Documentos de Académico
Documentos de Profesional
Documentos de Cultura
PRÓLOGO
MARÍA PÍA LÓPEZ
FOTOGRAFÍAS:
MARTINA BERTOLINI Y ALEJANDRA CORREA
Por qué llora esa mujer es un libro que surge de un trabajo colectivo a partir de una
convocatoria que se lanzó por Facebook a fines de 2016, en Argentina.
Contacto:
porquelloraesamujer@gmail.com
FB: https://www.facebook.com/groups/porquelloraesamujer/
¿A dónde van a parar todas las historias sobre las violencias que tallan la
vida de las mujeres a sangre y fuego? Algunas aparecen entre los
vestigios del discurso de los medios de comunicación, fragmentadas,
tamizadas por la ideología del medio en cuestión, las habladurías y la
necesidad momentánea de “llenar un espacio”. Otras se pierden en la
voraz maquinaria de los relatos judiciales, los testimonios policiales, los
sitios donde la historia queda “registrada” por las instituciones. Y
finalmente, todas logran atravesar el cerco de la historia propia, para
darse a luz como relato en la charla íntima.
Nuestra propuesta fue crear un espacio que pudiera reunir esas “charlas
íntimas” para obtener así un testimonio de primera mano sobre las
violencias a las que son sometidas las mujeres cotidianamente. Creamos
ese espacio a partir de un grupo en Facebook y un blog que fueron
motorizados por una convocatoria a brindar testimonio. Pensamos en una
modalidad colectiva, mediada por las redes sociales, para poder generar
un intercambio con una gran cantidad de personas en simultáneo. Un
libro que abarcara el compromiso de diferentes personas en pos de un
objetivo común: contar la violencia.
El resultado es este libro colectivo al que llamamos Por qué llora esa
mujer, tomando aquel poema de la argentina Susana Thenon que se
preguntaba ¿Por qué grita esa mujer? En el último verso, el poema
escribe que la mujer ya no grita. Entonces, decidimos buscar una
alternativa, ubicarnos antes del grito, en el llanto, donde todavía puede
ser posible retomar el relato desde una dimensión vital.
Por eso, más allá de que la convocatoria surgió desde un espacio virtual,
la propuesta fue un contacto humano directo entre las mujeres que
quisieran brindar su testimonio y un escritor que le tomara el relato y
luego lo escribiera con la mayor fidelidad posible. Enlazamos historias y
escuchas atentas. Algunas mujeres, incluso, quisieron escribir el
testimonio ellas mismas, y así lo hicieron. Podían tener seudónimo,
nombre real, imaginario. Lo único que les pedimos es que nos autorizaran
por escrito a difundir sus historias.
Cuando empezamos el proyecto sabíamos que iba a ser duro desarrollarlo, sin
embargo, la dimensión de las tragedias que viven algunas mujeres es tanto más
honda de lo que podemos imaginar. La maestra de tu hijo, la abogada que
conocés, la empleada que te atiende en la farmacia, la médica que te trata, la
muchacha que atiende en el banco, tu vecina, la mujer que te vende la fruta en la
verdulería. Un entramado de mujeres que un día decidieron finalmente buscar
las palabras, darles volumen y un cuerpo que a su vez protejan el de ellas.
El proceso nos llevó casi tres años. En ese tiempo, fueron muchas las mujeres
que se acercaron a preguntar, contar, esbozar el testimonio y luego, en algún
momento, se arrepintieron y decidieron volver al silencio. Otras, las aquí
publicadas, se sobrepusieron a ese movimiento traumático que implica recordar
y dejarse escuchar, para ver plasmado en un testimonio escrito su propia voz.
Alguna vez, después de terminar una charla, se acercó una mujer joven
y dijo algo inolvidable: Ni una menos me salvó la vida. La historia era
dramática y vital: vio la primera gran movilización, del 3 de junio de
2015, por la televisión y encontró fuerzas para cortar un vínculo con un
violento antes de ser una víctima más de femicidio, se separó y él la
persiguió hasta un intento de asesinato en la calle. Cuando la conocí, él
estaba preso por ese intento y ella libre. Había sobrevivido y estaba
rodeada de compañeras que la habían ayudado. La primera vez que fue
a una movilización fue el 19 de octubre de 2016, cuando paramos contra
el femicidio de Lucía Pérez. En este libro se puede leer otra historia sin
final feliz: la de una mujer que se moviliza en 2015, bajo ese grito
común, y el 20 de marzo del año siguiente se suicida, sin poder
encontrar la salida a la persecusión sufrida.
Para no estar solas. Para que otras no estén solas. Para que otres no lo
estén.
Atenta, escucho el dolor. El dolor como prueba de la vida pasada.
No existen otras pruebas, desconfío de las demás pruebas.
Son demasiados los casos en que las palabras nos alejaron de la verdad.
Reflexiono sobre el sufrimiento, que es el grado superior de información,
el que está en conexión directa con el misterio.
El misterio de la vida.
Svetlana Alexiévich
Alejandra Correa
Las escenas de mis papás discutiendo y las sillas volando para golpearse
eran frecuentes. Luego de esas batallas, se cenaba con toda normalidad
y sin ninguna explicación. Mientras comíamos, veíamos documentales en
silencio. Por esa época yo quería ser astronauta: el espacio se veía
silencioso y tranquilo.
Por esa época, él estaba saliendo con alguien veinte años menor con
quien tenían relaciones sexuales en nuestra casa sin importar que mi
hermano y yo estuviésemos. Ni siquiera le importaba que escucháramos
todo, inclusive desde nuestro cuarto con la puerta cerrada. Yo le
preguntaba por qué hacía eso. “Para demostrarte lo que es el amor“, me
decía mi papá.
No volvió a pegarme.
Él es abogado, tiene 70 años, pero parece más joven porque siempre hace
deporte y se mantiene bien. Los dos veníamos de matrimonios anteriores
y teníamos hijos. Al principio yo no estaba superenamorada, pero era una
persona interesante intelectualmente, y me trataba bien. Decidimos
convivir y él vino a vivir a mi casa.
Tenía una personalidad muy controladora, no sólo conmigo sino con los
objetos de la casa. Cuando yo cambiaba un sillón de lugar, o algo más
insignificante, como un adorno, por ejemplo, él se desestructuraba y se
enojaba conmigo.
Cuando le planteé que tenía que irse de mi casa, me dijo que quería plata.
Tuve que iniciarle una demanda para que se fuera de casa, tuve mucho
miedo, mi abogado me aconsejó pedir un cerco perimetral.
Al mes, la jueza me denegó el pedido. Fue algo muy raro, por un lado,
ganó él, ya que la jueza no dio lugar a mi pedido de que él se retirara
de mi casa, pero por otro, me llamó la secretaría del juzgado y me
confirmó que él iba a irse. ¿Cómo se entiende eso? Yo creo que fue
un arreglo entre ellos. Le evitaron tener una mancha en el legajo
profesional a cambio de que se vaya de mi casa. Lo protegieron. A mí
me hizo muy mal, una siente que la justicia termina siendo un arreglo
entre abogados amigos.
Esa última mañana que nos vimos, yo tenía rasguños en los brazos porque
había podado unas plantas; Belén me preguntó: ¿se pelearon con Diego?,
¿te pegó? Le dije: ¿qué estás diciendo?
Ese día no me quedé a comer en su casa como otras veces. Tal vez, si yo
me hubiera quedado, me contaba algo, a lo mejor me preguntó eso para
sacar el tema.
Como dije, la pareja de Belén era muy celosa, pero nosotros nunca la
vimos golpeada. Le pregunté si el jueves siguiente, que era 1 de mayo, lo
podía llevar a Valentino, pero ella dijo que estaba castigado, que Carlos
no quería. Yo le dije: ¿Tan grave es lo que hizo? Dejate de hinchar. Y ella
me dijo: Voy a tener problemas, no insistas.
Dejé todo como estaba y fuimos con Diego. Él decía que me calmara y
que si habían discutido no me metiera en sus problemas de pareja.
Cuando volví al hospital, el médico me dijo que entrara a verla, así podía
despedirme de mi hermana. Un rato después Belén falleció. Recién al día
siguiente nos entregaron el cuerpo.
Todos los días me acuesto pensando que si ella hubiera contado algo… y
que cómo no nos dimos cuenta de lo que pasaba.
Hace poco mi sobrino Valentino me dijo que le gustaría ver a su mamá solo
una vez, un ratito, para decirle: ¡Qué estúpida fuiste, por qué te quedaste ahí!
Testimonio de Juan Rodríguez Osado, ex pareja y padre de Valentino,
hijo mayor de Belén Canestrari
Era domingo, el día estaba gris, hacía frío. Ese día, fui a la casa de Belén a
buscar a Valentino.
Uno de los policías me preguntó quién era yo. Volví a gritar preguntando
dónde estaba mi hijo.
Un vecino de la casa de al lado de la de Belén estaba en la puerta y me
hizo señas. Vení, me dijo, los chicos están con nosotros. Me abrí paso
entre los policías sin entender qué era lo que estaba pasando. Estaba
mareado. ¿Qué había pasado minutos antes de que yo llegara a buscar a
Valentino?
Ese mismo día Valentino dibujó una carita sonriendo y escribió mamá,
otra carita sonriendo con su nombre y un corazón cruzado por una flecha.
Aun hoy no hablamos del tema, porque es difícil, porque duele, porque
quedaron tantas preguntas sin responder.
Era fin de semana, el día estaba gris, hacía frío, muchas veces pasa por
mi cabeza cómo serían sus vidas si el 4 de mayo no hubiese existido.
Ese día Juan me llamó y me dijo que venía a verme con Valentino. Me
alegró que vinieran, como siempre y fui a comprar facturas, Nesquik.
Cuando les abrí la puerta me di cuenta de que esa no era una visita igual
a otras. Juan estaba serio, quiso hacer una mueca de sonrisa, pero no le
salió. Mi nieto entró callado.
Aun hoy no se habla del tema porque es difícil, porque duele, porque
quedaron tantas preguntas sin responder, tantas respuestas sin ser
escuchadas.
En los siete años que vivimos juntos hubo de todo: golpes, mudanzas,
insultos, un hijo, palizas, patadas en la espalda y en la cara, hijos pequeños
de él que vinieron a vivir a casa, amenazas. Una vez me agarró del cuello y
casi me mata (vi todo negro, después me soltó). Otra vez, estaban todos los
chicos y cuando se distraían él me pegaba puñetazos en la espalda; miraba
de costado y vigilaba que no miraran y volvía a pegar; es el recuerdo que
más me atormenta, porque demuestra cuánto me conocía (sabía que yo
jamás gritaría delante de los chicos). Llegó a amenazarme con pegarme en
la panza hasta que abortara “si me seguís jodiendo”.
Una de esas mudanzas fue bastante lejos (500 km de mi familia). Y un día él,
que además había comenzado un romance con otra mujer, me dijo que me
fuera, que dejara la casa, el campo, los hijos, que ojito con lo que me llevaba
(aunque todo lo que había en esa casa era de mi propiedad), que no me
hiciera la loca y que no se me diera por demostrar “hombría”, que él sabía
muy bien que yo era una basura y que más vale que no me quedara en el
campo porque me iba a hacer la vida imposible y encima no me iba a dar un
peso. Entonces agarré a mis hijos, cuatro bolsos, las fotos y algunos libros.
Me subí a un micro y no volví nunca más. Ni a él ni al campo ni a ser
maltratada. Me cobijaron mujeres (mi madre, mi abuela, amigas). Nunca fui la
misma y sigo sin entender por qué no tomé yo la iniciativa de irme, por qué
tuve que ser echada. Mi amiga (a la que también le pegaron) dice que lo
importante es que pude, que lo hice: rescatarme y a mis hijos, empezar todo
de nuevo.
Alejandra Correa
También hay una declaración que dice que fueron seis puñaladas. En la
otra, tres. ¿Por qué el juez no mira eso? Yo no conozco a la abogada
defensora que le dieron en San Martín, pero si soy abogada defensora,
cómo no voy a ver los cambios en las declaraciones.
Mi hija más grande hizo una página y los compañeros del colegio se
sumaron y compartieron el caso. Le preguntaban por qué y ella decía que
Elisabeth era inocente, que la policía la acusaba sin pruebas de querer
matar a un señor. Los chicos fueron buenos y se preocuparon y
compartieron por Facebook la página.
La gente grande es la que juzga. La gente te juzga por ser pobre, por ser
villera. Elisabeth vive con la madre y su bebé. La está pasando mal: tiene
tuberculosis. Me duele porque es mi prima y sé que es inocente.
Mis hijos me reclaman que no estoy, que llego tarde todas las noches por
estar con la Eli, pero no la puedo dejar sola. Mientras tanto, los culpables
están libres. A mí me cuesta todo esto. Yo soy sola, trabajo como
empleada doméstica por hora en Palermo, me pagan en negro, alquilo en
Grand Bourg. No la voy a dejar sola a mi prima. Es inocente.
Alejandra Correa
Hace seis años que soy enfermera neonatal y a medida que fueron
pasando los años y fui adquiriendo más conocimientos, comencé a darme
cuenta del maltrato con que los obstetras abordan a una mujer y a la hija
o hijo que está por nacer.
Amo mi profesión, elijo cada día ser enfermera neonatal, pero para el
equipo médico las ¨nurse no tenemos derecho a opinar y tenemos que
limitarnos a cuidar, tapar, reparar los errores y los daños. Además, nos
hacen cómplices de sus mentiras. La cesárea es un gran negocio; los
obstetras y sus equipos no brindan la información acerca de los beneficios
que tiene el trabajo de parto en la adaptación del recién nacido.
Cuando tenía seis años fui por primera vez sola a visitar a mis abuelos
que vivían a la vuelta. Mi madre me acompañó hasta la puerta y al llegar
yo a la esquina la saludé con la mano. Apenas unos pasos después del
saludo un hombre me arrinconó, balbuceó algo que no entendí y abrió su
sobretodo. Me escurrí contra el cerco de ligustrinas y corrí sin parar hasta
la casa de mi abuela.
Después mi madre dijo que alguna vez le había pasado un episodio como
ese a ella y a mis tías también. Que nunca falta un degenerado y que por
eso era mejor no andar sola por la calle, evitar la hora de la siesta y,
llegado el caso correr. Yo lo había hecho muy bien.
Pronto supe que también debía evitar quedarme sola con un primo
bastante mayor que bajaba el cierre del pantalón y me invitaba a acariciar
su “¿viste qué lindo?”. Pero esto nunca lo conté.
A los dieciséis años, una tarde fui con una amiga al museo de la casa de
gobierno. No sabíamos que faltaban pocos minutos para el cierre, ni que
habían salido los últimos visitantes. El museo era un túnel y, cuando
llegamos al fondo se apagaron las luces. Tuvimos que hacer el zigzag del
regreso en completa oscuridad. Dos veces encendieron las luces por
unos segundos y recuperamos cierta orientación.
Esa fue la primera vez que alguien me explicó: lo hace porque sos mujer.
El último episodio que quiero contar es muy reciente. Hacía un año que
estaba en pareja con un hombre de mi edad. Esa noche cenábamos con
colegas suyos; psicoanalistas lacanianos. Mujeres y varones. Y un colega
gay con su pareja de muchos años.
Ahí, en mi pieza. La Virgen me dio fuerza para no ponerme mal. Me dijo: vos
te vas con tu macho o te mato. ¿De qué me hablás?, le dije. Y ahí me
apuntó en mi pecho. Agarré la punta de la escopeta y la corrí a un costado
y tiró un tiro al techo. ¿Qué me estás haciendo, amor?, le dije. Yo te voy a
matar, me dijo. Y los voy a matar a todos. Y ahí tuve que luchar. Agarré la
escopeta y no la soltaba.
Brian me lloraba agarrado del cuello. Lloraban todos mis hijos arriba mío. Y
Brenda salió corriendo al fondo y le pidió auxilio al vecino. El lunes los chicos
tenían que empezar la escuela, entonces tenía toda la ropa en la plancha.
Y en el living, tenía mis plantas y mis cosas y se cayó todo, se rompieron los
vidrios cuando yo me peleaba con él ahí, que me pegaba y me quería pegar
tiro, pero yo no me entregaba. Estaba con camisón y Brenda me gritaba,
mami, ¿dónde están las llaves? Para ir a pedir ayuda. Pero no las encontraba y
después las encontró debajo de la cama y se iba a abrir la puerta de la calle.
Mientras yo luchaba le dije: Brenda, cuidá a tus hermanos, yo me voy a
defender. Él parecía un perro rabioso que no me soltaba. Estaba drogado o
borracho, no sé, y le puse mi pierna en el medio de las de él y luchábamos
así. Me pegaba en la cabeza, donde sea, y teníamos la escopeta en el medio.
A lo último lo empujé y ya luchábamos en la calle. Y venían todos los vecinos
y nadie no me ayudaba.
Todos los que venían de los bailes, veían como me agarraba de los pelos
y me tiraba en el piso y me pegaba patadas. Y le saqué la escopeta,
pero la agarró Brenda y lo apuntó y le dijo: dejá a mi mamá o te tiro. ¡Ella
no sabe manejar armas! ¡Tenía once años! Y le dije: llevá la escopeta allá
y llevá a tus hermanos ahí, porque el vecino abrió la puerta.
Brenda entró ahí con los chicos, pero estaba enloquecida. Y los vecinos
no hacían nada para frenarlo porque él tenía otra arma en la mano. Un 9
milímetros. Ya no podía más yo, me salía sangre de la boca, de la nariz,
de todos lados y ahí le agarré de los testículos y se cayó. Salí corriendo,
atrás mío los chicos. No sabía qué hacer. Corrí hasta Iguazú, así, desnuda,
porque mi camisón era corto. Pero cuando te pasan cosas así ya no tenés
más vergüenza.
Los médicos no querían que los chicos entren conmigo, pero mis hijos no
se despegaban y la vecina los retó a los médicos: Pero cómo, ¿no ve que
ya ella está por morir y ustedes le quieren hacer así? Nunca no me voy a
olvidar lo agradecida que estaba con mi vecina.
Firmé, volví a mi casa y me encerré con mis chicos. Respiré hondo, la
limpié toda y después hablé con la doctora para que el juez no me saque
a mis hijos. Y le hizo firmar al juez una carta que dice que el papá no se
puede acercar a trescientos metros de mi casa. Cada vez que se iba a
vencer el papel, me iba a hablar con un abogado para hacer de vuelta. Y
desde ahí ya estoy bien, empecé a trabajar otra vez, me ayudó un
asistente social y una psicóloga a la que llevaba a mis hijos.
Brenda se me cayó en la droga a los 14. Yo digo que ella repitió la historia
porque iba muy bien en el colegio, pero yo trabajaba mucho, y en
vacaciones de invierno supo que su papá se murió en un accidente en
Paraguay. Que estaba perdido en la bebida, me dijeron”.
Alejandra Correa
Apelo a una carta que nunca pude hacerle llegar a Cristina Fernández de
Kirchner, por tratarse mi ex de un personaje público. Por razones obvias -
miedo de que me pase algo- no utilizo mi nombre verdadero. La carta
está fechada a fines del año 2014, porque fue ese momento en que
sucedió todo:
Mi intención es, como antes dije, que sepa que acuso al señor A.L. de
golpeador, hombre violento, y es por eso que realicé la denuncia el 30 de
setiembre de 2014, en Lavalle 1247, y en el Juzgado civil 87, que pasó
luego a la UFI de la calle Paseo Colón 1660. Por supuesto que no pasó
nada al tratarse de semejante personaje público. El caso es simple y muy
común: al descubrirle una doble vida la reacción del señor A.L. fue la
violencia: me dio palizas durante cuatro meses desde el 3 de enero de
este año 2014, hasta que escapé con lo puesto de mi domicilio a fines del
mes de abril, al ver seriamente amenazada mi integridad física y
psicológica. Y me fui a vivir a la casa de una amiga. Porque, señora, el
señor A.L. me hubiera matado, seguramente, sin importarle que en el año
2012 sufrí un infarto muy grave. Pero la cosa no terminó allí. Porque el
señor A.L. continuó acosándome por wathsapp, teléfono, mails, con
amenazas tales como “la vida no vale nada en este país, te puedo hacer
matar por ocho mil pesos…”
¿Pero, y por qué? ¿Por qué tanta saña contra alguien de quien,
evidentemente, quería deshacerse? Bueno, la cosa quizás tenga que ver
con que pude descubrir que, además del tema sentimental, A.L. me
estaba estafando económicamente, a mí y a mi hija, claro está, a través
de maniobras económico-financieras non sanctas, del tipo de esas que
puede llevar a cabo un hombre con Poder y que me reservo mencionar
por estar toda esa información relacionada con su actividad política y en
manos de abogados. Descubrí, además, que, el señor A.L., usurpa un
título que no tiene, porque no es sociólogo y esto será para Ud. muy fácil
de comprobar.
Podrá Ud. tratarme de lo que quiera, pero aquí lo que importa son los
hechos, estos hechos y otros que, más tarde o más temprano, saldrán a la
luz y podrían perjudicarla a usted, Presidenta, ajena totalmente a estas
acciones. El señor A.L. es un personaje público, quien habla en nombre
de su gobierno, identificado por toda la gente con el mismo, pero que en
la intimidad distorsiona las convicciones, más legítimas de su
presidencia, a mi humilde entender.
Por eso, solo quiero que esté enterada, Presidenta, de quién es esta
persona que fue treinta y cinco años amargos mi marido y con el cual
tengo una hija, que está sufriendo y mucho las consecuencias de
semejante estafa y defraudación a su propio grupo familiar. Una estafa no
solo afectiva, que eso no se puede juzgar, sino económica.
Carmen Rivera
Alejandra Correa
A las 11:37 una nueva cabecita asoma al mundo. El Dr. X corta el cordón,
me lo acercan para que le de un beso, y se lo llevan. Estoy aturdida, no
entiendo lo que acaba de pasar. Me siento ajena a la situación, como si la
mirara desde una ventana, como si le sucediera a otro. Le pregunto al Dr.
X si mi bebé está sano. Entonces me cuenta que está bien, pero que tuvo
que utilizar fórceps para sacarlo, que tiene dos hematomas en las sienes
que se van a absorber con los días. Luego me ordena que siga pujando
porque todavía tengo que expulsar la placenta.
Mi hijo ya tiene 15 años y está sano. Aquel bebé al que tanto le costó salir
es hoy un adolescente curioso, inteligente y sensible, que me llena de
orgullo cada día.
Desde el punto de vista médico, la actuación del Dr. X pudo haber sido
correcta, pero nunca le voy a perdonar que haya estropeado lo que
debería haber sido el momento más importante de mi vida. No puedo
perdonarle que en ningún momento me explicara lo que estaba
sucediendo, que practicara toda clase de maniobras sobre mi cuerpo sin
pedirme permiso, que no registrara mi dolor, que no planteara
alternativas, que desechara mi participación en cualquier decisión y,
sobre todo, no puedo perdonarle que no me saludara al entrar a la sala
de partos. No fue falta de cortesía sino un brutal ejercicio de poder: me
declaró ausente en mi propio parto. Me convirtió en espectadora pasiva
de uno de los momentos más trascendentes de mi vida.
Había salido a bailar a Ramos Mejía, estaba muy borracha o muy drogada
(si es que existe alguna diferencia) o ambas. Me tenía que tomar el
colectivo de vuelta en la esquina de la casa en la que había vivido con
Gastón, mi ex, y en la que él seguía viviendo. Todavía tenía la llave, toqué
timbre y entré. Abrí la puerta del pasillo y Gastón abrió la de la casa, que
era el PH del fondo. Sólo necesitaba dormir por unos cuantos meses.
Sólo volví a vomitar así casi dos años después, cuando por primera vez
pude recordar lo que había pasado esa vez, que fue la última vez que vi a
mi ex. Recordé entre vómitos, después de leer un texto sobre violaciones
por parte de parejas, estadísticas al respecto y algún estudio histórico
sobre su estatuto jurídico.
Varias personas dijeron que la habían visto esa noche: en el boliche, saliendo
del boliche, volviendo en dirección a la casa o siendo llevada en un auto a
Sauce Grande, otro pequeño balneario vecino.
Esa misma noche, un grupo de vecinos fue hasta la casa de Juan Carlos
González (Canini), una de las últimas personas que habían estado con
Kathy y que la policía tenía bajo custodia, y lo golpearon hasta matarlo.
Por la muerte de Juan Carlos González, a fines de mayo de este año 2017,
se condenaron a ocho personas con la pena de 5 años de prisión por
homicidio en riña.
El fiscal del caso apelará esta condena porque considera que se debe
juzgarlos por homicidio simple. Por el asesinato de Katherine Moscoso no
hay ninguna persona detenida ni procesada.
Monte Hermoso, sábado 22 de abril 2017
- Yo la busqué primero por acá, pensando que iba a volver, porque nunca
se iba. Además la chica me avisó a la tarde del domingo que no había
vuelto.
- Ella siempre venía por la misma calle, yo creo que venía por ahí.
Nosotros de a poco nos dimos cuenta que nos estaban mintiendo, porque
no estamos acostumbrados a tener ese grado de maldad, nosotros somos
gente común. Y la policía hizo las cosas mal desde el inicio. Ellos ya
sabían, sabían las cosas y lo que iba a pasar.
- Ellos nos querían dar la esperanza de que Kathy iba a aparecer. Siempre
le decían a mi abuela: Ay, señora tranquila, va a aparecer. Pero para mí
ellos ya sabían.
A medida que pasaban los días, nosotros no queríamos creer, pero nos
dábamos cuenta que algo raro había. Ese sábado al mediodía nos
mandaron a todos a buscarla a Sauce. Como una distracción. ¿Para qué?
Para tirar el cuerpo ahí. Cuando apareció Katherine no nos avisaron. Yo
me entero de que la nena estaba muerta porque voy ahí, había un
operativo y un policía, que no sabía ni quién era yo, me dijo que la nena
estaba muerta. Yo me entero así, de esa manera. No es que desde la
comisaría nos avisaron. Después se armaron los disturbios y mataron a
golpes a Canini. Yo estaba ahí y el policía que custodiaba a Canini dijo:
¿Ustedes quieren al asesino?, ahí tienen al asesino, mátenlo, yo no me
meto. Eso lo denunciamos nosotros porque quien tenía que cuidarlo, lo
mandó a matar. Era la única persona que podría haber sabido lo que pasó
con Kathy. De donde mataron a Canini a donde encontraron el cuerpo de
Kathy no hay ni cien metros.
El cuerpo fue lavado, está probado que estuvo lavado y por eso no hay
pruebas. Según la autopsia, Katherine fue asesinada entre el domingo 18
y el lunes 19 de mayo. Y recién apareció el 23. Tuvieron mucho tiempo
para organizar todo, para borrar huellas. Se hicieron tres autopsias. Pero
no salió casi nada, sólo los golpes. La golpearon en la cabeza y luego la
enterraron todavía viva. Tenía arena en los pulmones. Cuando mi mamá
fue a reconocer el cuerpo ya no tenía casi cabello.
Un día el médico psiquiatra me dijo que lo mejor era llevarla a una clínica
en Buenos Aires. Horas antes del traslado, el médico pidió hablar
conmigo. Me dijo que mi hija contó en su terapia que mi ex había abusado
de ella desde los dos años hasta los siete. "La ducha tenía llave por
dentro y por fuera, si quería gritar me amenazaba con dejarme encerrada,
y me metía la cabeza en el inodoro”, contó ella.
Yo tenía 25 años cuando nació y aunque era grande, yo era muy inocente.
Fui a un restaurante, me senté a tomar una bebida y él se vino a mi mesa
y me dijo si se podía sentar, y no sé si yo era muy tímida o no sé…, él se
sentó y me dijo: “Yo soy fulano de tal, trabajo en tal lado. Yo te puedo
conseguir trabajo; vamos, vení conmigo que voy a buscar unos papeles”.
Yo lo seguí, mientras íbamos el tipo me dijo: “Trabajo en la aduana, te
puedo conseguir un trabajo ahí”. Me fui con él. Me llevó a una casa, me
dijo que él cuidaba esa casa, y bueno…. Me hace entrar, cierra la puerta,
me lleva hacia una habitación, me jalona, me tira al borde de un sillón y al
minuto me pone los brazos y las piernas en posición de un abuso.
En casa estaban mis padres y mis dos hermanos. No hablé, no hablé. Sólo
le dije a una amiga mía: “Mirá, me pasó con este tipo que trabaja en la
aduana y abusó de mí, abusó, abusó de mí”. Ella me pregunta pero dónde,
cómo. No sé le digo, no sé. Ella: ¿Y ahora? Pasaron los días, quince, los
veinte días, llegó el mes y me saqué un estudio y salió que estaba
embarazada. Y no hablé, no denuncié a las veinticuatro horas ni a las
doce, ni a las ocho ni al mes.
Nunca le conté lo que había pasado; ella tampoco preguntaba. Sólo una
vez le dije que ella no tenía papá y nunca volvimos a hablar de ese tema,
no quisiera que mi hija se sintiera mal.
Después tuve cinco hijos más con mi marido que me junté. Una conocida
me decía: “Sólo sabes hacer hijos”, nunca me pude olvidar de esas
palabras. Yo no tengo nada, pero soy feliz con mis seis hijos.
Es triste para una mujer tener un hijo y hoy estás acá en lo del amiguito,
el sobrinito, la cuñadita…No agarres mi espejo, le digo a mis hijas mujeres:
me junté con tu padre, vago él, vaga yo.
A los 13 años, en primer año del secundario, viví mi primer abuso. Puedo
recordar exactamente hasta la luz del lugar, y a la vez, lo había olvidado.
Fue un profesor de contabilidad de un colegio conocido. Con nuestros
compañeros varones él comentaba si éramos lindas o feas. Después nos
hacía pasar al frente y exponer sobre algún tema. Un día me toco pasar al
frente, me trató mal; me dijo: ¿sos estúpida? Reaccioné y salí del aula
amenazando con dar aviso a la directora. Él salió también, me agarro del
brazo. Su rostro… sus gestos ya no tenían la soberbia de hacía un rato, era
otra persona. Empezó a tocarme el brazo, caricias en el pelo y en la
bufanda, terminó por tocarme los senos. Y yo sin poder moverme, sin
poder decir una sola palabra, quieta. Trató de convencerme no sé de qué,
la verdad es que nunca llegué a la dirección, era una niña avergonzada.
Terminé primer año en un colegio religioso; nunca fui creyente, pero era
la única escuela que tenía vacante en agosto. El primer día de clases,
cuando entré al baño, había un cartel para mí que decía: Miranda te voy a
matar. Cuando terminaron las clases pedí que por favor me sacaran de esa
escuela y al año siguiente ingresé a un colegio bilingüe de jornada
completa. Nunca me sentí cómoda en ese lugar, y supongo que tampoco
encajaba con el tipo de amistades que aquellos padres querían para sus
hijas. Estuve dos años, y volví a conversar con mis papás sobre la idea de
ir a una escuela pública. Accedieron, la escuela tuvo vacantes, y empecé
cuarto año del secundario. En esa escuela podía ser “anónima” y tener
libertad para hacer lo que me daba la gana.
Yo era una adolescente con ganas de conocer “el mundo”. A veces siento
pena por esa adolescente, otras veces vergüenza, a veces elijo pensar
que fue en otra vida. Al final pienso que hoy soy lo que soy por toda esa
confusión y dolor que alguna vez pasó.
Tenía 17 años. Junto con mis hermanas se nos dio por hacer unas pulseras
de madera pintada. Era verano y con un amigo decidimos ir a Córdoba de
mochileros. Yo, como artesana, iba a vender esas pulseras que había
hecho. Ahora, a la distancia, pienso que mis padres eran muy libres, tal vez
demasiado para los hábitos de esa época, fines de los años setenta, no sé…
Pero de ningún modo, la libertad que me dieron justifica ningún maltrato
de terceros. Aunque esto lo pienso hoy, entonces sí les tuve rabia.
Paró una camioneta en la que iban tres hombres. Me subí. Dos de ellos se
bajaron a los pocos kilómetros y me quedé con el que manejaba, un tipo
de unos 25 años. De algunas cosas me cuesta acordarme, los detalles, no
sé, pasaron muchos años. Pero lo que recuerdo es que íbamos por una
ruta y él se desvió en un camino de tierra en medio de la nada y me violó.
Yo había tenido relaciones con un novio que tuve entre los 15 y los 17 y
del que tengo lindos, dulces recuerdos. Lo que me acuerdo es que me
negué, que le dije que no quería. Pero estaba muy asustada, paralizada
por el miedo y no sabía qué hacer porque estaba en el medio de la nada
con este tipo al que no conocía, dentro de su vehículo. No me puedo
acordar mucho lo que decía él o lo que decía yo. Solo me queda la
sensación de miedo, de terror. Un miedo y un desconcierto, por no
entender. El tipo me penetró analmente. Yo nunca lo había hecho de esa
manera, fue algo sumamente violento.
Si miro para atrás, lo que veo es que las secuelas fueron muchas y se
fueron dando con el tiempo. Durante años no sentía nada, no tenía
emociones, me costó mucho enamorarme, confiar en un hombre, tener
pareja. Hasta el día de hoy, algunas veces me sobresalto en medio de la
noche, me despierto con miedo si siento la mano de mi marido que se
apoya en mi espalda.
En otra época tuve ataques de pánico y tal vez haya tenido que ver con la
violación. Incluso pienso que mis desarreglos alimentarios tienen su
origen en aquel nefasto episodio que viví y de lo que todavía hoy me
cuesta mucho hablar.
Bueno, creo que ahora no me cuesta tanto, pero sí sé que hay muchas
secuelas que aún desconozco, que la terapia no ha podido resolver.
Alejandra Correa
Yo había tenido a mi hijo muy joven, a los dieciséis, pero hacía ya tiempo
que su padre y yo estábamos separados.
Primero fueron sólo advertencias: “no hace falta que tengas amigas”, “no
quiero que atiendas varones en tu peluquería”. Después empezó a
celarme si iba al gimnasio, y hasta si leía una novela. Te parecerá increíble
pero pensé: me cela porque me quiere.
Un día que estaba más violento que nunca envié un mensaje a su padre:
“suegro, ven a buscar a tu hijo porque esta relación no va a ningún lado”.
Vino, vio mis golpes y a él como loco. Le dio un calmante y se lo llevó.
Logré soltar una mano y lo arañé. Y él me violó otra vez. De una manera
tan horrible que me avergüenza contarte.
Salí corriendo en busca de mi tío que vive al lado y entre los dos lo
cargamos en su auto y lo llevamos al hospital.
Tenía 23 años y hacía poco tiempo que vivía sola. Estaba tan feliz, me
sentía tan bien, que creía que a partir de ese momento sólo iban a pasar
cosas buenas.
Lo segundo que me pasó, alrededor de un año más tarde fue que conocí
en el hall del Teatro San Martín a un muchacho con toda la onda: flaquito,
con rastas, hablaba un portuñol muy simpático. Me contó que era de
Brasil, de una zona cercana al Amazonas, que estaba viviendo en Buenos
Aires. Yo entraba a ver una obra de teatro y el me pidió el teléfono. Se lo
di. Empezó a llamarme casi a diario. Me recitaba poemas, sus charlas eran
filosóficas, después de varios días, me invitó a salir y accedí. Nos
encontramos, caminamos y charlamos.
Yo me sentí rara. Me pareció que el flaco había entrado en una suerte de
trance, como si hubiese cambiado su energía, no me prestaba atención,
se quería imponer. Cuando terminó, traté de no parecer asustada. Se vé
que algo intuía.
Esperé un rato y le dije que me iba porque tenía que estudiar para un
parcial. Él trató de convencerme para que me quedara. Le dije que no,
que me tenía que ir. Entonces me empujó y caí de espaldas sobre el
sillón. Él me presionó la panza con su rodilla. Le dije: ¿Sos boludo, qué
hacés? Empezó a hablar en portuñol, pero ya no le entendía nada.
Lo primero que hice fue llamar a mi amigo Ariel. Le conté lo que me había
pasado. Me dijo: Vos estás en pedo, ¿cómo te vas a meter en la casa de
un tipo al que no conocés? Le di la razón, me había descuidado.
Vivimos juntos nueve años. Nuestra hija nació luego de cuatro años de
convivencia. Durante muchos años, vivimos mal. Nos llevábamos mal,
discutíamos mucho, no nos hablábamos por temporadas… Durante mucho
tiempo, las discusiones eran monólogos de él, hasta que yo empecé a
responderle. Eso tornó las cosas más violentas, porque las discusiones
eran tremendas.
Cuando éramos pareja accedí a ser parte de su S.R.L. para que él pudiera
formarla. Su contador puso eso como mi actividad principal y cuando
conseguí un contrato de trabajo tuve que esperar meses para cobrar mi
sueldo porque me encontraba en esa situación legal. Hoy se niega a
desvincularme y no me da acceso a los papeles que los abogados me
piden para una acción legal.
Las acusaciones siguen, y vienen con una amenaza. Me dice que yo pare
porque él no va a poder controlar su violencia.
Yo aguanto.
Martina Bertolini
Una noche mi mamá se fue a jugar a la canasta con unas viejas de acá a
la vuelta. Ricardo quedó a cargo mío, yo tenía nueve años. Me
manoseó. Me encerré en el baño y esperé a mi mamá para contarle todo.
Pero no me creyó, y encima, me fajó; después me echó a la calle, por
mentirosa, me dijo.
Dormí en un parque, hasta que una señora que siempre me veía en los
bancos de ese parque me ofreció una piecita.
Con Alfredo todo anduvo bien hasta que quedé embarazada. Después de
eso, la cosa cambió mucho; no paró de insultarme y de cagarme a palos
casi todos los días, por nada; inventaba excusas.
Esa vez me adelanté a lo que podía pasar, entonces le juré que si tocaba
a mis hijos lo mataba. “Pero a quién vas a matar vos, mal cogida”, me dijo,
y se reía. El muy estúpido se confió porque yo tenía nada más que
veintiún años.
Pasaron unos días. Después de comer, tipo dos, les pegó no sé cuántos
cintazos a las nenas, adentro de la pieza: “Porque no querían dormir la
siesta”, me contestó. Les pegó con la hebilla más grande que tenía, de un
cinto que ni usaba, cosa de lastimarlas bien lastimadas. En el momento
no hice nada. Y siguió pegándoles. La rabia que yo tenía adentro me iba a
enfermar, una vez hasta me desmayé porque me levantó la presión.
Una noche vino a ver el partido de Boca y River, estaba borracho; nos
cambió de canal, me putió de arriba abajo, porque tenía ganas nomás, yo
me fui a la cocina; terminó el primer tiempo, me pidió no sé qué cosa, no
podía ni hablar del pedo. Le dije que no, se me vino como loco, cuando lo
tuve atrás me di vuelta y le metí una cuchilla de cabo blanco en la panza,
bien hasta el fondo, y lo llevé al hospital.
Estuve una semana presa, pero me largaron porque fueron muchos los
testigos que contaron lo que Alfredo me hizo esos años.
Lo peor de haber estado presa fue que esa semana los chicos estuvieron
con él, en la casa de su mamá. Cuando los fui a buscar, la mamá de
Alfredo me pegó con un palo y él me pateó en el suelo. Me los traje igual
a los chicos gracias a unos vecinos que me ayudaron.
No me importaba nada más que mis hijos. Trabajé de noche, mientras mis
hijos dormían; me acosté con tipos por plata. Todo eso fue un asco, pero
fue lo que nos dio de comer y fue lo único que se me ocurrió por si
Alfredo volvía cualquier tarde a llevárselos. Yo siempre en casa, todo el
día. No me arrepiento de nada.
Ese mismo año me junté con un hombre, que conocí mientras fui
prostituta, había sido mi cliente. Volví a mi trabajo anterior, él colaboró
con todo en la casa. No es fácil hacer de nuevo mi vida, en estos pueblos
todos saben todo.
Respondí:
Me hizo un tacto y luego otro más profundo hasta que su mano salió de
mi vagina. No había rostro, no había palabra que acompañara. Siento el
dolor más intenso y profundo en mi cuerpo, quise cerrar las piernas. No
me dejó. Corre sangre tibia. Me asusto, sale mucha sangre. Aparece la
incomodidad, la incertidumbre, el miedo.
Lo único que quise luego fue cerrar las piernas y secarme las lágrimas, la
sangre. Semi desnuda sobre esa camilla blanca, sin saber qué hacer, sola,
temblaba, transpiraba. Ella me dijo:
Me dijo:
Me incorporé como pude con lágrimas en los ojos, nadie me ayudó. Toco
mi entrepierna, me toco los muslos para ver si mi cuerpo reaccionaba.
Pregunto:
Vuelve a preguntar:
- Indicá la transvaginal -le dice él-, dale las pastillas, pero aclará en la
parte de abajo “aborto espontáneo”.
- Vas a tener que buscar de forma privada el estudio porque acá no tenemos
ecógrafo. Fíjate que acá a dos cuadras hay un lugar que hacen ecografías.
Caminamos con mi pareja hasta el lugar. Entramos. Hay otra sala de espera
y una recepción. Explico la situación y la asistente del doctor me dijo:
La noche estaba ahí… el día todavía estaba ahí, pero yo solo quería que
se fuera lejos, que no volviera nunca más.
Martina Bertolini
Me llamo Sabina Leiva, tengo cuarenta y cuatro años. Soy madre de tres
nenas y dos nenes. La más grande de las nenas, Camila, la tuve con mi
primer matrimonio, los otros cuatro con Hugo Contreras, mi último
marido. Él abusó de mi hija Camila, su hijastra, y de una de nuestras hijas,
Julia. Durante los catorce años que viví con Hugo Contreras fui golpeada
por él. Hoy está preso por el abuso a Julia.
Mi historia empieza cuando mi hija Camila pudo contarme lo que pasó con
Hugo: “Es que Hugo era como mi papá, ¡perdón mamá!, yo tenía nueve
años; él me compraba todo lo que quería, pero yo tenía que ‘jugar’ ¡Me
hizo de todo! Un día no quise ‘jugar’ más, pero hasta hoy me viene
obligando”.
No sé cómo ni cuándo salí de casa, caminé perdida. Creo que fue ayuda
de Dios. Lo único que me acuerdo es que de golpe estaba entrando en la
guardia del hospital, y me desmayé.
Lo que más querían ellas era presentarse y decir todo, pero no pudieron
porque el miedo no las dejó.
La primera vez que me golpeó fue a pocos meses que había comenzado
la relación. Tengo dos hijos de un primer matrimonio – con Albornoz no
tuve hijos–. Había fallecido la abuela paterna de ellos y le comenté que
iba a llevarlos al velorio. Me dijo que no fuera. Esperé a que se durmiera y
los llevé igual. Cuando volvimos a casa, me encontré con toda la ropa
tirada en la calle. Entramos, me encerró en la habitación que
compartíamos, a mis hijos en otra, y empezó a golpearme.
Estuve casi catorce años con él. Hice más de quince denuncias en las
comisarías de Merlo y de Martínez. En Martínez compartíamos el ámbito
laboral y ahí también él me golpeaba. Cuando le notificaban acerca de las
denuncias que le hacía, era esperar la golpiza y que me dijera que ahora
era él quien me ganaba. Albornoz tomaba alcohol y tenía adicción a las
drogas en el último tiempo.
Estuve internada más de seis meses en una clínica de Laferrère, con más
de cuarenta injertos que me hicieron. Sé que me quedan varias
operaciones por delante. Muchas veces me preguntan por qué seguí con
él. Fueron catorce años de vivir con violencia. Tenía miedo a lo que me
pudiera pasar. Es triste hacer la denuncia y volver a tu casa porque no
hay un refugio que te albergue.
Martina Bertolini
Me llamo María y tengo 61 años. Conviví con el padre de mis dos hijos
dieciocho años. Han pasado casi ventitrés de aquella separación que nos
marcó para siempre. Sé que mis hijos y yo tenemos una huella en el
corazón y, a veces, el dolor sale.
Desde que lo conocí tuvo una relación conflictiva con la madre y nosotros
vivíamos con ella. Cada tanto, se peleaban y mi hija y yo estábamos en el
medio.
La cosa era así: nos peleábamos, no nos hablábamos, hacíamos las paces
por un tiempo y después él volvía a tomar. Cuando me fui me di cuenta
de este círculo.
Una vez fui al almacén del barrio a comprar algo de apuro y cuando le
pagué al almacenero me preguntó si iba a pagar la deuda de mi marido.
Yo no entendí a qué se refería. Entonces él me contó que todas las tardes
mandaba a mi hijo a pedir fiado una cerveza o un vinito cuando yo estaba
trabajando. Para mí, fue el principio del fin. Entablamos una guerra sin
cuartel, de silencios y tensiones. Dejé de quererlo. Me mataba volver de
la escuela, ir a saludarlo y sentir el aliento a alcohol. Me volví amargada y
triste. Oscura como él.
Esa noche fue una violencia terrible. Mi suegra nos tenía a mis hijos y a mí
encerrados en su casa. Él había quedado en la casa de atrás gritando
hasta que el sueño lo venció.
A los pocos días volví porque él me amenazó por teléfono. Me decía que se
iba suicidar adelante de mi hijo. Fui a buscar a mi hijo por la
mañana, aconsejada por un terapeuta, pasé el día en la casa y esa noche tuve
que compartir la cama con él. Yo tenía mucho miedo, pero quería rescatar a
mi hijo. Un médico vecino tuvo que sedarlo porque él andaba enfurecido y la
madre intercedía a cada momento. Al día siguiente, me fui con mi hijo. Volví a
buscar nuestras cosas otro día, sabiendo que él no estaba.
Hay muchas cosas que no recuerdo por los golpes, por ahí tengo
pesadillas, pero hace poco soñé con mi papá que me dice: Ya te voy a
venir a buscar.
Yo no sabía qué hacer y una vez me tomé Baygón para ratas, yo quería
morirme. Me llevaron al hospital, vino la policía y vinieron todos mis
hermanos, querían matarlo. Él me dijo: Vos hablás y mato a tus once
hermanos y a tu padre, vos te quejás y me denunciás y yo te mato.
Cuando me avisa mi otra hija que el padre le pega a ella también, me fui
a buscarla. A la mayor la abusó, a la otra le pegaba. Llego y sale gritando
la mayor: Papá me está por matar.
Saca el 38 y le fallan los tiros y saca el 44, mi hija me empuja para que no
me dé y el tiro salió pero él creyó que me mató, cuando me levanto, cazo
la silla de algarrobo y le di con la silla en la frente, sale por la otra puerta
y yo salí a la calle, al no verme él creyó que me mató y se pegó un tiro en
la cabeza. ¿Murió? No. Vino la policía, me llevó presa a mí. A las tres
horas me largaron.
Me fui a Buenos Aires y mi hijo me pide plata para operar al padre del tiro
en la cabeza. Le pedí a mi patrona y fui al hospital y le pregunto al doctor:
¿Está acá Ortiz Marcelino Ramón?, y me dice: Pase a darle de comer…
¿Qué? Dejé la plata y me mandé a mudar. Creía que él iba a morir, pero
cruel demonio nunca muere.
Quiero contar mi historia acá. ¿Sabe qué?; cuando miro hacia atrás, no
puedo creer que viví todo eso. Y lo peor es que las cosas siguen más o
menos igual.
Tengo 45 años y estuve veinte con mi ex. Tuvimos tres hijos. Yo siempre
trabajé mucho porque él hacía changuitas nomás. Cuando volvía de
trabajar, él me decía Puta; y que me había ido a encontrar con mis
machos por ahí, así me decía. Hasta perdí varios trabajos por su culpa.
Yo pagaba su comida, sus cigarrillos, la nafta para su moto. Sos una puta,
me decía él, sos una puta. En 2012 nos separamos, pero él venía todos los
días a mi casa a la mañana y se quedaba hasta la noche. Yo lo dejaba
entrar para que mis hijos siguieran viendo al padre.
Volvió a casa fuera de sí. Mi hija lloraba y me pidió que nos fuéramos.
Junté algo de ropa y nos fuimos a la casa en la que trabajo desde los 17.
El nene le dijo a la señora: Mi papá va a matar a mi mamá.
Nunca me pasa plata para los chicos. El día que le dije que el nene
necesitaba zapatillas me contestó: Que se las compre el macho que te coge.
No siempre la policía me tomó las denuncias. Ya hiciste varias, me decían
cuando me veían.
Muchas veces me mandó este mensaje: Tengo dos balas, una para vos y
otra para tu macho.
Otro día esperó a mi hija en la puerta del colegio y le tiró la moto encima
para matarla.
¿La justicia? El mismo juez que firmó el perímetro para que él no se nos
acercara me citó unos días después y me dijo que el padre tenía derecho
a ver a su hijo. ¿Usted entiende eso?
Antes yo era muy débil, todo me daba miedo, pero me tuve que hacer
fuerte por mis hijos. Imagínese, hasta salí con un caño por si mi ex me
atacaba en la calle.
"Está claro que los femicidios son una reacción machista del
sistema patriarcal, los hombres viven las marchas como un
desafío, el mensaje es: quedensé en el molde porque esto se
les va a poner feo si empiezan a hablar, y las vamos a matar".
Cecilia "Gato" Fernández
Por Alicia Plante
Por las dudas yo esperé a los 21 para irme, pero siempre viví en la
violencia, tenía alucinaciones, cucarachas que me trepaban por las
piernas, prendía la luz y no había nada, igual me dormía, toda encogida. Y
ataques de pánico tenía, le contaba a mi madre, pero ella me decía que
eran fantasías histéricas. Desde que me fui eso se pasó, pero igual tengo
insomnio y los ataques de pánico siguen. Mi madre intuyó que me iba, y
justo antes me dijo que sabía que mi progenitor se acostaba al lado mío y
me manoseaba. Pero del abuso anal no sabe, cuando yo tenía unos cuatro
años, con penetración de los dedos, eso no lo sabe. A mí me daba mucho
miedo y me confundía. Recuerdo que tenía una muñeca y que mi abuela
me vio jugar, yo le decía que a la muñeca le entraban bichos por el culo,
y que no podía gritar porque tenía la boca tapada.
Yo ando con problemas psicológicos, sin plata, apenas me pagan por mis
dibujos y diseños, por las historietas, pero nunca dudé de irme, y no tuve
más alucinaciones. Los ataques de pánico siguen, pero antes era peor
porque vomitaba. Todavía peleo mucho con la vida y con la muerte. Tuve
intentos de suicidio, una vez me corté, y el año pasado tuve dos episodios
de sobredosis.
Pero hoy estoy comprometida con las otras mujeres y está claro que los
femicidios son una reacción machista del sistema patriarcal, los hombres
viven las marchas como un desafío, el mensaje es 'quedensé en el molde
porque esto se les va a poner feo si empiezan a hablar, y las vamos a
matar'.
Martina Bertolini
Yo tengo un hermano y tengo muy mala relación. Una vez me pegó una
piña delante de Miguel y casi me desmayó. Mis padres terminaron
defendiéndolo. Mi papá me llevó al hospital el día que mi hija nació.
Miguel estaba trabajando y cuando se enteró que yo estaba internada se
enojó mucho porque nadie le había avisado.
Mi papá falleció hace seis años. Yo ahora vivo con mi mamá y mi hija,
que ya tiene veinte. Él año pasado, lo busqué a Miguel por Facebook y le
mandé un mensaje, estaba toda sudada, nerviosa: Hola Miguel, soy
Lili, le escribí, no sé si te acordarás de mí. Él me contestó
enseguida: Hola Lili, como olvidarme de vos si fuiste el amor de mi vida.
¿Cómo está Romina, mi hija? Enseguida, o sea, todo. Empezamos a
vernos otra vez, es un amor intacto.
A Romi siempre le hablé bien de su papá. Una vez, cuando era chica, me
vio cuando estaba por tirar una foto de él y me la sacó de las manos. No
mami, me dijo, y la colgó en su cuarto. Romi siempre lo quiso conocer,
pero desde hace un tiempo, desde que escuchó la voz de su papá en un
audio, de la noche a la mañana se dio vuelta como una media. Ahora lo
odia, dice que es un engendro. Estoy segura de que son cosas que le
dice mi hermana. Que después de veinte años te lo vuelvas a encontrar y
siga enamorado, todo es como una novela. Yo recién ahora estoy
sintiendo lo que sentía cuando éramos jóvenes.
Yo tengo una neurodermatitis hace como diez años. En las dos piernas,
tengo. Cuando estoy nerviosa me rasco mucho, me lastimo tanto la piel
que a veces se me infecta. Ahora trabajo en el negocio de depilación,
tengo obra social. A veces estoy como medio fóbica, a veces me agarra.
Martina Bertolini
Volví a lo de mi viejo (mis viejos están divorciados desde los años 80),
una gran casona en Palermo “Sensible”, y pedí turno con el médico de la
tarjeta, en principio para una ecografía para el día siguiente. Ese día, y
todos los que pasaron, disimulé seguir con mi vida normal, fui a trabajar a
la escuela de teatro donde era secretaria y a cursar en la Facultad de
Filosofía y Letras. Solo le conté a mis amigas más cercanas que me había
quedado embarazada y que iba a abortar, pero dije que no quería hablar
del tema. Me sentía tan culpable e irresponsable, que no quería
involucrar a nadie. Fui sola a hacerme la ecografía.
Dudé, cómo podía ser, estaba equivocada, pensé y durante muchos años
pensé eso, dudé de mí. Me hizo poner los talones en ese elevador de
piernas que tienen los ginecólogos y me dijo que me iba a anestesiar.
Sentí un pinchazo y enseguida sus dedos recorriendo mis muslos. “Sabés
que sos muy linda, ¿no?”. Ni sé qué le respondí, ni si le respondí.
Recuerdo que temblé toda la operación y que mis lágrimas caían sin
parar de mis ojos cerrados.
No vi nada y solo sentí tirones, pero nada más allá de eso. Estaba
anestesiada.
Es el día de hoy que no sé qué me hizo ese perverso, más allá del aborto.
Cuando terminó y me dijo “ya está”, me dio una serie de instrucciones de
cuidado sin mover su cuerpo de entre mis piernas.
Mi padre decía que se había casado con mi madre porque ella había
quedado embarazada y se quejaba porque decía que tenía que trabajar
para mantenernos a las dos. Que sin él, nosotras no éramos nada, nos
decía, que no valíamos nada. Le decía a mi madre que era gorda, que
nadie la iba a querer, que no tenía dónde caerse muerta y la dejaba
encerrada, mientras él se iba a gastar el sueldo en alcohol y prostitutas.
Mi madre tuvo que empezar a limpiar casas para que pudiéramos comer.
Cuando discutían, mi padre siempre estrellaba platos contra las paredes.
Yo me iba a mi habitación, me tapaba los oídos y me preguntaba por qué
mi mamá no reaccionaba, por qué no nos íbamos y dejábamos de vivir en
ese infierno, pero él ya había socavado su confianza y su autoestima.
Cuando por fin se separaron, tuve que quedarme con él porque mi mamá
no podía mantenerme. Mi padre prometió pagarme los estudios a cambio
de que no la viera más, inventaba fábulas sobre ella y llegó a decirme
que ejercía la prostitución y también que yo no era su hija. Cuando
sospechó que yo la veía a escondidas, me amenazó con llevarme a un
juzgado de menores. Ya más grande, en cuanto pude, me fui a vivir a la
capital.
- Va a tener que disculpar la demora, dijo la mujer que recibió mis papeles.
- Dice que mi hija no está aquí y que no sabe, que ellos no saben dónde
está. ¿Cómo no van a saber? ¿Cómo que no está? Si me llamó el viernes.
Anteayer, me llamó. ¿Dónde está hoy? ¿Y quién sabe dónde está si ellos
no lo saben?
La mujer fue una vez más hacia la ventana, golpeó, esperó, golpeó; los
diez centímetros se abrieron por un instante y volvieron a cerrarse. Ella
regresó a nuestro lado:
- Está en el 27, la llevaron al 27. Dice que allí no se reciben visitas. ¿Qué
es el 27?
En el gimnasio hay tres mesas con seis o siete sillas alrededor. Cuando
llegamos, después de los controles, esas mesas estaban ocupadas. Me
pregunté si tendríamos que sentarnos en el piso. Para Isabel era todo tan
familiar que no se le ocurría explicarme nada. Y yo no quería estar
preguntándole a cada rato.
Sobre uno de los lados del gimnasio vi una cocina de seis hornallas y un
horno grande, de dos puertas. Del lado contrario, detrás de una pared
que no llega al techo: los baños. Varones de un lado, mujeres del otro.
El sitio está iluminado por reflectores pero algo de la luz del sol se cuela
por unas guías de ladrillos de vidrio que hay a la altura de las vigas del
techo. Miré las mesas ocupadas por las familias que habían llegado antes:
tomaban mate con facturas, charlaban, reían. Todavía no lograba
descubrir quién era la interna entre ellos.
Seguimos un buen rato allí de pie, esperando a Idalina frente a la puerta
de rejas por la que habíamos entrado.
Desde el fondo del pasillo se acercaba una mujer con cuatro sillas de
plástico apiladas que arrastraba sobre las patas traseras. Colgada de un
hombro tenía una bolsa grande en la que adiviné una mesa desarmada.
Le pregunté a Isabel si era una interna.
- Sí, Eugenia.
Hasta esa llamada, todas las mujeres que atendieron el teléfono del
pabellón habían contestado: No está. O también: Ida, teléfono. Nada más.
Abrieron la reja para que pasara Eugenia y ella caminó hacia el hombre
de barba. Se besaron. Dejó sus cosas en el piso, abrazó a cada uno de los
chicos y al fin, a los tres juntos.
Miré a Isabel. Ella al menos se había delineado los ojos. Yo, ni siquiera
llevaba rimel. Isabel habrá pensado que la miraba por impaciencia y
entonces me aclaró que a veces tardaban en avisarles.
- No sé si se olvidan o es pura maldad - dijo.
-Ahí está.
Había visto fotos de Idalina: una hermosa mujer de 25 años, ojos oscuros
y brillantes, el pelo lacio largo, pesado. Ahora caminaba hacia nosotras
una versión opaca de esas fotos.
No sé qué nos dijimos abrazadas; nos separamos para mirarnos a los ojos
y volvimos a abrazarnos varias veces. No puedo recordar las palabras.
Después sí: mientras armábamos la mesa, hablamos del cine paraguayo,
las cartas de los amigos, mis nietos, los talleres que cursa Ida, su deseo
de comenzar la universidad en cuanto complete las materias del
secundario que le faltan.
Isabel sonreía, celebraba las bromas, pero se iba quedando cada vez más
callada. Pensé que quizás hubiera preferido pasar el domingo con su
amiga, las dos solas. Le pregunté si se sentía bien. Hizo un silencio antes
de responder, miró a Idalina y después dijo algo que las dos saben:
- Pasa tan rápido el tiempo de la visita, ya son casi las tres; a las cuatro
van a llamarlas.
Ida la abrazó, la animó contándome sobre los viajes que planean hacer
juntas “cuando todo esto pase”. Sueños que comparten desde chicas.
- Tengo una pava mejor que esta porquería, ¿sabe? –dijo sin mirarme-. Y
cada vez que vengo pienso en traérsela, pero al final nunca lo hago.
Porque lo que yo quiero es que mi hija salga de aquí.
Habían quedado unas palomas. Volaban de pared a pared, entre las vigas
del techo.
Martina Bertolini
.
AGRADECIMIENTOS
A (seudónimo)
Andrea Barrionuevo
Ana Julia Di Lisio
Bárbara Baum (seudónimo)
Beatriz Caselli (seudónimo)
C.A.L (seudónimo)
Carmen Rivera (seudónimo)
Cecilia Fernández
Claudia Aguilar
Elisabeth Rasguido
Emilia (seudónimo)
Ezequiel Moscoso
Fernanda (seudónimo)
Idalina Gamarra
Juan Rodríguez Osado
Julia
Julieta (seudónimo)
Karina Abregú
Liliana (seudónimo)
L.F (seudónimo)
Lorena (seudónimo)
Lorenza Pacheco
Macarena Moscoso
Marcela Canestrari
María (seudónimo)
Marcela Minakowski
Marta Moscoso
M.E.L (seudónimo)
Miranda Flores (seudónimo)
Morocha (seudónimo)
M.T.V (seudónimo)
R (seudónimo)
Rosana Suárez
Sabina Leiva (seudónimo)
Silvina Quintans
Verónica (seudónimo)
A (seudónimo)
Alicia Plante
Ana Julia Di Lisio
Anabella Foscaldo
Carmen Rivera (seudónimo)
Cecilia Sorrentino
Claudia Aguilar
Colectiva Y que los platos los lave otro
Cristina Ibañez
Fernanda
Hugo Paternoster
Inés Arteta
L.F (seudónimo)
Laura Galarza
Lorena (seudónimo)
María Isabel Rodríguez Osado
Marcela Minakowski
M.E.L (seudónimo)
Miranda Flores (seudónimo)
Oscar Marful
Sebastián La Prezioso
Silvana Aiudi
Silvina Quintans
Muchas gracias también a María Pía López,
Cooperativa de la Imagen, Martina Bertolini,
Flavio Castañeda, Claudia Reboiras,
Micaela Cerrotti, Lucía Capozzo, Alejandro Dujovne y a
todas, todos y todes lxs que nos apoyaron durante
el desarrollo de este proyecto.
ÍNDICE