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No le hice caso.
Más allá de lo de doña Ángela, el río hacía una curva y
había un terreno con una casa abandonada que había
pertenecido a un club de pescadores. Lo que había sido el
jardín estaba ahora lleno de cortaderas y tocones, las
plantas crecidas hacían difícil avanzar y en algunas partes
del terreno estaba embarrado. A través de los árboles de
la costa, veíamos avanzar el bote. Las zapatillas se me
hundían en el barro y los pantalones mojados se me
pegaban a los tobillos. Marito avanzaba a grandes pasos.
Una zanja atravesaba el final de ese terreno y él saltó. Yo
acababa de saltar cuando oímos el motor de un crucero.
Marito corrió a la costa.
-Carajo-dijo y saltó al agua.
Avanzó con el agua por la cintura, se sacó en suéter y
empezó a moverlo de un lado a otro como una bandera.
-Aminorá-gritaba.
Yo corrí por la costa hasta un muelle roto que había unos
metros más adelante y empecé a saltar agitando los
brazos. En la cabina del crucero, un hombre de campera
azul y gorro parecía no haber visto el bote. Marito seguía
gritando. El crucero nos pasó por enfrente. En la popa
había dos mujeres sentadas frente a una mesa con tragos.
Las mujeres, de grandes anteojos negros, iban de cara al
sol. Una vio a Marito y pareció gritarle algo al hombre. Sé
que el hombre nos vio. Miró a Marito y después me vio a
mí. No aminoró. Cuando pasó al lado del bote, la estela
del barco-una ola enorme- pegó contra el costado del
bote y lo dio vuelta.
El Tordo se cayó al agua. Las pilas de troncos se
desarmaron y los troncos se cayeron, se hundían un
momento, volvían a la superficie y se quedaban flotando
alrededor del bote dado vuelta. Recién entonces, el
hombre aminoró. Las mujeres de la popa se habían
parado y miraban hacia nosotros. El Tordo salió a la
superficie y pasó los brazos sobre el casco del bote. Se
quedó así, muy quieto. El bote seguía a la deriva, boca
abajo, rodeado de troncos, con el Tordo abrazado al
casco mientras las mujeres y el hombre miraban la escena
como si estuvieran mirando una película. Marito salió del
agua y corrió por la costa hasta estar a la par de su tío. Yo
corrí detrás de él. El hombre gritó algo y una de las
mujeres tiró un salvavidas anaranjado que de todas
maneras estaba atado a la popa y siguió detrás del barco,
en la estela, un salvavidas inútil que el Tordo ni siquiera
pareció ver.
El terreno se terminaba en un riacho demasiado ancho
para cruzar a pie. Marito y yo nos quedamos parados ahí.
El crucero había detenido la marcha, pero seguía
avanzando con la fuerza de la corriente y el hombre
parecía no atinar a resolver nada.
-Volvé, hijo de puta-gritó Marito.
El Tordo seguía inmóvil, con la cara apoyada en el casco
del bote.
Estuvimos así, sin poder dar una solución, hasta que
Virulana apareció con la lancha almacén y se acercó a
toda la velocidad que le permitía su motorcito. Se puso a
la par del bote y paró el motor. Fue él el que logró hacer
reaccionar al Tordo y entre los dos dieron vuelta el bote y
rescataron algunos de los troncos. Los demás se alejaron
con la corriente, junto con el salvavidas anaranjado, las
mujeres y el hombre de gorro.
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OCTUBRE DE 2007