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LITERATURA AUGÚSTEA

El Senado otorgó a Octavio (César Octaviano) en 27 a. C. el nombre de Augustus,


que se aplicaba a los dioses y a los templos consagrados. Podemos fechar con este acto
el reconocimiento oficial del nuevo regimen, que convierte al Imperio romano en una
monarquía imperial, llamada principado. Pero Augusto, muy prudente y temeroso de
sucumbir asesinado como su padre adoptivo, César, trató de salvar, sobre todo en los
títulos que se arrogaba, las apariencias republicanas: sólo era “el primero de los
senadores”, princeps, y únicamente imponía su voluntad por su influencia o “autoridad”
personal. De ahí el nombre de principado que se le dio al régimen. Augusto, en un
proceso de transición que duró quince años, fue asegurándose lentamente nuevos
poderes y convirtiéndolos en perdurables, en especial a partir del 23 a. C., en que
obtuvo a perpetuidad el poder tribunicio y el imperium proconsular; es decir, plena
inviolabilidad y total acceso, civil y militar, al Imperio. En 12 a. C. terminó por
apoderarse de la religión del Estado, al hacerse proclamar pontifex maximus.

En este intervalo se forma la literatura augústea, a la vez nutrida de clasicismo y


limitada por las nuevas condiciones políticas y sociales. Es cierto que Augusto tuvo la
habilidad de anexionar los grandes escritores a la gloria de su reino; éstos se habían
formado antes de su advenimiento: Virgilio, cesariano desde fecha muy temprana, se
entregó a él con entusiasmo; Horacio, conservando su libertad, se afilió al círculo de
Mecenas; ambos complacieron los encargos oficiales. Y Tito Livio, que gozaba como
ellos del orden y la paz que el príncipe aseguraba a Roma, entró también, aunque
pompeyano, en la amistad del emperador. Pero ninguno de ellos representa el arte
propiamente augústeo: fueron los maestros. La literatura augústea es totalmente
distinta en tono y en contenido de las obras de estos autores.

El antiguo nacionalismo romano se apoyaba en el honor militar, la rigidez moral y la


observancia religiosa. Pero, cuando Augusto tomó el poder, hacía ya tiempo que la
moral y la religión habían entrado en decadencia. En cuanto al ejército, ahora estaba
relegado a las fronteras, en las que se consagró a la defensa del territorio y del poder
monárquico, pero silenciosamente. Esto se resume en una notable indiferencia (o

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desinterés) política. Por otra parte, el gran comercio y la banca se vulgarizan y caen en
manos de clases menos elevadas, incluso de libertos; y la cultura prende en la burguesía,
enriquecida por una paz universal y con más tiempo de ocio.

Los nuevos quehaceres impulsan una literatura abundante, sin inquietudes sociales
ni políticas, pero renovada en sus expresiones, y sometida en las formas a la moda. En
esta situación, el declive de la prosa es irremediable. Su maestro clásico, Cicerón, la
había cimentado sobre la oratoria y la filosofía. Pero la verdadera elocuencia, la que se
dirigía a las multitudes y regía la vida de Roma, ha quedado reducida al silencio, y
constreñida en la obra artificial de los maestros de retórica. El arte de hablar fue la
mayor víctima del nuevo régimen: el arte de la elocuencia se desplazó del foro a la
escuela y se convirtió de oratoria en retórica. En cuanto a la filosofía, sólo se manifiesta
en círculos muy restringidos, con un ideal de perfeccionamiento individual, nuevo en
Roma. Por su parte, la historia se convertirá en sospechosa para el régimen: Polión no
se atreve a terminar su relato sobre las guerras civiles; la obra de T. Labieno es quemada
por orden del Senado, mientras que Cremucio Cordo paga la suya con la vida.

La poesía, por el contrario, encuentra condiciones favorables en la nueva sociedad.


Vemos desarrollarse plenamente el arte alejandrino romano que maduraba desde hacía
tres cuartos de siglo. El helenismo no es ya un privilegio de los círculos minoritarios,
como en tiempos de Catulo o en la juventud misma de Virgilio; ahora, sin embargo, las
tendencias augústeas le aportan ciertos trazos originales. De este modo, el exotismo está
ausente por completo: Octavio e Italia han sentido demasiada inquietud ante el mundo
oriental para que les complazca su pintoresquismo.

Así pues, el arte augústeo se colorea de helenismo alejandrino. La erudición está de


moda, pero por esta misma razón se vulgariza, se hace común; Ovidio la trata como
algo sencillo, mientras Propercio presume con sus oscuridades mitológicas. La
psicología se hace más penetrante: el poeta se estudia a sí mismo con cierta
profundidad, refina sus sentimientos, y esos ecos del propio yo llegan hasta nosotros,
aunque con frecuencia, la expresión tiende a anquilosarse y a imponerse un sentimiento
de monotonía. En fin, el exotismo se reduce, pero se acrecientan el formalismo y la
psicología.

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En cuanto a la lengua y la versificación, el continuo ejercicio las vuelve flexibles y
dotadas de una regularidad incluso fácil. De este modo, los romanos determinaron para
la posteridad la esencia del género elegíaco: lirismo moderado, que concede la mayor
parte a las emociones personales del poeta. Pero no son originales los elementos que
combinaron para llegar a este logro: su originalidad consiste en haber consagrado un
sistema métrico concreto, el dístico elegíaco, para la expresión de sentimientos; su
éxito estriba en la perfecta armonía entre esta forma artística y las tendencias de la
sociedad augústea.

Los temas que resultan ser la materia misma de la elegía, audacia y temores de los
amantes, aspiración a la naturaleza bucólica, la enfermedad, la separación y la muerte,
los arrebatos y la desesperación, eran cultivados indiferentemente en toda clase de
metros, algunos tan complicados y con tal virtuosismo que parecían una caricatura de
la pasión sincera. Además, los diletantes o “aficionados”, y los propios poetas, daban
una importancia excesiva a las dificultades técnicas, y no dudaban en agrupar las
vivencias líricas de una pasión no según su evolución psicológica coherente, sino de
acuerdo con su forma externa. Los latinos realizaron la síntesis de la forma y de los
temas. Pero, en la madurez misma de la elegía romana, quedan huellas de la
indeterminación precedente: para verter en forma poética las vicisitudes de su alma, los
poetas se habían servido de los propios griegos, y de temas de todas las procedencias:
los mimos, la Comedia nueva, los tratados morales de los filósofos, los temas
“burgueses” de la oratoria judicial, los epigramas helenísticos. Elementos narrativos,
dramáticos y líricos tomados de los griegos y de los latinos que los habían precedido.
Con todo, la elegía latina ofrece, como veremos, una imagen completa de la sociedad
romana de esta época.

Por último, hay que decir que sólo es parcialmente cierto que la literatura de época
augústea tenga un carácter cortesano. Ciertamente, Augusto estimula y promueve la
literatura. Pero “poesía cortesana” significa algo más: una poesía ad maiorem principis
gloriam, un instrumento al servicio de los intereses del soberano. Augusto es el
inspirador de la literatura de su época (por lo que representaba de responsable de la paz
y el bienestar), pero no el impulsor en un sentido absolutamente propagandístico.
[Dejemos, al menos, un espacio para la duda].

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