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LIBRO COLECTIVO

POR QUÉ LLORA


ESA MUJER
TESTIMONIOS SOBRE VIOLENCIA MACHISTA

COORDINACIÓN DEL PROYECTO


ÁNGELA PRADELLI Y ALEJANDRA CORREA

PRÓLOGO
MARÍA PÍA LÓPEZ

FOTOGRAFÍAS:
MARTINA BERTOLINI Y ALEJANDRA CORREA
Por qué llora esa mujer es un libro que surge de un trabajo colectivo a partir de una
convocatoria que se lanzó por Facebook a fines de 2016, en Argentina.

Fotos a manera ilustrativa de: Martina Bertolini y Alejandra Correa.

Contacto:

porquelloraesamujer@gmail.com
FB: https://www.facebook.com/groups/porquelloraesamujer/

Edición digital, Buenos Aires, Argentina, marzo de 2020.


POR QUÉ LLORA
ESA MUJER

Dedicamos este libro a Belén Canestrari


y a Katherine Moscoso,
dos protagonistas de este libro,
víctimas de femicidio.
Palabras iniciales
Por Ángela Pradelli y Alejandra Correa

¿A dónde van a parar todas las historias sobre las violencias que tallan la
vida de las mujeres a sangre y fuego? Algunas aparecen entre los
vestigios del discurso de los medios de comunicación, fragmentadas,
tamizadas por la ideología del medio en cuestión, las habladurías y la
necesidad momentánea de “llenar un espacio”. Otras se pierden en la
voraz maquinaria de los relatos judiciales, los testimonios policiales, los
sitios donde la historia queda “registrada” por las instituciones. Y
finalmente, todas logran atravesar el cerco de la historia propia, para
darse a luz como relato en la charla íntima.

Nuestra propuesta fue crear un espacio que pudiera reunir esas “charlas
íntimas” para obtener así un testimonio de primera mano sobre las
violencias a las que son sometidas las mujeres cotidianamente. Creamos
ese espacio a partir de un grupo en Facebook y un blog que fueron
motorizados por una convocatoria a brindar testimonio. Pensamos en una
modalidad colectiva, mediada por las redes sociales, para poder generar
un intercambio con una gran cantidad de personas en simultáneo. Un
libro que abarcara el compromiso de diferentes personas en pos de un
objetivo común: contar la violencia.

El resultado es este libro colectivo al que llamamos Por qué llora esa
mujer, tomando aquel poema de la argentina Susana Thenon que se
preguntaba ¿Por qué grita esa mujer? En el último verso, el poema
escribe que la mujer ya no grita. Entonces, decidimos buscar una
alternativa, ubicarnos antes del grito, en el llanto, donde todavía puede
ser posible retomar el relato desde una dimensión vital.

Por eso, más allá de que la convocatoria surgió desde un espacio virtual,
la propuesta fue un contacto humano directo entre las mujeres que
quisieran brindar su testimonio y un escritor que le tomara el relato y
luego lo escribiera con la mayor fidelidad posible. Enlazamos historias y
escuchas atentas. Algunas mujeres, incluso, quisieron escribir el
testimonio ellas mismas, y así lo hicieron. Podían tener seudónimo,
nombre real, imaginario. Lo único que les pedimos es que nos autorizaran
por escrito a difundir sus historias.

¿Qué significa tomar un testimonio, construir relatos? Una mujer da un


paso, avanza desde su dolor para contar. Ha decidido, a veces con
muchas dudas, mucho esfuerzo, poner en sus manos la tragedia que
atraviesa. Estábamos ahí, escuchando, pero también recibiendo el dolor
de la mujer que había decidido que el sufrimiento fuera, por fin, visible
para los demás. En algunos casos fueron años de silencio y ahora, con
el testimonio, le ponían palabras a un revoltijo de sensaciones. Las .
escritoras y escritores tomamos ese dolor para construir una historia que fuera
una presencia real en este mundo que las ignora bajo infinitas capas de hielo.

Cuando empezamos el proyecto sabíamos que iba a ser duro desarrollarlo, sin
embargo, la dimensión de las tragedias que viven algunas mujeres es tanto más
honda de lo que podemos imaginar. La maestra de tu hijo, la abogada que
conocés, la empleada que te atiende en la farmacia, la médica que te trata, la
muchacha que atiende en el banco, tu vecina, la mujer que te vende la fruta en la
verdulería. Un entramado de mujeres que un día decidieron finalmente buscar
las palabras, darles volumen y un cuerpo que a su vez protejan el de ellas.

Mujeres de todas las edades. Niñas. Adolescentes. Muchachas jóvenes.


Mujeres adultas. Mayores. Desaparecen de una plaza, o cuando salen de la
escuela, camino a la facultad, las violan, las matan. La violencia contra la
mujer hace sus nidos en todas partes, en la calle, en instituciones, en las
casas, dentro de las familias la mayoría de las veces. También en un taxi, en
un hospital, en un comercio, en los trenes.

La mayoría de las mujeres que tuvieron la valentía de sumar su testimonio a


esta propuesta llevan con ellas las secuelas de las diferentes violencias. En el
cuerpo, en la memoria, en la mente. Esas secuelas se reavivan, permanecen,
“trabajan”, duelen.

El proceso nos llevó casi tres años. En ese tiempo, fueron muchas las mujeres
que se acercaron a preguntar, contar, esbozar el testimonio y luego, en algún
momento, se arrepintieron y decidieron volver al silencio. Otras, las aquí
publicadas, se sobrepusieron a ese movimiento traumático que implica recordar
y dejarse escuchar, para ver plasmado en un testimonio escrito su propia voz.

Violaciones, violencia obstétrica, amenazas, golpes, tortura, asesinato, todo


entra en este mapa donde la violencia adquiere diferentes formas y nombres,
pero circula de una a otra historia. Luego se sumaron los testimonios a los
familiares de mujeres asesinadas. Allí puede verse lo que sucede cuando esta
violencia estalla en el seno de una familia. Las tremendas secuelas en padres,
hijos, hermanos. La devastación, la marca para siempre.

Los testimonios aluden a los vacíos legales, a las prácticas policiales, a la


falta de respuestas del Estado, a la indiferencia de los allegados, a los
mecanismos de ocultamiento de quienes ejercen la violencia. Es una
radiografía de todo lo que sucede aquí y ahora, en uno u otro estrato social,
en una u otra edad, en uno u otro sitio.

Agradecemos especialmente a las mujeres y familiares que dieron sus


testimonios y a quienes los escribieron.
Prólogo
Por María Pía López

Alguna vez, después de terminar una charla, se acercó una mujer joven
y dijo algo inolvidable: Ni una menos me salvó la vida. La historia era
dramática y vital: vio la primera gran movilización, del 3 de junio de
2015, por la televisión y encontró fuerzas para cortar un vínculo con un
violento antes de ser una víctima más de femicidio, se separó y él la
persiguió hasta un intento de asesinato en la calle. Cuando la conocí, él
estaba preso por ese intento y ella libre. Había sobrevivido y estaba
rodeada de compañeras que la habían ayudado. La primera vez que fue
a una movilización fue el 19 de octubre de 2016, cuando paramos contra
el femicidio de Lucía Pérez. En este libro se puede leer otra historia sin
final feliz: la de una mujer que se moviliza en 2015, bajo ese grito
común, y el 20 de marzo del año siguiente se suicida, sin poder
encontrar la salida a la persecusión sufrida.

Unos años antes le había escrito a su hermana: Qué solas estamos.


Estamos y no estamos solas. Estamos a la intemperie pero a la vez
construyendo zonas de hospitalidad. Pero seguro que estamos en carne
viva. En estado de aullido. Por eso se multiplican las palabras y aparece la
crudeza de los testimonios. Hay quienes se preguntan por qué seguir
narrando, si las narraciones se parecen, se ratifican, ponen en juego
moldes, como si hubiera un repertorio finito de historias y cada vez solo
fueran cambiando algunos detalles, los nombres propios, el lugar, las
fechas. Un repertorio de violencias domésticas, de violaciones callejeras,
de condenas carcelarias. Un repertorio que tiene un guión único que
apenas dispone de variaciones. Las denuncias de las violencias tienen
siempre un doble plano: se dirigen a un victimario individual, culpable de
ese golpe, esa violación, ese asesinato, pero a la vez señalan un sistema
que lo produce como tal, que prescribe modos de conducta, prácticas
sociales, subordinaciones. Por eso, las militancias feministas reclaman
castigo pero no son punitivistas, porque saben que en el castigo no se
resuelve la cuestión de fondo, que es la producción sistemática de
hombres que para afirmar su virilidad se convierten en amenazas para la
integridad y la vida de las mujeres y sexualidades disidentes.

El testimonio tiene una función demostrativa (esto es lo que me pasó o lo


que le pasó a otra que ya no puede hablar)  pero también catártica. Se
cuenta porque es posible contar, porque hay una zona pública en la que
las palabras pueden ser recibidas y alojadas, donde antes que sospecha
hay creencia amorosa y empática.

Las narraciones son parte de un tejido, el de las voces que murmuran o


gritan, el de las historias que resuenan en cada quien, porque son siempre
-o podrían ser- las propias. Los cuerpos movilizados produjeron esa
hospitalidad callejera para el dolor y la multiplicación de palabras fueron
creando el reconocimiento mutuo, el dejar resonar en cada una lo que le
pasó o pasa en otras. Por eso, cada historia es tan singular como
impersonal, cada palabra de una y de todas.
El enunciado “yo te creo, hermana” parte de esta vivencia, de las
experiencias por todas transitadas. Cuando se asiste al espectáculo de
las violencias infligidas a las mujeres aparece, sistemáticamente, la
pregunta acerca de su temporalidad: si recrudece, si es propio de estos
años, si es puro castigo a la rebelión creciente. El guión es viejo,
antiquísimo, también el repertorio de acciones. ¿O no fue siempre
peligroso, para nosotras, viajar solas, encontrarnos con un grupo de
hombres en la calle, tener un vínculo con un tipo celoso? Fue peligroso
para nuestras abuelas, madres, antecesoras.  Todo fue peligro para las
mujeres originarias de los pueblos conquistados y para las acusadas de
brujas, para las obreras de la maquila en Ciudad Juárez y para las
muchachas de un orfanato en Guatemala.

Lo que es relativamente novedoso es la capacidad de desnaturalizar esas


violencias, de mostrar su ignominia, de narrarlas. La violencia
disciplinadora muchas veces funcionó como culpabilización de las
propias víctimas: tanto en el aborto ilegal, como en la violación o el
castigo doméstico. La construcción de una capacidad de acción colectiva
permite interrumpir esa condena, en la que la víctima deviene victimaria
o cómplice. No es fácil, porque mientras nos constituimos como sujeto
político colectivo, mientras nos damos voces, estrategias, tretas, también
se multiplican los intentos de disciplinarnos, la crueldad intensificada, la
complicidad con la violencia.

Escribo esto a pocas semanas de la sentencia judicial absolviendo a los


presuntos asesinos de Lucía Pérez, en un fallo que argumentaba que una
muchacha de vida sexual activa y libre no podía ser violada o asesinada.
Escribo esto a días en que un diario de amplia presencia -quizás el más
vendido- cubrió la noticia de una violación grupal a una niña de 14 años
afirmando que ella no debía haber estado en ese lugar. Esas palabras
intentan disciplinar. Esas palabras, las de los jueces, las de los
periodistas, machacan sobre una distribución social de las libertades y
derechos, en las que a nosotres nos toca la peor parte. Por eso, de este
lado también se multiplican las palabras, narramos hasta el infinito,
hablamos sin parar.

Queremos hacer de cada libro y de cada red social y de cada muro y


cada periódico, un conventillo, un espacio para rumorear y para gritar,
para saber qué le pasa a nuestras vecinas y decir qué nos pasa, para
encontrar auxilio y complicidad, para reirnos juntes, y para darnos la
mano cada vez que algo nos da miedo.

Para no estar solas. Para que otras no estén solas. Para que otres no lo
estén.
Atenta, escucho el dolor. El dolor como prueba de la vida pasada.
No existen otras pruebas, desconfío de las demás pruebas.
Son demasiados los casos en que las palabras nos alejaron de la verdad.
 
 Reflexiono sobre el sufrimiento, que es el grado superior de información,
el que está en conexión directa con el misterio.
El misterio de la vida.

Svetlana Alexiévich
Alejandra Correa

"Me pude enojar mucho después, de más grande.


Ahora, a catorce mil kilómetros, lentamente me
reconstruyo y me acerco sin miedo a ser quien soy, en
otra cultura y en un idioma que no entiendo al cien
por cien, pero está bien así".
Labio partido
Por Ana Julia Di Lisio

Tuve muchas dudas en dar mi testimonio, pero me decidí porque pienso


que puede ser un granito de arena más para poder avanzar en esta lucha.

Nací mujer y primogénita en una familia italiana conservadora. Como eran


los ’80, mis papás no supieron que iban a tener una nena hasta que nací y
desilusioné a muchos familiares sólo al dar el primer respiro. Ni papá ni
su familia pudieron superar el hecho de que yo no hubiera nacido
hombre. "Tuviste una calabaza“, le decían mis abuelos a mi papá.

Cuando yo tenía cuatro años, mi papá me sacó de una reunión familiar


colgando de mi brazo. No me acuerdo bien por qué, sí que me llevó
zamarréandome hasta la barrera de Turdera. Fuimos hasta un lugar en
donde no había nadie y, frente a las vías, ya en el piso, me pegó a
escondidas de todos hasta que me partió el labio.

Las escenas de mis papás discutiendo y las sillas volando para golpearse
eran frecuentes. Luego de esas batallas, se cenaba con toda normalidad
y sin ninguna explicación. Mientras comíamos, veíamos documentales en
silencio. Por esa época yo quería ser astronauta: el espacio se veía
silencioso y tranquilo.  

Un verano, cuando yo tenía doce  años, estábamos en la casa de mi


abuela paterna y me puse un solero floreado de ella. Para rellenarlo inflé
dos globitos y me los puse adentro del solero como si fueran pechos.
Recuerdo que mi papá vino y me agarró de la cintura para que no me
pudiera escapar. “Qué fuerte que estás“, me decía, y me reventó los
globitos con los dientes. Yo no podía hablar con nadie sobre todo lo que
me estaba pasando, entonces, a esa edad, quise empezar terapia. 

La terapia resultó no conveniente para mi papá y al tiempo, amenazó a mi


analista. Tuvimos que tener nuestras sesiones clandestinamente en algún
lugar de Temperley, que mi papá no conociera. Yo le pagaba con los
vueltos que iba recolectando de los mandados. Cuando terminé la
terapia, mi analista me dijo: “Tenés que enojarte, y cuando no haya nadie
más que pueda socorrerte frente a él, andá a la policía“. Pero yo nunca
confié en la policía ya que mi mamá fue varias veces luego de las palizas
que le daba mi papá. Era inútil, nunca pasaba nada.  

Yo tenía dieciséis años  cuando, una noche en que no podía dormir, me


levanté y fui a la cocina a tomar agua. Allí estaba él, totalmente desnudo.
Ante mi espanto, él actuó con naturalidad y me preguntó qué quería en la
cocina, mientras su pene colgaba laxo y arrugado. Yo volví a mi cuarto,
estaba en shock. Desde la cocina lo oí, “Qué, me preguntó, ¿nunca viste a
un hombre desnudo?“
De chica quería ser astronauta pero cuando terminé la escuela me anoté
en arquitectura.“Esa carrera es para hombres, me dijo mi papá, no seas
estúpida y estudiá una carrera de mujer“.

Por esa época, él estaba saliendo con alguien veinte años menor con
quien tenían relaciones sexuales en nuestra casa sin importar que mi
hermano y yo estuviésemos. Ni siquiera le importaba que escucháramos
todo, inclusive desde nuestro cuarto con la puerta cerrada. Yo le
preguntaba por qué hacía eso. “Para demostrarte lo que es el amor“, me
decía mi papá.

Cuando empecé a estudiar, él se comprometió a pagar mi facultad pero


sólo lo hizo un mes. Tuve que conseguir un trabajo de noche, como
telemarketer, para poder pagar mis estudios.Tuve contacto con él hasta
mis veintitrés años, después de una paliza que me dio en  el cuarto del
fondo de su casa donde yo vivía muy precariamente y sin ducha. Me
golpeó porque según él yo era incapaz  de invertir mi sueldo
en  comprarme una vivienda y “mandarme a mudar”, como lo había
hecho él a mi edad. Eso tenía que hacer yo con mi sueldo, según mi papá,
comprarme una vivienda y no usarlo para pagarme la carrera.       

Lo que rescato de este proceso de salvación fueron mis terapias, mis


objetivos firmes de que mis estudios fueran mi conquista personal, mi
mundo, mi salida.

Me pude enojar mucho después, de más grande. Ahora, a catorce mil


kilómetros, lentamente me reconstruyo y me acerco sin miedo a ser
quien soy, en otra cultura y en un idioma que no entiendo al cien por
cien, pero está bien así.
Martina Bertolini

"Fui a mi cuarto y me encontré con que Gastón ya


estaba ahí, sentado en la cama y con una pistola en la
boca. Después de lo que te hice me tengo que matar,
me dijo. Me vi en el espejo del modular. Tenía la cara
desfigurada. Al otro día me llenó de regalos".
Andrea Barrionuevo
Por Oscar Marful

Mi nombre es Andrea Barrionuevo y tengo para contar dos historias. La


primera es de cuando tenía ocho años. En esa época mi mamá militaba en
un partido político y nos dejaba, a mi hermana de seis y a mí, al cuidado
de un señor que le había recomendado su jefa política. Este hombre se
llamaba Ángel, le gustaba que le dijéramos Angelito. Junto con nosotras
también se quedaba un bebé que tendría un año (todavía usaba pañales)
hijo de una compañera de mi vieja. El lugar donde nos dejaban a los tres,
era un departamento en Ciudad Jardín de El Palomar. No recuerdo la
dirección; sólo sé que enfrente había una calesita, que veíamos con mi
hermana desde la ventana del departamento. Angelito siempre estaba
vestido con una toallón atado a la cintura y el torso desnudo. No sé si se
vestía así cuando se iban nuestras madres. Era gordo y se movía despacio.
Era un tipo de sesenta años o más. Uno de los juegos que más le gustaba
era sentarnos a upa y pedirnos que nos moviéramos. Tanto a mi hermana
como a mí. Una vez pasó algo que me llamó la atención: Angelito le
estaba cambiando los pañales al bebé.

Vi que le hacía cosquillas en el pito y después empezó a chupárselo.


Cuando se dio cuenta de que yo lo estaba mirando, me dijo que lo hacía
porque eso le gustaba mucho al bebé.  Otro día se fue a dormir la siesta,
como siempre, y nosotras nos quedamos viendo dibujitos. Al rato nos llamó
para que fuéramos al dormitorio y nos pidió que nos sentáramos sobre su
parte íntima y nos moviéramos. En un momento se sacó el toallón y me
puso el pito en la boca. No me olvidé nunca. Lo que más recuerdo es a mi
hermana llorando asustada en un rincón y otra cosa que me pasa, es que
ahora que lo cuento, vuelvo a sentir el olor de ese viejo. Cuando fuimos
adolescentes se lo dijimos a mi mamá. Ella se puso furiosa y fue a buscarlo,
pero Angelito ya se había muerto de un ataque al corazón. 

La segunda historia que quisiera contar es de violencia de género: A los


catorce tuve mi primer novio. Se llamaba Gastón y era dos años más
grande que yo. Era un winner bárbaro. Había salido con muchas chicas y
yo fui una de las que cayó en sus redes. Mi mamá lo adoraba y mi papá
también. Al principio todo fue normal. Pero después empecé a notar que
era re-celoso. Cuando íbamos por la calle, me exigía que fuera con la
cabeza gacha. Y si levantaba la vista, empezaba con que estaba mirando a
otro pibe. Lo peor es que yo le hacía caso. Siempre le digo a mi hija:
“nunca le hagas caso a ningún hombre. No dejes que ninguno te mande,
porque si lo permitís, cagaste!”. Mis amigas me decían “Andrea, dejalo a
Gastón, dejalo” y yo nada. Hasta la ropa me elegía; andaba vestida como
una vieja, para darle el gusto. 

Una vez iba a lo de una amiga y él se ofreció a llevarme en el auto. Le dije


que quería ir caminando y me siguió. Se puso a la par en la calle:
“Subí, putita”, me decía. “¿Por qué querés ir sola? ¿Tenés otro macho? Ya
llevábamos dos años y un día me pegó fuerte. Antes había habido algún
empujón, pero como yo me “portaba bien” no le hacía falta pegarme. Me
fue a buscar al colegio y delante de todos mis compañeros me tiró contra
una persiana y me agarró del cuello. Yo llevaba en la mano una cajita de
madera que habíamos hecho para el día de la madre y se la estrellé en la
nariz. “Ahora te mato” me dijo y me dio un par de piñas en la cara. Un tipo
que pasaba quiso meterse. Él lo puteó. Pero gracias a eso se fue.

Me volví corriendo a casa para que no me vieran mis compañeros. Sentí


que sangraba. Entré para hablar con mi hermana, pero estaba con su
novio. Fui a mi cuarto y me encontré con que Gastón ya estaba ahí,
sentado en la cama y con una pistola en la boca. “Después de lo que te
hice me tengo que matar”, me dijo. Me vi en el espejo del modular. Tenía
la cara desfigurada. Al otro día me llenó de regalos. 

No volvió a pegarme.

Pero igual, un año después lo dejé.


Martina Bertolini

"Tuve que iniciarle una demanda para que se fuera de


casa, tuve mucho miedo, mi abogado me aconsejó
pedir un cerco perimetral.
Al mes, la jueza me denegó el pedido".
C. A. L
Por Ángela Pradelli

Él es abogado, tiene 70 años, pero parece más joven porque siempre hace
deporte y se mantiene bien. Los dos veníamos de matrimonios anteriores
y teníamos hijos. Al principio yo no estaba superenamorada, pero era una
persona interesante intelectualmente, y me trataba bien. Decidimos
convivir y él vino a vivir a mi casa. 

Después de dos años aparecieron los primeros indicios, que yo traté de


tapar, ante mis hijos, mis amigos, traté de no verlos yo misma. Empezó por
controlarme el celular y pedirme explicaciones. Me cuestionó que quisiera
seguir estudiando, no quería que me formara, que me capacitara y me
desalentaba en todos mis proyectos. 

Tenía una personalidad muy controladora, no sólo conmigo sino con los
objetos de la casa. Cuando yo cambiaba un sillón de lugar, o algo más
insignificante, como un adorno, por ejemplo, él se desestructuraba y se
enojaba conmigo. 

Además estaban sus problemas con el alcohol, y todo fue empeorando


cada día. Hay tantas cosas que podría contar. Yo tengo algunos problemas
de salud por lo que tengo que hacer una dieta bastante estricta, es un
sacrificio para mí, pero tengo que hacerla por mi salud, él me llenaba la
heladera de todo lo que yo no podía comer, cocinaba achuras y me
insistía para que comiera. 

Siempre me descalificaba, sobre todo cuando tomaba, el alcohol lo ponía


más violento y revoleaba alguna cosa. Después de las peleas, cuando se
le pasaba, me    regalaba flores, viajes a Montevideo. Hizo todo lo posible
por alejarme de mis amigas, sobre todo de las que tenían una
personalidad más firme, no quería que estuviera con ellas. 

Él es misógino, cuando se hablaba de una violación en los medios, él


siempre terminaba defendiendo al violador, me decía que a lo mejor la
piba había salido mal vestida, provocando a los hombres.  Una vez, llegó
tomado, no se dio cuenta que yo estaba en la casa. Desde mi cuarto lo oí
hablar por teléfono, arreglando una cita con una prostituta: “¿Podés hoy?,
tengo ganas de verte, pero ando con poca plata, haceme un buen precio.”
Yo salí del cuarto: “¿Qué carajo estás haciendo, con quién hablás?” Él dio
un golpe fuerte sobre la mesa y se quebró la mano. ¿Y a vos qué mierda
te importa?”, me gritó y rompió la puerta de la cocina.  

Cuando le planteé que tenía que irse de mi casa, me dijo que quería plata.
Tuve que iniciarle una demanda para que se fuera de casa, tuve mucho
miedo, mi abogado me aconsejó pedir un cerco perimetral.
Al mes, la jueza me denegó el pedido. Fue algo muy raro, por un lado,
ganó él, ya que la jueza no dio lugar a mi pedido de que él se retirara
de mi casa, pero por otro, me llamó la secretaría del juzgado y me
confirmó que él iba a irse. ¿Cómo se entiende eso? Yo creo que fue
un arreglo entre ellos. Le evitaron tener una mancha en el legajo
profesional a cambio de que se vaya de mi casa. Lo protegieron. A mí
me hizo muy mal, una siente que la justicia termina siendo un arreglo
entre abogados amigos. 

Estuvo un mes más en mi casa hasta que finalmente se fue hace


dos meses. 

En este tiempo, sin él en casa, dejé los tranquilizantes, ya puedo dormir


otra vez sin pastillas.
Martina Bertolini

"Hace poco mi sobrino Valentino me dijo que le


gustaría ver a su mamá solo una vez, un ratito,
para decirle: ¡Qué estúpida fuiste, por qué te
quedaste ahí!"
Tres miradas sobre el asesinato
de Belén Canestrari
Por María Isabel Rodríguez Osado

Testimonio de Marcela Canestrari, hermana de Belén

El miércoles 30 de abril de 2013, pasé por la casa de mi hermana para


tomar unos mates, tranquilas, aprovechando que él no estaba. Belén tenía
26 años, dos hijos, Valentino y Máximo.

Vi llorar muchas veces a mi hermana. Él era muy celoso, no la dejaba


tener amigas o salir, ella venía a vernos a escondidas cuando él no estaba.
La llamaba a cada rato para saber qué estaba haciendo y dónde. Ella lo
justificaba y nos decía: Viste como es de hincha.

Esa última mañana que nos vimos, yo tenía rasguños en los brazos porque
había podado unas plantas; Belén me preguntó: ¿se pelearon con Diego?,
¿te pegó? Le dije: ¿qué estás diciendo? 

Ese día no me quedé a comer en su casa como otras veces. Tal vez, si yo
me hubiera quedado, me contaba algo, a lo mejor me preguntó eso para
sacar el tema.

Como dije, la pareja de Belén era muy celosa, pero nosotros nunca la
vimos golpeada. Le pregunté si el jueves siguiente, que era 1 de mayo, lo
podía llevar a Valentino, pero ella dijo que estaba castigado, que Carlos
no quería. Yo le dije: ¿Tan grave es lo que hizo? Dejate de hinchar. Y ella
me dijo: Voy a tener problemas, no insistas.

Ese domingo en que la mató, el 4 de mayo, me desperté con una


sensación rara, no sé, sentía acá en el pecho una cosa; preparé salsa para
los fideos, todo parecía igual que siempre.

Mi ex cuñado, Juan, la primera pareja de Belén y papá de Valentino, me


llamó por teléfono. Era el día que él iba a buscarlo. Me pidió que fuera
rápido para la casa de Belén.

Dejé todo como estaba y fuimos con Diego. Él decía que me calmara y
que si habían discutido no me metiera en sus problemas de pareja.

Cuando llegamos a la esquina de su casa vimos los patrulleros y la


ambulancia. No lo veía a Juan y la policía no me dejaba pasar, yo les decía
que era la hermana y gritaba, ¿Qué pasó?

- Hubo una pelea –me dijo una policía-, un disparo.


-¿Le tiró él? –les pregunté. 

Ella me dijo que sí con la cabeza. 

Vi a Juan, que salía de la casa de los vecinos con Valentino en brazos.


Cuando me vio me abrazó. Valentino lloraba, dijo que él había escuchado
un ruido como de cuete y que vio a su mamá en la cama con sangre.

Enseguida la policía se llevó esposado a la pareja de mi hermana.

Atrás salieron el médico, el enfermero, en la camilla iba Belén. Me


acerqué, ella tenía la mirada perdida. Llamé a mi hermana Sabrina porque
mi papá pasaba el día con ella en su casa de Longchamps. Sabrina
empezó a gritar. Yo tenía miedo por mi viejo, que le agarrara algo.

A Máximo se lo llevamos a mi mamá, estaba manchado de sangre, mi


mamá lloraba, se quedaron juntos. Yo fui al hospital Lucio Menéndez, al
rato llegaron mis hermanos y mi papá.

A mí me llamó la fiscal para que fuera hasta la casa para tomarme


declaración.

Cuando volví al hospital, el médico me dijo que entrara a verla, así podía
despedirme de mi hermana. Un rato después Belén falleció. Recién al día
siguiente nos entregaron el cuerpo.

Todos los días me acuesto pensando que si ella hubiera contado algo… y
que cómo no nos dimos cuenta de lo que pasaba.

Hace poco mi sobrino Valentino me dijo que le gustaría ver a su mamá solo
una vez, un ratito, para decirle: ¡Qué estúpida fuiste, por qué te quedaste ahí!

 
Testimonio de Juan Rodríguez Osado, ex pareja y padre de Valentino,
hijo mayor de Belén Canestrari

Era domingo, el día estaba gris, hacía frío. Ese día, fui a la casa de Belén a
buscar a Valentino. 

Cuando estaba llegando, en la avenida, al doblar a la derecha, vi dos


patrulleros, una ambulancia, gente en la calle mirando.

Bajé del auto, no podía pensar en nada, corrí, grité:

-¿Dónde está mi hijo?

Uno de los policías me preguntó quién era yo. Volví a gritar preguntando
dónde estaba mi hijo.
Un vecino de la casa de al lado de la de Belén estaba en la puerta y me
hizo señas. Vení, me dijo, los chicos están con nosotros. Me abrí paso
entre los policías sin entender qué era lo que estaba pasando. Estaba
mareado. ¿Qué había pasado minutos antes de que yo llegara a buscar a
Valentino?

Cuando entré a la casa del vecino y vi a mi hijo lo abracé lo más fuerte


que pude. Valentino me dijo:

- Él se peleó con mamá, yo escuché un ruido como un cuete y la vi a


mamá en la cama acostada con mi hermanito. Papá, mamá tenía sangre
en la cabeza. Papá, ¿adónde la llevaron los doctores, la van a curar?

Llevé a Valentino a la casa de mi mamá. Él estaba muy serio cuando


entramos, muy callado. Se puso a mirar la televisión y yo fui al cuarto con
ella, le conté todo lo que había pasado y le pedí que le contara, que ella
le explicara lo que había pasado, que le dijera a Valentino que su mamá
había muerto. Yo no podía, no sabía cómo hacerlo.

Ese mismo día Valentino dibujó una carita sonriendo y escribió mamá,
otra carita sonriendo con su nombre y un corazón cruzado por una flecha.

Aun hoy no hablamos del tema, porque es difícil, porque duele, porque
quedaron tantas preguntas sin responder.
 

Testimonio de María Isabel Rodríguez Osado, suegra de Belén

Era fin de semana, el día estaba gris, hacía frío, muchas veces pasa por
mi cabeza cómo serían sus vidas si el 4 de mayo no hubiese existido. 

No sabemos por qué suceden las cosas.

Hoy estoy tomando unos mates y me viene a la memoria todas las


palabras de mi hijo Juan cuando me contó lo que había pasado.

Ese día Juan me llamó y me dijo que venía a verme con Valentino. Me
alegró que vinieran, como siempre y fui a comprar facturas, Nesquik.
Cuando les abrí la puerta me di cuenta de que esa no era una visita igual
a otras. Juan estaba serio, quiso hacer una mueca de sonrisa, pero no le
salió. Mi nieto entró callado.

Juan me dijo que fuéramos a hablar al dormitorio, Valentino se quedó


mirando dibujitos.

Los dos nos sentamos en la cama y me contó lo que había pasado y me


pidió que le contara a Valentino lo que había pasado con su mamá, que él
no podía, no sabía qué decirle.
Valentino sólo tenía seis años, cómo explicárselo. Qué misterioso el
destino que hizo que ese día yo tuviera que decirle a mi nieto que su
mamá no iba a volver, que desde ese día lo miraría y cuidaría desde una
estrella.

A Valentino se le llenaron los ojos de lágrimas.

Aun hoy no se habla del tema porque es difícil, porque duele, porque
quedaron tantas preguntas sin responder, tantas respuestas sin ser
escuchadas.

¿Cómo entender lo qué pasó? 

Todavía siento el abrazo fuerte de mi nieto, su rabia, su dolor.

Mientras lloraba, me pidió un pedazo de papel. Dibujó una carita


sonriendo y escribió “mamá”, otra carita sonriendo con su nombre y un
corazón cruzando por una flecha.

Esas letras, ese dibujo quedaron ahí en un papel recordando la felicidad.


En ese espacio donde nada se entiende, donde no hay respuestas, un
lugar vacío que atravesó nuestras vidas.
 

Carlos Peralta fue trasladado a Sierra Chica, después de un año de


declaraciones de testimonios en los tribunales de Lomas de Zamora, se
realizó el juicio, condenando a Peralta Carlos Atilio apodado “caño”, a
cadena perpetua. Tribunal Oral Criminal, Juzgado N° 8, Lomas de Zamora.
VICTIMA: CANESTRARI MARIA BELEN-/ HOMICIDA: PERALTA CARLOS
DANIEL ATILIO. Causa: 26380-14. Carátula del Expediente: HOMICIDIO
AGRAVADO POR VINCULO Y TENENCIA DE ARMAS.
Alejandra Correa

"También hubo una violación, una sola vez se lo conté a


alguien y me dijo que eso en el matrimonio no existe,
que cómo iba a violarme si éramos pareja,
que seguro que a mí me había gustado.
Entonces no se lo conté a nadie más hasta ahora".
Ojito con mostrar hombría
Por Marcela Minakowski

Todavía no puedo contar todo. Pero algunas cosas puedo. Me enamoré de


ese hombre que me hablaba de la vida en el campo (soy de ciudad). Él
siempre tuvo muy claro qué decirme. Y me hizo entrar.

La primera vez que me insultó estuve a punto de irme, de dejarlo: todavía


no vivíamos juntos, habíamos discutido porque yo no podía salir (estaba
con mi hija chiquita, de un matrimonio anterior). Él me miró con odio y lo
dijo: “pelotuda”. Agarré la cartera y casi me voy, pero volví a tratar de
saber por qué. Me quedé y él ya no se detuvo.

En los siete años que vivimos juntos hubo de todo: golpes, mudanzas,
insultos, un hijo, palizas, patadas en la espalda y en la cara, hijos pequeños
de él que vinieron a vivir a casa, amenazas. Una vez me agarró del cuello y
casi me mata (vi todo negro, después me soltó). Otra vez, estaban todos los
chicos y cuando se distraían él me pegaba puñetazos en la espalda; miraba
de costado y vigilaba que no miraran y volvía a pegar; es el recuerdo que
más me atormenta, porque demuestra cuánto me conocía (sabía que yo
jamás gritaría delante de los chicos). Llegó a amenazarme con pegarme en
la panza hasta que abortara “si me seguís jodiendo”.

Un día, él se estaba bañando y yo entré al baño a hablar con él (porque


habíamos discutido); me senté en el inodoro y hablábamos; cuando no
quiso discutir más, abrió la cortina de la ducha y me pateó la cara.
También hubo una violación, una sola vez se lo conté a alguien y me dijo
que eso en el matrimonio no existe, que cómo iba a violarme si éramos
pareja, que seguro que a mí me había gustado. Entonces no se lo conté a
nadie más hasta ahora.

Una de esas mudanzas fue bastante lejos (500 km de mi familia). Y un día él,
que además había comenzado un romance con otra mujer, me dijo que me
fuera, que dejara la casa, el campo, los hijos, que ojito con lo que me llevaba
(aunque todo lo que había en esa casa era de mi propiedad), que no me
hiciera la loca y que no se me diera por demostrar “hombría”, que él sabía
muy bien que yo era una basura y que más vale que no me quedara en el
campo porque me iba a hacer la vida imposible y encima no me iba a dar un
peso. Entonces agarré a mis hijos, cuatro bolsos, las fotos y algunos libros.
Me subí a un micro y no volví nunca más. Ni a él ni al campo ni a ser
maltratada. Me cobijaron mujeres (mi madre, mi abuela, amigas). Nunca fui la
misma y sigo sin entender por qué no tomé yo la iniciativa de irme, por qué
tuve que ser echada. Mi amiga (a la que también le pegaron) dice que lo
importante es que pude, que lo hice: rescatarme y a mis hijos, empezar todo
de nuevo.
Alejandra Correa

"La Eli vive en Grand Bourg, casi llegando a


Tortuguitas. Tiene un bebé chiquito y,
cuando le pasa algo al bebé, no puede salir,
tiene que esperar que llegue alguien
por esa maldita pulsera".
Elisabeth Rasgido y su prima Julia
Por Silvana Aiudi

De la Eli yo me entero cuando la llevaron detenida. No vivo con ella. Me


llamó mi tía y me dijo que hubo un allanamiento en la casa de Elisabeth.
La policía buscaba a una tal Chucky, alias Chucky. Le preguntaron si ella
era una tal Chucky y la Eli dijo que sí. El oficial tenía una orden de
allanamiento y de detención. ¿Sabés qué vamos a hacer? Presentate
mañana en la comisaría de Tortuguitas, le dijo el oficial de calle.
Entonces ella fue y se presentó porque había una orden. Cuando fue,
quedó detenida un tiempo en la comisaría de Tortuguitas y, después, la
llevaron a San Martín.

Mi prima Elisabeth es analfabeta, no sabe leer ni escribir, también le


cuesta hablar. Mi tía me presentó a Carolina Abregú, nos empezamos a
mover y bueno, desde el 23 de diciembre está con arresto domiciliario en
la casa. La Eli vive en Grand Bourg, casi llegando a Tortuguitas. Tiene un
bebé chiquito y, cuando le pasa algo al bebé, no puede salir, tiene que
esperar que llegue alguien por esa maldita pulsera.

La acusan de intento de homicidio de un señor del barrio, es un hombre


que es cartonero y anda con un carro. Tengo la causa en mi casa, me
estoy encargando como puedo, y te juro que leo y leo y hay
contradicciones. La única que la apunta es la kiosquera del barrio que
dijo que ese día la Eli tenía una calza azul, que era así, morocha, con un
lunar en la cara. A la segunda declaración dijo que la Eli tenía un jean
azul y que se llamaba Samanta. Pero mi prima se llama Elisabeth Rasgido,
no Samanta. La kiosquera dice cosas distintas cada vez. Primero dijo que
la Eli estaba con un nene el día que quiso matar al señor. Después dijo
que estaba con el marido .El hombre no la acusa así directo a ella. Le dijo
a la policía que una tal Chucky intentó matarlo y que era morocha. Te
imaginás que en el barrio somos todas morochas, puede ser cualquiera.

También hay una declaración que dice que fueron seis puñaladas. En la
otra, tres. ¿Por qué el juez no mira eso? Yo no conozco a la abogada
defensora que le dieron en San Martín, pero si soy abogada defensora,
cómo no voy a ver los cambios en las declaraciones.

El sábado la Eli me llamó y me dijo que le informaron que tiene que ir al


juicio abreviado. La Defensora y el juez la consideraron culpable, pero no
hay pruebas y, además, la Defensora no llamó a los testigos que
teníamos. Tampoco la conozco ni sé el nombre. La están acusando a mi
prima injustamente, es una confusión, es más que nada por el alias
Chucky, que a vos te pueden decir Chucky, a mí me pueden decir Chucky,
y qué, ¿te van a agarrar por el apodo sin pruebas? No investigaron. Se
aprovecharon que no sabe leer ni escribir para hacerle firmar papeles. Se
quedaron con: tenemos a esta y nos quedamos con esta.
Tuve que comprar el expediente. Fue un lío porque tenía que solicitarlo
mi prima por puño y letra. Estuve un mes porque le dictaba letra por letra
o le escribía la letra y ella la copiaba. ¿Sabés lo que fue? Hasta que lo
logré.

Mi hija más grande hizo una página y los compañeros del colegio se
sumaron y compartieron el caso. Le preguntaban por qué y ella decía que
Elisabeth era inocente, que la policía la acusaba sin pruebas de querer
matar a un señor. Los chicos fueron buenos y se preocuparon y
compartieron por Facebook la página.

La gente grande es la que juzga. La gente te juzga por ser pobre, por ser
villera. Elisabeth vive con la madre y su bebé. La está pasando mal: tiene
tuberculosis. Me duele porque es mi prima y sé que es inocente.

Mis hijos me reclaman que no estoy, que llego tarde todas las noches por
estar con la Eli, pero no la puedo dejar sola. Mientras tanto, los culpables
están libres. A mí me cuesta todo esto. Yo soy sola, trabajo como
empleada doméstica por hora en Palermo, me pagan en negro, alquilo en
Grand Bourg. No la voy a dejar sola a mi prima. Es inocente.
Alejandra Correa

"Sé que es difícil de comprender pero, aunque mi lugar


no es el de la paciente, la verdad es que yo como
profesional, me siento una víctima más de la violencia
obstétrica ya que teniendo conocimiento de todo lo que
sucede con las parturientas y sus bebés, no puedo
oponerme y tengo que callarme porque expondría a
los médicos y a la empresa y perdería mi trabajo".
No estás ayudando en nada
Por M.E.L

Hace seis años que soy enfermera neonatal y a medida que fueron
pasando los años y fui adquiriendo más conocimientos, comencé a darme
cuenta del maltrato con que los obstetras abordan a una mujer y a la hija
o hijo que está por nacer.

Me duele y me indigna la violencia obstétrica que se da todos los días


por parte de obstétricas, médicos obstetras y anestesiólogos. La violencia
se manifiesta hacia los pacientes de muchas maneras: maltrato verbal,
forcejeos, fármacos mal indicados que aumentan o disminuyen las
contracciones, compresión física para apurar la salida del bebé y niños
que nacen prematuramente por cesáreas programadas anticipadamente,
cuando no existen causas para interrumpir el embarazo.

Sé que es difícil de comprender pero, aunque mi lugar no es el de la


paciente, la verdad es que yo, como profesional, me siento una víctima
más de la violencia obstétrica ya que teniendo conocimiento de todo lo
que sucede con las parturientas y sus bebés, no puedo oponerme y
tengo que callarme porque si les contara a los futuros padres expondría
a los médicos y a la empresa y perdería mi trabajo.

Amo mi profesión, elijo cada día ser enfermera neonatal, pero para el
equipo médico las ¨nurse no tenemos derecho a opinar y tenemos que
limitarnos a cuidar, tapar, reparar los errores y los daños. Además, nos
hacen cómplices de sus mentiras. La cesárea es un gran negocio; los
obstetras y sus equipos no brindan la información acerca de los beneficios
que tiene el trabajo de parto en la adaptación del recién nacido.

Es frecuente que se programen cesáreas de pretérmino para evitar que


las madres desencadenen el trabajo de parto porque ellos no podrían
concretar el negocio. Nacen muchos bebés antes de tiempo a los que les
costará más acomodar sus mecanismos de adaptación al medio
extrauterino (sobre todo lo que tienen que ver con la respiración). Niños y
niñas que son separados de sus madres interrumpiéndoles el vínculo
porque deben ser controlados en neonatología durante horas, a veces
varios días.

Es violencia obstétrica que los médicos anestesiólogos, que deben estar


presentes desde que administran la anestesia hasta que finalice el parto,
cuando están apurados por irse discutan con los obstetras que esperan
que el nacimiento se dé naturalmente. A veces los anestesistas aumentan
los goteos de la oxitocina (que es la droga que estimula las contracciones
uterinas) mientras que el monitoreo fetal indica descenso de la
frecuencia cardíaca, es decir que el feto se encuentra con falta de
oxígeno, agotado, por lo que la droga debe ser interrumpida.
Es violencia obstétrica decirle a una mujer mientras esta pujando: "Pobre,
tu bebé trabaja solo porque no lo estás ayudando en nada¨; ¨Dale,
boludita, seguí que ya sale. Estás perjudicando a tu bebé"¨.

Es violencia obstétrica subestimar y no darle la posibilidad a la madre de


realizar un pujo adecuado y subirse a una tarima o treparse a la camilla y
hundir los puños ejerciendo presión sobre la panza durante la
contracción, esto puede provocar graves daños en el bebé e incluso la
muerte.

Es violencia obstétrica utilizar dispositivos como el fórceps y llamarlo con


otro nombre frente a los futuros padres. “Pasame el Simpson”, piden a
veces los médicos a la enfermera circulante, por ejemplo. Por Dios, los
padres tienen derecho a saber qué sucede y qué procedimientos se
realizan durante el parto.

Es violencia obstétrica entregarle al equipo de neonatología un recién


nacido que por malas maniobras, mal uso de fármacos, o por hacerlo
nacer prematuro debe ser reanimado. Los obstetras no sólo no se hacen
responsables de lo que provocaron, sino que justifican sus actos frente a
los padres y se muestras como grandes héroes.

Es violencia obstétrica no ponerse en el lugar del otro en el momento del


parto. Los padres suelen observar cómo la enfermera realiza los primeros
cuidados a sus hijos pero las parteras no permiten que los padres estén
allí, les piden que se vayan al locker, y los apuran para que paguen por
su servicio para que ellas “no pierdan tiempo” y así puedan retirarse de la
institución lo antes posible.

Es violencia obstétrica y humana olvidarse de que tenemos vidas que


dependen de nuestras manos y no cuidarlas con el respeto que merecen.
Alejandra Correa

"Esa fue la primera vez que alguien


me explicó:
lo hace porque sos mujer".
Beatriz Caselli
Por Cecilia Sorrentino

Me llamo Beatriz Caselli, tengo sesenta y cuatro años y una historia en la


que no hay situaciones trágicas.

Cuando tenía seis años fui por primera vez sola a  visitar a mis abuelos
que vivían a la vuelta. Mi madre me acompañó hasta la puerta y al llegar
yo a la esquina la saludé con la mano. Apenas unos pasos después del
saludo un hombre me arrinconó, balbuceó algo que no entendí y abrió su
sobretodo. Me escurrí contra el cerco de ligustrinas y corrí sin parar hasta
la casa de mi abuela.

Después mi madre dijo que alguna vez le había pasado un episodio como
ese a ella y a mis tías también. Que nunca falta un degenerado y que por
eso era mejor no andar sola por la calle, evitar la hora de la siesta y,
llegado el caso correr. Yo lo había hecho muy bien.

Pronto supe que también debía evitar quedarme sola con un primo
bastante mayor que bajaba el cierre del pantalón y me invitaba a acariciar
su “¿viste qué lindo?”. Pero esto nunca lo conté.

A los dieciséis años, una tarde fui con una amiga al museo de la casa de
gobierno. No sabíamos que faltaban pocos minutos para el cierre, ni que
habían salido los últimos visitantes. El museo era un túnel y, cuando
llegamos al fondo se apagaron las luces. Tuvimos que hacer el zigzag del
regreso en completa oscuridad. Dos veces encendieron las luces por
unos segundos y recuperamos cierta orientación.

Escuchábamos las risas contenidas de los hombres que nos habían


cobrado la entrada. Éramos tan ingenuas que avanzábamos con cuidado
para no dañar las vitrinas y las porcelanas de la exposición. Nuestros
padres no consideraron hacer una denuncia. El episodio se comentó
como una broma de mal gusto.

Bastante después, cuando mis hijos eran chiquitos, yo daba clases en un


instituto de formación docente; dos veces por semana volvía tarde a casa.
Eran cuadras oscuras así que mi marido me esperaba en la parada del
colectivo. Lo hizo hasta que decidí seguir estudiando y me inscribí en un
seminario.

- Si te da el cuero para salir por gusto también te da el cuero para volver


sola- dijo. 

Desde entonces, al llegar a casa lo encontraba dormido.

Pasaron los años. No recuerdo cuándo empezó a decirme “quién te creés


que sos”. Quién me creía que era para hacer o para decidir con lo poco
que ganaba como docente.
Durante el trámite de divorcio aún se resistía a la división de bienes en
partes iguales: yo no había aportado a la economía familiar tanto como él.

Esa fue la primera vez que alguien me explicó: lo hace porque sos mujer.

El último episodio que quiero contar es muy reciente. Hacía un año que
estaba en pareja con un hombre de mi edad. Esa noche cenábamos con
colegas suyos;  psicoanalistas lacanianos. Mujeres y varones. Y un colega
gay con su pareja de muchos años.

Conversaban sobre un congreso en el que habían estado pocas semanas


antes, en Río.   Me llamó la atención que, varias veces, cuando
mencionaban a colegas mujeres que habían visto o conocido en el
congreso, decían: una histérica.

Entonces pregunté si habían encontrado también algún varón histérico.  

- Cuidado con ella que es lectora de Virginia Woolf - les advirtió mi


pareja con las manos en alto.

- ¡Uh!- fue la respuesta a coro.

Pregunté si dudaban de la vigencia del patriarcado y estalló una


carcajada unánime.

De allí en más la diversión de la noche consistió en atribuir al patriarcado


cuanto surgiera en la conversación: desde el precio del vino que
tomábamos, hasta la humedad de Buenos Aires.
Martina Bertolini

"Y yo le dije: discúlpame señor juez que te hable así


pero no sé hablar distinto: yo pongo las manos en el
fuego por mis hijos, nadie no me va a sacar ni vos ni
nadie. Bueno, señora, firmá acá y punto, me dijo".
Morocha
Por Inés Arteta

Yo antes presentía que algo me iba a pasar. No podía dormir. Me agarraba


calor, frío; tenía  una estampita de San Jorge y le recé. Era sábado y él
volvió a las 4 de la mañana. Los chicos  estaban durmiendo. Brian, que
tenía dos años y tres meses, en mi pieza conmigo. Golpeó la  puerta. Me
acerqué, dije quien es y dijo soy yo, abrime o rompo la puerta a patadas.
Espié  por un agujerito y vi que venía con un escopetazo en la mano y
traía una bici. Le abrí y se fue  para el fondo. Yo le dije: acá esta la cena
que te dejé anoche, ¿no querés comer? No, me dijo. Tiró seis tiros allá en
el fondo. Despertó a los chicos. Entró a mi pieza y atrás entró
corriendo mi perrito y le tiró un tiro.

Ahí, en mi pieza. La Virgen me dio fuerza para no ponerme mal. Me dijo: vos
te vas con tu macho o te mato. ¿De qué me hablás?, le dije. Y ahí me
apuntó en mi  pecho. Agarré la punta de la escopeta y la corrí a un costado
y tiró un tiro al techo. ¿Qué me  estás haciendo, amor?, le dije. Yo te voy a
matar, me dijo. Y los voy a matar a todos. Y ahí tuve  que luchar.  Agarré la
escopeta y no la soltaba.

Brian me lloraba agarrado del cuello. Lloraban  todos mis hijos arriba mío. Y
Brenda salió corriendo al fondo y le pidió auxilio al vecino. El lunes los chicos
tenían que empezar la escuela, entonces tenía toda la ropa en la plancha.
Y  en el living, tenía mis plantas y mis cosas y se cayó todo, se rompieron los
vidrios cuando yo  me peleaba con él ahí, que me pegaba y me quería pegar
tiro, pero yo no me entregaba. Estaba  con camisón y Brenda me gritaba,
mami, ¿dónde están las llaves? Para ir a pedir ayuda. Pero no las encontraba y
después las encontró debajo de la cama y se iba a abrir la puerta de la calle.
Mientras yo luchaba le dije: Brenda, cuidá a tus hermanos, yo me voy a
defender. Él  parecía un perro rabioso que no me soltaba. Estaba drogado o
borracho, no sé, y le puse mi  pierna en el medio de las de él y luchábamos
así. Me pegaba en la cabeza, donde sea, y  teníamos la escopeta en el medio.
A lo último lo empujé y ya luchábamos en la calle. Y venían todos los vecinos
y nadie no me ayudaba.

Todos los que venían de los bailes, veían como me  agarraba de los pelos
y me tiraba en el piso y me pegaba patadas. Y le saqué la escopeta,
pero  la agarró Brenda y lo apuntó y le dijo: dejá a mi mamá o te tiro. ¡Ella
no sabe manejar armas! ¡Tenía once años! Y le dije: llevá la escopeta allá
y llevá a tus hermanos ahí, porque el vecino abrió la puerta.

Brenda entró ahí con los chicos, pero estaba enloquecida. Y los vecinos
no  hacían nada para frenarlo porque él tenía otra arma en la mano. Un 9
milímetros. Ya no podía  más yo, me salía sangre de la boca, de la nariz,
de todos lados y ahí le agarré de los testículos  y se cayó. Salí corriendo,
atrás mío los chicos. No sabía qué hacer. Corrí hasta Iguazú, así, desnuda,
porque mi camisón era corto. Pero cuando te pasan cosas así ya no tenés
más vergüenza.

Había un par de gente en la parada: qué te pasó señora y yo le dije:


cuiden a mis  hijos y salí corriendo. Y como vi que me seguían paré y
como con ellos no podía seguir  corriendo, me quedé en una garita de la
Pepsi. Y vino mi vecina con auto y me llevó al hospital.

Los médicos no querían que los chicos entren conmigo, pero mis hijos no
se despegaban y la  vecina los retó a los médicos: Pero cómo, ¿no ve que
ya ella está por morir y ustedes le quieren  hacer así? Nunca no me voy a
olvidar lo agradecida que estaba con mi vecina. 

Después  llegaron los policías, me hicieron la declaración y la denuncia y


yo les pregunté, ¿lo agarraron  a él? Ustedes esperaron a que me pase
esto, pero antes yo había avisado y ustedes no lo  frenaron. Porque yo en
diciembre había ido a un lugar en Constitución para hacer denuncia  de
mujer, y dije: él se fue de mi casa. Eso me favoreció. Yo lo había hecho
porque él me pegaba  porque sospechaba que yo anduve con una chica.
Pero no lo agarraron a él.

Yo del hospital  me vine a lo del vecino y después me fui a un refugio con


mis hijos. Y Ahí fui a hacer  declaración a Tribunal. Y él tuvo que ir y se
declara inocente. Que no tenía arma ni nada. Y como no tiene causa, no le
hicieron causa. Y mis chicos sufrían en el refugio y dije: tengo que  volver
a mi casa. Porque me había enterado que él le decía a los vecinos que yo
había dejado la casa. Pero no era así.

Entonces llamé a un hermano y le conté y él dijo, bueno, voy a hablar con


él y decirle que no es así. Los vecinos también me ayudaron mientras él
todavía seguía  en mi casa. Porque él tenía un policía que era amigo
entonces cuando revisaban la casa no le  encontraban las armas. Y un día
no se presentó en un lugar en el que se tenía que presentar  a tal hora, y
entonces por esta causa se fue escondido a Paraguay. 

Y ahí yo volví a mi casa  después de hablar con el juez, que me querían


mandar en provincia. Y yo firmé el papel que  decía que volvía de mi
voluntad, porque yo tengo mi casa, ¿por qué voy a ir en provincia? Y  el
papel decía que si le pasa algo a los chicos, nadie no te va defender de la
justicia porque  tomás la decisión vos sola. Yo dije: voy a firmar y después
voy a ver cómo hago. Fui hablar con  una abogada que me ayudó a hacer
el papel del juzgado de Tribunal. Y el juez me dijo, vos no  podes cuidar a
tus chicos, porque estás sola. Y yo le dije: discúlpame señor juez que te
hable  así pero no sé hablar distinto: yo pongo las manos en el fuego por
mis hijos, nadie no me va a sacar ni vos ni nadie. Bueno, señora, firmá acá
y punto, me dijo.

Firmé, volví a mi casa y me  encerré con mis chicos. Respiré hondo, la
limpié toda y después hablé con la doctora para que el juez no me saque
a mis hijos. Y le hizo firmar al juez una carta que dice que el papá no  se
puede acercar a trescientos metros de mi casa. Cada vez que se iba a
vencer el papel, me iba a  hablar con un abogado para hacer de vuelta. Y
desde ahí ya estoy bien, empecé a trabajar  otra vez, me ayudó un
asistente social y una psicóloga a la que llevaba a mis hijos.

Brenda se me cayó en la droga a los 14. Yo digo que ella repitió la historia
porque iba muy bien en el  colegio, pero yo trabajaba mucho, y en
vacaciones de invierno supo que su papá se murió en  un accidente en
Paraguay. Que estaba perdido en la bebida, me dijeron”.
Alejandra Correa

"Estimada señora Presidenta de la Nación Argentina:


Mi intención es que Usted, esté enterada de los hechos que
voy a denunciar, pero no he encontrado vía que me
garantice que esta carta llegue solo a sus manos. Ninguno/a
de los/las funcionarios/as, periodistas, militantes, etc, a
quienes les pedí se la envíen, ni siquiera me respondieron".
Carta a la presidenta
Por Carmen Rivera

Apelo  a una carta que nunca pude hacerle llegar a Cristina Fernández de
Kirchner, por tratarse mi ex de un personaje público.  Por razones obvias -
miedo de que me pase algo- no utilizo mi nombre verdadero.  La carta
está fechada a fines del año 2014, porque fue ese momento en que
sucedió todo:

Buenos Aires, 3 de diciembre de 2014

Estimada señora Presidenta de la Nación Argentina:

Soy la esposa legal, desde hace treinta y cinco años, de un asesor y


encuestador kirchnerista, al que llamaré A.L. y me dirijo a Ud. porque por
convicción personal (soy kirchnerista de la primera hora) no podría nunca
enviar una carta de lectores al diario  La Nación, por ejemplo, para
“comidilla” de la oposición.

Mi intención es que Usted, Presidenta, esté enterada de los hechos que


voy a denunciar, pero no he encontrado vía que me garantice que esta
carta llegue solo a sus manos. Ninguno/a de los/las funcionarios/as,
periodistas, militantes, etc, a quienes   les pedí se la envíen, siquiera me
respondieron. Y eso los/as más respetuosos/as. Porque la mayoría me
trató de “loca”, “macrista”, y utilizando irreproducibles insultos que recibí
en el peor momento de mi vida.

Mi intención es, como antes dije, que sepa que acuso al señor A.L. de
golpeador, hombre violento, y es por eso que realicé la denuncia el 30 de
setiembre de 2014, en Lavalle 1247, y en el Juzgado civil 87, que pasó
luego a la UFI de la calle Paseo Colón 1660. Por supuesto que no pasó
nada al tratarse de semejante personaje público. El caso es simple y muy
común: al descubrirle una doble vida la reacción del señor A.L. fue la
violencia: me dio palizas durante cuatro meses desde el 3 de enero de
este año 2014, hasta que escapé con lo puesto de mi domicilio a fines del
mes de abril, al ver seriamente amenazada mi integridad física y
psicológica. Y me fui a vivir a la casa de una amiga. Porque, señora,  el
señor A.L. me hubiera matado, seguramente, sin importarle que en el año
2012 sufrí un infarto muy grave. Pero la cosa no terminó allí. Porque el
señor A.L. continuó acosándome por wathsapp, teléfono, mails, con
amenazas tales como “la vida no vale nada en este país, te puedo hacer
matar por ocho mil pesos…”

¿Pero, y por qué? ¿Por qué tanta saña contra alguien de quien,
evidentemente, quería deshacerse? Bueno, la cosa quizás tenga que ver
con que pude descubrir que, además del tema sentimental, A.L. me
estaba estafando económicamente, a mí y a mi hija, claro está, a través
de maniobras económico-financieras non sanctas, del tipo de esas que
puede llevar a cabo un hombre con Poder y que me reservo mencionar
por estar toda esa información relacionada con su actividad política y en
manos de abogados. Descubrí, además, que, el señor A.L., usurpa un
título que no tiene, porque no es sociólogo y esto será para Ud. muy fácil
de comprobar.

Podrá Ud. tratarme de lo que quiera, pero aquí lo que importa son los
hechos, estos hechos y otros que, más tarde o más temprano, saldrán a la
luz y podrían perjudicarla a usted, Presidenta, ajena totalmente a estas
acciones. El señor A.L. es un personaje público, quien habla en nombre
de su gobierno, identificado por toda la gente con el mismo, pero que en
la intimidad distorsiona las convicciones, más legítimas de su
presidencia, a mi humilde entender.

Por eso, solo quiero que esté enterada, Presidenta, de quién es esta
persona que fue treinta y cinco años amargos mi marido y con el cual
tengo una hija, que está sufriendo y mucho las consecuencias de
semejante estafa y defraudación a su propio grupo familiar. Una estafa no
solo afectiva, que eso no se puede juzgar, sino económica. 

Muchas gracias por escucharme, si es que es posible que alguna vez


exista esa oportunidad.

Carmen Rivera
Alejandra Correa

"Estoy tan anestesiada que me tiemblan las piernas. No


puedo controlar el temblor, aunque el Dr. X me lo
ordene. Mientras me llevan a la habitación, recostada en
la camilla y con los ojos cerrados después de tanto
esfuerzo, escucho (o tal vez imagino)
que una enfermera le dice a otra: pobre chica”.
Espectadora pasiva
Por Silvina Quintans

El Dr. X no me saludó. Entró a la sala de partos de una coqueta clínica de


la Capital Federal, charló con la partera y el anestesista, saludó a mi
esposo, y fue directo a la camilla. Empezó su trabajo mientras charlaba
de temas triviales con Ana, la partera: el resultado de un partido de
futbol, la comida de la noche anterior.

El Dr. X no me dirige la palabra, pero decide inducir el parto con oxitocina


porque rompí bolsa hace veinticuatro horas y aún no tengo dilatación. La
oxitocina hace su trabajo y las contracciones duelen mucho, ordena que
me apliquen la peridural mientras mi esposo me acompaña y masajea mi
espalda para aliviarme. El médico, prestigioso y recomendado por sus
pares, me ignora como si fuera un objeto.

Me dirige la palabra por primera vez para pedirme que me ponga en


posición ginecológica. Practica una serie de maniobras sobre mi cuerpo,
introduce la mano por donde debería salir el bebé y saca sangre, líquidos,
fluidos que arroja en un recipiente metálico. Nadie me explica nada,
como soy primeriza, supongo que todos los partos deben ser así.

Me duele mucho lo que hace el médico, siento como si introdujera todo


su brazo dentro de mí. El sigue conversando con la partera y actúa con
naturalidad como si estuviera preparando un té, afeitándose o cerrando
los botones de su camisa.  Me pide que puje. Hago todo lo que puedo,
pero no alcanza. El Dr. X se ofusca: “hacés fuerza y te ponés toda
colorada, pero aquí abajo no pasa nada”. Olvido la respiración, el curso de
preparto, todos los consejos previos. La situación me supera y el dolor
me abatata. Entonces la partera pronuncia un consejo mágico: “Hacé de
cuenta que estás haciendo caca”. 

Mi fuerza se dirige en la dirección correcta y al fín logro un gesto de


aprobación del Dr. X. El trabajo de parto se prolonga y debo pujar varias
veces. Mientras pujo, la partera y el anestesista barren mi vientre con el
antebrazo, uno de cada lado. Nadie me había hablado de esto en el curso
de preparto, nadie me explica de qué se trata, me piden que siga
pujando. Me barren un par de veces más.  La maniobra duele, estoy
cansada, hace ya una hora y media que estoy en la camilla. El parto se
precipita con respiraciones, pujos, barridas y órdenes del médico.

Estoy agotada, pero sigo haciendo esfuerzo. Después de más de dos


horas sin que nadie me explique qué está sucediendo noto que la partera
le hace un gesto al médico. Tiene el estetoscopio en la mano y cara de
preocupación: “no lo escucho”, dice. Entonces la frenética actividad se
detiene.
El Dr. X hace una seña al anestesista para que refuerce la peridural.
Luego pide que todos se alejen y me mira a los ojos: “Esto es entre vos y
yo. El bebé tiene que salir ya”. La fuerza sale de mí y termina donde debe
salir el bebé. Lo siento bajar y coronar, un dolor insoportable, un
desgarro en mis entrañas. Pujo una última vez con todas mis fuerzas,
mientras veo que el Dr. X  saca un instrumento plateado con aspecto de
pinzas de ensalada y lo introduce. Pienso en los fórceps y tengo miedo,
nadie me ayuda a disipar mi temor.

A las 11:37 una nueva cabecita asoma al mundo. El Dr. X corta el cordón,
me lo acercan para que le de un beso, y se lo llevan. Estoy aturdida, no
entiendo lo que acaba de pasar. Me siento ajena a la situación, como si la
mirara desde una ventana, como si le sucediera a otro.  Le pregunto al Dr.
X si mi bebé está sano. Entonces me cuenta que está bien, pero que tuvo
que utilizar fórceps para sacarlo, que tiene dos hematomas en las sienes
que se van a absorber con los días. Luego me ordena que siga pujando
porque todavía tengo que expulsar la placenta.

Estoy tan anestesiada que me tiemblan las piernas. No puedo controlar el


temblor, aunque el Dr. X me lo ordene. Su labor concluye con once
puntos de episiotomía. Mientras me llevan a la habitación, recostada en la
camilla y con los ojos cerrados después de tanto esfuerzo, escucho (o tal
vez imagino) que una enfermera le dice a otra: “pobre chica”.

Mi hijo ya tiene 15 años y está sano. Aquel bebé al que tanto le costó salir
es hoy un adolescente curioso, inteligente y sensible, que me llena de
orgullo cada día.  

Desde el punto de vista médico, la actuación del Dr. X pudo haber sido
correcta, pero nunca le voy a perdonar que haya estropeado lo que
debería haber sido el momento más importante de mi vida. No puedo
perdonarle que en ningún momento me explicara lo que estaba
sucediendo, que  practicara toda clase de maniobras sobre mi cuerpo sin
pedirme permiso, que no registrara mi dolor, que no planteara
alternativas, que desechara mi participación en cualquier decisión y,
sobre todo,  no puedo perdonarle que no me saludara al entrar a la sala
de partos. No fue falta de cortesía sino un brutal ejercicio de poder: me
declaró ausente en mi propio parto. Me convirtió en espectadora pasiva
de uno de los momentos más trascendentes de mi vida.

El Dr. X abusó del poder que le da su profesión. Transformó el milagro de


la vida en un hecho burocrático.
Alejandra Correa

"La única pregunta que me queda es si Gastón, ahora o en


el transcurso de estos años, en su situación actual
socialmente anhelada de feliz padre de familia
heterosexual, pudo alguna vez pensar/recordar/reconocer
que intentó violarme".
Salí, dejame
Por Claudia Aguilar

Era febrero o marzo de 2010. No recuerdo mucho de ese verano, tenía 21


años, había cortado con el que había sido mi novio por cinco años el
diciembre anterior y, a veces, es muy difícil saber qué hacer con la
angustia.

Había salido a bailar a Ramos Mejía, estaba muy borracha o muy drogada
(si es que existe alguna diferencia) o ambas. Me tenía que tomar el
colectivo de vuelta en la esquina de la casa en la que había vivido con
Gastón, mi ex, y en la que él seguía viviendo. Todavía tenía la llave, toqué
timbre y entré. Abrí la puerta del pasillo y Gastón abrió la de la casa, que
era el PH del fondo. Sólo necesitaba dormir por unos cuantos meses.

En la cama, entredormida, veo al chabón arriba mío. “Salí, dejame”, le


grité. Para lo único que sirvió fue para que me agarre las dos manos con
las suyas por arriba de mi cabeza y no me dejara moverlas, todo al
unísono con el susurro “puta, viniste para que te coja” en el oído. No lo
podía mirar a la cara, yo no lo podía mirar a él. Miraba para el costado
derecho, donde había una tele arriba de una bibliotequita. Él trataba de
meterme la pija y yo me fruncía de la cintura para abajo, que era lo único
que podía mover. Era inútil tratar de liberarme las manos. Le pegué una
patada en la chota con el pie izquierdo, con toda la planta, me lo saqué
de encima y fui a vomitar al baño. Vomité todo lo que había tomado, todo
lo que había comido y vomité mucho más también. Vomité en el inodoro,
en el piso, en la bacha, en las paredes. Nunca había vomitado tanto.

Sólo volví a vomitar así casi dos años después, cuando por primera vez
pude recordar lo que había pasado esa vez, que fue la última vez que vi a
mi ex. Recordé entre vómitos, después de leer un texto sobre violaciones
por parte de parejas, estadísticas al respecto y algún estudio histórico
sobre su estatuto jurídico.

Vomité por un tiempo más.

Solo se lo conté a algunas amigas muy íntimas. La recepción fue diversa.


No juzgo a ninguna. Hubo abrazos y también un “no te cagó a
trompadas…”  que, junto con otras apreciaciones sobre mi desventaja en
aquel momento, sirvieron de dudosos argumentos. No juzgo a ninguna. La
situación podía exceder cualquier prejuicio de lo que es una violación o
un intento de la misma. Yo había ido sola a aquel lugar y, sobre todo,  el
pibe no era un desconocido. No respondía al miedo que tenemos cada
una si está sola en cada parada de bondi de madrugada o después de
coger con unx desconocidx. Es más, el flaco le caía bien a la mayoría, tan
buenito que parecía, y más al lado de alguien “con mi carácter”, como
apreciaban algunxs familiares.
Su pinta de “buen pibe” no le impidió intentar usar de una herramienta
política tan eficaz como la violación, sobre todo me es claro si considero
que ya había intentado disciplinarme, en vano, con la amenaza de su
suicidio.

Gastón no me cagó la vida ni mucho menos, aunque antes de poder


recordar lo que había pasado me sentía incómoda si cogiendo me
agarraban las muñecas o algo por el estilo. Hace unos meses tuve una
necesidad visceral de tirar la bibliotequita que veía por encima de su
hombro izquierdo mientras intentaba ponérmela a la fuerza (dicho
mueble y otras cosas fueron mudadas por una amiga un tiempo después
esa mañana de 2010). No pude sacarla a la calle. En cuanto llegó al living
la desarmé a patadas y hachazos. Los pedacitos de madera se los llevó el
camión de la basura.

La única pregunta que me queda es si Gastón, ahora o en el transcurso


de estos años, en su situación actual socialmente anhelada de feliz padre
de familia heterosexual, pudo alguna vez pensar/recordar/reconocer que
intentó violarme.
Martina Bertolini

"Tuvieron mucho tiempo para organizar todo, para


borrar huellas. Se hicieron tres autopsias. Pero no salió
casi nada, sólo los golpes. La golpearon en la cabeza y
luego la enterraron todavía viva.
tenía arena en los pulmones".
Katherine Moscoso
Testimonios tomados por la colectiva Y que los platos los lave otro

Katherine Moscoso tenía 19 años y vivía en Monte Hermoso, un balneario del


sur de la Provincia de Buenos Aires.

El 18 de mayo de 2015 fue al boliche y no volvió a su casa. Durante seis días


la familia, junto con la policía, la buscó intensamente.

Varias personas dijeron que la habían visto esa noche: en el boliche, saliendo
del boliche, volviendo en dirección a la casa o siendo llevada en un auto a
Sauce Grande, otro pequeño balneario vecino.

El 23 de mayo el cuerpo de Katherine fue encontrado enterrado en un


médano, a unas pocas cuadras de su casa. Tenía señales de haber sido
enterrada todavía con vida.

Tras el descubrimiento del cuerpo, un grupo de gente prendió fuego la


Municipalidad de Monte Hermoso, la oficina de Seguridad, la casa del
Jefe de Seguridad de ese momento y parte de la Comisaría local.

Esa misma noche, un grupo de vecinos fue hasta la casa de Juan Carlos
González (Canini), una de las últimas personas que habían estado con
Kathy y que la policía tenía bajo custodia, y lo golpearon hasta matarlo. 

Por la muerte de Katherine estuvo detenida durante un mes una amiga


suya, una joven con retraso madurativo, en cuya casa, un departamento
detrás de la casa de González, Kathy había pasado las últimas horas y de
quien se dijo que la había matado por celos.

Por falta de pruebas, la joven fue liberada.

Por la muerte de Juan Carlos González, a fines de mayo de este año 2017,
se condenaron a ocho personas con la pena de 5 años de prisión por
homicidio en riña.

El fiscal del caso apelará esta condena porque considera que se debe
juzgarlos por homicidio simple. Por el asesinato de Katherine Moscoso no
hay ninguna persona detenida ni procesada.
Monte Hermoso, sábado 22 de abril 2017

Charla con Marta, Macarena y Ezequiel Moscoso, abuela,


hermana y tío, respectivamente de Katherine Moscoso

- Yo empezaría desde la búsqueda, desde el momento en que nos


enteramos que mi hermana Katherine no había llegado a casa.

- Yo le había dado permiso para dormir en lo de la amiga porque estaba


sola, pero no para salir. Para salir iba con alguien y venía con alguien.

- Katherine buscó la forma de ir con alguien, con Daiana, pero Daiana no


quiso salir, entonces se fue sola, sin avisar. Y mi abuela suponía que
estaba durmiendo allá. Cuando la amiga me llama y me avisa que
Katherine no había llegado a la casa, nos empezamos a preocupar,
porque ya era el otro día, el domingo.

- Yo la busqué primero por acá, pensando que iba a volver, porque nunca
se iba. Además la chica me avisó a la tarde del domingo que no había
vuelto.

- Daiana era la mejor amiga de Katherine, siempre la venía a buscar.


Katherine siempre iba a la casa de Daiana y Daiana siempre venía acá. Se
conocían de la escuela especial, se hicieron amigas ahí.

- Daiana llamó para preguntar si Kathy estaba durmiendo acá. Yo le digo:


¡Cómo si está durmiendo acá, si se quedó en tu casa! Y ella me dijo: No
se enoje, Marta, pero Kathy se fue al boliche sola, no quiso avisar nada.
Por eso yo le pregunto si se fue a dormir a su casa. Ella llamó de la casa
del hombre este, de Canini.

- Juan Carlos González, Canini le decían, era el que le alquilaba a Daiana.


Vivía delante de la casa de Daiana y tenía los departamentitos que
alquilaba atrás.

- Entonces la empecé a buscar, me empecé a preocupar. Preguntando a


uno a uno, en todo el barrio buscando, preguntando si no la vieron, si no
la vieron pasar. Hasta que llegó la nochecita y no aparecía. Para colmo mi
hijo Ezequiel se había ido a Bahía, así que no le podía pedir que me ayude
a buscarla. Cuando él llegó ya era la noche del domingo. Y ahí
empezamos a buscar con la policía. Ella nunca se ausentaba tanto, menos
sin uno, no sabía andar sola.

Nos decían que la habían visto en el boliche Arena. En el boliche la vio


muchísima gente. Arena no abrió más después de lo de Kathy, aunque
abren los otros boliches que los manejan las mismas personas. La policía
nos acompañaba, nos preguntaba quiénes eran los más cercanos a
Katherine. Golpeábamos puerta por puerta de las personas que nos 
decían que habían estado en el boliche. Nos agarrábamos de todo lo que
decían para ver qué encontrábamos. Nos decían que la habían visto en el
boliche, otros que la habían visto con un chico en el boliche, otros que la
habían visto en la peatonal.

Hay un video, las cámaras la toman a ella saliendo de Arena, como en


dirección para su casa. Otra declaración dice que ella pasó por
Tránsito,contándole a una de las chicas de Tránsito que se había olvidado
la campera en el boliche. El trascurso de ella, según las declaraciones,
fue que sale del boliche seis y pico de la madrugada, 6.14 toma el video,
pasa por Inspección de Tránsito y después llega a dos cuadras de casa.

- Por eso nos enteramos que ella se había olvidado la campera en el


boliche. Después la campera no estaba. No sé si ella la volvió a buscar.
Algunas versiones dicen que ella la volvió a buscar, pero hay tantas
versiones, tantas tantas que no te podés dar una idea de si son verdad o
no. Unos que la vieron, otros que la venían corriendo, otros que la querían
cargar a un auto.

- En calle Pampa se supone que la venía persiguiendo alguien porque


dos personas declararon que pasaron en taxi y vieron que la venía
corriendo un sujeto. Después hay otra versión que dice que se fue hasta
Sauce, que la llevaron a Sauce, que la cruzaron con un chico con
cervezas en la mano. Y así varias. Pero nosotros nos agarramos de la que
dice que ella venía para acá, porque nunca se iba tanto rato de casa.

- Ella siempre venía por la misma calle, yo creo que venía por ahí.

- Mi abuela dice que cuando va a la casa de Daiana a preguntarle lo que


había pasado, había gente adentro.

- Lástima que la policía no se metió adentro a buscarla, si no hubieran


visto quién era, quién estaba.

- Yo supongo que era la pareja, el novio que tenía Daiana. Después lo


citaron a declarar, fue el primer sospechoso. Esa fue una de las
versiones, que por celos la mató Daiana a Katherine, por celos.

- Daiana estaba preocupada por Kathy. Ahora está en Bahía, estuvo un


mes presa. Los padres la tienen muy protegida. Cuando lo lincharon a
Canini tuvieron miedo de que le hicieran  algo a Daiana. La gente estaba
decidida a tomar venganza porque la policía estaba mintiéndonos en la
cara, la policía y el primer fiscal.La búsqueda empieza el domingo.
Cuando Kathy no aparece, el lunes la gente empezó a movilizarse. A mi
hermana la conocía todo el mundo, ella se saludaba con todos, hablaba
con todo el mundo.

El lunes la gente se organizó para buscarla en un lado, en otro, en otro.


Teníamos miedo porque Kathy padecía de un retraso madurativo, era muy
inocentona, ingenua. Teníamos ese miedo y la gente nos acompañó
muchísimo en ese primer momento. La gente paró de hacer todas sus
actividades y nos siguió a nosotros. Nos organizábamos con las
camionetas, con los autos para ir a Sauce, volver.

A la policía le molestaba toda esa gente y nos decía a nosotros que


tratáramos de alejar a la gente de la comisaría, que no los dejaban
trabajar. La policía tenía miedo, porque veía que la gente estaba muy
organizada, la policía se la veía venir. La gente tenía bronca y ayudaba de
buena voluntad.

Nosotros de a poco nos dimos cuenta que nos estaban mintiendo, porque
no estamos acostumbrados a tener ese grado de maldad, nosotros somos
gente común. Y la policía hizo las cosas mal desde el inicio. Ellos ya
sabían, sabían las cosas y lo que iba a pasar.

Desde el principio hubo muchas irregularidades, como de no trasmitir la


información a la familia. El primer fiscal nos mintió en la cara. Dijo que
ella se había ido al sur, con una tía.

- Hasta mostraron un mensaje que era de un mes anterior. Porque


habíamos ido al cumpleaños de 50 de mi hermano y yo le di el teléfono
para chatear, estábamos en la terminal. Ella puso: Estoy en una fiesta con
mis amigas, en un cumpleaños, pasándola re bien. Pero ella estaba
conmigo en la terminal. Se agarraron de eso y me decían a mí que yo la
había dejado ir sola a Bahía. Pero yo les dije que no, que no iba sola a
ningún lado.

- Ellos nos querían dar la esperanza de que Kathy iba a aparecer. Siempre
le decían a mi abuela: Ay, señora tranquila, va a aparecer. Pero para mí
ellos ya sabían.

- Para mí ya sabían, sabían de mucho antes, pero no lo podían acomodar.


Lo acomodaron como a ellos les pareció mejor.

- Al principio, durante la búsqueda de Kathy, fueron varias personas a


declarar a la comisaría, pero no le hicieron firmar a nadie esas
declaraciones. Yo fui una de las que fui a declarar y no me hicieron firmar
nada. Entonces, muchas de las declaraciones que se hicieron al principio
se perdieron.

También estuvieron mal hechos los peritajes. Por ejemplo, sobre el


teléfono de Kathy. El teléfono lo encontraron el jueves. La búsqueda
empieza el domingo y el jueves encuentran el teléfono. Cerquita de
donde aparece después Kathy. Lo encontró un obrero que trabajaba ahí.
A mi hermana la encontraron acá a una cuadra, en los médanos.
- El teléfono está en averiguaciones, pero todavía no sabemos nada.

- Lo que pasó con el celular de Kathy es que ella no tenía la aplicación


del Facebook en el teléfono. Para entrar tenía que abrir sesión y poner
contraseña. Como ella había aprendido a manejar la tecnología, cambió la
contraseña. Yo le manejaba el primer Facebook que tuvo, porque me
daba miedo. Yo, mi tía María, casi todos sabíamos. Pero después se avivó
y cambió todo, por eso no se podía abrir el face con acceso directo.

Bueno, el sábado 23 de mayo apareció. A la noche.

- Y justamente mandaron gente a Sauce que ya no mandaban más,


porque no había más nada, aunque los perros llegaron ahí y anduvieron
los aviones y todo. Mandaron gente para Sauce como para sacar a la
gente de acá.

- Los de investigación de Buenos Aires habían llegado el martes,


miércoles. Y el jueves fueron llegando más, cada vez de rango más
importante. Era un mundo de gente.

Cometieron muchas irregularidades, la policía y los fiscales al principio.


Después cuando nos enteramos todo, nos fuimos dando la cabeza contra
la pared. Mi abuela y yo estábamos acá en casa. Había mucha gente
rodeando la comisaría, rodeando la Municipalidad, como ya preparados
para algo. Ese día, cuando la encontramos a Kathy, habían cerrado los
comercios. Era como que había una preparación previa. Nosotros lo que
creemos es que ellos están en el encubrimiento junto con el poder
político. Hubo muchas falencias, porque, por ejemplo, cuando iban a
hacer allanamientos, primero lo pasaban por la radio, decían dónde iban a
hacer los allanamientos.

A medida que pasaban los días, nosotros no queríamos creer, pero nos
dábamos cuenta que algo raro había. Ese sábado al mediodía nos
mandaron a todos a buscarla a Sauce. Como una distracción. ¿Para qué? 
Para tirar el cuerpo ahí. Cuando apareció Katherine no nos avisaron. Yo
me entero de que la nena estaba muerta porque voy ahí, había un
operativo y un policía, que no sabía ni quién era yo, me dijo que la nena
estaba muerta. Yo me entero así, de esa manera. No es que desde la
comisaría nos avisaron. Después se armaron los disturbios y mataron a
golpes a Canini. Yo estaba ahí y el policía que custodiaba a Canini dijo:
¿Ustedes quieren al asesino?, ahí tienen al asesino, mátenlo, yo no me
meto. Eso lo denunciamos nosotros porque quien tenía que cuidarlo, lo
mandó a matar. Era la única persona que podría haber sabido lo que pasó
con Kathy. De donde mataron a Canini a donde encontraron el cuerpo de
Kathy no hay ni cien metros.

Eso fue todo organizado, lo de la pueblada también. A un problema lo


taparon con otro problema. Porque lo de Katherine fue noticia, pero más
noticia fue que prendieron fuego la Municipalidad. que mataron a un
hombre y que quemaron la casa del jefe de seguridad. Todo se manejó
muy mal, por eso sospechamos de los funcionarios. Ellos ya sabían que la
nena estaba muerta y que iba a haber disturbios. Fijate que donde
aparece el cuerpo de la nena, dos o tres días antes había aparecido el
celular. Ahí ya se había buscado. El cuerpo lo plantaron ahí. El sábado
aparece el cuerpo, el viernes a la noche habían hecho un triple vallado
ahí, con vallas, con policías y con caballos. Además no andaba ninguna
cámara esa noche, las del complejo residencial que está ahí enfrente
tampoco andaban. A nosotros no nos mostraron ninguna cámara.

En un momento, después de que había pasado todo, que ya nos habían


dado el cuerpo de la nena, nos llaman de la comisaría diciendo que tenían
noticias del caso. Nosotros vamos y nos dicen que para ellos los que habían
matado a la nena eran Canini, Daiana y el novio de Daiana. Ellos quisieron
echarle la culpa a una chica que tiene un retraso mental, a alguien que ya
estaba muerto y a un chivo expiatorio, el novio de Daiana. Además, todo lo
que nos han hecho a nosotros en estos dos años. Nos han tirado autos
cuando hacemos las marchas; hacemos los carteles con plata nuestra y la
Municipalidad los hace sacar. Una vez nos echaron la culpa a nosotros de
que había fracasado la Fiesta de la Primavera que se hace acá todos los
años porque nosotros decimos que en Monte Hermoso hay asesinos sueltos.

Un día me llamó por teléfono un funcionario y me dijo: -Vos sos Macarena


Moscoso? Ustedes están haciendo marchas, están poniendo a todos en
contra nuestro, son unos activistas. Ellos se ponen como víctimas, cuando
la víctima fue Kathy.

En las marchas ahora somos diez, doce, trece. La explicación es que se ha


hecho política. Acá la mayoría de la gente, de un pueblo de nueve mil
personas, unas seis o siete mil viven de la Municipalidad. No es que todos
sean empleados, pero todos deben favores. A la hora de ir a declarar   te lo
dice la gente: No, no me pidas que declare, yo les debo un favor o mi hijo
trabaja ahí. No estás luchando sólo contra los asesinos, sino también contra
la gente que los encubre. La policía y el gobierno municipal tienen
culpabilidad en esto, no hicieron las cosas bien. Y tenemos la sospecha que
ellos están tapando algo, tal vez a gente cercana, gente que está en el poder.

El cuerpo fue lavado, está probado que estuvo lavado y por eso no hay
pruebas. Según la autopsia, Katherine fue asesinada entre el domingo 18
y el lunes 19 de mayo. Y recién apareció el 23. Tuvieron mucho tiempo
para organizar todo, para borrar huellas. Se hicieron tres autopsias. Pero
no salió casi nada, sólo los golpes. La golpearon en la cabeza y luego la
enterraron todavía viva. Tenía arena en los pulmones. Cuando mi mamá
fue a reconocer el cuerpo ya no tenía casi cabello.

- No había pelo ni nada, ni un pelito tenía. La carita sí la tenía entera, así


estaba. Yo la conocí enseguida. La destapé y tenía una arruguita que se
le hacía acá, en el pecho. Y estaba con olor ya… de muchos días. Para
colmo esos días hizo calor. Andá a saber por dónde, tantas partes que la
habían pasado.

- Lo que a mí me queda claro, es que nosotros estamos pagando porque


somos humildes, porque somos pobres.
Alejandra Correa

"Me dijo que mi hija contó en su terapia que mi ex había


abusado de ella desde los dos años hasta los siete. Un
año después, mi hijo me dice que él también fue victima
de abuso. En ese momento una se pregunta:
¿Qué hago, lo mato o me mato?"
¿Por qué no me di cuenta a tiempo?
Por Hugo Paternoster

Mi nombre es Verónica, vivo en Neuquén. Conocí a mi segunda pareja a


fines del año 1998. Estuvimos conviviendo un tiempo y decidimos
casarnos. Yo ya tenía a mi primera hija, que en ese momento tenía 2 años.

Él empezó a golpearme a la semana de habernos casado.  Al poco tiempo


nos fuimos a vivir a EEUU, pero no me adapté y bajamos a México, donde
nació mi segundo hijo. Mi ex empezó a golpearme todos los días, también
delante de mis chicos. Lo echaba de casa pero volvía, me pedía ver a los
chicos y decía que iba a volver al psiquiatra, me prometía que iba a hacer
el tratamiento.

Sus amigos me contaban que se había querido suicidar tomando pastillas


o que se había querido ahorcar. En 2003 volví de México, la situación era
insostenible. Desde allá, él me llamaba por teléfono para decirme que
volviera y me amenazaba con venir a buscarme.

Con la Argentina en crisis, volví a México. Allí conseguí trabajo, en


realidad, siempre fui el único sostén de la casa. Él volvió a golpearme. Un
día, además de golpearme, rompió los muebles, documentos míos y los
pasaportes de los chicos. Fue entonces que decidí volver a Neuquén.

Mis padres estaban viviendo en mi departamento y entonces fui a la casa


de mi suegra. Pero él volvió de México y fue a buscarme. Me golpeó tanto
que me quebró las costillas y me perforó un pulmón. Yo salí de allí con
mis dos hijos; como pude, llegué al departamento de mis padres y fuimos
a hacer la denuncia a la comisaría.

Estuve internada en la clínica sin poder respirar; él quedó libre a las


veinticuatro horas. Lesiones leves calificadas. Cuando salió, me denunció
por intento de asesinato. En México, cuando yo me iba a trabajar, él se
quedaba cuidando a mi hija. Ella lloraba y gritaba hasta vomitar. En la
adolescencia, padeció un trastorno alimenticio por el cual vomitaba
coágulos de sangre. Hizo varios tratamientos en Neuquén porque no
comía y perdía peso constantemente.

Un día el médico psiquiatra me dijo que lo mejor era llevarla a una clínica
en Buenos Aires. Horas antes del traslado, el médico pidió hablar
conmigo. Me dijo que mi hija contó en su terapia que mi ex había abusado
de ella desde los dos años hasta los siete. "La ducha tenía llave por
dentro y por fuera, si quería gritar me amenazaba con dejarme encerrada,
y me metía la cabeza en el inodoro”, contó ella.

Un año después, mi hijo me dice que él también fue victima de abuso. En


ese momento una se pregunta: ¿Qué hago, lo mato o me mato?
En Buenos Aires, mi hija recuperó peso pero tuvo tres intentos de suicidio
A los 16 años, ella declaró. Dos peritos médicas la obligaron a desnudarse
para verificar si hubo penetración o si quedaban marcas de moretones en
su cuerpo. Mi hija fue abusada desde los dos hasta los siete años. Habían
pasado nueve años y buscaban marcas en el cuerpo

Después de cuatro meses de presentar pruebas, cuando el caso llegó a


juicio, el tribunal lo dejó en libertad por el beneficio de la duda. El fallo
dijo que, como el abuso de ella fue en México, se tendría que haber
instruido el juicio en ese país y que las pruebas presentadas en Neuquén
no alcanzaban para determinar que habían abusado de ella.

El juzgado le impuso una restricción domiciliaria de doscientos metros,


sin embargo él aparece en el colegio de nuestro hijo, le escribe por redes
sociales, le dice que quiere verlo y le pide que cuide a su hermana.

A pesar de tener una restricción domiciliaria, el departamento donde vivo


aparece empapelado en todos los pisos con hojas en donde pide volver a
ver a nuestro hijo. Yo recibo constantes amenazas de muerte y, a pesar
de la protección policial, tengo que esconderme en mi lugar de trabajo
porque existe la posibilidad de que vaya a buscarme.  Cambio de casa
todas las semanas. Nuestro hijo vive conmigo y es una gran compañía
para mí.

Mi hija no pudo seguir viviendo aquí, y se mudó.¿Por qué no me di cuenta


a tiempo?

Pienso en la muerte constantemente, en las compañeras que estamos en


la misma situación, en las que no aguantaron y se suicidaron. Quiero
creer en la justicia, espero que, algún día, pueda tener un final feliz.
Martina Bertolini

"No hablé, no hablé. Sólo le dije a una amiga


mía: Mirá, me pasó con este tipo que trabaja en
la aduana y abusó de mí, abusó de mí".
M. T. V
Por Anabella Foscaldo

A mi hija nunca se lo conté, le dije que no tenía papá y ella nunca


preguntó, hoy tiene 30 años. Nació mi hija y aprendí a quererla después,
con el tiempo, al principio no la quería. Me ayudaba mi mamá, mi
hermano… se usaba pañal de tela, y empecé a quererla. Nunca hablamos
ese tema, es un tabú y me cuesta decirle a ella cómo fue que llegó, creo
que para ella va a ser… se va a avergonzar.

Yo tenía 25 años cuando nació y aunque era grande, yo era muy inocente.
Fui a un restaurante, me senté a tomar una bebida y él se vino a mi mesa
y me dijo si se podía sentar, y no sé si yo era muy tímida   o no sé…, él se
sentó y me dijo: “Yo soy fulano de tal, trabajo en tal lado. Yo te puedo
conseguir trabajo; vamos, vení conmigo que voy a buscar unos papeles”.
Yo lo seguí, mientras íbamos el tipo me dijo: “Trabajo en la aduana, te
puedo conseguir un trabajo ahí”. Me fui con él. Me llevó a una casa, me
dijo que él cuidaba esa casa, y bueno…. Me hace entrar, cierra la puerta,
me lleva hacia una habitación, me jalona, me tira al borde de un sillón y al
minuto me pone los brazos y las piernas en posición de un abuso.

Traté de defenderme pero yo no tenía fuerza porque era muy flaquita,


toda delgadita, y en un minuto no sé, me paro, y él me vuelve a
arrinconar y no sé cómo caigo y me pone las dos piernas encima de mi
cuerpo, y en un minuto ya se había vaciado el tipo. Yo me levanto como
puedo. El tipo se incorpora, me va a abrir la puerta de la calle y me hace
que lo mire. Salí desesperada a la calle pero no pedí auxilio, solamente
gritaba y lloraba. Así me pasó, me fui a casa, seguía llorando pero no
hablaba, no hablaba.

En casa estaban mis padres y mis dos hermanos. No hablé, no hablé. Sólo
le dije a una amiga mía: “Mirá, me pasó con este tipo que trabaja en la
aduana y abusó de mí, abusó, abusó de mí”. Ella me pregunta pero dónde,
cómo. No sé le digo, no sé.  Ella: ¿Y ahora? Pasaron los días, quince, los
veinte días, llegó el mes y me saqué un estudio y salió que estaba
embarazada. Y no hablé, no denuncié a las veinticuatro horas ni a las
doce, ni a las ocho ni al mes.

En casa nadie se dio cuenta de que estaba embarazada. Yo era tan


flaquita que mi panza era chiquita, hasta los cinco meses que ya la panza
me empezó a crecer y entonces fui y avisé a la mujer de mi padrino. Ella
fue conmigo y le contó a mamá. Recién entonces pude hablar. “Un
hombre así, así“. Mis padres fueron a buscarlo. Era verdad que el tipo
trabajaba en la aduana, era verdad. Cuando voy a su trabajo, me entero
de que el tipo había estado preso por una violación a una abuela, y que lo
había sacado su hermana, que trabajaba en tribunales. Y dijo también: “Ya
son cinco meses y no se puede hacer nada”. Y bueno, quedé con el
embarazo y nació mi hija.

Nunca le conté lo que había pasado; ella tampoco preguntaba. Sólo una
vez le dije que ella no tenía papá y nunca volvimos a hablar de ese tema,
no quisiera que mi hija se sintiera mal. 

Después tuve cinco hijos más con mi marido que me junté. Una conocida
me decía: “Sólo sabes hacer hijos”, nunca me pude olvidar de esas
palabras. Yo no tengo nada, pero soy feliz con mis seis hijos.

Mi primera hija de ese matrimonio tiene 22 años y ya fue mamá. Antes


que tuviera a mi hija mayor, tenía buenos pretendientes, chicos que
valían la pena. Después de la violación, me tocó el destino de tener un
tipo que nunca le gustó trabajar, y ahora son las consecuencias, porque
para tener un techo hay que mirar caras, sí, caras de la gente que te
presta y te dice: “Mañana te tienes que ir”. 

Es triste para una mujer tener un hijo y hoy estás acá en lo del amiguito,
el sobrinito, la cuñadita…No agarres mi espejo, le digo a mis hijas mujeres:
me junté con tu padre, vago él, vaga yo.

Yo ya tengo 56 años. A veces la vida es injusta.


Alejandra Correa

"No me había preguntado sobre el


abuso, hasta que me lo preguntaron y
pude hacer memoria… Es que, quizás
terminé por aceptarlo como normal".
A veces sueño que vuelvo a esa escuela
Por Miranda Flores

Me llamo Miranda, tengo 31 años, nací en la provincia del Neuquén. No me


había preguntado sobre el abuso, hasta que me lo preguntaron y pude
hacer memoria. Es que quizás terminé por aceptarlo como “normal”.

A los 13 años, en primer año del secundario, viví mi primer abuso. Puedo
recordar exactamente hasta la luz del lugar, y a la vez, lo había olvidado.
Fue un profesor de contabilidad de un colegio conocido. Con nuestros
compañeros varones él comentaba si éramos lindas o feas. Después nos
hacía pasar al frente y exponer sobre algún tema. Un día me toco pasar al
frente, me trató mal; me dijo: ¿sos estúpida? Reaccioné y salí del aula
amenazando con dar aviso a la directora. Él salió también, me agarro del
brazo. Su rostro… sus gestos ya no tenían la soberbia de hacía un rato, era
otra persona. Empezó a tocarme el brazo, caricias en el pelo y en la
bufanda, terminó por tocarme los senos. Y yo sin poder moverme, sin
poder decir una sola palabra, quieta. Trató de convencerme no sé de qué,
la verdad es que nunca llegué a la dirección, era una niña avergonzada.

Volví al aula, no dije nada a nadie. Dos meses después me animé a


contarle a mi mamá. Al profesor lo despidieron y a mí me cambiaron de
colegio. Todavía, algunas noches sueño que vuelvo a esa escuela.

Terminé primer año en un colegio religioso; nunca fui creyente, pero era
la única escuela que tenía vacante en agosto. El primer día de clases,
cuando entré al baño, había un cartel para mí que decía: Miranda te voy a
matar. Cuando terminaron las clases pedí que por favor me sacaran de esa
escuela y al año siguiente ingresé a un colegio bilingüe de jornada
completa. Nunca me sentí cómoda en ese lugar, y supongo que tampoco
encajaba con el tipo de amistades que aquellos padres querían para sus
hijas. Estuve dos años, y volví a conversar con mis papás sobre la idea de
ir a una escuela pública. Accedieron, la escuela tuvo vacantes, y empecé
cuarto año del secundario. En esa escuela podía ser “anónima” y tener
libertad para hacer lo que me daba la gana.

Yo era una adolescente con ganas de conocer “el mundo”. A veces siento
pena por esa adolescente, otras veces vergüenza, a veces elijo pensar
que fue en otra vida. Al final pienso que hoy soy lo que soy por toda esa
confusión y dolor que alguna vez pasó.

Tenía 16 años y conocí a un hombre diez años mayor. Era tatuador.


Empecé a salir con él completamente inconsciente de lo que estaba
haciendo. Con él probé cocaína, ketamina y no se cuanta droga más; no
tenía acceso a ese tipo de drogas sino a través de él. Mis primeros
tatuajes también los hizo él.
Hay dos episodios que recuerdo. También hay mucho que creo que elegí
olvidar.  Era viernes o sábado a la noche. Les había mentido a mis papás -
que iba a una fiesta o algo así- pero me encontré con el tatuador. Fuimos
a casa de un amigo, consumimos cocaína, tuvimos relaciones. Después él
me pidió tener sexo anal. Nunca lo había hecho y tenía miedo, pero no
pude decir que no, no tenía capacidad de decidir.

Tiempo después, en vacaciones de invierno íbamos a viajar con tres


amigas a la cordillera. Allá nos esperaba otra amiga con su familia.
Habíamos quedado en encontrarnos en la terminal. Nuevamente les mentí
a mis padres y les dije que me llevaba el papá de una de ellas, pero me
fui al local de tatuajes.

Tomamos cocaína y tuvimos relaciones sobre la camilla, un sexo fuerte,


pero el único que conocía. Cuando saco su pene, cayó un chorro de
sangre sobre la camilla: me había lastimado. Fui a la terminal, subí al
colectivo, no dije nada a mis amigas, me senté y me desmayé. Ellas
pensaron que me había dormido. A la vuelta tuve la lucidez de romper
esa relación.

A veces pienso en cuántas adolescentes hicimos cosas sin saber, en


cómo nos expusimos a algo que podría haber sido irreversible. Pienso en
mi sobrina que tiene 8 años y no quiero que pase por eso. Pienso en las
chicas que hoy terminan muertas y sé que fui muy afortunada.

Hace una semana me tapé el último tatuaje que me quedaba.


Alejandra Correa

"En octubre de 2015, mi hermana participó de la primera


marcha Ni una menos. Tras siete años de lucha, el 20 de
marzo de 2016, mi hermana se ahorcó. Ahora está en el
Cementerio de Chacarita pero eso a pocos les importa."
Mi hermana
Por L. F

Mi hermana soportó la violencia de él en silencio desde el inicio del


noviazgo.  Él trabaja en un organismo del Estado que se dedica a defender
los derechos de las personas más vulnerables, además es experto en
artes marciales y manejo de armas. Recién nos enteramos de lo que
estaba pasando después de varios años. Supimos  además, que una vez mi
hermana había intentado suicidarse con el gas. Era tal la violencia que
sufría que llegó a justificar el ¨desahogo sexual” de su marido aunque nos
dijo también que después de cada episodio ella  se ponía antiparras para
no verlo, protectores de oídos y se envolvía en una frazada para evitar su
contacto.

En septiembre de 2010 mi hermana hizo la denuncia ante la Oficina de


Violencia Doméstica (OVD) de la Corte Suprema de Justicia Nacional. En
octubre la ratificó y logró legalmente la exclusión de su marido del hogar.
Al día siguiente  me llamó desde la comisaría llorando. Estaba esperando
un móvil para concretar la exclusión desde hacía horas. Frente a la
inoperancia policial, llamé al Secretario del Juzgado. Enviaron tres
patrulleros y tres motos. Fue tragicómico: los policías palmeaban a mi
cuñado; mi hermana les indicaba dónde estaban las armas; mi cuñado la
insultaba mientras juntaba sus pertenencias.

La OVD había asegurado que la exclusión se realizaría con la presencia de


una asistente social, pero nunca llegó y tuvimos que sacar a los chicos de
la casa. Mi hermana y sus hijos se quedaron viviendo en la casa familiar,
que estaba en muy malas condiciones, ni siquiera tenían agua. Ella
empezó a trabajar en una clínica de Monte Grande para mantenerlos. Al
principio le hizo muy bien reinsertarse, pero los problemas de violencia
que vivía a diario le afectaban de tal modo que no pudo sostener su
trabajo y renunció.

Él siguió amenazándola, entonces mi hermana decidió dejarle la casa a él


y a los chicos y se fue a vivir con mi familia. Se comunicaba con sus hijos
por redes o teléfono, pero ellos tenían que esconderse en el placard para
que el padre no los viera. Mi hermana solo los veía los fines de semana, se
encontraban en algún parque. Ella no soportó la situación y en mayo de
2011 intentó suicidarse con pastillas. Estuvo internada casi cuatro
meses.  En ese lapso, él se fue de vacaciones con los chicos, y no le
contestaba el teléfono.

Cuando volvieron, él dejaba a los chicos a cargo de una persona


desconocida.  Los hijos llamaban a mi hermana todos los días porque
tenían miedo, se peleaban, o  estaban  enfermos.  Cuando él salía con su
pareja o con amigos,  los dejaba solos y encerrados. El gabinete del
colegio sugirió un tratamiento psicológico para los tres chicos pero el
padre se opuso.

En 2012, el Cuerpo Interdisciplinario de Protección contra la Violencia


Familiar dictaminó que mi hermana era víctima de violencia psicológica,
sexual, económica, simbólica y contra la libertad reproductiva. Le
aconsejamos que, ante cada ataque, llamara al 102 y al 137, pero siempre
recibía la misma respuesta: le decían que no podían tomarle la denuncia
porque existía una causa iniciada.

Mi hermana  lloraba mucho, se sentía abandonada por la Justicia. Él está


en una buena situación económica, pero tardó dos años en alquilar un
departamento mínimo para que mi hermana estuviera con sus hijos.
Ella  se dedicó a limpiar casas para poder mantenerlos. También buscó
apoyo en los grupos que se dedican a los menores que sufren violencia
doméstica.

El 14 de enero de 2012 me escribió un mail. Asunto:  Qué solas


estamos. Era un texto largo en el que detallaba su inútil periplo por todas
las organizaciones que afirmaban asistir a las mujeres víctimas de
violencia. Por ese entonces, él le suspendió la obra social del Poder
Judicial que cubría sus medicamentos y sus tratamientos médicos y
psiquiátricos.

En octubre de 2015, mi hermana participó de la primera marcha "Ni una


menos". Tras siete años de lucha, el 20 de marzo de 2016, mi hermana se
ahorcó, ahora está en el Cementerio de Chacarita pero eso a pocos les
importa.
Martina Bertolini

"Las secuelas fueron muchas y se fueron dando con el


tiempo. Durante años no sentía nada, no tenía
emociones, me costó mucho enamorarme, confiar en
un hombre, tener pareja".
Emilia
Por Alejandra Correa

Tenía 17 años. Junto con mis hermanas se nos dio por hacer unas pulseras
de madera pintada. Era verano y con un amigo decidimos ir a Córdoba de
mochileros. Yo, como artesana, iba a vender esas pulseras que había
hecho. Ahora, a la distancia, pienso que mis padres eran muy libres, tal vez
demasiado para los hábitos de esa época, fines de los años setenta, no sé…
Pero de ningún modo, la libertad que me dieron justifica ningún maltrato
de terceros. Aunque esto lo pienso hoy, entonces sí les tuve rabia.

Fuimos a Córdoba, paramos en un camping de Villa Carlos Paz. A los


pocos días, mi amigo hacía su vida y yo la mía. Me enteré que estaba el
Festival de Cosquín. Como me gustaba mucho la música en vivo, decidí ir.
Asistí al espectáculo principal y después recorrí algunas peñas de los
alrededores. Estaba contenta, esa noche me quedé a dormir en la casa de
una amiga. Al día siguiente, para volver al camping donde estaba parando,
se me ocurrió hacer dedo. Una inconciencia, ingenuidad, falta de
información, no sé…

Paró una camioneta en la que iban tres hombres. Me subí. Dos de ellos se
bajaron a los pocos kilómetros y me quedé con el que manejaba, un tipo
de unos 25 años. De algunas cosas me cuesta acordarme, los detalles, no
sé, pasaron muchos años. Pero lo que recuerdo es que íbamos por una
ruta y él se desvió en un camino de tierra en medio de la nada y me violó.
Yo había tenido relaciones con un novio que tuve entre los 15 y los 17 y
del que tengo lindos, dulces recuerdos. Lo que me acuerdo es que me
negué, que le dije que no quería. Pero estaba muy asustada, paralizada
por el miedo y no sabía qué hacer porque estaba en el medio de la nada
con este tipo al que no conocía, dentro de su vehículo. No me puedo
acordar mucho lo que decía él o lo que decía yo. Solo me queda la
sensación de miedo, de terror. Un miedo y un desconcierto, por no
entender.   El tipo me penetró analmente. Yo nunca lo había hecho de esa
manera, fue algo sumamente violento.

Mientras todo sucedía yo estaba en otro lugar, como si me sintiera vacía,


desconectada de mí. Cuando todo terminó el tipo siguió manejando y me
dejó en la entrada a la villa, más o menos cerca, de día. No me acuerdo ni
como llegué al camping. Allí, como pude, deshecha y desarmada
emocionalmente, me acerqué al dueño o administrador del lugar, un
hombre que tenía esposa y dos hijitos. Como le dije que me sentía mal,
me hizo pasar a su casa rodante y yo creí que me escuchaba mientras me
acariciaba la cabeza. Pero, es evidente, no le importó lo que yo le contaba
porque, de repente, sentí que me toqueteaba y que esa escena tierna, con
alguien que podía ser mi padre, se convertía en una manipulación sexual,
algo que yo no había buscado ni elegido. Fue como una doble violación.
Mi amigo ya no estaba en el camping y me sentí muy desdichada. De
todos modos, no volví enseguida a mi casa, me quedé ahí hasta que llegó
el día del regreso que marcaba el pasaje de ómnibus, sentía que me la
tenía que bancar.

Cuando volví a Buenos Aires se lo conté a mi mamá. Fue muy doloroso,


tremendo. Yo era muy joven, había muchas cosas que no se sabían. Ahora
lo que veo es una enorme ingenuidad. Lo peor de todo fue sentir que lo
que me había pasado había sido culpa mía, sentir una vergüenza enorme,
pensar que me había merecido todo eso, o algo así.

Si miro para atrás, lo que veo es que las secuelas fueron muchas y se
fueron dando con el tiempo. Durante años no sentía nada, no tenía
emociones, me costó mucho enamorarme, confiar en un hombre, tener
pareja. Hasta el día de hoy, algunas veces me sobresalto en medio de la
noche, me despierto con miedo si siento la mano de mi marido que se
apoya en mi espalda.

En otra época tuve ataques de pánico y tal vez haya tenido que ver con la
violación. Incluso pienso que mis desarreglos alimentarios tienen su
origen en aquel nefasto episodio que viví y de lo que todavía hoy me
cuesta mucho hablar. 

Bueno, creo que ahora no me cuesta tanto, pero sí sé que hay muchas
secuelas que aún desconozco, que la terapia no ha podido resolver. 
Alejandra Correa

"Entonces me empujó contra la pared. ¡Ya basta! grito


con el cuchillo en la mano. Pero él se arroja sobre mí.
Me pega otro cabezazo y después se aparta y me mira
desafiante. Es en ese momento que veo la sangre en su
pecho. Muchísima sangre".
Idalina Gamarra
Por Cecilia Sorrentino

Lo conocí hace tres años y me enamoré. Yo tenía veintidós. Nos


presentaron unos amigos en Ciudad del Este, donde vivíamos. Al principio
me encantó que buscara cualquier excusa para pasar a verme por la
peluquería. Creí que lo hacía porque era atento.

Yo había tenido a mi hijo muy joven, a los dieciséis, pero hacía ya tiempo
que su padre y yo estábamos separados.

Cuando lo conocí a él pensé que podría rehacer mi vida.

Primero fueron sólo advertencias: “no hace falta que tengas amigas”, “no
quiero que atiendas varones en tu peluquería”. Después empezó a
celarme si iba al gimnasio, y hasta si leía una novela. Te parecerá increíble
pero pensé: me cela porque me quiere.

Una vez me empujó y me apretó fuerte un brazo. Pero se arrodilló y pidió


perdón. La siguiente fue una cachetada tan fuerte que sentí miedo. No el
de gritar a los cuatro vientos, sino el de callar. Es un  miedo que te vuelve
sumisa, ¿sabes? Un miedo que no le deseo a ninguna mujer.

Por ese entonces su padre me pidió que él se quedara a vivir en casa


porque la policía le había advertido que si seguía vendiendo marihuana
iría a la cárcel. Yo pensé: si lo ayudo a librarse de la droga, si consigo que
retome la universidad, él va a cambiar.

En un año de relación me había alejado de todos mis amigos y me


golpeaba cada vez más. Si yo quería dejarlo él se tajeaba los brazos y el
pecho, lloraba y pedía perdón.

Un día que estaba más violento que nunca envié un mensaje a su padre:
“suegro, ven a buscar a tu hijo porque esta relación no va a ningún lado”.
Vino, vio mis golpes y a él como loco. Le dio un calmante y se lo llevó.

Dos días duró el alivio. Al siguiente, estaba esperándome cuando yo volvía


del gimnasio con mi amiga Isabel.

- Puta regalada, vas al gimnasio a ponerte en línea para otro.

Me empujó hacia su auto.

Quería que lo acompañara a comprar droga pero me negué: tengo un hijo


y soy responsable por él, le grité. Se fue, pero a medianoche ya estaba de
nuevo en casa, como loco:
.
-Perra, zorra, no vas a ser de nadie más.

Me quedé callada, no dije nada y fue peor, me violó.

No sé a qué hora, agotada de llorar, me dormí.

A las siete sonó mi alarma y cuando tomé el teléfono para apagarla él me


empujó.

-¿Con quién vas a hablar?

Tiró el celular debajo de la cama; me arrodillé a buscarlo y me pateó. Me


sujetaba por el cuello y me pegaba cabezazos.

Logré soltar una mano y lo arañé. Y él me violó otra vez.  De una manera
tan horrible que me avergüenza contarte.

Mejor que me mate al fin, pensé.

Mi hijo tocó a la puerta. Que se vaya, dijo él y me hundió los dedos en la


cintura.

Convencí a mi hijo, logré soltarme y corrí hacia la calle en busca de


ayuda. Pero él me alcanzó. Me arrastró hasta la cocina y agarró el
cuchillo que estaba sobre la mesa. Yo le mordí la mano y se lo quité.
Entonces me empujó contra la pared. ¡Ya basta! grito con el cuchillo en la
mano. Pero él se arroja sobre mí. Me pega otro cabezazo y después se
aparta y me mira desafiante.

Es en ese momento que veo la sangre en su pecho. Muchísima sangre.

Salí corriendo en busca de mi tío que vive al lado y entre los dos lo
cargamos en su auto y lo llevamos al hospital.  

Al llegar aún tenía pulso.

Cuando el médico regresó y me dijo que no había podido salvarlo sentí


que era yo quien había muerto. Vi la vida de mi hijo, toda, en un segundo.
Una enfermera gritaba que yo era una loca violenta, “¡mira lo que hiciste,
loca violenta!”. Se acercó una señora mayor. Hablaba bajo, en guaraní: “o
te mata la familia de él o te encierran para siempre”. Me tomó de la mano
y me dejé llevar. En la puerta del hospital me preguntó dónde vivía y
pagó el taxi. Esa misma noche escapé de Paraguay en bus hacia
Argentina. Dos semanas después Interpol me detuvo en casa de mi tía, en
Florencio Varela. Hace unas semanas que cumplí veinticinco y llevo ya un
año en esta cárcel de Ezeiza. Un año esperando, rogando que me
otorguen el asilo en Argentina; que no me extraditen.  Tú sabes: la
legítima defensa de una mujer no tiene perdón en mi país.
Alejandra Correa

"Su última pregunta me atravesó y aún


resuena en mi cabeza treinta años después.
Me dieron ganas de gritarle, pero pensé que
Ariel era hombre y que
por eso no entendía nada.
Me preguntó: ¿Vos querías que te violara?"
Julieta
Por Alejandra Correa

Tenía 23 años y hacía poco tiempo que vivía sola. Estaba tan feliz, me
sentía tan bien, que creía que a partir de ese momento sólo iban a pasar
cosas buenas.

Dos hechos me hicieron prender todas las alarmas para siempre. El


primero sucedió una noche en el barrio de Saavedra. Trabajaba en una
productora de TV que funcionaba en una casa en Pinto y Huidobro. Ese
día se había hecho tarde, serían las 10 de la noche, las 11 tal vez. Cuando
salí, caminé derecho por Huidobro hasta Cabildo, seis cuadras a paso
rápido, enfocada en llegar. A las tres cuadras, un auto comienza a
seguirme. Se me adelanta y frena en el borde de la vereda. Se baja un tipo
con el pelo muy corto, morocho, corpulento. Un cana, pienso. De frente se
acerca y me dice: “Flaquita, vení, vamos a tomar algo, te invito”. Lo que
decía y su actitud física me hicieron retroceder instantáneamente. El tipo
me agarró del brazo derecho y muy rápidamente, lo dobló y me lo puso
en la espalda. Con su otra mano me agarró del pelo. Inmovilizada, lo único
que me quedó fue gritar. Lo puteé con todas mis ganas, a los gritos. El
decía, “calmate, calmate”, yo seguía gritando, lo puteaba sin parar, me
sentía atrapada, el tipo empezó a arrastrarme hacia el auto.

De pronto se encendieron las luces del jardín de la casa frente a la que


estábamos. El dueño de la casa gritó algo que no supe qué era y empezó
a ladrar un perro.  El tipo me soltó, se subió rápido al auto y se fue. Yo
empecé a correr. Con mis tacos, como pude, hice tres cuadras a la
velocidad de la luz. Cada tanto miraba a ver si el tipo volvía. Cuando
llegué a Cabildo,  todavía temblaba, pero había gente, había luces y me
sentí a salvo.

Lo segundo que me pasó, alrededor de un año más tarde fue que conocí
en el hall del Teatro San Martín a un muchacho con toda la onda: flaquito,
con rastas, hablaba un portuñol muy simpático. Me contó que era de
Brasil, de una zona cercana al Amazonas, que estaba viviendo en Buenos
Aires. Yo entraba a ver una obra de teatro y el me pidió el teléfono. Se lo
di. Empezó a llamarme casi a diario. Me recitaba poemas, sus charlas eran
filosóficas, después de varios días, me invitó a salir y accedí. Nos
encontramos, caminamos y charlamos.

La segunda salida venía con intenciones sexuales. Me invitó a la casa


donde estaba viviendo con unos amigos en el barrio de Chacarita. Llegué
alrededor de las seis de la tarde. Su casa daba a la calle. Él estaba solo,
charlamos un rato largo y después tuvimos sexo sobre el piso del living.

Yo me sentí rara. Me pareció que el flaco había entrado en una suerte de 
trance, como si hubiese cambiado su energía, no me prestaba atención,
se quería imponer. Cuando terminó, traté de no parecer asustada. Se vé
que algo intuía.

Esperé un rato y le dije que me iba porque tenía que estudiar para un
parcial. Él trató de convencerme para que me quedara. Le dije que no,
que me tenía que ir. Entonces me empujó y caí de espaldas sobre el
sillón. Él me presionó la panza con su rodilla. Le dije: ¿Sos boludo, qué
hacés? Empezó a hablar en portuñol, pero ya no le entendía nada.

Se acostó arriba mío y con el brazo izquierdo me presionó el cuello


mientras hacía malabares con la bragueta. Grité fuerte, una, dos veces,
tres, pero enseguida me ahogaba, me apretaba fuerte el cuello, me
clavaba el codo en la garganta. Tomé fuerza e intenté empujarlo. No
podía. El tipo seguía intentando penetrarme y tenía mucha fuerza. Estaba
ya casi sin aire cuando sonó el timbre de la puerta de calle. El flaco se
asustó tanto que se paralizó.

Me aflojó el cuello un poco y yo aproveché para empujarlo, y empecé a


recuperar un poco el aire, a gritar pidiendo ayuda. El flaco salió de su
trance, yo aproveché para levantarme como un resorte, agarré mi cartera,
abrí la puerta, que estaba cerrada con llave, y salí. Esperaba encontrarme
con alguien, la persona que había tocado el timbre, pero no había nadie.

El flaco salió atrás mío. Me hablaba, me preguntaba: ¿A dónde vas?


Quedate y hablamos. Llorando, con miedo y odio le grité que era un hijo
de puta, que me dejara en paz. Caminé acelerada, el pibe me seguía.
“Esperá no te vayas así, entendiste mal”, decía. Paré un taxi. El flaco se
quedó en la vereda, cortado. Llegué a mi casa, me metí debajo de la
ducha, asqueada, temblando.

Cuando salí, sonaba el teléfono, era el flaco. Me dijo que yo no entendí, y


me quiso leer no sé que. Le dije: Flaco, estás loco, no me llames más:
Tengo amigos, hermano, si te me acercás de nuevo voy a encontrar a
alguien que te cague bien a palos. Cortó. Yo estaba asustadísima.

Lo primero que hice fue llamar a mi amigo Ariel. Le conté lo que me había
pasado. Me dijo: Vos estás en pedo, ¿cómo te vas a meter en la casa de
un tipo al que no conocés? Le di la razón, me había descuidado.

Su última pregunta me atravesó y aún resuena en mi cabeza treinta años


después. Me dieron ganas de gritarle, pero pensé que Ariel era hombre y
que por eso no entendía nada, Me preguntó: “¿Vos querías que te violara?”
Alejandra Correa

"Las acusaciones siguen, y vienen con una amenaza.


Me dice que yo pare porque él no va a poder
controlar su violencia."
R
Por Alejandra Correa

Soy R (42 años, CABA). Tengo formación universitaria y acceso a ayuda y


asesoramiento. Sin embargo, que exista algún escape o solución, no hace
que se evapore el problema. Toda la energía, el tiempo, el desgaste
emocional que lleva buscar una solución a cada uno de los obstáculos
que se sucedieron desde que me separé de mi ex son también violencia.

Vivimos juntos nueve años. Nuestra hija nació luego de cuatro años de
convivencia. Durante muchos años, vivimos mal. Nos llevábamos mal,
discutíamos mucho, no nos hablábamos por temporadas… Durante mucho
tiempo, las discusiones eran monólogos de él, hasta que yo empecé a
responderle. Eso tornó las cosas más violentas, porque las discusiones
eran tremendas.

Nunca me pegó. Una vez, empezó a violarme. Dejé de resistir y desistió.


Yo tenía miedo a separarme por imaginar las represalias. Mientras
estuvimos juntos, nuestro acuerdo de convivencia era que yo trabajaba
informalmente y pasaba más tiempo con nuestra hija. Eso me dejaba en
situación de vulnerabilidad: no tenía trabajo estable y estaba supeditado
a las necesidades familiares.

Finalmente, A. decidió que nos teníamos que separar. Sin embargo, no se


fue y yo no estaba en condiciones de mudarme. Mi familia vive lejos. A.
tiene a su familia en Capital. Teníamos unos ahorros como para que él
alquilara un departamento cerca y se fuera, pero él no lo hacía.

Decidí consultar a un abogado. Me informó que, al ser nuestra hija menor


de 5 años, tenía que quedarse conmigo en la casa en la que vivíamos. La
casa era de los dos, pero aún en el caso en que hubiese sido solamente
de él, por ley él debía cederla mientras nuestra hija fuera menor.

Ante al abogado, A. se enojó. Pero consultó a uno propio y finalmente aceptó


irse. En vez de alquilar un departamento, se instaló en la oficina que
compartíamos, y así perdí el lugar que era también mi espacio de trabajo.

Durante la convivencia, A. pagaba la tarjeta de crédito que estaba a mi


nombre (muchas veces se pagaba con dinero mío). La usábamos para
pagar los servicios, el supermercado, gastos en común, Pero durante los
meses anteriores a nuestra separación A. había dejado de pagarla. Al
tiempo, la inhabilitaron y cuando nos separamos yo me quedé con esa
deuda a mi nombre.

Empezó a pasarme dinero para nuestra hija, mientras redactábamos un


acuerdo que a último momento decidió no firmar. Hicimos una mediación que
convoqué y pagué yo, pero él solo quiso hablar de los ahorros. No prosperó.
Usé esos ahorros para pagar el cumpleaños de nuestra hija, la deuda de
la tarjeta, la mediación, el abogado y para vivir los meses del verano de
2014, en los que no tenía trabajo.

A. nunca consensuó conmigo el dinero de la cuota alimentaria de nuestra


hija. En el tiempo que llevamos separados, varía el monto y siempre lo va
disminuyendo. Ahora me da menos dinero que hace tres años. Con los
horarios, con frecuencia se equivoca, olvida y altera los planes.

Cuando éramos pareja accedí a ser parte de su S.R.L. para que él pudiera
formarla. Su contador puso eso como mi actividad principal y cuando
conseguí un contrato de trabajo tuve que esperar meses para cobrar mi
sueldo porque me encontraba en esa situación legal. Hoy se niega a
desvincularme y no me da acceso a los papeles que los abogados me
piden para una acción legal.

Tengo un amigo en Uruguay que me presta su casa en la playa para irme


de vacaciones. A. no firma el permiso para que mi hija pueda viajar
conmigo. La única vez que viajamos esperó hasta último momento y
tuvimos que hacer un permiso por escribano por seis días de viaje. Salió
tan caro que casi no tuvimos resto para la estadía.

Tuvimos una invitación a Disney. El no firmó. Me acusó de querer robarle


a su hija para vivir en USA. Quise irme seis días sola. Me acusó de madre
abandónica.

Ya separados, me insultaba tanto y le decía cosas tan horribles sobre mí


a mi hija que propuse una terapia familiar. El accedió. Se logró,
momentáneamente, que entendiera que no debía hablarle mal de mí a la
niña. A. en la terapia familiar quiso hablar de dinero, de los gastos de
nuestra hija y hasta medía en milímetros el papel higiénico que podría
usar ella. Entonces interrumpí. La terapeuta estuvo de acuerdo. A. no
entendió eso en la sesión y empezó a seguirme en la calle. Era una muy
transitada y pude plantarme y decirle que no me patoteara. Se fue.

Las acusaciones siguen, y vienen con una amenaza. Me dice que yo pare
porque él no va a poder controlar su violencia.

Al lado de otras, mi historia puede parecer banal. Pero lo que A. hace no


es justo ni para mí ni para mi hija. Los abogados me dicen que sus faltas
son menores, que aun si accede a firmar un acuerdo va a seguir con
incumplimientos de poca monta para desgastarme a mí emocional y
económicamente. 

Yo aguanto.
Martina Bertolini

"Con Alfredo todo anduvo bien hasta que quedé


embarazada. Después de eso, la cosa cambió
mucho; no paró de insultarme y
de cagarme a palos casi todos los días, por nada;
inventaba excusas".
Bárbara Baum
Por Sebastián La Prezioso

Me llamo Bárbara Baum, nací en Salto, provincia de Buenos Aires, donde


vivo hasta hoy.

Una noche mi mamá se fue a jugar a la canasta  con unas viejas de acá a
la vuelta. Ricardo quedó a cargo mío, yo tenía nueve años. Me
manoseó.  Me encerré en el baño y esperé a mi mamá para contarle todo.
Pero no me creyó, y encima, me fajó; después me echó a la calle, por
mentirosa, me dijo.

Viví en lo de mi abuela, con ella y un primo de mi mamá. Una tarde este


tipo se me metió en la ducha, y me violó, con rabia. Me fui, tenía trece
años; por miedo a que no me creyeran no le dije a nadie.

Dormí en un parque, hasta que una señora que siempre me veía en los
bancos de ese parque me ofreció una piecita.

Cumplí los dieciséis, y ese mismo día conseguí de telefonista en una


remisería. Ahí conocí a Alfredo Ferrari, con quien viví cinco años y tuve
dos nenas y un nene.

Con Alfredo todo anduvo bien hasta que quedé embarazada. Después de
eso, la cosa cambió mucho; no paró de insultarme y de cagarme a palos
casi todos los días, por nada; inventaba excusas.

Alfredo era un tipo de mierda, pero de mierda de verdad. Ya ni me


importaba. Yo quería una sola cosa: que me embarazara. Quería tener un
hijo y nada más. Tuve tres. Hoy pienso que, en el fondo, lo que quería era
no sentirme nunca más sola.

Esa vez me adelanté a lo que podía pasar, entonces le juré que si tocaba
a mis hijos lo mataba. “Pero a quién vas a matar vos, mal cogida”, me dijo,
y se reía. El muy estúpido se confió porque yo tenía nada más que
veintiún años.

Pasaron unos días. Después de comer, tipo dos, les pegó no sé cuántos
cintazos a las nenas, adentro de la pieza: “Porque no querían dormir la
siesta”, me contestó. Les pegó con la hebilla más grande que tenía, de un
cinto que ni usaba, cosa de lastimarlas bien lastimadas. En el momento
no hice nada. Y siguió pegándoles. La rabia que yo tenía adentro me iba a
enfermar, una vez hasta me desmayé porque me levantó la presión.

Me remordí meses, todo el tiempo. No podía más.

Una noche vino a ver el partido de Boca y River, estaba borracho; nos
cambió de canal, me putió de arriba abajo, porque tenía ganas nomás, yo
me fui a la cocina; terminó el primer tiempo, me pidió no sé qué cosa, no
podía ni hablar del pedo. Le dije que no, se me vino como loco, cuando lo
tuve atrás me di vuelta y le metí una cuchilla de cabo blanco en la panza,
bien hasta el fondo, y lo llevé al hospital.

Se ve que aprendió porque se fue a vivir a lo de su mamá.

Estuve una semana presa, pero me largaron porque fueron muchos los
testigos que contaron lo que Alfredo me hizo esos años.

Lo peor de haber estado presa fue que esa semana los chicos estuvieron
con él, en la casa de su mamá. Cuando los fui a buscar, la mamá de
Alfredo me pegó con un palo y él me pateó en el suelo. Me los traje igual
a los chicos gracias a unos vecinos que me ayudaron. 

A Alfredo le pusieron una restricción. Pero una tarde, mientras yo


trabajaba, los volvió a llevar a lo de su mamá. Fui con la policía, nos
entregaron los chicos enseguida. Yo no soy boluda, sabía que él volvería
a robarlos, cualquier tarde, mientras yo trabajara.

No me importaba nada más que mis hijos. Trabajé de noche, mientras mis
hijos dormían; me acosté con tipos por plata. Todo eso fue un asco, pero
fue lo que nos dio de comer y fue lo único que se me ocurrió por si
Alfredo volvía cualquier tarde a llevárselos. Yo siempre en casa, todo el
día. No me arrepiento de nada.

Ese mismo año me junté con un hombre, que conocí mientras fui
prostituta, había sido mi cliente. Volví a mi trabajo anterior, él colaboró
con todo en la casa. No es fácil hacer de nuevo mi vida, en estos pueblos
todos saben todo.

Yo tenía veintiún años cuando lo apuñalé; y ese mismo año trabajé de


noche. Hoy tengo treinta y seis.
Martina Bertolini

"Ella sigue escribiendo en la historia clínica. Para ese


momento, no sé si hablaban de mí o de otra persona.
Es como si yo ya no estuviera ahí, como si la consulta
hubiera terminado, aunque yo todavía estoy presente."
Flaquita, quedate tranquila
Por Fernanda

Mi mundo se abrió a la maternidad casi como una causa, a los 34 años,


costó la decisión... por rebeldía, por mandato y por la vida. Con la
decisión, llegó el primer Test de embarazo positivo.

Llevaba 10 semanas aproximadas de embarazo. Llovía y un pinchazo me


levantó de la cama, me caí, me agarré fuerte el vientre. Me di cuenta de
que estaba aguantando el dolor porque no quería despertar a mi pareja
porque era de madrugada. No lo soporto, grito y lo despierto. Estuvimos
alerta la primera hora hasta que decidimos salir por atención y control a
la guardia de la maternidad… nuestro primer embarazo. Después de
esperar conteniendo y cerrando mis piernas tensionadas en una sala de
espera un rato que parece larguísimo, me hacen pasar a un consultorio.
Estoy parada, no hay donde sentarme. Me recibe una doctora, paso el
primer interrogatorio. Su tono de voz me sonó exultantemente sincero de
que algo no andaba bien, y me dijo:

- Mmm… a ver recostate en la camilla, abrí bien las piernas.

Respondí:

- ¿Es necesario que me revises?

Volvió su cabeza hacia mí y dijo:

- Si estás con pérdidas ¡cómo no te voy a revisar!

Me hizo un tacto y luego otro más profundo hasta que su mano salió de
mi vagina. No había rostro, no había palabra que acompañara. Siento el
dolor más intenso y profundo en mi cuerpo, quise cerrar las piernas. No
me dejó. Corre sangre tibia. Me asusto, sale mucha sangre. Aparece la
incomodidad, la incertidumbre, el miedo.

Lo único que quise luego fue cerrar las piernas y secarme las lágrimas, la
sangre. Semi desnuda sobre esa camilla blanca, sin saber qué hacer, sola,
temblaba, transpiraba. Ella me dijo:

- No te preocupes porque manchaste toda la camilla… ¡cerrá! (palmada en


mi rodilla) y te doy algo para que te limpies.

No quería limpiar, quería gritar, pero me quedé muda como si me


hubieran tapado la boca, conteniendo el grito con los labios apretados.
No recuerdo cuánto tiempo pasó, pero fue eterno.

Me dijo:

-Tuviste un aborto espontáneo, no pasa nada, es normal.


Y se quedó pensando:

- Pero ¿vos quisiste abortar? ¿Te pusiste algo?

Las palabras son violentas en ese contexto donde aparece la


deshumanización.

- No. No decidí abortar en esta oportunidad.

Me incorporé como pude con lágrimas en los ojos, nadie me ayudó. Toco
mi entrepierna, me toco los muslos para ver si mi cuerpo reaccionaba.
Pregunto:

- ¿Está todo bien?- pregunto mientras me seco el hilo sangre grueso en


mis piernas con un apósito que me dio ella.

- Cuando termines déjalo por ahí, no te preocupes y vení que te voy


hacer unas órdenes.

Vuelve a preguntar:

- Pero ¿estás segura que no te pusiste nada?

Ingresa otro médico, charlan, murmuran, se ríen.

- Indicá la transvaginal -le dice él-, dale las pastillas, pero aclará en la
parte de abajo “aborto espontáneo”.  

Ella sigue escribiendo en la historia clínica. Para ese momento, no sé si


hablaban de mí o de otra persona. Es como si yo ya no estuviera ahí,
como si la consulta hubiera terminado, aunque yo todavía estoy presente.

- Vas a tener que buscar de forma privada el estudio porque acá no tenemos
ecógrafo. Fíjate que acá a dos cuadras hay un lugar que hacen ecografías. 

Caminamos con mi pareja hasta el lugar. Entramos. Hay otra sala de espera
y una recepción. Explico la situación y la asistente del doctor me dijo:

- El doctor tiene pacientes con turno, tenés que esperar.

Esperamos dos horas, preguntamos si faltaba mucho porque necesitaba ir


al baño, los dolores seguían. Ingresé a un consultorio por segunda vez en
el mismo día. El doctor, sin mirarme ni preguntarme nada, me pide que
me recueste y vuelvo abrir mis piernas. Introduce de vuelta algo en mi
vagina para revisarme. Sale la imagen en la pantalla de mi útero vacío.
Hay otra asistente que lo ayuda. Vuelvo a sangrar.
Y él dijo:

- Flaquita, quedate tranquila que no tenés nada, no hay restos de nada, lo


largaste todo.

Llegamos a casa, solo sentí un enorme vacío. Me bañé, el agua caliente


en la nuca. Creo que los seres humanos volvemos al útero materno en
estas situaciones, me acurruqué en la cama.

La noche estaba ahí… el día todavía estaba ahí, pero yo solo quería que
se fuera lejos, que no volviera nunca más.
Martina Bertolini

"La semana pasada me llamó su abogada para informarme


que Hugo saldrá apenas cumpla los nueve años de prisión.
¡Están locos! ¿Por qué?, le pregunté: Por buena conducta,
me dijo. Al principio no me di cuenta, después caí: nueve
años se cumplen ya, en unos días nomás."
Sabina Leiva
Por Sebastián La Prezioso

Me llamo Sabina Leiva, tengo cuarenta y cuatro años. Soy madre de tres
nenas y dos nenes. La más grande de las nenas, Camila, la tuve con mi
primer matrimonio, los otros cuatro con Hugo Contreras, mi último
marido. Él abusó de mi hija Camila, su hijastra, y de una de nuestras hijas,
Julia. Durante los catorce años que viví con Hugo Contreras fui golpeada
por él. Hoy está preso por el abuso a Julia.

Lo otro no se pudo comprobar.

Mi historia empieza cuando mi hija Camila pudo contarme lo que pasó con
Hugo: “Es que Hugo era como mi papá, ¡perdón mamá!, yo tenía nueve
años; él me compraba todo lo que quería, pero yo tenía que ‘jugar’ ¡Me
hizo de todo! Un día no quise ‘jugar’ más, pero hasta hoy me viene
obligando”.

Me cagó la vida. Pero nunca lo denuncié porque el comisario era su


amigo. Cuando entró a casa estábamos abrazadas y llorando, se hizo el
boludo. Al rato volvió de la pieza, le dijo a Camila que se fuera, que
teníamos que hablar, cuando Camila se fue me dio la cabeza contra la
pared, me caí, y con el canto de una cuchilla me abrió la nuca. Me gritó
que no abriera la boca por lo de Camila. Pensé que me moría. Le pedí que
me llevara al hospital, pero me dijo que no.

No sé cómo ni cuándo salí de casa, caminé perdida. Creo que fue ayuda
de Dios. Lo único que me acuerdo es que de golpe estaba entrando en la
guardia del hospital, y me desmayé.

Cuando volví en sí no tenía conocimiento ni memoria. Estuve ahí como


dos meses. Mi única visita fue él. Mis hijos, mi mamá y mi papá no fueron,
les había dicho que si iban me mataba.

Me fui recuperando. Una mujer que me reconoció hizo la denuncia.


Recién ahí fueron mis hijos, mi papa y mi mamá a visitarme. Dos policías
que, según me contaron, ya habían ido antes a verme tomaron nota; yo no
me acuerdo que les dije. Ellos ya sabían mucho de Hugo, lo venían
investigando. Mi papá les contó todas las denuncias que él mismo hizo y
que el comisario “cajoneó”.

Cuando me dieron el alta, los policías me dijeron que el fiscal Zapata ya


estaba al tanto de todo. A Hugo le habían puesto algo así como una
“reducción”, le habían prohibido entrar a casa. En esos días los oficiales
fueron a la heladería donde trabajo para decirme que lo de Hugo no
terminaba con las palizas que me daba ni con lo de Camila, creían que
había algo más. Me dijeron que yo haga como si nada cuando lo viera,
que le diera la razón en todo, que no chocara con él, que ellos lo iban a
seguir de cerca hasta que metiera la pata.
A Hugo lo detuvieron una tardecita cerca de la estación del tren. Iba en
su coche con Julia, nuestra hija mayor, de once años. A Julia le
encontraron semen y vellos de su papá, a él vellos y sangre de Julia. Lo
habían visto cargar a Julia en el coche, lo siguieron y dejaron que la
abusara porque necesitaban esas pruebas para meterlo preso.

Eso es algo que yo no voy a poder entender nunca, ni perdonarles nunca:


¡Dejaron que la abusara!

La condena era de veintidós años, pero se la bajaron a catorce porque


mis hijas, Camila y Julia, no se presentaron como testigos el día del juicio.
Sin la asistencia psicológica que pedí -un poco más de rodillas-, no pude
convencerlas.

Lo que más querían ellas era presentarse y decir todo, pero no pudieron
porque el miedo no las dejó.

La semana pasada me llamó su abogada para informarme que Hugo


saldrá apenas cumpla los nueve años de prisión. ¡Están locos! ¿Por qué?,
le pregunté: Por buena conducta, me dijo.

Al principio no me di cuenta, después caí: nueve años se cumplen ya, en


unos días nomás.
Martina Bertolini

"Tengo la suerte de estar viva, de poder contar mi


historia, de poder luchar y ayudar.
Hay otras mujeres que ya no están".
Karina Abregú
Por Silvana Aiudi

Mi nombre es Karina Abregú. El 1 de enero del 2014, mi ex marido Gustavo


Javier Albornoz me roció con alcohol y, luego, me prendió fuego.

La primera vez que me golpeó fue a pocos meses que había comenzado
la relación. Tengo dos hijos de un primer matrimonio – con Albornoz no
tuve hijos–. Había fallecido la abuela paterna de ellos y le comenté que
iba a llevarlos al velorio. Me dijo que no fuera. Esperé a que se durmiera y
los llevé igual. Cuando volvimos a casa, me encontré con toda la ropa
tirada en la calle. Entramos, me encerró en la habitación que
compartíamos, a mis hijos en otra, y empezó a golpearme.

Estuve casi catorce años con él. Hice más de quince denuncias en las
comisarías de Merlo y de Martínez. En Martínez compartíamos el ámbito
laboral y ahí también él me golpeaba. Cuando le notificaban acerca de las
denuncias que le hacía, era esperar la golpiza y que me dijera que ahora
era él quien me ganaba. Albornoz tomaba alcohol y tenía adicción a las
drogas en el último tiempo.

No sé qué importancia le dan cuando una va a hacer una denuncia en la


actualidad. No demasiada. Lo que sí sé es que, después de que Albornoz
me prendiera fuego, mi hermana Carolina fue a averiguar por las
denuncias, fue a reunirlas, y solamente consiguió una o dos. En las
comisarías, no tenían registro de las denuncias que había hecho.

El 2013 resultó un año complicado, un martirio: cuando le comenté que


quería separarme, la convivencia empeoró. Yo había comenzado terapia.
Mis hijos se turnaban para quedarse conmigo, para no dejarme sola
nunca: un fin de semana Lucas; otro, Florencia. La violencia se había
vuelto normal en nuestras vidas.

El 31 de diciembre, le dije que no quería festejar las fiestas porque no me


sentía bien. Mis hijos me habían pedido pasar con sus amigos y los dejé,
no me negué, obviamente. Se fueron a zona norte. Me quise ir a recostar,
pero él me dijo que iba a venir toda su familia. Entonces cené con ellos y
cerca de la una y media de la madrugada me fui a la habitación.

Es 1 de enero del 2014, alrededor de las cinco de la madrugada. Él entra a


mi habitación a buscarme para que lleve a cada miembro de su familia a
la casa – como era una familia de tomadores, no podían manejar;
entonces siempre los llevaba, era una costumbre –. Pero ahora me
rehúso. Entonces me golpea la cara, me la desfigura a patadas y me
obliga a llevarlos. Lo hago. Volvemos. Entro el auto al garaje. Pienso que
va a hacer lo mismo de siempre: se va a quedar dormido en el auto y
después se va a levantar e ir a la cama. Pero no, Baja antes que yo. Nos
ponemos a discutir en frente de la parrilla. Él había cocinado. El carbón
todavía está encendido.
Seguimos discutiendo pero yo giro y siento algo frío. Con los nervios, no
me doy cuenta de que es alcohol. Me acaba de rociar con alcohol. Siento
una llama que se va para arriba y me tiro a la pileta. Salgo sola de la
pileta, entro a mi casa, me saco la ropa que tengo quemada. Le pido que
me lleve al hospital pero él se niega. Después de una hora y pico de
insistirle, finalmente me lleva. No recuerdo más. Sí, que al despertarme,
está mi familia que me dice que todos están conmigo, que me quede
tranquila. Tengo el 55% del cuerpo quemado.

Estuve internada más de seis meses en una clínica de Laferrère, con más
de cuarenta injertos que me hicieron. Sé que me quedan varias
operaciones por delante. Muchas veces me preguntan por qué seguí con
él. Fueron catorce años de vivir con violencia. Tenía miedo a lo que me
pudiera pasar. Es triste hacer la denuncia y volver a tu casa porque no
hay un refugio que te albergue.

Me quedé sin trabajo en el lugar donde había sido empleada


administrativa durante veinte años y no pude conseguir una pensión. Vivo
de la ayuda de familiares, amigos o amigas y de gente que se solidariza
con mi caso.

Tengo la suerte de estar viva, de poder contar mi historia, de poder


luchar y ayudar. Hay otras mujeres que ya no están.

 
Martina Bertolini

"Cuando le decía que me quería separar, él se


ponía violento y dos o tres veces me levantó la
mano. Una vez fui con un ojo morado a la escuela,
me tapé el moretón con un cosmético
y dije que me había caído".
María
Por Cristina Ibáñez

Me llamo María y tengo 61 años.  Conviví con el padre de mis dos hijos
dieciocho años. Han pasado casi ventitrés de aquella separación que nos
marcó para siempre. Sé que mis hijos y yo tenemos una huella en el
corazón y, a veces, el dolor sale.

Al principio, cuando estábamos enamorados, la cosa anduvo, pero


después noté que le gustaba tomar bastante cuando estábamos con
amigos. Pensé que con el tiempo eso iba a cambiar, que ser padre lo iba
a volver más responsable.  

Desde que lo conocí tuvo una relación conflictiva con la madre y nosotros
vivíamos con ella. Cada tanto, se peleaban y mi hija y yo estábamos en el
medio. 

Después de que nació nuestro segundo hijo, empecé a trabajar en la


escuela y él seguía con su taller de artesanías. Yo las vendía, pero mi
sueldo era el que sostenía la casa y él entró en estados depresivos.

Permanecía días tirado en la cama.   Discutíamos y él  tomaba vino todas


las noches y hacía escenas de violencia: me gritaba, me amenazaba. Nos
volvimos hoscos.

Cuando le decía que me quería separar,  él se ponía violento y  dos o tres


veces me levantó la mano. Una vez fui con un ojo morado a la escuela,
me tapé el moretón con un cosmético y dije que me había caído.

Vivíamos en la parte de atrás del terreno, mi suegra escuchaba las


discusiones e intervenía, se armaban unas trifulcas bárbaras. No me
animaba a irme, no quería volver a la casa de mi mamá. Me sentía
prisionera.

La cosa era así: nos peleábamos, no nos hablábamos, hacíamos las paces
por un tiempo y después él volvía a tomar. Cuando me fui me di cuenta
de este círculo.

Una vez fui al almacén del barrio a comprar algo de apuro y cuando le
pagué al almacenero me preguntó si iba a pagar la deuda de mi marido.
Yo no entendí a qué se refería. Entonces él me contó que todas las tardes
mandaba a mi hijo a pedir fiado una cerveza o un vinito cuando yo estaba
trabajando. Para mí, fue el principio del fin. Entablamos una guerra sin
cuartel, de silencios y tensiones. Dejé de quererlo. Me mataba volver de
la escuela, ir a saludarlo y sentir el aliento a alcohol. Me volví amargada y
triste. Oscura como él.

Una noche, comenzamos a discutir después de la cena. No recuerdo con


claridad cómo empezó porque en estos casos, cualquier cosa sirve de
motivo. Supongo que le dije que no aguantaba más y él, borracho,
enloqueció y levantó su puño cerrado.

Mi hija  que presenciaba la escena se interpuso entre su mano y mi


cuerpo. Ella recibió el golpe en la boca y gritó.

Cuando la vi  ensangrentada  me abalancé sobre él con una fuerza


descomunal que no sé de dónde me salió y  lo tiré al piso. Mi hija salió
corriendo a lo de mi suegra que, al verla herida en la boca, la atendió y
vino a buscarnos a mi hijo y a mí. Él se quedó solo en la casa llorando y
pidiendo que lo perdonáramos.

Esa noche fue una violencia terrible. Mi suegra nos tenía a mis hijos y a mí
encerrados en su casa. Él había quedado en la casa de atrás gritando
hasta que el sueño lo venció.

Mi hija se quería ir y yo le dije que nos íbamos a ir todos cuando él se


durmiera. Cuando se hizo la mañana ella y yo nos fuimos, pero mi hijo se
quiso quedar a acompañar al padre. Le dije que lo vendría a buscar. Fue
un momento terrible. Mi suegra me pidió que me fuera por unos días
pero que volviera. Yo le dije que sí.

A los pocos días volví  porque él  me  amenazó por teléfono. Me decía que se
iba suicidar adelante de mi hijo. Fui a buscar a mi hijo por la
mañana, aconsejada por un terapeuta, pasé el día en la casa y esa noche tuve
que compartir la cama con él. Yo tenía mucho miedo, pero quería rescatar a
mi hijo. Un médico vecino tuvo que sedarlo porque él andaba enfurecido y la
madre intercedía a cada momento. Al día siguiente, me fui con mi hijo. Volví a
buscar nuestras cosas otro día, sabiendo que él no estaba.

Una amiga me refugió en su casa, varios profesionales, amigos y


familiares me ayudaron.

Nuestra vida cambió.


Alejandra Correa

"Me quedé con miedo porque me pegó mucho y se


llevó a los chicos, yo le pedía por favor. Me hacía
dormir en el suelo, pasé el infierno
durante tres meses".
Lorenza Pacheco
Por Anabella Foscaldo

Me llamo Lorenza Pacheco y tengo 66 años.

Hay muchas cosas que no recuerdo por los golpes, por ahí tengo
pesadillas, pero hace poco soñé con mi papá que me dice: Ya te voy a
venir a buscar.

A los 18 años me puse de novia y al año me casé en Goya, Corrientes.

Después de la ceremonia, mis padrinos me dijeron que me llevaban a


casa y después, a la fiesta. Cuando llegamos, él me dice: Vos te quedás
acá. Le pregunté si no iba a llevarme a la reunión con mi papá y dice: Vos
no, eso es para los hombres.

Estaba recién casada, no sabía, y le dije: Está bien.

Volvió a las dos de la mañana, un poco picado, y me dijo que yo me


revolcaba en la huerta y ahí nomás me pegó.

Fuimos a vivir a la casa de su primo y me dijo: De acá no salís más, acá no va


a llegar nadie de tu familia. A la siesta de ese día, invitó a sus primos a
almorzar. Él me dice: Servíme el vino y leche también. Yo era un poco
ignoranta  viniendo del campo. Le pregunto: ¿Dónde le sirvo la leche? ¿En el
vino?”, y él me contesta: ¿Dónde va a ser, tonta? Entonces le pongo la leche
sobre el vino, él me tira el vaso, me pega y salieron a defenderme sus primos.
Me llevó a la pieza y me volvió a pegar y me encerró. Viví así tres meses.

Yo no sabía qué hacer y una vez me tomé Baygón para ratas, yo quería
morirme. Me llevaron al hospital, vino la policía y vinieron todos mis
hermanos, querían matarlo. Él me dijo: Vos hablás y mato a tus once
hermanos y a tu padre, vos te quejás y me denunciás y yo te mato.

Me hicieron lavaje de estómago y salí. A la semana me reventó la


mandíbula. No quería que mire a nadie, que salude a nadie, no quería que
me visite nadie. Me rompió la nariz, la cabeza, me pegó en el hígado
tuvieron que operarme porque se hizo una fístula. Entonces junté plata en
tres años, cuatro. Él no quería que salga a la calle ni para hacer los
mandados, pero la enfermera que vivía en frente sabía que él me pegaba
entonces cuando él no estaba, ella venía y me decía: ¿Querés que te
enseñe a poner una sonda o a dar una inyección?

En el campo la gente se enfermaba del mal orín, no podían orinar, hay


que poner una inyección y una sonda para que puedan orinar. Yo aprendí,
y la gente me dejaba gallinas, ovejas, un chanchito, una vaquita, él se
enojaba, decía que eso me lo traían mis machos.
Otros me pagaban con lo que sacaban de la cosecha del tabaco, me
traían la plata y yo ponía dentro del colchón.

Me quedé embarazada y me seguía pegando. Que ni se me ocurra salir.


Él salía todas las noches porque tenía otra mujer. Organicé para escapar
y cuando debía venir el remise a buscarme, llegó él, me pegó y me sacó
las dos criaturas, uno que tenía dos años y otro que recién caminaba. Me
quedé con miedo porque me pegó mucho y se llevó a los chicos, yo le
pedía por favor.

Me hacía dormir en el suelo, pasé el infierno durante tres meses, le


prometía que no me iba a escapar y a los tres meses, me trajo a mis hijos.
Tuve cinco hijos. Yo tenía fe que algún día iba a salir. Salí cuando me
enfermé muy mal y mi hija me trajo a Buenos Aires, al Hospital Haedo,
mis otros hijos quedaron con él.

Cuando me avisa mi otra hija que el  padre le pega a ella también, me fui
a buscarla. A la mayor la abusó, a la otra le pegaba. Llego y sale gritando
la mayor: Papá me está por matar.

Saca el 38 y le fallan los tiros y saca el 44, mi hija me empuja para que no
me dé y el tiro salió pero él creyó que me mató, cuando me levanto, cazo
la silla de algarrobo y le di con la silla en la frente, sale por la otra puerta
y yo salí a la calle, al no verme él creyó que me mató y se pegó un tiro en
la cabeza. ¿Murió? No. Vino la policía, me llevó presa a mí. A las tres
horas me largaron.

Me fui a Buenos Aires y mi hijo me pide plata para operar al padre del tiro
en la cabeza. Le pedí a mi patrona y fui al hospital y le pregunto al doctor:
¿Está acá Ortiz Marcelino Ramón?, y me dice: Pase a darle de comer…

¿Qué? Dejé la plata y me mandé a mudar. Creía que él iba a morir, pero
cruel demonio nunca muere.

Duró cinco años más, lo encontraron muerto en la calle como un perro.


Alejandra Correa

"Que alguien me explique por qué con veinte denuncias


penales lo llamaron sólo una vez. Ya perdí la cuenta de los
días que fui a hablar con el fiscal, sólo una vez me atendió.
¿Por qué en el 144 no contesta nadie?"
Rosana Suárez
Por Ángela Pradelli

Quiero contar mi historia acá. ¿Sabe qué?; cuando miro hacia atrás, no
puedo creer que viví todo eso. Y lo peor es que las cosas siguen más o
menos igual. 

Tengo 45 años y estuve veinte con mi ex. Tuvimos tres hijos. Yo siempre
trabajé mucho porque él hacía changuitas nomás. Cuando volvía de
trabajar, él me decía Puta; y que me había ido a encontrar con mis
machos por ahí, así me decía. Hasta perdí varios trabajos por su culpa.

Yo pagaba su comida, sus cigarrillos, la nafta para su moto. Sos una puta,
me decía él, sos una puta. En 2012 nos separamos, pero él venía todos los
días a mi casa a la mañana y se quedaba hasta la noche. Yo lo dejaba
entrar para que mis hijos siguieran viendo al padre.

Después de seis meses, yo empecé una nueva relación. Un día llegué de


trabajar a las dos de la tarde; mi ex estaba en mi casa con mis dos hijos
más grandes. El más chico estaba en la escuela. Yo sabía que me
engañabas, Puta, me gritó. Entraba y salía de la casa. Que nos iba a matar
a todos, gritaba. No sabíamos qué hacer. A las cuatro fui a buscar al nene
a la escuela. Él agarró una cuchilla grande y fue en la moto al lado mío.
Cuando el nene salió, lo subió a la moto y lo llevó hasta la casa de mi
nueva pareja. Le pateó el auto, la puerta, lo amenazó de muerte.

Volvió a casa fuera de sí. Mi hija lloraba y me pidió que nos fuéramos.
Junté algo de ropa y nos fuimos  a la casa en la que trabajo desde los 17.
El nene le dijo a la señora: Mi papá va a matar a mi mamá.

Hice la denuncia en la Comisaría de la Mujer y en Tribunales. Él empezó a


buscarnos por todos lados. Dónde están, Puta, me decía por mensaje. Yo
tenía que seguir trabajando para darle de comer a mis hijos. Pude
mantener dos casas. En una, la señora me iba a buscar en auto a la
parada, yo me subía corriendo, me acostaba en el asiento de atrás, me
tapaba con una frazada oscura. 

Un día mi ex llegó antes que yo a la escuela, le dijo a la maestra que iba a


secuestrar al nene y lo subió a la moto. Me había dicho que iba a matar al
nene para que yo sufriera. Llegué justo; me puse delante y me aferré al
manubrio. Arrancó y me arrastró media cuadra. Un hombre lo frenó y las
maestras nos metieron en la escuela a mi hijo y a mí y llamaron al
patrullero.

Otra vez me pegó una trompada.

Nunca me pasa plata para los chicos. El día que le dije que el nene
necesitaba zapatillas me contestó: Que se las compre el macho que te coge.
No siempre la policía me tomó las denuncias. Ya hiciste varias, me decían
cuando me veían.

Las mujeres que vamos a denunciar a los hombres violentos somos


maltratadas en las comisarías. También cuando vamos a buscar el
perímetro a los Tribunales. Yo reclamo, me quejo. Si fuera abogada me
atenderían rápido, pero a los que no tenemos para pagar no nos dan
pelota. Uno de los empleados me puso “la cabrita” porque dice que
siempre me quejo.

Un día mi ex me tuvo tres horas secuestrada en una pieza. Tenía una


cuchilla grande y me gritaba. Cuando sonó mi celular me dijo: Si atendés
te mato; y me retorció un brazo. Pensé que me iba a clavar la cuchilla. A
las cuatro me dejó salir para ir a buscar al nene al colegio, yo iba
caminando y él iba al lado mío en la moto.

Muchas veces me mandó este mensaje: Tengo dos balas, una para vos y
otra para tu macho.

Otro día esperó a mi hija en la puerta del colegio y le tiró la moto encima
para matarla.

¿Perímetros? Nunca respetó ninguno, total, no pasa nada.

¿La justicia? El mismo juez que firmó el perímetro para que él no se nos
acercara me citó unos días después y me dijo que el padre tenía derecho
a ver a su hijo. ¿Usted entiende eso?

Que alguien me explique por qué con veinte denuncias penales lo


llamaron sólo una vez. Ya perdí la cuenta de los días que fui a hablar con
el fiscal, sólo una vez me atendió.

¿Por qué en el 144 no contesta nadie?

Antes yo era muy débil, todo me daba miedo, pero me tuve que hacer
fuerte por mis hijos. Imagínese, hasta salí con un caño por si mi ex me
atacaba en la calle.

Ahora estoy tranquila, porque tengo el carácter más duro.


Martina Bertolini

"Está claro que los femicidios son una reacción machista del
sistema patriarcal, los hombres viven las marchas como un
desafío, el mensaje es: quedensé en el molde porque esto se
les va a poner feo si empiezan a hablar, y las vamos a matar".
Cecilia "Gato" Fernández
Por Alicia Plante

Me llamo Cecilia Fernández,  Gato, tengo 29 años y vivo sola en


Longchamps, en una casa que me prestan.

En dos semanas me encuentro con mi madre. Hace ocho años que no la


veo. Mi madre es psicóloga. Solicité asesoramiento de una abogada
compañera, una militante, Chiqui, que hablará conmigo antes del
encuentro. Mi madre y mi progenitor se separaron cuando yo tenía 10 años,
pero cuando vivíamos en la misma casa, era una tortura cenar juntos. Los
dos se llevaban muy mal y ella le pegaba a él. A mí me daba miedo, asco,
odio. Y cuando yo misma me rasguñaba o vomitaba ella me decía que yo
tenía reacciones locas. Mi madre siempre supo todo y fue su encubridora.

Por las dudas yo esperé a los 21 para irme, pero siempre viví en la
violencia, tenía alucinaciones, cucarachas que me trepaban por las
piernas, prendía la luz y no había nada, igual me dormía, toda encogida. Y
ataques de pánico tenía, le contaba a mi madre, pero ella me decía que
eran fantasías histéricas. Desde que me fui eso se pasó, pero igual tengo
insomnio y los ataques de pánico siguen. Mi madre intuyó que me iba, y
justo antes me dijo que sabía que mi progenitor se acostaba al lado mío y
me manoseaba. Pero del abuso anal no sabe, cuando yo tenía unos cuatro
años, con penetración de los dedos, eso no lo sabe. A mí me daba mucho
miedo y me confundía. Recuerdo que tenía una muñeca y que mi abuela
me vio jugar, yo le decía que a la muñeca le entraban bichos por el culo,
y que no podía gritar porque tenía la boca tapada. 

En dos semanas, cuando mi madre y yo nos encontremos después de


ocho años, quiero decirle todo y que vea que no estoy postrada. Hace un
año yo no tenía un mango, pesaba 36 kilos, sólo tenía un laburo de
mierda en un restorán. Le mandé un mail y ella me ayudó sin vernos,
unos 4 mil pesos me pasaba, migajas, cómo vivo con eso. Ella tiene plata,
a mi hermano Agus lo ayuda bien, él mismo me contó que lo tiene
sobornado para que no me ayude. Agus se lo acepta, pero yo no, no le
voy a dejar pasar que me arregle con un vuelto. Cuando la vea quiero
decirle: no te hagás más la boluda, no te pedí nacer, hacete cargo, pero
no creo mucho que me ayude. Antes Agus me defendía, es 4 años mayor
y estudia artes marciales desde los 6, es muy bueno,un día a mi padre lo
sacó a trompadas a la calle porque se me tiraba encima.

Pero ahora Agus no se acuerda de eso. 

Cuando yo tenía 6 años mi madre me llevó a una psicóloga, la mujer sacó


el tema con mucha violencia, me jodió y yo no quise volver. A los 13 me
llevó a otra y seguí con ella hasta los 21, pero mi madre insistía en una
sesión con mi padre y la psicóloga no quiso.
Entonces no le pagó más y tuve que dejar. 

Entre los 10 y los 15 no vi a mi padre, pero mi madre nos obligó a


encontrarnos. Mi hermano la enfrentó y le dijo, “es tu hija, cómo podés.”
Después hubo otro encuentro y él me abrazó y sentí que me apretaba
contra él. Ahí me dijo “qué chata sos”. Lo empujé, pero Agustín ya no le dio
importancia, y ahora está muy pegado a mi madre, incluso la defiende. 

Cuando me fui de mi casa no había nadie. Agarré mi PC, la gata, mi ropa,


libros y me fui, mi madre me dijo después que le cerraba el corazón, que a
Agus también pero que a él podía ir y patearle la puerta. Y mi padre me
llamaba todo el tiempo y me dejaba mensajes tipo ex pareja. Le conté a mi
madre, pero ni me escuchó. 

Yo ando con problemas psicológicos, sin plata, apenas me pagan por mis
dibujos y diseños, por las historietas, pero nunca dudé de irme, y no tuve
más alucinaciones. Los ataques de pánico siguen, pero antes era peor
porque vomitaba. Todavía peleo mucho con la vida y con la muerte. Tuve
intentos de suicidio, una vez me corté, y el año pasado tuve dos episodios
de sobredosis. 

Pero hoy estoy comprometida con las otras mujeres y está claro que los
femicidios son una reacción machista del sistema patriarcal, los hombres
viven las marchas como un desafío, el mensaje es 'quedensé en el molde
porque esto se les va a poner feo si empiezan a hablar, y las vamos a
matar'. 
Martina Bertolini

"Me levantaba a la madrugada y escribía lo que sentía,


pero me quedaba sin aire, y las voces que escuchaba me
decían que tenía que matarme, eso fue lo peor. Pensé en
tirarme en las vías con mi hija. Eso me decían las voces,
que me tirara, que iba a estar en paz".
Liliana
Por Laura Galarza y Alejandra Correa

Con Miguel estuvimos cinco años de novio. Él compró muebles para


casarnos, tenía salón, la tela para el vestido, las tarjetas, todo. Yo quedé
embarazada, tenía 25 años.

Él trabajaba en la línea 37 de Lanús, pero lo despidieron. Mi papá le tomó


bronca a Miguel, decía que era un pobre infeliz, que no laburaba. Era la
época de Menem, cerraban fábricas. Mi papá en esa época también se
quedó sin laburo porque cerró Fabricaciones Militares, donde él era jefe
de seguridad. Yo no le conté a mi familia de mi embarazo y me fui a vivir
con Miguel. Cuando mi familia se enteró, volví y hablé con mi papá. Él lo
aceptó, pero al poco tiempo empezaron los problemas porque mi papá se
metía en todo. "Ustedes deberían haber esperado para tener un hijo",  nos
decía. Mi papá lo acusaba de ladrón, de vago, inventaba mentiras sobre él.

El departamento que alquilábamos era chiquito. Mi papá siempre quería


que nos quedáramos a dormir en su casa y yo le hacía caso porque él
tenía auto para ir al hospital por si me agarraban las contracciones.

Yo tengo un hermano y tengo muy mala relación. Una vez me pegó una
piña delante de Miguel y casi me desmayó. Mis padres terminaron
defendiéndolo. Mi papá me llevó al hospital el día que mi hija nació.
Miguel estaba trabajando y cuando se enteró que yo estaba internada se
enojó mucho porque nadie le había avisado.

Yo tengo artritis rematoidea y tomaba mucha medicación, siempre estaba


enferma. Tuve a mi hija con muchas complicaciones; casi nos morimos la
dos en el parto.Quedé muy debilitada, no podía alzar a mi bebé. Mi papá
me dijo:  vos te quedás acá y no vas a tener problemas.  Pero tuve
problemas porque cuando volví del sanatorio, mi hermano me dijo:
"Volviste con tu rata inmunda". Yo le pegué con el toallón y se me abrió la
herida. Un charco de sangre, casi me muero. Me tuvo que llevar mi papá
de urgencia al médico, fue peor que parir. No me podían volver a coser y
tuve que esperar 3 meses para que se me cerrara.

Un día, mi papá echó a Miguel y no lo vi más. Yo pensaba que él no


quería volver con nosotras pero hace poco me enteré de todo lo que le
hizo mi papá cuando lo veía por el barrio. Le tiraba el auto encima, le
decía que le iba a meter un tiro, que mi hija no era hija de él y contrató
matones que le pegaron. A mí, me decía que no saliera con la nena
porque Miguel me la quería sacar. Yo estaba muy mal, en la calle sentía
que me seguían, que los colectivos se me tiraban encima. Hasta llegué a
escuchar voces, y tuve que tomar Ryvotril.
Me levantaba a la madrugada y escribía lo que sentía, pero me quedaba
sin aire, y las voces que escuchaba me decían que tenía que matarme,
eso fue lo peor. Pensé en tirarme en las vías con mi hija. Eso me decían
las voces, que me tirara, que iba a estar en paz.

El psiquiatra y el psicólogo me ayudaron a entender que el malo de la


historia no era Miguel sino mi papá. Igual, decidí no tener más pareja,
estuve sola, me aislé de todo, lloraba de noche.

Mi papá falleció hace seis años. Yo ahora vivo con mi mamá y mi hija,
que ya tiene veinte. Él año pasado, lo busqué a Miguel por Facebook y le
mandé un mensaje, estaba toda sudada, nerviosa: Hola Miguel, soy
Lili,  le escribí,  no sé si te acordarás de mí.  Él me contestó
enseguida:  Hola Lili, como olvidarme de vos si fuiste el amor de mi vida.
¿Cómo está Romina, mi hija?  Enseguida, o sea, todo. Empezamos a
vernos otra vez, es un amor intacto.

Mi hermana es policía y hace poco lo vio a Miguel cerca de casa, en un


supermercado y le dijo que no la persiguiera a Romi, que le iba a meter
un tiro en la cabeza, Él le dijo: Antes de ser tu sobrina es mi hija.

A Romi siempre le hablé bien de su papá. Una vez, cuando era chica, me
vio cuando estaba por tirar una foto de él y me la sacó de las manos.  No
mami,  me dijo, y la colgó en su cuarto. Romi siempre lo quiso conocer,
pero desde hace un tiempo, desde que escuchó la voz de su papá en un
audio, de la noche a la mañana se dio vuelta como una media. Ahora lo
odia, dice que es un engendro. Estoy segura de que son cosas que le
dice mi hermana. Que después de veinte años te lo vuelvas a encontrar y
siga enamorado, todo es como una novela. Yo recién ahora estoy
sintiendo lo que sentía cuando éramos jóvenes.  

Yo tengo una neurodermatitis hace como diez años. En las dos piernas,
tengo. Cuando estoy nerviosa me rasco mucho, me lastimo tanto la piel
que a veces se me infecta. Ahora trabajo en el negocio de depilación,
tengo obra social. A veces estoy como medio fóbica, a veces me agarra.
Martina Bertolini

"Mi viejo ya estaba parado preparado para irse. Atravesamos la


puerta de salida y en el pasillo rumbo al ascensor, rompí en llanto.
Exploté. Pero al instante mi papá me miró y me dijo:
No llores, lo que acabás de hacer es ilegal".
Yo aborté
Por A

Yo aborté. Aborté y durante el aborto, el médico abusó de mí,


aprovechándose de la clandestinidad y de la ilegalidad que ambos
estábamos cometiendo, según la ley. Tenía 22 años y aborté sola, porque
el hombre que debería haber abortado conmigo se borró económica y
afectivamente, del mismo modo que se había borrado de sus dos novias
anteriores que también habían resultado en embarazos. Así que tuve que
tomar coraje y decirle a mi viejo, temblando de miedo y llorando como un
bebé, que me había quedado embarazada y que quería abortar.

¿Por qué a mi viejo y no a mi vieja? Porque desde que empecé a tener


vida sexual, mi vieja, una mujer formada en la universidad, artista, muy
progre, nunca me habló de métodos anticonceptivos, ni del respeto y el
consentimiento durante el acto sexual, ni del placer, ni del cuidado, lo
único que me repitió sin parar fue “si abortás, te cagás la vida”. Así que no
se me cruzó por la cabeza decirle nada a ella y sí a mi viejo, que es
médico, pensando que me iba a poder acompañar mejor.
Lamentablemente, también me equivoqué. Debería haberle dicho a
alguna amiga, sin dudas no hubiera sido lo mismo. Pero me sentía tan
culpable por haber llegado a esa situación que no quería comprometer a
nadie, no quería hacerle perder el tiempo a nadie, sentía que tenía que
hacerme responsable de mis actos.

Lo único que me dijo mi papá fue “te lo pagás vos” y no tengo en la


memoria ninguna reacción de afecto. Por más que él siempre haya sido un
gran compañero, en ese momento no hubo abrazos, no hubo consuelo, no
hubo más palabras que esas. Llamé entonces a mi ginecóloga de siempre,
una ginecóloga cara del barrio de Palermo, donde vivo, con intermitencias,
desde siempre. Fui a la consulta, me hizo un tacto y me dijo que ella no
hacía abortos, pero que tenía un número para darme. Sin recomendaciones,
sin ninguna pregunta más allá de fecha de menstruación, me fui de ahí con
la tarjeta del médico y con una orden de examen de HIV.

Volví a lo de mi viejo (mis viejos están divorciados desde los años 80),
una gran casona en Palermo “Sensible”, y pedí turno con el médico de la
tarjeta, en principio para una ecografía para el día siguiente. Ese día, y
todos los que pasaron, disimulé seguir con mi vida normal, fui a trabajar a
la escuela de teatro donde era secretaria y a cursar en la Facultad de
Filosofía y Letras. Solo le conté a mis amigas más cercanas que me había
quedado embarazada y que iba a abortar, pero dije que no quería hablar
del tema. Me sentía tan culpable e irresponsable, que no quería
involucrar a nadie. Fui sola a hacerme la ecografía.

El consultorio estaba localizado en un elegante edificio en Avenida Santa


Fe y Callao, frente a lo que hoy es la librería El Ateneo y en esa época era
el cine Gran Splendid, donde once años atrás había ido a ver El Rey León,
me acuerdo que pensé.
El embarazo tenía varias semanas ya, estaba de dos meses, así que iba a
tener que hacer las cosas de manera bastante acelerada, me dijo el
doctor. Como estaba en fecha de parciales y no quería que el aborto me
comprometiera los estudios (mi pacto con mi viejo siempre fue que
hiciera todo lo que quisiera, pero no dejara de estudiar) ni mi trabajo
(¿cómo iba a justificar mi ausencia?), agendé el aborto para un viernes a
la mañana (los viernes no abría la escuela de teatro) dos semanas
después.

Estuve, así, dos semanas embarazada en secreto. Ni a mi compañera de


trabajo le conté, una gran mina, sobrina de desaparecidos, nacida en
México porque sus viejos se habían tenido que exiliar durante la
dictadura, estudiante de psicología y hoy portante del pañuelo verde.
Recuerdo que un día antes del aborto le mentí diciéndole que al día
siguiente tenían que sacarme un quiste del ovario, que estaba un poco
nerviosa. Sí, estaba nerviosa, pero no dejé de ir a entregar mi monografía
bien temprano y después me encontré con mi viejo en la puerta del
consultorio.

Subimos, esperamos un rato en la sala de espera, un living grande con


pisos de parqué y con un ventanal amplio, luminoso. Al lado mío había
una pareja joven esperando. Salió entonces el médico, un hombre mayor,
canoso, grandote, le preguntó a mi viejo si entraba conmigo. “No”,
contestó sin mirarme. Así que impulsada por mi “responsabilidad”, pasé
sola.

El consultorio no era el mismo en el que me había hecho la ecografía. Ése


daba al frente, estaba todo iluminado. El otro, daba al contrafrente y las
persianas estaban bajas. Sin mediar ningún diálogo, me dijo que me
sacara la ropa, “toda la ropa” (qué tienen que ver las tetas en el aborto,
todavía me lo pregunto), me dio una bata de esas que nada tapan y, una
vez lista, me pidió que apoye mi cola en el borde de la camilla. No era
una camilla especialmente alta, pero igual se me acercó para subirme:
me abrió las piernas, me agarró de la cintura, y me subió, apoyándome su
sucios miembros vestidos en mi ilegal vagina.

Dudé, cómo podía ser, estaba equivocada, pensé y durante muchos años
pensé eso, dudé de mí. Me hizo poner los talones en ese elevador de
piernas que tienen los ginecólogos y me dijo que me iba a anestesiar.
Sentí un pinchazo y enseguida sus dedos recorriendo mis muslos. “Sabés
que sos muy linda, ¿no?”. Ni sé qué le respondí, ni si le respondí.
Recuerdo que temblé toda la operación y que mis lágrimas caían sin
parar de mis ojos cerrados. 

No vi nada y solo sentí tirones, pero nada más allá de eso. Estaba
anestesiada.
Es el día de hoy que no sé qué me hizo ese perverso, más allá del aborto.
Cuando terminó y me dijo “ya está”, me dio una serie de instrucciones de
cuidado sin mover su cuerpo de entre mis piernas.

Ni bien se paró, me bajé dolorida de la camilla para cambiarme rápido.


Salí y mi viejo ya estaba parado preparado para irse. Atravesamos la
puerta de salida y en el pasillo rumbo al ascensor, rompí en llanto.
Exploté. Pero al instante mi papá me miró y me dijo, “No llores, lo que
acabás de hacer es ilegal”.

Con el cuerpo dolorido, mi viejo y yo nos volvimos en colectivo, no


porque no pudiéramos tomar un taxi, ya a esa altura mi papá solo viajaba
en business, habrá sido porque no quería gastar ni un centavo en mi
aborto. Puede ser. Así que viajamos los dos callados en el 39. Solo
recuerdo un breve diálogo: “Ahora te queda hacerte el examen de
sangre”, “Sí, lo sé”. Examen de HIV, quería decir con ese eufemismo, el
único riesgo que mi condición de clase suponía que podía correr. Por
suerte me dio negativo, así que la historia quedó en el olvido hasta hace
poco tiempo, que me animé a recordarla, a contarla y a asumirla como un
abuso.

Y hoy, siendo mamá de dos hijas mujeres, me animo a escribirla y me


animo a decir que el aborto tiene que ser legal no solamente para no
morir, también para que no exista una excusa más para que abusen de
nosotras. No me cagó la vida el aborto, viejita, me cagó la vida que sea
ilegal
Martina Bertolini

"Hace dos días, me animé y por fin pude denunciarlo ante la


justicia. No quiero que se nos acerque nunca más ni a mi hija
ni a mí. No es fácil denunciar a tu padre. Tengo mucho miedo
de sus reacciones como si él estuviera adentro mío,
en mi cabeza".
Denunciar al padre
Por Lorena

Cuando mi padre volvía borracho a la madrugada, nos echaba a mi madre


y a mí a la calle y teníamos que refugiarnos en la casa de algún familiar.
Lo recuerdo todo como si lo estuviera viviendo hoy: el miedo, nosotras
escapando. Siempre era así, hasta que un día él iba a buscarnos, mi
madre lo perdonaba y volvíamos los tres a la casa.

Mi padre decía que se había casado con mi madre porque ella había
quedado embarazada y se quejaba porque decía que tenía que trabajar
para mantenernos a las dos. Que sin él, nosotras no éramos nada, nos
decía, que no valíamos nada. Le decía a mi madre que era gorda, que
nadie la iba a querer, que no tenía dónde caerse muerta y la dejaba
encerrada, mientras él se iba a gastar el sueldo en alcohol y prostitutas.

Mi madre tuvo que empezar a limpiar casas para que pudiéramos comer.
Cuando discutían, mi padre siempre estrellaba platos contra las paredes.
Yo me iba a mi habitación, me tapaba los oídos y me preguntaba por qué
mi mamá no reaccionaba, por qué no nos íbamos y dejábamos de vivir en
ese infierno, pero él ya había socavado su confianza y su autoestima.

Cuando por fin se separaron, tuve que quedarme con él porque mi mamá
no podía mantenerme. Mi padre prometió pagarme los estudios a cambio
de que no la viera más, inventaba fábulas sobre ella y llegó a decirme
que ejercía la prostitución y también que yo no era su hija. Cuando
sospechó que yo la veía a escondidas, me amenazó con llevarme a un
juzgado de menores. Ya más grande, en cuanto pude, me fui a vivir a la
capital.

Después de dieciocho años regresé y él me ofreció, bajo la excusa de


hacer las paces, vivir en la casa que había pertenecido a mis abuelos.

Acepté porque era la oportunidad de recuperarla, restaurarla y dejar de


pagar un alquiler. Él vive en la casa de adelante. Al principio se
comportaba bien, pero al poco tiempo volvió a maltratarme y a
manipularme. Me queda chico este espacio para contar todas las
manipulaciones psicológicas que sufrimos, tuve que hacer años de
terapia para mirar de frente todo esto sin desmoronarme. Hace dos días,
me animé y por fin pude denunciarlo ante la justicia. No quiero que se
nos acerque nunca más ni a mi hija ni a mí. No es fácil denunciar a tu
padre. Tengo mucho miedo de sus reacciones como si él estuviera
adentro mío, en mi cabeza.
Alejandra Correa

"Isabel tenía razón, la despedida es horrible. La gente del


Servicio Penitenciario entra al gimnasio a los gritos y se acabó
la visita. Las internas juntan sus cosas, apilan las sillas;
abrazan y se dejan abrazar una y otra vez. Se demoran."
Un año más tarde
Encuentro con Idalina
Por Cecilia Sorrentino

Un año después de haberle tomado testimonio a Idalina, la combi nos


llevaba desde Liniers a Ezeiza. Cuando Isabel dejaba de darme conversación,
yo me perdía mirando a los otros pasajeros. Me detuve en cada adulto, en
cada niño. Todos tienen  ese programa de domingo: visitar a la mamá, a la
mujer, a la hija que está en la cárcel. Recorrí sus bolsones, sus paquetes. En
bolsas de residuos -de las de consorcio- cargan artículos de limpieza, papel
higiénico, alimentos envasados. En cajas plásticas con tapa llevan el
almuerzo: pollo al horno con papas y batatas, guisos, fideos con estofado.
Hay paquetes más pequeños con facturas, bizcochuelos. Una torta de
cumpleaños. Los niños que llevan un oso o una muñeca bajo el brazo duelen.

Idalina y yo no nos conocíamos personalmente. Hablamos por teléfono durante


meses, mientras yo escribía su historia para publicarla en Por qué llora esa mujer.

El verano pasado completé los trámites que exige el Servicio


Penitenciario Federal y el domingo 25 de marzo fui a visitarla al penal de
Ezeiza. Me acompañó su amiga Isabel. No hubiera podido sin ella.

La admisión a la visita comienza ante dos ventanas de vidrio espejado


que hay en el frente de uno de los edificios de acceso al pabellón. Las
dos están cerradas. En papeles escritos a mano y pegados a la pared se
indica qué documentos es necesario presentar.

Isabel se paró ante una de las ventanas y me indicó a mí la otra. Al cabo


de unos minutos mi ventana se levantó apenas diez centímetros sobre la
base del marco; una voz de mujer me hizo una pregunta que no escuché.
Bajé la cabeza a la altura de esos diez centímetros -más o menos la de mi
cintura- y la mujer, con uniforme de fajina y el pelo recogido repitió:
¿Nombre y apellido de la interna? ¿Trajo todos los papeles? Estaba
doblada al medio, en ángulo casi recto, incómoda, igual que yo.

Ese primer trámite y, después, la espera en el frío de la mañana son un castigo


para las visitas. Un maltrato anticipado ejercido por una institución que supone
–quizás como buena parte de la sociedad- que si tenés a quien visitar ahí
adentro, entonces, estás afuera sólo por ahora; estás en libertad, todavía.

Sin embargo yo recibí cierto trato preferencial.

- Va a tener que disculpar la demora, dijo la mujer que recibió mis papeles.

El servicio penitenciario me está “leyendo”, pensé. ¿Tendría que haberme


puesto zapatillas en vez de mocasines? ¿La campera vieja que uso para
salir a caminar? No, es negra; Isabel dijo que no me pusiera nada negro.
Esperábamos que nos hicieran pasar a la zona de controles, cuando la
voz del otro lado de la ventanilla le gritó a la mujer que acababa de
presentar sus papeles que su hija ya no estaba ahí.
 
- No sabemos dónde está –dijo la voz del otro lado y los diez centímetros
se cerraron de un golpe.

La mujer que acababa de presentar sus papeles, como extraviada, caminó


hacia nosotras.

- Dice que mi hija no está aquí y que no sabe, que ellos no saben dónde
está. ¿Cómo no van a saber? ¿Cómo que no está? Si me llamó el viernes.
Anteayer, me llamó. ¿Dónde está hoy? ¿Y quién sabe dónde está si ellos
no lo saben?

Isabel la tomó de una mano y le explicó algo. Me quedé pensando en


aquellas escenas que tantas veces nos contaron las Madres. Sigue
pasando, pensé; con estas otras madres sigue pasando.

La mujer fue una vez más hacia la ventana, golpeó, esperó, golpeó; los
diez centímetros se abrieron por un instante y volvieron a cerrarse. Ella
regresó a nuestro lado:

- Está en el 27, la llevaron al 27. Dice que allí no se reciben visitas. ¿Qué
es el 27?

Después, por Idalina, íbamos a saber que al módulo 27 llevan a las


internas que entran en crisis; a las que intentaron o podrían intentar
matarse. ¿Cómo lo habrá sabido esa madre que se fue sin respuesta?

El sitio en el que las visitas se reúnen con las internas es un enorme


gimnasio. Tiene techos altísimos, aros de básquet, y una pequeña puerta
que da a un rectángulo de aire libre amurallado y con manchones de
césped: el jardín.

En el gimnasio hay tres mesas con seis o siete sillas alrededor. Cuando
llegamos, después de los controles, esas mesas estaban ocupadas. Me
pregunté si tendríamos que sentarnos en el piso. Para Isabel era todo tan
familiar que no se le ocurría explicarme nada. Y yo no quería estar
preguntándole a cada rato.

Sobre uno de los lados del gimnasio vi una cocina de seis hornallas y un
horno grande, de dos puertas. Del lado contrario, detrás de una pared
que no llega al techo: los baños. Varones de un lado, mujeres del otro.

El sitio está iluminado por reflectores pero algo de la luz del sol se cuela
por unas guías de ladrillos de vidrio que hay a la altura de las vigas del
techo. Miré las mesas ocupadas por las familias que habían llegado antes:
tomaban mate con facturas, charlaban, reían. Todavía no lograba
descubrir quién era la interna entre ellos.
Seguimos un buen rato allí de pie, esperando a Idalina frente a la puerta
de rejas por la que habíamos entrado.

Cuando se cruzaban nuestras miradas, Isabel me sonreía: y me


preguntaba si estaba bien. Iban llegando más y más visitas: una mujer
sola, un hombre joven con su hijo en brazos, un grupo de chicas. Un
hombre de barba, de unos cincuenta años, se acercaba conversando con
dos adolescentes; debían ser padre e hijos, se parecían. No podía dejar
de mirarlos. ¿Qué hacen ellos en un lugar como este? Yo también estoy
aprendiendo a “leer”, pensé.

Las visitas entraban al gimnasio y se quedaban como nosotras, mirando


hacia el pasillo, esperando.

- También ellas van a llegar por ahí - me explicó Isabel.

Desde el fondo del pasillo se acercaba una mujer con cuatro sillas de
plástico apiladas que arrastraba sobre las patas traseras. Colgada de un
hombro tenía una bolsa grande en la que adiviné una mesa desarmada.
Le pregunté a Isabel si era una interna.

- Sí, Eugenia.

Entonces recordé una de mis llamadas a Idalina. La mujer que atendió el


teléfono esa vez había dicho: Ida bajó al patio. Ahora yo voy para allá
también; ¿quiere que le diga algo?

Le dije mi nombre, y le pregunté con quién hablaba. Me dijo que se


llamaba Eugenia y que me quedara tranquila, que ella iba a avisarle a
Idalina.

Hasta esa llamada, todas las mujeres que atendieron el teléfono del
pabellón habían contestado: No está. O también: Ida, teléfono. Nada más.

Abrieron la reja para que pasara Eugenia y ella caminó hacia el hombre
de barba. Se besaron. Dejó sus cosas en el piso, abrazó a cada uno de los
chicos y al fin, a los tres juntos.

Me llevó pocos minutos reconocer a las internas, distinguirlas de las visitas.


El acceso al gimnasio era el mismo, pero ellas llegaban cargando mesas y
sillas. Además se habían arreglado especialmente: el maquillaje cuidado, el
peinado recogido en una trenza cosida o el pelo suelto con algún detalle.
Las remeras ajustadas y las calzas coloridas como recién estrenadas. Las
zapatillas y las camperas de jean impecables. Las uñas pintadas.

Miré a Isabel. Ella al menos se había delineado los ojos. Yo, ni siquiera
llevaba rimel. Isabel habrá pensado que la miraba por impaciencia y
entonces me aclaró que a veces tardaban en avisarles.
- No sé si se olvidan o es pura maldad - dijo.

Y al rato, bajito y como si lo dijera sólo para ella:

-Ahí está.

Había visto fotos de Idalina: una hermosa mujer de 25 años, ojos oscuros
y brillantes, el pelo lacio largo, pesado. Ahora caminaba hacia nosotras
una versión opaca de esas fotos.

No sé qué nos dijimos abrazadas; nos separamos para mirarnos a los ojos
y volvimos a abrazarnos varias veces. No puedo recordar las palabras.
Después sí: mientras armábamos la mesa, hablamos del cine paraguayo,
las cartas de los amigos, mis nietos, los talleres que cursa Ida, su deseo
de comenzar la universidad en cuanto complete las materias del
secundario que le faltan.

Isabel empezó el mate. Puso sobre la mesa un paquete de tapas para


empanadas y el relleno de carne que traía en un taper. Idalina cortó
porciones del bizcochuelo que había hecho la tarde anterior. De un
paquete sacó un puñado de harina, espolvoreó una fuente para horno y
comenzó a armar las empanadas. Yo hacía el repulgue y las acomodaba
en la fuente. Cuando Ida llevó las empanadas al horno, aún había lugar en
la rejilla del medio. Al rato, una fila de personas con fuentes en las manos
aguardaba junto a la cocina.

Leímos algunas páginas de El cuento de la criada, la novela que le había


regalado a Idalina su abogada. Ida me contó parte de la historia y yo, lo
que recordaba de Margaret Atwood, su autora.

Isabel sonreía, celebraba las bromas, pero se iba quedando cada vez más
callada. Pensé que quizás hubiera preferido pasar el domingo con su
amiga, las dos solas. Le pregunté si se sentía bien. Hizo un silencio antes
de responder, miró a Idalina y después dijo algo que las dos saben:

- Pasa tan rápido el tiempo de la visita, ya son casi las tres; a las cuatro
van a llamarlas.

Ida la abrazó, la animó contándome sobre los viajes que planean hacer
juntas “cuando todo esto pase”. Sueños que comparten desde chicas.

Algunas internas iban y venían abrazadas a sus parejas. Volvían a las


mesas o salían al jardín. Se acariciaban, bromeaban empujándose,
jugando como adolescentes que pasean despreocupados. Me pareció
que todos hacían el mismo recorrido, que cada vez los veía venir desde la
zona de los baños. Se lo comenté a Idalina. Ella se rió con ganas. Me dijo
que era muy observadora y me explicó que el trámite para conseguir
visitas higiénicas es largo y complicado.
Poco antes de las cuatro fui al baño. Estaba lavándome las manos cuando
entraron dos internas; discutían por algo que una de ellas se había
olvidado de “bajar” para la otra: “te dije”, “me prometiste”, “pará, mamita”.
Sentí crecer la tensión, el borde entre la cargada y la furia, entre la
palmadita en la espalda y el empujón, que se borraba a cada instante. Me
vi allí, contra la pared del fondo del baño, sin espacio para salir. Pensé en
el cuchillo con el que Ida había cortado el bizcochuelo.

De repente ellas hablaban muy bajo, casi abrazadas. Y un momento


después salieron del baño. Terminaba de secarme las manos con el papel
higiénico que me había dado Idalina, cuando entró otra mujer. Miró a las
dos que salían, movió la cabeza negando y bufó. Era una visita, la había
visto afuera mientras esperábamos. Se paró a mi lado junto a la pileta.

Enjuagaba una pava pequeña y abollada igual a la de Idalina, igual a la


que tienen casi todas las internas.

- Tengo una pava  mejor que esta porquería, ¿sabe? –dijo sin mirarme-. Y
cada vez que vengo pienso en traérsela, pero al final nunca lo hago.
Porque lo que yo quiero es que mi hija salga de aquí.

Isabel tenía razón, la despedida es horrible. La gente del Servicio


Penitenciario entra al gimnasio a los gritos y se acabó la visita. Las
internas juntan sus cosas, apilan las sillas; abrazan y se dejan abrazar una
y otra vez. Se demoran. Desde un megáfono les ordenan que se muevan,
que hasta que no salga la última interna ninguna visita podrá salir
tampoco. Isabel abrazó a Idalina y dijo que iba al baño porque el viaje era
largo. Aún no había regresado cuando Ida partió con sus sillas y su mesa.

Fuimos las últimas en salir. Me di vuelta para mirar el gimnasio vacío y


cerrado.

Habían quedado unas palomas. Volaban de pared a pared, entre las vigas
del techo.
 
Martina Bertolini
.
 AGRADECIMIENTOS

A las mujeres que nos brindaron sus testimonios y


a los familiares de las mujeres asesinadas:

A (seudónimo)
Andrea Barrionuevo
Ana Julia Di Lisio
Bárbara Baum (seudónimo)
Beatriz Caselli (seudónimo)
C.A.L (seudónimo)
Carmen Rivera (seudónimo)
Cecilia Fernández
Claudia Aguilar
Elisabeth Rasguido
Emilia (seudónimo)
Ezequiel Moscoso
Fernanda (seudónimo)
Idalina Gamarra
Juan Rodríguez Osado
Julia
Julieta (seudónimo)
Karina Abregú
Liliana (seudónimo)
L.F (seudónimo)
Lorena (seudónimo)
Lorenza Pacheco
Macarena Moscoso
Marcela Canestrari
María (seudónimo)
Marcela Minakowski
Marta Moscoso
M.E.L (seudónimo)
Miranda Flores (seudónimo)
Morocha (seudónimo)
M.T.V (seudónimo)
R (seudónimo)
Rosana Suárez
Sabina Leiva (seudónimo)
Silvina Quintans
Verónica (seudónimo)

A quienes escribieron los testimonios:

A (seudónimo)
Alicia Plante
Ana Julia Di Lisio
Anabella Foscaldo
Carmen Rivera (seudónimo)
Cecilia Sorrentino
Claudia Aguilar
Colectiva Y que los platos los lave otro
Cristina Ibañez
Fernanda
Hugo Paternoster
Inés Arteta
L.F (seudónimo)
Laura Galarza
Lorena (seudónimo)
María Isabel Rodríguez Osado
Marcela Minakowski
M.E.L (seudónimo)
Miranda Flores (seudónimo)
Oscar Marful
Sebastián La Prezioso
Silvana Aiudi
Silvina Quintans
 
Muchas gracias también a María Pía López,
Cooperativa de la Imagen, Martina Bertolini,
Flavio Castañeda, Claudia Reboiras,
Micaela Cerrotti, Lucía Capozzo, Alejandro Dujovne y a
todas, todos y todes lxs que nos apoyaron durante
el desarrollo de este proyecto.
ÍNDICE

Palabras iniciales, por Àngela Pradelli y Alejandra Correa............................ 5


Prólogo, por María Pía López .................................................................................. 7
Labio partido, por Ana Julia Di Lisio ..................................................................... 11
Andrea Barrionuevo, por Oscar Marful ................................................................ 14
C.A.L, por Ángela Pradelli........................................................................................... 17
Tres miradas sobre el asesinato de Belén Canestrari,
por María Isabel Rodríguez Osado ........................................................................ 20
Ojito con mostrar hombría, por Marcela Minakowski ..................................... 25
Elisabeth Rasgido y su prima Julia, por Silvana Aiudi.................................... 27
No estás ayudando en nada, por M.E.L ................................................................ 30
Beatriz Caselli, por Cecilia Sorrentino .................................................................. 33
Morocha, por Inés Arteta ........................................................................................... 36
Carta a la presidenta, por Carmen Rivera .......................................................... 40
Espectadora pasiva, por Silvina Quintans ........................................................... 43
Salí, dejame, por Claudia Aguilar ........................................................................... 46
Katherine Moscoso, por la Colectiva Y que los platos los lave otro.......... 49
¿Por qué no me di cuenta a tiempo?, por Hugo Paternoster ....................... 57
M. T. V, por Anabella Foscaldo ................................................................................ 60
A veces sueño que vuelvo a esa escuela, por Miranda Flores .................... 63
Mi hermana, por L.F ..................................................................................................... 66
Emilia, por Alejandra Correa...................................................................................... 69
Idalina Gamarra, por Cecilia Sorrentino ............................................................... 72
Julieta, por Alejandra Correa .................................................................................. 76
R, por Alejandra Correa .............................................................................................. 79
Bárbara Baum, por Sebastián La Prezioso ......................................................... 82
Flaquita, quedate tranquila, por Fernanda .................. ...................................... 85
Sabina Leiva, por Sebastián La Prezioso............................................................. 89
Karina Abregú, por Silvana Aiudi ........................................................................... 92
María, por Cristina Ibáñez ......................................................................................... 95
Lorenza Pacheco, por Anabella Foscaldo .......................................................... 98
Rosana Suárez, por Ángela Pradelli .................................................................... 101
Cecilia "Gato" Fernández, por Alicia Plante ...................................................... 104
Liliana, por Laura Galarza y Alejandra Correa ................................................ 107
Yo aborté, por A ......................................................................................................... 110
Denunciar al padre, por Lorena ............................................................................ 114
Un año más tarde. Encuentro con Idalina, por Cecilia Sorrentino..........,. 116
Agradecimientos ........................................................................................................ 125

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