angevin; es lo suficientemente estúpido. —Erec
suspiró—. Es una pena que yo tenga toda la inteligencia en la familia.
—Difícilmente te gustaría si él fuera mejor que tú en algo —dijo Rachelle. Erec
era un hijo ilegítimo de la familia Angevin, y nunca perdía una oportunidad de
mencionar lo mucho que superaba a su primo segundo Vincent. Y a todo el resto de la
familia. Y al mundo entero.
—Es una pena para ellos, no sólo para mí. De cualquier manera, dudo que
Vincent sufrirá por esta escapada, dado que sabes lo mucho que le agrada a nuestro
rey.
—¿Te das cuenta —dijo Rachelle—, que la mayoría de estos problemas
desaparecirían si el rey simplemente nombrara a un heredero?
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La muerte del único hijo legítimo del rey Auguste-Philippe lo había dejado sin un
claro sucesor. Varias generaciones de tratados peculiares y contratos de matrimonio
significaban que entre sus cinco sobrinos y primos más cercanos, ninguno era
inequívocamente el próximo en la línea. Y también estaba la costumbre de legitimar a
un bastardo como heredero… y el rey tenía ocho. No es necesario decir que todos los
posibles herederos estaban listos para cortarse las gargantas entre ellos. Los rumores
de la salud delicada del rey sólo habían empeorado el conflicto.
—Sí, pero eso implicaría admitir que no es inmortal. —La boca de Erec se
torció—. Lo que tengo que decirte es mucho más importante. Ya te habrás dado
cuenta, espero, que tu verdadera misión no es proteger a Armand Vareilles.
Rachelle no se había dado cuenta de tal cosa, pero estaba muy acostumbrada a
fingir que se mantenía al día con las ideas laberínticas de Erec.
—¿Quieres decir que nuestro rey nos mintió? Qué sorprendente.
—Tu misión es contenerlo —dijo Erec—. Alguien está fomentando una rebelión,
y ese alguien probablemente pronto intentará reclutar a Monsieur Vareilles, haciendo
que en cualquier momento pase de ser molesto a peligroso. Sabes que la gente peleará
por él.
Su pecho se apretó con frustración. El Devorador regresaría pronto, antes de
que termine el verano, cosa que posiblemente significaba hoy. Y aun así tenía que
quedarse ahí en el soleado patio, discutiendo sobre política con Erec y pretendiendo
que le importe, porque nadie creía en el Devorador y ella tenía que evitar ser arrestada
antes de encontrar a Joyeuse.
—¿Por qué no simplemente lanzas a ese alguien en los calabozos —preguntó—,
junto con todos los demás que no te agradan?
—Porque ese alguien es lo suficientemente bueno como para que todavía
estemos tratando de averiguar quién es.
—Bueno —dijo Rachelle—. Conozco a un hombre a quien le gustaría ver a toda
la corte arder. En esta vida y en la siguiente.
—Y la mayoría de nosotros amaríamos verlo arder a él en cambio —dijo Erec—.
Desafortunadamente, lastimar a un obispo también provocaría disturbios. A menos que
realmente tengamos pruebas de que ayuda a los vinculados de sangre prófugos. Y no
las tenemos. Así que, en lugar de liderar un asalto a la residencia del obispo, vas a
acompañar a Monsieur Vareilles al Château de Lune, donde no tendrá acceso al pueblo
todos los días y te asegurarás que permanezca siendo un accesorio de la corte hasta
que sea un chiste inofensivo.
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Aurora, de modo que la gente no se olvidaría que era un santo. Fue horrible. La mayoría
de las pinturas mostraban a la Aurora resucitada, o al menos como una no-muy-
sangrienta cabeza cortada en los brazos de su madre llorando. Ésta mostraba el
revoltijo sangriento de extremidades en los que había sido cortado por los soldados del
Imperio.
Las moscas zumbaban como atraídas por la sangre pintada, pero Rachelle tenía
que permanecer quieta, alta y amenazante mientras una inmensa fila de personas se
arrastraban hacia delante para ver a Armand. Ellos bendijeron su nombre; querían que
él los bendijera a ellos. Le llevaron bebés, niños cojos y ancianas ciegas, y rogaron que
los sanaran. Trajeron rosarios y trataron de tocar sus muñecas, así tendrían reliquias
para protegerlos contra la oscuridad invasora.
La nobleza podría pretender que las reducidas horas de luz no eran más que una
aberración, pero la gente del pueblo lo sabía. Algunos de ellos habían traído torpes
pequeños tejidos de hilados para que Armand los toque: encantamientos que la falsa
esposa del bosque vende en el mercado. No protegerían a ninguna persona contra el
poder del Bosque, pero la gente de la ciudad no lo sabía. Y estaban desesperados.
Era por eso que se agolpaban para conocer a Armand. Esperaban que su
santidad los protegiera.
Y Armand utilizaba esa esperanza contra ellos. Entrecerró los ojos contra la luz
del sol y les dio una sonrisa que parecía valiente y burlona a la vez. Cuando una anciana
le pidió orar por su salud, porque seguramente Dios escucharía las oraciones de un
santo, sacudió la cabeza y dijo:
—No soy nada. Ciertamente no un santo. Pero voy a orar por ti. —La anciana
sollozó, y Rachelle sabía que acababa de decidir que era el santo más grande desde la
Madeleine.
Estaba jugando con ellos como un músico de la corte tocaba un violín. Y
Rachelle estaba ayudándolo. También lo mantenía bajo control para que así no pudiera
convertir su falso heroísmo en una corona, pero aun así lo estaba ayudando.
Esperaba que cuando cayera la Noche Eterna, el nacido del bosque lo cazara
primero.
La audiencia duró casi dos horas. Al final, Rachelle comenzó a sentirse mareada
por el calor. Armand no se veía mucho mejor. De modo que tan pronto como los
guardias comenzaron a empujar a la multitud, ella tiró de Armand por el cuello, lo
arrastró hasta la taberna más cercana, y exigió una habitación privada y una jarra de
cerveza a la vez.
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Había momentos en los que ser uno de los vinculados de sangre del rey tenía sus
ventajas. Unos momentos más tarde, estaban en una tranquila habitación de arriba y
fuera de la luz solar.
Tan pronto como la puerta se cerró detrás de ellos, Armand dejó escapar un
suspiro. Luego, en dos movimientos rápidos y expertos, enganchó los pulgares de
metal debajo de sus puños y los levantó, dejando al descubierto las correas de cuero
que corrían por sus antebrazos enredándose alrededor de sus codos. Grandes hebillas
de metal las mantenían unidas en el centro; en unos momentos las había
desenganchado con los dientes y las manos cayeron al suelo. Por debajo, sus muñones
estaban cubiertos de dos pequeños calcetines de punto; los quitó con sus dientes.
Es evidente que no tenía la intención de ser la persona que recogiera las
manos. Con cansancio, Rachelle alcanzó la más cercana. Pero cuando sus dedos
tocaron el metal, se estremeció. La mano de plata estaba sorprendentemente caliente.
—Imagina mi sorpresa el primer día soleado que me las puse —dijo Armand.
Recordó el brillo cegador de la luz solar en sus manos de plata. En ese momento,
sólo había pensado en ello como una extravagancia más llamativa que mostraba su
hipocresía.
—Si duelen mucho —dijo—, no las uses.
Armand fue a por la jarra; el lazo de su mango era lo suficientemente amplio
para deslizar el muñón dentro. Rachelle observó fascinada mientras inclinaba el cántaro
para servirse una taza de cerveza, luego levantó la copa entre sus muñecas.
Había visto personas sin extremidades antes, pero todavía se sentía tonta
cuando sus ojos recorrieron la longitud de su brazo hacia… la nada.
Se le retorció el estómago. No creía su historia. No lo hacía. Pero en todas las
veces que lo había desestimado como un mentiroso, nunca había pensado en cómo,
cualquiera que fuera la verdad, había sufrido algo.
Él dejó la copa.
—Si no llevo las manos, luego querrán besar los muñones. Prefiero quemarme.
—Simplemente podrías no ofrecerte a orar —espetó Rachelle.
Su boca se torció.
—¿Crees que el rey permitirá que me detenga? Si no estuviera sentado junto a
su bandera todas las semanas, la gente podría empezar a imaginar que Su Majestad no
es del todo santo.
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—Bueno, todavía…
—“Por encima del sol, debajo de la luna”. ¿Por qué dijiste eso?
Él la miró como si estuviera balbuceando tonterías.
—Debido a que sería una manera de deshacerte de mí. Sólo que nadie cree
realmente en esa historia, por lo tanto, en realidad no te aconsejaría que lo menciones
después de ocultar mi cuerpo.
—¿Qué historia?
—La historia del príncipe Hugo y la puerta desaparecida —dijo—. ¿No la
conoces?
—Por supuesto que conozco la historia —dijo Rachelle—. Él encontró un
camino en el Bosque desde el Château que se lo comió, y es por eso que hay tantas
protecciones en el lugar.
Pero al parecer, esa protecciones no se extendían lo suficientemente en los
jardines del Château para evitar que Armand se encuentre con un nacido del
bosque. En realidad, era un mentiroso, así que probablemente era estúpido de su parte
escuchar cualquier cosa que dijera.
Él levantó las cejas.
—¿Esa es la forma en que lo cuentan de dónde vienes?
—Sí, Monsieur Con Mayor Educación, así es como lo cuentan. Ahora dime tu
versión.
—Bueno —dijo, arrastrando la palabra mientras le daba una mirada dudosa—,
hace mucho tiempo, el rey de Gévaudan tuvo un hijo llamado Hugo, que jamás estaba
contento a menos que tuviera aventuras. Pasó tanto tiempo vagando por el bosque
que su padre empezó a temer que se convirtiera en un vinculado de sangre. Finalmente
el rey le prohibió salir del Château de Lune durante un mes. Al principio el príncipe
Hugo estaba muy molesto, pero luego pareció contentarse. Y entonces empezó a
desaparecer durante varios días a la vez. El rey pensó que había roto la prohibición,
pero cuando cuestionó a su hijo, el príncipe Hugo se rio y dijo que había encontrado su
propio bosque dentro de las murallas del castillo. Dijo que había una puerta por encima
del sol y debajo de la luna que podía abrirse sólo con sus manos, y lo convertiría en el
mejor cazador que el mundo había conocido. Después de esa noche, nadie lo volvió a
ver.
—¿Encontraron a dónde había ido? —preguntó Rachelle.
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mujer baja y demacrada, pero de alguna manera aún se las ingeniaba para parecer
como la torre de un castillo.
—Buenos días —dijo Rachelle—. ¿Está Amélie?
—Arriba. —Madame Guignon no la miró nuevamente mientras empezaba otra
pila de hierbas. Nunca le había prohibido venir a Rachelle, pero tampoco la había
alentado.
Cuando Rachelle llegó a lo alto de las escaleras y abrió la puerta, Amélie estaba
sentada en la mesa, con un pequeño bol. Entonces su cabeza se levantó. Era una chica
baja, de dieciocho años como Rachelle, con cabello castaño claro y una pequeña cara
huesuda que era hermosa cuando sonreía.
—¡Al fin! —Amélie se levantó de un salto, la abrazó, y le plantó dos besos en sus
mejillas—. Han pasado semanas. Estaba empezando a pensar que te habían comido.
Rachelle le dio una torpe palmada en la espalda. Se conocían desde hacía dos
años, pero aún le parecía mal que esa alegre y pura chica humana la aceptara tan
fácilmente.
—Siéntate —dijo Amélie, arrastrándola hacia una silla—. Llegas justo a tiempo.
Rachelle miró hacia el bol en el que Amélie había estado revolviendo. Estaba
lleno de una pasta blanca.
—¿Bismuto? —preguntó.
Amélie hizo una mueca.
—Con tiza mezclada. Es muy caro de otra manera, para practicar. Sólo un
momento, y traeré mis otras brochas. —Se giró entonces.
El estómago de Rachelle se encogió.
—¿Ahora? Yo no…
—No estás en medio de una caza, ¿no? ¿El rey no te ha enviado a una búsqueda
desesperada? Entonces puedes sentarte aquí durante diez minutos y dejar que
practique pintándote la cara. —Con un escándalo, Amélie puso en la mesa una bandeja
llena de brochas y varios tarros. Colocó la cabeza de Rachelle hacia atrás y ajustó el
ángulo—. Ahí. No te muevas.
Hace dos años, Rachelle había salvado a Amélie del engendro del bosque que
asesinó a su padre. Otra chica se hubiera considerado en deuda y lo habría pagado
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tiempo atrás. Amélie simplemente había decidido que serían amigas, y seguía
insistiendo en ello sin importar lo que cualquiera dijera.
Cada vez que Rachelle la visitaba, siempre pensaba: no debes regresar. Parecía
una traición dejar que alguien tan inocente le agradara. Y probablemente sería la ruina
de Amélie algún día; por la manera en que la gente se estaba volviendo en contra de los
vinculados de sangre, cualquiera que fuera amiga de ellos estaría en problemas muy
pronto. Pero nunca había podido mantenerse al margen, debido a lo que Amélie estaba
haciendo ahora. Deslizó tres dedos en la frente de Rachelle para mantenerla firme,
mordiéndose el labio, y empezó a extender pintura blanca por su cara con golpes
dulces y seguros.
Nadie tocaba a Rachelle así. No desde que se había convertido en una vinculada
de sangre. Nadie la tocaba sin intentar luchar contra ella, seducirla o llevarla a algún
lado. Nadie excepto Amélie.
Jamás la volveré a ver de nuevo, pensó.
Si encontraba a Joyeuse, lucharía contra el Devorador cuando regresara, y no
parecía muy probable que sobreviviera a matar a su maestro. Si no podía encontrarla…
Aun así, lucharía. Y sin duda moriría.
—Mira al techo —dijo Amélie, y la brocha hizo cosquillas bajo los ojos de
Rachelle.
Amélie también moriría. Si el sol y las estrellas desaparecían, si los nacidos del
bosque cazaban a los hombres por los bosques como los zorros cazaban conejos…
Amélie jamás perdería su dulzura lo suficientemente rápido para convertirse en alguien
que pudiera sobrevivir en ese mundo.
Así que Rachel no podía fallar.
—Me voy al Château de Lune en tres días —dijo.
—Qué suerte —suspiró Amélie.
—No voy allí para bailar en las fiestas —dijo Rachelle—. Voy como
guardaespaldas.
—¿De quién? —preguntó Amélie. Su lengua sobresalía de entre sus labios como
siempre hacía cuando pintaba un trozo difícil en la cara de Rachelle.
Rachelle se encogió de hombros, avergonzada por razones que no podía
entender.
—Armand Vareilles —murmuró.
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llevar un vestido bonito, y sabes que te verás ridícula si no tienes a alguien que te
ponga el maquillaje y lo haga bien, y no podrías contratar a alguien bueno aún si tu vida
dependiera de ello, así que yo, porque soy tu amiga fiel, te ayudaré.
Cruzó los brazos y asintió. Rachelle estaba a punto de decirle que ningún
guardaespaldas que quisiera ser efectivo llevaría jamás un gran vestido, pero entonces
se dio cuenta que había un borde de nerviosismo en la sonrisa de Amélie. Y no podía
soportar la idea de destruirla.
—Está bien, probablemente tenga que bailar —dijo, y se dio cuenta que era
cierto. Erec lo encontraría muy gracioso, así que haría que ocurriera—. Pero no tienes
que venir a ayudar.
Quería a Amélie allí con ella. En ese instante se dio cuenta de lo mucho que
quería pasar sus últimos días con la única persona que la miraba con un afecto simple,
sin exigencias. Pero podrían ser los últimos días de todo el mundo con luz solar. Si
Rachelle fracasaba, Amélie moriría sola, lejos de su madre y rodeada de desconocidos.
Rachelle quizás la vería morir.
No podía permitírselo.
—Quiero hacerlo —dijo Amélie dulcemente, su sonrisa desapareciendo
lentamente—. Es mi única oportunidad. Para hacer… esto —señaló la cara de
Rachelle—, y que alguien lo vea. —Su voz se alzó todavía más—. Mi madre podría
darme permiso una semana o dos, pero no… no más. Ya sabes.
Rachelle lo sabía. Por eso Amélie nunca había practicado maquillar a nadie
excepto a Rachelle: porque después de que su marido muriera, Madame Guignon se
había hecho cargo del negocio de hacer medicinas como si estuviera destinada a salvar
a todas las personas enfermas del mundo, aunque no hubiera salvación ni para la mitad
de ellos, y Amélie se había propuesto ayudar a su madre, aunque la meta de su madre
nunca se cumpliera.
Hace dos días, darle a Amélie esta oportunidad hubiera sido todo lo que
Rachelle quería en este mundo.
—No puedo dejar que lo hagas —dijo—. Es demasiado peligroso.
Amélie ladeó la cabeza.
—¿Por qué? —preguntó—. ¿Qué esperas? ¿Un golpe de Estado? ¿Una rebelión?
—No si depende de mí, pero…
—¿Hambruna? ¿Una plaga? ¿Rayos del cielo? —Amélie se echó hacia delante—.
¿O engendros del bosque salvajes en la calle? Porque podría recordarte que, el Château
de Lune es el único lugar donde eso no ocurre.
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mejilla. Se obligó a mirar a Amélie, quien ahora la había visto ser besada y halagada por
el más famoso e incorregible de todos los vinculados de sangre.
Amélie frunció sus labios.
—Así que ese es Monsieur d’Anjou. Pensé que sería más lindo. —Habló con la
misma un poco remilgosa, un poco divertida voz que utilizaba para describir a los
clientes más problemáticos de su madre. Como si nada hubiera cambiado.
Rachelle rio temblorosamente y dijo—: Deberías decirle eso. Podría ser la
primera vez que lo escucha. —Contempló el caos de vestidos—. ¿Tienes alguna idea de
cómo se supone que me ponga esto?
—No lo haces —dijo Amélie—. Tú sólo te quedas quieta y me dejas ponértelo.
—¿Sabes cómo hacerlo?
Amélie hizo una mueca.
—Más o menos. Debe haber una camarera que nos ayude, así que estoy segura
que haremos que funcione. —Hizo una pausa, y después dijo—: Así que, ¿Monsieur
Vareilles está aquí?
Rachelle suspiró.
—En el dormitorio de al lado.
—¿Todavía no te agrada? —La voz de Amélie fue suave; no miraba del todo a
Rachelle, como si supiera que ésta pregunta podría ser difícil.
—Nunca dije… —comenzó Rachelle.
—Que no te gusta. —Amélie recogió un vestido y lo sacudió. Su voz era
tranquila y realista—. No estoy enojada. Sólo me pregunto por qué.
Había cientos de razones, y solamente una era la que realmente importaba:
Armand había hecho que el día más terrible de su vida se convierta en una broma. Que
el nacido del bosque en realidad nunca había podido amenazarla, porque había habido
alguna otra salida. Que si ella hubiera sido lo suficientemente inteligente, lo bastante
valiente o lo bastante santa, podría haber desafiado al Gran Bosque por sí misma y
habría sobrevivido.
Rachelle no se hacía ilusiones. Había elegido mal. Pero sabía más allá de toda
duda que había habido solamente dos opciones.
Jamás podría decirle eso a Amélie. Porque Amélie nunca había dicho, ni una vez,
absolutamente nada sobre lo que había hecho Rachelle. Nunca la había mirado como si
|
fuera algo malvado o inhumano. Desde la noche que se conocieron, Amélie había
estado trabajando duro para pretender, como un hábil engaño que había sido pintado
con un pincel, que Rachelle no era más que otra chica que merecía estar viva.
—Él quiere que todos sepan que es un santo —dijo Rachelle finalmente.
—Hmm. —Amélie empezó a doblar el vestido—. Bueno, dicen que tiene razón.
Rachelle resopló.
—Hay un montón de mendigos sin manos que no tienen ni siquiera unas de
plata para sustituirlas, pero nadie los llama santos.
—El obispo Guillaume dice que muchos mendigos son más santos que un abad,
y debemos esforzarnos para ver la Aurora en los desafortunados —dijo Amélie
piadosamente. Rachelle nunca había sido capaz de descifrar si era sarcástica o sincera
cuando utilizaba esa voz, pero siempre se había reído de todos modos.
Esta vez no rio. Su cuerpo se había enfriado. No pudo evitar decir—: No sabía
que te gustaban sus sermones.
Amélie se quedó inmóvil. Después de un momento dijo en voz baja—: No me
gustan todos sus sermones. Pero a veces habla amablemente. Y ha hecho cosas
maravillosas por el hospital. Lo he visto… —Hizo una breve pausa—. Él no tiene miedo
de los enfermos, como algunas personas lo están.
Porque no le tiene miedo a nada, deseó gritarle Rachelle. Ni siquiera tiene miedo a
que Dios lo juzgue por usar sus sermones para ganar poder.
Pero Amélie podría no creerle. Si Rachelle trataba de hacer que escogiera en
quién confiar, ella o el obispo, no quería saber lo que haría Amélie.
No tenía derecho a pedir más. Amélie estúpidamente había elegido confiar en
Rachelle; no podía quejarse si confiaba en el obispo como una tonta.
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En las más oscuras sombras del bosque se encuentra una casa.
Sí. Aunque el sol cabalga alto en el mundo exterior, en el corazón del Gran Bosque,
esa casa permanece en calma. Está tallada en madera de la manera más hábil; desde cada
poste y dintel salta una profusión de hojas, flores, lobos, aves y pequeños hombres
retorcidos. Y bocas. Y dientes.
Las paredes están selladas con sangre. El techo está cubierto de huesos.
Dentro de esa sangrienta casa vivía la Vieja Madre Hambre, la primera y más vieja
de todos los nacidos del bosque. Sus dedos eran delgados y blancos como el hueso; tenía
el cabello largo y oscuro como la noche. Ella había bailado ante el Devorador cuando no
era más que una chica humana, y lo deleitó tanto que la adoptó como suya. Ella le había
ayudado a tragarse el sol y la luna, y así traer a todo el mundo a la oscuridad. Y ahora era
su función formar a los hijos de los hombres que se convertirían en nacidos del bosque, y a
aquellos que se convertirían en recipientes vivientes del Devorador.
Si Tyr iba a convertirse en un recipiente apropiado para el Devorador, un puente
entre esa vasta hambre negra y el mundo, entonces debía olvidar su nombre. Así que lo
colocaron en el sótano más profundo de la casa, dentro de una pequeña jaula de hueso, y
le dijeron que él estaba muerto. Cada vez que le llevaban comida, antes de que pudiera
comer, primero debía cantarles una canción:
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Si Zisa iba a convertirse en una verdadera nacida del bosque, debía destruir el
corazón humano en su interior. Así que ella era la única que le llevaría su comida y le
exigiría la canción. Pero cada vez que la Vieja Madre Hambre dormía, Zisa se escabullía al
sótano de nuevo, y en la oscuridad le susurraba que su nombre era Tyr y que ella era su
hermana.
El espíritu de Tyr vagaba lejos en la oscuridad y el sueño, y durante mucho tiempo
no quiso hablar, sin embargo, Zisa le imploró. Ella estudió las artes de los nacidos del
bosque, hasta que un día se arrastró hasta el sótano de Tyr y le cantó una canción que
comandaba sueños, y Tyr volvió su rostro hacia ella, aunque sus ojos permanecieron
cerrados.
—Hermano, ¿qué te mantiene dormido? —preguntó ella.
—Hermana, estoy soñando con el Devorador. Él es un lobo, y me roe hasta que no
queda nada más que huesos. Y eso es bueno —respondió.
—¿Cómo puede ser bueno? —preguntó Zisa.
—Sólo los restos del lobo pueden matar al lobo —susurró Tyr.
La próxima vez que Zisa le llevó a Tyr su comida, él le cantó a ella:
Zisa se estiró a través de los barrotes de la jaula y envolvió sus manos alrededor de
|
las de él.
—No va a llegar a eso —dijo.
Traducido por Jo
de forma hexagonal que era considerada una de las maravillas del Château de Lune.
Personalmente, Rachelle no podía ver el atractivo. Primero, no tenía soles o lunas en
ninguna parte, lo que le hacía inútil para ella. Y segundo, se veía como si alguien
hubiera vomitado arte en todas las superficies disponibles. Las seis paredes estaban
prácticamente cubiertas con pinturas de marco dorado de todas formas y tamaño. El
techo era sólo un mural, pero era todo un desastre retorcido de tela ondulada y
extremidades enredadas que no podía descifrar qué representaban. Alrededor de los
bordes de la habitación se alternaban estatuas de mármol blanco y negro, todas ellas
contorsionadas en poses febrilmente apasionadas.
Agrégale a eso seis mesas de tortas, helados y tazones de ponche, un grupo de
siete músicos tocando violín, trescientas velas, y quién sabe cuántos cortesanos, y el
resultado era un salón que hacía que Rachelle se sintiera como si estuviera siendo
golpeada en la cara tan sólo al mirarlo.
No ayudaba que Armand hubiera entrado a la habitación con el rey, lo que
significaba que Rachelle entró un paso detrás de ellos, justo en medio de toda esa
variedad. La habitación se quedó quieta y silenciosa por la entrada del rey; la masa de
personas se vino abajo en reverencias y saludos para luego levantarse otra vez, como
una ola moviéndose y fluyendo. El bajo rugido de las conversaciones regresó.
Instantáneamente, fueron rodeados por una exquisita multitud de personas —
manando seda y encaje, polvos y joyas— quienes debían hablar con el rey o Armand.
De acuerdo a un conjunto de precisas y secretas reglas, cada uno de ellos dio una
reverencia, o besó una mano, o recibió un beso en la mejilla.
Luego veían a Rachelle, a veces una rápida y encubierta mirada, a veces una
mirada abiertamente nerviosa. Pero no intentaron hablarle, tal vez porque estaba en
sus ropas normales de patrullera. No estaba aquí para pretender pertenecer a la
brillante multitud.
Estaba allí para encontrar a Joyeuse. Pero después de algunas miradas
cuidadosas, Rachelle estaba bastante segura que no había soles o lunas en ninguna
parte de las decoraciones. Lo que significaba que las próximas horas serían un tonto
malgasto de su tiempo, y ni siquiera sabía cuánto tiempo le quedaba.
Luego una mujer habló desde atrás de Rachelle.
—Buenas noches, Armand. ¿Quién es tu alegre amiga?
Rachelle se giró y vio una joven mujer casi incolora. Su piel tenía un empolvado
muy palido, sus rizos eran de un apagado color linaza, y su vestido era de pura seda
blanca. Tiras de perlas rodeaban su bajo escote, reunían las infladas mangas justo
debajo de sus codos, y recorrían en fila el centro de su corpiño. El único lugar de color
era un simple y grande rubí que colgaba de su cuello. Su rostro era delgado, plano y
|
—Si prometes nunca decirme así de nuevo —dijo Armand—, haré cualquier
cosa que quieras.
La Fontaine suspiró mientras tomaba su mano de metal.
—Desafortunadamente, no puedo decir mentiras.
Lo atrajo al centro del salón, donde parejas de bailarines se movían unos entre
otros en majestuosas filas.
—Me sorprende que el santo pueda realmente bailar—dijo Erec detrás de ella.
Rachelle se estremeció. Normalmente Erec no era capaz de acercársele
sorpresivamente de esa forma.
—¿Y dónde has estado? —preguntó ella, dándose la vuelta.
—Haciéndome sentir bienvenido. —Levantó su copa hacia ella—. Pero, ¿dónde
estabas tú esta tarde?
El corazón de Rachelle palpitó fuerte, pero habló tranquilamente.
—Conociendo la extensión del Château.
—Creo que para ser el guardaespaldas de un santo necesitas tácticas diferentes
que cazar en solitario —dijo Erec, y a pesar de que su voz era en tono de broma, la
mirada que le dio no lo era.
—Creí que dijiste que sus ayudantes podían vigilarlo —dijo Rachelle.
Erec se encogió de hombros y se relajó.
—Oh, pueden. Y entre tú y yo, no creo que nos vaya a dar muchos problemas.
—Sonrió para sí—. Pero si el rey escucha que te has alejado de su hijo, se podría enojar.
Rachelle asintió, esperando que su furia no se mostrara en su rostro. Así que
tendría que buscar de noche. Podía hacer eso. Si tenía que hacerlo, no dormiría hasta
que hubiera encontrado a Joyeuse.
—Yo, por el otro lado, me enojaré si no te vistes mejor para el siguiente evento.
—Erec la miró de pies a cabeza—. ¿Qué te poseyó para entrar en la habitación con ese
disfraz?
—Quería llevar todos mis cuchillos —dijo Rachelle.
—Querida, te prometo que las conversaciones no son tan cortantes.
—Me trajiste para ser un guardaespaldas —dijo Rachelle—. Y me niego a luchar
con alguien mientras uso un vestido elegante.
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enfrentado al miedo.
Pero no podía haberse enfrentado a un nacido del bosque.
—Sé que no lo ha hecho —dijo Rachelle—. También lo sabes. Lo que el Bosque
demanda, no lo deja ir. Si hubiera sido marcado, y si se hubiera negado a matar, la
marca lo habría asesinado en su lugar. Así es como funciona.
—Un mundo sin fin, amén —dijo Erec—. Y sin embargo aquí está, y bailando.
—Porque perdió sus manos y no quería compasión de los demás, así que intentó
ser un santo en vez de eso —dijo Rachelle—. ¿Qué más podría ser? ¿Un milagro?
—Eso es lo que todos los demás piensan.
—Eso no tiene sentido. —¿Estaba la música yendo más rápido, o era sólo su
rabia lo que hacía que el remolino del baile pareciera más rápido, más agudo?—. Tres
mil años desde Tyr y Zisa. En ese tiempo, los nacidos del bosque deben haber marcado
a diez mil personas, todas habiendo tenido que morir o matar, ¿y ahora Dios decide
ahorrarle a alguien la elección? ¿Qué tipo de milagro es ese?
—Tú eres la que todavía tiene fe —dijo Erec—. Tú dime.
—No tengo fe —dijo Rachelle—. Si la tuviera, no estaría aquí.
La fe era confianza. Las personas que la tenían nunca se convertían en
vinculados de sangre, porque antes que matar, yacerían y morirían y confiarían en que
Dios lo arreglaría todo.
—¿En serio? —Erec bajó la mirada hacia ella, y por una vez no había diversión o
condescendencia en su voz—. Entonces, ¿por qué siempre estás haciendo penitencia?
—No lo hago —dijo Rachelle. La única penitencia apropiada era su muerte, y le
quedaba demasiada pelea en ella para eso—. Sólo estoy haciendo lo que me
enseñaste.
—¿Ah, sí? —dijo Erec—. ¿Cuándo te enseñé a vivir en un desván miserable y
patrullar las calles sin descanso?
—Cuando llegué —dijo Rachelle—. Me dijiste que no había vuelta atrás, y por lo
tanto, que debería utilizar lo que soy ahora.
Era por lo que lo consideraba un amigo, sin importar cuánto la molestara a
veces. Rachelle había ido a Rocamadour porque quería vivir. Pero una vez que había
llegado allí, una vez que había sido aceptada como vinculada de sangre del rey y supo
que podía vivir al menos un poco más, se dio cuenta que no tenía otra razón para vivir.
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Había pasado días completos en cama, demasiado nublada de miseria para ponerse de
pie; cuando fue arrastrada a luchar con los engendros del bosque, se lanzó a sus garras,
medio esperando la muerte. Fue Erec quien se había burlado y la había provocado para
que practicara con la espada; Erec quien la había besado hasta que quiso volver a vivir;
Erec quien le había dicho que utilizara lo que era.
Y una vez que se había dado cuenta que podía ser útil —que su poder, si bien
retorcido, también podía proteger— no había habido forma de detenerla.
—No me refería a esa manera —dijo Erec.
—Bueno, no, por supuesto que no —dijo Rachelle cariñosamente—. Qué malo
para ti.
Cuando habló, la música se terminó; Erec le dio una profunda reverencia.
—Realmente no entiendo tus recatos —dijo él—. ¿Es por tu maldita alma de la
que tanto te gusta hablar? Si estás condenada al infierno sin importar qué, bien podrías
disfrutarlo.
—Si estoy condenada, ¿cuál es el punto de pretender que no lo estoy? —
preguntó Rachelle. La gran y colorida multitud parlanchina giraba alrededor de ellos, y
sintió como si estuvieran observándola a través de un enorme abismo. No comprendía
cómo Erec o cualquiera de los vinculados de sangre podían soportar pretender que
formaban alguna parte de este brillante mundo sin preocupaciones.
—¿Realmente lo crees?
Hubo una nota extraña en su voz; así que ella levantó la mirada, y entonces tuvo
tan sólo un breve instante, que hizo que su estómago diera un vuelco, para darse
cuenta de lo que él estaba a punto de hacer antes de que la sujetara por los hombros y
la besara.
Recordó que le gustaban sus besos, pero había olvidado cuánto. Sentía como si
el Bosque estuviera creciendo y creando sombras dentro de ella, enormes, insensatas y
salvajes. Cuando finalmente la soltó, estaba temblando.
—Sí, Mademoiselle —susurró—. De todas formas, evitemos pretender.
Y por un momento, pudo ver el Bosque. Troncos sombríos levantándose entre la
multitud como pilares; vides envolviéndose en las estatuas y disperas sobre las
pinturas; los candelabros proyectando sombras de hojas. Aves carmesí de cuatro alas
revoloteando entre los bailarines. No podía escuchar la música o el cotorreo de la
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multitud, solo el suave y enorme susurro del viento entre las infinitas ramas.
Luego pestañeó y se había ido, tan rápido que podría haberlo imaginado. Debe
haberlo imaginado: el Château de Lune estaba demasiado protegido para que el
Bosque se manifestara aquí, y si lo hiciera, lo vería durante más tiempo que un rápido
instante.
Eso era cuánto poder tenía Erec sobre ella: podía hacerla pensar que estaba
viendo el Bosque.
Y ahora estaba sonriéndole engreídamente.
—No creo haberte dejado sin palabras nunca antes.
Quería abofetarlo. Le había dicho que jamás la besara de nuevo. También quería
olvidar lo que había dicho y atraerlo por otro beso. Pero cualquier reacción lo
entretendría. Ese era el problema con Erec: todo siempre era un juego para él, y
siempre ganaba.
En vez de eso, intentó verse aburrida. Pero sabía que se estaba sonrojando, y de
todas formas era demasiado tarde. Él sería insufrible con ella por el resto de la noche.
—Gracias por el baile —dijo inexpresivamente, dándose la vuelta.
—No me digas que ya te vas.
—Buenas noches. —No había planeado realmente irse de la recepción, pero
ahora que le había pedido que se quedara, se negaba a darle la satisfacción.
—¿Qué hay de tu carga?
—Lo llevaré conmigo. —El baile había empezado otra vez; marchó directamente
a través de las parejas que giraban hacia Armand, y quitó su mano de la Fontaine.
—Nos vamos —dijo, y lo arrastró con ella por la multitud, todos estaban
mirando, ¿pero a quién le importaba? Y salieron por un par de grandes puertas de
paneles de vidrio hacia el jardín. Afuera había un largo y herbáceo camino alineado por
robles decorados con luces.
—¿A dónde vamos? —dijo Armand luego de unos momentos, mientras ella
seguía arrastrándolo por el camino.
Rachelle no había considerado eso, pero no iba a decírselo.
—Por allá —dijo, y no redujo la velocidad.
—No es que me moleste el aire fresco —dijo Armand, luego de otro
momento—, ¿pero te das cuenta que todos allí dentro creen que me arrastraste afuera
|
—Supongo que es más fácil que pensar en el hecho de que estamos solos y que
no hay nadie que me escuche gritar.
—¿Realmente crees que te arrastré aquí afuera para matarte? Me metería en
problemas por eso, y no vales la pena.
Él rio. Era una risa curiosamente abierta, sus hombros sacudiéndose y sus ojos
arrugándose.
—Me tranquilizas mucho.
—No —dijo Rachelle—, sólo soy honesta. Si estuviera tratando de
tranquilizarte, prometería no lastimarte.
Traducido por Scarlet_danvers
nariz del rey. Tal vez ella simplemente había decidido ir hasta el final y ocultar la espada
en el único lugar en el que el rey Louis nunca esperaría que una esposa del bosque se
atreviera a ir. Y había algunos encantamientos que las esposas del bosque que sólo
funcionaban en respuesta a la voluntad del titular, Rachelle lo sabía. La puerta podría
abrirse sólo para alguien que ya sabía que estaba allí.
Valía la pena intentarlo.
Pero tendría que esperar a que no hubiera un centenar de personas
congregadas en la sala.
Más tarde esa noche, cuando el Château finalmente había comenzado a
calmarse, Rachelle se deslizó en las cámaras del rey.
Había guardias de pie fuera de las puertas, pero no eran vinculados de sangre, ni
siquiera estaban bien entrenados, en opinión de Rachelle. No oyeron nada cuando ella
se deslizó a través de las ventanas que nadie se había molestado en cerrar.
Por supuesto, nadie esperaba que un vinculado de sangre estuviera colándose
en la cámara del rey para buscar una antigua espada escondida detrás de una puerta
mágica.
Esa mañana, la sala de estar del rey se había sentido como una diminuta jaula
brillante. Ahora, sin toda la multitud y llena de sombras, parecía mucho más grande.
Una puerta oculta se sentía realmente posible en esta silenciosa y soñada habitación.
Rachelle se dio la vuelta lentamente en círculo, mirando hacia la luna pintada,
hacia el mosaico del sol. Se veía como el lugar perfecto, pero las únicas puertas que
podía ver eran las normales, puertas sólidas hacia el dormitorio y fuera al pasillo.
Había estado pensando en la puerta todo el día. Si había permanecido oculta
desde los reyes de Gévaudan por trescientos años, tenía que haber sido oculta con
algún encantamiento de las esposas del bosque. Probablemente era un encantamiento
de las esposas del bosque, y eso significaba que ella debía ser capaz de sentirlo. Pero
no sentía nada.
El viento se agitó contra su cuello.
Las ventanas estaban cerradas.
Rachelle se quedó inmóvil, su corazón latiendo más fuerte. Y entonces las vio:
sombras en la pared, en forma de hojas sacudidas en el viento, a pesar de que no había
ramas fuera de la ventana para que las formara.
Una brisa fría trazó su mejilla y luego se quedó inmóvil. La sombra de hojas se
desvaneció en sombras simples, normales. El Bosque se había ido, pero había estado
|
aquí, sólo por un momento. Estaba segura que no lo había imaginado esta vez. El
Bosque se había manifestado en el Château de Lune, donde cualquier rastro de su
poder debería ser imposible.
Quizás el Bosque estaba simplemente haciéndose demasiado fuerte para las
protecciones en el castillo. O tal vez estaba de pie justo al lado de la puerta hacia el
Bosque.
Seguía sin sentir nada. Pero sabía cuán bien escondidos podrían estar algunos
encantamientos de una esposa del bosque hasta que fueran despertados.
Rachelle se acercó a la pared más cercana y puso la mano en contra de ella. Era
de madera sencilla cubierta de pintura y enchapado de oro, pero cerró los ojos y buscó.
Despertar encantamientos nunca había sido uno de sus puntos fuertes. Era un
extraño movimiento hacia los lados al que su cuerpo no estaba acostumbrado. Durante
los primeros seis meses de su formación, todo lo que había sucedido cuando lo intentó
fue que movió sus orejas. Incluso después de aprender a hacerlo bien, la piel de su
cuero cabelludo todavía temblaba cuando despertaba un encantamiento.
Ahora se concentró hasta que le dolió la cabeza, pero no sintió que algún poder
respondiera en la pared debajo de sus dedos.
Con un suspiro, abrió los ojos y miró alrededor de la habitación en penumbra.
Los encantamientos tenían que ser tocados para ser despertados; estar de pie cerca de
ellos no era suficiente. No era una habitación grande, pero le llevaría mucho tiempo
poner las manos sobre cada parte de la pared.
Tenía que intentarlo. ¿Qué podía perder?
Rachelle dio un paso hacia delante y llevó la mano a la pared de nuevo. Y de
nuevo. Y de nuevo. Despertar un encantamiento era una cosa tan sencilla, ni siquiera
estaba realmente usando parte de su poder, y sin embargo, el esfuerzo empezaba a
marearla. Aun así, siguió intentándolo, moviéndose lentamente por la habitación. Tenía
que encontrar la puerta, incluso si eso significara arrastrarse a través de cada
habitación en el castillo.
En el pasillo fuera, alguien estaba cantando, probablemente algunos cortesanos
borrachos tambaleándose a sus habitaciones, pero no importaba. Nada importaba
excepto encontrar la puerta.
El canto irregular se detuvo, lo cual fue un alivio; el maullido hacía difícil
concentrarse…
Entonces se dio cuenta que la gente todavía estaba en el pasillo, charlando y
|
R
achelle siguió buscando durante la siguiente semana.
Había una fuente en el jardín este que tenía en su
tazón un mosaico del sol. Se sentó junta a esta por una hora
hasta que la luna brilló sobre su cabeza. Pasó sus dedos por
el agua, cerró sus ojos y buscó, pero no pudo encontrar
ningún encantamiento escondido allí.
Había un reloj con forma de luna situado en el techo de una habitación cuya
alfombra estaba cubierta por pequeños resplandores solares. El rey celebraba
audiencias allí, y por las noches permanecía cerrada con llave, las ventanas enrejadas;
|
Rachelle intentó encontrar en dónde tenían la llave, pero se rindió e irrumpió allí una
noche. No había nada dentro, y al día siguiente tuvo que ayudar a Erec a cazar al ladrón
inexistente.
Era una locura. Cazar engendros del bosque era simple: oía en dónde habían
aparecido, se sentaba en el techo en el vecindario hasta que los veía o sentía el poder
del Bosque a su alrededor. Luego los perseguía y los mataba.
Pero esta puerta no era algo que podía ser perseguido o cazado; debía ser
buscada y encontrada, y no tenía nada para guiarse excepto por un críptico acertijo que
parecía cada día más inútil. Y aun así no podía dejar de intentarlo, por lo que noche tras
noche vagó por el Château. Para el momento en que se acurrucaba en su cama, estaba
casi lista para llorar de frustración tanto como de agotamiento.
Los días eran igual de malos. Hora tras hora desperdiciada de pie junto a Armand
en las fiestas después de las audiencias posteriores a las funciones de la corte. Era
aburrido hasta morir. Al principio ignoraba lo que decían las personas a su alrededor,
pero luego se dio cuenta que oírlos era mejor que el regreso de la Noche Eterna,
además que no quería salvar a Gévaudan del Devorador solo para que sea gobernada
por el obispo. De modo que observó a la gente que se acercaba a Armand. Se
inclinaban a él, besaban sus manos plateadas y rogaban por tener su bendición. Pero si
había alguna conexión en la brillante conversación, ella no podía oírla.
Armand difícilmente le dirigía la palabra. Él sonreía, asentía y balbuceaba un
océano de cumplidos al resto de la corte. Pero cuando ellos estaban solos, miraba a la
pared y no decía nada.
Amélie por su parte, siempre estaba intentando persuadir a Rachelle para que la
dejara seguir aplicándole cosméticos.
—Dijiste que podía practicar en ti —dijo ella—. Teníamos un trato.
—Lo sé —dijo Rachelle—. Lo harás. Sólo que no ahora.
Sabía que si se sentaba y dejaba que Amélie comenzara a pintar su rostro, se
relajaría. La horrible presión en su pecho cesaría. Y no podía permitirlo. No podía
soportar que esa agonizante tensión se fuera cuando todo lo que se interponía entre
ella y derrotar al Devorador era una simple puerta que no podía encontrar.
Rachelle comenzó a preguntarse si Armand había estado mintiendo cuando le
contó la historia sobre el príncipe Hugo.
Entonces una noche, luego de horas de vagar por el Château, se sentó mirando
la oscuridad y comenzó a frotar el hilo fantasmal alrededor de su dedo.
|
Una vez había enrollado el hilo en sus dedos todos los días, y eso no había sido
una maldición.
El recuerdo la agarró de repente, como manos alrededor de su garganta: la tía
Léonie sentada a su lado, desenredando suavemente la maraña que ella había hecho
cuando intentó formar un nuevo patrón.
Había sido un encantamiento para revelar cosas ocultas. El patrón en sí era
bastante simple, pero una vez entretejido, debía ser despertado con precisa
concentración, o el poder que éste contenía podía salir terriblemente mal. Rachelle se
había dado dolores de cabeza intentándolo, pero nunca lo había logrado, y la tía Léonie
le había arrebatado el encantamiento antes de que fuera demasiado mal.
Ella se había enojado por ello. Había querido dominar el encantamiento para así
usarlo contra los nacidos del bosque que se agrupaban en el bosque.
¿Y si lo usaba para encontrar a Joyeuse?, se preguntó.
Había visto algunos encantamientos de las esposas del bosque varias veces
desde que se convirtió en una vinculada de sangre, y había sido capaz de sentir el poder
entretejido entre ellos. Había supuesto que eso significaba que sería capaz de
despertarlos. Pero crear uno… eso era diferente. En tres años, Rachelle nunca había
intentado hacerlo; simplemente había asumido que era imposible, ya que ahora era una
de las cosas que esos encantamientos repelían.
Pero no perdería nada con intentarlo.
Amélie estaba perpleja, pero le dio a Rachelle un pedazo de hilo de su cesta de
tejer con bastante facilidad. Esa noche Rachelle no fue a vagar por el castillo, sino que
se quedó sentada en su cama, atando y atando el hilo en sus dedos.
Incluso luego de tres años, sus manos aún recordaban cómo moverse, pero eran
torpes, como si no estuviesen conectadas a ella.
Lentamente, comenzó a formar el encantamiento; tres bucles entrelazados uno
alrededor del otro, con un nudo en el centro. Pensó que estaba bien. Estaba casi segura
que era la forma correcta, y mientras lo miraba, pensó que sentía un ligero atisbo de
poder.
Si no es despertado propiamente, puede ser destructivo, había dicho la tía Léonie.
Rachelle se deslizó fuera de la cama. Recorrió casi todo el camino de vuelta al
Salón de los Espejos, pero se detuvo en un corredor oscurecido cerca de ahí, porque no
quería desatar algo tan destructivo alrededor de tanto vidrio.
Bajó la mirada hacia el encantamiento en su mano: tres pequeños aros y dos
|
ella todavía se sentía humana. Tampoco pensaba que Erec ya estuviera listo para dejar
la corte.
Rachelle sabía que tendría que estar asustada, pero todavía estaba demasiado
aturdida por la destrucción del encantamiento; su cabeza se sentía fría y vacía.
Lentamente se enderezó. El piso pareció sacudirse debajo de ella cuando se movió, así
que puso una mano contra el piso para estabilizarse y jadeó con dolor. Sus palmas
estaban en carne viva y llenas de sangre.
Con una respiración lenta. Dos. Miró alrededor: el Salón de los Espejos todavía
seguía en pie y el Bosque desvaneciéndose mientras ella observaba. Todo estaba bien,
a pesar de lo que tía Léonie había dicho.
Luego notó que los espejos más cercanos a ella estaban hechos añicos.
Tenía que salir del salón antes de meterse en problemas.
Rachelle se las arregló para ponerse de pie, pero olvidó la sensación anterior y
trató de estabilizarse con su mano una vez más, lo que la hizo encogerse y alejarse
tambaleando de la pared.
De alguna manera regresó a su habitación sin que nadie la viera. Se subió a su
cama y un momento después estuvo dormida.
Y soñó.
Estaba en un bosque de árboles negros y muertos. El suelo estaba cubierto con
fino polvo blanco; el cielo era de un monótono gris. En frente de ella, a través de los
árboles, podía ver una pequeña cabaña.
Todo era real: el viento frío soplando entre sus dedos, el polvo moviéndose bajo
sus pies. La áspera respiración asustada en su garganta.
Caminó hacia delante. No podía evitar que sus pies se muevan, aunque lo
intentara desesperadamente, porque incluso un vistazo de las paredes planas de la
cabaña y la puerta cerrada, su techo formado por huesos, lo hizo ahogarse con terror.
Pero aun así dio un paso y después otro. Sabía que cuando alcanzara la puerta, sería
incapaz de detenerse y la abriría. Sabía que lo que yacía del otro lado de la puerta la
destruiría.
La cicatriz en su mano derecha ardió con una terrible fuego frío, como una
última advertencia. Pero no pudo detenerse.
Un paso hacia delante.
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Luego otro.
Rachelle se despertó jadeando por aire, su cuerpo gritándole que corra. Pero no
había ningún lugar a dónde ir: la pesadilla estaba dentro de ella, era parte de ella.
Había tenido el sueño antes, una y otra vez. Todos los vinculados de sangre lo
tenían. Tarde o temprano todos llegaban a la cabaña y abrían la puerta. Y entonces se
convertían en nacidos del Bosque.
Esta noche no, pensó. Esta noche no.
Ahora que el terror disminuía, se dio cuenta que su cabeza dolía terriblemente. Y
luego recordó lo que había estado haciendo la noche anterior. Y que había fallado.
¿En qué había estado pensando? ¿Por qué había imaginado que un vinculado de
sangre sería capaz de usar el encantamiento de una esposa del bosque? Ella era una de
las cosas que esos encantamientos estaban destinados a matar.
También era una de esas cosas que Joyeuse estaba destinada a matar. Tal vez
esa era la razón por la que no podía encontrarla.
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Traducido por Selene1987
que ella pudiera hacer. Lo había intentado una y otra vez y lo había hecho lo mejor que
podía, pero nada de eso había ayudado.
Quizás encontrar a Joyeuse había sido el sueño de un tonto todo el tiempo.
Quizás debería haber pasado el tiempo preparándose para luchar contra su nacido del
bosque.
—¿Qué pasa? —le preguntó Amélie esa tarde.
Por una vez Armand no era requerido en ningún sitio del Château. Rachelle
podría haber sido capaz de escabullirse y buscar la puerta sin que Erec se enterara, pero
hoy no tenía ganas de intentarlo. Lo intentaría, una y otra vez, hasta que el tiempo se
agotara y la Noche Eterna cayera y ella muriera luchando. Pero ahora mismo, su
corazón y huesos estaban hechos de plomo. Así que se sentó inmóvil y observó a
Amélie tejer. Se quedó mirando los finos cabellos castaños que sobresalían de la trenza
de Amélie, en los rápidos movimientos de sus pequeñas manos y se preguntó cuánto
tiempo alguien tan gentil sobreviviría una vez que la Noche Eterna regresara.
—¿Rachelle? —Amélie estaba mirándola directamente ahora, con la frente
arrugada—. ¿Pasa algo?
—No —dijo Rachelle rápidamente—. Nada. —La culpa retorcía su estómago.
Pero si no podía salvar a Amélie, al menos podía dejarla vivir en paz un poco más. Sin
duda no había necesidad de contarle la verdad cuando no podría salvarla.
—Por supuesto. —La voz de Amélie fue más áspera de lo que jamás le había
oído—. Nunca pasa nada. —Se quedó mirando su estambre, lo envolvió alrededor de la
aguja con un gesto particularmente violento.
Todo estaba mal. Amélie nunca se enfadaba. Rachelle se levantó de golpe.
—¿Ha pasado algo?
—Nada —dijo Amélie, aún mirando su tejido. Sus agujas repiquetearon una vez,
dos veces. Entonces sus manos se detuvieron y suspiró—. Una carta de mi madre.
Estoy preocupada.
—¿Los engendros del bosque? —dijo Rachelle, y su cuerpo se tensó con la
necesidad de luchar. Debía haber sabido que no habría suficientes vinculados de sangre
para patrullar la ciudad adecuadamente sin ella. Debería haberlo sabido, y ahora la
gente estaba muriendo y todo era por su culpa…
—¿Qué? —Amélie levantó la mirada hacia ella—. No. La revuelta. Ya sabes.
—¿La revuelta? —repitió Rachelle estúpidamente.
|
calmadamente:
—Lo sentiste, ¿cierto? ¿Al Gran Bosque? Hice que lo vieran. Puedo hacerle eso a
las personas, cuando quiera, y si no son lo suficientemente fuertes como para aguantar
la visión… —Se encogió de hombros—. Se recuperarán con el tiempo.
Se quedó mirándolo a la cara, su sosa y aburrida cara, y era más exótica que la
luna.
—¿Entonces? —dijo él—. ¿Vas a decirle a d’Anjou que no soy tan inútil como
piensa?
—¿Cómo puedes hacer eso? —preguntó Rachelle.
Él se quedó observándola durante un gran y sospechoso momento y luego dijo:
—Porque puedo ver el Bosque. En todos lados, todo el tiempo.
—¿Cómo?
—Eso no es de tu incumbencia.
Ella agarró sus hombros con dureza.
—¿Cómo puedes hacerlo?
La miró de vuelta, sus ojos grises calmados.
—No eres suficiente para asustarme, Mademoiselle.
Él no había sido marcado por un vinculado de sangre. No podía haber sido
marcado. Pero entonces, ¿cómo podía sentir el Bosque?
Armand dejó salir un pequeño suspiro que casi fue una risa y miró hacia otro
lado.
—No es una mala silla —dijo—. Si me lees en voz alta, creo que no me importará
quedarme.
—No voy a dejarte aquí —dijo ella.
—¿Me llevarás ante d’Anjou después de todo?
—No. —Sacó su cuchillo. Él no se movió, sus ojos ni siquiera parpadearon hacia
ella, pero su repentina y cautelosa calma igual se deslizó a través de ella. Estaba
cansada de ser la razón por la que la gente se ponía recelosa.
—Dijiste que el príncipe Hugo encontró una puerta por encima del sol y debajo
de la luna. ¿Crees que también podrías encontrarla?
|
Entonces sí la miró.
—¿Por qué? ¿Qué quieres con ella?
—Eso no te concierne, Monsieur. Pero si te niegas, le contaré a Erec lo que
puedes hacer y que necesitas vigilancia incluso más estricta. Buena suerte reclutando
fieles después de eso.
Pero la amenaza pareció hacer que se relajara. Sus hombros se aflojaron y le
sonrió mientras inclinaba su cabeza hacia un lado y decía:
—Adelante.
Traducido por Jo
seguirlo.
Miró con determinación hacia las cartas repartidas en la mesa e intentó no
recordar a la Fontaine encontrándola en la antecámara del rey.
—Me refiero como una invitada —dijo la Fontaine—. Le insistiré a mi señor, si
necesita una orden real.
Era probablemente algún plan bizarro para humillarla. Pero no podía permitirse
meterse en nigún problema con el rey.
—Puede llamarme una invitada si quiere —dijo ella.
La mañana siguiente, Amélie la miró a los ojos y dijo:
—Usarás un vestido esta vez. Usarás un vestido y me dejarás pintar tu rostro y
no, no tienes elección.
—No iré ahí como invitada —murmuró Rachelle.
—Sí, sí lo harás —dijo Amélie—. Un paje me entregó una nota anoche. Te invitó
oficialmente y eso significa un vestido y cosméticos.
—Quiere humillarme —dijo Rachelle—. Eso significa que no importa lo que me
ponga.
Amélie aplaudió.
—Entonces sólo tendrás que vete más hermosa que ella.
¿Qué importa?, pensó Rachelle. El mundo está terminándose y estoy atrapada
asistiendo a fiestas.
Pero entonces Amélie encontró su mirada y dijo en voz baja:
—Teníamos un acuerdo.
Si el mundo estaba terminando, le debía a Amélie mantener su promesa y
dejarla hacer lo que adoraba.
Y así fue cómo Rachelle terminó sentada en una silla junto a la mesa llena de
pequeños frascos y brochas. Amélie, de pie a su lado, tomó una brocha y la bajó de
nuevo. Puso dos dedos en cada sien de Rachelle y lentamente inclinó su cabeza de lado
a lado, escudriñando su rostro. Luego la soltó y mordió su labio.
—¿Algún problema? —preguntó Rachelle.
—La pregunta es —dijo Amélie, sonando como si acabara de llegar al final de un
largo discurso—, ¿eres lo suficientemente valiente?
|
—¿Qué?
—No puedo hacerte hermosa —dijo Amélie—. Te daré el maquillaje más
hermoso que hayas visto, pero si sólo te sientas ahí bajo él y… languideces, lucirás
patética. Es como una espada. Si no la empuñas, entonces no te sirve de nada. Está
bien si quieres lucir patética la mayor parte del tiempo, pero esta es mi única
oportunidad para mostrarle a cualquier persona lo que puedo hacer, así que no lo vayas
a arruinar. ¿Entendido?
—¿Normalmente luzco patética?
—No —dijo Amélie—, pero sí tienes una expresión de terror cuando te hablo de
vestidos.
—No soy… no sé cómo ser una dama —dijo Rachelle—. Si querías eso, debiste
haberte conseguido a alguien más.
—No —dijo Amélie—. No quiero a nadie más. Sólo entra en ese salón y
desafíalos. ¿Prometido?
—Está bien —dijo Rachelle después de un momento. Las palabras “No quiero a
nadie más” resonaron en su cabeza, desesperadamente consoladoras. Amélie no sabía
todo lo que Rachelle había hecho, así que no debería ser consuelo alguno que la
quisiera a ella, pero lo hacía.
—Bien. —Asintió Amélie con dureza. Luego levantó su voz y llamó—: ¡Sévigné!
La mucama, una baja y regordeta mujer con unos pocos cabellos grises
asomándose desde debajo de su gorro, apareció al lado de Amélie y tuvieron una corta
y rápida discusión en voz baja, Amélie frecuentemente golpeando una brocha en el
rostro de Rachelle para hacer un punto. Luego Amélie deshizo la trenza del cabello de
Rachelle y primero lo reunió holgadamente en lo alto de su cabeza, luego lo tiró todo
hacia atrás tan ajustadamente que su cuero cabelludo se sintió estirado. Sévigné
chasqueó su lengua, sostuvo el cabello de Rachelle, y pareció hacer la misma cosa, pero
comenzó otra pequeña ráfaga de discusión.
Rachelle no escuchaba lo que decían; estaban hablando en oraciones a medias
acerca de cosas que de todas formas no entendía. Dejó que el golpeteo de sus palabras
pasara sobre ella. Ambas hablaban como si ella no estuviera allí, cosa que era algo que
normalmente la llevaba a la distracción. Pero estaban hablando acerca de cómo usar su
rostro y cuerpo como un lienzo y eso la hizo sentir extrañamente atesorada.
Cuando la consulta terminó, Sévigné se fue rápidamente mientras Amélie
porcedía a trabajar con el maquillaje. Tomó el rostro de Rachelle, lo inclinó, y comenzó
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a pintar con la base en rápidas pinceladas pequeñas como un gato lamiendo leche.
La tensión de los hombros de Rachelle desapareció y el cansancio se filtró por
sus huesos. El Bosque y el Devorador dejaron de importar. El mundo se había reducido
solo a esto: la cálida presión de los dedos de Amélie inclinando su cabeza. El cosquilleo
de la brocha. El suave sonido de los labios de Amélie abriéndose, siempre chasqueaba
su lengua y hacía muecas mientras trabajaba, encogiendo la nariz o estrujando la boca
hacia un lado.
Luego vino el espolvoreado con polvo de perla. Luego el colorete, el cual Amélie
aplicó con la punta de sus dedos, frotándolo en las mejillas de Rachelle. Luego el clavo
quemado cepillando sus cejas para oscurecerlas.
—¿Puedes cubrir la marca? —preguntó Rachelle abruptamente a medida que
Amélie terminaba con sus cejas.
—No —dijo Amélie—. Si uso tanto polvo, sólo saldrá volando. Además, la marca
combina con tu vestido y el parche que pondré en tu rostro. —Levantó una pequeña
estrella negra de terciopelo—. ¿Sabías que hay todo un lenguaje en cuanto a parches?
—No —dijo Rachelle cautelosamente—. ¿Qué significa una estrella?
—Asesino.
—¿Qué?
Amélie rio.
—De hecho, significa “coraje”. —Puso pegamento sobre el parche, lo colocó en
la mejilla derecha de Rachelle, y luego lo presionó con su pulgar—. No pondría nada en
tu rostro que no fuera verdad.
—Acabas de cubrir mi rostro con diecinueve tipos de pintura —dijo Rachelle—.
No creo que quede nada verdadero.
—Tres tipos de pintura. Mírame y abre tu boca. —Rachelle obedeció, y Amélie
comenzó a poner pintura roja sobre sus labios—. Y nunca hables de mi arte de esa
manera. No te estoy pintando para esconderte. Te estoy pintando porque eres
hermosa. —Pasó su pulgar debajo del labio de Rachelle para limpiar una mancha—.
Listo. Terminado. —Le pasó el espejo a Rachelle—. Este es sólo el comienzo.
Una vez más, una dama le devolvía la mirada desde el espejo. Todavía se veía
completamente falsa; pero esta vez Rachelle se vio y pensó: Amélie cree que merezco
verme hermosa.
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—Creo que te darás cuenta que estoy invitado a la mayoría de los lugares. —
Tomó su mano y la besó.
Quería protestar, pero él solo reiría. Y Rachelle había decidido hace tiempo que
podía soportar la burla ocasional de su parte por el bien de su amistad.
—Creo que sólo te apareces en la mayoría de los lugares y la gente no se
molesta en sacarte —dijo ella—. Pero acompáñanos si quieres.
Traducido por BookLover;3 y Shilo
P or supuesto que Erec tenía que poner su mano sobre su brazo para
que así pudieran hacer una gran entrada juntos. Rachelle no luchó
por eso. Una vez que estuvieran dentro de la sala de estar de la
Fontaine, él sin duda encontraría a otras cinco chicas, más bonitas que ella y más
elegantes también, y la olvidaría, dejándola en paz.
Pero cuando atravesaron el umbral, Rachelle fue quién brevemente lo olvidó. La
sala de estar era lo suficientemente impresionante por sí misma: era muy grande, con
un techo pintado como el cielo y las paredes cubiertas con murales de verdes colinas y
pastores. (Pensó que debían ser pastores debido a sus bastones de pastores, aunque
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los holgazanes jóvenes cubiertos en seda no lucían para nada como los pastores reales
que había conocido. Pero la otra opción eran obispos, y eso parecía aún menos
probable.) La Fontaine, sin embargo, había transformado la habitación en un jardín.
Había árboles en macetas de cada clase: manzanos y robles, naranjos y palmeras. Rosas
crecían entre ellos, las esposas del bosque sureñas solían utilizar rosas en sus
encantamientos, pero Rachelle dudaba que la Fontaine supiera lo suficiente sobre la
vida real en el país para que fuera una alusión consciente.
No había soles ni lunas pintadas o esculpidas en algún lugar. Estaba tan
acostumbrada a comprobar las habitaciones, que apenas se daba cuenta que lo hacía.
Los invitados, sentados en pequeños taburetes acolchonados, por un momento
realmente lucieron como si fueran figuras de los idílicos murales traídas a la vida.
Entonces todos se giraron para mirar y susurrar detrás de sus abanicos y Rachelle
recordó que era una intrusa en este perfecto mundo pastoral. Era un lobo entre las
ovejas de porcelana y Erec probablemente le diría que no debía tener miedo, pero su
piel se erizó cuando vio sus ojos volviéndose hacia ella.
La sala volvió a la vida cuando cinco o seis invitados convergieron en Armand.
Rachelle notó sus hombros tensos mientras se presionaban sobre él y por un instante
su propio cuerpo chisporroteó con la necesidad de pelear, pero entonces él estaba
sonriendo y asintiendo hacia la multitud reunida a su alrededor y ella se dio cuenta que
solo se había estado preparando para encantar y mentir.
Ella se alejó, sintiéndose enferma y encontró que la Fontaine había descendido
sobre ellos.
—Mi querido Fleur-du-Mal —dijo, besando la mejilla de Erec—, otra vez mientes
a tu nombre. Tu presencia es una amabilidad inesperada.
—Le prometí a mi señora que la acompañaría —dijo Erec, de alguna manera
haciéndolo sonar como si Rachelle le hubiera rogado que viniera porque no podía estar
separada de él por una hora.
La Fontaine levantó sus pálidas cejas hacia Rachelle.
—¿Y tú, mi querida, cómo vamos a llamarte?
Rachelle no tenía idea de cuál era la cosa correctamente cortés a contestar, pero
todavía no estaba lista para admitir la derrota.
—¿No es “Mademoiselle” lo suficientemente bueno?
—Pero por supuesto que no —dijo la Fontaine—. Ya no estamos en el Château
de Lune; ahora estamos en la pacífica tierra de Tendre, donde no hay ni corte ni título,
sino que todos habitamos en armonía por igual. —Su voz era una mezcla tan perfecta
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de miel y vinagre que Rachelle no tenía idea de si adoraba la idea o se burlaba de ella—.
Incluso yo, la diosa del reino, soy tratada solamente por mi nombre y cualquier persona
puede sentarse en mi presencia.
—Diosa —dijo Rachelle perplejamente.
—Fue mi madre, la Belle-Précieuse, que fundó Tendre de la nada —dijo la
Fontaine—. Ella lo pobló con lo más encantador de este mundo y me lo dejó como mi
única herencia. Como hija de la Creadora Suprema, creo que puedo aspirar a esa
palabra.
—Por supuesto que usted puede reclamarla —dijo Erec—. Solamente usted
puede hacer frente a un desafío o dos.
—Con mucho gusto —dijo la Fontaine—. Los derrotaré con mi belleza como
ejército y mi ingenio como caballería. Pero eso no soluciona el problema de nuestra
querida sin nombre. ¿Cómo deberíamos llamarla?
—¿No es obvio? —dijo Erec—. Ella blande una espada para proteger a nuestro
pueblo. Seguramente “la Pucelle” es el único nombre posible para una doncella tan
valiente —dijo las palabras con una pequeña sonrisa irónica, como si la obvia diferencia
entre Rachelle y el legendario guerrero santo fuera una broma muy elegante.
Las cejas de la Fontaine se arquearon exquisitamente.
—¿Una doncella, después de todo ese tiempo a su lado? Ciertamente, un
milagro digno de un santo.
—Y aun así sería un milagro si me favoreciera —dijo Erec—. Ten piedad de mí,
porque incluso en la tierra de Tendre no recibo ninguna gentileza. —Él puso una
burlona y elegante mano sobre su corazón.
—Sí —dijo la Fontaine—. Me gusta. Y simplemente piensa… —Se giró de nuevo
a Rachelle—, que tendrías tu propio día santo, sin el tedioso trabajo de la santidad.
Rachelle miró a las descoloridas joyas que brillaban en los pendientes de la
Fontaine y silenciosamente renunció a hacer sentir orgullosa a Amélie por su capacidad
de actuar como una dama.
—Maté a alguien y no me arrepiento —dijo ella, con calma y mucha claridad—.
No creo que usted me quiera en sus altares a menos que la blasfemia sea la costumbre
de su reino.
Hubo un momento de magnífico silencio incómodo en el cual Rachelle notó que
todos en la habitación los miraban, lo que significaba que todos habían estado
escuchando. Eso le dio una cierta satisfacción sombría.
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—Oh —dijo Soleil, girándose hacia Armand—. ¿No vas a comer alguno de esos
encantadores pastelillos?
—No —dijo Armand, quien parecía haberse olvidado completamente sobre ser
un mentiroso encantador. Tal vez no pensaba que Soleil fuera de alguna utilidad para
él, aunque ciertamente era bastante bonita.
—Oh, ¡lo olvidé! —dijo Soleil—. Tus pobres manos. Yo te los daré de comer.
La mandíbula de Armand se tensó ligeramente.
—No, gracias.
Soleil, que ya había agarrado un pequeño pastel con glaseado rosa, se detuvo.
—¿Pero por qué no?
—Porque no tengo hambre. —La voz de Armand permaneció tranquila y
uniforme, pero Rachelle podía ver sus hombros tensándose ligeramente y
repentinamente recordó todas las veces que ella había mantenido su voz tranquila y
uniforme cuando intentaba contestarle a Erec.
—Porque —dijo Erec, de pronto detrás de ellos; Rachelle se estremeció,
sintiéndose como si lo hubiera convocado—, está avergonzado por no poder
alimentarse por sí mismo.
Habló con el ligero tono punzante con que solía burlarse de Rachelle, por lo que
le tomó un momento darse cuenta que había estado hablando de Armand, y darse
cuenta de lo que había dicho de él.
Le tomó otro momento darse cuenta que estaba enojada.
—Pero no deberías estar avergonzado —dijo Soleil—. Pienso que es tan
hermoso, cuán dispuesto estuviste a sacrificarte, no puedo imaginarlo, por supuesto,
pero cuando intento imaginarlo, entonces siento como si también pudiera ser fuerte
y… —Mordió su labio, ruborizándose—. Por favor, por favor déjame ayudarte.
La boca de Armand se aplanó.
—Sí, deja que la chica te haga un favor —dijo Erec—. ¿No se supone que los
santos deben ser dóciles y humildes de corazón?
Aparentemente animada, Soleil empujó la torta hacia delante.
—¿Tú no…?
Rachelle atrapó su muñeca.
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—¿Mencioné que soy su guardaespaldas? —dijo—. Y no soy una santa, así que
puedo hacer lo que quiera.
Armand suspiró y levantó su mano de metal para separar sus manos.
—Mademoiselle, es usted muy amable —le dijo a Soleil—. Pero no perdí mis
manos con el propósito de hacerle sentir especial.
Soleil se había sonrojado, pero antes de que pudiera decir algo, la Fontaine
palmeó sus manos una vez. Todos en el salón se callaron.
—Suficiente charla —dijo la Fontaine—. Es tiempo para las historias. Y en honor
a nuestro invitado, propongo que cada uno contemos una historia del norte.
Soleil se levantó.
—Si me disculpa, gentil diosa —dijo tranquilamente—. No estoy lo
suficientemente bien para historias. —Luego huyó.
—Ahora la has hecho llorar —dijo Erec—. No es muy santo.
—Ahora estás hablando cuando nuestra anfitriona pidió silencio —dijo Armand.
—¿Tienes una historia para compartir, mi querido Fleur-du-Mal? —preguntó la
Fontaine, su voz resonando por la habitación como una campana.
—No, mi querida Fontaine —dijo Erec.
La Fontaine asintió regiamente.
—Entonces hemos de proceder. Tú. —Asintió hacia el joven que había llamado a
Rachelle una “chiquilla traviesa”. Se revolvió hasta ponerse de pie, tratando de sonreír
de nuevo, pero ahora sólo se veía enfermizo, y empezó una historia inconexa acerca de
tres pastoras y un abejón que era un príncipe en desgracia.
Rachelle no prestó mucha atención. Estaba demasiado ocupada mirando a
Armand y pensando. Él debía haber estado sentado en el lugar de la Fontaine en el
centro de la habitación, todos apenándose o sonriendo de acuerdo con lo que decía. Si
de verdad hubiera mentido acerca de encontrarse con el nacido del bosque, si
simplemente hubiera decidido convertir sus lesiones en fama, entonces querría fama.
Un mentiroso podría tener demasiado orgullo para ser alimentado con las manos, pero
seguramente al menos querría que una chica linda declarara que era maravilloso y
valiente.
Al menos que no fuera un mentiroso. Pero ¿qué más podía ser? Una vez
marcado por un nacido del bosque, no había manera de escapar. Matabas a alguien o la
marca te mataba. No había otra manera.
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Todos aún la miraban fijamente y Armand todavía se estaba ahogando una risa
silenciosa. El Bosque todavía estaba escuchando. Era, probablemente, la peor idea del
mundo contar esta historia cuando el Bosque estaba escuchando, pero no lo pudo
resistir. Todos eran tan inconscientes y Armand se estaba riendo junto a ella.
—Luego el nacido del bosque confió en ella lo suficiente que fue capaz de
acompañarlos al sacrificio. Pero cuando habían invocado al Devorador para así
ofrecerles a Tyr, Zisa engañó al Devorador para que la dejara caminar dentro en su
estómago dos veces para robar al sol y la luna.
—Qué encantador —dijo la Fontaine. Los pájaros en sus hombros temblaron y
se fueron.
—Zisa pretendía matarlo después —dijo Rachelle—. Pero antes que pudiera
hacerlo, el Devorador la poseyó. Entonces Tyr la mató con Joyeuse justo cuando el sol
se alzó por primera vez. Fin.
La voz de l’Étoile-Polaire fue glacial.
—¿Estás diciendo que el primero de nuestros reyes era un asesino?
—Esa es la historia que cuentan en el norte —dijo Rachelle débilmente.
—No lo juzguen tan duramente —dijo Erec. Estaba observando a Rachelle con
su familiar sonrisa; si había notado al Bosque, no daba señal de ello—. Apenas sería un
buen rey si dejaba que una parricida compartiera su trono.
—Y apenas un buen hombre si mató a su hermana —dijo la Fontaine—. Un
dilema lamentable. —Sonaba precisamente tan angustiada como si le hubieran dado
pasteles con el tipo incorrecto de glaseado.
—Pero no lo hizo —dijo Armand.
La Fontaine alzó una ceja.
—¿Tienes otra versión que contar?
—No —dijo Armand—. Si su historia es verdadera, Tyr no mató a su hermana.
Derribó al Devorador que se había escondido dentro de ella.
Rachelle lo miró. Ya no se estaba riendo; sus codos reposaban sobre sus rodillas
mientras se inclinaba hacia delante, sus cejas ligeramente juntas. Parecía simple y
seriamente interesado en la conversación.
—¿Crees que ese tipo de detalle importa? —preguntó ella.
Su boca se curvó hacia atrás en una sonrisa.
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“A mi hermano, yo maté,
A mi hermano, me comí.
Mi hermano, él me amaba,
Demasiado tarde le correspondí”.
C erca del final del salón, uno de los lacayos de Erec se giró para
susurrarle un mensaje que le hizo levantarse rápidamente, besar la
mano de Rachelle, hacer una reverencia a toda la compañía, e irse. Sin
duda era hora que arrestara a alguien o bien se encontrara con una particularmente
bella dama.
Así Rachelle y Armand fueron capaces de caminar de regreso solos, y tan pronto
como estuvieron lejos de las grandes multitudes, Armand la llevó a un pequeño rincón.
—Dime la verdad —dijo suavemente, para que los sirvientes de pie cerca no
pudieran oírlos—. ¿Por qué quieres encontrar esa puerta?
|
Era un mentiroso. Sabía que era un mentiroso, pero justo ahora se veía tan
simple y sincero como lo había hecho en el salón, discutiendo sobre cuándo era
correcto apuñalar a tu hermana en el corazón.
Así que decidió decirle un poco de la verdad.
—Para proteger a Amélie —dijo ella. Las cejas de él se juntaron—. Mi amiga —
añadió apresuradamente—. La chica que aplica mis cosméticos.
—Conozco su nombre —dijo Armand—. Pero esa no es una respuesta.
Ella se encogió de hombros.
—Eso es lo que recibirás. Ayúdame y descubrirás el resto.
Se miraron el uno al otro en silencio por unos momentos.
—¿Por qué no has amenazado a Raoul? —preguntó él.
—¿Qué? —preguntó Rachelle.
—Raoul Courtavel. El único miembro de la casa real que me importa. —Estaba
casi susurrando, para no ser oído; en el pequeño rincón, se encontraban parados
prácticamente hombro con hombro—. ¿Por qué no lo has amenazado para hacerme
cooperar?
Él la miraba directamente, desafiante, pero su cuerpo estaba tenso, como si
estuviera preparándose para cuando ella atacara.
Rachelle se sintió repentinamente enferma.
—Soy un monstruo y una asesina —dijo en voz baja—, pero no voy a matar a tu
medio hermano para que me ayudes. No quiero matar a nadie. Nunca quise ser un
monstruo. Esa es la última cosa que quería. Pero no siempre conseguimos lo que
queremos, y…y… —Ella logró ahogar el flujo de palabras. Estaba humillantemente
segura que había estado a punto de rogarle, de decir: por favor, por favor, ayúdame.
—Muy bien —dijo Armand—. Te ayudaré.
Rachelle lo miró fijamente. Había estado tan concentrada en no rogarle que le
tomó un momento comprender lo que había dicho.
—¿Lo harás? —dijo finalmente y esperó no sonar demasiado aliviada.
Él sonrió.
—Supongo que no tengo nada que perder. Y no creo que tenga que estar en
|
habría encontrado?
—No creo que esté escrita —dijo Armand—. Creo que tal vez algunas pistas
están escritas, a las que nadie hubiera prestado atención, porque a nadie le interesa el
príncipe Hugo excepto a la gente en las tierras de mi madre. Y a ti.
Sus palabras tenían sentido. Pero al final, no fueron lo que la hicieron ceder. Era
el recuerdo de Armand inclinándose hacia delante mientras discutía sobre Tyr y Zisa.
Todo lo que dijo había sido tonto, santurrón y equivocado, pero había sido la única
persona en esa habitación que se preocupó.
—Muy bien —dijo ella—. Si crees que puedes encontrarla de esa manera,
entonces probemos. Pero tú serás quien lea.
La biblioteca era probablemente la habitación más modesta en todo el castillo, o
al menos la habitación más modesta en la que cualquiera de la nobleza sería atrapado
muerto. Había murales en el techo, pero las estanterías cubriendo las paredes estaban
hechas de madera lisa. Estanterías más bajas recorrían las paredes, dividiendo la
habitación en siete bahías a cada lado. La luz del sol de la tarde se filtraba a través de
las ventanas.
Armand caminó hasta la mitad de la habitación, se detuvo y miró fijamente hacia
los estantes. Trazó su mano a lo largo de los lomos de los libros, sus dedos brillando
bajo la luz del sol y luego se detuvo en un gran libro rojo. Rachelle dio un paso adelante
para sacarlo del estante para él, pero antes que pudiera hacerlo, él lo inclinó hacia atrás
con su dedo y lo atrapó, torpemente pero con seguridad, entre sus antebrazos.
—¿Qué es eso? —preguntó Rachelle.
—Es el diario de una señora que vivió en la corte hace cien años —dijo
Armand—. Madame du Choissy. Era la sobrina del rey, pero más tarde se casó con un
noble menor y desapareció en el campo.
Había una mesa en el centro de la habitación; soltó el libro con un golpe y
Rachelle se acercó con la lámpara.
—¿Y cómo nos ayuda eso? —preguntó ella.
—Estaba obsesionada con las leyendas del Gran Bosque. —Armand abrió la
portada del libro—. Y las leyendas giran en torno a la realidad. Si había más cuentos
sobre el príncipe Hugo en esos días, ella los sabría.
Sus ojos ya rastreaban el texto del libro; su voz se había vuelto vaga y distraída.
Se veía y sonaba exactamente como si estuviera absorto en busca de una respuesta y la
propia inocencia en sus hombros hizo que la sospecha recorriera el estómago de
Rachelle.
|
El libro estaba escrito a mano en antiguas cartas elaboradas. Podía clamar que
las páginas decían lo que él eligiera y ella nunca sabría la diferencia.
Así que se acercó más.
—Qué conveniente que supieras sobre ese libro en específico tan pronto como
necesitamos ayuda.
—Mm —dijo Armand.
Sus manos se estrellaron sobre la mesa junto a él.
—¿Cómo supiste sobre él?
Él levantó la mirada entonces. Un mechón de su cabello marrón pálido había
caído entre sus ojos, no lo llevaba pulcramente recogido como tantos hombres de la
corte. Lo hacía parecer más real, incluso ahora, cuando usaba la expresión insulsa que
ella había aprendido era su armadura.
—Porque estaba leyendo su diario la última vez que estuve en el Château de
Lune —dijo él—. Justo hasta que encontré a un nacido del bosque y fui un poco
distraído.
—¿Ya habías venido al Château de Lune y pasaste tu tiempo en la biblioteca?
—Casi todos los días —dijo Armand—. Aprendí muy pronto que memorizar la
biblioteca de mi madre no me había enseñado a cómo actuar en realidad en una corte y
todas las lecciones que ella me dio eran antiguas. La Fontaine fue la única persona que
no se rio de mí.
—Y entonces les enseñaste a todos una lección.
Su boca se torció.
—Realmente no creo que nadie en la corte haya aprendido nada. ¿Terminaste
de sospechar ahora o quieres revisarme en busca de armas mortales?
—Tú eres un arma —murmuró Rachelle, recordando la adoración de la gente en
su audiencia y el creciente resentimiento que veía en las calles de Rocamadour todos
los días.
—Definitivamente cierto. —Su voz se había vuelto incolora; él miró hacia la
mesa. Después de un momento, preguntó—: ¿Cómo va a ayudar encontrar esa puerta?
¿Estás teniendo problemas para entrar al Bosque por ti misma?
—Si lo pidiera —dijo ella en voz baja y clara—, el Gran Bosque se abriría para mí
en este instante y podría entrar y hacer que el nacido del bosque termine de
|
Le tomó más de una hora, pero al final, encontró una respuesta. Las campanas
acababan de indicar las cuatro cuando Armand levantó la mirada y dijo:
—Las bódegas de vino.
—¿Qué? —Rachelle se giró; había estado en el otro lado de la habitación,
lentamente tejiendo alguna forma de espada.
—Escucha. “No me desconcierta que mi prima arriesgara su reputación en una
encuentro, sino que lo intentara en las bódegas; por lo que he oído se dice que el
fantasma del príncipe Hugo todavía camina por esos pasillos, buscando el camino a
casa”.
Rachelle resopló.
—Claramente la corte no ha cambiado en cien años. Pero sólo porque alguien
alguna vez clamó ver su fantasma ahí, no significa que es donde desapareció.
—De todos modos, es un lugar para empezar —dijo Armand—. Y tiene sentido;
esas bódegas son unas de las partes más antiguas del Château.
Él estaba sonriendo; parecía genuinamente emocionado por buscar la puerta.
Sin querer, Rachelle encontró levantando el borde de su propia boca y un pequeño
escalofrío de emoción cada vez mayor estaba creciendo en su propio corazón.
Podría no ser nada. Pero era más una pista de lo que nunca antes había tenido.
Intentaría cualquier cosa para encontrar a Joyeuse.
—Entonces vamos a mirar —dijo ella.
|
Traducido por Jo
hora.
Así que en vez de eso, recurrió a decir la verdad. Casi.
—Por favor, mantengan a todos fuera de las bódegas —le dijo al embobado
mayordomo—. Para asegurar la seguridad del Château, debo realizar una inspección.
—Por supuesto —dijo aturdido, y luego pareció notar la espada colgada a su
lado—. Pero… pero, ¿por qué trae al Monsieur Vareilles?
Armand sonrió con autocrítica.
—Prometí que iría con ella, para prestar cualquier ayuda que pueda.
Iban a haber chismes. Erec los escucharía y sin duda la molestaría. Pero si tenía a
Joyeuse en su mano, no le importaría mucho lo que pasara después.
Las bódegas de vinos consistían en largos túneles bajos, sus paredes inclinadas
hechas del mismo empedrado que los suelos. El ambiente era frío y tranquilo, con un
absoluto y amortiguado silencio; hasta las botas de Rachelle apenas hacían ruido contra
el suelo.
—Me sorprende que obedecieran con tanta facilidad —dijo Rachelle.
—Ofreciste protegerlos del Bosque —dijo Armand—. Todos están asustados de
eso excepto la nobleza. Y algunos de ellos también lo están, sólo que no lo van a
admitir.
—Así que en vez de eso recurren a la traición —dijo.
—O a los santos. Estoy seguro que el rey encontrará una manera de ilegalizar
eso también, pronto.
Rachelle bufó.
—Fue una linda mentirita la que hilaste para ellos. ¿Mucha gente cree que
puedes alejar con una bendición al Gran Bosque tan sólo al mover tu mano?
—Fue una linda mentirita la que tú hilaste para ellos —dijo Armand—. Es una
lástima que no estés realmente intentando protegerlos.
Contuvo el aliento con rabia, luego recordó que nunca le había dicho en realidad
que estaba intentando encontrar a Joyeuse y salvar el mundo del Devorador.
—¿Cómo sabes que no lo estoy haciendo? —dijo ella.
—No lo sé, ¿lo haces? —Estaba dándole la espalda, así que ella no podía ver su
rostro, pero su voz era ligera y bromista. No debería haberse sentido como un anzuelo
|
no me odia.
—¿Al resto no le gustó estar relacionado con un santo? —preguntó Rachelle.
—Me refiero a cuando éramos niños —dijo, alejándose de ella—. Cuando no era
nada. Mi madre fue exiliada de la corte, sabes, pero a veces visitaba a otros nobles en
sus fincas. Particularmente le gustaba visitar a los parientes del rey. Raoul era el único
que no me odiaba, y también era el que pasaba más tiempo leyendo las crónicas de los
reyes pasados en vez de perseguir damas trascocina. Y desde entonces, se ha
convertido en el que alejó a los piratas al Mare Nostrum. Así que sí, preferiría verlo a él
como rey en vez de cualquier otra persona viva. Pero nada de eso importa, ¿no?
—No —dijo Rachelle, porque aunque la gente lo esperara o Vincent Angevin lo
temiera, Armand nunca tendría ningún voto en el siguiente rey. No a menos que
levantara un ejército de campesinos en una sangrienta rebelión, y ella se dio cuenta,
con un repentino y hueco temblor, que no creía que él hiciera eso.
Y la sucesión no importaría para nada si el Devorador volvía para comerse el sol
y la luna.
Continuaron. Siguieron buscando. Y finalmente llegaron al final de las bódegas
de vino.
No encontraron nada.
—Lo siento —dijo Armand, cuando se detuvieron en la última esquina de la
bódega, con otra repisa de vino brillando frente a ellos—. No veo nada.
—Eso no es posible —dijo Rachelle—. Tiene que haber algo. —Pero ya estaba
recordando cuán frágiles eran sus suposiciones para empezar. ¿Porque alguien cien
años atrás dijo que el fantasma del príncipe Hugo podría acechar las bódegas, debe
haber encontrado la puerta y muerto allá abajo? Era absurdo.
Por supuesto, no se rindió en seguida. Revisaron las bódegas una y otra vez.
Rachelle presionó sus manos contra las paredes y buscó encantamientos escondidos
un centenar de veces.
Nada de eso hizo alguna diferencia. No encontraron absolutamente nada.
|
Traducido por Scarlet_danvers, HeythereDelilah1007
y AnnaTheBrave
pudo entender, por lo que, lo único que pudo hacer fue mirarlo en silencio. Después,
una vez que los pasillos estuvieron oscuros y vacíos, había sacado a Armand para
explorar el Château de nuevo. Pero no tenían ninguna dirección, de modo que vagaron
durante horas sin aprender nada. Cuando Armand comenzó a apoyarse contra la pared
y a quedarse dormido cada vez que ella se detenía para examinar una habitación, tuvo
que detenerse por esa noche.
Ahora estaba atrapada otra vez, jugando al aburrido juego de la corte. Y lo
odiaba. Odiaba la luz del sol golpeando sus ojos. Odiaba los sonrientes nobles
conversadores que pensaban que la luz del sol iba a durar para siempre. Odiaba a Erec,
que seguía sonriéndole.
Por encima de todo, odiaba a Armand, porque realmente había creído que su
idea acerca de la biblioteca y las bódegas podría funcionar.
Peor aún: no podía dejar de verlo.
Se suponía que debía vigilarlo. Pero ahora seguía notando cada detalle: sus
puños bordados moviéndose contra sus muñecas de plata. La franja de pálida garganta
visible por encima de su cuello. La peculiar forma en que se plantaba cuando estaba de
pie, como preparándose para un fuerte viento. Incluso sentado en un caballo, sus
hombros tenían la misma terca postura.
Todavía le sonreía a los señores y señoras que hablaban con él, pero ahora
notaba que había algo de ironía en su expresión. A veces prolongaría una palabra un
poco más o la acortaría un poco más de lo que ella esperaba, como si parte de sus
pensamientos se hubieran filtrado. Como si sus pensamientos fueran algo separado y
solitario que no tenía cabida en el papel que estaba jugando.
Al mediodía, tuvieron pabellones, cestas de comida y jarras de vino. El día se
había vuelto caliente, así que fue un alivio sentarse a la sombra; Rachelle escuchó varias
damas quejándose del calor y luego riendo mientras en voz alta deseaban que en
realidad hubiera una Noche Eterna.
La Fontaine alejó a Armand para que así se sentara con ella y el rey, y Rachelle
los habría seguido, pero alguien la agarró del hombro.
Hubo un instante en que casi sacó su espada. Luego se volvió, y allí estaba
Vincent Angevin.
—No temas —dijo él—. Sólo quería conocerte. ¿No quieres sentarte conmigo?
Todos estaban sentados alrededor de ellos. Rachelle supuso que la próxima
hora iba a ser horrible sin importar qué, así que se sentó junto a él en una de las
|
—Pelea con la suficiente frecuencia con los vinculados de sangre del obispo, y
los supera la mitad del tiempo —dijo Erec.
—Pero… —dijo Rachelle.
—Sólo es tímida —continuó Erec—. Tenemos una apuesta entre nosotros, verá,
la próxima vez que luchemos, el perdedor debe darle al ganador un beso.
Y él le guiñó un ojo.
El rostro de Rachelle se calentó. Eso no es cierto, quiso gritar, pero sabía que las
protestas sólo parecerían como una evidencia, y Erec la haría ver aún más ridícula.
Armand seguía sentado justo detrás de ella. No se atrevió a mirarlo.
—¿En serio? —dijo el rey—. Cuán encantador. Entonces, ten un duelo con ella, y
puede que el mejor de ustedes disfrute del botín de guerra.
Rachelle se inclinó aturdida.
—Sí, Su Majestad.
Un minuto más tarde, habían despejado un amplio espacio en el césped y
Rachelle se encontraba de pie a un paso de Erec, su espada desenvainada.
—¿Por qué tenías que mentirle? —exigió en voz baja.
—Pero, mi señora, ¿cómo puedes objetar? Seguramente de cualquier manera, la
victoria es tuya.
—Te odio —murmuró, y supo al instante que era lo peor a decir, porque sus ojos
se arrugaron con una risa contenida.
—Excelente. —Él golpeó su hombro a la ligera—. Entonces lucharás mejor y
tendrás el deleite de ponerme en ridículo ante el rey.
Él sabía que ella no lo haría. Sabía que nunca había sido tan buena peleando con
la espada como lo era él. Su disputa con Justine sólo era eso: salvaje violencia
entusiasta para la satisfacción compartida de lanzarse la una a la otra por toda la
habitación.
Erec tenía toda la precisión y control que a ella siempre le había faltado. Cuando
peleaba en un duelo, él era perfectamente capaz de cortar los botones de su oponente,
uno por uno, acompañando cada estocada de su espada con un comentario ingenioso.
Él no la lastimaría, pero gustosamente cortaría su dignidad en pedacitos y haría que la
corte se riera de ella.
Y ella tendría que fingir reírse con ellos, solo para verse más ridícula.
|
La sangre aún brotaba de sus dedos, pero ella era la que ahora la tenía dispersa
en su barbilla.
Rachelle quería gruñir: preferiría besar a un nacido del bosque, pero la ira sólo le
divertiría. Simplemente divertiría a todos, porque la ira era divertida cuando no estaba
acompañada de la fuerza, especialmente cuando era el enojo de una estúpida niñita del
bosque del norte.
Sin embargo, no podía sonreír y esconder lo que estaba sintiendo. El
sometimiento inexpresivo estaba también más allá de ella: sus ojos ardían, y en
cualquier momento estaría realmente llorando.
Si debía someterse a él, al menos también sería en sus propios términos.
—Nunca la olvidé —dijo y se volteó bruscamente, balanceando una pierna para
barrer sus pies. Erec cayó, y cuando ya estaba levantándose en menos de un segundo
después, ella estaba sobre él y lo presionaba hacia abajo con su espada en la garganta
de este.
—Esto es para ti —dijo ella y aplastó su boca contra la de él.
Por un momento, fue glorioso: su corazón retumbó contra sus costillas, el
cuerpo de él clavado contra el de ella, y por una vez ella era quien le arrebataba algo. A
su alrededor, el aire helado sopló, aprobando la dulzura.
Pero era Erec, y no tenía problemas devolviéndole el beso. Ni en envolver sus
dedos ensangrentados alrededor de la espada, otra vez, y empujarla lejos, aún
besándola. Su cuerpo estaba en llamas, pero por dentro su pecho era un hueco frío,
porque siempre, siempre la volvía una inútil.
Entonces él se apartó. Rachelle soltó un jadeo ahogado. Sentía como si su
cuerpo estuviese hecho de chispas y ya no lo sentía muy unido a ella. Tuvo que respirar
un par de veces antes de ponerse de pie, y por supuesto para entonces Erec ya estaba
de pie, erguido, alto y petulante, convencido de que había ganado esta vez, porque él
lucía irónico y ella sin respiración.
Por supuesto que había ganado. Él siempre ganaba.
Rachelle levantó la barbilla y miró al rey.
—¿Está lo suficientemente entretenido, Su Majestad?
Fue entonces cuando se dio cuenta que la multitud se había quedado en
silencio. Recordó lo que Armand había dicho sobre besarse en público.
|
Bueno, si ellos querían pensar que era un animal, los dejaría. No estarían muy
lejos de la verdad. Su cuerpo temblaba con odio puramente animal.
Entonces vio a Armand, aún sentado en el suelo donde ella lo había dejado y
mirándola absolutamente inexpresivo.
Sí, pensó ferozmente. Esto es lo que soy. No lo olvides.
Su cuerpo se puso más tenso, como si se preparara para luchar de nuevo. Un
segundo después, se dio cuenta que había engendros del bosque cerca.
—Erec —susurró—, ¿tú…?
Entonces los engrendros atacaron.
No salieron de los árboles. Se levantaron del suelo, como si hubiesen estado allí
todo el tiempo, aunque el espacio hubiera estado vacío un momento antes. Había al
menos diez de ellos: criaturas peludas que eran tan altas como sus rodillas, pero siendo
largas y ágiles como hurones. Se hubieran visto casi naturales a excepción de los
brillantes ojos rojos y las largas lenguas negras de serpiente que azotaban de sus bocas.
Había luchado con esta clase antes. Sabía que sus lenguas eran mortalmente
venenosas.
Rachelle había matado a los primeros dos antes de que la multitud se diera
cuenta lo que estaba ocurriendo. Luego comenzaron a reír y aplaudir. Ella no entendía
lo que eso significaba, estaba ocupada esquivando las lenguas de los engendros, hasta
que la voz de Armand retumbó:
—¡Retrocedan! ¡Son peligrosos!
Entonces entendió: los cortesanos pensaban que esto era para su
entretenimiento.
Alguien gritó… no un grito de miedo, sino un aullido de pura agonía. Rachelle se
giró y vio que una de las mujeres había caído al suelo, agarrándose el brazo. Uno de los
engendros estaba agachado a su lado.
Rachelle arrojó su cuchillo; lo golpeó pero rebotó y entonces la criatura se volvió
hacia ella.
Ella arremetió. La criatura saltó sobre ella y terminó ensartada en el aire.
Rachelle se giró, descubriendo que el cuerpo de la cosa estaba atorado en su espada…
Y vio, al mismo instante, que Erec se las había arreglado para matar a todos los
demás excepto uno, y ese se estaba preparando para saltar hacia Armand.
|
Ella saltó primero. Apenas. Golpeó su cuerpo en el aire y ambos cayeron al suelo.
Su lengua atacó y golpeó su garganta, ardiendo como hierro al rojo vivo…
Con un aullido de dolor y furia, ella agarró su cuello y lo retorció. Lo sintió
sacudirse en su agarre. Sintió los huesos de su cuello rompiéndose. Lo sintió quedarse
inmóvil.
Sintió que ella se quedaba sin aliento. Y entonces no sintió nada en absoluto.
Traducido por BookLover;3
plena luz del día pareció haber impedido que la gente hablara de las depravadas
travesuras de los vinculados de sangre del rey. No es que Rachelle pudiera dejar de
pensar en ello; cada minuto, recordaba a Erec riéndose de ella mientras anotaba punto
tras punto en el duelo, Erec inmovilizado bajo ella pero aún así, a través del beso,
haciéndola bailar a sus órdenes. Él la había humillado y reído de ella, y entonces, la
había hecho desearlo.
Armand no habló con ella por el resto del día. Eso era bueno, porque no quería
hablar con él. La había visto besar a Erec, la vio jadeando con lujuria y deseo de sangre
al mismo tiempo. Sabía lo que debía pensar de ella.
No debería importarle lo que pensara de ella.
El rey no los llamó esa noche, así que Armand cenó en sus habitaciones,
apuñalando su comida toscamente con el tenedor sujeto en su mano. Rachelle se sentó
en una esquina y lo miró fijamente. No quería mirarlo. Mirarlo hacía que pensara en
esta tarde y el día anterior y todo lo que era horrible, roto y mal en ella. Pero no podía
apartar la mirada.
A la final, Armand la miró.
—¿Aún vamos a pretender que sigues mis órdenes? —preguntó con una leve
curiosidad que quemó más que cualquier enojo.
El pecho de Rachelle se apretó.
—¿Alguna vez hemos fingido eso?
—Me gustaría —dijo en voz baja y calmada—, si pretendes el tiempo suficiente
para entrar en la otra habitación y dejas de mirarme fijamente.
—¿Y dejar que un engendro te coma? —preguntó.
—¿Por qué no?
—Porque eres útil. Por ahora. —Se puso de pie—. Grita si necesitas ayuda.
Se fue a su habitación y pasó la siguiente hora viendo a Amélie mezclar polvos y
tratando de no llorar. Lo cual no tenía ningún sentido.
Nada en su corazón tenía ningún sentido.
Se dio cuenta que no iba a dormir esa noche, así que ni siquiera lo intentó. Le
dijo a Amélie que se fuera a la cama, y después se sentó en una silla y miró fijamente a
la pared. Si la observaba lo suficiente, podía obligarse a dejar de pensar, aún cuando la
|
Nada sucedió.
—¿Lo estoy tocando? —preguntó.
—Sí —dijo a Armand—. Justo en el centro.
Intentó otra vez. Nada sucedió, salvo que su cabeza comenzó a doler.
—¿Estás…? —comenzó Armand.
—No está funcionando —dijo ásperamente.
Por supuesto que no estaba funcionando. ¿Por qué había pensado que algo
comenzaría a ir bien ahora para ella? ¿Por qué había pensado que posiblemente podría
ser capaz de hacer funcionar un encantamiento propio de una esposa del bosque? Ella
era una vinculada de sangre. Nada podría cambiar eso y nada podría hacerlo mejor.
Aun así, intentó un último esfuerzo. La scuridad salpicó en los bordes de su
visión, pero nada sucedió. Con un suspiro, se tambaleó sobre pies.
—No sirve de nada —dijo.
—Espera —dijo Armand sin aliento. Entonces cerró los ojos.
El aire cambió. El simple frío de la bódega se convirtió en el dulce frío del Gran
Bosque. El corazón de Rachelle se aceleró, pero no podía moverse.
Veía el Bosque. Las raíces de los árboles tejiéndose entre las botellas de vino. El
musgo y las flores color sangre con dientes invadían las paredes. Brillantes mariposas
azules, no más grandes que unas cosas diminutas, revoloteaban por el aire.
Y debajo de sus pies, vio el desgastado patrón brillante de un gran sol de oro
incrustado en el piso, sus rayos fluyendo hacia los bordes de la habitación.
Armand se estremeció y dejó escapar un suspiro. El Bosque se fue
precipitadamente, pero el sol de oro aún permanecía en el suelo.
La fuerza escapó de las piernas de Rachelle. Se dejó caer en el suelo. Sus dedos
tocando el oro.
No había tenido que despertar el encantamiento. Él la despertó a ella, el calor
floreciendo debajo de sus manos. Incluso no se dio cuenta que había sucedido hasta
que Armand respiró más rápido, haciéndola levantar la vista.
Ante ellos se alzaban dos delgados árboles de abedul, sus ramas alcanzándose
una hacia la otra, entrelazándose para formar el marco de una puerta. La puerta
colgando en su interior estaba hecha de oro pulido; en las ramas sobre la puerta
colgaba una luna creciente de plata.
|
serpientes oscuras cuyos cuerpos eran casi tan anchos como su propio brazo
extendido.
No, se dio cuenta con entumecido terror mientras que se encontraba con la
doble mirada pálida. Era solamente una criatura. Un lindenworm: la serpiente
legendaria con una cabeza en ambos extremos de su cuerpo, cuya hambre sin fin
remueve a la inimaginable avaricia y le haría custodiar el tesoro con una ferocidad
imposible de imaginar.
Tenía que estar custodiando a Joyeuse. Nunca la dejaría tomarla.
Al lado de ella, Armand dejó escapar un corto suspiro agudo, como si dijera: así
es cómo muero.
Rachelle no había podido morir por el amor de su tía. No tenía intención de
morir por una serpiente, incluso si era un lindenworm.
Cuando la cabeza más cercana se lanzó hacia ella, Rachelle saltó, balanceando
su espada. Con la fuerza de un vinculado de sangre detrás del empuje, su espada cortó
a través del cuello y las vértebras como si no fueran más que apio cubierto con
mantequilla. La sangre se derramó. La cabeza restante sufrió un espasmo y chilló…
Mientras otra cabeza crecía de su cuello cortado.
Una serpiente se estrelló contra su cuerpo y la envió volando. Esperaba que
Armand hubiera corrido.
Pero no había tiempo para la decepción o el miedo, porque ahora ambas
cabezas se lanzaban hacia ella. Todo lo que pudo hacer fue esquivar y cortar, y aunque
Rachelle estaba luchando mejor de lo que lo había hecho en su vida, esta vez no fue
suficiente. Cada herida sanaba en momentos.
Entonces, unos dientes se hundieron en su hombro derecho. Por un momento
se sintió como una quemadura demasiado caliente para doler. Luego el lindenworm la
sacudió, y ella gritó. Podía sentir su veneno filtrándose en la mordedura, y era como
hierro fundido.
Después comenzó a levantarla, enrollando parte de su sección más baja
alrededor de sus piernas. La oscuridad manchó su visión, pero con su mano libre se las
arregló para sacar otro cuchillo. Apuñaló ciegamente su cabeza, una vez, dos veces y
después sintió el cuchillo resbalándose dentro del ojo gelatinoso. Un espeso flujo
caliente se filtró a través de su mano.
El lindenworm la dejó caer. El estómago de Rachelle se sacudió mientras caía
por el aire, y entonces por algunos momentos, no sintió nada. Luego se dio cuenta que
estaba sobre sus pies, apenas, y Armand tenía un brazo alrededor de su cintura
|
mientras la arrastraba hacia las ventanas. No estaban acristaladas, como las ventanas
del verdadero Château; eran ranuras vacías que daban hacia las tinieblas, pero eran
mejor que permanecer con el lindenworm. Cuando Armand la empujó delante de ellas,
se arrojó a través de éstas.
Traducido por Shilo
mí.
—¿Qué crees que estás haciendo? —exigió Rachelle.
Ella sintió su espalda tensarse.
—Si quieren castigarte por derramar sangre inocente, tendrán entonces que
cortar a través de mí para hacerlo.
—¿Nadie te enseñó cómo funciona la venganza?
—Además, no creo que sobreviva caminando de nuevo a través del bosque por
mi cuenta, por lo tanto, si te quieren muerta, entonces esto nos va a ahorrar tiempo, de
verdad.
—¡Retrocedan! —gritó una mujer. Un momento después, la multitud se apartó.
Tía Léonie se acercó.
Por un enfermizo y horrible momento, eso fue lo que vio. Entonces se dio
cuenta que la mujer vestida de blanco y rojo era demasiado alta para ser la tía Léonie;
su cabello era demasiado claro, la cara demasiado puntiaguda. Era sólo otra esposa del
bosque.
—Yo me encargaré de ellos —dijo ella.
André la agarró por el brazo.
—Usted no entiende, es una…
Ella le dirigió una sola mirada y él la soltó.
—Entiendo perfectamente —dijo ella—. Esta es la chica de tu aldea que asesinó
a mi predecesora y se convirtió en una vinculada de sangre. ¿Cierto? —Miró a la
multitud—. Entonces tengo el derecho para administrar la justicia en este asunto, ¿no?
Silencio. Nadie se movió cuando la mujer se adelantó hacia Rachelle.
—Mademoiselle —dijo Armand—, ella simplemente ayudó a salvar su aldea. Y
ha salvado a un montón de otras personas en los últimos años. No parece justo hacerle
pagar con la muerte.
—Ella mató a la esposa del bosque anterior de esta aldea —dijo la mujer—.
¿Sabía usted eso?
—Sabía que era una vinculada de sangre —dijo Armand—. La persona a la que
asesinó tuvo que venir de alguna parte.
|
—Tiene derecho a matarme —dijo Rachelle. Su voz se sentía como una gran
cantidad de cadenas de hierro oxidado—. Pero no puedo morir ahora mismo. Así que
voy a luchar hasta el final si debo hacerlo.
La mujer la miró de arriba abajo.
—No tengo la intención de matarte —dijo—. Sé lo que le pasaría a esta aldea si
matamos a unos de los vinculados de sangre del rey. Pero vas a ir a mi casa y hablar
conmigo antes de irte.
—No voy a volver a esa casa —dijo Rachelle.
—Quemamos esa casa —dijo la esposa del bosque—. ¿Pensabas que algo
humano podría soportar vivir en ella otra vez? Me construyeron una nueva cuando
llegué aquí.
La nueva casa estaba más cerca de lo que había estado la de tía Léonie, justo al
otro lado del muro de la aldea.
«Es demasiado peligroso, ahora, vivir más lejos» había dicho tía Léonie.
Rachelle apenas estaba prestando atención a esas alturas. Entre el cansancio y
la herida aún sangrante en el brazo, apenas podía ver bien.
—Voy a dormir —dijo, y luego se acostó en el suelo sin esperar respuesta. Nadie
le dio una patada, así que se supuso que debía estar bien. Se quedó dormida casi al
instante.
Cuando se despertó a la mañana siguiente, la esposa del bosque estaba sentada
a su lado, observándola con una estrecha mirada inflexible. Detrás de ella estaba el
desorden normal en la casa de una esposa del bosque: husos y cestas de lana. Manojos
de hierbas colgando del techo, y entre ellos muchos encantamientos coloridos, como
copos de nieve de lana. Era tan cómodamente familiar que por un momento casi se
sintió segura.
Entonces se dio cuenta de quién faltaba.
Se enderezó de golpe.
—¿Dónde está Armand?
La esposa del bosque agitó una mano.
—¿Tu amigo? A salvo. Afuera. No quiero que nos escuche.
—Recuerdo que dijo que quería hablar conmigo. —Rachelle hizo una pausa—.
Gracias por lo de anoche.
|
—¿Tu familia está aquí? —preguntó Armand—. ¿No vas a despedirte de ellos?
No sabía si el dolor en su pecho era de pena o libertad. Tal vez eran ambos.
—Ya lo hice —dijo Rachelle.
Zisa cargó los huesos a un gran Tejo. Debajo de sus raíces había una cueva, y en la
cueva había una fragua, y encadenado a la fragua había un hombre con una sonrisa como
de sangre seca y brasas.
Este era Volund, el herrero cojo. Una vez había amado a una doncella nacida del
bosque, y tanto la había deleitado que durante siete años ella se quedó a su lado. Pero una
noche ella escuchó los cuernos de caza de su pueblo y se levantó para seguirlos. Antes de
que hubiera dado tres pasos, él la golpeó hasta la muerte.
En recompensa, los nacidos del bosque lo paralizaron, lo encadenaron y lo hicieron
inmortal como a sí mismos, un esclavo eterno para elaborar sus espadas, lanzas y flechas.
—Viejo —dijo Zisa—, debo tener dos espadas hechas de estos huesos.
—Pequeña —dijo Volund—, debo obedecer a los nacidos del bosque, pero no a ti.
—Y cuando yo sea uno de ellos, recordaré que dijiste eso —replicó ella.
Él se echó a reír como una bisagra oxidada.
—Y mucho que me queda para que cualquiera pueda tomar de mí. Pero tú, en mi
opinión, tienes todo el mundo que perder. —Él la miró de arriba abajo—. Voy a hacerte
una oferta. Dame las delicias de tu orgulloso cuerpo dos veces, y yo te haré dos espadas
como el mundo nunca volverá a ver.
|
Eran Erec y Rachelle ahora. Si ella le dijera del lindenworm, ¿entendería él?
Tomó aire para hablar, pero no estaba segura de por dónde empezar, y por un
momento su corazón dio un vuelco en silencio…
—Y sin embargo, aún me desprecias —dijo Erec, porque aún estaban en los
jardines del Château de Lune y él no había olvidado cuán guapo era.
Ella rio temblorosamente.
—Desprecio ser una de tus quinientas mujeres.
—Pero ¿y si fueras la única? —preguntó Erec—. Porque podrías serlo, solo
debes decir una palabra. Hay un rubí esperando por ti.
—No —dijo rotundamente, intentando cambiar la conversación. Se estaba
alejando de ella, de nuevo en los caminos trillados de las burlas y el desprecio, ninguno
de ellos podía ser veraz.
Él levantó sus cejas.
—¿Aun estás enfadada por el duelo? No puedo evitar ser mejor que tú en la
lucha de espadas.
—Podrías haber evitado forzarme a hacerlo —dijo ella. La ira familiar era tan
reconfortante que habló sin pensar—. Por no mencionar… —se interrumpió a sí
misma.
—¿Qué? —preguntó Erec—. ¿El beso? Creo que la fuerza de eso está totalmente
de tu lado.
Rachelle alejó la vista.
—Me haces lucir como un animal —dijo, e instantáneamente deseó no haber
hablado.
—Mi señora, te hice un honor. Te mostré ante toda la corte como una vinculada
de sangre terrible y amorosa. —Él se acercó y se inclinó hacia ella—. Somos más
fuertes y justos, y viviremos para siempre. ¿Por qué quieres pretender que eres una
perseverante criatura diurna?
Y allí estaba la respuesta. Ni siquiera había tenido que arriesgarse a su burla
preguntando.
Erec podría no entender completamente su destino. Pero él lo quería. Nunca
arriesgaría su vida contra un lindenworm, solo para que Rachelle matara al Devorador.
|
Pero ella puso una mano en su pecho para empujarlo un paso hacia atrás.
—Ya te lo he dicho. Moriré primero.
—Que perverso deseo. —Él atrapó su mano—. ¿Sabes cómo las viejas historias
paganas llaman al primer hombre y la primera mujer, quienes se arrastraron fuera de
las raíces del primer árbol? Vida y Deseo de Vivir.
Le dolía el pecho, pero ella lo miró a los ojos con su desprecio normal.
—Si fuera pagana, me parecería inspirador.
—Quiero decir que es la más vieja ley que conocemos. Vivir, y el deseo de ello.
—Y destruirlo. Ese es el por qué los paganos derramaron la sangre de Tyr y Zisa.
—Ella liberó su mano—. ¡Y es por eso que hicimos lo que malditamente bien sabes que
hicimos!
—Eso no es por lo que lo hice —dijo Erec—. Entré al bosque y llamé a los
nacidos del bosque porque necesitaba una manera de ser perdonado luego de matar a
mi medio hermano.
Rachelle lo miró.
—¿Qué?
—Es una escapatoria: planear un asesinato conseguirá que te ahorquen, pero
asesinar por el bien de convertirte en un vinculado de sangre te dará fama y fortuna.
Por supuesto que ella sabía que Erec había asesinado ya que era un vinculado de
sangre. Pero nunca pensó que… bueno, nunca pensó. Había pasado mucho tiempo
intentando no recordar lo que ella había hecho, no había tiempo para preocuparse por
otros.
—¿Por qué querías matarlo?—preguntó aturdida.
—Te diste cuenta, ¿no? ¿Que las viejas familias siempre tienen un vinculado de
sangre bien colocado o dos? No es porque al nacido del bosque le importe el rango, es
porque las familias escogen a alguien para entrar en el bosque y pedir la bendición. Yo
debía haber sido el vinculado de sangre, ya que no debía heredar, pero oí a mi padre
quejarse de que mi hermano prefería vagar por los bosques que gestionar el
patrimonio. Sabía lo que eso significaba. Sabía quién era bastante prescindible para ser
su sacrificio. Y decidí matarlo primero. —La boca de Erec se curvó en esa vieja sonrisa
irónica, y por una vez no pude decir que se estaba burlando—. No voy a negar que me
dio satisfacción. Era legítimo y heredero de todo lo que deseaba. En ese momento,
|
distante.
Y sólo iba a alejarse más, ya que si por algún milagro no moría frente al
lindenworm, seguramente moriría luchando contra el Devorador y Amélie nunca sabría
la razón. Tal vez ni siquiera sabría a ciencia cierta que Rachelle estaba muerta. Y valía la
pena, valía la pena totalmente todo si Amélie quedaba a salvo e inocente, pero cuando
Rachelle pensó en el ancho golfo-nunca-cruzado entre ellas, toda la fuerza la
abandonó.
—Amélie —preguntó—, ¿qué quieres, más que cualquier otra cosa en todo el
mundo?
—Quiero a mi padre —dijo Amélie con prontitud.
Rachelle miró fijamente.
—Bueno, eso no va a suceder.
Amélie se encogió de hombros.
—No preguntaste lo que creía probable.
—Quiero decir… ¿qué es lo que deseas?
—Los deseos son siempre imposibles, ese es el punto —dijo Amélie—. Me
gustaría que mi padre estuviera vivo. Me gustaría poder pintar cosméticos todo el
tiempo. Deseo que dejes de llorar.
—Yo nunca lloro —dijo Rachelle.
—Eso es lo que hace que sea muy imposible. —Amélie se inclinó un poco más
cerca—. ¿Por qué estás preguntando acerca de deseos?
Rachelle se miró las manos.
—Solía saber lo que quería —dijo—. Hace mucho tiempo. Ya no más.
Las manos de Amélie se entrelazaron.
—Mi madre dice que es frívolo, querer aprender cosméticos. Vanidoso, también,
a pesar de que no es a mí a quien pintaré. Pero cuando estoy mezclando los pigmentos-
cuando estoy pintando belleza en la cara de alguien me siento en paz. Como si, sólo
con unas pocas pinceladas, fuera… lo que Dios me hizo. Nunca me he sentido de esa
manera haciendo alguna otra cosa.
Su mandíbula estaba apretada, los ojos fijos en el otro lado de la sala, como si
una batalla gloriosa esperara. Con un chorro de culpa, Rachelle se dio cuenta de que
por mucho que había disfrutado el arte de Amélie, nunca había pensado que era más
|
vez que había entrado a una iglesia, no había sido una vinculada de sangre. Había sido
la buena hija de Marie y Barthélemy Brinon, entrenándose para convertirse en una
buena esposa del bosque y soñando con salvar el mundo. Aún creía que amaba a Dios.
Esa capilla era todo lo que había perdido y a lo que había renunciado.
Pero cuando en realidad entró, no fue tan malo. La iglesia en la que había
crecido era un pequeño edificio de piedra, las paredes estaban llenas de retratos
chapuceros de los santos. Las ventanas eran estrechas con cristales pálidos. El altar era
una simple piedra con solamente la mandíbula de un mártir sin nombre colocada sobre
este.
La capilla real era una joya de habitación: el suelo era de mármol blanco puro y
brillante, mientras que las paredes y las columnas estaban cubiertas con un poco de
oro. Entre las ventanas tintadas de cristal como de esmeralda colgaban largas pinturas
con colores igual de brillantes. Delante del altar de mármol yacía el esqueleto de le
Montjoie, santo patrón de la línea real. Cada uno de sus huesos estaba completamente
cubierto de oro, los ojos esmaltados dentro de sus cuencas, anillos con rubíes en sus
dedos y cadenas de rubíes alrededor de su cuello. No se parecía en nada al lugar donde
Rachelle había acudido a rezar cuando era una niña, e ir a una misa de cortesanos
engalanados lujosamente no parecía muy distinto de ir al Salón du Mars.
Rachelle y Armand se sentaron en la sección más baja. Eso era otra cosa que era
diferente: en la iglesia de Rachelle, la gente estaba toda sentada viendo al sacerdote
mientras éste estaba de pie en el altar. Aquí, cada asiento miraba a la parte de atrás del
edificio, para poder pasar todo el tiempo mirando al rey sentado en su elevado palco
con sus elegidos. Hoy esos elegidos no incluían ni a Rachelle ni a Armand, así que tenían
toda la vista de la presencia real.
Mientras el coro empezaba a cantar, la mandíbula de Armand se tensó, y
entonces se giró para mirar el altar.
—Creo que eso es un insulto al rey —farfulló Rachelle en voz baja.
—Perdóname si hoy no le adoro —le farfulló Armand de vuelta.
—No creo que nadie adore nada aquí —dijo Rachelle. Ciertamente las mujeres a
su lado parecían estar más absortas en susurrarse mutuamente y jugar con un perrito
en lugar de prestarle reverencia al rey o a la divinidad. Durante un breve momento,
sintió lástima por el sacerdote que fuera pastor por tal congregación tan abiertamente
impía.
Entonces se dio cuenta de quién estaba liderando la multitud de acólitos: el
obispo Guillaume.
|
Sintió calor y frío a la vez. ¿Quién le ha dejado entrar en el Château? Una mirada a
la galería la convenció de que no había sido el rey.
Bueno, ¿a quién le importaba? Nunca la habían obligado a quedarse en uno de
sus sermones, y no le importaba empezar ahora. Se puso de pie, pasó al lado del resto
de personas del banco, y salió de la capilla. Fuera cual fuera el problema al que se
enfrentara, preferiría aguantarlo a ese sermón.
Afuera, apoyando su espalda contra la pared, sabía que era una estúpida. Era un
hombre que odiaba haciendo oraciones a un Dios que rechazaba. ¿Qué tenía que
temer? No podrías estar más maldita que maldita.
—¿No deberías estar en la capilla? —dijo Justine.
Los ojos de Rachelle se abrieron.
—¿Qué estás haciendo tú aquí?
Justine dio un paso, con los brazos cruzados. Su cara era triste, aunque como
era su expresión habitual, no significaba nada.
—No importa —siguió Rachelle—. ¿Qué está haciendo tu preciado obispo aquí?
—Ha venido a rezarle al rey —dijo Justine—. Yo he venido a hablar contigo.
El estómago de Rachelle se tensó.
—Sé lo que vas a decir. Y moriré antes de unirme a él.
Justine apretó los labios.
—¿Te he dicho alguna vez —dijo calmadamente—, que antes de ser una
vinculada de sangre, era monja?
Rachelle se quedó mirándola. Era una regla sobreentendida de que los
vinculados de sangre del rey nunca, jamás, hablaran de sus pasados. Pero Erec la había
roto la noche anterior, así que quizás no debería sorprenderle tanto que lo hiciera
Justine.
—Era pura como un ángel y orgullosa como el diablo —siguió Justine,
frunciendo el ceño ligeramente mientras miraba al horizonte—. Sólo que descubrí que
ni la pureza ni el orgullo daban coraje, al final. —Entonces miró nuevamente a
Rachelle—. Tu orgullo tampoco será suficiente. Deja de servir al rey. Pide ser vinculada
de sangre del obispo.
—¿Y luego qué? —exigió saber Rachelle—. ¿Ayudarle a conseguir el trono?
|
H ablar con Erec había hecho todo más claro. Ella se arrepentía.
Estaba dispuesta a morir. Y eso significaba que sólo había un
camino para que ella tomara: tejer un encantamiento y dar lo mejor
de ella contra el lindenworm.
Tendría que ser un encantamiento de sueño. Margot había dicho, los más
terribles encantamientos o los más simples, y los encantamientos de sueño eran los
únicos encantamientos simples que conocía que parecían poder ser del todo útiles. Sin
embargo, uno de los pequeños encantamientos de sueño en forma de copo de nieve
que solía colgar sobre cunas no podía ser suficiente, o nadie nunca le habría temido a
|
los lindenworms.
Decidió intentar tejer múltiples encantamientos de sueño juntos, y pasó el resto
del día trabajando en el patrón. Por suerte Amélie ya tenía una bola de hilo que podía
utilizar.
—Vas a ayudar —le dijo Rachelle a Armand esa noche.
Él levantó las cejas.
—¿Estás planeando poner agujas de tejer en mis manos? Porque no creo que
vaya a funcionar tan bien como lo hace con los tenedores. Y tampoco funciona del todo
bien con tenedores, aunque aparentemente se ve bastante impresionante. Varias
señoras me han asegurado que soy muy valiente por arreglármelas para comer por mí
mismo.
—Bueno —dijo Rachelle—. Desde luego, no te diré eso.
Él rio.
—Y afortunadamente —continuó—, no te necesito para atar nudos. Sólo
necesito que te quedes quieto. Aquí. —Ella lo sentó en una silla y le hizo mantener las
manos levantadas. Ella enrolló el hilo a través de sus dedos de plata y empezó a tejerlo.
Era incómodo sentarse tan cerca de él, sus rodillas casi se tocaban, podía oír
cada vez que respiraba, y el extraño deseo por él se filtraba de nuevo en ella. Ella trató
de concentrarse en el patrón, mirando con frecuencia a sus bocetos y tejiendo con
movimientos cortos y rápidos.
El problema era que no había tejido en tres años. Muy pronto, el patrón
comenzó a amontonarse. Lo había tejido demasiado apretado. Así que lo soltó, y
comenzó a girarlo a través del patrón de nuevo con menos tensión, solo que ahora
bucles sueltos caían de él, porque lo estaba haciendo demasiado flojo. Otra vez ella lo
soltó. Esta vez parecía ir mejor, pero poco a poco la forma se hizo más y más
equivocada, hasta que por fin se dio cuenta de que había dejado de lado dos pasos
cuando comenzó el patrón. Su aliento silbó entre sus dientes con frustración.
—Ahora ya sabes cómo me siento con tenedores —dijo Armand.
Ella lo miró, tensando. Esperaba ver burla, Erec hubiera dicho las palabras con
una mueca socarrona y luego le guiñaría un ojo, pero Armand la miró con una media
sonrisa irónica. Ahora que lo pensaba, Erec nunca habría mencionado que era malo en
algo.
Rachelle rio temblorosamente y empezó a relajarse de nuevo.
—Tengo la gracia y velocidad de un vinculado de sangre —dijo—. Pero es todo
|
para la lucha.
—Parecías bailar bastante bien.
—Eso fue con Erec. Eso cuenta como lucha. —Su voz era más dura de lo que
pretendía que fuera, y ella no se encontró con sus ojos.
—Creo que todo en la corte cuenta —dijo.
Ella comenzó a tejer el patrón de nuevo, despacio y con cuidado.
—No creo que haya suficiente riesgo de derramamiento de sangre.
El pausó.
—¿No hay riesgo de derramamiento de sangre en el baile?
—Repito: con Erec d'Anjou.
Él se echó a reír, y no debería haber hecho ninguna diferencia. Pero lo hizo. El
recuerdo del duelo ya no estaba arrastrándose justo debajo de su piel; aun así había
sucedido, pero se sentía como algo mucho más pequeño y más tonto.
Por unos momentos tejió en silencio. Entonces Armand dijo:
—Me he estado preguntando acerca de algo. Tu forma de luchar, es increíble.
No sólo tu velocidad, también tu técnica. He visto a hombres entrenados toda su vida
que no eran tan buenos. Pero tú no podrías haber sido entrenada antes de venir a
Rocamadour.
—No —estuvo de acuerdo Rachelle.
—¿Lo… aprendiste de la marca?
—No exactamente. —Rachelle hizo una pausa, terminando una parte
particularmente difícil del patrón antes de continuar—. Es... un instinto. Para cualquier
tipo de lucha. Es como leer un libro, supongo. No sabes las palabras hasta que las ves,
pero las tienes tan pronto como lo haces. —Recordó a Amélie leerle en voz alta una
receta cosméticos a ella—. Erec me entrenó cuando llegué a la ciudad. En dos semanas,
podía casi seguirle el ritmo.
—Hm.
Armand parecía pensativo; ella miró hacia arriba.
—¿Lo sientes? —preguntó—. ¿Ese instinto?
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Su boca se frunció.
—A veces. Puede ser. Realmente espero que no. —Hizo una pausa—. ¿Es así
como se siente tener el poder del bosque creciendo dentro de ti?
—No es... solo eso.
—¿Qué es?
No podía decirle acerca de la extraña furia que a veces se apoderaba de ella, el
deseo de aplastar y destruir. Sentada aquí con él en paz tranquila, sabiendo que había
sentido esa furia hacia él, aunque fuera brevemente, la idea era ofensiva.
Así que le habló de la otra manera en que el bosque se metía en su mente.
—Todos nosotros los vinculados de sangre —dijo—. Hay un sueño que
tenemos. Estás de pie en un camino en el bosque, un bosque estéril, con nieve en el
suelo, y al final del camino, hay una casa. Está hecha de madera, pero techada con
huesos. Hay sangre filtrándose entre las tablas de madera. Y tienes que caminar hacia
ella. Puedes ir despacio, pero no puedes parar. No puedo... no te puedo decir lo
aterrador que es.
—¿Y qué pasa cuando llegas a ella? —preguntó Armand.
—Nadie con el que haya hablado la ha alcanzado todavía. Pero creo, todos lo
creemos, que cuando abres la puerta, es cuando te conviertes en un nacido del bosque.
Armand estaba en silencio.
—¿Sueñas con eso? —preguntó ella finalmente.
—No —dijo distante—. No, no lo hago.
—¿Así que tienes la curación, pero no los sueños? Eso es conveniente.
—También tengo visiones del Gran Bosque todo el tiempo —dijo—. Confía en
mí, eso no es conveniente.
Y Rachelle volvió a tejer. Armand no volvió a hablar, a diferencia de Erec, que
nunca podía dejar de hablar. Parecía satisfecho con solo verla y al patrón que ella
estaba tejiendo. Cuando ella levantó la vista y atrapó su mirada, él no sintió la
necesidad de guiñar o sonreír con suficiencia; él sonrió débilmente y siguió mirando.
Ella comenzó a recordar cómo tejer encantamientos siempre la había aliviado: el
suave deslizamiento del hilo contra sus dedos. Los movimientos repetitivos, rápidos. La
lenta construcción del patrón. Sus manos encontraban su ritmo, bailando a través del
patrón, enrollando el hilo dentro y fuera y alrededor de sus dedos, y poco a poco el
|
E
l día siguiente, Rachelle se despertó y pensó, Hoy obtenemos a
Joyeuse. O morimos.
La mañana estaba ocupada con atender al rey, y Rachelle
encontró que era más difícil de lo usual fingir ser respetuosa.
Armand, también, parecía tenso. Finalmente, cuando las
campanas estaban anunciando las dos en punto, Rachelle se volvió a Armand y dijo:
—No me importa si nos metemos en problemas. No puedo soportar esto un
momento más. Si hay un lugar que te guste en los jardines, dime ahora, o solo te
arrastraré a cualquiera.
|
descanso a las pacas de heno que estaban ahora infestadas de gallinas. La cabaña,
también, era sutilmente diferente a las que Rachelle había conocido, ventanas
demasiado grandes, el pasillo demasiado largo. Era como si el edificio entero hubiera
sido estirando del recuerdo nostálgico y ebrio de una granja.
—¿De qué más habló el obispo? —preguntó.
—Oh, ya sabes, los pecados de la corte y demás. —La voz de Armand era ligera,
su rostro ligeramente alejado por lo que no podía leer completamente su expresión—.
No había habido tal hipocresía desde el Imperio, cuando le daban de comer hombres a
leones por entretenimiento, y aun así se llamaban correctos por los devoradores de
pecados que mantenían encadenados en sus puertas.
1
Trebuchet: Fundíbulo, lanzapiedras o trabuquete. Arma de asedio medieval utilizada para derribar
murallas.
—Y déjame adivinar —expresó Rachelle—, soy una de los devoradores de
pecados.
—Lo dijiste tú misma, ¿verdad? —Sin esperar una respuesta, Armand se
adelantó a zancadas hacia la sombra del no-establo y se sentó en una pila de heno.
—¿Qué estás haciendo? —preguntó.
—Sentándome. —Hincó su mano plateada en el heno y la deslizó debajo de un
huevo, acunándolo cuidadosamente—. Atrapa.
La mano de Rachelle se disparó. Atrapó fácilmente el huevo, pero demasiado
fuerte; se rompió en sus manos, yema escurriéndose por sus dedos.
—Tú —dijo furiosamente, y luego Armand la miró medio sonriendo, medio
temeroso. Un recuerdo se deslizó por su pecho: Marc, su hermano pequeño, una
mañana cuando se suponía que estaban reuniendo cuidadosamente los huevos para
madre. Empezaron a tirar los huevos en su lugar, y cuando Marc tiró uno con
demasiada fuerza y se rompió en su mano, la había visto justo así.
El nacido del bosque la había marcado al día siguiente.
Se inclinó rápidamente, agarró un huevo de entre el heno, y lo tiró a Armand.
Levantó su mano a tiempo: el huevo se aplastó contra el metal de su palma. Se meció
hacia atrás con una risa.
—¿Qué está mal contigo? —preguntó Rachelle.
|
Rachelle estaba llevando su mano hacia atrás para golpearlo antes de inclusive
saber que lo estaba haciendo. Luego lo vio preparándose. Sintiéndose enferma, bajó
sus manos. ¿Cómo habían llegado a esto tan rápido?
—Sabes lo que soy —dijo—. Lo supiste cuando estuvimos en mi aldea y dijiste…
—No pudo forzar las palabras a salir—. ¿He salvado tu vida cuántas veces ahora, y
todavía no confías en mí?
—¿Has dicho cuántas veces que es solo porque soy útil?
Sí tenía un punto ahí.
—¿Por qué estás tan desesperado por odiarme? —preguntó rápidamente—.
¿Por qué ahora?
Su boca su apretó y apartó la mirada de ella. Luego dijo en voz baja:
—Porque estoy aterrado por confiar en ti. —Dejó salir una risa temblorosa—.
Estaba listo para cualquier clase de carcelero, excepto tú.
Y lo peor era, ella entendía. Le había dicho, desde un inicio, que era una
vinculada de sangre y peligrosa, que era su carcelera y no quería protegerlo. Solo
estaba tratando de escucharla. Y sin embargo ahora, inclusive ahora, estaba mordiendo
su labio y mirándola de lado.
—No deberías confiar en mí —dijo—. No deberías.
Se veía de repente angustiado.
—Rachelle…
—¿Sabes quién era la esposa del bosque que me entrenó, a quién maté para
salvar mi propia vida? Era mi tía. La amaba más que a mi propia madre. Me decía y me
decía que tuviera cuidado en el bosque, pero pensé que era lo suficientemente fuerte
para hablar con un nacido del bosque y ser más inteligente que él. Entonces me marcó.
Y estaba demasiado asustada y avergonzada de decirle hasta el último día, y cuando lo
hice… cuando finalmente corrí hacia ella por ayuda, el nacido del bosque había llegado
ahí primero.
Luego su garganta se cerró, y por un momento no pudo hablar. Había pasado
tanto tiempo tratando demasiado de no pensar en ese día, pero los recuerdos eran tan
agudos como siempre y la hicieron trizas.
—Se tomó su tiempo con ella. Había sangre por todos lados. —Podía olerla
inclusive ahora, y su estómago dio un vuelco—. ¿Sabes, que cuando las personas son
|
—Tampoco tengo nada más que darte —dijo él—. Pero creo que también te
amo.
Luego él la besó de nuevo. Y la besó y la besó, hasta que el latido de su corazón
fue una canción y sus venas pulsaban con miel y fuego y sus brazos fueron alrededor de
ella y no la iba a dejar ir. Sabía lo que era y no la iba a dejar ir.
Ella nunca había entendido, hasta ahora, lo que sería besar a alguien quien no
estuviera tratando de usarla o controlarla. Quien simple y llanamente se deleitaba con
ella.
Finalmente él se detuvo y susurró:
—Rachelle…
—No lo digas —dijo ella—. Lo que sea que vayas a decir. No. Sabes lo que soy.
Lo que voy a ser. Ni siquiera tú puedes cambiar eso.
—Iba a decir: “creo que el lindenworm podría estarse despertando.”
En un instante estuvo fuera de sus brazos con su espada desenvainada. Una de
las cabezas del lindenworm yacía cerca de ella; sus ojos habían empezado a abrirse, a
pesar de que la película pálida de sus parpados internos todavía estaba cerrada.
Su primer impulso lleno de pánico fue cortarlo con su espada. Luego recordó el
encantamiento. Apenas podía ver un borde de él, colgando de la pila de los espirales
del lindenworm.
Se dejó entrar en pánico por un momento. Luego dejó caer la espada y escaló al
lindenworm en dos saltos. Cayó de rodillas, presionó sus manos temblorosas en el
encantamiento y pensó: Duerme, duerme, duerme.
Pensó que no estaba funcionando, pero entonces lo hizo. El lindenworm se
estremeció y se quedó quieto debajo de ella. En el silencio después, Rachelle pudo oír
su propio latido, sus respiraciones desiguales.
Había estado demasiado cerca. Nunca debía permitirse distraerse.
Después de tragar unas pocas respiraciones más, se deslizó para bajarse del
lindenworm, de vuelta a donde Armand aguardaba.
—Vamos —dijo ella—. Necesitamos a Joyeuse. Ahora.
—¿Es para eso que me arrastraste aquí?
No sonó sorprendido y Rachelle lo miró.
|
—¿Sabías?
—Lo supuse. Solo hay pocas cosas que un vinculado de sangre podría estar
desesperado por recuperar. Creo que está justo aquí. —Apuntó.
Ahora estaban en el lado más lejano del lindenworm y aquí la habitación no era
una perfecta réplica del Salón de los Espejos: había una estatua como la que Rachelle
nunca había visto en el Château. Era Zisa pero a diferencia de cualquier otra de Zisa que
Rachelle hubiera visto antes, no se identificaba por el sol o la luna en su mano. En lugar
de eso, estaba de pie sobre el cuerpo tendido de Tyr, un momento después de cortar
su mano derecha.
Estaba tallada en la misma arenisca que el resto del salón. Pero sostenía una
espada hecha de hueso.
Todo era de hueso, cuchilla y empuñadura. Runas estaban talladas en la cuchilla;
el pomo y la guarda cruzada eran delicados filigranas que lucían como pequeñas ramas.
No podía ver cómo era la empuñadura porque los dedos de piedra de Zisa estaban
envueltos firmemente alrededor.
Eso era un problema. Rachelle trató de empujar la estatua así se rompería, pero
era inamovible.
—Debe haber un truco —dijo Armand, picoteando la estatua con su mano
plateada.
Donde la tocó, la estatua empezó a derrumbarse. En momentos, no era más que
una pila de polvo sobre el piso, Joyeuse yaciendo libre en el centro.
—Estupendo —dijo Rachelle, agachándose para agarrar la espada, solo para
dejarla caer de nuevo con un siseo de dolor. La espada quemaba. Sacudió su mano; no
estaba sangrando, pero estaba enrojecida e hinchada donde había tocado la
empuñadura.
—¿Qué? —preguntó Armanda, inclinándose para empujar la espada con su
mano plateada.
La empuñadora se movió. Creció y se estiró y se envolvió como una enredadera
alrededor de su mano, hasta que lucía como si la estuviera sosteniendo, aunque
Rachelle suponía que en una manera, la espada lo sostenía a él.
Oscuridad cayó alrededor de ellos. El lindenworm se había ido y el extraño
pasillo con él.
Un momento después, estaban en los jardines del oeste con la luna encima.
|
humanos no era tan vertiginosamente dichosa como la lucha contra engendros del
bosque. Era en parte debido a que sus dones no se manifestaban con tanta fuerza
cuando se enfrentaba a enemigos mortales en lugar de a criaturas del bosque, y en
parte porque sabía que cortaba miembros humanos y detuve corazones humanos.
Cuando terminaron, ella jadeaba. Trató de no mirar a los cuerpos que yacían en
el suelo.
—Tenemos que correr —dijo—. El rey…
Erec negó con la cabeza.
—Ellos no son del rey —dijo, limpiándose la espada.
—Rebeldes —dijo, y su corazón dio un vuelco. Alguien estaba organizando un
golpe al palacio; era por eso que ella y Erec fueron convocados, de modo que pudieran
ser atrapados juntos.
—Armand —dijo ella, y se dio cuenta de que era la primera vez que lo había
llamado por su nombre de pila en frente de Erec.
—Sí —dijo Erec—, asegúralo antes de que llegue a la sala del trono.
Ella no se molestó en explicar cuando salió corriendo de la habitación. Armand
no comenzaría una revolución sangrienta. Él no lo haría, y eso significaba que quien lo
hiciera tendría que tomarlo prisionero, y eso significaba...
Y entonces vio a Armand al final del pasillo, rodeado de hombres armados.
No pensó en probabilidades o tácticas. Su mente destelló fuego blanco, y
entonces estaba sobre ellos.
Ella cortó a dos de ellos antes de que se dieran cuenta de lo peligrosa que era y
comenzaran a retroceder. Entonces alguien se lanzó hacia adelante, y casi lo apuñaló
antes de que se diera cuenta de que era Armand.
—Detente —dijo—. Rachelle, detente. Está todo bien. No me están lastimando.
—No entiendes —dijo—, están atacándonos…
—Están conmigo —dijo en voz baja—. Ellos me siguen.
Podía ver el rostro de Armand con toda claridad en la luz de la lámpara, sus ojos
grises y la línea plana de su boca. Podía sentir la empuñadura de su espada agarrada en
su mano, y podía oír los gemidos suaves de uno de los hombres a los que había
apuñalado. Pero sentía que había salido de su cuerpo y dado un paso a un lado, como si
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lindos besos van a hacer que te perdone. —Levantó su sangrienta espada y presionó la
hoja contra su garganta—. Solo estás vivo porque el rey puede utilizarte. Cuando llegue
el momento, le ayudaré a destruirte.
Cualquier esperanza que hubiera tenido de encantarla pareció escaparse de él.
—Siempre les fuiste leal a ellos, ¿no? —preguntó, su voz plana.
—Sí —dijo ella, porque sabía que lo lastimaría—. Te dije que todavía era una
vinculada de sangre. ¿Qué esperabas?
—Bueno, entonces adelante. Mátame cuando quieras. —Su voz era
silenciosamente despectiva—. Es la única cosa que sabes hacer. Matar para complacer
a los nacidos del bosque y matar para complacer al rey y matar para tu querido d’Anjou.
—Al menos nunca pretendí otra cosa —soltó.
—Oh, sí. —Su boca se curvó en una delgada y feroz sonrisa—. Tu pequeña y
triste alma perdida de la que no puedes dejar de pensar. Perdóname si siento más
lástima por las personas a las que has asesinado.
Sintió como si hubiera anzuelos arrastrándose por sus costillas.
—Nunca pedí tu lástima.
—Oh no, por supuesto que no. Eso te haría menos especial, ¿verdad? si fueras
solo otra pecadora necesitando lástima. No, tienes que ser la hija del mismísimo diablo
antes de que estés satisfecha. Lloras y lloras acerca de tu inocencia perdida, pero la
verdad es que amas ser así. Amas creer que estás maldita porque entonces puedes
hacer lo que quieras. Porque eres demasiado cobarde para enfrentar lo que has hecho
y vivir con ello.
Quería lastimarlo. Quería lastimarlo, y por un momento imaginó presionar la
hoja, imaginó la sangre chorreando por todas partes, escurridiza y después pegajosa
entre sus dedos. Era tan real, que casi podía probarlo. Y podía probar la oscura
desesperación arrastrándose por su garganta después.
Sabía que si lo mataba, la siguiente cosa que haría sería girar la espada hacia ella
misma.
Su corazón latió con deseo por la destrucción, con terror porque lo quería tanto.
Bajó la espada. Era una de las cosas más difíciles que había hecho alguna vez.
—No digas otra palabra. —Agarró su muñeca—. Si quieres vivir un poco más, no
|
Pero Rachelle debería hacerlo sabido mejor. Ella era una vinculada de sangre
después de todo, y ser una vinculada de sangre significaba saber cuán fácilmente “Yo
jamás podría” se convertía en un “Sí, lo haré”.
Hubo un tiempo en el que ella habría jurado que preferiría morir antes que hacer
un pacto con un nacido del bosque, porque si hiciera una cosa tan mala, no sería ella
misma nunca más. Luego descubrió que su verdadero yo estaba dispuesto a hacer
cualquier cosa mala, siempre que pudiera vivir.
Ella había, todo el tiempo, sido una chica que estaba dispuesta a dormir con
Erec d'Anjou. Le había tomado solo tres años admitirlo. Y admitirlo no le había
permitido escapar de nada, porque aun podía recordar a Armand, y sus ojos picaban
con lágrimas impotentes e inútiles mientras recordaba.
Cuando Volund hubo terminado las espadas, las puso en las manos de Zisa, y
tomaron la forma de agujas. De regreso Zisa fue donde la Vieja Madre Hambre, con las
agujas puestas en su falda. Allí se encontró con que la jaula de Tyr se había ido.
—Oh, mi madre —dijo ella—, ¿dónde está la criatura que una vez llamé hermano?
¿Ya no está siendo destinado a la ofrenda?
La Vieja Madre Hambre rio. El ruido era como una tormenta de polillas.
—Seguramente no lo extrañas —dijo.
—¿Qué es cualquier humano para mí, sino presa? —dijo Zisa—. Pero es mi deber
darle de comer.
—Es tu deber convertirte en una de nosotros —dijo Vieja Madre hambre, y la
marcó con la estrella negra—. Tráeme los corazones de tu padre y madre. Haz eso, y
vivirás para ver al que fue tu hermano cuando lo traigas para la ofrenda.
Así Zisa regresó a su helado lago negro, y vio a su tribu postrándose y adorándola.
Pero no su padre: él estaba de pie en toda su altura y orgulloso, ocre cruzando su rostro y
oro en su cabello, mientras dijo:
—Te doy la bienvenida, hija mía.
—Padre —respondió ella—: ¿por qué nos ofreciste? ¿Por qué sirves a los nacidos
|
del bosque?
—Es como funciona el mundo —dijo—, que los gloriosos reinen a los débiles, y
tomen lo que le plazca.
—Eso es cierto —dijo Zisa—. Y ahora soy gloriosa.
Antes de que tomara otro respiro, le cortó la cabeza de los hombros.
Las personas temblaron y se quedaron en silencio. Pero la madre de Zisa se puso en
pie. En silencio, preguntó:
—¿Tyr todavía recuerda su nombre?
—No, quien fuiste mi madre —dijo Zisa—. Ahora ven a mi lado.
Y su madre se acercó a ella.
—Él va a recordar de nuevo —susurró Zisa en el oído de su madre.
—Entonces puedo morir en paz —dijo su madre, y Zisa levantó la espada a su
cuello.
Zisa cortó los corazones de sus padres y los puso en un cofre de plata, y de vuelta
fue a la única familia que le quedaba.
—Ahora cocina una sopa y cómela conmigo —-dijo Vieja Madre Hambre.
Les digo, no había nada que ella no haría por su hermano.
|
Traducido por Mae
D
espertó cuando Erec pellizcó su mejilla.
—Buenos días, mi señora.
Ella golpeó su mano y empezó a incorporarse. Entonces se
dio cuenta de que los siervos de Erec se agolpaban en la sala, y
estaba desnuda debajo de las mantas. Se lanzó hacia abajo.
—¿Te levantarás? —preguntó Erec.
—No —gruñó.
|
Amélie había desaparecido del Château. Rachelle trató de evitar pensar en ella
durante todo el día, pero ahora no podía escapar de los recuerdos: los ojos asustados
de Amélie, la forma en que se estremeció. Y ahora podía entender lo que no entendió
entonces: que Amélie probablemente se había estremecido porque su amiga había
aparecido agarrando una espada y salpicada de sangre. Por supuesto, había estado
asustada. Y Rachelle la había alejado por ello.
Al menos estaría con su madre cuando cayera la Noche Eterna. Probablemente
era lo mejor.
Erec llegó justo cuando Sévigné terminaba de pintarla. Besó los dedos de
Rachelle y dijo:
—Es una ilusión más que encantadora. Te ves casi como una dama.
—¿Casi?
Rachelle se había visto en el espejo: la piel pintada impecable, los brillantes
labios rojos, el triángulo preciso de rubor en sus mejillas. Su vestido era de seda azul
pálido bordado con rosas; había pequeñas rosas de seda en su pelo y un pequeño
parche de terciopelo negro con forma de rosa en su mejilla. Se parecía tanto a una
dama, que apenas podía reconocerse a sí misma.
—Tal vez sólo porque te conozco —dijo—. Por debajo de la seda y encaje,
sigues siendo una criatura del bosque.
Su cara ardió, y no se atrevió a responder de vuelta. Debido a que esta no era
como cualquier otra vez en la que caminaron juntos. Con cada movimiento que hacía,
era impotentemente consciente de él, de la forma en que su cuerpo se movía bajo sus
ropas, y sabía que podía usar eso contra ella en cualquier momento que quisiera.
Cenaron en el exterior, en una pequeña terraza rodeada de mujeres de mármol
que sostenían linternas. Las lámparas estaban encendidas, y las mariposas de color
carmesí se arremolinaban sobre ellos en espesas nubes rojas. Entonces Rachelle
parpadeó, y sólo había polillas revoloteando junto a cada lámpara.
El rey llegó unos momentos después de ellos, y hubo reverencias y manos
besadas, y entonces ellos se encontraban sentados.
—Entonces —dijo el rey, siseando un poco—. He oído que ha estado haciendo
su deber de manera excelente como guardaespaldas de mi hijo.
Rachelle esperaba seguir sonriendo, pero la mirada del rey había caído, y sabía
que él debía estar mirando alguno de sus pechos o el rubí de Erec. No sabía que la
|
avergonzaba más.
—Lo he intentado, señor —dijo ella—. ¿Qué se va a hacer con él?
El rey pareció encontrar esto hilarante; soltó una de sus famosas risas.
—¿Qué se va a hacer con él? D’Anjou, ¿tienes alguna idea?
—Enseñarle buenos modales y mantenerlo fuera de la vista —dijo Erec—. Sabe
que él pronto será irrelevante, señor.
Rachelle no sabía que podía sentir lástima y repulsión a la vez. Era repugnante
cómo se reían por la noche anterior, como si el que Armand los traicionara y personas
murieran no fuera más que una broma. Y sin embargo, no podía evitar sentir lástima de
ellos, porque sus palabras eran más ciertas de lo que podían adivinar. Una vez que el
Devorador regresara y los humanos fueran el ganado de los nacidos del bosque, sería
verdaderamente irrelevante quien afirmara ser rey de Gévaudan.
La comida transcurrió. Rachelle podría decir que la comida era exquisita, pero
apenas podía tragarla. Aquí afuera en la terraza, con la brisa de la tarde en la piel, los
árboles elegantemente adornados del jardín en la distancia, no podía olvidar que la
Noche Eterna venía. Por lo que sabía, estaba viendo el penúltimo atardecer que el
mundo conocería.
A menos que pudiera conseguir que Armand le dijera dónde estaba Joyeuse.
El rey parecía haber perdido interés en ella; habló con Erec, discutiendo planes
para fiestas de caza y fiestas de danza y el gran baile para celebrar la noche de
solsticio. ¿Qué había hecho a Erec creer que esta cena era un honor que valía la pena
compartir con ella? Pero mientras lo miraba, la forma en que sonreía e intercambiaba
pequeños epigramas con el rey, se dio cuenta de que se glorificaba en este momento,
que si bien respetaba al rey no más que ella, ser el invitado especial del rey Auguste-
Philippe en realidad significaba algo para él.
¿Qué era lo que había dicho acerca de su medio hermano? Era legítimo, y
heredero de todo lo que me quedaba. En ese momento, parecía muy importante. ¿Era
todavía importante para él, robar las glorias y honores que su hermano muerto podría
haber disfrutado una vez?
Si era así, era un deseo muy tonto. Afirmaba estar listo y dispuesto a echar toda
la humanidad a un lado, sin embargo, todavía trataba de satisfacer los anhelos del niño
que una vez fue. Pero hizo que su corazón se suavizara un poco por él.
¿Y cómo podía culparlo? Ella trataba de matar al Devorador porque quería salvar
Gévaudan y a toda la gente que amaba, pero en verdad, también trataba de justificar
|
los sueños de la chica testaruda que había osado hablar con un nacido del bosque.
El cielo era de color morado oscuro cuando Rachelle empezó a oír lo que sonaba
como gente gritando muy lejos. Miró a Erec. Él la miró, se encogió de hombros
débilmente, y siguió hablando con el rey.
Ella estaba casi lista para levantarse e investigar y maldecir la etiqueta cuando
un guardia recubierto de azul llegó y susurró al oído del rey.
El rey suspiró.
—Parece que hay algún tipo de gentuza acercándose al castillo. ¿Le importaría
jugar a las cartas en el interior, mientras que la guarda lidia con ellos?
—Cuán tedioso —dijo Erec, levantándose.
—¿Lidia con ellos? —dijo Rachelle.
El rey hizo un gesto con la mano.
—Has oído hablar del altercado hace cinco años. Tienen bastante experiencia
con este tipo de cosas.
El estómago de Rachelle se volvió frío. Hace cinco años, una sequía había
causado escasez de alimentos y una multitud de personas que padecían hambre había
marchado hacia el Château de Lune para exigir la tradicional caridad de pleno invierno.
Ya fuera que los guardias dispararon sin provocación o que la multitud se preparaba
para amotinarse dependía de a quién le preguntaran, pero nueve personas yacieron
muertas al final de esto.
—¿Por qué están aquí? —preguntó Rachelle.
—El mismo tipo de tonterías —dijo el rey, levantándose de su silla—. Extrañan a
su santo, porque imaginan que arrastrarse ante él mantendrá a los engendros del
bosque lejos de sus puertas. Y piensan que tienen el derecho de hacer demandas a su
rey. Vengan, las cartas esperan.
Erec le dirigió una mirada divertida, superior, como diciendo: podría haberte
dicho que esto iba a pasar.
Él no parecía en lo más mínimo preocupado por lo que pudiera pasar después.
—Señor —comenzó Rachelle desesperadamente—, no cree…
La mano de Erec cubrió su boca mientras uno de sus brazos rodeaba su cintura.
—Sí, mi pensamiento exactamente. Su Majestad, ¿le importaría si lo
acompañamos en un momento? Mi querida tiene algunas palabras solo para mis oídos.
|
El rey sonrió. Sabía claramente que Rachelle había estado a punto de pedirle que
interviniera y que Erec estaba interviniendo en su contra.
—Por supuesto —dijo—. Tómate todo el tiempo que tu señora necesite.
Cuando él se fue, Erec liberó su boca, pero mantuvo su control sobre su cintura.
—Ahora, por favor no me golpees, ¿mi señora? Sabes tan bien como yo lo que
pasaría si lo contradices.
Rachelle sabía que esperaba que le gritara. Pero se quedó en silencio, su mente
trabajaba furiosamente. No tenía sentido apelar al rey, eso era obvio. El obispo podría
tener suficiente influencia para calmar a la multitud, pero probablemente no querría
calmarlos.
—Erec —dijo—. Déjame traer a Armand, sólo por esta noche.
—¿Ah, sí? —Su voz mostró sólo curiosidad cortés, pero su agarre se clavó en su
brazo—. ¿Y qué planeabas hacer con él?
—Mostrárselo a la gente —dijo—. Él es su santo, ¿no? Podía hacer que se
dispersen pacíficamente.
—¿Crees que al rey le gustaría eso?
—El rey no tiene que saber hasta que sea demasiado tarde. Ni siquiera tiene que
saber que tuve algo que ver con eso. ¿De verdad no te importa que pudiera haber una
masacre?
—¿Importar? ¿Olvidas que somos asesinos?
—No —dijo Rachelle—, pero en este momento, no me importa un comino.
Dime dónde tienes a Armand y déjame llevarlo y mostrarlo a la multitud. Voy a hacer
todo lo que quieras después de eso. Déjame parar esto.
Erec se quedó en silencio. Deseó poder ver su rostro.
—No me digas —dijo ella con desdén—, tienes miedo de que lo encuentre
mucho más encantador que tú.
Él se rio bajo en su garganta.
—Sabes muy bien que no puedo resistirme a un desafío. Muy bien, señora, es
tuyo por ahora y voy a darle tus excusas al rey. Pero tienes que dejar que te gane esta
noche.
|
Cuando dijo las últimas palabras, se movió, apoyándose en ella, y Rachelle sintió
su apertura. Se desplomó hacia adelante, con un brazo en él, una mano agarrando su
abrigo, y un momento después lo había lanzado sobre su hombro al suelo.
—Tal vez yo voy a ganarte —dijo, y sonrió, porque sabía que él no la había
dejado tirarlo; ella realmente le había sorprendido.
Erec se puso en pie a la ligera y con gracia, pero había una mueca en su boca.
Nunca le gustaba ser tomado por sorpresa. Rachelle no podía recordarlo tener un
aspecto ridículo. Se sentía maravilloso.
De repente se le ocurrió que en esta situación, Armand se habría reído en vez de
tener mal humor.
—¿Y bien? —dijo.
—Ojalá tuviera tiempo para entrenar contigo correctamente. —Él suspiró—.
Por aquí. —Él la miró de arriba abajo—. En realidad, voy a llevarlo hacia ti. A menos que
planees deslumbrar a la multitud hasta la sumisión, es posible que desees cambiarte.
Así Rachelle corrió hacia su habitación.
—Más rápido, más rápido —murmuró una y otra vez, mientras Sévigné
desabrochaba los botones y sacaba los cordones del corsé.
Finalmente estaba libre de su ropa, y en momentos se colocaba su equipo de
caza.
—Trenza mi pelo —dijo mientras se abrochaba la camisa, y Sévigné obedeció.
Un minuto más tarde, ella estaba poniéndose su abrigo. Dio una mirada al espejo: el
maquillaje estaba todavía en su rostro, polvo de perlas, colorete, y clavo quemado para
rellenar las cejas, que parecían extrañas con su abrigo rojo parcheado y pantalones
ligeramente raídos, pero eso serviría. No había tiempo, porque incluso ahora Erec
llamaba a la puerta.
—Aquí tienes —dijo Erec, empujando a Armand en la habitación—. Cuando
hayas terminado, asegúrate de volver a ponerlo donde lo encontraste. Señor,
obedézcala y recuerde nuestra conversación.
—Gracias —dijo Rachelle aturdida. Armand no la miraba; estaba muy pálido y
mirando al suelo. Ella se sentía invisible. Deseó ser invisible, así nunca tendría que
mirarlo a los ojos. Había pasado todo el día cazando a través del Château a Joyeuse sólo
para poder evitar hablar con él de nuevo.
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Erec la agarró por los hombros y la besó rápidamente, pero con fuerza. Rachelle
no podía dejar de ser consciente de que Armand se encontraba sólo un paso de ellos.
Entonces Erec la soltó.
—Hasta esta noche —dijo, y se fue.
Rachelle tragó el deseo de ocultarse y llorar, y se giró hacia Armand en su lugar.
—Escucha —dijo ella—. Sé lo que piensas de mí. Y sabes lo que pienso de ti.
Pero en este momento, hay una multitud fuera del palacio, y puesto que el rey no tiene
intención de reconocer su existencia, probablemente van a amotinarse, y sabes cómo
va a terminar. Así que vas a salir y hablar con ellos.
—¿Y decir qué? —preguntó lentamente después de un momento.
—No sé, algo santo. Algo para hacerlos volver a casa para que no les disparen.
Se supone que te preocupas por eso, ¿no es así?
—¿Volviste a pensar que soy un santo? —preguntó, y había una ligera burla en
sus palabras.
—No me importa si eres Dios o el diablo —dijo Rachelle—. Quiero que la gente
se vaya. En silencio. Harás que eso suceda, sin crear rebelión, o voy a cortarte el cuello
delante de ellos y condenar las consecuencias. ¿Lo entiendes?
Él la miró un momento más.
—Bien —dijo, asintiendo bruscamente—. ¿Qué camino?
Rachelle no sabía, pero eso nunca la había detenido.
—Lo sabremos —dijo, y pasó junto a él a grandes zancadas por el pasillo.
La conmoción se construía dentro del palacio; se toparon con otro guardia lo
suficientemente pronto. Rachelle simplemente marchó hacia él y le dijo
grandiosamente:
—Llévanos a la multitud. Órdenes del rey.
—Por supuesto —dijo el guardia, inclinándose rápidamente—. Me alegro de
que el viejo decidiera hacer algo —murmuró.
—¿Cuántos hay? —preguntó Armand mientras caminaban rápidamente a través
de los pasillos.
—¿Un centenar? ¿Doscientos? —El guardia se encogió de hombros—. Están
conteniéndolos, pero en cualquier momento, dicen si comienzan una revuelta. —Su
|
voz vaciló y dejó de hablar. Era joven, Rachelle se dio cuenta, apenas mayor que ella y
Armand. Probablemente no había sido un miembro activo de la guardia hace cinco
años. Debió escuchar historias acerca de la masacre, ¿y qué tipo de historias decían los
guardias? se preguntó. ¿Era una cuestión de vergüenza y horror para ellos, o
consideraban los guardias que se defendieron y al rey? Nadie siquiera había sido
azotado por ello; hubo indignación por eso también.
La multitud se reunía en el lado sur del edificio, pululando por una carretera
estrecha y se extendía a uno de los campos de naranjos. El césped más cercano al
palacio estaba todavía libre, en poder de una línea de soldados recubiertos de azul
sosteniendo mosquetes.
El pueblo sabía tan bien como ella lo que le pasó a la última multitud que se
encontró fuera del palacio. Estaban lo suficientemente desesperados como para venir
aquí de todos modos.
Ella había temido por ellos desde que oyó la noticia, pero ahora les compadecía.
Estaba furiosa en su nombre. Y tenía temerosa de ellos también, porque podía sentir la
furia en la forma en que se paraban, la forma en que murmuraban y gritaban.
—Tiempo de rendimiento —dijo Rachelle.
—Es posible que hayas… sobrestimado mi capacidad —dijo Armand, sonando
un poco débil.
—Por lo que sé —dijo Rachelle—, has mentido a cada persona en este palacio,
de una manera u otra. Esto no debería ser demasiado difícil.
—Eres tan amable. —Él cuadró los hombros.
Sin querer en lo más mínimo, Rachelle le tomó la mano. El metal estaba frío y un
poco húmedo contra su piel.
—Soy Armand Vareilles —gritó—. He llegado a escuchar sus quejas.
—¿Dónde está el rey? —gritó alguien, pero una gran cantidad de la gente
empezó a cantar—: ¡Retorna a la ciudad! ¡Protégenos! ¡Retorna a la ciudad! —El ruido
era como un latido o la respiración de un lobo, y Rachelle casi dio un paso atrás.
—Debo obedecer a mi padre —dijo—. No puedo dejar Château de Lune.
—¿Crees que eso va a calmarlos? —murmuró Rachelle.
Armand le dirigió una mirada sombría.
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Vio la cabeza de Armand sacudirse mientras asentía a la gente, le oía decir: “Dios
te bendiga. Que Dios los bendiga” con voz cansada.
No hubo milagros. Algunos dijeron que respiraban mejor, caminaban mejor;
otros simplemente sollozaron cuando lo tocaron, y sollozando, se alejaron. Rachelle
esperaba constantemente que alguien gritara que era falso. Seguramente en cualquier
momento se darían cuenta de que Armand no estaba sanándolos e irían en su contra.
Pero el momento nunca llegó. Parecía ser suficiente para ellos, simplemente, que se
sentara entre ellos y dejara que lo tocaran, a pesar de su falta de limpieza.
Ella se dio cuenta de que había lágrimas deslizándose por su rostro. Ella había,
tal vez, sólo alguna vez querido lo mismo. Lo había conseguido ayer, y entonces lo
desechó.
Por último, el público había terminado. Cuando se detuvieron, por unos
momentos Armand estuvo quieto, respirando entrecortadamente. Luego se puso de
pie y dijo en voz alta:
—En el nombre de mi padre, el rey Auguste-Philippe II, les concedo permiso
para permanecer en los jardines de naranjos esta noche. Por favor regresen a la ciudad
en la madrugada.
Se dio la vuelta y se dirigió de nuevo hacia los soldados.
—Denles un poco de pan, si es posible —dijo a un capitán—. Probablemente no
han comido en todo el día. Les ayudará a calmarse.
—Sí, señor —dijo el capitán, y Rachelle se dio cuenta de que los guardias
también los miraban con algo como temor.
—Bien —dijo Armand.
Rachelle cogió las manos de plata por los arneses. Entonces lo agarró por el
brazo.
—Tenemos que hablar —dijo.
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Traducido por âmenoire
T
an pronto como estuvieron fuera del alcance de los oídos de los
guardias, Armand se giró hacia ella y dijo:
—Quieres que vivan.
Ella lo miró fijamente.
—La multitud —dijo él—. No quieres que les disparen.
—Obviamente —dijo Rachelle—. Escucha. Sobre Joyeuse…
—Nunca envíe a nadie a atacarte. —No había enojo en la voz de Armand, solo
|
—Había escuchado una historia de que Joyeuse estaba oculta detrás de una
puerta como esa. No estoy trabajando para el Devorador. No estoy trabajando para los
nacidos del bosque. Estoy trabajando para el rey, pero solo porque quiero permanecer
viva y no planeo estar viva mucho tiempo más, porque me encontré al nacido del
bosque que me creó hace tres semanas y me dijo que el Devorador va a regresar antes
del final del verano. Así que tienes que decirme dónde escondiste a Joyeuse.
Armanda la miró fijamente por un momento largo. Luego empezó a reírse.
—¿Qué? —exigió ella.
—Bueno —dijo él—, si quieres matar al Devorador, tienes suerte. Yo seré su
nuevo recipiente.
Y ella recordó las historias: Tyr, y mil innombrables se sacrificaron antes que él.
Humanos vaciados y habitados por el poder del Devorador, hicieron el vínculo viviente
que le permitió sumir a todo el mundo en la oscuridad del Gran Bosque.
—Hace seis meses, fui a la corte por primera vez. Fue deslumbrante. Fue
especialmente deslumbrante conocer a mi padre, quien parecía mucho más interesado
en mí de lo que había esperado jamás. Me dijo que esperaba grandes cosas de mí.
»Tres días antes de la Noche de Medioinvierno, un nacido del bosque me marcó.
Dijo que tenía que matar o morir. Dije que moriría. Quería morir. Solo que, ya te dije
cómo me salvó del Don Real. En el tercer día, desperté en una habitación secreta. El rey
estaba ahí, y d’Anjou, y el resto de los nacidos del bosque. Me dijeron que estaba
destinado a un destino más glorioso del que cualquier mortal hubiera disfrutado en
trescientos años. Había pasado la prueba, ves. Porque tenía el Don Real lo
suficientemente fuerte para sobrevivir a la marca, podía ser un recipiente adecuado
para el Devorador. Podía romper la atadura que Tyr y Zisa le habían colocado tiempo
atrás.
Rachelle difícilmente escuchó esa última parte.
—¿Erec estuvo ahí? —dijo ella—. Entonces él…
La boca de Armand se torció.
—Oh sí. Él es quien cortó mis manos.
Él no podría, quiso protestar ella. No parecía posible y no solo porque habían
sido amantes. Habían cazado y reído juntos. La había sostenido una vez cuando lloró.
Le había enseñado a vivir de nuevo cuando ella había estado lista para morir.
Pero recordó todo lo que le había dicho: Ambos somos asesinos. Lo que nunca
muere no puede ser maldito. Viviremos para siempre, en la oscuridad y en el baile.
|
que Raoul pudiera hacerlo, pero creo que tú serías incluso mejor.
—No —dijo Rachelle, recordando la tarde cuando se había sentado en el salón
de la Fontaine para discutir el asesinato—. Absolutamente no.
—D’Anjou te dejará entrar en la ceremonia si cree que eres leal.
—No —dijo ella de nuevo.
—Tienes que. ¿No lo entiendes? El Devorador no tiene un cuerpo; es por eso que
necesita un recipiente para manifestarse. ¿Por qué crees que Tyr lo mató mientras
poseía a su hermana? Esa tiene que ser la única forma de detenerlo. —Armand tomó
una respiración irregular—. Tienes que matarme.
—Escúchame. —Agarró sus hombros—. Maté a alguien a quien amaba una vez.
No puedo hacerlo de nuevo.
—Un noble sentimiento —dijo Erec.
La sorpresa fue como hielo en su sangre y huesos. Se giró. Erec estaba de pie
detrás de ellos, vestido con su abrigo favorito de terciopelo negro.
—Tú —dijo Rachelle. Lo había deseado, besado, hecho el amor con él. Y él había
torturado a Armand—. Voy a matarte.
—Realmente dudo eso —dijo Erec, levantando su mano.
Atado a su dedo estaba el hilo carmesí. Este cayó al suelo, donde se agrupó en
grandes círculos y espirales.
La otra punta estaba atada al dedo de ella.
Viviremos para siempre, en la oscuridad y en el baile.
Siempre, siempre, le había estado diciendo.
Su corazón dio un golpe seco, pero se sintió como si perteneciera a alguien más;
su cuerpo parecía estar envuelto en fuego o hielo o lana de algodón. Todo lo que podía
oler era sangre. Todo lo que podía escuchar eran los gimoteos suaves y agonizantes de
tía Léonie.
Erec lentamente envolvió sus dedos en un puño. El hilo quemó al rojo vivo
alrededor de su dedo; la fuerza abandonó sus piernas y ella cayó de rodillas.
Nunca escapé de él, pensó lentamente. Nunca dejé el Bosque. Nunca dejé esa casa.
Erec caminó hacia adelante. Los nacidos del bosque lo siguieron, apareciendo de
entre las sombras, tan terribles y gloriosos como los que ella había visto en la Cacería
|
Salvaje.
—Un tirón del hilo. —La mano de Erec cayó en su cabeza, luego bajó por su
mejilla en una caricia—. Y siempre regresarás a mí. Y ahora ni siquiera necesito utilizar
mi mascara.
Brevemente la incertidumbre extraña y desgarradora destelló sobre su rostro, la
misma de cuando lo había conocido por primera vez. Luego sonrió y se había ido.
Tiró de ella para ponerla de pie y envolvió su brazo alrededor de ella.
—Espero que hayas disfrutado tu tarde, Monsieur Vareilles. Termina ahora. Mi
querida necesita descansar y tú necesitas prepárate para la gloria que recibirás mañana
en la noche.
El rostro de Armand tenía la misma inexpresividad que ella había visto antes.
Pero por supuesto, él no había aprendido nada nuevo. Ya sabía todo sobre Erec y los
nacidos del bosque y el Devorador. Ya sabía que estaban indefensos.
Rachelle cerró sus ojos y dejó que Erec se la llevara.
|
Traducido por LizC
E rec los condujo por el Château, y fue casi como andar en el Bosque.
Sangrando por los pasillos de mármol, Rachelle vio caminos
laberínticos entre árboles cuyas ramas se entrelazaban juntas por
encima de sus cabezas hasta que parecían una sola planta. Las aves llamaban con
gorgojeantes voces medio-humanas. El viento clavaba sus dedos en su cabello,
escociendo en sus ojos.
El brazo de Erec se mantuvo por encima de sus hombros. Se sentía cálido,
sólido, humano. Sin embargo, durante todo el tiempo que lo había conocido, nunca
había sido humano. Ella sintió que su mano acunaba su hombro derecho. Él le había
|
dado el cuchillo con esa mano, había envuelto sus dedos alrededor de la empuñadura y
le dijo que cortara profundo.
Un mes más tarde, él le había dado la fuerza para proteger a las personas
cuando le enseñó a vivir.
La caminata duró sólo unos minutos; luego se inclinaron para pasar bajo un arco
en las raíces de un árbol monstruoso, y al otro lado estaba el estudio de Erec,
extrañamente radiante y libre del Bosque. De repente, uno solo de los nacidos del
bosque estaba con ellos, y ahora parecía como un pequeño sirviente de cara pálida que
agarraba el brazo de Armand con sus dedos regordetes.
—Llévalo a un lugar seguro y mantenlo allí —dijo Erec—. Mi señora y yo
tenemos algunas cosas que discutir.
Ella no miró a Armand mientras era sacado. No lo vio porque estaba aterrorizada
de lo que vería en su rostro, pero también porque sabía que cuanto menos Erec
pensara que se preocupaba por él, mejor para los dos.
—Entonces —dijo ella cuando la puerta se hubo cerrado—. ¿El rey sigue siendo
humano?
Erec rio.
—Oh, es bastante humano. Y un gran tonto. Piensa que vamos a darle eterna
juventud y crearle un ejército de vinculados de sangre.
—¿Lo harás?
—Estamos construyendo un ejército —dijo—. Conociste a uno de ellos. La
perfecta hambre sin sentido hace los mejores sirvientes, ya sabes. Pero me temo que el
rey no vivirá para usarlos.
A estas alturas no debería estar sorprendida, pero sus palabras aun así hicieron
que su aliento tambaleara.
—Aquella mujer —dijo—. En la cafetería…
—Escapó de nosotros, sí, y encontró su camino de regreso a esos descontentos
idiotas. Pero ese nido, por lo menos, lo limpiamos al día siguiente.
Rachelle no necesitaba preguntar qué significaba “limpiar”. Recordó a la hija
llorando, el marido que la había llamado asesina. Erec los había matado.
Probablemente mientras Amélie había estado aplicando colorete en su cara.
—Si eres tan poderoso —preguntó—, ¿por qué necesitas el permiso del rey?
—Debido al vínculo que aquellos niños entrometidos pusieron sobre nuestro
|
amo. No podemos marcar a nadie de la casa real sin el permiso de otro que tenga el
Don Real. —Él le sonrió—. Un problema que no encontré contigo.
—Mataste a mi tía —dijo ella, su voz raspando en su garganta como el cristal
roto.
—No, mi señora, tú lo hiciste.
Ella se estremeció un paso atrás.
—Erec, ¿por qué haces esto? No puedes… no puedes realmente querer…
Tenía la misma expresión divertida superior que siempre tenía cuando lograba
impresionarla.
—¿Qué? ¿La Noche Eterna? Le doy la bienvenida.
—Pero todas esas veces que cazamos engendros del bosque juntos… me
enseñaste a proteger a las personas.
—No, mi señora, te enseñé a vivir. —Su voz fue ligeramente burlona—.
Proteger a las ovejas de este mundo era tu herejía en mi doctrina.
—Y al enseñarme a vivir —dijo con amargura—, eso era sólo para que fuera de
utilidad para ti, ¿no?
—No —dijo—. Yo te amo, mi señora.
Ella resopló.
—Como un lobo ama su carne.
—Oh, no —dijo—. Fui a tu aldea para matarte y a tu tía también, porque se
rumoreaba que vigilaban a Durendal. Pero luego hablé contigo y fuiste tan valiente, y
me enamoré de ti. —Él dio un paso hacia ella y ella dio un paso atrás, chocando contra
su escritorio—. Observa lo amable que he sido contigo. Dejé que decidieras convertirte
en una vinculada de sangre. Dejé que eligieras hacer el amor conmigo.
—¿Y si no lo hubiera hecho?
—Los podrían-haber-sido son para los poetas. Lo que importa es que me
elegiste. Y yo te he elegido para gobernar a mi lado.
Recordó su voz en el Bosque: te traigo buenas nuevas de gran gozo.
—Así que traes al Devorador de vuelta —dijo ella—, cae la noche para siempre,
y entonces… ¿seremos coronados rey y reina de los nacidos del bosque? Sospecho que
hay unos más viejos que podrían tener prioridad.
|
—Oh, sin duda. Pero la monarquía no es lo que busco. —Él siguió adelante,
acariciando su cuello—. En primer lugar, oscuridad. El sol y la luna son devorados del
cielo, y todo el regordete mundo satisfecho gritará de horror. Eso es lo que tus santos
también sueñan, ¿no es así, el juicio sobre los complacientes? Después: La Cacería
Salvaje. No más reverencias a los santurrones, los débiles y los soberbios. No más
miedo y culpa. Montamos los corceles de noche y cazamos a la raza humana. Cuando
hayamos tenido nuestra ración de caza, entonces vendrán los bailes, las danzas
estrelladas eternas. Y finalmente… —Él plantó una mano en el escritorio a cada lado de
ella—. Por último, en los largos silencios secretos, tú y yo juntos. Un mundo sin fin,
amén. ¿No es ese un paraíso digno de un poco de sangre, mi señora?
Nada de lo que dijera haría una diferencia. La persona a la que, no había amado,
exactamente, pero había considerado su amigo, nunca había existido. Lo único que
podía hacer era convencer a este nacido del bosque de que ella estaba indefensa y
resignada, y esperar la oportunidad de escapar.
Respiró lentamente y le preguntó:
—¿Por qué soy ahora tu señora en vez de una “niña”?
Él sonrió, pensando claramente que estaba empezando a conquistarla.
—Porque en otro tiempo fuiste una niña protegida. Pero tomaste el cuchillo.
Fuiste lo suficientemente valiente para enfrentarte a la oscuridad. Y te hiciste fuerte.
Cuando ella tomó el cuchillo, fue lo más débil que había sido nunca.
—La eternidad en el Bosque —dijo ella—. ¿Alguna vez te hice pensar que quería
eso?
—Creo que puedo hacer que lo quieras.
Entonces la besó.
Él era un monstruo. Pero su cuerpo todavía sabía cómo desearlo. Por supuesto
que sí; su cuerpo había sido vaciado, llenado y transformado por el poder del Bosque.
¿Cómo podía evitar el hambre ante su creador?
Si quería alguna oportunidad de ayudar a Armand, tendría que seguirle el juego
a Erec. Y eso iba a ser fácil.
No podía soportar la idea de pensar en eso. Así que ella le devolvió el beso y no
pensó.
Entonces alguien llamó a la puerta.
Con un suspiro, Erec la soltó.
|
—Nunca termina —dijo, y se fue a la puerta. La persona fuera habló en voz baja
de modo que ella no pudo escuchar, y Erec respondió del mismo modo en voz baja.
Rachelle no estaba escuchando con mucha atención de todos modos. Ella se
agarró a los bordes del escritorio y se quedó mirando el suelo. Se sentía como en una
burbuja, un pequeño destello envuelto alrededor de la nada.
—Por desgracia, el deber llama —dijo Erec, volviendo a ella—. Pero primero,
tengo un regalo para ti. Algo para mantenerte ocupada esta noche, y consolarte por
toda la eternidad. Ven.
Rachelle se alejó del escritorio. Mañana, pensó aturdida. Y para siempre. Si no
encontraba una manera de detener el Devorador, ella se convertiría en una nacida del
bosque, e iba a vivir para siempre con nada más que esto. Placer y desesperación.
—No te veas tan triste —dijo Erec—. Estás a punto de tener todo lo que
siempre quisiste.
Cuando Rachelle lo siguió por los pasillos, trató de pensar en una salida. Si
pudiera hablar con Armand de nuevo, él podría decirle dónde había escondido a
Joyeuse. Pero no sabía dónde estaba, e incluso si lo hacía, él estaba bajo guardia. Ella
nunca había sido lo suficientemente fuerte como para derrotar a Erec, cosa que tenía
sentido ahora que sabía que él era un nacido del bosque por completo, y el nacido del
bosque resguardando a Armand ahora era probablemente aún más fuerte.
Al menos no tenía que dormir con Erec otra vez. Esta noche. Si el Devorador
regresaba y la noche caía para siempre…
No. Ella no iba a vivir de esa manera. Si la Noche Eterna caía, entonces Armand
estaría muerto y Erec no tendría nada para utilizar en su contra. Lucharía con cada
aliento de su cuerpo, lo obligaría a matarla, y antes de morir, al menos ella lo haría
sangrar.
Erec la llevó a un rincón de poco uso en el Château. Abrió la puerta de un
pequeño almacén, y de repente Rachelle no pudo moverse.
Ya que Amélie estaba agazapada en un rincón.
Ella levantó la cabeza lentamente. Sus ojos estaban hinchados y tenía un
moretón en la mejilla. En su otra mejilla había una estrella de tinta negra.
No, pensó Rachelle, no.
—¿Eres de verdad? —preguntó Amélie en voz baja y ronca. Tenía las mejillas
encendidas.
|
valiente para hacerse amiga de una vinculada de sangre. Y por ello se iba a convertir en
uno de ellos. Habló tan felizmente de cómo su arte la hacía sentir que estaba
complaciendo a Dios, y ahora tendría que convertirse en una asesina o morir. La
garganta de Rachelle se cerró con furia.
Sus ojos se sentían ásperos e hinchados. Había una jarra en la esquina de la
habitación; se echó agua en los ojos, entonces se dio cuenta de que su cara aún estaba
manchada con los cosméticos que había usado para cenar con Erec y el rey. Su
estómago le dio un vuelco, y se talló hasta que su rostro se sintió limpio.
Aseguró su espada. Y verificó todos sus cuchillos.
Y entonces fue a matar a Erec.
No sabía dónde estaba él, pero no importaba. Simplemente siguió el hilo rojo, y
este la guio a través de los pasajes del Château, al cuarto de prácticas para los guardias.
Oyó risas, el choque de acero contra acero. Caminó por la puerta, y ahí estaba Erec.
Acababa de terminar el combate contra dos guardias a la vez, y ahora estaba riendo, y
mirando con aire satisfecho mientras los palmeaba en los hombros.
—Erec d’Anjou. —La voz de ella sonó rasgada, fuerte y clara.
Sus ojos encontraron los de ella y se inclinó ligeramente.
—Mi señora. ¿Le gustó su regalo?
Él sabía que estaba enojada. Lo encontraba sorprendente. Por primera vez, a
ella no le importaba. Sus pies la llevaron a través del amplio espacio de la sala de
práctica; ella oyó sus botas golpear contra el piso, pero se sentía como si estuviera
flotando.
—Erec d’Anjou —dijo mientras se acercaba. Sus dedos encontraron la cadena
de oro del rubí y lo arrancó de su cuello—. Oficialmente renuncio como tu amante. —El
rubí tintineó mientras rebotaba en el piso—. Y te reto a un duelo. Destruiste a mi más
querida amiga, y demando satisfacción.
Él levantó una ceja.
—¿Esto es así?
Ella sacó su espada.
—Puedes defenderte. O puedes mantenerte quieto mientras te rebano. Tres.
Dos.
La espada de él susurró mientras la sacaba de la vaina.
|
—Y aún —gruñó—, aún no estoy muerto. Tienes que esforzarte más, mujer.
Rachelle hizo girar su cuchillo.
—Entonces ven a mí.
Ella podía ver los árboles fantasmas a su alrededor. Su cuerpo estaba hecho de
luz, su sangre estaba hecha de fuego. El aire era vino en su garganta. Y ahí fue cuando
se dio cuenta: se estaba convirtiendo en una nacida del bosque. Justo aquí y ahora.
Se sentía glorioso.
Erec atacó. Pero el duelo había cambiado. Él ahora estaba enojado, y
desesperado. Estaba comenzando a sentir miedo. Y ella supo que iba a ganar.
Ella cortó nuevamente su cara. Y su mano. Y su hombro. Él iba a morir. Iba a
cortarlo en pedazos justo aquí, ella iba a lamer la sangre de su cuchillo, y sí, entonces se
convertiría en una nacida del bosque. Recordó haber jurado que preferiría estar muerta
y maldita, pero ya no le importaba. Amélie iba a morir, y lo único que importaba era
hacer pagar a Erec.
Él se tambaleó hacia atrás y levantó su mano, apretando alrededor del hilo.
Sintió la quemadura de respuesta alrededor de su dedo, pero apenas era doloroso.
—Eso ya no es suficiente —dijo ella—. Tendrás que pelear conmigo si quieres
ganar.
Ella pudo verlo en su rostro cuando él decidió apostarlo todo en una estocada
final. Ella corrió hacia él. Entonces sacó nuevamente su espada. Él estaba vacilando
sobre sus pies; ella lo pateó hacia el suelo, se arrodilló sobre él, y presionó la espada
contra su garganta.
Él era un nacido del bosque, y sanaría de todas las heridas que le había hecho.
Pero no sanaría una vez que cortara su cabeza.
—¿Algunas últimas palabras, d’Anjou?
Él escupió sangre y dijo:
—Puede… que quieras mirar a tu alrededor.
Miró hacia arriba. A unos pocos pasos lejos estaban dos nacidos del bosque, uno
de ellos el de cara pálida que había visto anoche. Pero ahora podía ver más allá de sus
rasgos humanos, a las caras inhumanas quemando con un poder aterrador.
Y entre ellos sostenían a Armand.
|
—Déjalo ir —dijo el nacido del bosque que había estado con ellos anoche—. O
este muere
Anoche, eso hubiera sido suficiente para controlarla.
Ella sonrió.
—Adelante. Él ya ha elegido ser un mártir.
—Rachelle. —La voz de Armand era tranquila, pero llegaba a través de la
habitación y se clavó en su corazón—. Por favor detente.
—Él marcó a Amélie como una vinculada de sangre. Sabes lo que significa. ¿Y
ahora tú quieres que lo perdone?
—Debe haber cincuenta nacidos del bosque en Château en este momento. Lo
matas, te matan, y no queda nadie más para detenerlos.
—No me importa —dijo ella—. Si Amélie no es parte de este mundo, no veo
razón para salvarlo.
—No quieres decir eso —dijo Armand—. Sabes que siempre has querido salvar a
todos. Es sólo una venganza asesina.
—He sido una asesina por tres años —gruñó—. Y ahora soy un monstruo. ¿No
puedes ver que me estoy convirtiendo en una nacida del bosque en este momento?
Las sombras de árboles surgían desde el suelo a su alrededor, extendiendo
ramas y hundiendo raíces. Podía sentir su cabello a la deriva con el viento fantasmal.
—Sí, —dijo Armand.
—Sabes lo que eso significa. Cuando la gente se convierte en nacidos del
bosque, pierden sus corazones. Pierden sus almas.
Su cabeza estaba comenzando a punzar. Su sangre quemaba. No sería fuerte
por mucho tiempo; pronto, el cambio se apoderaría de ella.
—No importa lo que haga ahora —dijo ella—. Olvidaré como amar en una hora.
Nunca salvaré a alguien otra vez, ¿entiendes?
—No creo eso —dijo Armand—. No creo que no tengas opción.
—Nunca hay opción alguna en el Bosque.
—Rachelle. —Él encontró su mirada—. Encenderé una vela por ti en la Capilla de
la Virgen, ante la estatua de la Dama de la Nieve. Para que no haya manera de que te
|
pierdas a ti misma.
Ella casi gruñó, ¿Crees que una oración es todo lo que se necita para salvarme?
Pero se dio cuenta de que él aún la miraba con una intensidad aterradora.
Armand supo que escuchar acerca de sus oraciones no la haría cambiar de idea.
Y no había razón para ser específico acerca del lugar donde encendería una vela…
A menos que estuviera intentando decirle el lugar donde había escondido a
Joyeuse.
Él era el peor tonto de toda la creación. Él sabía que ella se estaba convirtiendo
en una nacida del bosque. Sabía que si los nacidos del bosque conseguían a Joyeuse, la
destruirían, y entonces no había más esperanza en detener el Devorador, nunca. Y
estaba apostando todo en la esperanza de que haría lo que ningún nacido del bosque
había hecho, mantener su alma.
No era solo una apuesta. Era un soborno, amenaza, y oración, todo a la vez. Si
ella quería venganza, si quería salvar a alguien, si quería salvar su propia alma, entonces
no podía negarle una oportunidad a Joyeuse. Él era el más tonto de toda la creación, y
ella nunca lo había amado tanto.
—Tal vez olvidarás —prosiguió Armand—. Hoy me convertiré en el Devorador,
lo más probable, y sólo Dios sabe cuánto quedará de mi alma. Pero tú no tienes que
perderte ahora. ¿Crees que Amélie te agradecerá eso?
Amélie tampoco le agradecería convertirse en una nacida del bosque. Pero tan
pronto como pensó en Amélie, recordó su pintura del rostro de Rachelle en una obra
de arte y que dijo: La pregunta es, ¿eres lo suficientemente valiente?
Y se dio cuenta que no iba a matar a Erec. No mientras Armand la estaba viendo
y apostaba todo a ella. Y no mientras el recuerdo de Amélie aún estuviera en su
corazón.
Ella tiró a un lado su espada. Se puso de pie, porque miles de hojas estaban
susurrando contra su piel, y supo que no le quedaba mucho. Quería despedirse de
Armand. Quería decirle que lo amaba mientras tuviera posibilidad que aún fuera
verdad.
Pero ella usó toda su fuerza en dejar caer la espada. Las hojas en su piel se
quemaban, y entonces sus piernas cedieron.
—¡Rachelle! —gritó Armand, y ella pensó: Te amo. Te amo. Trataré.
Lo último que ella vio fue a Erec inclinándose sobre ella.
|
R
achelle estaba en el bosque muerto, caminando hacia la cabaña
con techo de paja con huesos.
Sus ojos ardían y escocían con lágrimas. Su garganta dolía
como si hubiese estado gritando. Sabía que había una razón por la que había luchado
por evitar esta casa, pero su corazón era un pedazo de carne en su pecho y toda su
agonía había sido gastada.
Esto es todo, pensó mientras daba un paso hacia adelante. Esto es todo.
Levantó la mano; vio recuerdos desconchándose de ella en pequeños trocitos
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translúcidos como una gasa revoloteando lejos con la brisa. Podía sentirlos
desprendiéndose de sus manos, de su rostro; estaban revoloteando en su cabello y
soltándose.
Su pie aterrizó en el umbral de madera. La madera se movió con un crujido, y
sabía que el sonido debería enviar un rayo de terror a través de ella, pero ya no
quedaban sentimientos en ella.
La manija de la puerta estaba fría bajo su mano.
La puerta se abrió de golpe.
Dentro había un cuarto de madera desnuda salpicado de sangre. Rachelle se vio
a sí misma yaciendo muerta en el centro, sangrando de herida tras herida.
Y se vio a sí misma de rodillas sobre el cuerpo con un cuchillo.
La otra Rachelle levantó la cabeza, y ahora por fin su corazón era capaz de latir
de nuevo por el terror, pero ya era demasiado tarde, demasiado tarde, demasiado
tarde…
—Por fin viniste a casa —dijo su otro yo. Se levantó y aferró las muñecas de
Rachelle, y no había nada salvo sus ojos oscuros y el frío y la oscuridad y el frío.
ntonces se despertó.
Y supo que su corazón se había ido.
La rica luz solar del atardecer brillaba en su rostro. Estaba tumbada en la cama
de Erec, encima de la colcha de seda.
El Gran Bosque murmuraba en su mente, una infinita canción susurrada. Y sin
embargo, su mente se sentía más clara y fuerte de lo que nunca antes lo había hecho.
Podía sentir la pequeña ausencia dulce y salada en su interior, donde su corazón
solía estar. Podía sentir el hueco, pero no era real. Nada de lo que había sentido alguna
vez como humana, ni una de sus culpas y penas, nunca había sido real. Era libre de todo
eso ahora, y era maravilloso.
No había nada salvo la ausencia donde su corazón había estado. Nada salvo la
diminuta, hermosa e infinita ausencia que la haría llorar y gritar si le quedara alguna
lágrima o grito.
No. Eran sólo los humanos los que querían significado y esperanza. Ella era una
nacida del bosque, y no necesitaba esas ilusiones.
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Con una respiración lenta, se puso de pie. Su sangre vibraba, lista para una
pelea.
Soy Rachelle Brinon. No escuché a mi tía cuando me dijo que me quedara en el
sendero y salvara mi propia vida. Que me condenen si voy a escuchar al Bosque ahora.
Ya no se sentía débil o inestable en lo más mínimo mientras se dirigía a la puerta.
Entonces la abrió y vio a Erec sentado en su estudio.
Él levantó la mirada. No había tiempo para el miedo. Rachelle pensó en cómo la
luz del sol se había vertido haciendo eses a través de su piel, y le permitió darles un
ritmo a sus pasos mientras se dirigía hacia la habitación.
Él estuvo de pie en un instante.
—Mi señora.
Ella le devolvió la sonrisa.
—Mi señor.
Él torció el dedo, y ella sintió la compulsión que envió a lo largo del hilo que los
unía, pero caminó hacia adelante por su propia voluntad hacia sus brazos.
—¿Estás reconciliada con tu destino? —preguntó.
—Sí —dijo, y no era una mentira. Sabía cuál era su destino y cómo iba a usarlo, y
ni una sola parte de ella se rebelaba contra eso.
—Me hiciste trabajar duro por tenerte. —Sus dedos trazaron su rostro. Todavía
podía sentir su antigua lujuria por él. Podía sentir, también, la atracción del vínculo
entre ellos. Ahora que podía notar la diferencia, ambos eran menos aterradores.
—¿Estarías satisfechos con menos? —preguntó—. ¿Qué necesitas que haga?
—Bésame —dijo, y ella le dio un rápido beso en la mejilla.
Él rio.
—Me alegra que no hayas perdido tu actitud desafiante.
—Te haré alegrarte todavía más esta noche —dijo—. En este momento, voy a
correr por los jardines.
Esperaba que se opusiera. Que primero exigiera más sumisión de su parte. Pero
él se limitó a sonreír y dijo: “Como quieras”, y un momento después ella estaba
corriendo suavemente por el pasillo.
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El problema era que el obispo y Justine seguramente iban a luchar contra ella.
Era una nacida del bosque en la casa de Dios. ¿Quién no trataría de detenerla?
El obispo dio un paso hacia adelante, y Rachelle hizo lo único que podía pensar.
Se puso de rodillas y dijo:
—Bendígame, Padre, porque he pecado. Han pasado tres años desde mi última
confesión.
Hubo un breve y frágil silencio. Ella vio el terror destellar en su adusto rostro.
Creo que recibió más de lo que pidió, pensó con lúgubre humor. Supongo que ahora
descubro si realmente cree en lo que predica.
Su estómago se enroscó. ¿Qué había estado pensando? Estaba de rodillas ante
el hombre que la odiaba y que ella siempre había odiado. Iba a morir de rodillas, porque
¿quién le creería a un monstruo? ¿Y quién se negaría a matarlo?
Erec se reiría.
Entonces el obispo intercambió una mirada con Justine. Ella asintió y dio un
paso atrás, fuera de la capilla. Y él tomó el último paso hacia adelante y dejó caer su
mano sobre la parte superior de la cabeza de Rachelle.
Ella se estremeció. Pero él dijo:
—Que el Señor esté en tu corazón y en tus labios.
El corazón le dio un vuelco. Sus labios no se movían.
Era la peor burla de arrepentimiento el decir estas palabras, simplemente para
que pudiera confiar en ella. Era la peor burla a la tía Léonie el pensar que alguna vez
podría estar lo suficientemente arrepentida como para ganarse el perdón. ¿Quién se
creía el obispo que era, para actuar como si supiera que ella podía?
Y entonces pensó: Admítelo. Más que todo, estás humillada por hablar de tus
pecados delante de alguien que has despreciado.
Así que se obligó a mirarlo.
Su mano no había caído de su cabeza. Rachelle podría, si quisiera, aferrar su
muñeca, tirar de él hacia abajo, y romper su cuello antes de que Justine pudiera
intervenir.
Su boca era una dura línea; sus fosas nasales estaban dilatadas. Se dio cuenta de
que él también tenía miedo.
—Yo confieso…
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Las palabras eran como dos peñascos moliéndose juntos. Ella cerró los ojos.
Háblale de tus pecados a Dios, le había dicho una vez el cura del pueblo. El sacerdote sólo
es su mensajero. Así que habló con el Dios en la pintura detrás de ella, tan feo como su
propia alma y tan atormentado como la tía Léonie.
—Yo confieso ante Dios todopoderoso y ante usted, Padre, que acepté el pacto
de un nacido del bosque para convertirme en una vinculada de sangre.
Su rostro ardía. Sus palabras eran peñascos y se estaba quedando encerrada
entre ellos.
—Esta mañana traté de asesinar a alguien que le había hecho daño a mi amiga,
y… y luego acepté la transformación a una nacida del bosque.
Las palabras eran desordenadas, insuficientes. Hacían que todo lo que había
hecho sonara tan estúpido. Pero también mucho más pequeño, y las palabras
empezaron a caer más y más rápido.
—He mentido, y en mi camino a Rocamadour, robé alimentos y dinero. Me
acosté con Erec d’Anjou. No he asistido a la capilla en tres años. Maté a una mujer que
se había vuelto loca cuando se transformó en una nacida del bosque. He matado a los
enemigos del rey, pero siempre por una buena razón. He dicho cosas muy crueles. Para
sellar mi pacto con el nacido del bosque, maté a mi propia tía. Le rajé la garganta y la
maté. Porque ella estaba terriblemente herida y quería ahorrarle el sufrimiento, pero
también porque yo quería vivir. La maté.
Entonces no hubo sonido salvo su respiración.
—Para su penitencia —dijo el obispo, finalmente—, diga tres rosarios, uno por
cada año de su vida pecaminosa, y ofrézcalos por las personas que ha lastimado.
—Eso no es ni remotamente suficiente —espetó.
—¿También necesita confesar sus dudas sobre el poder de Dios para perdonar
los pecados?
—Sí —admitió después de unos momentos.
—En ese caso, para su penitencia, diga sólo un rosario.
Rachelle no pudo decir nada a eso. Su garganta estaba demasiado apretada con
tres años de lamento no expresado, y sus ojos ardían con lágrimas contenidas. Se
sentía como si cada centímetro de ella estuviera en carne viva y sangrando.
Pero ahora estaban en la parte de la ceremonia en la que no se suponía que
hablara. El obispo puso una mano en su cabeza y dijo rápidamente:
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—La Aurora que invita a los comepecados a levantarse y caminar ahora la invita
a levantarse de sus pecados. En su nombre y por su poder yo ordeno y exhorto a todos
los espíritus inmundos a salir de usted, y la libero de todo castigo de excomunión y
vínculo de la interdicción, y la absuelvo de todos tus pecados, en el nombre del Padre, y
de la Aurora y del Paráclito. Amén.
Todos sus pecados, idos así no más. No se sentía aliviada o alegre; se sentía
mareada y confundida, y el Bosque aún zumbaba en sus venas. Se había humillado,
rogado y dicho las verdades más horribles. Y nada había pasado, excepto que un
hombre que una vez la odiaba le había dicho que estaba perdonada.
Abrió los ojos y se puso en pie. El obispo todavía estaba mirándola, con los
hombros tensos, y se dio cuenta de que aún no estaba del todo seguro de que ella no lo
atacaría.
Y sin embargo, la había absuelto.
—Gracias —dijo.
Él la miró un momento más.
—Creo que Mademoiselle Leblanc tenía razón acerca de usted. —Tocó la
puerta, y Justine entró de nuevo.
—¿Y bien? —dijo Justine—. ¿Reconsiderados sus caminos?
—El Rey ha hecho una alianza con los nacidos del bosque —espetó Rachelle—,
de los cuales Erec d’Anjou es uno. Esta noche, van a despertar al Devorador ofreciendo
a Armand Vareilles como sacrificio para ser poseído. Voy a tratar de detenerlos, pero no
sé si pueda. Joyeuse puede matar al Devorador una vez que esté poseyendo un cuerpo
humano de nuevo, así que tienen que sacarla de aquí. Si no puedo detener el sacrificio
—no sé lo que le harían al Château— Joyeuse tiene que estar fuera de su alcance para
que alguien pueda tratar de matar a Armand. Cuando él sea el Devorador. ¿He
mencionado, que tienen que huir? También, Raoul Courtavel está encerrado en algún
lugar en el Château como rehén contra Armand Vareilles.
Ellos dos la miraron un momento.
Entonces el obispo dijo:
—El Devorador es sólo un pagano…
—Él es real. Soy una nacida del bosque, lo sé. Y va a volver esta noche a menos
que lo detengamos. —Aplastó el impulso repentino de decir tuve una visión y la Señora
de las Nieves me lo dijo—. Escuche, sabe cómo es Erec d’Anjou. Incluso si no cree que el
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Devorador está regresando, crea que Erec piensa que él puede convocarlo de vuelta, y
que destruirá a cualquiera que se interponga en su camino.
El obispo miró a Justine.
—Eso es algo que me gustaría apostar —dijo.
—Usted creyó en mis pecados —dijo Rachelle—. Por favor. Créame en esto.
El obispo la miró fijamente durante un largo momento. Al final dijo:
—Muy bien.
Traducido por Otravaga
R achelle caminaba por los pasillos del palacio. Ella ahuecó sus
manos, y pensó: Armand. Encuéntrenlo. Montones de pequeñas
flores azules brillaron en sus manos; las sopló y subieron en espiral
en el aire donde vagaron por un momento antes de arremolinarse hacia la izquierda.
Las siguió. Y se dio cuenta de que había sabido exactamente cómo utilizar el
poder del Bosque para encontrar a alguien. Un escalofrío le recorrió la espalda, pero
siguió caminando.
Había esperado una especie de calabozo húmedo, pero las flores la llevaron al
ala este, donde se alojaban los nobles menos importantes; los pasillos eran más
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estrechos, y las habitaciones iban desde pequeñas a apenas más grande que un
armario.
Y entonces vio al nacido del bosque con los dedos regordetes parado fuera de
una puerta. Una vez más Rachelle pensó: Sueño, y de nuevo las grandes flores oscuras
florecieron en sus manos. Dio un paso hacia él… y él se dio la vuelta, su apariencia
humana desapareciendo a medida que sacaba su espada. El rostro que quedó atrás era
humano en forma, pero lleno de un hermoso y horrible poder.
Rachelle se agachó y rodó apenas a tiempo para evitar que la cuchilla cercenara
su cabeza. Debería haber sabido que él lo sentiría, pensó, arrancando su espada de su
vaina. Él se abalanzó sobre ella otra vez.
Se sintió como si un rayo quemara su espalda. Todo el cuerpo de ella arremetió,
tan rápido que ni siquiera vio su espada cortarle el cuello. Pero vio el chorro de sangre.
Pareció tardar una eternidad, y aunque su cuerpo estaba ahora tan lento como la miel
fría, consiguió arquearse fuera del camino. La sangre salpicó contra el suelo.
Luego el tiempo era normal de nuevo, y ella estaba sola en el pasillo, con un
hombre decapitado a sus pies. Había esquivado la sangre mientras volaba, pero ahora
estaba formando un charco alrededor de sus botas.
Rachelle contuvo un aliento estrangulado. Su cuerpo estaba temblando, pero no
sentía miedo ni asco; su mente estaba envuelta en la fría calma oscura del Bosque. Se
imaginó ese frío envolviéndose alrededor de su cuerpo, calmándolo, y entonces intentó
abrir la puerta. Estaba cerrada, así que la pateó para abrirla y entró a zancadas.
La habitación era pequeña y estaba completamente vacía salvo por el una vez
llamativo, ahora decolorado, empapelado rojo. En el centro estaba Armand. Y junto a
él, sosteniendo un cuchillo en su garganta, estaba Erec.
—Buenas tardes, mi señora —dijo Erec—. Estaba empezando a tener la
esperanza de que nunca vendrías.
—¿Qué estás haciendo? —preguntó Rachelle. No podía apartar la mirada del
brillante metal presionado contra la garganta de Armand. Semejante arma tan
pequeña, y se necesitaría un movimiento tan diminuto para atravesar la piel y dejar que
la sangre se derramara. La oscura calma del Bosque ya no podía evitar que ella
temblara, porque esto era lo que el Bosque hacía: la hacía ver morir a la gente que
amaba.
—Tienes que mejorar en mentir —dijo Erec—. Me di cuenta de que todavía
estabas aferrándote a tu corazón humano, y sabía que vendrías aquí para rescatarlo. ¿O
vas a alegar que estás aquí para servir al Devorador?
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—Yo…
—No te molestes. Veo que estás dejando un rastro de sangre de nuestro
pariente en la habitación —dijo Erec—. No eres verdaderamente uno de nosotros
todavía.
—¿Matar familiares no es una especialidad de los nacidos del bosque? —dijo
Armand—. ¿Eso no debería hacerla…?
Erec tomó un puñado del cabello de Armand y haló su cabeza hacia un lado.
—En cuanto a ti —dijo, su voz baja y mortalmente tranquila—, de haber sabido
lo que le harías a mi señora, te habría sacado esos bonitos ojos hace semanas y te
habría rebanado esa ingeniosa lengua en dos.
—Basta —espetó Rachelle—. Deja de esconderte detrás de él y enfréntame. ¿O
temes que te venceré de nuevo?
—Es halagador cuando sólo tienes ojos para mí —dijo Erec—, pero por favor
toma nota de que no estás en condiciones de exigir nada.
Una mano cayó sobre su hombro, quemando frío. Rachelle giró, pero su brazo
ya se había entumecido, y la espada cayó de sus dedos. Detrás de ella estaban tres
nacidos del bosque, encapuchados y cubiertos de azul, y detrás de ellos, la pared
pintada había comenzado a desvanecerse en el Bosque.
Sus rodillas cedieron. La nacida del bosque más cercana —la que la había
tocado— la tomó por los hombros. La capucha cayó hacia atrás del rostro de la nacida
del bosque: era una mujer alta, de cabello oscuro y tan hermosa y apagada como la
luna.
—Mi hijo está extremadamente encariñado contigo —dijo—, pero yo no.
Rachelle intentó liberarse, pero lo último de su fuerza estaba abandonando su
cuerpo. La mujer la agarró apretadamente y se sentó, colocando la cabeza de Rachelle
en su regazo para que ella pudiera ver a Armand.
Y luego presionó un cuchillo contra la garganta de Rachelle.
—No puedo permitir que mi señora escape —le dijo Erec a Armand—, y ninguno
de nosotros puede permitir que tú escapes. Así que esto es lo que sucederá. Has
llevado la sombra de nuestro señor por seis meses. Ya tienes un poco de su poder, y sé
que has aprendido cómo usarlo lo suficiente como para elevar una imagen del Bosque.
Vas a dejar que uno de nosotros tome prestado ese poder para convocar al propio
Bosque en un anillo alrededor del Château, para que nadie pueda entrar o salir.
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La boca de Rachelle estaba entumecida y lenta, pero se las arregló para decir:
—No…
Y entonces la punta de la cuchilla se hundió más hondo. El poder que la
mantenía en su lugar apagó la mayor parte del dolor, pero todavía podía sentir la
nauseabunda intrusión de metal en su garganta, y la sangre goteando por su cuello.
—Ella se curará de esta pequeñez —dijo Erec—. Y de un poco más. Pero no si le
quitamos la cabeza.
Los ojos de Armand se habían ensanchando mucho.
—Estás fingiendo.
—Creo que pensabas eso cuando te dije lo que le sucedería a cualquier persona
a la que le contaras. Tu madre descubrió que estabas equivocado.
—La amas…
—Y por lo tanto no permitiré que me sea arrebatada.
Armand no dijo nada. Su expresión era ilegible. No lo hará, pensó Rachelle, no
puede, no lo hará…
—Qué pena —dijo Erec, dándose la vuelta.
—¡Espera! —La voz de Armand era cruda y desesperada—. Espera. Lo haré. Sólo
no le hagas daño.
—¿Ah, sí? —Erec se volteó hacia él—. ¿Y dónde estaba esta docilidad cuando la
vida de tu querida madre estaba en juego?
La boca de Armand se apretó.
Rachelle intentó gritar, Basta, pero entre el cuchillo y la parálisis, lo único que
pudo conseguir fue hacer un suave ruido entrecortado. Armand se estremeció y la miró
a los ojos.
—Lo siento —dijo.
Una de las otras nacidas del bosque dio un paso adelante: tenía la cara y la
forma de una niña de catorce años, pero una tremenda sensación de edad y poder se
aferraban a su rostro.
—Concédeme tu poder para esta acción —dijo ella.
—Lo hago —susurró él.
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Y ella cantó, si eso podía ser llamado canto: una nota baja, inquietante y
sobrenatural, que hacía a la piel de Rachelle arder y estremecerse. No vio exactamente,
sino más que sintió al Bosque creciendo en un anillo alrededor del Château, sombras
desplegándose, oscuras flores floreciendo, listas para engañar, confundir y matar a
cualquiera que intentara pasar a través de él.
Poco a poco su visión se desvaneció. Se dio cuenta de que la nacida del bosque
había dejado de cantar. El cuchillo había desaparecido de su cuello; y estaba sola en el
piso. Ella parpadeó. Armand se había ido.
Eso la hizo erguirse. Erec la agarró del hombro; él era el único en la habitación
ahora.
—Cuidado —dijo—. Nuestra pequeña canción parece haberte tomado con
mucha fuerza.
Rachelle trató de hablar, se atragantó, y luego tosió un coágulo gigante de
sangre.
—Creo que el cuchillo tuvo algo que ver con eso —dijo después.
—Tendrás que hacerle menos caso a tales cosas, si vas a sobrevivir como una
nacida del bosque —dijo, arrodillándose junto a ella.
—¿Quién dice que voy a sobrevivir? —preguntó Rachelle.
El Bosque había sido convocado con tanta rapidez. El obispo y Justine no
podrían haber salido lo suficientemente rápido. ¿Estaban todavía escondiéndose en
algún lugar en los terrenos del Château, o se habían perdido en el bosque en sí?
—Es cierto —dijo Erec—. Recuerdo a alguien diciéndome que ella estaría
muerta y condenada primero. Pero parece haber estado equivocada sobre un montón
de cosas. De la misma manera en que nuestro Monsieur Vareilles estaba equivocado
cuando me dijo una y otra y otra vez que él nunca nos ayudaría en lo más mínimo.
—¿Qué le pasó? —preguntó Rachelle.
—Él será vigilado cada momento a partir de ahora hasta la ofrenda —dijo Erec—
. No es esencial para nosotros, pero es precioso. Para ser un recipiente, es necesaria
una cierta abnegación idiota, y él es muy bueno en eso. Recuerda, sin embargo, que
sólo lo necesitamos vivo. Nada más. Sabes en qué condiciones puedo mantenerlo vivo
si me apetece.
Rachelle tragó.
—Y me apetecerá —prosiguió en voz baja—, si alguna vez te rebelas contra mí
de nuevo.
|
C
uando Rachelle fue capaz de levantarse de nuevo, Erec la tomó de la
mano y la llevó de nuevo a su habitación.
—Voy a dejarte aquí —dijo él—, sólo porque confío que
imaginas lo que le haré a tu santo favorito si desobedeces.
—Lo sé —dijo Rachelle, y se sentó en una de las sillas. Lucharía contra él de
nuevo esa noche. Sabía que encontraría la fuerza para enfrentarlo entonces, pero por
ahora se sentía vacía y agotada.
La luz del sol de la tarde brillaba a través de la ventana; resplandeció en el
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—No soy tonta y según parece ya no soy del todo humana tampoco. Sí, puedo
notar que eres una nacida del bosque. No me importa más de lo que lo hacía cuando
eras una vinculada de sangre.
—Lo siento —dijo Rachelle—. Todo es mi culpa. Que él te lastimara.
—No —dijo Amélie.
—No entiendes. Él dijo que tú eras un obsequio…
—Mi madre dirige una imprenta —la interrumpió Amélie—. Puedes comprar
cualquier cosa, ya sabes, si simplemente dices que son ingredientes para medicina. Es
por eso que nunca pude dejarla para convertirme en una cosmetóloga. Ella necesitaba
mi ayuda mezclando tinta y ajustando fuentes. Y nunca nadie me miraba dos veces
cuando llevaba los panfletos por toda la ciudad.
—Tú —dijo Rachelle sin comprender.
—Cuando me enteré de que ibas al palacio con Monsieur Vareilles, supe que
tenía que venir. Yo fui quien llevó sus mensajes a los otros rebeldes. Ayudé a organizar
el golpe de estado. Tu d’Anjou me atrapó cuando estaba tratando de escapar del
Château después de eso. No le gustó. —Ella se encogió de hombros—. Tal vez me
habría marcado por cualquier cosa que hiciera. Pero eso no es lo que pasó. Voy a morir
porque traté de resistirme a un rey injusto. No por tu culpa.
Rachelle la miró fijamente.
—Entonces por qué... si eras uno de ellos, ¿por qué siquiera te convertiste en mi
amiga?
—Te dije por qué. —Amélie le devolvió la mirada fijamente—. Mamá dijo que
estaba loca. Pero me salvaste la vida, y fuiste… fuiste tan amable, cuando pensabas
que nadie se daría cuenta. Tal vez debimos haberte dicho antes, pero no era sólo
nuestro secreto y no parecía justo agobiarte…
Rachelle se echó a reír, entrecortada y casi histéricamente. Todo este tiempo,
ella estaba protegiendo mi inocencia, pensó, y tuvo que sentarse, se estaba riendo tan
fuerte.
—Pero si hubiese sabido que te haría sonreír, te lo habría dicho hace años —dijo
Amélie, arrodillándose junto a ella. Extendió una mano; Rachelle la tomó y le apretó los
dedos.
Ella debería haberle dicho a Amélie tantas cosas, hace tanto tiempo.
Cuando hubo recuperado el aliento, dijo:
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sol.
Amélie cumplió su palabra. La piel de Rachelle nunca había resplandecido tan
impecablemente; sus mejillas nunca se habían sonrojado tan perfectamente. Sus labios
estaban pintados de un puro y beligerante rojo sangre. Había un parche en su pómulo
izquierdo —una pequeña luna creciente— y en el derecho, un pequeño diseño de
remolino pintado en dorado.
—¿Acaso eso significa “asesina”? —preguntó Rachelle mientras la pequeña
brocha cosquilleaba sobre su mejilla, dejando rizos dorados detrás.
—No —dijo Amélie—. Para una mujer de la nobleza pintaría el escudo de armas
de su casa aquí. Pero dado que no eres... —Ella se desvaneció en el silencio mientras
trabajaba en una parte particularmente difícil. Luego continuó—: Encontré este diseño
en un libro. Fue pintado en la pared de una cueva en el norte de Gévaudan. Ahí. —Dejó
la brocha y le entregó el espejo a Rachelle.
—Casi parece como una escritura —dijo Rachelle.
—Bueno. Puedo haberle añadido mis iniciales.
Sévigné se había ido…
—Ella vio la marca —dijo Amélie—, y probablemente está a medio camino del
Archipiélago para este momento… —Pero Amélie se las ingenió para recoger el cabello
de Rachelle con bastante facilidad. Era el vestido lo que era un problema, porque
Rachelle no quería que Erec sospechara que estaba planeando algo, pero un vestido de
fiesta apenas era adecuado para la lucha. Ellas acordaron atar los cordones del corsé
tan holgadamente como fuese posible y sujetar cuatro cuchillos con correas a las
piernas de Rachelle.
El vestido en sí era magnífico. Era de seda carmesí que se volvía dorada en el
dobladillo, con rosas doradas bordadas en la falda. Las mangas estaban acuchilladas
con blanco y rodeadas de pequeñas rosas de seda dorada. El escote dejaba al
descubierto sus hombros y su clavícula como una declaración de guerra. Cuando
Rachelle se vio a sí misma usándolo en el espejo, se sintió hermosa. Y gloriosa. Y como
una guerrera que tenía una oportunidad de ganar.
Y nada de eso importaba comparado con saber que cada centímetro de su
cuerpo había sido decorado por alguien que la amaba.
—Gracias —dijo, dirigiéndose a Amélie, que había estado tratando de arreglar
los paños traseros de la falda—. Eres increíble.
—Este es mi último desempeño —dijo Amélie—. Es mejor que fuese bueno.
—Quiero decir —dijo Rachelle—, gracias por todo, desde que nos conocimos.
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ellos un delicado andar afeminado bastante parecido a los pájaros abriéndose paso a
través de la hierba.
—Son tan humanos —dijo Erec—. Riendo y bailando, y civilizados sólo a causa
de su ignorancia. Si supieran lo que está por venir, se destrozarían entre sí para
escapar. Pero esa es la forma humana, supongo.
—Lástima que los matarás a todos —dijo Rachelle—. Cuando caiga la noche, ¿a
quién te sentirás superior?
—Oh, no van a morir todos. Los mantendremos como nuestro rey mantiene a
los pavos reales en su jardín. Y los cazaremos como nos plazca, como a los zorros.
—Una presa apenas desafiante, con esos zapatos y sin garras —dijo Rachelle,
escaneando la multitud—. ¿Arrastraste a Armand afuera para un espectáculo final, o
está seguro en algún sitio?
—Bastante seguro —comenzó Erec, pero justo en ese momento el rey gritó
alegremente:
—¡D’Anjou!
Se voltearon, y ahí estaba el rey viniéndoseles encima, vestido en tela de oro, los
rizos ondeando en la brisa. Un paso detrás de él, con el rostro solemne e inmóvil, venía
Armand.
El corazón de Rachelle se estrelló contra sus costillas. Su rostro estaba pálido y
sombrío, pero estaba vivo. Estaba vivo, y no estaba herido, y la miraba a los ojos.
—Su Majestad —dijo Erec, y se inclinó. Rachelle hizo una reverencia torpemente
un momento después.
—Creí apropiado para las apariencias que mi hijo estuviera aquí, esta última
noche —dijo el rey—. Después de todo, el anuncio que hacemos esta noche le
concierne de cerca, ¿no es así?
—Por supuesto —dijo Erec y Rachelle sabía que ella era la única que podía oír la
molestia reprimida en su voz.
—Lo dejaré a su cuidado y el de Mademoiselle Brinon —dijo el rey, dándole al
hombro de Armand un ligero manotazo, y luego regresó al baile.
—Bueno, bueno, bueno —dijo Erec—. Monsieur Vareilles, ¿qué deberíamos
hacer contigo?
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heredero.
Había habido silencio durante el discurso del rey, pero ahora un murmullo
nervioso iba en aumento, y en otro momento, Rachelle vio por qué: detrás del rey,
hombres marchaban a través de los árboles en filas. Sus ojos brillaban en la oscuridad
con el reflejo de la luz de las lámparas, como una gran horda de ratas hambrientas, y
luego se acercaron más, y Rachelle se dio cuenta de que cada uno llevaba una estrella
de color rojo sangre en la frente.
—Yo soy su rey y como su rey permaneceré para siempre, a través de los oficios
de mis queridos amigos. —El rey hizo un gesto hacia los nacidos del bosque reunidos
detrás de él—. Demasiado tiempo hemos temido al Bosque…
—¡Demasiado tiempo, oh rey, te has reconciliado con el pecado!
La voz del obispo chasqueó por el jardín mientras se acercaba a grandes
zancadas de entre los árboles, con Justine a su lado, y una tropa de soldados detrás de
él.
—Rey Auguste-Philippe II, lo acuso de traicionar su consagración real al hacer
una abominable alianza con nuestros enemigos, los nacidos del bosque. Arrodíllese y
ruéguele a Dios misericordia antes de que esta maldita insensatez vaya más lejos.
—Tal idealismo —dijo el rey—. Pero creo que encontrará que llega demasiado
tarde. ¿D’Anjou? —Se volvió a Erec—. Dígales.
—Ciertamente, señor —dijo Erec—. Es demasiado tarde para preocuparse por
quién gobierna este reino.
En un instante, su espada salió para cortar la cabeza del rey de sus hombros.
Nadie se movió. Era demasiado repentino, demasiado irreal, para que cualquiera
pudiera creer lo que acababa de suceder.
—Han observado la última luz del día —exclamó Erec, su voz resonando por
todo el jardín—. Ahora comienza el reinado del Bosque de nuevo.
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Entonces Zisa fue hallada digna de llevar a su hermano para ser sacrificado en una
colina de tierra cruda y muerta. Aquí en un trono de roca negra estaba el recipiente
anterior con flores en su cabeza. Sus costillas todavía se movían con cada respiración, y su
piel aún se extendía por su rostro. En este sentido él estaba vivo, pero en ningún otro.
—Oh, mi hija —dijo la Vieja Madre Hambre—, dile a nuestro señor que tiene un
cuerpo nuevo.
—Con alegría —dijo Zisa—, pero primero me gustaría bailar delante de él.
Así que Zisa desató su cabello y bailó. Cuando terminó, el Devorador siseó a través
de los labios de su recipiente y dijo:
—Una vez concedí a tu madre un deseo a cambio de su baile. ¿Querrías lo mismo
de mí?
—Sí, mi señor —dijo Zisa—. Deseo verlo cara a cara.
El Devorador sopló sobre ella, y ella desapareció de la colina. Digamos que ella
entró en su estómago. Para ella, parecía que caminaba por un bosque donde los árboles
lloraban sangre, y entre las raíces de un árbol cubierto de hielo, encontró lo que parecía
una perla brillando, y supo que era la luna. Ella la tomó en sus manos y la robó por el
camino por donde había venido.
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De vuelta a la colina muerta dio un paso, y sostuvo en alto la luna. La Vieja Madre
Hambre gritó y saltó hacia Zisa, pero ya era demasiado tarde: la luna salió volando de sus
dedos y hacia el cielo, y mientras su luz caía sobre la más antigua de todos los nacidos del
bosque, esta se marchitó, se desvaneció y quedó convertida a ceniza.
—Adiós, Madre —susurró Zisa.
Pero mientras que la luz de la luna había matado a la Vieja Madre Hambre, esta le
restauró a Tyr su nombre y su sentido, y él abrió sus ojos y vio a su hermana.
—¿Encontraste una manera de acabar con él? —preguntó Tyr.
—Sí —dijo Zisa—, pero hay algo más que debo hacer primero. —Se giró hacia el
recipiente del Devorador y dijo—: Todavía no he visto su rostro, mi señor.
Él siseó, pero luego sopló sobre ella. Esta vez, vagó por el bosque sangrante hasta
que encontró un árbol carbonizado negro desde la raíz hasta las ramas. Debajo de él había
un núcleo de luz dorada. Cuando Zisa regresó otra vez sobre la colina, la semilla voló hacia
el cielo y se convirtió en el sol, y el mundo se llenó de luz.
—Ahora para el golpe final —dijo Zisa, y desde su falda cogió las dos agujas y le dio
una a Tyr. En sus manos, las agujas se convirtieron en espadas, Durendal y Joyeuse.
Hermano y hermana estaban listos para atacar; pero el Devorador dijo:
—Oh, mi hija, ¿te has preguntado lo que aconteció a las almas de tu madre y
padre?
—Están muertas —dijo Zisa—. No puedes molestarlos más.
—Las almas de aquellos que mis siervos matan son míos por derecho —dijo el
Devorador—. Baja tu espada, encuéntrate cara a cara conmigo, y tal vez te los regrese de
nuevo.
Ella había odiado a su padre; había amado a su madre. Pero Tyr, el tonto, los había
amado a ambos; por lo que no se pudo resistir. Aunque Tyr le rogó que dijera que no, ella
bajó su espada y dejó que el recipiente del Devorador soplara sobre ella una tercera vez.
Zisa vagó por el bosque sangrante sin éxito hasta que llegó a un desierto. Cuando
entró en la arena, una voz detrás de ella dijo:
—Date la vuelta y enfréntame, niña.
Se dio la vuelta y vio su rostro y, al verlo, supo que no retenía ningún alma que no
volviera voluntariamente a él.
Pero al verlo, ella le perteneció. Y en la colina, el viejo recipiente se convirtió en
polvo y el Devorador abrió los ojos de Zisa y dijo a Tyr:
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F
inalmente, la gente empezó a gritar. Justine sacó su espada y fue
contra Erec.
Y los vinculados de sangre atacaron.
Ellos se habían mantenido en tales filas ordenadas que
Rachelle había asumido que estaban de la misma forma como ella había estado:
infectados con el poder del Bosque, pero todavía capaces de hablar y pensar,
obedientes al rey porque habían elegido la obediencia sobre la muerte. Pero ahora
estallaban en gritos salvajes y sin palabras y se arrojaban contra la multitud, blandiendo
espadas y cuchillos con desesperada ferocidad animal.
|
alrededor en un triángulo.
—¿Dónde está Armand? —preguntó la Fontaine.
—D’Anjou se lo llevó —dijo Rachelle—. Tengo que detenerlo.
—¿Y qué eres tú?
—Soy una nacida del bosque —dijo Rachelle—. ¿Qué eres tú?
—¿No te lo dije? —dijo la Fontaine—. Soy una diosa toda poderosa.
Rachelle se quedó mirando la flor que sostenía, y recordó cómo se trabajaban
los encantamientos en el sur.
—Eres... ¿una esposa del bosque?
—¿Por qué crees que llené mi Tendre con rosas? Mi madre y yo somos la única
razón de que este Château no fuera invadido por engendros del bosque hace años.
—Todo el Château está rodeado por el Gran Bosque ahora —dijo Rachelle—. Si
llevamos las personas adentro, ¿puedes protegerlas?
—Un poco —dijo Fontaine—. Sin embargo, todavía no estoy segura si debo
matarte primero.
—Voy a responder por ella —dijo Justine, llegando desde atrás de Rachelle—. Y
el obispo responderá por mí.
—No estoy segura de confiar en tu obispo tampoco —dijo la Fontaine, pero
bajó las rosas trenzadas y Rachelle fue capaz de trepar de nuevo a sus pies.
Por debajo de los simples susurros nocturnos, el aire se estremeció con una
respiración no tan audible.
—Han empezado —dijo Rachelle—. ¿Dónde está Joyeuse?
—Aquí —dijo el obispo, también llegando. Detrás de él, Rachelle podía ver a los
cortesanos aún apiñados detrás de la línea de soldados, mirando sin poder creer que el
peligro había pasado.
El peligro estaba empezando.
Rachelle se volvió hacia el obispo.
—Tú lleva la espada. Justine, ven con nosotros para ayudar a retener a los
nacidos del bosque. La Fontaine, lleva a la gente al palacio y mantenlos tan seguros
como sea posible.
|
Pero no era el Gran Bosque. Ese bosque, tan oscuro y terrible como podía ser,
estaba escandalosamente vivo. Este era el bosque de sus sueños, y estaba muerto.
Arboles sin hojas retorcidos, ramas desnudas hacia el cielo. Sangre rojo oscuro
rezumaba de las grietas en su áspera corteza negra, el único color en el mundo
sombrío. El suelo estaba cubierto de polvo blanco, mientras que el cielo estaba gris. No
el moteado gris húmedo del cielo nublado, sino un liso gris monótono que el sol no
volvería a quemar. El aire mismo estaba seco y muerto; su aliento raspaba su garganta,
y cada respiración robaba un poco más de su fuerza.
Pero ella ya no tenía que ser fuerte. Rachelle se dejó caer de rodillas. El negro
salpicó su visión y no importaba. Había sido comida por el Devorador y había sido
asesinada con Joyeuse. Ella había, esperaba, haberlo matado con ella. ¿Este mundo sin
vida era un último sueño antes de morir completamente, o era el comienzo de su
eternidad?
Ella comenzó a caer hacia adelante y se detuvo con sus manos, levantando una
ola de polvo que le hizo toser y dar arcadas. No importaba. Había hecho lo que podía,
enmendar lo que pudo, y todo lo demás estaba más allá de ella.
Casi todas las enmiendas que pudo. Ella nunca había dicho que el rosario iba a
ser su penitencia. Trató de formar las palabras, pero tenía la boca muy seca, su
respiración muy escasa. Además, la penitencia era para los que tenían una esperanza en
los cielos, y no estaba muy segura de que Dios pudiera oírla o encontrarla en este lugar.
Pero eso estaba bien, ¿no? Había hablado por primera vez al nacido del bosque,
a Erec, porque quería salvar al mundo. Había sabido que estaba arriesgando su alma,
pero había seguido adelante de todos modos, y había conseguido su deseo. Podría
haberse arrepentido, pero no podía arrepentirse.
Este era su hogar. Esto, su herencia.
Apenas sintió cuando ella cayó al suelo. Su visión rápidamente se oscureció.
Pensó en Armand y Amélie; podía tomar esos recuerdos, al menos, en la oscuridad.
Había peores finales.
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Pero no es el final.
No es el final porque incluso la muerte no es el final de la lucha. Estoy muerta, y lo
sé.
Pero incluso más allá de la muerte, hay finales, y el mío está casi aquí. Ahora te
miente, mi hija, mi hermana, mi orgullo. Despierta. Termina mi historia.
Despierta.
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Traducido por âmenoire y otravaga
—D
espierta.
Era la voz que le había hablado justo ahora,
contándole la historia de Tyr y Zisa. Había estado
dormida entonces, mientras escuchaba, había pensado
que estaba soñando, pero ahora escuchaba las palabras
finales de la voz con sus propios oídos.
Y Rachelle abrió sus ojos. Junto a ella se arrodillaba una chica de su edad. Oscuro
cabello enredado caía alrededor de su redondo rostro huesudo; en el centro de su
frente había una estrella roja de ocho picos. Su vestido estaba hecho de pliegue tras
|
pliegue de seda negra; le tomó un momento a Rachelle darse cuenta que su pecho
estaba resbaladizo con sangre.
La boca de Rachelle estaba seca y rígida; cuando trató de hablar, empezó a
toser. Finalmente logró tragar, y dijo:
—Eres Zisa.
—Sí —dijo la chica.
Su voz era suave pero clara, triste pero aun así resuelta. Era exactamente de la
forma en que había sonado cuando contó la historia de cómo ella y Tyr habían peleado
contra el Devorador y tanto fallaron como ganaron.
Rachelle se enderezó. Todavía estaban en el bosque sangrante, aunque quizás el
cielo gris era un tono más oscuro.
—Si estoy muerta —dijo ella—. ¿Dónde están los otros que el Devorador se ha
comido?
—¿No escuchaste? Incluso después de la muerte, hay finales. Todos
desaparecieron de este lugar hace tiempo.
La mano de Rachelle fue hacia su pecho. Sentía la sangre fría y resbalosa, pero
no dolor.
—Ponte de pie. —Zisa se levantó—. No tenemos mucho tiempo.
Su cuerpo se sentía pesado y ajeno, pero aun así Rachelle se puso de pie en
pocos segundos. Se sorprendió al descubrir que Zisa era una cabeza más pequeña que
ella.
—¿Tiempo para qué? —preguntó ella.
—Para matar al Devorador —dijo Zisa. A pesar de su altura, parecía mirar a
Rachelle hacia abajo—. ¿No diste tu corazón para eso?
—Lo intenté. Lo hice.
—Hiciste lo que yo hice —dijo Zisa—. Aceptaste al Devorador en tu cuerpo y
moriste con él. Ahora está unido a ti en tu muerte, como lo estuvo conmigo, y mientras
tu fantasma pueda deambular, estará atrapado aquí contigo entre la vida y la muerte.
Pero no puedes deambular por siempre. Nadie puede. Y cuando desaparezcas, tan
pronto como lo haré yo, alguien más debe morir en tu lugar o de lo contrario el mundo
se rendirá a la oscuridad. Y en el entretiempo, el Bosque crecerá en los bordes del
|
mundo y los engendros del bosque infectarán sus ciudades y los nacidos del bosque te
atormentarán.
Ese no era un mal negocio, pensó Rachelle. Pero tampoco era una victoria.
—Solo los restos del lobo pueden matar al lobo —dijo Zisa—. Esa es una antigua
verdad. Solo un hijo del Devorador puede derrotarlo. Es por eso que yo fallé: no tenía la
espada cuando la necesitaba, así que la responsabilidad cayó en Tyr. Y él era demasiado
inocente.
—¿Pero qué más puedo hacer? —preguntó Rachelle—. Hice lo mismo. Dejé
atrás la espada.
—¿Te has olvidado de lo que llevas en tu mano derecha?
Rachelle la miró fijamente.
Zisa inclinó su cabeza.
—¿O nunca lo has sabido?
Su mano palpitaba. Rachelle bajó la mirada hacia la pequeña cicatriz blanca en
su palma. Por años difícilmente había pensado en ella porque era muy doloroso, pero
ya se lo había confesado a Armand, así que se permitió recordar de nuevo: la tía Léonie,
ahogándose en su propia sangre. Cuando Rachelle se había inclinado sobre ella,
llorando, la tía Léonie había repentinamente peleado contra ella, sus brazos
agitándose. Debía haber sido sorprendida mientras cosía porque todavía estaba
sosteniendo una aguja, y la clavó en la mano de Rachelle hasta el hueso.
Rachelle había ahogado un grito. Ahogado sus lágrimas. Y luego había bajado el
cuchillo.
—Te dije de qué estaban hechos Durendal y Joyeuse —dijo Zisa—. ¿Pensaste
que no podrían tomar esa forma de nuevo?
Dos astillas de hueso.
En una repentina euforia, rasguñó la palma de su mano. La aguja se torció en
respuesta; luego con un dolor repentino y agudo, su punta salió a través de su piel.
Con dedos temblorosos, Rachelle la liberó; una pequeña aguja de hueso,
cubierta en sangre. Durendal.
Mientras pensaba el nombre, la aguja creció y se alargó en su mano, hasta que
se convirtió completamente en una espada hecha de hueso, una gemela perfecta de
Joyeuse.
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había un sonido de murmullos muy pero muy leve, como el viento en arboles muy
distantes. ¿Venía a través de la puerta? ¿O había estado ahí todo el tiempo y
simplemente ella no lo había notado?
Después había una fila de cuatro pequeñas puertas del tamaño de alacenas, una
sobre la otra, del piso al techo. Las abrió: la misma oscuridad. Más y más rápido,
empezó a abrir puertas. Todas revelaron una sombra absoluta.
El ruido que corría se volvía más fuerte. Sonaba casi como una respiración. El
cuerpo de Rachelle era una herida apretada y todos sus miembros temblaban con la
necesidad de huir, pero no había a dónde correr. La pesadilla ahora era su mundo; no
había otra manera de salir más que peleando contra ella.
Ahora las puertas en las paredes estaban todas abiertas; ya no estaba parada en
una habitación con cuatro paredes, sino una jaula de celosía de marcos de puertas, con
oscuridad en donde quiera que mirara. Así era como se sentía: no una ausencia, sino
una pesada sombra presionando las paredes de la habitación, lista para aplastarla en
cualquier momento.
Se arrodilló y abrió una de las puertas colocadas en el piso. Más oscuridad.
—Mi pequeña y querida traidora.
Su cabeza se levantó rápidamente. Erec estaba de pie en la puerta, tan
inesperado que por un momento parecía más como si fuera uno de esos tallados de
madera traído a la vida más que la persona en la que había confiado, había conocido y
había odiado.
—¿Qué debería hacer contigo? —preguntó, entrando.
Ella levantó a Durendal.
—Mantenerte atrás.
La sorpresa en su rostro envió un pequeño bucle de satisfacción a través de su
estómago.
—¿Cómo conseguiste ese juguete? —preguntó él.
—¿Cómo tú llegaste aquí después de mí.
Levantó su mano donde el hilo carmesí brillaba.
—Estamos atados en cada mundo, mi señora.
—Estás desesperado por creer eso, ¿cierto? —dijo ella, mirando alrededor de la
|
Ella vio una figura humana flotando boca abajo en el centro del remolino. Sabía
que era una ilusión, algo que su débil mente humana había creado para protegerla del
corazón de esta gran destrucción.
Y tan pronto como la vio, pudo escucharla: un gran aullido del viento… no, una
voz, gritando y cantando a la vez. Cantaba dolor-odio-pérdida-miedo, pero la mayoría
de todo lo que cantaba era hambre, el gran y devorador vacío de una criatura que una
vez había probado la felicidad más allá de lo que cualquier mente mortal podía
comprender, y ahora debía lamentar una pérdida insoportable para siempre.
Eso cantó y ella cantó con eso. La garganta le dolía y ardía por los sonidos que
lanzaba, pero no podía parar. Sentía que esta visión había abierto todos los secretos de
su vida y les daba sentido a todos ellos. Seguramente siempre había estado cantando
esta canción en su corazón. Seguramente esta era su casa. Esto, su herencia.
Erec la empujó al suelo.
—Me perteneces a mí, señora —gruñó—, no a esa cosa. —Y la besó
ferozmente, mordiéndole el labio.
Rachelle se reveló contra él.
—Qué…
—Estás hecha de esa criatura. Es por eso que no puedes luchar contra ella.
Ella se dio cuenta de que había un millar de hilos rojos corriendo a través del
polvo blanco a su alrededor, abajo hacia las fauces del Devorador. Mientras miraba, los
hilos se deslizaron lentamente hacia adelante. Ella sintió un tirón en su propia mano.
—Sí —dijo Erec—. Poco a poco, él nos come.
No había escapatoria. Rachelle ya no estaba mirando al gran remolino del
Devorador, pero podía sentir la helada desesperación comenzar a elevarse de nuevo en
su corazón. Estaba consumida. Terminada. Acabada. No había manera de que pudiera
volverse y enfrentarse a esa criatura con Durendal. Dudaba que importara incluso si
pudiera. Las espadas fueron hechas para matar, y después de haber visto al Devorador,
no creía que la muerte fuese un concepto que siquiera aplicara a eso.
De repente recordó los dedos de la tía Léonie tejiendo un encantamiento
mientras decía: El camino de las agujas o el camino de los alfileres.
Otra forma de Durendal era una aguja.
Había hilos por todas partes a su alrededor.
|
El corazón de Rachelle latió con repentina esperanza. Ella no había tenido que
matar al lindenworm sólo hechizarlo. Tal vez sería suficiente si no mataba al Devorador,
sino que sólo lo amarrara. Tal vez los simples y aburridos encantamientos que la tía
Léonie le había enseñado hacía años siempre habían sido suficientes.
—Rachelle —respiró Erec en su oreja—. Ven conmigo. Por favor.
Y se dio cuenta de que él la amaba. Con todo lo que quedaba de su corazón, él la
amaba. Y lo compadecía.
—Erec —dijo—. Vine aquí para destruir al Devorador. Si no me permites
intentarlo, lo miraré y me perderé. No serás capaz de detenerme, lo juro. La única
manera en que tendrás la oportunidad de llevarme a casa es si me dejas pelear con él
ahora.
Su rostro se endureció.
—¿Qué crees que puedes hacer?
—Un pequeño encantamiento de esposa del bosque. Eso es todo.
—¿Crees que eso puede detener a nuestro amo?
—Déjame intentarlo y fracasar, y luego iremos juntos a casa.
Él la miró un momento más, luego se rio en voz baja.
—No te amaría si fueras más débil —dijo, y la soltó.
Rachelle se sentó, agarró a Durendal, y deseó que volviera a la forma de una
aguja. Luego recogió un gran lazo del hilo atado a su dedo, y comenzó a anudarlo
alrededor de la aguja.
Las más terribles encantamientos, había dicho Margot, o los más simples.
Y fue un encantamiento muy simple el que Rachelle comenzó a tejer: uno de los
primeros que había aprendido en su vida, un pequeño patrón de nudo que calmaba y
unía las cosas bajo él. Por lo general, era sólo un paso en un encantamiento más
grande, algo para mantener las puertas del granero cerradas contra engendros del
bosque o evitar que germinaran las semillas equivocadas. Ahora lo anudó una y otra
vez, girándolo sobre sí mismo. Agarró otros hilos y los anudó en este también.
Estaba condenada a ser devorada, ¿no? Entonces se haría de sí misma —de
todos los vinculados de sangre y todos los nacidos del bosque— un bocado tal que
ahogaría al Devorador para siempre.
El rugido se hizo más fuerte. El polvo se sacudió a sus pies.
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Había lágrimas corriendo por el rostro de Rachelle, saladas como el páramo que
se había tragado a Erec.
—Eso no tiene sentido.
—Nunca fuiste la niña más inteligente —dijo la tía Léonie—. Pero tenías un buen
corazón. Es por eso que te elegí para proteger a Durendal. —Ella puso una mano,
pegajosa de sangre, contra la mejilla de Rachelle—. Y lo hiciste. Luchaste muy duro y
fuiste muy valiente.
—Y malvada.
—Eso también. Y ahora tienes una opción.
—¿Qué? —preguntó Rachelle con cautela.
—Mira tus manos —dijo la tía Léonie.
Rachelle miró hacia abajo. Había un montón de hilos blancos brillantes del
tamaño de una madeja, atados a todos sus dedos y deslizándose en la oscuridad frente
a ella como un río.
—Si quieres volver —dijo la tía Léonie—, puedes.
—Volver. —La palabra era seca y hueca en su boca—. Te refieres...
—Me refiero a que vivirás de nuevo.
—Pero estoy muerta.
—Sí.
—Las personas que están muertas simplemente no consiguen... elegir volver a la
vida. ¿O por qué no lo hiciste tú? —Su voz temblaba de furia—. ¿Por qué no lo hiciste
tú?
La tía Léonie sólo sonrió con cariño.
—¿Crees que estoy aquí para responder a eso? Estoy aquí para recordarte que
siempre has tenido sólo una opción: el camino de las agujas, o el camino de los alfileres.
Rachelle miró de nuevo a los hilos atados a sus manos. Sabía, ya, lo que haría. Lo
que debía hacer.
—Te extraño —dijo en voz baja—. Te extraño demasiado.
La tía Léonie sonrió y le revolvió el cabello.
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—Me alegra ver que estás vivo —dijo con una carcajada que le hizo parecerse a
su difunto tío.
—Gracias —dijo Armand suavemente.
Vincent le dio una palmada en el hombro.
—Es un día triste, pero estoy seguro de que algo bueno va a salir de ello. Y sé
que voy a tener tu apoyo en los próximos días, mientras tomo el manto de mi querido
tío.
Armand apretó los labios por un momento mientras miraba a Vincent.
—No —dijo, su voz tranquila y llevadera—. No voy a ayudarte.
Claramente no se le había ocurrido a Vincent que Armand podría negarse ante él
en público. Le tomó un momento responder.
—Sabes que mi tío quería que yo…
—El rey, mi padre, me entregó a los nacidos del bosque que me amputaron las
manos —dijo Armand, su voz cada vez más fuerte—. Me obligó a ayudarlo mientras
estaba vivo, pero ahora que está muerto, no me importa un comino lo que quería. O lo
que tú quieres.
—A mí tampoco —dijo Rachelle—. Y tengo una espada.
Vincent resopló.
—Yo te aconsejo que no le hables de esa manera a tu futuro rey…
—Yo te aconsejo —dijo Armand, con una voz que era enteramente tranquila,
pero que llegaba a todos los rincones de la sala—, no amenazar a alguien que se ha
enfrentado al Devorador dos veces. Uno de nosotros se alejó. No era él.
Él se encontró con los ojos de Vincent, y no había ningún indicio de vacilación en
cualquier parte de su cuerpo. Todos los ojos en la sala estaban sobre él, y aunque
Vincent aún tenía el pecho hacia fuera, Rachelle podía notar que estaba inquieto.
Nadie más que Rachelle había visto a Armand cuando no estaba haciendo el
papel de santo obediente. Incluso ella no lo había visto jamás cuando no estaba
teniendo rehenes utilizados en su contra.
Armand miró alrededor de la sala. Parecía estar midiendo las personas a su
alrededor y encontrándolos apenas suficientes.
—El rey tenía a Raoul Courtavel encarcelado en el castillo como rehén en mi
contra. Voy a requerir algunos guardias para liberarlo.
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dijo que eran para mantener prisioneros. Él no le había dicho a quién mantenía cautivo
detrás de las más reguardadas puertas.
No había guardias ahora. Rachelle se preguntó si les habían dado órdenes de
matar a sus prisioneros si las cosas iban mal, y si habían obedecido las órdenes. Pero
Armand se adelantó como si la duda y el miedo pertenecieran a otro mundo y no
tuvieran poder para tocarlo. Él siempre había sido desesperada y aterradoramente
humano para ella, pero ahora podía ver por qué la gente se inclinaba ante él y lo
llamaban santo.
—Esta —dijo Armand, deteniéndose delante de una puerta.
Los guardias la derribaron a su orden. Y al otro lado, estaba Raoul Courtavel.
Rachelle podría no haber reconocido al hombre alto con la barba irregular. Pero cuando
abrazó a Armand desesperadamente, no hubo confusión.
Esta era la razón por la que Armand había llevado una rebelión armada. Cuando
Rachelle había matado a sus seguidores, esto era lo que ella casi había destruido.
Se dio la vuelta, sintiéndose enferma. Encontró a la Fontaine mirándola, sin
orgullo ni elegancia pulida en cualquier parte de su cara.
—Gracias —dijo la Fontaine, mirándola directamente a los ojos, y las palabras
sonaron más sinceras que nada que la Fontaine le hubiera dicho alguna vez.
Rachelle sabía que no las merecía.
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Traducido por âmenoire
P
or los próximos dos días, Rachelle estuvo al lado de Armand casi a
cada momento. Y apenas le dijo una palabra.
Sabía por qué la mantenía cerca y estaba desesperada y
estúpidamente agradecida por ello. Todos la conocía como la vínculada de sangre del
rey, como la amiga —o amante— de Erec d’Anjou. Asegurándose que todos la vieran
como su guardaespaldas de confianza, Armand la liberaba de la sospecha. Nadie sabía
exactamente qué había hecho la noche del solsticio de verano y ni ella, ni Armand
habían proveído muchos detalles, pero todos sabían que ella había ayudado al santo a
vencer a sus enemigos.
|
A diferencia de todos los demás vinculados de sangre, ella sería amada por
siempre. Era una deuda que nunca podría pagar.
Una de muchas pero muchas deudas.
Algo evitaba que Armand hablara con ella durante los pocos momentos
desperdigados en que estaban solos. Rachelle tampoco hablaba, porque no tenía el
derecho.
Ella había tenido su amor, si realmente había sido amor. Él la había besado y
dicho que la amaba, pero había pensado que estaría muerto en el lapso de algunos
días. Había sido imposible que él tuviera alguna intención de compartir su vida con ella.
Y desde entonces, ella lo había alejado, matado a sus seguidores, dormido con el
hombre que lo había mutilado, y había salvado su vida y le había importado lo
suficiente como para ser usada como un rehén contra él, pero eso no era amor. No
exactamente. Tal vez.
Ahora Armand no solo viviría, era el medio hermano favorito del nuevo rey.
Podría tener cualquier cosa que quisiera y si no quería a Rachelle… después de la forma
en que ella lo había tratado, era justo.
Un montón de cosas eran justas: las miradas extrañas e incomodas que obtenía
de la mayoría de la gente en el Château, quienes no sabían si temerla u honrarla. La leve
pesadumbre y exasperante debilidad de su cuerpo, ahora que de nuevo era
completamente humana. La soledad de estar junto a Armand y no decir nada.
Solo porque las cosas fueran justas, no las hacía fáciles.
Amélie se fue a casa al segundo día. Rachelle quería rogarle que se quedara,
pero no podía, porque había sostenido a Amélie cuando se despertó sollozando la
noche anterior. Ella e merecía una oportunidad de ir a casa con su madre.
—No te estoy dejando por siempre y para siempre —dijo Amélie, brillando
mientras se peleaba con la ropa en su baúl—. Incluso si tú trataras de dejarme. Te
cazaría y te encontraría. —Cerró con fuerza la tapa de su baúl—. Puedo hacerlo. Ya no
eres mucho más fuerte que yo. Así que deja de verme de esa manera.
Rachelle se ahogó con una risa.
—Siempre fuiste fuerte.
—Tú —dijo Amélie—, siempre fuiste lo suficientemente tonta para pensar que
importaba. —Por unos minutos, estudió a Rachelle, su boca fruncida—. No me dejes —
dijo tranquilamente—. Promete que vendrás a visitarme.
|
Débilmente, entre las sombras de los árboles, vio algo que lucía como un ciervo blanco
con ojos rojos. Un engendro del bosque.
Parpadeó y la visión se fue. Una vez más, ella era la cosa más extraña entre los
árboles.
Pero la canción del viento todavía temblaba en su sangre. El Bosque había
estado ahí, todavía estaba ahí, justo ahora, incluso si no podía verlo. A pesar que el
Devorador se había ido, el Gran Bosque todavía vivía. Y ya no tenía la misma sensación
de despiadada amenaza como lo había sido antes.
Supuso que eso tenía sentido. El Devorador no parecía una criatura que pudiera
crear algo, mucho menos la terrible belleza del Gran Bosque.
Incontables años atrás, no solo antes de la luz del día, sino antes que el
Devorador se tragara al sol y a la luna para empezar, antes que se involucrara en el
mundo humano, el Gran Bosque ya estaba en pie. Como debía haberle encantado a la
gente que vivió en ese entonces. Y luego el Devorador se los había quitado.
Ahora, quizás, lo tendrían de vuelta.
Erec, tonto, pensó ella. Había todo un mundo esperando por nosotros.
Y ahí, rodeada por la sombra del Bosque que pudo haber sido, que sería ahora,
oscuro pero ya no espantoso, lloró por Erec.
Finalmente secó sus ojos. Se puso de pie y caminó de regreso al Château,
saliendo de los árboles.
De regreso a Armand. Él estaba de pie junto a una fuente, mirando el agua que
caía y brillaba a la luz del atardecer.
El corazón de ella dio un golpe seco. Tenía la intención de pasarlo
silenciosamente, pero entonces él levantó su mirada y dijo:
—Rachelle.
Y ella no se pudo mover. Solo pudo mirarlo, absorbida por la curva de su mejilla,
la línea de su boca, deseando que todavía fuera suyo para tocar.
—¿Estás bien? —preguntó él.
Ella se encogió de hombros.
—Bueno. Soy humana. Y nadie parece querer que me ejecuten.
Él no estaba feliz. Podía decirlo por la manera en que estaba parado, sus
hombros apuntalados, pero ella no pudo leer nada en su rostro. Eso era lo que más le
|
¿Por qué sentía ella como si tuvieran una larga historia de fácil felicidad entre
ellos? Nunca habían sido nada más que enemigos o aliados incómodos. Carcelera y
prisionero, pecadora y santo. Los besos intermedios difícilmente habían cambiado algo.
—No siento mentirte sobre el ofrecimiento —dijo ella.
—Eso está bien —dijo Armand—, porque todavía no te perdono por eso. —
Abruptamente sus labios se presionaron en una línea recta. Después de un momento
continuó, su voz sin emoción—. Pero eso ya no importa. Si sientes que me debes
algo… no lo hagas. Puedes irte.
Ella había esperado las palabras, pero aun así la golpearon como una patada en
el pecho. Armand ya no la miraba; había empezado a alejar su cuerpo, su cabeza
agachada para mirar el pasto. Como si no quisiera estar más cerca de ella de lo que
tenía que estarlo.
Entonces ella se dio cuenta de cuán completamente solitario lucía.
—¿Qué harás ahora? —preguntó ella.
Él levantó la mirada hacia ella y sonrió levemente.
—Sabes, no tengo la más mínima idea. Por seis meses fui un muerto andante.
No recuerdo cómo era vivir como si tuviera un futuro.
—Yo tampoco —dijo Rachelle.
Hubo otro momento de silencio, pero éste no fue tan incómodo. Luego Armand
tomó una respiración.
—Rachelle —dijo—. Sé… que lo que pasó entre nosotros… estábamos a punto
de morir. No hicimos ninguna promesa. Si te quieres ir, tienes todo el derecho. Y no
tengo idea de que haré conmigo ahora. Pero me gustaría que estuvieras aquí en lo que
lo resuelvo.
Las palabras fueron exactamente lo que ella había querido escucharlo decir,
desde que había despertado en sus brazos. Y aun así ahora…
—El Bosque sigue vivo —dijo ella—. Lo vi, justo ahora.
Armand ni siquiera parpadeó ante el cambio de tema.
—Lo sé.
—¿Todavía lo ves todo el tiempo? —Se aterrorizó al darse cuenta que ni siquiera
se había preguntado cuánto había cambiado para él.
|
Él sacudió su cabeza.
—Solo a veces, pero suficiente. —Hizo una pausa—. Ahora es diferente. Casi no
lo odio.
—Oh. —Ella miraba fijamente el agua—. Hoy lo vi por un momento. Lo extraño.
Y entonces lloré por Erec.
Armand se quedó callado. Ella no se atrevió a mirarlo.
—A nadie más le he dicho esto, pero creo que mereces saberlo. —Rachelle
tomó una respiración—. Erec no solo está muerto. Está peor que muerto. Fue conmigo
dentro del estómago de Devorador y eligió quedarse ahí por toda la eternidad. —Hizo
una pausa—. Traté de salvarlo. Siento tanto todo lo que hice con él, no tienes idea de
cuánto lo siento y tampoco tienes idea de cuánto lo odio, pero quería salvarlo. Todavía
deseo haberlo podido hacer.
—Lo supongo —dijo Armand después de un momento.
Ella finalmente lo miró.
—¿No estás enojado?
Él le dio una sonrisa irónica.
—Bueno, te pedí que no lo mataras.
—Esa no es una respuesta.
Él suspiró.
—Durante los últimos seis meses, cada momento de cada día, podía sentir al
Devorador durmiendo en la parte trasera de mi mente. Hubieron algunas mañanas en
que despertaba y apenas podía respirar por su hambre y desesperación. Conozco el
destino que d’Anjou eligió. No se lo puedo desear a nadie. Otros destinos muy
dolorosos, tal vez. Pero ese no.
—Algunas veces lo desearía para mí —dijo ella—. No parece justo que me haya
salvado.
—A mí me parece perfectamente justo —dijo él—. Pero difícilmente soy
imparcial.
—Lo que estoy tratando de decirte —dijo Rachelle—, es que no soy… no he
dejado de ser… no sé lo que soy.
—Algunas mañanas despierto y por un momento no puedo decir si soy el único
que está dentro de mi cabeza —dijo Armand—. Creo que ninguno de nosotros sabe lo
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que somos.
Rachelle lo miró. Sabía que podía irse. Podía regresar a Rocamadour y vivir con
Amélie y tal vez encontrar algo de paz.
Ella nunca había, en toda su vida, estado satisfecha con la paz.
La parte de atrás del cuello de él se sentía caliente bajo los dedos de ella cuando
lo jaló para besarlo.
—Sí —dijo ella—. Me quedaré. Siempre y cuando te aferres a mí. Sí.
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Me encanta la mitología, Hello Kitty, y T.S. Eliot. Escribo fantasía YA que se basa
en dos de esas cosas. Mi primera novela es BELLEZA CRUEL, una fantasía de cuento de
hadas YA donde la mitología griega se encuentra con la Bella y la Bestia. Mi próxima
novela es CRIMSON BOUND, donde Caperucita Roja se reúne con… muchas cosas
extrañas.
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