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AGUACATES JUAN

CÓMO INICIAR Y TRIUNFAR EN LOS


NEGOCIOS

LORENZO VICENS

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CONTENIDO

DEDICATORIA
PRÓLOGO
CAPÍTULO 1
CAPÍTULO 2
CAPÍTULO 3
CAPÍTULO 4
CAPÍTULO 5
CAPÍTULO 6
CAPÍTULO 7
CAPÍTULO 8
CAPÍTULO 9
CAPÍTULO 10
ACERCA DEL AUTOR
DERECHOS DE AUTOR

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DEDICATORIA

A mi querido padre,
agricultor por obligación,
comerciante por accidente,
pensador y poeta por elección.

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PRÓLOGO


La historia extraordinaria
de un hombre común



“Los negocios tienen su lado novelesco.
La historia del éxito de toda gran
empresa es tan conmovedora y fascinante como la más
imaginativa de las novelas.”

“THE ROMANCE OF COCA COLA”
THE COCA COLA COMPANY, ATLANTA,
EE. UU., 1916.

Cuando conocí el manuscrito de “Aguacates Juan”, todavía se
llamaba “Juan, el aguacatero”, título que, presumí, iría a parar al
zafacón, cuando el original llegara a mano de algún editor. “Un
título tan corriente ―pensé, sin embargo―, no puede ser casual
en un creador de marcas como Lorenzo Vicens”. En efecto, al
adentrarme en la lectura de los originales, comprendí que el título
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reflejaba la intención de contar la historia de un hombre tan
común como el nombre de su protagonista, Juan, que era, a la vez,
la historia común de la mayoría de las familias de República
Dominicana, donde los pequeños y medianos empresarios y la
economía informal conforman la principal fuente de empleos; y
donde la mayoría de las empresas son familiares, por su estructura
de propiedad y/o por su estilo de gestión. Presumo, además, que
por las realidades socio-culturales y económicas compartidas, la
historia de este aguacatero es la misma de cientos de miles de
emprendedores y de hombres de negocios en Latinoamérica, y
esto es, paradójicamente, lo excepcional de la ópera prima de
Vicens.
Historias de éxito como la de General Motors o Facebook
pueden ser entretenidas e impactantes, y se encuentran en Internet
por doquier, pero suenan lejanas y poco aplicables al contexto
doméstico. La de Juan, en cambio, es la historia vívida y vivida
diariamente por el “hombre-pueblo”, como gusta llamar el
periodista español Manuel Domínguez Moreno al ciudadano de a
pie, o, si se quiere, la versión emprendedora y optimista del
derrotado “Pablo Pueblo”, que describe el cantautor panameño
Rubén Blades en su canción del mismo título, aquel que “…toma
sus sueños raídos (y) los parcha con esperanzas…”.
Con la publicación de Aguacates Juan, Vicens empieza a
satisfacer una demanda silente del mercado editorial
latinoamericano: una novela de negocios anclada en la realidad del
subcontinente, una obra de ficción sobre gerencia tan verosímil
como aterrizada, alejada de ese híbrido editorial que oscila entre
el management y la autoayuda, tan exitoso en los últimos años, o
esas fábulas con moralejas obvias que cuentan cuentos de quesos
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y ratoncitos a quienes les roban el queso o de sopitas de pollo que
sirven para curar el alma.
Procesos y teorías complejos del mundo de la administración,
la estrategia y el marketing son planteados de forma fácil de
comprender en las páginas de esta novela, con una amenidad poco
común en el mundo plano de la literatura académica sobre
economía o gerencia. Aunque sabía de las dotes excepcionales del
autor para comunicar de manera simple conceptos y procesos
complejos, como resultado de su larga experiencia como
consultor, docente, ejecutivo y voraz lector de la literatura
gerencial, para mí ha constituido una verdadera y grata sorpresa
verlo incursionar con eficacia en la literatura de ficción, logrando
explicar con metáforas temas tan terrenales y a veces abstractos
como la planificación estratégica y la ventaja competitiva; el
posicionamiento y la diferenciación; la mezcla de mercadeo y la
política de producto; el liderazgo y la toma de decisiones, y la
gestión de recursos humanos y las competencias profesionales,
entre otros asuntos empresariales de los cuales no escapan ni
siquiera las rivalidades que se dan en el entramado de una
organización.
Pretendiéndolo o no, Vicens demuestra a través de la historia
empresarial de unos campesinos emigrados a la metrópolis, que el
mercadeo y la gestión gerencial en general tienen tanto de
intuición, astucia y sentido común como de técnicas, formación y
recursos sofisticados.
Por estos y otros rasgos inusuales, Aguacates Juan, esta
historia extraordinaria sobre un hombre común, está llamada a ser
una obra de excepción en el acervo bibliográfico dominicano, y,
hasta donde sé, en el contexto latinoamericano.
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MELVIN PEÑA
SANTO DOMINGO, OCTUBRE 2007

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CAPÍTULO 1

UN VIAJE PARA VOLVER A EMPEZAR

Juan se puso la ropa silenciosamente y, sin despedirse de su mujer


y sus hijos, partió hacia la parada de guaguas, siguiendo el
caminito que tantas veces había recorrido para ir a su trabajo, pero
esta vez iba en busca de su destino. Aguardó en la carretera y subió
en el primer vehículo público que pasó rumbo a Moca.
Pensó que tal vez podría dormir por unas cuantas horas camino
a la capital, y reunir suficiente energía para el trajín que le
esperaba. Juan no había podido dormir en toda la noche. Después
de trabajar por toda su vida en la plantación de aguacates de don
José, ahora tenía que ir a la capital a ver si conseguía trabajo. Su
compadre Ramón, que contaba años viviendo allá, le consiguió
una entrevista para un trabajo en la gran ciudad.
Cuando llegó a la parada de guaguas, vio el letrero que tenía la
voladora en la ventana trasera: “Mi propio esfuerzo”. Más arriba
las insignias del sindicato a la que estaba afiliada: SINCHOVOCI
(Sindicato de Choferes de Voladoras del Cibao). Como llegó
temprano aprovechó para ocupar un buen asiento, el primero del
lado contrario al chofer, pegado a la ventana. Aprendió cómo se
llena una lata de sardinas desde dentro, viendo llegar poco a poco
a los viajeros, ocupar cada asiento y, como por arte de magia, el
pasillo también se convirtió en una hilera de asientos que fueron
llenando desde atrás hacia delante.
Observó cada uno de los rostros de las personas que subieron,
y trató de adivinar la historia de sus vidas. Algunos iban cargados
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de alegría, otros de pena. Algunos regresaban y otros iban.
Algunos iban para volver, otros para nunca regresar. Más mujeres
que hombres, mayores de edad, mocanas de nacimiento,
campesinas de corazón.
Cuando se ocupó el último lugar vacío en el pasillo, el chofer
subió, se acotejó en el asiento y colocó un disco compacto en el
equipo de música. Una bachata a golpe de guitarra y letra de amor
perdido inundó la guagua. El chofer maniobró para sacar el
autobús del estacionamiento y la voladora salió directo para Santo
Domingo, la gran capital.
Cargado de pesares, Juan trataba de dormir en vano. Atrás
dejaba a su familia, tres hijos y una mujer, su casita, con muy
poco dinero. Después de salir de la finca solamente había
conseguido trabajitos que no pagaban bien y del dinero de
liquidación no quedaban rastros. Él sólo llevaba unas pocas
monedas en los bolsillos. ¡Cuántos años dedicados a esa finca!
Viajaba con la vergüenza del fracasado, con la pena del que ha
perdido una batalla, del exiliado, de los fanáticos del Licey
cuando pierden una serie final en Santiago. Iba mirando por la
ventana para dejar de pensar. Su cabeza no aguantaba más
preguntas, más reprimendas, más lamentos.
Notó cómo la voladora dejó las casas de Moca y se internó en
la carretera hacia la autopista, pasando por la fábrica de defensas
para vehículos, la factoría de arroz y las cabañas. Recordó sus
intentos fallidos de conseguir otro empleo decente en su tierra
natal, las entrevistas, los rechazos.
Revivió el velorio de don José, su jefe, su mentor y a quien
debía todo. Volvió a respirar el olor a flores de muerto, a saborear
el café del velorio. El peso del ataúd en el hombro derecho, la
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soledad de dejar a un ser querido en la tierra de los muertos. Caras
hinchadas de lágrimas, gente que conoció a don José. Vestidas de
negro, los ojos preñados de lágrimas que escapaban por debajo de
los grandes lentes oscuros, vio a las hijas de don José. Escuchó el
panegírico que leyó la menor, sintiendo cada una de las palabras.
De pronto la voladora perdió altura y frenó de golpe. Con el
sacudión Juan regresó a la realidad. El chofer voceó unas
maldiciones al chofer del carro que había frenado de golpe para
comprar chicharrones en el cruce de San Francisco de Macorís.
Oyó la ráfaga de una canción que no era su realidad… “Buscando
visa, la razón de ser; buscando visa para no volver…”
Sorprendido miró al chofer y, aunque no le vio pinta de 4-40,
agradeció que no fuera un seguidor del reguetón.
Experimentó la bajadita antes de entrar a la recta de Bonao, allí
estaban los puestos de comida, el nuevo restaurante Típico Bonao,
los camiones estacionados en el badén. Soñó con el trajín del día
en que prepararon el primer contenedor de exportación. Vio a las
mujeres trabajando en las mesas, clasificando los aguacates,
poniéndolos en cajas, y los hombres cargando el contenedor.
Recordó la sonrisa del patrón, y su orgullo de haber completado
otra tarea más sin ninguna novedad.
Recordó lo que gozaba recogiendo frutas con los amigos, las
corridas que le daba la vieja Franca y la vez que se cayó de una
mata y por poco se mata. Recordó cuando su abuelo lo llevaba a
la vieja mata de aguacate parida y le enseñaba cuál escoger. El
abuelo fue quien lo ayudó a conseguir su primer trabajo,
recogiendo aguacates en la finca de don José, y en esa finca
había echado toda su vida, hasta llegar a encargado. Vagamente
recordó la muerte de sus abuelos en un tiempo ya olvidado.
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Lamentó no haber dedicado más tiempo a su pequeña finca, a
comprarles tierra a los infelices que no tenían para comer como
habían hecho muchos vecinos de él. Lamentó no haberla atendido
con los empleados de la finca de don José, usar el abono y los
equipos de la finca, como le sugerían los demás. Lamentó que
nunca se aprovechó de que los hijos de don José no querían la
finca, sino el dinero que sacaban para derrochar, aparentando en
la capital, compitiendo con los funcionarios y sanguijuelas del
gobierno de turno, los banqueros de moda, los afortunados nuevos
ricos, como si en las matas de aguacates crecieran papeletas en
vez de hojas.
En medio de su lamento, de los latigazos que se propinaba,
recordó quién era y rechazó esos pensamientos. Recordó su
orgullo, su formación, su seriedad. Escuchó una voz interior que
le dijo: Primero muerto que coger lo ajeno. Por más que lo pinten
de rosa, eso es robar. No, no, eso no lo haría yo, ni por mis tres
hijos.
Retomó fuerzas y emergió a la realidad en medio de las
plantaciones de arroz a la salida o entrada de Bonao, según se
vaya o venga. Se sorprendió con la cantidad de camiones
estacionados en el paseo de la carretera y, buscando una
explicación, leyó el letrero que ofrecía chivo picante. En ese
momento recordó un merengue de antaño: “A los choferes que
guían la guagua de Carolina…” y se dijo ¡Félix del Rosario.
Esos si eran unos merenguitos ripiaos!” Mientras, en la voladora
se escuchaba una salsa romántica a dos voces, un hombre y una
mujer. Nada que ver con sus recuerdos.
De vuelta al pasado, sonrió con el recuerdo del día en que
conoció a su mujer, Esperanza. La vio sentada en el escritorio,
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frente a la máquina de escribir, la máquina negra Olivetti de teclas
redondas donde ella escribía las cartas y telegramas que enviaba
don José. Se le infló el pecho de felicidad al recordar el
nacimiento de María, su primera hija. En ese entonces era un
pichón, con muchos bríos y poca cabeza. Sintió el vaso de jugo de
jagua que le echó arriba Juanito en la ropa nueva antes de ir a la
iglesia: ¡Qué muchacho que rendía, tenía más energía que una
batería nueva! Escuchó a Esperanza susurrar la falta de otra
menstruación, la llegada de José, bautizado con el nombre del
patrón, que tuvo la gentileza de ser el padrino como testimonio de
su agradecimiento, aunque Juan nunca lo viera como compadre
sino como patrón.
El zumbar de las gomas lo trajo de su mundo encantado y por
momentos sintió que habían despegado. Era ese tramo ancho de
la autopista, antes de llegar a la Cumbre, donde los choferes
aprovechan y aceleran hasta el fondo. Subieron, bajaron
disminuyendo la velocidad y volvieron a subir pasando frente a la
parada de los quesos de hoja frescos que tanto le gustaban a don
José. Vio las matas de naranja y se preguntó qué había pasado con
las piñas que una vez sembraron. Era una compañía americana,
con un nombre fácil de pronunciar como el de la compañía que le
compraba los aguacates allá en los países, que perdieron por culpa
de ese mal nacido, bueno para nada, hijo de don José. Le
encantaba inventar, creyendo que sabía, y no sabía de nada.
Comentó para sí mismo: Una cosa es con guitarra y otra con
violín. Los libros dicen muchas cosas que son verdad, pero lo
duro es hacer las cosas realidad. Hay gente a quien no le hace bien
la universidad, y la fórmula para quebrar es muy fácil de ejecutar.
Inmerso en el recuerdo, Juan no extrañó cuando giraron a la
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izquierda esquivando a Villa Altagracia, la amada tierra del
cantante que tanto le gustaba a María. Ni se dio cuenta de que el
pueblo se estaba virando para el lado de la nueva autopista
buscando aire a causa de la necesidad.
Recordó el día que vendieron la finca al hombre más ruin de la
zona, a ese chupasangre, prestamista y abusador. Escuchó sus
palabras al pedir su liquidación después de aguantar casi un año, y
ver cómo lo iban acabando con cuchillito de palo: Usted y yo no
nos gustamos y esto no va a funcionar. Búsqueme mis chelitos y
así usted hace lo que quiera con esta tierra y su gente. Vio la cara
de Esperanza cuando llegó a mitad de la tarde, sin comer, con la
camisa empapada de sudor de deambular sin rumbo, de pensar y
pensar.
¿Qué le depararía el destino? ¿Cómo sacaría adelante a sus
hijos? ¿Cuándo los volvería a ver? Todo trabajo era digno, no
importaba lo que fuera. Se preparó hasta para vender chinas en
una esquina, mientras no fuera robar. Miró al futuro y no vio
nada, sintió un vacío en el alma, un vacío que sólo logró sacar
invocando a Dios y a la Virgen de la Altagracia, pensando que
otros habían pasado cosas peores, como su madre, a la que
únicamente recordaba por la fotografía en su cartera, muerta de
pena, de desesperanza, después que asesinaron a su marido
durante la dictadura de Trujillo.
Sin darse cuenta llegaron a las afueras de la capital. Sintió el
pesar de los tapones, de tantos carros grandes y pequeños, de
camiones tan cargados que casi no podían arrancar. Vio los
hombres y mujeres vendiendo en las calles. Vio los motores
zigzagueando como culebras para adelantar. Respiró hondo y se
preparó como el que va a caminar en el aire, en el vacío. Sin saber
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qué le iba a pasar, sonrió al recordar los muñequitos que veía con
José en la televisión, como el del coyote al que vio caminar en el
aire hasta que se dio cuenta dónde estaba y cayó al vacío. Y de
repente cambió de cara y se preguntó, ¿caeré yo?
Entre recuerdo y recuerdo, la voladora aterrizó en la parada.
Juan vio la gran entrada del nueve y respiró profundamente.
Nunca pensó que a la muerte de don José sus hijos venderían la
finca, y menos a ese chupasangre contra quien don José había
luchado tanto. En la parada lo estaba esperando su compadre
Ramón, vestido con un traje de colores.
―Hola, compadre Ramón, me da gusto verle. ¿Y ese disfraz?
―saludó Juan, mirándolo de arriba a bajo con una sonrisa en los
labios, antes de unirse en un abrazo de hermanos.
―Ríase, ríase que usted también se va a poner un disfraz de
pingüino en un momento. ―respondió Ramón, al tiempo que
empuñaba el timón de su motocicleta, Honda C70.
―Bueno, eso está difícil ―murmuró Juan con cara de
arrevesado.
―Móntese atrás compadre que vamos lejos.
Y así salieron de la parada conocida como El Nueve y Medio
rumbo a La Feria, por la Avenida Luperón. Entraron por un
portón ancho a un patio donde muchos hombres vestidos de
pingüino apresurándose a salir empujaban carritos en forma de
pingüinitos. Al final había una larga fila de hombres con ropa de
calle. Ramón le hizo señas para que se colocara en la fila y fue a
decirle al supervisor que le había traído un hombre de verdad. La
fila era larga, pero el tiempo pasó rápidamente, al ritmo del
bullicio de las personas que entraban y salían sin ton ni son.
Cuando llegó su turno, entró al local donde había una mujer
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sentada a un escritorio pequeño y un grupo de pupitres donde los
hombres que estaban delante de él escribían afanosamente. La
mujer lo invitó a sentarse en un pupitre vacío, al mismo tiempo
que le pasaba un largo formulario, y le decía:
―Por favor, llénelo. Si tiene alguna pregunta levante la mano
y yo vengo a contestársela. Tenga su cédula de identidad a mano
cuando termine.
Juan decidió leer el formulario primero, y luego contestar. Se
parecía al que usaban en la finca en los últimos años: nombre,
cédula, estado civil, lugar de nacimiento, trabajo anterior,
experiencia, recomendado por. Lo completó lo mejor que pudo y
se lo pasó a la señorita. Odiaba este proceso y pensaba que en su
caso era un requisito sin sentido, era como tomar los exámenes de
la escuela primaria de nuevo. Todavía muchos de los hombres
que estaban sentados antes que él no habían terminado.
La señorita leyó el formulario rápidamente y comentó sin
mirarlo:
―Parece que sabe leer y escribir apropiadamente, tiene buena
experiencia de trabajo y ha sido recomendado por uno de nuestros
mejores vendedores. Venga por aquí y déme su cédula para
sacarle una copia.
La joven se paró y fue a sacar una copia de la cédula. Cuando
regresó con el duplicado, le devolvió la original a Juan y le pidió
que pasara a otra oficina. Ya en ella, le dijo:
―Siéntese en esta silla un momento hasta que terminen los
demás. Le van a dar una explicación sobre la empresa a los
seleccionados, y los detalles para que comiencen hoy mismo.
Necesitamos subir las ventas.
Juan se sentó, preguntándose si ya tenía empleo, “¿tan
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rápido?”. No tenía idea. Le preguntó a uno de los hombres que
estaban junto a él pero tampoco sabía. Esperaron una hora durante
la cual se sumaron seis personas más. Al rato llegó un hombre con
una corbata morada y se presentó:
―Mi nombre es Felipe Ramos y tengo que hacerles la
inducción a la empresa. Ustedes están contratados, y queremos
que comiencen hoy mismo. Trabajan para la compañía líder de
ventas de esquimalitos, pingüinitos como les dicen nuestros
clientes. Su salario es por comisión de venta, y el que cumpla la
meta tiene un bono.
El hombre siguió explicando el precio de venta, ganancia por
unidad, uso de uniforme, cuyo costo es descontado del salario, al
igual que cualquier daño que sufra el carrito. Habló tantas cosas y
tan aprisa que al instante Juan no recordaba nada. Pensó que
tendría que preguntarle a su compadre. Entró a un vestidor, se
quitó la ropa que traía puesta y se disfrazó de pingüino. Fue a un
depósito donde le entregaron un carrito lleno de los llamados
esquimales. Los contó, firmó la hoja donde decía “recibido
conforme” y salió rumbo a la intersección de las avenidas 27 de
Febrero y Abraham Lincoln. No tenía idea de dónde quedaba esa
esquina, pero recordó el viejo refrán que dice: “Preguntando se
llega a Roma.” Uno de los compañeros le dijo que al cruzar el
portón doblara a la derecha hasta que encontrara la Lotería
Nacional, y que allí preguntara de nuevo.
Al salir del portón oyó un pito y, al volverse, vio a Ramón que
lo estaba esperando.
―¡Compadre, qué bien se ve con su uniforme, vestido de
pingüino! ―gritó Ramón después de unas carcajadas―. Hasta se
ve más joven.
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―¡No me diga! Y qué bueno que me esperó porque no tengo
idea de cómo llegar al cruce de la 27 de Febrero con Lincoln.
Además no sé bien cuánto debo vender, cuánto me gano por
unidad y qué hago con los pingüinitos que queden. Ayúdeme,
compadre.
―No se preocupe, esto es mucho más fácil que bregar con esa
finca que usted manejaba. Vamos andando que yo le explico con
calma por el camino. Y salieron rumbo a la Lotería Nacional,
hacia el Este, por la avenida Independencia.
Ramón había conseguido este trabajo después de que se
precipitó a dejar su empleo anterior en un almacén de
importación. Su hijo, Iván, lo había pedido para ir a vivir a los
países, y estaba a punto de salirle su residencia; sin embargo,
problemas con los documentos lo mantenían varado en Santo
Domingo.
Entre cuentos y chistes de sus vidas, sin darse cuenta, llegaron
a la esquina de la 27 de Febrero con Abraham Lincoln.
Respirando profundo y mirando a su alrededor, Ramón anunció:
―Bueno, Juan, ésta es su esquina, una de las más productivas
de la capital.
Sin apenas notarlo, Juan estaba parado en un cruce de la
capital, vestido de pingüino. Nunca antes había visto tantos carros
juntos. Miró a su alrededor, vio la avenida Lincoln con tres
carriles repletos de vehículos hacia el Sur, camino del mar, y tres
igual de llenos del otro lado. Hacia el Este, la 27 de Febrero se
partía en dos. Siguió girando en cámara lenta, encontró la torre
del Bulevar y una nevera de cervezas frías para gigantes. ¡Qué
más van a inventar! A sus espaldas una gran fila humana acababa
de formarse, un grupo de gente caminaba por los pasillos que
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dejaban las grandes colas de vehículos. Un viejito en silla de
ruedas pedía limosna, una mujer con una cajita llena de tarjetas
telefónicas, un muchacho ofreciendo lentes de todo tipo, un
moreno vendiendo aguacates, otro con una mano de guineos; un
hombre con un trapo limpiando vidrios, una mujer con los
periódicos del día. Toda esta gente se movía en sentido contrario
al flujo de vehículos que venía. Sintió una gota de sudor que le
bajaba por la espalda, un frío que iba de la cabeza hasta los pies.
Se quedó inmóvil, congelado en la acera, en un día soleado,
templado, con las brisas saladas del Mar Caribe.
Observó fijamente el andar y parar de los carros, como si
fueran olas del mar. Analizó la conducta de los vendedores
ambulantes. Caminaban hacia la cola cuando el tránsito se
detenía, ofreciendo su carga a los choferes y pasajeros de carros
nuevos y viejos, de yipetas, vehículos que sustituyeron al jeep y
ahora son símbolos de poder; de guaguas grandes y medianas, de
los autobuses llamados voladoras, de motocicletas, y también a
los peatones; a los agraciados que consiguieron un vehículo de
los comúnmente llamados pollitos y garzas por sus colores
amarillo o blanco, esos que dieron los gobiernos de turno y a
veces hacían de taxis y otras aprovechaban para conchar,
recogiendo pasajeros en cualquier lugar. También presentaba su
oferta a los choferes de los camiones que cruzaban de vez en
cuando, llenando de humo negro la calle, e invadiendo los
pulmones de los vendedores; a los pasajeros y conductores de los
carros milagrosos, verdaderos cadáveres andantes, armados con
piezas ajenas y con olor a gas, que no se sabe cómo pueden
circular. Era un flujo de nunca acabar, era terminar para volver a
empezar. En el cruce de las avenidas un policía controlaba la
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trulla, con radio en mano y agitando los brazos, mientras las
luces del semáforo inútilmente cambiaban de color.
Salió de su trance al oír una voz que lo llamaba:
―¡Juan! ¡Compadre! ¡Juan! ―gritaba Ramón, moviéndolo de
un lado a otro―. ¿Qué le pasa compadre?
―¿Qué? ¿Qué pasa? ¡Estoy bien, compadre! ¿Y ahí es que nos
vamos a meter?
―No se preocupe ―lo calmó Ramón―, eso no es nada,
déjeme enseñarle, sígame. Deje el carrito aquí, en la esquina. Coja
su tijera en la mano derecha, abra el bolso y míreme a mí. Cuando
haya cogido el piso, entonces se pone delante y yo detrás.
―¡Pingüinitos! ¡Pingüinitos! ―voceaba Ramón.
―¡Hey, dame uno de chinola! ―gritó un pasajero de un carro
moribundo.
Como si fuera un baile sincronizado, Ramón sacó con la
mano izquierda un pingüinito de chinola y le cortó la punta con
las tijeras, pasándoselo al pasajero con la mano derecha y
recibiendo el pago con la izquierda. Parecía un segunda base
haciendo un doble play.
―¡Cuidado, compadre, con ese motor que viene ahí! ―alertó
Ramón.
Juan dio un brinco de maco, se puso blanco como un papel, y
al rato balbuceó:
―¡Hey!, ¿qué fue eso?
―Tiene que cuidarse de esos desgraciados. Salen de cualquier
lado y sin aviso, van tejiendo su camino entre las filas de
vehículos, sin parar, hasta llegar a la punta. Mucho ojo también
cuando vaya a pasar de carril, cuando el tránsito empieza a
arrancar o no acaba de parar. ―le explicaba Ramón, mientras
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regresaban a la esquina para volver a empezar.
Ramón era un experto. Se metía entre los vehículos y ofrecía
los pingüinitos. Tomaba el dinero y devolvía en un santiamén.
Esquivaba los carros y los motores, adelantándose a los demás
vendedores.
Poco a poco Juan perdió el miedo. Ofrecía los pingüinitos a los
carros repletos de pasajeros, a las guaguas, a las voladoras del
Sur, a las personas que cruzaban la calle. Lo más difícil era cobrar
antes de que el semáforo cambiara. Varias veces tuvo que cruzar
la intersección detrás de un carro público, esquivando motores
para no perder su dinero o la vida.
En un abrir y cerrar de ojos Juan había cogido el piso de su
nuevo trabajo. Se levantaba temprano y se esforzaba todo el día.
Llegaba primero y se iba cuando ya estaba oscuro. Siempre
saludaba a los clientes y daba las gracias amablemente, con ese
respeto que se cultiva en el campo. Lentamente fue conociendo a
los choferes, a los mensajeros, a las personas que esperaban
transporte a la salida del trabajo. Muchos le llamaban desde que se
acercaban. Juan estaba haciendo su clientela.
Sin embargo, él extrañaba mucho a su mujer y sus hijos. No
veía el día en que pudieran venir a la capital a vivir juntos de
nuevo. Esperanza estaba sola cuidando esos muchachos. Añoraba
compartir con su mujer una taza de café en las mañanas, sentarse
a la mesa con su familia a repasar los eventos del día, comentar
con Esperanza a la hora de acostarse la dicha de tener una hija
como María, la apatía de Juanito y las travesuras de José. María
había terminado el bachillerato y quería estudiar mercadeo en una
universidad de la capital. Ella siempre había sacado muy buenas
notas y leía todos los libros sobre el tema que llegaban a sus
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manos. De ninguna manera Juan quería cambiar los sueños de su
hija. Juanito y José todavía estaban en la escuela y lo ideal era que
empezaran el nuevo año escolar en Santo Domingo. No obstante,
las casas que había visto estaban caras y con el dinero que ganaba,
no le alcanzaría para mantener la familia en la capital.
Juan siguió trabajando, y varios meses seguidos ganó el bono
por cumplimiento de ventas. También conoció a los otros
vendedores de la esquina. Uno de ellos vendía aguacates, le
decían Moreno. Siempre estaba discutiendo con los clientes. Las
doñas se quejaban y decían que él las engañaba. Un sábado al
final de la tarde, en medio de un aguacero, debajo del voladizo del
edificio de la esquina, Juan le preguntó:
―Moreno, ¿por qué tienes tantos problemas con los clientes?
Yo nada más oigo las quejas.
―Juan, tú sabes que el corazón del aguacate solamente lo
conoce el cuchillo. ¿Cómo voy a saber yo cuál aguacate está
maduro o cuál está fibroso? Los clientes exigen mucho. Algunos
aguacates salen malos pero no es culpa mía. Estoy pensando
cambiar de producto en cuanto termine de vender estos cuatro que
me quedan. Voy a vender accesorios de celulares. En estos días
parece que todo el mundo los necesita y no se dañan, no maduran,
ni salen fibrosos. El lunes comienzo mi nueva vida, no más
problemas con marchantes. Cambia tú también Juan. Necesito a
alguien que cubra las otras bocas de la esquina.
Moreno le explicó todo el negocio, buenos márgenes, no se
dañan, mucha demanda. Dejaba más que vender pingüinitos.
Cuando la lluvia paró, ambos hombres salieron a vender, pero
Juan ya no era el mismo. No paraba de oír las palabras de Moreno
y una voz de muy adentro le repetía: Tú sí sabes de aguacate,
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cuando están maduros, cuando tienen fibras. Tú echaste los
dientes en eso. Nadie sabe más de eso que tú. Nadie.

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CAPÍTULO 2

LA GRAN DECISIÓN.
ELIGIENDO OPORTUNIDADES

Esa noche cuando Juan llegó a la casa de Ramón, donde se estaba


quedando, y después de comerse unos plátanos verdes fritos con
aguacate y salami, se puso a analizar la situación. Aunque estaba
ganando más o menos bien, no tenía para traer a su familia del
campo. Necesitaba más dinero. Él pensaba: María es una señorita
y quiere ir a la universidad, no puedo buscar una casita en
cualquier hoyo. Tengo que buscar la forma de hacer más dinero.
Ahora que Moreno va a dejar de vender aguacates es mi
oportunidad. Una extraña sensación inundaba su cuerpo y su
mente.
Con papel y lápiz en mano, calculó cuánto podía ganar
vendiendo aguacates. Sumó y restó, y los números le parecieron
atractivos. Podía ganar el doble de lo que ganaba ahora. Bueno,
vendiendo hasta los domingos por la mañana. Era un riesgo y tenía
que esforzarse, pero podría ganar el dinero que necesitaba para
alquilar la casita frente a la de Ramón, para traer a su familia del
campo.
Por otro lado, tenía una oferta de la distribuidora de
pingüinitos. Aunque no tenía fecha todavía, el hombre de la
corbata morada le había ofrecido una posición en el almacén. Era
una promoción, pero al final iba a ganar casi igual porque se
echaba en los bolsillos una buena comisión, más el bono por
resultados de ventas. Tenía la ventaja de que era en un lugar más
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tranquilo y cómodo, menos riesgoso. Ramón lo veía como una
posición de mayor nivel.
Esta posición en el almacén ofrecía la posibilidad de seguir
escalando a otros puestos, pero eso siempre llevaba tiempo. Era la
opción más segura, pero también la de más lento crecimiento de
ingresos. Juan conocía el trabajo de almacén porque lo desempeñó
en la finca. Exigía ser organizado, escribir bien y saber de
números. No tenía problemas con ningún requerimiento; es más,
era bueno en todos.
La oferta de Moreno completaba la tripleta que Juan sorteaba en
su cabeza. Buscó su cuaderno y escribió su objetivo: ganar más
dinero para alquilar la casa de en frente y traer la familia del campo, y
pagar la universidad a María, con todo y pasaje, que estaba muy caro.
Su cerebro parecía resonar al analizar las alternativas:
―¿Cuánto me puede dejar cada trabajo?
―¿Con cuál puedo crecer más?
―¿Cuál es menos competido?
―¿Cuál me ofrece más seguridad?
―¿Cómo varían las ventas en el año?
―¿Hay días buenos y días malos? ¿Por qué?
Por otra parte:
―¿Cuál yo conozco más que los demás?
―¿En cuál me puedo destacar?
―¿Por qué me comprarán a mí y no a otro vendedor?
Con la cabeza al explotarle, Juan buscaba una respuesta, pero
solamente tenía más y más preguntas. Para empezar, los ingresos
de las tres alternativas eran casi iguales, aunque no sabía cuánto
podía crecer el negocio de venta de accesorios de celulares. Las
ventas de audífonos para los celulares estaban en crecimiento con
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la nueva ley que prohíbe hablar con el teléfono en las manos
mientras se maneja un vehículo de motor, y el ataque de los
AMET; es decir, los agentes de la Autoridad Metropolitana de
Transporte. Había visto a otros vendiendo accesorios y parecía
que les iba bien. Moreno decía que era muy rentable y que lo
difícil era saber vender en las esquinas, y de eso sabían ellos.
Moreno quería que Juan le hiciera el dúo para que no se metiera
otra persona que luego quisiera inventar con su parte de la
esquina.
Finalmente, estaba la oportunidad de quedarse con el mercado
de ventas de aguacates que dejaba Moreno. Juan repasaba en su
mente con el cuidado de un cirujano: es un producto complicado,
perecedero, que hay que tratarlo con mucha delicadeza. Los
márgenes son buenos, y pueden ser mejores si se consigue un
buen suplidor en el mercado y se compran cantidades mayores,
incluso directamente del campo. Es un producto de estación, que a
veces escasea o se pone muy caro. Aunque los dominicanos
comen aguacate cualquier día y de todas formas, las ventas se
disparan los días de lluvia, cuando son buscados para acompañar
un buen sancocho.
Lo más complejo son las quejas de los clientes: que no está
maduro, que salió muy blandito, que estaba fibroso. Esas mismas
quejas alejaron a Moreno del negocio. Sin embargo, si hay algo
en el mundo que yo conozco es de aguacates. Puedo
seleccionarlos para que no salgan fibrosos y que maduren bien.
Sé cuando un aguacate está maduro y cuándo necesita un día o
un par de días más. Estoy seguro de que los clientes no se
quejarán de mis aguacates; de que puedo conseguir un mejor
precio en el mercado, y luego comprar directamente de alguna
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finca; de que nadie puede vender aguacates mejor que yo.
Este último pensamiento terminó de decidir a Juan, quien salió
en busca de su compadre. Ramón estaba en la esquina, jugando
dominó. Esperaba su turno cuando Juan llegó, lo haló por el
brazo, y le dijo:
―Compadre, tenemos que hablar.
Los dos hombres hicieron un aparte y Juan le explicó todo el
análisis que había realizado, y su gran decisión. Ramón se limitó a
decirle:
―Compadre, usted es un hombre serio e inteligente, en lo que
usted se meta, yo lo apoyo.
―Gracias, compadre. Sin usted no estaría aquí. Yo tengo que
buscar la vía para mantener una familia que está en pleno
crecimiento. Usted ya tiene lo suyo resuelto. Solamente tiene que
esperar a que le salga la residencia y pa’ los países.
―No es tan fácil, así como usted lo pone. Mi hijo está fajado
allá en una bodega día y noche. ¡Y es fácil! El que no se faja en
Nueva York, no echa pa’lante. Me dicen que se gana dinero, pero
hay que trabajar mucho, que la gente siempre anda a mil.
―Yo estoy muy contento por usted, pero no le escondo que lo
voy a extrañar.
Acordaron ir temprano en la mañana al mercado de la Duarte a
visitar a un señor que vendía aguacates, y que algunas veces
compraba los aguacates de la finca del difunto don José.
Todavía el gallo del vecino no había cantado cuando los
compadres partían para el mercado. Estaban asomando las
primeras luces cuando llegaron y alcanzaron a ver a don Pedro
que llegaba a su negocio.
―Buenos días, don Pedro, ―saludó Juan.
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―¡Oh, muchacho!, ¿qué haces por aquí? ―respondió don
Pedro, saltando una pila de aguacates y estrechando la mano de
Juan―. Cuánto tiempo sin verte. Lamenté mucho la muerte de don
José y pregunté por ti, pero no me supieron decir qué estabas
haciendo.
―Bueno, don Pedro, como usted sabe, los hijos de don José
vendieron la finca y tuve que venir a la capital a trabajar vendiendo
esquimalitos en una esquina. Mi compadre Ramón me consiguió
ese trabajito, ¿usted se acuerda de él?
―Sí, claro, Ramón trabajaba contigo en la finca. Al principio
no lo reconocí con esa gorra. Hola, Ramón.
―Buenos días, don Pedro.
―Bueno, como le decía, estoy pensando dejar el trabajo para
vender aguacates ―prosiguió Juan―. No es mucho, pero he visto
que los vendedores no saben de eso y entiendo que puedo
ganarme unos chelitos en algo que sé hacer. Todo va a depender
de los precios que usted me dé y de la calidad de los productos
que pueda conseguir. Si no es mucho pedir, me gustaría tener una
cuenta abierta para poder evolucionar.
―Tú sabes que puedes contar conmigo ―comentó don
Pedro―. Si alguien sabe de aguacates eres tú. Pero ten cuidado,
que mucha gente ha quebrado en ese negocio. Lamentablemente
no puedo fiar mucho, solamente unos días, pero te puedo dar un
buen precio.
―Muchas gracias, don Pedro, por su ofrecimiento y por sus
consejos ―respondió Juan―. ¿Le puedo pedir algo más?
―Sí, claro, lo que quieras ―respondió don Pedro, al mismo
tiempo que acercaba una silla.
―Yo quiero seleccionar mis aguacates. Usted sabe que yo
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hablo con ellos.
Juan se llevó un aguacate al oído y comenzó a murmurar unas
palabras sin sentido.
―Por mí puedes bailar con ellos, lo que no te dejaré hacer es
seleccionar los grandes solamente ―dijo don Pedro, parándose de
la silla―. Tú sabes que hay que coger grandes y pequeños.
―No se preocupe ―asintió Juan―. Usted sabe que no es en
el tamaño donde está el secreto.
Se pusieron de acuerdo en el precio, el monto del crédito, y
Juan seleccionó su primera partida de aguacates.
A la mañana siguiente, Juan salió corriendo para no llegar tarde
al centro de los pingüinos. Anunció su renuncia y salió a vender
pingüinitos por última vez. Pasó el día pensando en cómo iba a
vender sus aguacates. Vio a Moreno repleto de antenas, cargadores
y demás accesorios de celulares y le contó sobre su decisión.
Moreno se encogió de hombros y le preguntó si estaba loco.
Al otro día, Juan llegó bien temprano a la esquina, cargado con
los aguacates que había seleccionado. Maduros, medio maduros, y
verdes. Los guardó detrás de una verjita y se llevó seis para la
calle, cuatro maduros para comer el mismo día y dos verdes para el
día siguiente. Y así comenzó su jornada.
―Buenos días, marchante, déme un aguacate para la comida
de hoy ―solicitó una señora que pasaba por la acera.
―Tome éste, doña, que está madurito ―respondió Juan con
una sonrisa a flor de labios.
―¿Seguro? ―preguntó la doña―. Ustedes siempre están
diciendo que están maduros y cuando uno los parte saben amargo,
están duros o dañados.
―No, mi doña, yo sé de aguacates y éste está garantizado. Si
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le sale malo me lo trae y se lo cambio. No hay problema,
disfrútelo, mi nombre es Juan.
Fue su primera venta. Juan estaba feliz. En una ola que dejaba
el tránsito, calle al medio, se dispuso a vender.
―¡Hey, aguacatero, ven acá! ―gritó un hombre que iba en
una voladora de las que viajan a Baní―. Dame uno para ahora
mismo, que me lo voy a comer con unos panes de agua que tengo
aquí.
―Ahora mismo, tome éste que está en su punto para comer
con pan de agua.
La mañana había estado un poco floja porque estaba
lloviznando. Era cerca del medio día cuando comenzó a caer un
fuerte aguacero. Juan seguía calle al medio con sus aguacates en
las manos, toreando carros, y de pronto la venta comenzó a picar.
La gente que iba a comer a su casa al mediodía quería llevarse un
aguacate maduro para el sancocho que le aguardaba. Se le
acabaron los maduros y una doña por poco le da con la sombrilla
para que le vendiera uno, pero Juan le explicó que ese estaba
verde, que se le habían acabado los que se podían comer hoy.
Luego, aunque cayeron las ventas, siguió vendiendo hasta
entrada la tarde, diciéndoles a los clientes que sólo tenía
aguacates para mañana, que no estaban listo para hoy.
¡Qué día!, se dijo al llegar a su casa. Dejó los aguacates al
sereno en una caja, y calculó cuántos tenía que comprar en el
mercado para el día siguiente. Algunos estarían listos para
mañana y si seguía lloviendo, la venta aumentaría, por eso
necesitaba mayor cantidad maduros, y también unos cuantos
verdes.
Al otro día paró de llover y la venta no fue buena. Juan no
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sabía qué hacer con tantos aguacates maduros. Este negocio puede
ser más complicado de lo que pensé.
A las diez de la mañana del siguiente día llegó una doña en una
yipeta, una todo terreno blanca, y preguntó si tenía quince
aguacates bien maduros, blanditos. La señora organizaba una cena
mejicana y necesitaba hacer guacamole. Juan le vendió todos los
aguacates maduros que le quedaron del día anterior, mientras
pensaba: Dios protege al inocente. Nunca antes había oído hablar
de guacamole, pero le gustó de primera impresión. Asi que
muchos aguacates bien maduros. En un momento en que se cruzó
con Moreno le preguntó qué era aquello del guacamole. Es como
un puré de aguacate, le explicó, y los mejicanos lo comen con
tortillas de maíz duras o blandas. Le indicó un restaurante cercano
donde podía verlo con sus propios ojos.
¡Qué extraordinario!, tantos años bregando con aguacate y no
sabía que los majaban. ¿Qué otras cosas harán los ricos con los
aguacates aquí en la capital?, se preguntó.
Desde ese día, Juan preguntaba a sus clientes cómo comerían
sus aguacates. De ellos escuchaba muchas respuestas:
―Aguacates para comer con pan, con fritos, con mangú, con
yuca o casabe.
―Aguacates para hacer ensalada verde, con salsa agria o
gourmet.
―Aguacates para sancocho, cocido u otras sopas.
―Aguacates para guacamole, o para comer con tacos o
nachos.
Ya no bastaba con aguacates para hoy, para mañana o para
madurar. Los consumidores eran exigentes y querían aguacates de
todas formas, para cada una de sus comidas, para cada ocasión.
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Juan estaba feliz, estaba aprendiendo y el negocio mejoraba. Ya
había ahorrado para pagar los depósitos del alquiler de la casita del
frente. Llamó a Esperanza y le dio la buena noticia. Él iba a llegar
al campo el sábado tarde en la noche, pues iba a salir como a las
siete de la parada del Nueve y Medio. La mudanza la iban a traer
al otro día en el camioncito de Julián, un amigo que venía a buscar
una maquinaria a la capital. Todos en la casa saltaron de alegría al
saber la noticia, esperaron despiertos a su querido Juan.
Juan debía completar los trámites de la venta de la casita y la
finquita del campo. Esperanza y sus hijos se habían mantenido
todos estos meses, en parte, con el dinero que le habían avanzado
de la venta. El resto serviría para comprar camas nuevas, una
nevera y otros muebles que no estaban en condiciones de viajar a
la capital. No pasó ni cerca de la finca que era propiedad de don
José. Trató de no dejarse ver de sus amigos y ex compañeros de
trabajo pues no tenía nada bueno que contarles. Y así partieron
hacia la capital. Juan y Juanito iban detrás, entre los trastes,
atesando cuerdas y cuidando de no perder los pocos muebles que
habían quedado. Esperanza, Maria y José se apeñuscaron con
Julián en el sillón delantero. Con sentimientos de pesar y alegría,
salieron del campo que les vio nacer, a lo mejor para nunca jamás
volver.

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CAPÍTULO 3

¿PARA QUÉ SIRVEN LOS NOMBRES?

El negocio seguía creciendo. Los clientes estaban contentos con


los aguacates que Juan les vendía, y repetían sus compras. María
había empezado la universidad, y los muchachos, la escuela. La
familia estaba unida de nuevo, gracias a los benditos aguacates y a
la capacidad de Juan de conocerlos por dentro.
Ese día Juan llevó más aguacates que nunca. El noticiero de la
noche anterior pronosticaba un 70% de probabilidades de lluvia
para cerca del mediodía. Era un día de sancocho. Las ventas
habían iniciado bien con los clientes del barrio que compraban al
regresar del supermercado. Sin embargo, a eso de las diez de la
mañana se nubló y no fue de lluvia. Juan oyó una voz que lo
llamaba desde una yipeta blanca estacionada al costado de la
avenida. Era una de sus mejores clientas. Juan hizo un
movimiento rápido para torear a unos carros y llegar hasta la
yipeta.
―Hola, mi doña, ¿en qué puedo servirle? ―saludó Juan
haciendo equilibrio con ocho aguacates en las manos y todavía
sofocado con el brinco que había dado.
―Bueno, no muy bien ―respondió la doña con cara de
amargura―. Da la vuelta y ven a ver como salieron los aguacates
que mandé a comprar ayer. Están en esa caja. No pude hacer mi
famosa ensalada de aguacates, y la cena no fue igual.
Juan se movió al otro lado de la yipeta y vio un reguero de
aguacates que estaban en la caja partidos en dos. Abrió la puerta
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y examinó los aguacates detenidamente uno por uno y,
finalmente, balbuceó con cara de preocupación:
―Perdóneme, mi doña, pero ¿dónde compraron estos
aguacates? Todavía están verdes y ni siquiera están llenos. No me
los compraron a mí. Yo no los vendo así, mejor dejo de vender.
―Aquí ―reclamó la doña―. Como acostumbro, mandé a mi
chofer ayer. Él me dejó en el salón y vino a comprar los aguacates
aquí. Él me lo confirmó.
―Excúseme, doña, yo no recuerdo haber visto su yipeta ayer
por aquí. Cuidado si su chofer le compró al vendedor del otro lado
de la esquina. Ya me ha pasado otras veces con los choferes que
vienen a la esquina y le compran al otro vendedor. Por favor,
pregúntele a su chofer si fue a mí, a Juan, a quien él le compró.
―Bueno, mi chofer hoy anda con el señor para el aeropuerto.
Mañana venimos para que me devuelvas todo mi dinero. Quédate
con la caja y anota que fueron doce aguacates.
―Usted sabe que yo le cambio cualquier aguacate que salga
dañado, y que nunca antes le habían salido verdes o dañados. Mis
aguacates están garantizados, más con usted que la conozco.
Llévese estos dos mientras tanto que están buenos para un
sancochito. Cuando usted venga con su chofer arreglamos la
cuenta.
Comenzó a llover y la gente a pedir aguacates. Los aguacates
maduros se terminaron temprano. Había superado los niveles de
ventas anteriores. Juan estaba contento, aunque preocupado por
los aguacates de la doña de la yipeta blanca. Lo mismo le había
pasado con otra señora hacía unos días. Esta situación estaba
pasando con mucha frecuencia y él no sabía qué hacer para
solucionarla.
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Llegó a la casa temprano, mojado de arriba abajo. Saludó a
su mujer y cogió agua, la puso a calentar y se dio un buen baño.
Después se puso a registrar las cuentas en su agenda, hasta que
Esperanza anunció que la cena estaba lista. Todos se sentaron a
la mesa rápidamente, pues el olor a yuca con cebolla llenaba
toda la casa. Como era su costumbre, Esperanza preguntó cómo
había estado el día.
―Hoy se vendió más que nunca ―contestó Juan―, aunque
estoy preocupado porque no me gustó un incidente que ocurrió
con una de mis mejores clientas.
Juan contó la historia completa, mientras todos escuchaban
muy atentos. Todos se quedaron callados, nadie se atrevía a decir
una palabra. Pasaron unos segundos eternos, hasta que María
rompió el silencio, y preguntó:
―Papá, ¿esto ha ocurrido anteriormente?
―Sí, en otra ocasión una señora me dijo que había enviado a
su chofer desde Arroyo Hondo a comprar unos aguacates a mi
esquina y el chofer le llevó unos aguacates podridos. No sé que
hacer. Yo sé de aguacates, pero no puedo controlar a los demás
vendedores que, por ganarse unos cheles, venden cualquier cosa.
―¿Esto pasaba cuando vendías pingüinitos, papá? ―volvió a
preguntar María con cara de detective tras la pista, sin todavía
tener una respuesta.
―¿Y qué tiene que ver eso con el día de las madres?―
inquirió Juanito sarcásticamente―. Son dos cosas diferentes, papá
vende aguacates ahora, no esquimalitos. ¿Todavía no te has dado
cuenta?
―¡Juanito, déjate de necedades y permite que tu hermana
hable! ―reclamó Juan que presentía una solución a su
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problema―. La pregunta es muy buena, déjame pensar. No
recuerdo que eso me haya pasado. Los pingüinitos tienen un
empaque que dice claramente el nombre, y los vendedores están
vestidos de los colores de la empresa con el nombre grabado en el
frente y la espalda.
―¡Eso es, papá! ―exclamó María―. A ellos no les pasa
porque sus productos y sus vendedores están claramente
identificados. Si una persona manda a otra a comprar pingüinitos,
no pueden comprar un esquimalito cualquiera porque el nombre
está en la envoltura. Y si la persona llega a una esquina, se da
cuenta de una vez cuál es el vendedor de pingüinitos por el
uniforme.
―¡Sí!, tienes razón María ―respondió Juan visiblemente
emocionado.
―Tú sí eres una muchacha inteligente ―comentó Esperanza
llena de orgullo―. Ahora veo los frutos de las horas que pasaste
leyendo esos libros de mercadeo, y de la lucha que pasaba tu papá
escarbando en los puestos de libros usados en sus viajes a la
capital. Juan no se atrevía a entrar a la casa sin traerte por lo menos
uno de los libros que habías encargado.
Con un cuadre de burócrata en televisión, y con las alas
abiertas completamente, María inició su cátedra, no sin antes
decirle a Juanito con los ojos “aquí la que sabe soy yo”:
―Hace unos días leí un libro sobre marcas que me prestó una
amiga. Una marca es el nombre distintivo que se le da a un
producto o servicio para distinguirlo de los demás. Son como los
nombres de las personas. Imagínate si aquí no tuviéramos nombres
el lío que se te armaría para llamarnos de manera individual.
―Sí, ahora hasta el arroz tiene marca ―comentó Esperanza―.
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Se pasan el día entero por la televisión y la radio repitiéndole la
marca para que se le meta a uno entre ceja y ceja.
―Las marcas ayudan a los consumidores a reconocer los
productos que prefieren para volverlos a comprar ―prosiguió
María con su conferencia magistral, torciendo la boca hacia un
lado y arreglándose el pelo detrás del cuello―. Y así los
consumidores desarrollan una lealtad hacia diferentes marcas.
―Eso es cosa de libros, María ―argumentó Juan―. No
estamos en la universidad, sino vendiendo en una esquina. Los
dominicanos compran el producto más barato y no son fieles a
nadie. Dímelo a mí que paso el día vendiendo en el triángulo de la
riqueza y me viven regateando. Mientras más grande es el carro,
más gritón es el cliente.
―Perdóneme, papá, pero yo creo que los dominicanos son
leales a muchas marcas ―respingó María―. Para muestra, un
botón: Presidente, Café Santo Domingo, Rica, Induveca.
Todos comenzaron a gritar al mismo tiempo, recordando las
marcas preferidas o las más sonadas.
―¡Ya, ya! Cállense que ésta es una conversación seria
―exclamó Juan con voz de papá―. Esos son productos hechos
en fábricas y yo vendo aguacate.
Juanito vio la oportunidad de sobresalir después de la
vergüenza que le había hecho pasar María. Se paró de un brinco y
exclamó: ―¡Yo he visto frutas con nombres! ¡Con marcas!
Las manzanas traen una etiqueta y los guineos del supermercado
también tienen.
―¡Es verdad! ―asintió María―. Choca los cinco, la sacaste
por los cuatrocientos, Juanito. ¿Quién lo diría?
―¡Ay!, se me pasa la novela ―gritó Esperanza.
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La novela Megadivas estaba en su apogeo. Esperanza y sus
hijos fueron a verla. Juan se quedó pensando en las palabras de
María y Juanito. Una marca, un uniforme. ¿Y qué nombre le
pondremos? Todo el mundo me conoce como Juan y los
aguacates de Juan. Puedo ponerle: Aguacates Sabrosos, Cien por
Cien, Moca, Cibao, Monte Verde… no me gustan. ¿De qué color
será el uniforme? ¿Verde? ¿Y qué se yo? Y siguió dándole
vueltas al asunto.
Esa noche Juan no pudo dormir. El apagón fue demasiado
largo. Con el abanico apagado, el calor del verano se apoderó de
la habitación y los mosquitos atacaron sin piedad. Esperanza pudo
dormir algo gracias a la brisita de la madrugada, pero Juan se
quedó despierto hasta que salieron los primeros rayos del sol.
Saltó de la cama y se bañó con agua bien fría. Cuando salió de la
habitación, vestido para ir a trabajar, le dio el olorcito a café
recién colado y se fue volando a la cocina como el pato de los
muñequitos.
―Buenos días, vieja ―saludó Juan a su mujer, dándole un
beso en la mejilla―. Anoche no dormí nada. ¡Cuánto calor!
―Sí, yo te sentí. Con tantas vueltas tampoco me dejaste
dormir a mí. Bébete este cafecito con leche y espera que estén las
empanadas que estoy friendo. Te tengo una especial para ver si te
gusta. Esa luz va a acabar con la existencia de uno, y lo cara que
está. Desde que nos pusieron el contador la factura no para de
subir y cada vez hay más apagones. Yo no entiendo y no sé qué
hacer.
―Vieja, este país es así. Deja de quejarte que el domingo te
traigo dos baterías nuevas para que veas tu novela y que no se
apaguen los abanicos a mitad de la noche. Cuando María se
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levante dile que al salir de la universidad, en la tardecita, pase
por la esquina. Quiero hablar con ella del asunto de la marca.
Esa muchachita salió a la abuela Chencha, es inteligente,
organizada y trabajadora.
Juan tomó una empanada y le dio una mordida.
―Vieja, ¿y qué le pusiste a ésta? ¡Umm! Sabe a bacalao con
unos pedacitos de… ¡aguacate! ―exclamó Juan, dando un salto de
emoción.
Esperanza buscaba un dinero adicional friendo empanadas para
el desayuno y la cena. Las vendía en la casa y Juanito las llevaba
a varias cafeterías que quedaban camino de la escuela. En las
tardes sacaba una mecedora a la galería de la casa y se sentaba a
vender una bandeja llena que cubría cuidadosamente con un
mantelito.
Juan finalmente terminó de comer, se puso de pie y fue al baño
a cepillarse los dientes. Cuando tomó la pasta, sacudió la cabeza y
soltó un grito:
―¡Colgate! ¡Nos faltó Colgate!
Hizo tanta bulla que Esperanza fue corriendo y le preguntó:
―¿Qué te pasa, Juan?
―Nada, mujer, que nos faltó Colgate. ―Salió del baño y le
dio un fuerte abrazo―. Adiós mi amor, me voy que hoy es
viernes día quince, hay dinero en la calle, y yo tengo muchos
aguacates maduros.
Juan llegó a la esquina con más ánimo que nunca, se trepó en
una ola de vehículos y, entre toreo y toreo, pensaba en diferentes
nombres para su producto y en las tareas que debía realizar: Voy
a mandar a preparar una etiqueta como las que tienen las
manzanas y me voy a preparar un disfraz, digo…, un uniforme
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de aguacate. Pero tiene que ser fresco porque hace mucho calor
en esta esquina corriendo de un lado para otro. Me moría del
calor vestido de pingüino.
Juan solamente salió de su mundo cuando oyó la bocina de la
yipeta blanca. Un chofer flaco y largo, con cuadre de ex militar,
iba manejando. La doña estaba sentada en el sillón de atrás.
Ambos vidrios del lado del chofer bajaron suavemente y Juan oyó
la voz de la doña que interrogaba al chofer.
―¿Este fue el hombre que te vendió los aguacates que salieron
malos el día de la cena?
―No, doña ―contestó el chofer, después de mirar a Juan de
arriba a abajo, con esa mirada de sargento que parecía penetrar la
piel―. Yo se los compré a un hombrecito chiquito y gordito al
otro lado de la calle. Usted me dijo que viniera a la Lincoln con
27 de Febrero.
―Entonces no fuiste tú quien vendió los aguacates dañados
―comentó la doña, con cara de alivio―. ¡Qué bueno!, porque
necesito quince aguacates para una cena de esta noche y hoy sí
que no puedo fallar con mi famosa ensalada. Búscame los mejores
aguacates que tengas. Estás en deuda conmigo.
―Mi doña, ahora mismo voy a seleccionarlos. Aguacates de
primera.
Juan fue a su caja y buscó los mejores aguacates. Eran los más
bonitos y buenos, tanto por fuera como por dentro. Los iba
besando cada vez que seleccionaba uno y les decía en voz baja:
Mis hijos, ya saben, salgan buenos que esa es mi mejor clienta.
No me defrauden que mi familia depende de ustedes. Los colocó
en una cajita y se los llevó a la doña.
―Doña, aquí le traigo los mejores aguacates. Usted va a ver
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que no va a tener problemas, y que su ensalada va a quedar
riquísima.
―Gracias, Juan, ¿cuánto es? ―preguntó la doña con la vista
fija en los aguacates―. Recuérdate de los dos de ayer. Y mira a
ver qué haces para que los choferes te distingan. Tú sabes que a
una amiga mía le pasó lo mismo que a mí, y no te ha vuelto a
comprar. Ella vive en Arroyo Hondo y mandó a su chofer a
comprar diez aguacates para preparar guacamole y le salieron
podridos. ¡Qué vergüenza me hiciste pasar!
―Yo no sé qué pasó ahí, mi doña, pero usted puede estar
segura que mis aguacates están garantizados. Dígale a su amiga
que vuelva por la 27 de Febrero y pregunte por Juan.
―Doña, eso fue que lo compraron por ahí ―sugirió el chofer
con una voz ronca y gutural―. Yo conozco ese chofer, y es muy
haragán. De seguro lo compró en la primera esquina donde
encontró un vendedor de aguacates. ¡Y es fácil!, salir de Arroyo
Hondo III a la Lincoln con 27. Eso lo hago yo que fui militar, y
soy un hombre disciplinado.
Juan asintió con la cabeza, le dijo que los aguacates del día
anterior iban por la casa y cuánto sumaba la cuenta. La doña,
agradecida, le dejó una buena propina.
―No se apure, doña, que ese caso lo tenemos, como dice el
hombre en la televisión. Pronto usted, sus amigas y los demás
clientes no tendrán ninguna confusión al comprar mis aguacates.
Ni los otros vendedores podrán confundir a los choferes, ni los
choferes podrán hacerle cuentos de que vinieron hasta aquí. No
se apure, apueste a mí, que no la voy a defraudar, no va a quedar
mal.
Juan vio a María, que iba subiendo la cuesta de la Lincoln, y le
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hizo señas con los brazos. Todavía le quedaban unos cuantos
aguacates y, a la salida del trabajo, muchas personas compraban
para la cena. María saludó a su papá y recogió los ocho aguacates
que quedaban en el piso, y salió a vender entre los carros que se
apiñaban al detenerse el tránsito. María ayudaba a su papá cuando
salía temprano, y era una vendedora excelente. Sabía torear carros
y devolver con una mano. Lo único que no le gustaba eran los
piropos de los pasajeros y los peatones.
No había pisado la calle cuando un chofer de un carro público,
que se caía a pedazos y dejaba una estela de humo negro a su
paso, le vociferó: ―¿Y quién no come aguacate con una mami
así?
―¡Mira qué receta! ―gritó un ayudante de un camión que iba
en el carril de al lado―. Una muñequita así me la recetó el
médico ayer para curarme este cáncer en el centro del amor.
María ya estaba acostumbrada y no les hacía caso. Vendió sus
aguacates en un dos por tres, y fue a reunirse con Juan que
también había terminado de vender y estaba guardando los
aguacates verdes que quedaron para el día siguiente.
María escuchó la historia de la yipeta blanca con lujo de
detalles. Juan había pasado el día desesperado por contarle a su
hija. El problema de los supuestos aguacates dañados estaba
ahuyentando clientes, aunque Juan no tuviera la culpa. Por eso
tenían que desarrollar la marca urgentemente, y para empezar
sugirió que entraran al supermercado para ver bien las que llevan
las manzanas y los guineos.
Entraron y se dirigieron a la sección de frutas y vegetales. En
silencio, examinaron las marcas, compraron algunas frutas para
tener muestras de los sellos, y salieron a esperar la guagua para
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volver a la casa.
―Fíjate, papá, cómo le ponen un sellito con el nombre. Hay
que quitárselo con las uñas. Es un sellito autoadhesivo, fuerte y
resistente.
―Sí, sí, mi hija, eso es lo que necesitamos, ¿pero qué nombre
le pondremos? Desde anoche vengo dándole vueltas a diferentes
nombres, y no sé cuál elegir.
―En cuanto lleguemos a la casa, tomamos papel y lápiz y
anotamos los nombres que se nos ocurran a todos, a mamá, a
Juan y a José. Yo tengo un amigo en la universidad que estudia
publicidad y trabaja como diseñador gráfico. Él nos puede
diseñar el logo y la etiqueta, y recomendarnos dónde las
pueden imprimir.
Durante la cena comentaron a los demás el ejercicio que iban a
realizar para anotar los nombres para los aguacates.
―Es como el juego de dominó ―explicó María―. Cada quien
dice un nombre cuando llegue su turno, si no tiene ninguno dice
“paso” y el otro sigue. No se puede hablar fuera de turno, ni
tampoco hacer muecas.
Y así comenzó el juego de los nombres: Sabrosos, Cibao,
Maduros… paso… La lista comenzó a crecer, pero ninguno
parecía ser adecuado. María le preguntó a su papá:
―¿Cómo llaman los clientes a tus aguacates?
―Ellos solamente dicen “aguacates, Juan”.
Y en ese momento, todos dijeron: ¡Aguacates Juan!
¡Aguacates Juan! ¡Aguacates Juan! Ese es el nombre.
―Mañana mismo llamaré a mi amigo y le pediré que nos
ayude con la etiqueta ―dijo María―. Ya me la imagino:
“Aguacates” en la parte de arriba de la etiqueta ovalada, y “Juan”
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debajo. Color amarillo para que se destaque con el verde. Una
raya en el borde. No sé cuánto nos va a cobrar, pero de seguro no
será mucho y a la vez le pregunto por la imprenta.
Juan estaba tan contento que se sentó con la familia a ver la
novela Megadivas. No le gustaban las novelas, pero secretamente
disfrutaba viendo las bellas mujeres con cuerpos de modelo,
hechos puramente a mano, por la magia de los cirujanos plásticos.
Otra vez la energía eléctrica brilló por su ausencia, y los
mosquitos atacaron sin piedad. Juan estuvo despierto hasta la
madrugada. Luego, cuando logró conciliar el sueño, lo
despertaron los gallos del vecino. Se levantó, desayunó y salió
con Juanito. Por casualidad pasaron por donde el sastre Manuel, y
Juan le explicó que necesitaba un uniforme para trabajar pero que
fuera cómodo, fresco, duradero y encubridor. Le pidió además
que tuviera un gran bordado en el frente y la espalda que dijera
“Aguacates Juan”.
Manuel pensó en diferentes alternativas, hasta que le surgió
una idea. Buscó en una pila de revistas viejas y le mostró un
uniforme de un restaurante de comida rápida. Era un delantal con
grandes bolsillos al frente que servirían para colocar aguacates y
el dinero, y una camiseta que tenía serigrafiado o bordado el
nombre de la empresa por delante y por detrás.
Mostrándole la revista, Manuel le comentó:
―Me gusta este diseño, es práctico y fácil de poner y quitar.
Claro, debe ser verde con letras amarillas, en tela de algodón
fuerte, y doble costura.
―Está muy bonito y práctico porque se pone por encima de la
ropa y, cuando uno termina de trabajar, se lo quita y lo guarda
―comentó Juan, estudiando la foto detenidamente, como si
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quisiera probarse el delantal―. Aunque me parece que es muy
caliente. Me quemaba con los pingüinos, a las dos de la tarde yo
quería meterme en la neverita y no trabajar más. Piense en algo
más ligero y fresco, que se ponga por encima de la ropa, como
este delantal.
Juanito estaba cómodamente hojeando unas revistas, sentado
en una silla recostada a la pared, como el que no quiere las cosas.
De repente se puso de pie:
―¡Ya lo tengo! ¿Qué les parece este chaleco?
―¡Déjame verlo! ―pidió Manuel, arrebatándole la revista de
las manos―. ¡Sí, esto puede funcionar! Tiene bolsillos para poner
el menudo, aunque no para los aguacates.
―Es fresco, y se quita y se pone con facilidad ―continuó
diciendo Juan, que miraba la revista por encima de Manuel y
Juanito.
―Se le puede colocar el nombre de la empresa en la espalda
y el logo en la parte izquierda delantera ―dijo Manuel―. Un
bolsillo grande en el lado derecho de abajo. Lo hacemos en un
color verde… verde aguacate, en algodón para que sea fuerte,
fresco y lavable.
Manuel preparó un presupuesto que revisaron Juan y su hijo.
El chaleco también salía económico. Tanto a Juan como a Juanito
les gustó mucho el diseño y se llevaron la página de la revista
para que María y Esperanza dieran su opinión. Eran parte del
equipo, era una decisión en la cual ellos no iban a arriesgarse a
fallar. Ellas eran las especialistas en modas y combinaciones de
colores, y siempre criticaban las ropas que Juan y Juanito
compraban sin ellas.
―Mi hijo, tengo que felicitarte por haber encontrado el
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chaleco ―comentó Juan, echándole el brazo a Juanito camino a
la tienda de las baterías―. Te vi echado en esa silla y pensé que
no estabas en esto, pero me equivoqué.
―Gracias, papá ―le respondió, mirando hacia la acera y
agarrando la visera para ajustarse la gorra―. Yo estoy en esto,
papi, lo que pasa es que a usted solamente le gustan las ideas de
María. Yo estoy en esto…
―No, Juanito, eso no es cierto ―se defendió Juan―. Lo que
pasa es que María siempre está atenta a lo que pasa en la casa, el
negocio y también a ustedes, sus hermanos. Desde niña ha sido
muy madura y estudiosa. Se ha preocupado por trabajar cada vez
que ha tenido la oportunidad. En el supermercado de la
cooperativa, impulsando productos, en la tienda de celulares. Tú
te la pasas oyendo esos reggaetones que nos vuelven locos a tu
mamá y a mí, imitando a Daddy Yankee y perdiendo el tiempo
con los amigos en el colmadón de la esquina.
―Esa es la música y la ropa que está de moda, papi. Usted es
loco con una bachata de las de antes. Y eso no quiere decir que yo
no sepa lo que está pasando. Yo también trabajé en el negocio de
repuestos de vehículos y hasta los ayude con la computadora.
Déme una oportunidad y apueste a mí, que yo soy de los buenos.
Ya yo vendo más aguacates que ella cuando voy a la esquina.
Usted vio el sábado pasado.
Hacía mucho tiempo que Juan no conversaba con su hijo de
esta manera. Juanito estaba terminando el bachillerato para entrar
a la universidad. Él nunca había sacado buenas notas como María,
pero siempre se las ingeniaba para pasar de grado. Él quería
estudiar informática, pero su papá lo estaba forzando a estudiar
contabilidad aunque de paso tomara unas materias de Informática.
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Juanito era bueno con la computadora, ayudaba a un joven
técnico que se dedicaba a hacer arreglos en una avenida cerca de la
casa. Allí, aparte de recibir algún dinero para sus gastos, consiguió
armar una computadora personal con piezas de otras ya rechazada,
de esas que cambian las empresas porque supuestamente no dan
más. Sabía cómo desarmarlas, cambiarles el disco duro, el tablero
y todo lo demás. También conocía cómo instalar los programas y
utilizar el procesador de palabras y diseño gráfico. Pero su
fascinación era preparar cálculos en la hoja electrónica. Dedicaba
la mayor parte de su tiempo libre a jugar con su computadora,
mejorándola cada vez que podía.
Esperanza apoyaba a Juanito en su elección de carrera, pero
Juan no daba su brazo a torcer. Él pensaba que la contabilidad era
la carrera de los pobres, porque permite conseguir trabajo
rápidamente en cualquier empresa, y siempre repetía unas
palabras que le había dicho don José: “Los administradores no
saben de contabilidad y por eso siempre hay un desorden en las
empresas. Gastan más de lo que ingresan”.
Al llegar a la casa, les enseñaron a Esperanza y a María el
recorte de la revista. Le explicaron los detalles que habían
conversado con Manuel. Madre e hija dieron su visto bueno al
chaleco y, como era de esperar, de inmediato comenzaron a
discutir sobre los detalles del uniforme.
A los pocos días, el diseñador gráfico amigo de María le
preparó la etiqueta: amarilla con el borde y las letras verdes.
Como les gustó a todos, la enviaron a imprimir inmediatamente.
Manuel preparó el uniforme bajo la dirección de Esperanza y
María, y afortunadamente quedó muy bien. Juan estaba muy
animado con las innovaciones que iba a introducir a su negocio y
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contaba los días con ansiedad. Su mente no dejaba de trabajar ni
un segundo, pensando en su negocio y en el futuro de su familia:
Tendré una marca como las grandes empresas. Mi negocito está
echando para adelante. Después de que me recupere de estos
gastos, voy a aprovechar para hacerle una oferta de compra a la
dueña de la casita donde vivimos. También tengo que ir
preparándome porque ya Juanito va a entrar a la universidad.

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CAPÍTULO 4

CUALQUIER CAMINO ES BUENO, SI NO SABES PARA


DÓNDE VAS

Una semana después Juan llegó a la esquina un poco más tarde


de lo acostumbrado. Saludó a los compañeros que ya estaban
estirando las piernas en la calle. Juan siguió su rutina diaria,
pero este día había algo muy especial en él. Clasificó los
aguacates y de una funda sacó un chaleco verde con letras color
amarillo tráfico. Se lo puso con cuidado, sacó el dinero que
traía, colocó las papeletas en el bolsillo derecho del chaleco y
las monedas, en el izquierdo. Metió la mano en la funda de
nuevo y sacó una gorra también verde con un logo amarillo
ovalado en el frente que decía “Aguacates Juan” en letras
verdes. Seleccionó un grupo de aguacates de desayuno, hizo su
ritual aguacatero y, con más cuadre que un vaquero de
películas, se lanzó calle al medio en una ola que se formaba
después de que el tránsito fue detenido por el AMET de turno.
Los demás vendedores no tardaron en darse cuenta de la nueva
vestimenta de Juan, y armaron tal alboroto que Juan no sabía
dónde meterse.
―¡Vaya, Juan, qué buen disfraz! ―le gritó Moreno, desde el
otro lado de la calle―. Ahora pareces uno de tus aguacates.
―Parece una cotorra ―dijo el pasajero de una voladora,
riéndose, al tiempo que la mitad de los pasajeros se salían por la
ventana para ver qué pasaba, y la voladora se inclinaba sobre sus
cansados resortes.
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―¡Ahora sí nos embromamos! ―exclamó el vendedor de
pingüinitos que atendía la esquina―. El hombre aguacate está
entre nosotros. Por fin, hay alguien más a quien darle cuerda para
que a mí me dejen descansar un poco.
Juan no hacía caso a los chistes y se dedicaba en pleno a
vender sus aguacates.
―¡Hey!, aguacatero, dame uno para desayunarme con yuca
―gritó un motorista―. Gracias, Juan ―dijo después de
seleccionar y pagar su aguacate.
La mañana fue intensa. El calor del verano estaba en sus buenas, y
la calle parecía estar más ardiente que nunca. Entre comentario y
comentario terminó el día. Juan contó el dinero que tenía en los
bolsillos del chaleco y lo guardó en el bolsillo del pantalón. Se quitó
el chaleco, y lo colocó en una funda. Contó los aguacates que le
quedaron y los acomodó para el próximo día. Haciendo cuentas en la
mente, se dijo a sí mismo: Hoy se vendió bien, para ser un día
normal. Voy a pasar por donde don Pedro en el mercado para
comprar más aguacates, no me alcanzan para mañana los que tengo
madurando en la casa.
Encontró a don Pedro atareado, como de costumbre,
clasificando sus aguacates y atendiendo a los clientes.
―¿Cómo estás, Juan? ―saludó, desde que alcanzó a verlo.
―Muy bien, don Pedro. Ya usted sabe, trabajando de sol a sol
para mantener a la familia, que todos los días gasta más.
―Sí, es así. Todos los precios están subiendo. Y hablando de
precios, vamos a buscar un refresco al colmadito de allí para
hablarte de un negocio que me propuso un señor que tiene una
finca de aguacates.
―Vamos, don.
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―¡Flaco! ―gritó ―, voy a llegar al colmadito, encárgate del
puesto.
―Dígame, don Pedro.
―Mira, Juan, yo he visto que cada semana tú compras más, y
me han propuesto un mejor precio en los aguacates, si compro por
camionada directamente de la finca. Yo tengo el volumen, más
ahora que tú me estás comprando; sin embargo, tengo que tener
seguridad de que tú seguirás igual porque, como sabes, los
aguacates no esperan para madurar y luego podrirse. Puede ser una
fórmula para perder dinero.
―Don Pedro, yo solamente le compro a usted, y mis ventas
están subiendo semana tras semana. Ahora estoy haciendo
algunas cosas nuevas con ayuda de mis hijos que de seguro me
ayudarán a subirlas mucho más. Quiero mejorar mis beneficios.
Por favor dígame a cuánto va a salir el ciento de aguacate.
―¡Pulpero!, déme dos mabíes bien fríos.
―Ahora mismo, don Pedro ―contestó el dependiente del
colmado.
―Ponlo en mi cuenta. Nos vemos luego ―se despidió.
Bebieron un largo trago y, con las botellas de vidrio en las
manos, caminaron de vuelta al puesto de don Pedro.
―Juan, yo no he echado los números todavía, pero mi idea es
que tú compres la mitad del camión y yo la otra mitad. No me
malentiendas, yo los guardo aquí, pero tú tienes el compromiso de
comprarlos. Yo me gano algo en los tuyos y consigo un mejor
margen en los míos. Como a ti te gusta seleccionarlos para que
tengan el mismo tamaño, y yo creo que hasta el mismo color, tú
vienes a buscarlos. A mí me conviene, pues te vas llevando los
maduros. Tú sabes.
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―¡Cuidado con esa motocicleta! Se lo va a llevar de un golpe,
don Pedro.
Don Pedro dio un brinco, se quitó del medio y exclamó con el
corazón en la boca:
―Esta gente va acabar con este mercado. Ayer chocaron a una
señora y tuvieron que llevarla con una pierna rota al hospital
“Darío Contreras”.
―Volviendo a la conversación ―prosiguió Juan mirando para
todos lados antes de dar cada paso―. Don Pedro, estamos
hablando de un compromiso muy grande. ¿De cuánto dinero se
trata?
―No te preocupes por pagarlo todo junto. Yo resuelvo. Tú lo
único que tienes que hacer es vender tu parte semanalmente. Y si
puedes algo más para ayudarme con la mía. Lo importante es que
vamos a conseguir un mejor precio.
―Estoy muy interesado. Como le mencioné, estoy en proceso
de ejecutar unas ideas que entiendo van a mejorar las ventas y
desde hace tiempo he pensado en buscar otra persona que me
ayude, y parece que ya es hora. Déme un tiempito para tirar unos
números y evaluar la situación. Es una decisión que tengo que
consultar con mi gente y me gustaría pensarla muy bien.
―Bueno, a los negocios no se les puede dar muchas vueltas.
Las oportunidades no se dan todos los días. Tengo que darle
respuesta al proveedor lo antes posible, no quiero que haga
negocio con otro puesto aquí en el mercado.
Cuando regresaron al puesto de don Pedro en el mercado, Juan
seleccionó los aguacates que se iba a llevar para la casa, pagó
parte de la cuenta que tenía pendiente, y ayudó a montar los
aguacates en una camioneta pequeña que utilizan para vender
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plátanos casa por casa y que llaman platanera. Luego se montó en
la parte delantera y se despidió de don Pedro y del Flaco.
En todo el camino hasta su casa, Juan iba analizando esta
nueva oportunidad: Con mejores precios y mejores aguacates, sin
duda puedo vender más. Aunque los clientes hace tiempo que no
regatean. Eso ya resulta raro. La gente que me compra a mí lo
hace porque sabe que mis aguacates son buenos y están
garantizados. Las doñas de las yipetas me compran mucho para
sus cenas, y hasta los restaurantes cercanos, si les hace falta, van
a buscar aguacates allá.
Cuando María o Juanito me ayudan vendemos hasta cincuenta
por ciento más. Bueno, eso sucede los mejores días, los días pico.
Hace tiempo que María no puede ayudarme. Desde que entró a
trabajar en la heladería, no tiene tiempo. Juanito, ahora que está
de vacaciones, pudiera darme una mano. Creo que ya tomó las
pruebas nacionales. Le pregunto desde que llegue. Le voy a
ofrecer una buena comisión por la venta para que pueda ahorrar
y cambiar la computadora por una mejor. Con su ayuda entiendo
que podemos hacer negocio con don Pedro. Aunque por otro
lado, comprometerme a comprar esa cantidad puede ser riesgoso.
Estamos apretados económicamente y no tengo un colchón para
cubrir pérdidas. Vamos a ver qué dice mi familia.
Juan llegó a la casa, desmontó los aguacates y los llevó al
almacencito del patio. Saludó, y se dio un baño con el agua tibia
del tanque del techo para quitarse el olor a mercado que traía
encima, y se sentó a la mesa para cenar junto a su mujer y sus
hijos. Esperanza y María terminaban de traer la cena: unos
platanitos con bacalao y unos aguacates con aceite por encima.
Juan se sirvió y luego los demás atacaron frenéticamente.
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Esperanza le preguntó a Juan cómo le había ido con su chaleco, y
así se desató la conversación.
―Ya tú sabes cómo son esos muchachos, son unos tigueres. Se
burlaron de mí de todas formas, pero eso a mí me da lo mismo, ni
me va ni me viene. Las ventas fueron buenas, están mejorando
cada día. De ahí fui donde don Pedro a buscar más aguacates
maduros porque no me quedaban suficientes para mañana.
―Yo me imagino a esos tigueres relajando ―comentó Juanito.
―Hasta los clientes me relajaron ―comentó Juan―. Una
voladora por poco se va de lado. Los pasajeros se salían por las
ventanas para verme. ¡Qué lío! Pero bueno, basta ya de tonterías. Lo
más importante es que don Pedro me propuso un negocio que puede
rebajarme los precios de los aguacates, más de un treinta por ciento.
Eso sí, tengo que comprometerme a quedarme con la mitad de un
camión de aguacates por semana. Estuve haciendo unos cálculos y
eso es casi dos veces lo que estamos vendiendo ahora.
―Viejo, yo sé que tú puedes hacerlo, Dios mediante ―dijo
Esperanza.
―¡Y es fácil! ―exclamó María―. Eso es mucho aguacate, y
es papá solamente.
―¡Hey! ―exclamó Juanito― Yo estoy de vacaciones ahora y
me quiero ganar un dinero extra, unos chelitos. Me pongo el otro
chaleco y me voy a trabajar contigo mañana temprano, papá.
Solamente dime cuánto hay para mí.
―Juanito, tú no puedes hablarle así a tu papá ―reclamó
Esperanza―. Tú sabes que todo lo que él gana es para ustedes.
Tienes que aceptar lo que te den.
―No, no, Esperanza ―dijo Juan―. Yo venía pensando en eso
y le quiero pagar una comisión por aguacate vendido como si
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fuera un empleado. Yo tengo tiempo dilatando la decisión de
buscar una persona y no lo he hecho por miedo a que dañen el
negocio. Juanito conoce de aguacates y me puede ayudar mucho
si se dedica. Ya veremos cuando comience la universidad qué
horario le toca.
―¡Ay!, se me había olvidado ―gritó María―. Me enseñaron
la prueba de la etiqueta y se ve chulísima. Me la prometieron para
final de la semana, informó María.
Juan se paró detrás de la silla, agarrando el espaldar con sus
dos manos, y continuó presentando la situación.
―Hay otra cosa en la que venía pensando desde el mercado y
quiero saber qué piensan ustedes. Con la reducción en el precio de
compra de los aguacates, es posible bajar los precios cinco pesos
y de seguro la gente va a comprar más. Pero no sé qué efecto va a
tener porque me compran por la calidad de mis aguacates, la
garantía y por mi capacidad para ofrecerles el aguacate que
necesitan para cada comida.
―Sí, sí, eso se cae de la mata ―murmuró Juanito―. Para eso
no hay que ir a la universidad. Menor precio, mayor demanda.
Eso me salió en el examen final de Introducción a la Economía.
―No tan rápido, hermanito ―dijo María. No iba a permitir
que Juanito se la luciera. Ella siempre trataba de opacar a su
hermano menor y por eso le preguntó sarcásticamente:
―¿Has oído decir que lo barato sale caro? A la gente le gustan
las cosas buenas, aunque paguen más. Cuenta los toyotas que hay
en la calle, los corollas. Son más caros que los demás. Mamá es
una que no compra porquería, no hay quien le haga comprar un
arroz que no sea La Gaviota.
―Tú con tus teorías siempre quieres llevarme la contraria,
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María. Todos esos libros te van a dañar la cabeza ―respingó
Juanito con las orejas calientes, visiblemente incómodo y alzando
la voz.
―He analizado la situación y la verdad es que me canto y me
lloro ―prosiguió Juan―. Estoy de acuerdo con Juanito que
cuando bajan los precios suben las ventas, pero yo no creo que la
gente vaya a comprarme mucho más si bajamos los precios.
Además, a mí la gente me compra por la calidad y garantía de mis
productos. Las doñas mandan sus choferes de cualquier parte de la
capital. Muchos vienen de lejos, con todo y los tapones de
vehículos en las calles. Yo creo que el cuello de botella de mis
ventas soy yo. Con más personas vendiendo puedo vender más al
mismo precio que ahora. Lo importante es que no caiga la calidad.
―Así es, papá ―corroboró María―. Ustedes van a ver, con la
etiqueta se le va a acabar a los choferes eso de comprarles a otros
vendedores. La pasta Colgate es más cara y se vende más, para los
que llevan anotaciones. Si Juanito trabaja contigo pueden duplicar
las ventas.
―Antes pensaba que podía subir los precios porque, como
dice mi compadre Ramón, yo no vendo aguacates, vendo el placer
de comer bien ―comentó Juan―. Yo nunca los he subido porque
la comida está muy cara y la gente no tiene para pagar más.
―Depende de como se vea, papá ―argumentó María―. Los
demás vendedores piden un precio, pero la mayoría de las veces
dan una rebaja o venden los aguacates grandes al precio que tú
vendes, pero los pequeños más baratos. Si lo analizamos bien, el
precio promedio de los Aguacates Juan es más alto que los demás
aguacates.
―Asimismo es, mi hija ―asintió Juan―. También hay que
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ver que no es lo mismo vender un aguacate que vender diez o
quince aguacates juntos para una cena y esos yo los vendo al
mismo precio porque mis doñas no buscan precio, quieren
calidad. Hasta propina me dan.
―Vaya! ―balbuceó María, haciendo un gesto de asombro.
―Recuerden lo que pasó con la cerveza Bohemia ―intervino
Juanito―. Le bajaron cinco pesos y se está vendiendo más que la
misma Presidente. La situación está muy difícil y la gente está
inventando soluciones de mil maneras.
La discusión comenzaba a acalorarse. Esperanza sintió que era
momento de intervenir, los miró a todos y con su tono conciliador
llamó a la reflexión.
―Yo no sé tanto de negocios como ustedes, pero a mí me
gusta lo bueno, aunque pague un poco más. Prefiero comprar
donde me atienden bien. Mis empanadas son las más caras del
barrio y la gente viene de lejos a buscarlas. Juan, recuerda que los
aguacates de la finca del difunto don José se vendían afuera en
dólares, más caros que los demás. Hagan como hacen esas tiendas
grandes, que ponen precios buenos para ellos y hacen especiales
los días que se vende menos.
―Vieja, tú hablas poco pero bueno ―comentó Juan, tomando
de la mano a su querida mujer―. Los mejores días son los días de
pago y los de lluvia. Sacando esas condiciones, los martes y
miércoles son los más lentos. Podemos bajar los precios esos días
para que no se acumulen muchos aguacates maduros. Me parece
una muy buena observación.
―Sí, eso puede funcionar ―puntualizó María con un aire de
experta en la materia―, pero hay que tener cuidado con relajar los
precios. Hay muchas cosas más que se pueden hacer para
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aumentar las ventas. Con los precios que estás consiguiendo papá,
puedes venderle a los restaurantes que están cerca, al mismo
precio que ellos compran en el mercado. Esos negocios compran
muchos aguacates y al por mayor, se le puede dar un menor
precio sin reducir la ganancia de la venta normal.
―¡Vaya, María!, hasta a mí me impresionaste. ¡Chócala ahí!
―voceó Juanito.
―De verdad que esa es una buena idea, María ―comentó
Juan, moviendo la cabeza de un lado para otro como en señal de
“no”, con la boca apretada―. ¿Y quién va a visitar esos
restaurantes, si Juanito y yo tenemos que echar el día en la
esquina? No podemos partirnos…
―Si quieres yo me encargo de visitar los restaurantes. Tengo
unas horas libres por la mañana antes de que abran la heladería.
Soporto ganarme algo más, el sueldito ya no me da, y necesito
ahorrar.
―¿Y en qué vas a ir a todos esos restaurantes? ―preguntó
Juan ingenuamente, todavía con cara de preocupación―. Están
lejos uno de otro y algunos lejos de la ruta de guaguas o carros.
En ese momento un silencio total se apoderó del comedor.
Todos miraban la mesa fijamente, unos movían las cejas, otros
garabateaban con sus dedos en el mantel como haciéndose los
locos, como que no habían oído nada.
En medio del silencio se oyó una voz que no quería sobresalir,
pero que resonó como un avión jet.
―¡Oh! en tu pasola, María ―balbuceó el pequeño José.
La calma de la habitación de pronto se transformó en el mismo
infierno, como si hubieran dejado caer una bomba incendiaria.
―¿En qué? ―preguntó Juan de forma cortante― ¡Dime que
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tú no andas en una motocicleta, María! ¡No tú!
Nadie se atrevió a contestar la pregunta, y Juan siguió con su
rabieta.
―Me lo tenías escondido y tú bien sabes que a mí no me
gustan los motores. El tránsito aquí es un desorden y a cualquiera
le parten una pierna o peor, lo matan. Tu mamá y yo nos hemos
sacrificado mucho para darte ese cuerpazo que tienes para que
ahora…
―Papá, yo estaba esperando el momento para decírtelo,
―interrumpió María con una voz del que va a llorar y cortándole
los ojos a José―. Fue una oportunidad. Una amiga que se mudó
para España, me la dejó para pagársela poco a poco. Está entera.
Con el trabajo de la heladería y el horario tan complicado que
tengo en la universidad, no tenía tiempo para estudiar. Te
prometo que no voy a andar rápido, que no me quitaré el casco
protector, que…
―Esperanza, ¿y tú sabías de este asunto? ―preguntó.
―Sí, ella me lo dijo ―respondió Esperanza con cara de
jueza―. Yo inmediatamente le expliqué todas las cosas que tú
has dicho siempre de andar en esas benditas motocicletas. Le
puse claro que yo no la apoyaría y que tenía que conversar
contigo, que yo no quería problemas.
Juan se paró de la mesa abruptamente y salió de la casa. Tenía
la cara colorada, como pasta de tomate, parecía que botaba humo
por las orejas y fuego por los ojos. Solamente se oyó el golpetazo
que dio la puerta al cerrar.
―Tú vas a ver José, me la vas a pagar ―gritaba María―. Le
voy a contar a papá que tú te vas a jugar para el río Isabela con los
tigueritos del barrio. Me la vas a pagar ―continuaba llorando
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María sin saber qué hacer.
Sin ver para dónde iba, Juan caminó hasta la avenida. Cuando
llegó a la intersección, se paró y, con las manos en la cabeza, miró
al cielo y murmuró:
―¿Qué he hecho yo para merecer esto?
Después de un largo rato maldiciendo e implorando, pidiendo
perdón por todas las cosas no tan buenas que había hecho desde niño,
y recordando que no había sido tan malo, finalmente se devolvió para
el barrio. La gente que lo veía hablando solo, se le quedaba mirando y
murmuraba. Sin recordar cómo había cruzado las esquinas, regresó al
barrio y pasó por el colmadón de la esquina donde, como siempre,
estaban jugando dominó, para ver si conversaba con Ramón.
―Ven, siéntate, Juan, que no ha llegado mi frente ―saludó
Tiburón―. Tu compadre Ramón no ha llegado todavía. Siéntate a
jugar una manito que no tengo frente y Ramón dice que tú sabes
tirar fichas. Conoces las reglas con que jugamos aquí, ¿verdad?
Hacía tiempo que Juan no jugaba y, aunque comenzaron
perdiendo, su compañero y él ganaron seis manos corridas, antes
de que llegara Ramón.
―¡Oh!, compadre, qué bueno verlo divirtiéndose por aquí
―comentó Ramón al llegar.
―Hola, Ramón, lo estaba esperando― respondió sin perder de
vista su juego.
―Usted lo único que hace es trabajar, trabajar y trabajar
―afirmó Ramón―. Como dicen en gringo, usted es un
“workaholic”.
―Usted siempre sale con una palabrita nueva en inglés ―dijo
Juan con cara de alivio―. No me diga nada, que cogí un pique
con María y salí a despejar la mente, a tomar un airecito. Uno se
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mata trabajando para que esos…
―¿Con María? ―interrumpió Ramón con voz y cara de
asombro―. Pero esa muchacha nunca le ha dado problemas.
―¡Hasta ahora! ―comentó Juan―. ¡Y la bendita muchacha
no se ha comprado una pasola! ¡Una pasola! Usted sabe lo que yo
odio esos motores…
―¡Compadre, compadre! ―llamó Ramón― Estos muchachos
de ahora son así. Hay que dejarlos hacer lo que quieran y pedirle a
Dios que no pase nada. Y es con su dinero. No hay nada que
hacer. Yo tengo un motor desde hace tiempo y nunca me ha
pasado nada.
―La mía tiene una pasola desde hace más de dos años
―comentó Tiburón, mientras barajaba las fichas de dominó―.
Una vez sufrió una caída, pero no le pasó nada. Lo importante es
que se ponga su casco protector y que ande con cuidado, y
despacio. Eso sí, no le permito que llegue después de las once de
la noche. Ya es una mujer y, si me pongo a llevarle la contraria,
ahorita se casa.
Juan se sorprendió al escuchar de boca de Tiburón esas
palabras tan sabias. Nunca se imaginó que ese beodo pudiera
pensar así, y mucho menos aconsejarlo en un momento como
este. Lo tomó como una señal, se sintió mucho mejor y siguió
jugando. Ahora se enfrentaba con los mejores del barrio, Ramón
y el Mayimbe. El juego se puso bueno. Solamente se oían los
golpes de las fichas cuando las estrellaban en la mesa, y los
comentarios de los jugadores: ¡Ve a ver si lleva de esos!
¡Capicúa veinticinco! ¡Muchacho y todos esos dientes! ¡Tiene un
pollo de seis! La batalla fue dura pero finalmente ganaron
Ramón y el Mayimbe.
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―Esto es todo para mí. Buenas noches muchachos. Mañana
me espera un día duro y tengo que levantarme bien temprano—
dijo Juan, poniéndose de pie.
Camino de la casa recordó la conversación con su familia,
previa al conflicto de la pasola. Habían surgido muy buenas ideas
para incrementar las ventas. Juan repasaba los eventos en su
mente: Desde que llegue saco mi agenda y las apunto todas para
que no se olviden. Antes de darle una respuesta a don Pedro
necesito tener un plan para vender esa cantidad de aguacates.
Una pasola. ¿A dónde la guardará? ¿Estará en un sitio seguro?
Tal vez ni candado tiene. Los buenos son los que tienen un cable,
esos sí que no los cortan los ladrones.
Juan entró a la casa por la puerta del patio para no encontrarse
con nadie. Buscó su agenda y se sentó a la mesa del comedor a
escribir el plan para incrementar las ventas, siguiendo las ideas
que habían surgido después de la cena. Lápiz en mano comenzó a
maquinar su plan y a escribir las ideas principales: Juanito va a
cubrir el lado de la Lincoln, yo el de la 27 de Febrero. A lo mejor
debería llevar el doble de los aguacates para que haya suficiente
para los dos. También tengo que sacar otro uniforme, chaleco y
gorra. Le voy a hablar a mi amigo del restaurante mejicano de la
Lincoln para ofrecerle los aguacates, y a la pizzería de la Plaza,
que tiene un bar de ensaladas. A veces me compran del
restaurante del español que está doblando la avenida Pedro
Henríquez, y al que va mucha gente a desayunar, frente al
parquecito de la Lincoln.
· Lo más importante es saber cuánto podemos vender al
añadir a Juanito y a los restaurantes. Tenemos tiempo para
probar bajando los precios los días más flojos. También puede
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ser al final de la tarde. Hasta ahora no había tenido capacidad
para vender más y no tenía sentido disminuir los precios, pero
ahora puede ser que sí. En estos días, debemos probar cuánto
podemos incrementar las ventas con la adición de Juanito.
Juan se paró a buscar su calculadora para estimar cuántos
aguacates podía vender con el nuevo plan y cuánto se podía ganar
después de descontar la comisión de Juanito, la de María,
incluyendo la gasolina de la pasola de la discordia, y los
descuentos. También había que pagarle a Carmito el dueño de la
platanerita para repartir los pedidos de los restaurantes. Se
sorprendió con el monto que leyó en la pantalla de la calculadora,
y una sonrisa pobló toda su cara. Guardó la agenda y la
calculadora, y fue a cepillarse los dientes, antes de ir a la cama.
Justo antes de meterse en la cama, notó un sobre que
descansaba sobre la almohada. Estaba oscuro y no podía leer lo
que estaba escrito en el inesperado sobre. Lo tomó en sus manos y
caminó a tientas hasta la sala, encendió la luz de la lámpara y se
sentó en la mecedora. En la portada del sobre decía: A mí querido
padre. Abrió el sobre, sacó una carta y todavía confundido
empezó a leer.

Querido padre:
Te pido perdón desde lo más profundo de mi corazón. En
ningún momento pretendí llevarte la contraria y mucho
menos incomodarte. Entiendo tu posición y la respeto.
Simplemente se me presentó una oportunidad y la aproveché,
pensado que así perdería menos tiempo en el transporte,
podría dedicar más tiempo a mis estudios o quizás trabajar
unas horas adicionales sin pensar en lo que siempre nos has
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dicho sobre las motocicletas.
Tú eres la persona que más admiro en el mundo. Tú eres
mi Norte, mi brújula, mi guía, no dejaré que nada ni nadie se
interponga en la hermosa relación que tenemos, envidia de
mis amigas y amigos. Orgullo que llena mi vida y llevo
siempre conmigo.
Admiro la forma en que te enfrentaste al destino y
rearmaste nuestras vidas, luego de que vendieron tu amada
finca. Y doy gracias a Dios cada día cuando veo los frutos de
tu arduo trabajo y nos mantenemos unidos en una familia
ejemplar en medio de tanta corrupción, drogas y
delincuencia. Disfruto cada segundo en que estamos todos
juntos sentados a la mesa y las conversaciones que tenemos
sobre el negocio y nuestras vidas.
¿Cómo olvidar las noches de insomnio que pasaste a mi
lado cuando me enfermaba? ¿Cómo olvidar los paseos a
caballo por la finca y la manera en que cuidabas de los
árboles y hablabas con las frutas y las flores? ¿Cómo
olvidar las historias que nos contabas en la marquesina de
nuestra casita en la colina, la que no puedo sacar de mi
mente? Añoro que me leas cuentos, que me cuentes la
historia de tu vida, y la historia que has vivido u oído de tus
abuelos. Añoro sentarme en tus piernas y que me acurruques
en tus brazos como cuando era niña y juntos contemos de
nuevo las estrellas del firmamento en una noche despejada
con olor a campo.
Dime lo que quieres que haga, y eso haré.
Tu hija que te quiere y admira.
MARÍA DEL CARMEN
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Las lágrimas inundaron los ojos de Juan. No podía respirar y,
al mismo tiempo, sentía una felicidad inexplicable que brotaba de
sus entrañas. Lloró por horas, lloró las lágrimas que desde niño
había guardado después que le enseñaron que los hombres no
lloran. Lloró la pérdida de sus abuelos que lo criaron, de sus
padres, a quienes apenas conoció. Lloró a don José, su papá, su
mentor. Lloró la pena de perder toda una vida construida a base
de mucho sudor. Finalmente, lloró de felicidad por la bendición
de tener una familia como la suya y por la dicha de haber
reencausado su vida.
Con los ojos hinchados, y con un cansancio milenario,
finalmente fue a su cama y se quedó profundamente dormido.
Durmió como un bebé, con su abanico toda la noche, sin donar
sangre a los mosquitos de la vecindad. Y, por primera vez en
mucho tiempo, soñó con la finca. Estaba rodeado de matas de
aguacate, revisando las hojas y los aguacatitos recién nacidos.
Sintió la textura de la tierra negra de Moca en sus manos, su olor
y sabor peculiar. Oyó cómo daba órdenes que hacía años no daba:
hay que podar estas matas, le hace falta abono, hay que
entresacarle…

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CAPÍTULO 5

GANAR MÁS O VENDER MÁS, ESE ES EL DILEMA


El día estaba encendido en todo el sentido de la palabra. El sol
tenía baterías nuevas y la gente estaba acelerada. El tránsito
reflejaba el calor del aire y los choferes estaban más desesperados
que de costumbre. Las olas de vendedores ambulantes desafiaban
el calor infernal y la tensión del tránsito. Los limpiavidrios
humanos tiraban sus paños con más fuerza contra los cristales de
los vehículos y tan sólo lograban desatar el furor de los
conductores. Los agentes de la AMET se refugiaban a la sombra
de una mata y como barracudas atacaban por sorpresa a los
conductores que conversaban por sus teléfonos móviles violando
las leyes de tránsito.
Habían pasado varias semanas desde que Juanito entró a cubrir
la Lincoln y sus ventas iban en ascenso. Como se había criado
entre los aguacates, sabía distinguirlos; sin embargo, aún le
faltaba un no sé qué para igualar a su padre. Estaba ansioso por
incrementar sus ventas, no podía contener su espíritu competitivo.
Ya había superado los niveles de venta alcanzados por María
alguna vez y estaba tras la marca de su padre.
Juan había cerrado el negocio con don Pedro y el lunes
próximo recibían el primer camioncito de aguacates. Estaba
preocupado y su cerebro no dejaba de maquinar, mientras su
cuerpo navegaba entre las olas del tránsito. Su personalidad se
debatía entre el potencial y el riesgo del negocio: Son muchos
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aguacates por vender, y somos Juanito y yo solamente. ¿Por qué
arriesgarme si el negocio va bien como está? ¿La gente está en
olla y no creo que compre más aguacates? Se me van a madurar
y los voy a tener que quemar. Por otro lado, Juanito está
vendiendo cada vez más. Estamos casi logrando los niveles de
ventas requeridos sin hacer especiales los días de menor venta.
El aguacate está de moda y continuamente salen artículos en la
prensa destacando sus características positivas para la salud. Se
ha corrido la voz y el club de doñas adineradas solamente
recomienda Aguacates Juan. Parece que María está equivocada.
Los contactos que hice con los restaurantes cercanos no fueron
tan halagadores como ella pregonaba. A los encargados de los
restaurantes les parecía una buena idea, pero decían que tenían
que comprobar la calidad de los aguacates y chequear los
precios. Ellos le daban poco valor a que se los llevaran a
domicilio porque había otros proveedores que lo hacían. Todo
estaba por ver.
Cuando pensaba en María, instantáneamente recordaba el
abrazo de ella esa madrugada después de la gran discusión, como
si fuera la escena de una película famosa: él entraba en la
habitación con pasos silenciosos y ella se despertaba al sentir su
presencia y lo abrazaba. Enlazados y con los ojos vidriosos
conversaban sobre la situación de la noche anterior, aclaraban sus
sentimientos motivados por el amor que los unía. Era mejor
discutir las cosas primero y actuar después, aunque no llegaran a
un acuerdo. María prometía comunicarle siempre sus planes,
aunque supiera que él se opondría, y Juan prometía respetar las
opiniones de María y aceptar que ya era una mujer, aunque ante
sus ojos siguiera siendo la niñita de papá. Al final de la escena,
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Juan se peguntaba: ¿Y cuándo te hiciste una mujer?
Sacando partido a una experiencia de trabajo como
encuestadora, María preparó una pequeña encuesta para hacer un
sondeo y conocer el comportamiento del consumo de aguacates de
los restaurantes. Listó las informaciones que quería conseguir:
―Déjame ver ―pensó María en voz alta―, ¿qué necesitamos
saber?
1- Tipo de restaurante y qué venden principalmente.
2- Si compran aguacates.
3- Cantidad comprada por día y semana.
4- Precio de compra.
5- Lugar de compra.
6- Frecuencia de compra.
7- Cómo los compran: maduros o verdes.
8- Cómo maduran los verdes.
9- Cantidad de aguacates que se le dañan.
10- Principales problemas que se presentan con los aguacates.
11- Qué características deben tener los aguacates que prefieren.
12- Cuál piensan que sería la forma perfecta de comprar.
13- Propuesta de nuestra oferta e intención de compra.
14- Generales del restaurante: dirección, teléfono, cantidad de
mesas, horario de servicio, nombre del dueño, tiempo de
establecido.
Después de preparar su lista de preguntas, la ordenó lo mejor que
pudo, simulando entrevistas con clientes y siguiendo el orden más
lógico de una conversación. Luego hizo un listado de potenciales
clientes, utilizando las páginas amarillas: nombre, dirección y
teléfono. Con la ayuda de un mapa de la ciudad, clasificó los
restaurantes por zonas. Primero incluyó solamente los que
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quedaban cerca de la esquina y luego, pensó que podía incluir a
los establecimientos que estaban localizados en la ruta hacia la
esquina, de todas formas pasaba por allí.
María decidió visitar un restaurante donde trabajaba una amiga
para hacer su primera entrevista. La llamó y acordó una cita para
las diez de la mañana. Era un restaurante de carnes que quedaba
rumbo a la heladería. Al llegar, estacionó su pasola bien pegada a
la pared, le colocó el cable y el candado, y entró por la puerta de
la cocina.
―Buenos días, busco a Josefina ―dijo a unos ayudantes de
cocina, que afanosamente picaban los ingredientes para sazonar.
―¡Josefina! ―gritó―, ¡te buscan!
―¡Ya voy! ―contestó Josefina, desde la caja del bar.
―Hola, María, ¿cómo estás? Vamos a sentarnos en la barra
para que me expliques qué andas buscando.
María le explicó el plan que tenía su papá, su interés en
conocer el consumo de aguacates del restaurante y que los datos
eran confidenciales.
―¿Cuántos aguacates consumen ustedes a la semana?
―preguntó María.
―Es variable, en promedio deben andar entre 500 y 600,
depende. Pero aquí salen muchos servicios de aguacate, de filete
verde o de cotorra como le dicen los clientes. También se utilizan
mucho en las ensaladas y en algunas entradas.
―Son muchos aguacates, ¿y a quién se los compran?
―Generalmente le compran a un vendedor que trae los
vegetales y los víveres aunque a veces los adquieren en el
supermercado. Todo depende de la temporada. Y los compran
para dos días.
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María anotaba rápidamente en su libreta, a la vez que
formulaba nuevas preguntas:
―¿Y los maduran aquí?
―Casi siempre los compran maduros para el mismo día y el
resto los maduran aquí.
―¿Tienes una idea de cuánto pagan por unidad?
―¡Claro! Yo soy la mujer de los cuartos. No te tengo que
decir que eso varía, pero déjame buscar la factura de la compra de
ayer.
María leyó el precio y lo comparó con los precios de compra
de su papá antes y después del acuerdo. Continuó con las
preguntas:
―En un mundo perfecto, ¿cómo quisieran ustedes comprar sus
aguacates?
―Bueno… déjame llamar a quien te puede contestar mejor esa
pregunta.
―Ella es mi amiga María ―presentó Josefina.
―Encantado, María ―dijo el joven que acababa de entrar,
inclinando la cabeza y mirando a María de arriba a bajo con cara
de aprobación. Se llamaba Andrés.
―Igualmente ―respondió María, arreglándose el pelo al darse
cuenta del interés de Andrés.
―María está haciendo una encuesta sobre el comportamiento
de compra de aguacates ―explicó Josefina―, y quiere saber,
¿cómo tú quisieras comprar aguacates? Ya sabes, si fuera un
mundo perfecto y todo eso.
―Sí, sí, te entiendo ―asintió Andrés, mirando a María a los
ojos con su cara de pícaro―. Quiero que todos estén
perfectamente maduros, que no tengan fibras, ni pedazos duros
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o en mal estado. Deben tener buen sabor porque hay algunos
que los clientes dicen que no saben a nada. Ya sabes, grandes o
medianos, pero no pequeños, que mantengan el tamaño, para
que los servicios siempre sean iguales. Es muy importante que
no escaseen nunca.
―Entonces, ¿el precio no es problema? ―preguntó María.
―¡Claro que el precio es importante! ―reclamó Andrés―
Tampoco le ganamos una fortuna a un servicio de aguacates.
Compramos mucha cantidad y queremos el precio más bajo que
podamos conseguir.
―Perdona, pero no me quedó claro ―argumentó María―.
¿Quieren aguacates de calidad o a bajo precio?
―Queremos aguacates de calidad a un precio competitivo
―contestó Andrés―. No me interesa comprar aguacates que me
salgan malos porque al final pierdo más, pero tampoco puedo
pagar una fortuna. Esto es un negocio y hay que ganar dinero.
María sabía que tenía a Andrés comiendo de sus manos y
coqueteaba discretamente para obtener sus mejores respuestas.
Josefina, que estaba junto a ella, solamente se divertía viendo la
cara de Andrés y cómo se dejaba llevar por la belleza de su amiga.
En su interior pensaba: Qué estúpidos son los hombres. Ante una
cara bonita dicen el mayor secreto del mundo. Y eso que yo creía
que Andrés era tímido.
―Entonces, resumiendo ―sugirió María quitándose el pelo de
la cara con un movimiento de cabeza―, ¿primero está la calidad y
luego el precio?
―Sí, sí, puedes decirlo así― balbuceó Andrés, quien se quedó
encantado por la gracia de María.
―Gracias, Andrés ―comentó María en lo que anotaba en su
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libreta con aire de indiferencia y con esa vocecita que utilizan las
mujeres en momentos como ese―. Una última preguntita, ¿cómo
maduran los aguacates?
―¡Claro!, todas las que quieras ―contestó Andrés―. Los
envolvemos en periódicos. Tú sabes, los aguacates son frutas, no son
algo enlatado. A mí me gustaría que fueran como esos productos
totalmente iguales, pero a nuestros clientes le gustan los productos
naturales y frescos.
María suspiró y se incorporó en el taburete donde estaba
sentada, cruzó las piernas para el lado contrario y suavemente se
arregló el pelo, preparándose como un torero antes de lanzar su
estocada final:
―Mi papá es un aguacatero de más de veinte años de
experiencia y ha desarrollado un sistema para seleccionar y
madurar los aguacates que es como si los fabricara. Son de la
calidad con que sueñas y nosotros podemos traerte aquí, a tu
restaurante, los aguacates que necesites todos los días, al mismo
precio que compras actualmente. ¿Cuántos te traigo?
Andrés sintió el filo de la espada penetrar su piel y seguir su
camino hasta el interior de su cuerpo. Trató de defenderse, pero
era demasiado tarde. Aunque una parte de su cerebro le decía que
no se comprometiera a comprar, la otra entendía que era una muy
buena oferta para desechar con los juegos típicos de Negociación
101. Más aún, deseaba demasiado volver a ver a María y gritaba:
“Todo lo que tú quieras.” Después de unos segundos de intensa
lucha interna entre su yo cordura y su yo aventura, logró un
acuerdo y contestó:
―Bueno, me parece interesante tu oferta, me gustaría
comprarte, pero tengo que probarlos primero. Tengo que ver los
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aguacates, comprobar su calidad. No me puedo dar el lujo de
fallar. Mis clientes son muy ñoños.
―Entiendo tu posición ―asintió María―, ¿te parece si
mañana traigo unas muestras? Así puedes darte cuenta de la
calidad de nuestros productos, no hay riesgo. Mañana estoy aquí.
¿A qué hora llegas?
―Llego antes de las nueve de la mañana ―respondió
Andrés―. Tráeme las muestras. Ha sido un placer conocerte.
Espero verte con más frecuencia. Josefina, ¿dónde la tenías
guardada? Las dejo porque tengo mucho que hacer. Te espero
mañana.
―Para mí también ha sido un placer conocerte, Andrés. Nos
vemos mañana a las nueve y media ―contestó María, mirando
cómo Andrés cerraba la puerta de la cocina.
―¡Muchacha! ―exclamó Josefina en voz baja, pero con
énfasis, poniéndole la mano en el hombro―. No conocía esa
faceta tuya. Eres muy hábil, muy buena vendiendo. ¿Dónde
aprendiste?
―¿Tú crees, manita? Lo puedes creer, es la primera vez que
salgo a vender de esta manera. He vendido en la esquina, tú sabes,
con mi papá, pero algo como esto, jamás.
―Andrés estaba que babeaba.
María sonrió y no se dio por aludida. Completó los datos del
restaurante, se despidió de su amiga y salió corriendo para la
heladería porque se le hacía tarde. Montada en su pasola,
defendiéndose de los carros, las guaguas y sus compañeros
motociclistas, se felicitaba por lo bien que había salido todo.
Resumía los principales hallazgos de su primera entrevista:
Compran mucho, son exigentes, quieren aguacates perfectamente
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madurados y de tamaño estándar, y están dispuestos a pagar el
precio de la plaza. Tengo que arreglar varias preguntas que no se
entendieron bien, y añadir otras. Esta noche hago los cambios.
Mañana le traigo los mejores aguacates. Les van a encantar.
Luego iré al restaurante donde trabaja Miguel. Tienen varios
locales y allí sí que deben comprar muchos aguacates para
combinarlos con mofongo, sancocho, fritos verdes, yuca... Al salir
de la universidad no me puedo olvidar de buscar las etiquetas.
Estoy loca por verlas y por verle la cara a papá.
Mientras tanto, Juan seguía su rutina al pie de la letra,
ofreciendo, riendo, devolviendo, manejándose entre el flujo
imparable de las olas de vehículos. Cuando tenía un segundo de
descanso, trataba de imaginar a María haciendo encuestas. Sin
darse cuenta, la recordó caminando, dando tumbos por el patio,
carreteando las gallinas. Con sus ojos grandes y aquellos gestos
tan peculiares con los que se comunicaba sin saber aún decir
palabras. Luego su afán por aprender a leer, a escribir, por
calcular la devuelta cuando hacían la compra en la bodega. El
zumbido de vehículos lo despertaba de su sueño y, con energías
renovadas, se montaba en la próxima ola.
Esa noche María salió tarde de la universidad porque el
profesor esperó al final de la clase para explicar los temas que
iban al examen final. Se montó en su pasola, se puso el casco
protector, la mochila a la espalda, y partió para casa de su amigo,
el diseñador gráfico, a buscar las etiquetas. No perdería mucho
tiempo ya que la casa del diseñador estaba en la misma ruta que la
suya.
No le gustaba andar sola tan tarde en la noche a pesar de que
había menos tránsito. Estaba desesperada por contarle a su papá y,
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sobre todo, por estrujarle en la cara a Juanito el éxito de su
primera visita. Entró la pasola por el callejón que daba al patio de
la casa. En la cocina, encontró a su mamá fregando, y la saludó
con un beso.
―Muchachita, qué susto me has dado, no te sentí ―respondió
Esperanza sobresaltada y poniéndose las dos manos en el pecho,
como agarrando su corazón para que no se liberara de la cárcel en
que vivía―. Me van a matar del corazón.
―Perdona, mamá, no lo hice con esa intención. Tienes que ir
al médico. Un día de estos nos vas a dar un susto de verdad.
¿Dónde están Juanito y papá?
―Tu papá creo que en el comedor, con su agenda y su
calculadora, ya sabes, asentando las ventas y refunfuñando por
cada detalle que no sale a la perfección. Juanito está a la
computadora, como siempre.
―Ven, mamá, vamos al comedor. ¡Papá! ¡Juanito!, les tengo
una sorpresa, ¿a que no adivinan lo que traje?
―¡Las etiquetas! ―gritó Juanito al llegar corriendo al
comedor―. Déjame verlas.
María extrajo de la mochila una de las cajitas, le quitó la
tapa, sacó una etiqueta y preguntó:
― ¿Qué les parece?
―¡Chulísimas! ―gritó Juanito quitándosela de las manos a
María.
―Dame una a mí ―pidió Juan―. Se ven muy bien, ¿qué dices
tú, Esperanza?
―Bellas. Mi hijo, por favor, tráeme un aguacate que dejé en la
cocina para comprobar cómo se ve.
―Sí, sí, eso es ―comentó Juanito. Fue corriendo a la cocina,
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le colocó la etiqueta al aguacate e hizo su entrada triunfal―.
Miren, que bien se ve: Aguacates Juan.
―¡Un palo! ¡Déjame verlo de cerca! ―exclamó María. Luego
de revisar desde diferentes perspectivas el aguacate etiquetado, se
lo pasó a su papá.
―La verdad es que se ve muy bien ―comentó Juan, tomando
el aguacate que le pasaba María. Entonces, con la cara iluminada
por una inmensa sonrisa, dijo: ―¡Aguacates Juan! Muy
profesional.
―¡Ay!, se me olvidaba ―gritó María saltando como si
estuviera con sus amigos de la universidad―. Papá, fui al
restaurante donde trabaja mi amiga Josefina, y le llevé una
encuesta. Bueno, hice otras cosas, preparar un listado con los
restaurantes cercanos, con sus direcciones y teléfonos.
―¡Al tema, deja de pasar anuncios! ―respingó Juanito.
―Bueno, como les iba diciendo, fui al restaurante de carnes,
muy chulo por cierto, nunca había entrado a un sitio así. Mamá,
un día tengo que llevarte allá. Sí, sí, ya sé, al tema, ¡qué aburridos
son ustedes! Bueno, te digo luego, mami, que Juanito y papá me
están mirando mal. Esa gente compra muchos aguacates, se los
compran a una persona que se los lleva con los demás vegetales y
víveres o en el supermercado, cuando escasean. Son ñoños con la
calidad, pero ellos nunca han probado…
María se puso de pie y tomó en las manos el aguacate
etiquetado, e imitando la voz sexy y el cuadre de presentadora de
televisión, de la megadiva de turno, susurró:
―Aguacates Juan.
Todos se murieron de la risa con la imitación.
―Y eso no es todo ―prosiguió ella―. Mañana tengo que
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llevarle unas muestras para que prueben, cuando vean esta
etiqueta, de ahí en adelante, dinerito, dinerito, dinerito, cantaba
María frotando los pulgares con los dedos índice y medio.
―A mí no me fue tan bien ―confesó Juan―. Pasé por los
restaurantes cercanos y me la pusieron difícil, ni siquiera me
hicieron una promesa de compra: que había que ver la mercancía,
que ellos iban al mercado como quiera, que los precios…
―No te desanimes, papi. Así también me dijeron a mí. La
gente cuando va a comprar siempre se da importancia, es parte del
rito antiguo de la negociación. Lo que tenemos que hacer es
llevarles dos o tres aguacates de prueba, bien bonitos, con sus
etiquetas, y dejárselos para que prueben un aguacate con
verdadero sabor.
Se levantó rápido y de nuevo se le montó el espíritu de la
megadiva:
―Aguacates Juan, irresistibles.
―Esa es una magnifica idea ―corroboró Esperanza―. Como
en el supermercado, con los salamis, las galletitas, el ponche.
―No digo que sea mala idea ―interrumpió Juan―, pero hay
que tener cuidado porque eso de regalar aguacates es peligroso.
Es dinero que estamos dando. Claro, yo no tengo problemas en
dar aguacates gratis si me va a generar ventas.
―¡Sí, papá! ―imploró María―. Solamente lo haremos con
clientes de alto potencial que queremos convencer. Total, nos
salen baratos.
―¡OK! ―asintió Juan― Mañana busco unos aguacates lindos
de verdad, y te los dejo con tu mamá. Ahora vamos a acostarnos,
es tarde y Juanito y yo tenemos que levantarnos muy temprano
para colocarles las etiquetas a los aguacates.
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―Papá, ¿viste lo que vendí hoy? ―preguntó Juanito tratando
de opacar un poco a su hermana― Yo soy un caballo vendiendo
aguacates, vendo más que cualquiera.
―¿Vendió mucho, papá? ―inmediatamente preguntó María―
¿Más que yo?
―Los días buenos sí.
―A ti te compran para verte de cerca María ―argumentó
Juanito―. Esos choferes se vuelven locos contigo. Papá, no la
dejes poner esos jeans tan apretados.
―¡Ya, ya! ¡No comiencen! ―ordenó Esperanza― A dormir
que mañana hay muchas cosas que hacer.
Esa noche Juan tuvo dificultades para conciliar el sueño. Tenía
cientos de mariposas en la cabeza, mariposas vestidas de los
eventos del día y las tareas de mañana. Después de luchar para
espantarlas, se quedó dormido y volvió a soñar con la finca. Esta
vez vio un contenedor y decenas de mujeres clasificando y
encajando aguacates.
Cuando María se despertó, su papá y su hermano ya habían
partido rumbo a la esquina cada uno con medio saco de aguacates.
Esperanza le comentó que llevaron más aguacates que nunca.
Después de desayunar, María tomó sus muestras para llevarlas al
restaurante de Andrés. El tránsito estaba pesado y le tomó más de
lo previsto llegar. Encontró a Andrés dando órdenes a los
ayudantes de la cocina. Lo saludó y le entregó los tres aguacates,
con cuidado de que las etiquetas estuvieran visibles.
Andrés los tomó y los examinó por fuera; olió la punta y le dio
un apretoncito a cada uno. Tomó un cuchillo grande y filoso, y le
cortó una tajada a uno de ellos. Examinó ambos pedazos y los
colocó sobre la mesa, haciendo lo mismo con los otros dos. María,
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sorprendida y sin aliento, tenía los ojos clavados en las diestras
manos de Andrés. Este tomó una de las tajadas, la partió en dos
desprendiendo la cáscara y suavemente mordió un pedazo. Lo
masticó lentamente y le pasó el otro pedazo a un ayudante que
estaba a su lado. Saboreó lentamente reflejando en cada
movimiento de su mandíbula los gustillos que sus papilas
gustativas iban descubriendo como si se tratara de un vino de la
Ribera del Duero. Finalmente comunicó su veredicto:
―No está mal, ¿qué dices tú? ―dirigiéndose a su ayudante.
―Buenísimo ―respondió el ayudante sin disimular―. El
mejor aguacate que me he comido en mi vida.
―Vamos a probar los demás ―dijo Andrés―. Córtalos en
tajadas y que los muchachos me digan su opinión.
Se oyó un murmullo colectivo y luego se escuchó a uno de
los ayudantes con mentalidad de gordito decir:
―Pásame un pedazo de pan y un poco de aceite verde y sal
que no me he desayunado.
―Si todos tus aguacates saben así, haremos negocio
―comentó Andrés, con su cara de pícaro―. No quiero
variaciones luego. Aguacate que salga dañado, te lo guardo. El
pedido debe estar aquí a más tardar a las diez de la mañana.
Josefina es la que se encarga de pagar. Ya sabes, espero el mismo
precio que en el mercado.
―No hay ningún problema. Nuestros aguacates están
garantizados, por eso están debidamente etiquetados.
―Sí, sí, lo noté. Primer aguacate con marca que veo en este
país.
María tomó el pedido, se despidió del grupo y salió caminando
por las nubes. No lo podía creer, era su primera venta. Partió para
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la próxima cita, ésta vez estaba preparada. Llevaba dos aguacates
de muestras para acelerar el proceso de cierre de la venta.
Llegó al restaurante y su amigo Miguel le informó que el
dueño no podía recibirla. Se le había presentado una emergencia.
María aprovechó la visita para que Miguel contestara el
cuestionario. Esta gente compraba aguacates por sacos pues
tenían una cadena de restaurantes, no eran tan exigentes en la
calidad, pero sí en el precio. Le dejó un aguacate de muestra para
que conocieran el producto, y se marchó para la heladería.
En la esquina las cosas no iban tan bien, a Juanito lo chocó un
motor, tumbándole los aguacates de las manos, haciéndole una
cortada bastante profunda en una pierna y lastimándole los codos.
Juan tuvo que salir corriendo a la farmacia del supermercado para
comprar con qué curarlo y vendarlo. No fue tan grave pero su hijo
cojeaba de la pierna derecha y esto lo desaceleró.
Como a las cinco de la tarde, se apareció un chofer en una pequeña
yipeta gris. Venía de la Anacaona buscando 15 aguacates para una
ensalada y no había encontrado ninguno bueno en toda la 27 de Febrero,
lo habían enviado directamente a donde Juan. El chofer estacionó en el
parqueo de la tienda antes de llegar a la esquina con Lincoln, se
desmontó y le preguntó al AMET que estaba vendiendo multas:
―Perdón, agente, ando buscando a Juan, un vendedor de
aguacates.
―Míralo ahí donde viene caminado, con su chaleco verde.
―Entonces, usted es el tal Juan ―saludó el chofer.
―Para servirle, caballero, ¿cuántos aguacates quiere y cómo
los quiere?
―Déjame verlos primero.
El chofer observó los aguacates detenidamente y prosiguió
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diciendo:
―Son para una ensalada que encargó mi patrona. Conseguí
unos en la Núñez de Cáceres, pero no eran suficientes. La doña
llamó a su amiga y ella le indicó que viniera a donde Juan, en la
27 con Lincoln.
―¡Ah! Esa debe ser la doña de la yipeta blanca. Ella siempre
viene por aquí y me refiere a sus amigas. Usted como que sabe de
aguacates, ¿de dónde es usted?
―¡Qué va! Yo soy de Altamira y antes de venir para la capital
trabajaba agricultura, a mí no me pasan gato por liebre.
―Entonces, ¿qué le parecieron mis aguacates?
―Se ven bien, no puedo decir que no ―murmuró el chofer,
quitándose sus lentes oscuros―. Búsqueme quince, pero ya usted
sabe, me tiene que dar precio especial.
―Ahora mismo se los busco, seleccionados.
A seguidas, Juan fue a la pila de aguacates que tenía escondida
detrás de la verjita. Eligió quince aguacates bien maduros, pero no
como si fueran para guacamole, los metió en una cajita que tenía
guardada para estos fines y se los llevó al chofer.
El chofer salió regateador y Juan, aunque había tenido un día
flojo, no quiso bajarle el precio. Él sabía que esas señoras no
tenían problema con pagar más por aguacates en salud, de calidad.
Para contentar al chofer que parecía que andaba buscando lo del
pasaje, le regaló un aguacate.
Aunque Juan nunca lo iba a saber, esa venta abrió muchas
puertas. Esa noche, en un apartamento de la Anacaona, la cena fue
todo un éxito y, sobre todo, los invitados quedaron encantados
con la ensalada de aguacates. Las señoras y los caballeros
aspirantes a chef trataron en vano de conseguir la receta, pero la
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cocinera contratada, que vivía de eso, no se las dio por más que
insistieron. No obstante, entre los invitados intentaron descifrar el
secreto de la ensalada que les había devuelto la esperanza de la
completa felicidad:
―Yo sé que tiene aguacate y yogurt ―comentó un joven, que
tiene uno de los restaurantes de moda, quitándose el pelo de la
cara.
―No, eso no es yogurt ―inmediatamente advirtió una señora
que escuchaba al joven mientras saboreaba un bocado de la
ensalada―. Eso es crema agria. Yo hago una salsa así. El truco es
echarle un poco de azúcar para matarle el agrio, aunque también
se le pone un toque de limón.
―Puede ser ―asintió una señora embarazada―. Siento que
está sazonada con un poco de cebolla, sal y mucho cilantrico.
―Sí, sí ―dijo a coro el grupo de comensales que
entusiasmados, y desde una esquina de la terraza, trataban de
descubrir el secreto de la ensalada.
Finalmente, una doñita recauchada de cuarenta largos, pero en
perfectas condiciones gracias a una estricta dieta y dos horas
diarias de gimnasio, adornada con un collar de piedras y platería
antigua, comentó:
―El secreto de la ensalada no está en la crema agria, ni en la
cebolla, ni en el azúcar o el limón y mucho menos en el cilantrico.
No, el secreto son los aguacates, que deben estar en su punto en
sabor y textura.
De pronto un silencio ártico invadió la terraza y se expandió a
las zonas continuas. Las orejas de los invitados se extendían
como nariz de Pinocho para escuchar a la doñita recauchada de
cuarenta largos que había descifrado el mayor secreto de la
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noche.
Bajando la voz, la doñita continuó diciendo:
―Yo entré a la cocina y vi un aguacate que quedó. Tenía una
etiqueta que decía… “Aguacates Juan”.
―¡Ah! ¡Ya sé! ―comentó uno que hasta el momento parecía
muy alejado de la conversación y concentrado en un viejevo, un
señor de estos que se cree que aún es joven, que contaba sus
últimas aventuras amorosas―. Esos aguacates los vende un señor
en la 27 con Lincoln, frente a la Plaza, por la Santísima.
―¡Sí, sí!, yo también lo he visto ―comentó una ex señora de
fulano de tal, ahora divorciada y en pleno proceso del cambio
radical que recomiendan los diseñadores famosos a las que
pierden su marido: cambio de corte y color de cabello, rebajar
hasta los huesos, una que otra cita con el bisturí y ropa de
quinceañera―. Él siempre tiene muy buenos aguacates. Yo antes
de la dieta le compraba a la salida de la iglesia. Ahora usa un
chaleco que dice: “Aguacates Juan”. Imposible confundirlo.
Al otro lado de la ciudad, María regresaba a su casa con la
buena noticia del pedido del restaurante. Encontró a Juanito
vendado por todas partes, y a su papá un poco deprimido. Su
hermano descansaba en el sofá de la sala, con las piernas sobre su
mamá, semidormido por los calmantes. La noticia alegró los
ánimos, aunque no logró disipar el ambiente de negatividad con
relación al negocio de don Pedro. Conjuntamente con su mamá,
María logró que Juan llamara a don Pedro y le pidiera una semana
más para tomar la decisión. Aunque don Pedro aceptó, le hizo
presión recordándole que otras personas estaban interesadas en el
negocio.
María sabía que sin el trato con don Pedro se caían las ventas a
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los restaurantes y, por lo tanto, sus ingresos adicionales. No podía
permitir que ese dinero se esfumara sin dar la pelea. Esa noche le
pidió a su mamá que la levantara bien temprano, había muchas
cosas que hacer y debía entregar su primer pedido.
Esperanza tuvo que emplearse a fondo para levantar a María.
Le abrió las ventanas, le quitó la sábana y hasta le hizo cosquillas
en los pies. Finalmente, el bullicio del desayuno la movió a
levantarse de la cama. Usualmente, María no se despertaba bien
hasta que se bañaba y bebía café.
―Buenos días, mamá ―dijo María bostezando todavía―.
Dame mi café con leche por favor. ¿Qué hora es?
―Buenos días, mi hija. Ahora mismo te lo doy. Son las ocho
de la mañana. ¿Qué vas a desayunar?
―¡Ay, mami!, ¿por qué no me despertaste más temprano?
Tengo tantas cosas por hacer. No tengo tiempo para nada más,
mamá. Tengo que lavarme la cabeza. ¿Papá me dejó el pedido
listo?
―Claro, mi hija. Eso fue lo primero que hizo al levantarse.
Los seleccionó uno por uno, tú sabes como es él.
―¿Y Juanito, está mejor? ―preguntó María, mientras soplaba
su tasa de café con leche para enfriarla un poco.
―Gracias a Dios, Juanito se levantó mucho mejor. El remedio
que le puse anoche le bajó la hinchazón y ya casi ni cojea. Ahí se
fueron discutiendo porque Juanito dice que hoy se la va a
desquitar vendiendo el doble, y tu papá le dice que tiene que ir
despacio, que debe cogerlo suave.
María preparaba en la mente una lista de pendientes para el
día, mientras se arreglaba: Hacer la tarea, entregar el pedido
antes de las diez de la mañana, llamar a Miguel para hacer otra
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cita, visitar otros restaurantes. Hoy estoy libre en la heladería y
tengo clases a las seis de la tarde. Podré avanzar con las visitas y
las encuestas.
Después de hacer su tarea, llamó a Miguel y éste le dijo que el
jefe aún no podía verla. Le preguntó por el aguacate y Miguel no
sabía bien qué habían dicho los cocineros. Prometió investigar.
Ya no tenía más amigos en restaurantes, o sea que tenía que llegar
sin conocer a nadie. Preparó una lista y una ruta con los
restaurantes que quería visitar ese día. Tomó la caja con los
aguacates del pedido y la amarró en la parrilla trasera de su
pasola. Metió el cuestionario y unas muestras de aguacate por si
acaso. Se marchó, después de despedirse de su mamá.
Era día de pago y la calle estaba caliente por todos lados: hacía
mucho calor y el tránsito era insoportable. Juanito estaba más
atento que antes a los motores, y solamente cargaba tres aguacates
en la mano derecha. No obstante, estaba entusiasmado vendiendo
con un nuevo enfoque: “Estos aguacates están garantizados con su
marca y todo. ¿Cuántos se va a llevar, dos?”
Su padre estaba como electrizado, corriendo de un lado para
otro, tratando de recuperar las ventas perdidas el día anterior. Ya
los clientes lo llamaban por su nombre y buscaban la etiqueta para
comprobar que estaban comprando Aguacates Juan.
María había entregado el pedido y visitado dos restaurantes.
En uno compraban pocos aguacates y no eran muy expertos. En
otro sí compraban muchos porque, aunque no era un restaurante
mejicano, hacían un plato con nachos y guacamole, y también
unas ensaladas que llevaban aguacate. El chef estaba trabajando
en una nueva ensalada que llevaba muchos aguacates, crema
agria y otros ingredientes más. Se la había requerido uno de los
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dueños porque la había probado en una cena la noche anterior.
Pasó toda la mañana y la tarde visitando restaurantes en la zona
de Piantini y otros sectores aledaños, sorprendida de encontrar
uno nuevo en cada esquina, cada uno con su propia
especialidad: carnes, ensaladas, italianos, más o menos
gourmet.
Visitó como treinta locales en el triángulo de la riqueza de la
ciudad, el polígono central, como lo llaman los urbanistas. La
atendieron en la mayoría y en todos pudo ver el menú. Notó que
algunos que estaban en la guía telefónica habían cerrado sus
puertas y que este era un sector de alto riesgo. Los restaurantes
abrían y cerraban como moriviví.
Observó que tenía que conversar con el chef o el cocinero, ésa
era la persona clave porque valoraba los productos de buena
calidad. Se dio cuenta que no conocían de aguacates, y les
importaba la garantía de sabor y calidad que ofrecía Aguacates
Juan. Esos pequeños restaurantes disponían de poco espacio y
preferían comprar aguacates maduros en lugar de madurarlos. Lo
que definitivamente impresionó muy positivamente a los clientes
fue la etiqueta. Eso era lo primero que ellos veían cuando
tomaban la muestra en las manos. No consiguió ningún pedido,
pero sí le prometieron que pasara al otro día temprano para
comprarle aguacates.
En la medida que entrevistaba más potenciales clientes, poco a
poco iba surgiendo un patrón claro del perfil de los mismos. A
mitad del día ella podía predecir la mayoría de las respuestas
solamente viendo el menú, aunque recibió algunas sorpresas.
Al final del largo día había completado unas veinte encuestas y
visitado más de treinta locales. No se olvidó de llamar a Miguel
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para conseguir la cita postergada, este se la prometió para el día
siguiente. Camino a la casa repasaba los datos en su mente,
dándose cuenta que podía agrupar los restaurantes en tres grupos.
Un grupo no utilizaba aguacates, no tenían platos que utilizaran el
producto, ni vendían servicios individuales. Otros
establecimientos empleaban aguacates en buenas cantidades, pero
no valoraban la calidad. Sus precios eran bajos o medios y como
el aguacate era una parte importante de sus costos trataban de
minimizarlos comprando lo más barato posible. Ellos asumían el
proceso de maduración. Por último, identificó un segmento de los
restaurantes que empleaban el aguacate en diversos platos:
ensaladas, guacamoles y para acompañar carnes y mariscos.
Muchos eran pequeños restaurantes que ofrecían platos variados,
y algunos eran gourmet. En este grupo también estaban algunos
especializados en carne y hasta españoles con una clientela
criolla que disfrutaba de sus aguacates con los callos a la
madrileña, y otros caldos españoles.
La mayoría de los restaurantes compraba los aguacates al
proveedor que les suplía los demás vegetales, y los precios de
compra eran aproximadamente la mitad del precio que pagaban los
consumidores finales en las esquinas, aunque variaban según la
estación. La mayoría pagaba una vez a la semana. Por los
restaurantes que vio cerrados, se percató del riesgo de fiar.
Aunque revisaría sus estimaciones una vez pasara los datos a la
hoja electrónica, ya tenía una idea clara de cómo se comportaban
las compras de los restaurantes en el polígono central, su zona de
influencia natural.
En la casa el clima había cambiado. Las ventas fueron muy
buenas, y Juanito estaba muy motivado. Su nuevo mensaje de
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ventas estaba dando muy buenos resultados y, por primera vez,
vendió casi la misma cantidad que su papá. María resumió los
aspectos principales de su investigación y la posibilidad de vender
a varios restaurantes si llevaba los aguacates para que los
eligieran.

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CAPÍTULO 6

DE NEGOCIAR Y VENDER, TODOS DEBEMOS SABER


El día amaneció triste, gris y mojado. Estuvo lloviendo toda la
noche. Llovió sin parar, arreciando de vez en cuando, sin
relámpagos, ni truenos. Solamente el murmullo de las gotas
chocando con el techo de zinc. En la madrugada soplaba una
suave brisa fría que unía la sábana al cuerpo de María, quien se
resistía a los esfuerzos de su madre por levantarla. Ese era el talón
de Aquiles de María, le encantaba dormir. Esperanza tuvo que
utilizar su arma secreta. Preparó un rico café con leche y se sentó
en la cama junto a su hija. Lentamente el aroma del café fue
despertando los sentidos de la niña hecha mujer, hasta finalmente
incorporarla para tomar la infusión.
María llegó un poco tarde al restaurante donde trabajaba su
amigo Miguel. Había parado de llover, las calles estaban más
congestionadas que de costumbre debido a los charcos de agua que
amenazaban con ahogar a los automóviles y alegraban a los
conductores de yipetas, finalmente justificados en su inversión, al
pasar por estos ríos improvisados sin el menor contratiempo. Perdió
más tiempo de lo previsto vendiendo a los restaurantes que visitó el
día anterior. No obstante, estaba muy contenta porque había vendido
todos los aguacates que había llevado consigo esa mañana y los
clientes querían más para los próximos días.
María apenas tuvo tiempo de saludar a Miguel cuando el dueño
del restaurante se acercó a conversar con ella. Era un hombre
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simpático, flaco, alto y le escaseaba el pelo en su redonda cabeza.
María se presentó e introdujo el negocio. Sigilosamente, sacó
un par de aguacates que llevaba en la mochila, se los pasó al
dueño con el cuidado de que viera las etiquetas e inició su
presentación de ventas:
―Nuestros aguacates son los únicos garantizados en el país,
por eso están etiquetados. Examínelos por dentro y por fuera, y
verá que son de calidad y sabor insuperable.
El dueño del restaurante pidió un cuchillo filoso. Cogió los
aguacates y los examinó por fuera, olió la punta y le dio un
apretoncito a cada uno. A seguidas le sacó una tajada a uno de
ellos. Inspeccionó ambos pedazos y los puso sobre la mesa,
haciendo lo mismo con el otro. Levantó una de las tajadas, la
partió en dos quitándole la cáscara, y mordió uno de los pedazos.
Entonces, moviendo la cabeza, comentó:
―Suaves y sabrosos, ¿a cómo está el ciento?
―¿El ciento? ―preguntó María asustada―. Eh, eh, eh… Mañana
le doy respuesta porque mi papá es quien define los precios, usted
sabe...
―Entiendo. Los aguacates están bonitos y saben bien. Me
gustó lo de la etiqueta, a mí me gustan esas cosas, pero te anticipo
que yo consigo unos precios muy bajos porque compramos
mucho. Somos la cadena de restaurantes más grande del país.
Restaurantes de verdad, no comida rápida. Averigua el precio con
tu papá y luego hablamos.
―Este restaurante está muy bonito, la decoración y el
ambiente son espectaculares ―comentó María tratando de alejar
la conversación del tema de los precios, ya que ése no era el fuerte
de Aguacates Juan.
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―Sí, gracias a Dios las ventas van bien porque nosotros somos
el único restaurante de comida criolla con altura, caché. Vienen
muchos turistas, dominicanos ausentes y mucha gente de aquí.
―Me imagino que se llena, personas de dinero, de aquí y de
allá ―insinuó María, preparando el terreno.
En su primera visita había examinado el menú, conocía el
precio de un servicio de aguacate y sabía que el asunto no era
precio sino calidad, y tenía que lograr que el Don confesara eso.
―Seguro, pero muy exigentes también. Quieren que todos los
platos sean de absoluta calidad. Hacemos un gran esfuerzo para
mantener los estándares de calidad. Un poco más caros, es cierto,
porque los productos que compramos son de primera. Lo
importante es que nos prefieren y regresan, un cliente satisfecho
es un cliente leal.
―El aguacate es un complemento clave de los platos que
vende, me imagino. ¿Quién no quiere un aguacate en su
sancocho? ¿O con una carnita frita con yuca o tostones?
―Sí, son muy ñoños con los aguacates. Los devuelven si están
verdes o fibrosos. No los quieren si están un poco desabridos. ¿Y
qué puede uno hacer? Buscarle otro servicio para que no se
enojen ni dejen de comprar.
―Entiendo. Quieren que su comida sea excelente ―dijo
María, resumiendo―. No quieren aguacates verdosos, sin sabor,
podridos o con estrías.
―Lo dijiste mejor que yo. Son ñoños, te lo advierto. Este
negocio no es fácil y suplirnos a nosotros tampoco es un cachú,
no es fácil, estamos en la obligación de ser exigentes.
―Eso mismo nos pasa a nosotros. Nuestros clientes quieren
lo mejor y eso nos cuesta mucho trabajo. Pero, como le
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explicaba, mi papá se crió en una plantación de aguacates y ha
desarrollado un método de selección y maduración que nos
permite garantizar un sabor inigualable.
―Suena interesante. ¿Y el precio?
―Son un poco más caros, pero usted dijo que sus clientes
quieren comer calidad. Si usted nos da la oportunidad nosotros le
podemos servir. Comencemos con este restaurante. ¿Cuántos les
traigo mañana para que prueben?
―¡Qué muchachita que sabe!, ¿de dónde la sacaste, Miguel?
Ponle una orden, y sácale el mejor precio. Tengo que irme. Me
recuerda a mí cuando comenzaba, no aceptaba un “no” ni de
casualidad. Adiós, mi hija, Dios te deje criar.
El hombre salió del restaurante y se trepó en una tremenda
yipeta que apenas cabía en un parqueo. María negoció con Miguel
un precio bajo, aunque compensado por la cantidad. María se
despidió de su amigo con un beso en la mejilla, dándole las
gracias por la oportunidad.
Tengo que contarle esta negociación a mi papá, pensaba
María. También debo apartar los aguacates que prometí para el
final de la tarde. No puedo quedar mal con los nuevos clientes.
Más vale pájaro en mano que cien volando. Si consigo ese
clientazo me hago. Ya me veo con mis zapatos nuevos.
Después de pasar balance a los resultados de la semana, el
domingo en la mañana Juan se preparaba para ir a conversar con don
Pedro. Sumó las ventas diarias de la esquina, las suyas con las de su
hijo. Todavía vendía un doce por ciento más que Juanito. Analizó el
valor y luego calculó su mejor estimado de ventas, multiplicando por
dos lo que él vendía semanalmente. Agregó los pedidos despachados
a los restaurantes, y así determinó el volumen de ventas semanal
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total. Estaban un poco por debajo del medio camión semanal, aunque
las ventas a los restaurantes continuarían creciendo en la medida que
María fuera visitando otros establecimientos.
Pensó en levantar a Juanito para que hiciera en la computadora
los cálculos con los nuevos gastos, pero lo dejó dormir. Se lo
merecía. Ni siquiera herido dejó de trabajar. Le llevó más tiempo,
pero con la ayuda de su pequeña calculadora, recalculó la hoja
que le había preparado Juanito. El negocio daba, pero el margen
se reducía cuando restaba el gasto de transporte en la camioneta
de Carmito. Esa gasolina está cara y encarece todo, murmuró
Juan, hablando solo. El negocio se podía hacer, siempre y cuando
los precios de compra bajaran un poco más. Los restaurantes
compraban un poco más barato por la cantidad, y el acarreo se
comía la mayor parte de la ganancia. El dinero estaba en la venta
directa, el margen era mayor.
Don Pedro era un buen hombre, pero sabía demasiado.
Cortaba en el aire. Aunque tenía buen corazón, una vez cerraba
una negociación, había que llegar preparado y bien desayunado
para negociar con él. Le gustaba el dinero y se aprovechaba si lo
dejabas, pero Juan no era un recién nacido, también era muy
hábil. Había negociado mucho en la finca y sabía que la clave
fundamental para una buena negociación era conocer la posición
del contrario y estar seguro de la posición propia. Antes de ir a
conversar con él, Juan investigó a cuánto se estaba pagando el
ciento de aguacates en el campo. Esperanza contactó con varios
capataces que trabajaban en la misma zona donde él trabajaba antes.
Aunque el precio variaba según la calidad, obtuvo un rango de
precios y un promedio. También contactó un señor que tenía un
camioncito y con él, la información del precio de venta a los puestos
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del mercado.
Armado con estos datos preparó su argumento y se fijó un
precio de compra que le dejaba un margen razonable a su futuro
socio. Sabía que don Pedro estaba interesado en el negocio y que
era muy desconfiado. Pensó en tirarse a muerto, argumentando
que eran muchos aguacates y que los restaurantes compraban más
barato. Aún más importante era asegurar el suministro todo el
año, esa batalla tenía que echarla don Pedro con el proveedor.
Habló con don Pedro, según el plan. Primero le describió la
situación calamitosa por la que había pasado y el gran potencial
de negocio que podían explotar si los costos bajaban; le contó
sobre el accidente de Juanito, de los restaurantes, los gastos de
acarreo. Don Pedro no cayó en la red y se defendió con mucha
astucia.
―Juan, tú sabes que yo tengo que pagarle en efectivo a esa
gente, ―argumentó―. Después, tú me vas a pagar a lo largo de la
semana. Y también te estoy dando la oportunidad de seleccionar
los aguacates. Si quieres más, no eres más que un agalludo.
En la mente de Juan surgían las ideas a medida que oía las
palabras de su futuro socio: Este tiguere sabe demasiado, por ahí
no le puedo entrar, más sabe el diablo por viejo que por diablo.
Era hora de poner las cartas sobre la mesa, y Juan tenía un as
debajo de la manga.
―Don Pedro, parece que este juego está trancado a bandas.
Usted tiene un precio en su mente que yo no puedo pagar. ¿Qué le
parece si yo compro el camioncito de aguacates y le doy la mitad
a usted? Lo que da igual no es ventaja. Usted paga su mitad y
coge sus aguacates, yo me encargo del resto.
Juan se había virado como un tiburón. Uno de los aguacateros
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con los que había hablado esa semana estaba interesado en hacer
el negocio. Él tenía una buena finquita y un camioncito en el que
traía los aguacates al mercado de la capital. Estaba dispuesto a
fiarle a vuelta de una semana.
―¿Tú conoces ese proveedor? ―preguntó don Pedro tratando
de librarse― Hay mucha gente improvisada que te suple hoy, y
mañana no aparece por parte.
―Yo lo conozco bien, echamos los dientes juntos. Rafael es
un hombre serio. Tiene una finquita muy bien manejada, por el
libro, y está dispuesto a darme mejor precio y me garantiza
aguacates todo el año. Me va a traer un saco mañana para que
veamos sus aguacates y ahí, usted me dirá.
―Bueno, la verdad es que yo ya me había comprometido con
este hombre y no me gusta quedar mal ―replicó don Pedro
viendo su negocio volar.
―Negocios son negocios. Usted lo sabe. Ese proveedor suyo
nos iba a cortar. Llévese de mí que estoy informado. Hay muchos
aguacates y la competencia es cada vez más fuerte.
―Bueno, está bien. Mañana probamos los aguacates del
hombre tuyo y partimos de ahí. La piña está agria, no se está
vendiendo nada. Yo lo que quiero es mejorar mi ganancia porque
en alquiler y comida se me va todo. Tú sabes.
―Entonces tenemos un trato. ¡Chóquela ahí! ―exclamó Juan
para cerrar el negocio.
Juan se había salido debajo de las ruedas de un camión. Con
unas llamadas, no solamente había obtenido la información para
negociar un mejor precio, sino que sus buenas relaciones le
permitieron replantear el negocio, mejorar su margen en un diez
por ciento adicional y, más importante aún, asegurar el producto
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todo el año. Aunque Juan conocía esa finca de arriba abajo,
pensaba visitarla de nuevo y conversar con Rafael cara a cara para
sellar el acuerdo. Tenía mucho tiempo sin visitar su pueblo y ya lo
extrañaba. Camino a casa pensaba en lo bien que había manejado
la negociación y lo valioso que había sido cada minuto que había
empleado en preparase para la misma. Agradecía las palabras de
Esperanza, aconsejándole romper el hielo con sus amigos del
campo: “Llama a tus amigos, tú no necesitas intermediarios, tu
palabra es dinero, y ayudaste a mucha gente. Ya es hora de que
los utilices.”
Antes de llegar a la casa, se detuvo en la tienda de la avenida y
compró el par de zapatos que su mujer añoraba. La avenida estaba
llena de gente comprando. Cuando llegó, entró por el callejón sin
hacer ruido y por la puerta de atrás. Le dio el olor inigualable de
un arroz con sardinas, un locrio de pica-pica. La boca se le hizo
agua y el estómago le crujió. Esperanza, con su pelo recogido en
una colita levantada, estaba moviendo el locrio. Juan se acercó sin
hacer ruido por detrás, la abrazó y besó en el cuello. Esperanza
brincó y se agarró el corazón con los dientes, que se le iba a salir
por la boca.
—¡Ay, Dios, qué susto! No me hagas eso nunca más.
―¿A que no adivinas qué te traje?
―No sé, ¿qué me trajiste?, déjame ver.
―Te traje algo que desde hace mucho tiempo querías
―respondió Juan, sacando la caja de la funda.
―¡Ay, mi amor! ¡Gracias! ―gritó Esperanza, al ver los
zapatos nuevos dentro de la caja― ¿Por qué te pusiste a gastar
dinero? Sabes que estamos apretados.
―¡Hay que celebrar, vieja! Nos estamos poniendo viejos y,
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gracias a tus consejos, casi tengo cerrado el negocio con don
Pedro, a nuestro favor, con los aguacates de Rafael.
―¡Qué bueno, mi corazón! Te dije que eso se iba a dar. Busca
un vaso para que te tomes un jugo de limón que acabo de
preparar. Siéntate para que nos cuentes cada detalle de tu
conversación. ¡María! ¡Juanito! ¡Vengan a ver lo que me trajo su
papá! ¡Vengan a oír la gran noticia!

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CAPÍTULO 7

NADIE NACE SABIENDO Y TODA PERSONA SIRVE


PARA ALGÚN TRABAJO


El trabajo era tan intenso que las horas, días y semanas pasaban
volando. De noche, los cuerpos cansados reposaban; sin embargo,
las mentes continuaban repasando los hechos del día que
finalizaba y programando las tareas del próximo. Enfocados en
alcanzar su meta, Juan y su familia seguían este ciclo en aparente
perfecta sintonía.
Aunque Juan, María y Juanito luchaban cada día para lograr
mover el volumen de aguacates que recibían cada semana, los
beneficios apenas eran mayores que antes. Los márgenes de las
ventas a restaurantes escasamente cubrían los costos y las
promociones de venta de aguacates que se maduraban antes de
tiempo, erosionaban los beneficios del negocio. En pocas palabras,
trabajaban para estar cansados.
Juan hacía los números cada semana y se preocupaba sin
comentarlo. Buscaba alternativas para incrementar los beneficios.
Comenzó a vender más temprano, entrada la noche y los
domingos. Sin embargo, el incremento en ventas era bajo. La única
alternativa sensata parecía ser, expandir las ventas al detalle o
cancelar el acuerdo y volver a los volúmenes anteriores, dejando de
vender a los restaurantes. Bueno, no a todos los restaurantes
porque había algunos rentables con los costos actuales.
Juanito había comenzado la universidad y tenía menos tiempo
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disponible. María descuidaba la universidad y había renunciado al
trabajo en la heladería. Aquella noche de domingo, todos estaban
cansados y tensos. Incluso José lucía cansado de mover los
aguacates en el almacén casero de acuerdo a su secreto método de
maduración.
―¿Qué pasa que están tan callados? ―preguntó Esperanza
con intención de romper el hielo. No los veía tan tristes desde el
día en que su marido anunciara su marcha a la capital en busca de
trabajo. Ahora parecía lejana la alegría por el acuerdo del medio
camioncito.
―Nada, mamá ―contestó María―. Lo que pasa es que no
importa qué tanto yo me esfuerce por vender a los restaurantes,
papá nunca está contento. Cada semana es lo mismo, la venta a
los restaurantes no deja. Pero sin las ventas a restaurantes no hay
negocio, porque ellos no venden el volumen requerido en la
esquina. Yo creo que el problema son las promociones que hace
Juanito.
―Mi hija, yo no quiero buscar pleito. Ya te he enseñado los
números. Y la verdad es que no cuadran por más vueltas que le
demos. De tus ventas totales, la mitad no deja beneficios.
―Yo creo que los cálculos están mal. No creo mucho en esos
cálculos que haces en tu agenda y menos en los que hace Juanito
en su computadora.
―Mis cálculos están muy bien ―respondió Juanito de manera
cortante―. Los márgenes fueran mejores si tus comisiones fueran
menores o buscaras más restaurantes rentables.
―Basta ya ―imploró Juan―. Hablando la gente se entiende.
Piensen en qué podemos hacer para lograr los volúmenes de venta
sin hacer tantas promociones ni venderles a esos restaurantes a los
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que le regalamos nuestros aguacates.
Esperanza miró a su esposo y en una voz que salió de su alma
dijo:
―Juan, te he visto rumiando este asunto muchas noches, y
estoy segura que tienes algunas ideas. Explícanos qué piensas.
―Sí, sí, le he dado muchas vueltas. Me parece que estamos
acorralados, en una situación con pocas salidas. La solución es
añadir vendedores, pero es tan difícil conseguir gente buena y
honrada, que pueda identificar los aguacates como nosotros.
María y Juanito conocen un poco porque los he enseñado desde
que eran unos bichos. No es fácil.
―Con perdón, papá, yo creo que se puede ―sugirió Juanito.
―¡Mira éste! —interrumpió María quitándole las palabras de
la boca a su papá― Tiene unos días trabajando y se cree que sabe.
―¡Déjenlo hablar, por amor a Dios!— solicitó Esperanza―
Habla, mi hijo, que tú te has ganado el derecho a opinar y estamos
aquí para oír todas las ideas.
―Ustedes creen que yo soy bruto, pero no lo soy
―argumentó―. He visto cómo algunos amigos que han entrado a
trabajar a cadenas de restaurantes sin saber nada, ahora saben
hacer de todo.
―Sí, pero no es lo mismo ―sugirió Juan―. Estos no son
hamburguesas ni tacos, son aguacates.
―Recuerdo lo que me explicabas cuando yo era chiquito
―prosiguió Juanito―. Era sencillo. Yo no ponía mucha atención
porque quería irme a jugar, pero entiendo que tú puedes enseñarle
a cualquier persona cómo identificar los aguacates. Claro,
seleccionar los que van a madurar bien es otra cosa.
―¿Y si traemos a mi sobrino del campo? ―preguntó
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Esperanza― Él sabe de aguacates.
―No, no, mi amor ―argumentó Juan―. Él sabe abonar la
mata y recoger aguacates, pero no sabe seleccionarlos y
clasificarlos; si tú me dijeras Héctor, que trabajaba clasificando...
―¿Héctor? ¿Ese vago? ―exclamó Esperanza sorprendida―
Es más haragán que la pata de un buey. Y le gusta mucho el ron.
―¿Y el primo Chuchú? ―sugirió María―. Vendía aguacates
en el ventorrillo de su mamá, en el cruce de la carretera, y le
encantan los aguacates.
―Yo estoy con María. Chuchú es un buen muchacho
―comentó Esperanza―. Serio, responsable y le gustan los
aguacates. Un poco callado, pero estoy segura que puede aprender
a seleccionarlos. Puede dormir con Juanito y José, y completar su
bachillerato aquí.
―No sé, vieja ―dijo Juan―. Chuchú es medio cabeza dura y
no creo que su mamá lo deje venir para la capital.
―No hay peor diligencia que la que no se hace. Mañana le
mando un recado para ver qué dice su mamá. ¡Ay!, es hora de la
novela, seguiremos conversando después. Juan piensa en lo que te
dije.
Muy temprano, al día siguiente, Esperanza llamó a Julián, le
explicó la situación y le pidió que conversara con Chuchú
primero y luego, con su mamá. Esperanza confiaba en Julián, lo
conocía muy bien porque se habían criado patio con patio. Para
ampliar las posibilidades, también le preguntó si podía
recomendar a alguien con las cualidades que Juan buscaba.
Esperanza se pasó la mañana atendiendo a José. No se sentía
bien, se había levantado sin fuerzas y tenía calentura. Alrededor
del mediodía prendió la fiebre y perdió el apetito. Muy asustada,
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Esperanza salió con su muchacho al hombro y lo llevó al
dispensario de las monjas. Después de mucho esperar, un médico
le dijo que parecía dengue. El resultado estaría en 24 horas.
Mientras tanto el niño debía estar en completo reposo, sin tomar
aspirinas contra la fiebre. Además, le recetaron una bebida para
mantenerlo hidratado. Por suerte, en el dispensario habían
recibido una donación de este medicamento y lo repartían a los
pacientes que lo necesitaran.
Esperanza compró un paquete de acetaminofén en la farmacia
con el dinero que le quedaba, además tomó a crédito en el
colmado, cuatro hidrattas de ponche de frutas y uva, los sabores
que le gustaban a José. No avisó a su marido para no asustarlo,
pero estaba muy preocupada. Todos los días daban los números
de muertos por el dengue como números de la lotería. Había una
epidemia y las víctimas eran principalmente niños y
adolescentes.
Cuando Juan finalmente llegó a la casa, su mujer estaba a
punto de perder la paciencia y decidida a llevar a José al hospital.
El niño estaba pálido y sin fuerzas, apenas podía hablar. Además,
le había salido un salpullido en los brazos.
Esperanza recibió a Juan con lágrimas en los ojos:
―Viejo, José está muy malito. Me dijo el médico que parece
dengue. Mañana me dan los análisis. No sé qué más hacer para
bajarle la fiebre. Le he dado acetaminofén, le pongo en la frente
paños tibios con agua y berrón... Nunca lo había visto así. Todos
los días se mueren dos y tres a causa del dengue. Me dijo el
dependiente del colmado que hay varios casos por aquí, ayer se
llevaron uno muy grave para el hospital. Estoy muy preocupada.
¿Qué hacemos, Juan?
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―¿Mi hijo, cómo te sientes? ―preguntó Juan, posándole la
mano por la frente. El niño devolvió el saludo con la mirada.
―¡Está que quema, Esperanza! ―exclamó Juan―. ¿Qué
tiempo hace que le diste el acetaminofén?
―Hace como tres horas, viejo.
―Entonces hay que esperar.
Juan se bañó, se cambió de ropa y se sentó en una silla al
lado de la camita de José. Esperanza le trajo su cena, pero su
marido apenas la probó. Estaba preocupado por su hijo.
De pronto, las ventas perdidas, los beneficios, los aguacates,
pasaron a un segundo plano y la familia se centró en la
enfermedad del niño. Todos estaban muy preocupados. Esperanza
se afanaba con dar de comer a su marido y sus dos hijos.
A eso de la medianoche, José estaba muy caliente. Esperanza
buscó la batea grande de lavar llena de agua tibia hasta la mitad.
Sentó a José envuelto en una toalla mientras le echaba agua con un
jarro para bajarle la temperatura.
Por fin la fiebre cedió un poco. Habían pasado una noche de
perros, pero los aguacates no daban tregua. O los vendían o se
maduraban y podrían en las manos. Juan, María y Juanito se
despidieron de José tratando de esconder la preocupación,
encomendándolo a la Virgen de La Altagracia, y pidiendo que los
mantuvieran informados en todo momento. Esperanza no se
quedó sola con su muchacho; la acompañaban un rosario, una
botella de hidratta bien fría, un paquete de Acetaminofén y un
pañito de agua empapado en agua tibia con Bay Rum.
En la esquina, el trajín del tránsito no pudo apagar la
preocupación de Juan. El día fue duro. El vaivén de los vehículos
no cesó ni un minuto. A las dos de la tarde, María pasó por la
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esquina y les informó que Esperanza había buscado los análisis y
que las plaquetas estaban bajas. No había dudas, José enfrentaba
el temido dengue y solamente contaba con sus defensas naturales
para combatir la temible enfermedad. La fiebre seguía alta.
Esperanza lo había metido de nuevo en la batea de agua tibia.
La noche fue una repetición de la anterior. Esperanza quería
llevarlo para el hospital pero Juan no. Había oído demasiadas
veces a conocidos quejarse de los hospitales: no hay de nada,
acuestan a los pacientes en el piso porque no hay camas, no hay ni
una aspirina, son centros de contagio más que de sanación, no hay
quien cuide a los enfermos, y los familiares no tienen dónde estar.
―No, no, no va a salir de aquí. No, José no va para ningún
lado, está mejor aquí ―repetía Juan una y otra vez. Estaba mejor
en su casa, cuidado por su mamá, en su camita; en caso de
emergencia, la batea con agua tibia, las oraciones de Esperanza...
Al otro día las plaquetas volvieron a bajar. Cuando la fiebre
subía, Esperanza se las ingeniaba para controlarla empleando el
procedimiento que había perfeccionado: Acetaminofén, pañitos
tibios, el rosario, la batea, una y otra vez, día y noche. José no
era ni el recuerdo de antes, ya ni abría los ojos. Su madre era de
nuevo su punto de anclaje a la vida. Aunque no era visible a
simple vista, el cordón umbilical seguía uniendo madre e hijo y
así, juntos batallaban con esta terrible enfermedad.
Pasaron varios días de agonía, hasta que las fiebres
comenzaron a ceder. Poco a poco José mejoraba sus signos
vitales: abrió los ojos, dijo unas palabras, se paró para ir al baño.
Como un moriviví, volvió a reír y hablar sin parar.
Finalmente, Esperanza pudo dormir y poco a poco el hogar de
Aguacates Juan volvió a la normalidad. Juan, María y Juanito
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retomaron sus niveles de venta en la medida que recuperaban las
horas de sueño perdidas y que sus mentes volvieron a enfocarse
en el negocio.
Con el ambiente despejado, Esperanza le devolvió la llamada a
Julián para preguntar si Chuchú quería venir a la capital.
―Él sí, la mamá no. —respondió Julián—. Conversé
muchísimo con la mamá, explicándole las ventajas, pero no la
hice cambiar de parecer. Yo le tengo un muchacho a Juan que
quiero que vea en el mercado de la capital, trabaja en un puesto de
aguacate, y me ayuda a descargar. Me parece serio y trabajador, y
le tiene cariño al producto.
―¿Tú crees Julián? ¿Tú lo conoces?
―A mí no me gusta recomendar a nadie. Juan es muy exigente
y nadie sabe de nada, pero dile que hable con él, que no pierde
nada. Le dicen el Chino.
Todavía estaba oscuro cuando Juan llegó en busca de
aguacates. El olor a desperdicios en descomposición vino a su
encuentro. Se veía a las mulas humanas descargando los sacos de
los camiones Daihatsu de diferentes colores. No se detuvo en el
puesto de don Pedro, y siguió hasta el lugar donde trabajaba el
Chino. Lo encontró cerrado. Sentado en la acera había un
muchacho joven con el pelo negro y lacio, y los ojos achinados.
No había dudas, era el Chino.
―Buenos días, ¿eres el Chino?
―Sí, soy yo. ¿Qué se le ofrece?
―Julián te recomendó para un trabajo. ¿Estás trabajando aquí?
―No, yo hago trabajo por ajuste y me la busco aquí. Nada fijo.
¿Qué es lo que hay que hacer?
―Yo vendo aguacates en una esquina y busco a una persona
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para que me ayude.
―¿Y eso deja dinero?
― Para mantener a mi familia. Hay que saber de aguacates, y
no engañar a nadie.
― ¿Cuánto paga?
―Es por comisión. Mi hijo trabaja conmigo y gana más que
sus amigos. ¿Sabes de aguacates?
―Yo sé lo que se puede saber.
―¿Puedes venir conmigo al puesto de don Pedro?
Llegaron al puesto de don Pedro y, después de esperar unos
quince minutos, lo vieron llegar.
―¿Cómo le amanece, don Pedro? ―saludó Juan.
―Muy bien, Juan ¿Qué haces tan temprano por aquí?
―Vine a conversar con este muchacho ¿Usted lo conoce?
―Sí, sí, ése es el Chino, hace trabajos por aquí ―contestó don
Pedro, saludándolo con las manos.
―Vamos directo, al grano ―dijo Juan―. Don Pedro, yo necesito
otra persona para que trabaje conmigo, y Julián me recomendó a este
muchacho. Vine a probarlo en su pila de aguacates.
―El Chino es de lo mejor que hay por aquí ―sugirió don
Pedro―. Es trabajador y serio, pero no sé cuánto sabe de
aguacates.
―Chino, ¿puedes sacarme diez aguacates maduros, que estén
bien buenos? ―preguntó Juan señalando la pila de aguacates.
―No hay problema. Déjeme prender la luz y se los busco en
un momento.
El Chino comenzó a revisar los aguacates con detenimiento.
Los seleccionaba con la vista, los tomaba en las manos,
examinaba con cuidado. Los olía, acariciaba y ponía los
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afortunados en una mesa, los demás los regresaba con cuidado a
la pila.
Juan no le quitaba los ojos de encima. Parecía haber visto un
fantasma. El Chino seguía un ritual muy parecido al suyo. Ahora
había que probar si los aguacates en verdad eran de primera. Juan
los tomó uno por uno. Los examinó con sumo cuidado, los
acarició buscando golpes, cicatrices o nervaduras. Como si sus
manos pudiesen leer y oler detrás de la verde piel del aguacate.
Los olió y les dio un apretoncito. Finalmente les habló en su
lenguaje. Siete de los aguacates seleccionados por el Chino
pasaron la prueba. No era un record, pero era un buen promedio.
―Parece que sabes de aguacates, ¿dónde aprendiste?
―preguntó Juan todavía sorprendido con lo que había visto.
―Aquí en el mercado. Nací aquí, en este mercado y me encanta
comer aguacate. Es mi comida favorita. ¿Qué les pasa a los tres que
apartó?
―Están un poco verdes ―comentó Juan apretando la boca y
moviendo la cabeza en señal de afirmación.
―¿Quién dijo?, para mi están bien.
―Bueno, bueno, eso lo podemos comprobar de una vez
―interrumpió don Pedro, deteniendo el duelo de egos que estaba
a punto de escalar—. ¡Mira, muchachito, ven acá! Dame seis
panes de agua de los que llevas ahí y tres vasos de café. Vamos a
ver cómo están estos aguacates.
Don Pedro tomó un aguacate del grupo de tres y cortó una
tajada. Le despegó la cáscara y le dio una mordida. Luego cogió
un aguacate de la pila de los siete he hizo lo mismo. Lo probó y
dijo:
―Superior. Ahora pruébalo tú, Chino.
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El Chino probó ambos aguacates y no tuvo más remedio que
aceptar que Juan había hecho una mejor selección. Hasta la fecha,
nadie le había ganado seleccionando aguacates. Admirado por el
conocimiento de Juan, le dijo:
―Usted sabe su asunto.
―Tú sabes bastante ―respondió Juan―. Cámbiate esa ropa.
Te espero en la esquina de la 27 de Febrero con Lincoln lo antes
que puedas.
Juanito estaba en plena faena cuando Juan llegó. Una medía
hora más tarde llegó el Chino. Juan le explicó los fundamentos de
la venta en esquinas, introduciéndolo como su compadre Ramón
lo hizo con él cuando empezó a vender esquimalitos: el flujo de
las oleadas del tránsito, las diversas formas de torear los vehículos
y la necesidad constante de mantener un ojo en la calle al mismo
tiempo que se ofrece la mercancía a los clientes. Juanito le mostró
sus cicatrices de veterano de guerra y los peligros que acechaban,
especialmente por los motoristas cimarrones. Finalmente, Juan le
entregó un chaleco con el emblema de “Aguacates Juan” y le
pidió que lo siguiera de cerca en el pasillo, entre carriles.
Juan aprovechaba el contraflujo para continuar su charla. Le
contó cómo había surgido la necesidad de utilizar el chaleco
distintivo de Aguacates Juan y el sello de la marca, al igual que su
concepto de venta de aguacates. Su objetivo era satisfacer
plenamente las necesidades de los clientes. No sólo vender
aguacates maduros o verdes, sino que ofrecer aguacates para cada
plato: solos, con tostones, ensalada verde, guacamole, sancocho y
para la ensalada gourmet. Un aguacate para cada ocasión.
Le habló de la garantía, de por qué era mejor perder una venta
que pasarle gato por liebre a un cliente. Le explicó por qué los
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Aguacates Juan se vendían a un precio mayor que los demás. Le
habló de las clientas que venían de lejos, de los choferes y de las
historias de las ensaladas.
Juan solamente dejaba al Chino en paz cuando Juanito y María
llegaban a reportar sus actividades. Como de costumbre María,
fascinada por las negociaciones con los restauranteros, no perdía
ninguna oportunidad para destacar la importancia de su canal de
ventas y promover el excelente trabajo que ella estaba realizando.
Mientras, en estos encuentros, Juanito se centraba en mostrar que
estaba cerca de vender igual que su papá.
El Chino aprendió rápido y a media mañana comenzó a vender
junto a Juan, cubriendo uno de los pasillos. Al final del día el
Chino había ayudado a romper el record de ventas de Aguacates
Juan. No había quedado ni un solo aguacate.
―¡Qué buen día! ―dijo Juan―. Hoy fue un gran día para
Aguacates Juan. Chino, ¿tienes alguna pregunta o comentario
después de tu primer día? ¿Qué te pareció?
―Muy bien ―contestó el Chino―. La verdad que no me
esperaba que fuera un trabajo tan intenso, tampoco imaginaba
la cantidad de personas que vienen a buscar sus aguacates.
¿Cuánto gané hoy y cuándo me paga?
Juan calculó las ganancias del Chino y le explicó que pagaba
semanalmente, pero que si él deseba podían liquidar diariamente.
Asimismo le indicó la hora de llegada y la importancia de estar
bien presentado: ropa limpia y bien afeitado.
Después de varios días de la inducción, Juan lo asignó a la
zona de Juanito, y este último pasó a trabajar en la Lincoln con
Bolívar, una esquina más hacia el mar.
Las ventas del Chino fueron creciendo, pero muy lentamente.
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Juan aprovechaba los días que terminaba temprano para
observarlo. Pensando que podía ser la zona, Juan lo cambió, pero
la situación no mejoró. Trajo a Juanito a su vieja zona y las ventas
subieron. Entonces Juan decidió observar más de cerca al Chino.
Una tarde se dedicó a seguirlo mientras navegaba las olas del
tránsito y vio cómo se acercaba rápidamente a los clientes,
saludaba, ofrecía su mercancía, completaba su transacción y se
despedía. El Chino parecía seguir el guión de ventas de Aguacates
Juan perfectamente. Una y otra vez, y nada. Juan no encontraba
qué mejorar.
A eso de las cinco y media de la tarde, cansado de observar
el proceso, Juan resolvió aprovechar la hora pico para vender.
Iban en líneas paralelas, atacando los tres carriles de vehículos
de la 27; en algunas ocasiones abordaban algunos vehículos por
ambos lados. Una y otra vez la venta se hacía efectiva del lado
que estaba Juan. Por pura casualidad, Juan pudo observar al
Chino de frente cuando vendía a una pareja de esposos
montados en una minivan. Lo vio, oyó, sintió desde los ojos del
cliente. El Chino saludó, preguntó cómo comerían los
aguacates, recomendó dos, mostró la etiqueta, habló de la
garantía, cerró la venta, entregó los aguacates, tomó el dinero,
pasó el cambio y se despidió. Todo en unos segundos, rápido y
preciso, profesional y sin desperdicio, mecánico y sin
sentimientos.
En un momento de luz Juan se dio cuenta de que el Chino
saludaba de manera seca, sin cariño, impersonal. Le faltaba la
magia de la sonrisa y el saludo que Juanito había aprendido tan
bien. No eran las palabras, era la expresión de la cara, el tono de
la voz, la silenciosa comunicación del cuerpo.
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Sabiendo qué hacer, Juan llamó al Chino y le pidió sus
aguacates y le dijo:
―Creo que he encontrado la razón por la que tus ventas no
alcanzan las mías. Sígueme en ese pasillo, obsérvame de frente
desde la perspectiva del cliente, trata de encontrar qué nos
diferencia.
El Chino observaba, y mentalmente cotejaba cada paso de
Juan: se acerca rápidamente, saluda, ofrece los aguacates, cierra la
venta, toma el dinero, devuelve el cambio y se despide. Una vez y
otra vez, el mismo ritual, igual que él. Lo único diferente que notó
fueron las caras sonrientes de los clientes al ser atendidos por
Juan.
Juan caminó hasta la acera y le pasó los aguacates que quedaban
al Chino y le preguntó:
―¿Qué viste?
―Nada, nada que yo no haga. Es más, yo soy más rápido; sin
embargo, pierdo más ventas.
―¿Algo más?
―Noté que los clientes terminaban sonrientes después que los
atendías. Nunca los veo tan satisfechos cuando yo los atiendo. ¿Qué
les dices?
―Los saludo con cariño, son los que me dan de comer, y les
muestro respeto y agradecimiento. Recuerda la expresión de tu
cara cuando de niño agradecías a tu madre cuando te daba la
comida que más te gustaba.
―No la recuerdo, nunca me vi en un espejo, pero la puedo
sentir. Leche con chocolate y pan de agua calientico. Veo las
caras de mis hermanos y hermanas, y siento la expresión de mi
cara.
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―Piensa en ese momento cuando atiendas a tu próximo
cliente. Tómate el tiempo de saludarle con respeto y cariño.
Explícale tus razones sin llegar a discutir. Véndele el placer de
comer un aguacate cuando está en su punto, un Aguacate Juan. Da
las gracias, vendas o no vendas. Mantén una sonrisa sincera en tu
cara. Suelta tu rostro, deja de enfocarte en la venta, disfruta el
proceso.
El Chino tomó los tres aguacates que quedaban. Con la
sensación de felicidad de aquellos días de infancia en el campo,
atendió el llamado de varios clientes. Saludó, ofreció, explicó, dio
las gracias por un negocio que no pudo cerrar. Dejó escapar la
presión, sintió la alegría de vender algo tan sabroso como un
aguacate. Volvió a la carga y vendió el primero, luego el segundo.
Comenzó a disfrutar el proceso, el flujo y contraflujo del tránsito,
los sonidos de la tarde que moría. Notó que sus clientes se sentían
más satisfechos y a la vez, él también se sentía mejor. Juan en la
acera observaba la metamorfosis, el surgimiento de un gran
vendedor. Al vender el último aguacate regresó a la acera donde
le esperaba Juan, sonriente, lleno de satisfacción.
―Es increíble, la diferencia ―comentó el Chino, al dejar la
ola y subir a la acera.
―Una gran diferencia. Me hubiera gustado tener una cámara
para grabarte como en ese programa de televisión que filman a las
personas sin que se den cuenta.
―No sólo noté la diferencia en los clientes, sino que yo me
sentí mejor.
―Así es, más que vender atendemos, servimos a las personas.
Ellos son nuestra razón de ser. Has descubierto un gran secreto y
con esto completas tu entrenamiento. Eres un gran vendedor. Te
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felicito.
Con el Chino entrenado adecuadamente, las ventas fueron
creciendo. Al mismo tiempo y luego de fuertes discusiones con
María, Juan subió los precios a los restaurantes que compraban en
base a precio sin considerar la calidad. Algunos dejaron de
comprar, otros prefirieron la calidad de Aguacates Juan. Ahora no
sólo estaban vendiendo, ahora estaban ganando dinero.
Si encontrara varios como el Chino. ¡Y es fácil!, ésa fue una
casualidad. No aparecen otros como el Chino, discutía Juan con
su conciencia, entre su lado positivo, emprendedor, y su lado
pesimista, conservador. Tenemos muchos buenos clientes pero
todavía queda mucha gente que no ha probado los Aguacates
Juan. Muchas esquinas que son servidas por vendedores que no
saben de aguacates, que engañan a la gente por su ignorancia
Una noche fresca, después de cena, Juan se sentó en la
mecedora y se permitió soñar despierto. Vio un par de vendedores
en cada esquina caliente del polígono central de la ciudad, del
triángulo de la riqueza de la capital, con sus chalecos verdes,
Aguacates Juan, en la espalda y en el frente. Compraba aguacates
por camiones y los repartía a las esquina con una camioneta
vestida de Aguacates Juan. Después de un largo rato, sintió las
manos de Esperanza en su hombro y su voz con sabor a dulce de
leche que le invitaba a despertar.
―¡Juan! ¡Juan!, despiértate que es tarde. Vamos a la cama.
―¡Hey!, ¿qué pasa? ―exclamó Juan asustado―. Vieja, tuve
una visión, lo vi todo tan claro que parecía realidad. Era a colores,
como una película, sentía que todo lo podía agarrar.
―¡Anja!, ve contándome, párate de esa mecedora.
―Imagínate que en cada esquina caliente…
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CAPÍTULO 8

DEL DICHO AL HECHO HAY UN GRAN TRECHO


Juanito estaba estudiando Contabilidad en la universidad y su
padre sabía que ya era hora de que comenzara a trabajar en su
profesión El señor Martínez, de la Compañía de Asesoría
Financiera y Contable, le había prometido darle una oportunidad.
Era una empresa de dominicanos con nombre extranjero. Sacar a
Juanito del equipo de venta suponía una reducción de un
veinticinco por ciento de las ventas totales. Ahora más que nunca
Juan necesitaba otro colaborador.
Su visión de vender Aguacates Juan en cada esquina del
“triángulo de la riqueza” se alejaba más con la salida de su hijo.
Angustiado por la encrucijada, y motivado por su visión, Juan se
decidió a plantearle sus pensamientos a su mujer y sus hijos:
¿Qué hago? ¿Dónde puedo encontrar a otra persona como el
Chino? ¿Una o mejor, varias? Era hora de un consejo familiar,
pero nunca parecía llegar el día o la noche en que todos
coincidieran con suficiente tiempo disponible y el ambiente para
tratar el tema: trabajo, universidad, amigos o novios, coros,
proyectos, cumpleaños. Finalmente, Juan decidió conversar con
cada uno de ellos por separado y comenzó con su hijo un sábado,
al volver de la esquina.
―Oye, Juanito, he estado pensando…
―¿Qué pasó?
―Nada, Juanito, vas muy bien. Tan sólo he pensado que ya es
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hora de que trabajes en tu profesión, la contabilidad entra por las
manos.
Me encantaría. Pero si te dejo las ventas caerían más de un
treinta por ciento.
―No exageres, Juanito. Vendes el veinticinco por ciento del
total de las ventas.
―¡Eso mismo!, no te puedo dejar solo.
―Lo sé, mi hijo, tengo días pensando en qué hacer y no veo
una solución fácil. Necesitamos una persona honesta, responsable
y trabajadora, que conozca de aguacates. Otro Chino.
―Sí, tiene que estar dispuesto a coger lucha en una esquina.
―Lo veo difícil, mi hijo. Con la experiencia del Chino, ahora
sé que debe ser alguien que tenga buen trato con las
personas.
―Esa es la solución, papá. Vamos a buscar otras personas
como el Chino.
―Sí, sí, pero eso fue suerte. Yo estoy pendiente cada vez que
voy al mercado y ya corrí la voz para ver a quién me podían
recomendar, y todavía no me han sugerido a nadie.
―¿Y alguien del campo, como Chuchú?
―Esperanza llamó a Julián para que buscara a alguien por allá,
pero no ha recibido respuesta.
―Papá, para ti, ¿qué es más importante, saber de aguacates o
ser honesto, responsable y trabajador?
―Para mí, ser honesto, responsable y trabajador. De aguacates
se puede aprender, aunque es lento, pero la honestidad, la
responsabilidad y el deseo de trabajar son asuntos de la formación
doméstica. Claro, es mejor que la persona haya trabajado con
aguacates o le guste seleccionar los aguacates.
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―¿Tal vez el Chino conoce a alguien?
Al llegar a la casa, Juan le preguntó a Esperanza si tenía
noticias del campo en relación a la persona que andaban
buscando. Ella no había conversado con Julián, y prometió
llamarlo al otro día. María escuchó la conversación y, como de
costumbre, opinó:
―Hay que buscar una persona inteligente, con chispa, que
sepa de sumar y restar, leer y escribir. No soporto la gente bruta.
―Yo te digo, vieja, que esta muchachita es muy exigente. Leer
y escribir, sumar y restar. ¡Bueno esto está difícil!
―Viejo, no te pongas así. Allá en el campo hay mucha gente
que se defiende y quiere venir para la capital. La cosa no está
fácil. Desde que tú no estás en la finca, han sacado mucha gente
buena que trabajaba contigo. Alguien va a aparecer.
―Hablando de finca ―dijo María―, conocí a una muchacha
de San José de Ocoa, del Sur, que su papá siembra aguacates por
allá. Me dice que están sembrando una variedad nueva que sabe
muy parecido a los aguacates criollos. Ella me dijo que me iba a
traer para que los probemos, la voy a llamar a ver si conoce a
alguien. ¿Qué andas buscando papá?
―Bueno, ya sabes, mi hija: una persona responsable, honesta y
trabajadora, con conocimientos de aguacate y buen trato con las
personas. Como dice Juanito, con hambre y planta propia, viva,
ágil y dispuesta. Y tú adicionalmente deseas que sepa leer y
escribir, sumar y restar. Son muchos requisitos y la paga, aunque
es relativamente buena, no es para tanto.
―No te pongas tan pesimista, viejo ―murmuró Esperanza―.
Todavía hay mucha gente buena en este país.
―No es pesimista Esperanza. Conseguir gente dispuesta a
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trabajar de seis a seis no es fácil.
La conversación siguió en el transcurso de la cena y todos
opinaron, hasta José. Al final de la cena, cada uno se
comprometió a trabajar para buscar una o varias personas. Como
de costumbre, Juan sacó su agenda y anotó las responsabilidades
de cada cual y se pusieron como fecha límite el próximo sábado.
Durante la semana, Juan fue al mercado y conversó con varios
jóvenes que le habían recomendado a riesgo propio. Tenía
experiencia reclutando personas porque siempre estaba
contratando en la finca. Al primero le faltaban todos los dientes y
no sabía de números. El otro tenía un tufo a ron que no se podía
aguantar. El último parecía bueno, un poco lento, pero conocía
algo de aguacates, y lo recomendaron por serio y responsable.
Vino hace unos meses de Altamira, en un camión, a buscar mejor
vida en el mercado. Le llamaba la atención la gran ciudad y no
quería trabajar como mesero en un hotel, tampoco tenía porte de
sanky panky, ya que no le gustaba eso de andar conquistando
turistas. Se llamaba Héctor, pero en el mercado lo bautizaron con
el apodo de Agonía porque siempre estaba inquieto. Acordaron
juntarse a las siete en la esquina de la 27 y Lincoln para que
conociera el trabajo.
Esperanza habló con Julián. Él tenía un muchacho que trabajó
con Juan clasificando aguacates, le decían Tony y era de familia
seria y trabajadora. Acordaron que Julián lo traería en su próximo
viaje. Juan tenía la última palabra.
Juanito conversó con el Chino para que buscara alguna gente que
conociera. Sin embargo, las personas que consiguió no se interesaron
en el trabajo de vender aguacates en esquinas. También pasó por el
sastre y ordenó seis chalecos nuevos, suficientes para sustituir los
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existentes, que ya estaban desteñidos, y otros para los nuevos
colaboradores.
María conoció una muchacha a través de su amiga de Ocoa que
quería trabajar y no había encontrado qué hacer. Era bajita y
trigueña, con cara de asustada, pero había recogido aguacates en
Ocoa. Se llamaba Altagracia, pero todos la llamaban Tatica.
Primero probaron a Agonía. En la esquina, Juan le dio la
explicación de lugar y lo puso a trabajar junto a él. Tony se asustó
desde que llegó a la esquina, demasiados carros, mucho
movimiento. Regresó al campo el mismo día. Tatica era la que
conocía menos de aguacates, pero era una avispita y tenía
potencial. Ella fue a trabajar con Juanito en la Lincoln con
Bolívar. Al final de la semana, solamente quedaba Tatica. Agonía
no aguantó el bregar con la gente, no era lo suyo. Entonces Juan
tomó a Tatica bajo su tutela y poco a poco le fue enseñando de
aguacates. Juan se dijo a sí mismo: “…de tres uno, no es un
récord, pero en pelota batear para 333 es un buen promedio”.
Juanito estaba desesperado por comenzar a trabajar. Ya había
tomado Contabilidad Básica en la universidad y practicaba
ansioso en su computadora, que cada día mejoraba con piezas
descartadas que conseguía por aquí y por allá. Llevaba las ventas
diarias del negocio, registraba los costos y gastos, calculaba los
beneficios y las comisiones por venta. Disfrutaba haciendo
gráficos del crecimiento de las ventas, ventas por canal, por
vendedor, ventas diarias.
Pasaron casi tres meses antes de que Juan dejara a Tatica sola
en la esquina de Juanito. Cuando ella asumió esta tarea, Juanito se
fue a trabajar contabilidad. Tatica tenía buen sentido para los
aguacates, ya sabía seleccionarlos con los ojos cerrados, los olía,
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los acariciaba, ya hasta les hablaba. Era gentil con los clientes y
no le daba mente a los piropos de los choferes, pasajeros y viejos
verdes que pasaban por la esquina.
Juan estaba orgulloso de cómo la chica se había desarrollado.
Él había anotado en su agenda paso por paso los detalles de la
contratación y su aprendizaje. En una página describía los
requisitos de la contratación como uno de los anuncios de
búsqueda de empleados que siempre veía en el diario gratuito:
a. Honesta, responsable y trabajadora.
Viva, con planta propia.
Con hambre, deseos de trabajar, y sin
complejos.
Sabe sumar y restar, leer y escribir.
Tiene buen trato con las personas.
Conoce de aguacates. (Imprescindible)
En otra página describía cómo se debía probar a las
personas. Una nota decía:
“La seriedad, responsabilidad y honestidad es un asunto de
referencias, aunque puedo darme cuenta preguntando sobre algún
trabajo anterior, experiencias familiares: ¿tienes hermanos más
pequeños? ¿Tu mamá te los deja o dejaba cuando salía de la casa?
¿Te enviaban a comprar en la tienda o al colmado?
Si te mandan al colmado con cincuenta pesos y debes comprar
media libra de azúcar y dos plátanos, ¿cuánto dinero te deben
devolver?
Escribe tu nombre y un mensaje a tu mamá contándole sobre
este trabajo.
Al final hay que enfrentarlo a la esquina, a montar olas, torear
carros, al sol infernal de las dos de la tarde.”
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Para enseñarle a una persona a conocer de aguacates:
―Primero se le debe pedir que busque el mejor aguacate que
encuentre en la pila, lo parta y lo pruebe. Si sale bueno debe anotar
las cosas que lo pueden delatar. Si sale malo, por igual. ¿Cómo
olía? ¿Cómo era la cáscara?...
―Luego se le explica el método Aguacates Juan y las
condiciones que se buscan: cáscara suave, sin golpes, nervaduras
ni signos de enfermedad. Olor, hay que acostumbrar el olfato a
diferenciar el olor a maduro. Sentir, sentir con las manos si está
blando y para qué tipo de comida es mejor…
En una página marcada con un pedacito de papel se leía, en
letras grandes:
“Aguacates Juan en cada esquina de la capital.”
Juanito comenzó a trabajar con el señor Martínez. Como él era
bueno con las hojas electrónicas, su jefa inmediata lo puso a
digitar unos números de las ventas mensuales en una empresa
importadora, totales y por las principales líneas de negocios. En
otra hoja electrónica registró los costos de los productos, en otra,
los gastos. Juanito trabajaba sin descansar y descifrando los
números de los reportes que le entregaba su jefa. Juanito investigó
que estaban preparando los números para hacer unas proyecciones
financieras. En otra hoja, digitó las ventas estimadas para el
próximo año. Las líneas de productos existentes subían bajaban de
volumen, entraban otras líneas y otras regiones del país. Aunque
no se lo habían pedido, Juanito graficó todas estas variables y
analizó detenidamente las tendencias.
Este ejercicio fascinó a Juanito, quien calladamente comenzó a
preparar en su casa un trabajo similar para el negocio de su papá
con los datos semanales. Analizó el crecimiento de las ventas del
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año, los costos de los aguacates (productos) vendidos que
variaban según la estación del año y los gastos.
Varias semanas después, pensó en cómo podían incrementar
las ventas si colocaban vendedores en otras esquinas. Primero,
incorporó una esquina a su modelo; luego, dos, tres, cuatro,
cinco y seis. Se sorprendió de los volúmenes de ventas que
podían alcanzar. A seguidas incluyó los gastos correspondientes a
estas ventas: vendedores, distribución, uniformes, reclutamiento,
entrenamiento y selección. El verdadero cuello de botella era
encontrar personas entrenables para vender Aguacates Juan. Lo
demás era fácil.
Incorporó el tiempo de entrenamiento en el modelo. Una esquina
cada tres meses con dos vendedores, luego cambió a una esquina
cada dos meses para final de año. Con seis nuevas esquinas al final
del próximo año, papá debe comprar dos camiones a la semana
para suplir los aguacates que su red de venta podrá vender.
No creía sus cálculos cuando vio la partida de los beneficios.
Revisó cada fórmula, incluyó gastos que había dejado fuera en los
primeros ejercicios y como quiera los beneficios eran muy
atractivos. Muy entusiasmado llamó a su papá que estaba en la
galería sentado en su mecedora:
―¡Papá, papá!, ven a ver estos números que preparé en la
computadora.
―Ya voy, mi hijo, por qué tanto alboroto, no vayas a despertar
a José.
―Es que tienes que ver estos números ―Y le explicó lo que
estaba haciendo en la compañía, y lo que había hecho con las
ventas de Aguacates Juan―. Papá, con seis esquinas adicionales
podemos vender casi dos camiones de aguacates a la semana.
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―¿Estás seguro? Lo encuentro muy alto. No creo que llegue a
camión y medio.
―OK, déjame bajar el estimado de ventas a camión y medio
semanal. Bajo las ventas por equipo aquí. Muy alto todavía, déjame
bajarla un poco más. Mira ahora, papá. Seis esquinas con ventas
totales de un camión y medio a la semana. Chequea los ingresos
netos del negocio.
―Bastante bien, Juanito, pero no podemos vender esa cantidad
de aguacates sin incrementar la supervisión y los gastos de
acarreo.
―Bueno eso lo debes establecer tú, papá. Dame todos los
costos y los gastos que debo incluir y yo mejoro el análisis. Por
favor, María deja eso y ven para acá un momento.
María se levantó de su silla y, con ganas de pelear, fue a ver
qué quería Juanito.
―Dime, Juanito, estoy ocupada. Mañana tengo un examen de
Estrategia de Mercadeo, y ese profesor es una piedra, mira que le
dicen el Doctor Cuchilla.
―Estoy haciendo unas proyecciones financieras, similares al
proyecto del que te hablé. Mira el volumen de las ventas con seis
nuevas esquinas y los beneficios brutos, aunque papá dice que hay
otros gastos que restar.
―Se ven muy bien ―murmuró María con los ojos bien
abiertos―. Ahora mismo estoy leyendo sobre cómo preparar un
plan de mercadeo y luego del examen tenemos que preparar un
proyecto en equipo. Papá, ¿podemos hacer el proyecto de tu
negocio?
―Bueno, mi hija, si no se dan los números reales no tengo
problema. Tú sabes como son los dominicanos de copiones,
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ahorita se enteran y nos ponen una competencia en cada esquina.
Tengo meses dándole vuelta a esta idea: “Aguacates Juan en cada
esquina.” Necesito unos tres meses para entrenar a una persona.
Juanito, el crecimiento es más lento de lo que tú te supones y hay
más gastos. Se necesita un supervisor y alguien que reparta los
aguacates en cada esquina, y un almacén más grande para el
proceso de maduración. Además, Esperanza debe dedicar más
tiempo junto a José para mover los aguacates de los cajones.
―Supongo que sí, papá ―comentó María―, pero esas son
cosas internas, más importante aún, es el mercado. Debemos
determinar las esquinas de mayor potencial de negocios, analizar
la competencia, porque en muchas hay vendedores de aguacate.
―No hablen más en el aire ―interrupió Juan de manera
cortante―. Déjame buscar mi agenda para anotar el plan de
trabajo y dividirnos las tareas. María, tú te encargarás de la parte
del mercado, Juanito de los números y yo de la organización
interna.
―Después del examen hablo con mis compañeras de clase y
les doy la gran noticia de que tenemos tema para el proyecto, con
ayuda para la parte financiera. A ellas no les gustan los números
para nada.
―No les pintes pajaritos en el aire que yo estoy muy ocupado
―respingó Juanito.
―Bueno, si tú no quieres trabajar con Milagros y Ester, ese es
tu problema. Después no me estés pidiendo que te las presente.
―¡No, no!, lo que tú quieras. Milagros está buenísima.
Bomba, mi herma. Doy la vida por trabajar junto a ella.
―¿Cuándo nos volvemos a reunir para organizar todas las
tareas y preparar un listado completo? ―preguntó Juan.
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―Dame dos o tres días, papá ―pidió María―, que tengo
exámenes y debo visitar unos restaurantes nuevos.
―Que sean dos ―contestó Juan―. ¿Y tú, Juanito?
―Yo soy el más avanzado porque estoy haciendo ese trabajo en la
oficina. Voy a pedirle a mi jefa que me dé otros trabajos del proyecto para
aprender más, y seguir mejorando mi modelo financiero. Ella está
trabajando con un muchacho que es muy lento y sé que no le gusta para
nada.
―Tenemos que comenzar a buscar candidatos para seleccionar
los vendedores ―comentó Juan―, eso es lo que más tiempo nos
llevará. Esperanza, ven acá, vieja, que se ha armado el lío de
nunca acabar.
―¡Dime, viejo! ―respondió Esperanza, llegando al grupo―. ¿En
qué están los tres que echaron a Pedro dentro del pozo?
―Haciendo planes con estos muchachos, vieja, que ya saben
más que uno. ¿Cuánto tiempo les lleva a ti y a José movilizar los
aguacates cada día?
―No mucho ―respondió Esperanza―, yo le digo a José y él
lo hace como en media hora.
―Eso es medio camión, así que dos camiones les llevará unas
dos horas― estimó Juan en voz alta.
―Bueno, si no me necesitan más me voy a estudiar― comentó
María, frotándose las manos de la alegría porque ya tenía tema
para el proyecto.
―Vieja, tienes que ayudarme con Julián y con tus amigas de la
iglesia para ver si aparecen unos cuantos muchachos o muchachas
para ponerlos a vender.
―¿Qué pasó, se fue el Chino, o Tatica? ―preguntó Esperanza.
―¡No, no! ¿Recuerdas aquella idea de la que te hablé?
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―¿Cuál de todas? ―preguntó Esperanza―. Son tantas.
―Mi sueño de vender Aguacates Juan en cada esquina. Como
es la vida, yo no le había comentado a nadie sobre esa idea,
excepto a ti. Pero Juanito por su cuenta preparó unos números
incrementando la cantidad de esquinas, y la verdad es que se ven
interesantes. Así si es verdad que te puedo comprar la casita de
tus sueños.
―¡Claro que sí!, con Dios mediante. Mañana mismo corro la
voz. Me siento tan orgullosa, viejo, cuando los veo a todos
trabajando. Recuerdo cuando eran unos pipiolitos, y ahora,
utilizando la computadora y haciendo planes. Mira, se me pone
la piel de gallina, ¡tócame!
Esa noche Juan volvió a soñar con la finca de aguacates. Sintió
la brisa fresca que soplaba entre las matas, la tierra entre sus
dedos, y olió ese aroma del campo que añoraba tanto.
Al otro día, Juan le pidió a Tatica y al Chino que buscaran
otros vendedores para otras esquinas, y les comunicó que ellos
pasarían a ser líderes de esquinas y que era importante que
buscaran un buen personal. Ellos, como buenos negociantes,
preguntaron si tendrían más ingresos, y Juan respondió que ese
era el plan, y aclaró que cualquier esquema de comisión iría atado
al cumplimiento de la cuota de venta diaria y semanal.
María observaba cada esquina que pasaba en su ruta de ventas.
También pensaba en otras esquinas que tenían mucho tránsito. Al
final de su ronda de ventas fue a una esquina que pensaba que era
buena, la Winston Churchill con 27 de Febrero, al oeste de la
esquina actual. Pasaban muchos carros y yipetas, los semáforos
duraban mucho pero, lamentablemente, había un par de
vendedores de aguacate. Siguió hacia el oeste, y más adelante en
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la Avenida 27 de Febrero con la Defilló, había un gran tapón, pero
el tránsito era muy desordenado. Este punto no le gustó porque no
había carriles definidos para vender, los vehículos formaban una
enredadera muy difícil de navegar. Continuó hasta la esquina con
Núñez de Cáceres y le gustó más, pero había una fuerte actividad
de venta de aguacates. Dobló a la izquierda y bajó Núñez hacia el
sur, rumbo al mar, hasta la avenida Rómulo Betancourt, y vio que
era muy buena, y había sólo un vendedor de aguacates. Siguió
bajando por la Núñez a la próxima intersección, con la Sarasota, y
no le gustó. En esta intersección solamente había vida a la salida
del colegio de los gringos. Giró a la izquierda y tomó la Sarasota
hacia el este, rumbo a la Churchill de nuevo. Sarasota con
Churchill le pareció una buena esquina. Dobló a la izquierda y
subió la Churchill rumbo al norte, contrario al mar, cruzó la 27 de
Febrero y llegó a la Charles Summers. Esa era otra buena esquina,
pero, por supuesto, había competencia.
Entonces María se dijo: Tengo que venir con mis compañeras
de proyecto a analizar cada una de las esquinas. ¡Manos a la
obra! Tomó el teléfono celular, las llamó y les pidió que se
reunieran en la Churchill con Sarasota a las tres de la tarde.
“Las Chicas Superpoderosas”, como les decían los compañeros
de universidad, en forma de broma, se reunieron puntualmente.
Después de una breve introducción de María, cada una tomó una
punta diferente de la esquina y por veinte minutos observaron el
tránsito y los vendedores ambulantes. Era una esquina caliente
que tenía un restaurante de comida rápida, una bomba de gasolina,
una tienda de licores y una plaza comercial en cada vértice. Había
muy cerca una importante universidad de riquitos y un colegio.
Se reunieron de nuevo frente a la estación de gasolina, y María
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les preguntó: ¿Qué criterios debemos utilizar para evaluar el
potencial de negocios en una esquina? Cada una hizo su mejor
esfuerzo para identificar alternativas y al final compilaron una lista.
Luego visitaron otras esquinas y se dieron cuenta del patrón que se
repetía: mucho tránsito congestionado de vehículos de clase alta y
media, mejor si la esquina estaba en la ruta de los colegios para
venderle a las doñitas y los choferes al mediodía. El tránsito debía
estar organizado para permitir el libre movimiento de los
vendedores entre las hileras de vehículos. La competencia debía
ser baja o nula. Habían ubicado diez esquinas con buen potencial.
El próximo paso era evaluar su nivel y ordenarlas según la
calificación.
En la oficina, lejos del sol y el calor, Juanito conversó con su
jefa y consiguió mucha información, y más trabajo. Esto le costó
trabajar los sábados. La jefa estaba atrasada y con gusto aceptó el
ofrecimiento de Juanito de trabajar más en el proyecto. Para eso
tuvo que explicarle con más detalle y hasta le entregó un manual:
Guía Práctica para Preparar Planes de Negocio. Juanito apenas
tuvo tiempo para leer el manual, pero estaba claro de qué datos
necesitaba y tenía fotocopias del contenido de un plan de
negocios:
Resumen ejecutivo
Descripción de la compañía
Análisis del mercado
Plan de mercadeo
Plan Operativo
Gerencia y Plan de Desarrollo
Información financiera
Anexos
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La hora cero había llegado y Juanito estaba seguro de que se
la iba a lucir. Iba a destronar a María de su posición de genio de
la casa. Él estaría en la cima después de la reunión. Estaba
ansioso por explicar la información que había encontrado, pero
cuando llegó su papá a la mesa él estaba conversando con su
mamá, y María aprovechó su descuido para iniciar la reunión con
su informe:―Visitamos más de quince esquinas en el polígono
central. Evaluamos cada esquina basadas en los siguientes
criterios: volumen de tránsito y lentitud del mismo, perfil de los
clientes que pasan por la esquina, organización del tránsito,
cercanía de colegios, universidades y plazas frecuentadas por la
clase más adinerada. Identificamos diez esquinas con buen
potencial.
―Al grano ―dijo Juanito burlándose.
―También evaluamos la competencia en cada esquina
―prosiguió María―, aquí tengo una lista clasificada.
Juan escuchaba atentamente, sin interrumpir, a la vez que su
cabeza se iba llenando de preguntas e ideas sobre los detalles
de cada esquina. María continuó con su reporte:
―Para tener un punto de comparación para las nuevas
esquinas, hicimos una evaluación de las existentes y las incluimos
en el análisis. Cuantificamos el tipo de clientela de las esquinas
existentes, y clasificamos en varias categorías según el volumen
de compra.
―Buen trabajo, María― comentó Juan―. Veo que se fajaron
de verdad. Déjame leer la lista. Aquí están las principales
esquinas y algunas que no había pensado. Lamentablemente, las
mejores esquinas están tomadas, hay mucha competencia. Eso
complica las cosas. Juanito, es tu turno.
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―Bueno, yo encontré este modelo para preparar un plan de
negocios y digité el formato en el procesador de palabras y las
proyecciones financieras que tenía en la hoja electrónica. Después
de leer el manual detenidamente, les puedo decir que una vez
analizado el potencial de mercado, es muy importante evaluar la
capacidad de la empresa de cumplir con las promesas a los
clientes.
―¿Qué? Y dices que soy teórica ―reclamó María.
―En otras palabras ―prosiguió Juanito―, tenemos que
organizarnos para no quedar mal a los clientes. Como decía papá,
se necesitan supervisores; además, hay que determinar la logística
de entrega, selección y entrenamiento del personal, forma de
pago, sistemas y cómo se irá desarrollando el negocio.
―¿De dónde sacaste tantas estupideces, Juanito? ―preguntó
María claramente a la defensiva―. Lo que hay que hacer es
buscar más vendedores y fajarse a vender.
―No son estupideces. Es la parte de organización interna,
debemos mejorar la capacidad del negocio. Es lo que ustedes, los
de mercadeo, nunca ven, tal como lo dice el manual.
―¡Calma!― pidió Juan―. Yo estuve pensando en esas mismas
cosas, Juanito, y le hice el planteamiento a Tatica y al Chino para
que ayudaran a formar sus equipos. Ellos pueden ser los que dirijan
las nuevas esquinas. Así como yo hago con las ubicaciones que
atendemos.
―¡Yes! ―exclamó Juanito haciendo una seña con los brazos y
el cuerpo como hacen los peloteros de las grandes ligas―. Ellos
van a ser como el coach de primera y tercera. O como dice la
encargada de recursos humanos de la compañía, los líderes de los
equipos.
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―¡Muy bien, Juanito! Estoy sorprendido ―exclamó Juan―.
Asimismo es. Un líder, un coach en cada esquina. Me gusta eso.
Ya yo conversé con el Chino y Tatica, y les dije que si cumplen
con la meta de venta tendrían un bono. Como don José me daba a
mi cuando cumplía con el presupuesto de embarque de aguacates
en la finca.
―Papá, el mayor cambio no lo has mencionado todavía
―sugirió Juanito―. Tú debes de dejar de vender y pasar a
supervisar y entrenar. Como un manager de pelota, fíjate que ellos
no juegan.
―Eso está radical ―murmuró María―. No es jugando pelota
que estamos. Esto es un negocio. Yo nunca he tenido tiempo para
ver ese juego tan estúpido. Un hombre con un palo esperando que
otro le tire una bola. ¡Qué pérdida de tiempo!
―No, no, no es tan radical ―contestó Juan―. Ese era mi
trabajo en la finca. María déjame la lista para analizarla. Excelente
trabajo, Juanito. La verdad que ese trabajo te está enseñando
mucho. Eso del equipo de pelota está genial. No se me había
ocurrido y tienes toda la razón. En un equipo de pelota hay
personas dedicadas a entrenar a los bateadores y lanzadores. Los
observan y luego le explican cómo pueden mejorar. Practican
continuamente y hasta preparan jugadas para que todo el mundo
sepa qué hacer. Durante el juego el manager y los coaches de
primera y tercera guían al equipo. Llevan estadísticas de todo y las
utilizan para tomar decisiones. Ahora lo veo más claro. Quien iba a
decir que todo ese tiempo que pasabas mirando los juegos de
pelota un día nos iba a servir. ¡Bien hecho mi hijo! Estoy muy
orgulloso de ti.
―Gracias papa ―contestó Juanito orgulloso de los
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comentarios de su papá.
―Yo voy a seguir trabajando con el plan de mercadeo ―dijo
María visiblemente afectada por el éxito de Juanito.
―Yo voy a estudiar el manual del plan de negocios de inicio a
fin para comenzar a escribirlo ―comentó Juanito.
Juan se quedó analizando la lista de las esquinas e hizo sus
propias anotaciones. Pensó que era mejor iniciar con las más
cercanas para facilitar la distribución y la supervisión. Tenía que
sacar tiempo para visitar las esquinas que había marcado y buscar
la forma de negociar con la competencia.
Pasaron varias semanas y Juan no pudo sacar tiempo para
visitar las esquinas que había seleccionado. Muchos aguacates por
vender. El día a día se comía el tiempo y no dejaba ni un minuto
para el plan. Tan sólo había tenido tiempo para escribir en su
agenda todo el plan, robándole tiempo a las horas de sueño.
Esperanza había encontrado una casita con un almacén en el
patio trasero con la capacidad que necesitaban. Quedaba en un
barrio mejor y era un poco más grande. Solamente había un
pequeño problema, el alquiler era el doble del que pagaban
actualmente.
Todas las noches Juanito preguntaba por el avance del plan y
trataba de explicar sus nuevos hallazgos. Tenía locos a todos en la
casa preguntándoles sobre el avance de sus tareas y enseñándole
nuevos escenarios.
María y su equipo continuaron con el proyecto y seleccionaron
las seis esquinas con mejor evaluación. Juanito preparó las
proyecciones de ventas y gastos a cambio de conocer y pasar
tiempo con Milagros. Claro, los números y las esquinas no eran
reales. Hasta cambiaron el producto de aguacates a melones.
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Pasaron dos semanas más, y nada. Juan ahora estaba
involucrado en las entrevistas de los candidatos y candidatas a
vendedoras, ayudando al Chino y a Tatica. La semana anterior
había utilizado su tiempo libre para explicarles cómo preevaluar
los candidatos y los detalles del proceso de entrenamiento.
Juanito había calculado los gastos de acarreo y tenía la
impresión que salía mejor comprar una camioneta para que su
papá distribuyera los aguacates y supervisara las esquinas. Más
importante aún, montado, Juan podía cubrir más terreno. María
podía utilizarla para repartir los aguacates a los restaurantes y así
eliminar el gasto de Carmito. Hasta había programado el tiempo
en que cada uno utilizaría la camioneta.
Esperanza por su parte presionaba porque la casita que le
gustaba la iban a alquilar. Ya no sabía que decirle a la señora que
la alquilaba. Aunque el alquiler era el doble, era lo mejor que
había encontrado.
Finalmente, después de que dos nuevos colaboradores habían
avanzado lo suficiente en su entrenamiento, Juan tuvo tiempo para
salir, y visitó cuatro esquinas. Conoció a un vendedor de
aguacates en la 27 de Febrero con Churchill que le contó que
había comprado la esquina a otro vendedor hacía varios meses.
Eso abrió una oportunidad. Vio otras tres esquinas. Había
verdaderas posibilidades en la Churchill con Sarasota y en la 27
con Núñez. Las Chicas Superpoderosas habían hecho un gran
trabajo.
Juan hizo el propósito de visitar cuatro esquinas nuevas a la
semana. Ahora tenía más tiempo para trabajar en el plan porque
en las horas más flojas encargaba de atender el negocio al Chino y
a Tatica, con sus colaboradores. Él sabía que en la medida que los
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nuevos equipos se formaran él tendría más tiempo para dedicar a
la supervisión y dirección del negocio. Al llegar a la casa, se
reunió con Juanito y replantearon los ingresos y los gastos, ya que
había que agregar los gastos de adquisición de algunas esquinas.
También evaluaron la compra de la camioneta y otros posibles
desembolsos. La suerte estaba echada, era tiempo de alquilar la
casa que le gustaba a Esperanza.
En la mecedora, Juan repasaba la situación actual y pensaba en
los próximos pasos. El Chino y Tatica consiguieron un buen par
de personas y están en proceso de seleccionar otras dos. En unas
seis semanas el Chino abrirá una nueva esquina, la Chuchill con
Sarasota. Tatica quedará a cargo de las esquinas existentes con
su equipo, y mi apoyo. Yo me centraré más en el entrenamiento de
la selección de aguacates, Tatica y el Chino ya hacen un buen
trabajo con el resto. Debo investigar los precios de las
camioneticas y cerrar el alquiler de la nueva casa. No hay mucho
dinero guardado, el dinero debe salir del mismo negocio. El plan
comienza a rodar. Se ha retrasado, pero la verdad es que había
sobreestimado mi disponibilidad.

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CAPÍTULO 9

VÍSTEME DESPACIO QUE VOY DE PRISA


Eran como las siete de la noche cuando sonó el teléfono de la
casa. Después de sonar repetidamente, Esperanza lo tomó.
―¿Aló?
―Hola, comadre, es Ramón.
―Hola, compadre, ¡cuánto tiempo! ¿Cómo están todos por
allá?
―Todo bien por aquí, ya sabe, trabajando mucho y pasando
frío. Las cosas van bien. ¿Y por allá?
―Bien, compadre. Nos mudamos a una casita para los lados
de Villa Mella, más grande y cómoda.
―¿Y mi ahijada, cómo sigue?
―María continúa sacando excelentes notas en la
universidad y fajada vendiéndole aguacates a los restaurantes,
ampliando su clientela, de restaurantes amantes de los
aguacates, como dice ella.
―¡Qué bueno!
―La sorpresa ha sido Juanito. Está sacando buenas notas en la
universidad y está muy bien trabajando en una empresa de
asesoría financiera y contable. Los jefes no comen cuento con él,
por sus habilidades con la computadora. ¿Quién lo iba a decir?
Tanto que yo le peleaba por pasar horas muertas mirando esa
bendita pantalla.
―¿Y José, sigue tan inquieto?
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―Ya usted sabe, igualito. Bueno hace unos meses estuvo al
morir debido a un dengue que le dio. Yo nunca había visto algo
así, ese muchachito ni hablaba. ¡Jesús Santísimo!
―¡Qué bueno, que está todo bien! Y mi compadre, ¿está por
ahí?
―No, él no ha llegado todavía. Fue a ver una camioneta que
quiere comprar para el negocio.
―¡Anjá! ¿y cómo sigue el negocio?
―De lo más bien, va creciendo poco a poco. Ahora ya venden
en varias esquinas, como le dije, María le vende a los restaurantes
y están en proceso de abrir nuevas esquinas. Ya casi están
comprando un camioncito de aguacates a la semana. Bueno, yo ya
no tengo tiempo para preparar mis empanadas, solamente las hago
por encargo.
―¿Cómo? ¡Un camioncito! ¡Magnífico! Yo apuesto a mi
gallo, estoy seguro de que Juan saldrá exitoso. Y hablando de
gallos, ¿usted tiene noticias del campo?
―Sí, siempre hablo con Julián cuando nos trae los aguacates.
Las cosas están bien por allá. Hay mucha siembra de aguacate.
―¿Usted tiene un teléfono donde pueda llamar a Julián?
―Claro, déjeme buscárselo y se lo doy en un segundo.
Esperanza le dictó el número de teléfono y se despidieron.
Eran como las nueve de la noche cuando Juan llegó. José ya
estaba durmiendo y todavía María y Juanito no habían llegado de
la universidad. Juan había tardado tanto porque andaba viendo
varias camionetas con un amigo mecánico. Finalmente,
consiguieron la de un señor cliente del amigo de Juan. Aunque
tenía unos cuantos años, la camioneta estaba en muy buenas
condiciones, hecha en Japón, tenía un sistema a gas y, como el
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mecánico conocía al dueño, la dejaron en tres pagos. Juan
solamente tenía que llevar el primer pago al otro día y dejaba su
condición de peatón.
Luego de la conversación sobre la camioneta, Esperanza le
contó a Juan de la llamada de su compadre. Juan se alegró mucho
por la llamada. Extrañaba a su amigo y compadre, y estaba
contento de que estuviera bien por los países. María y Juanito se
alegraron de la compra y estaban locos por montarse. Con la
bulla, despertaron a José, quien se unió con mucho ánimo a la
celebración.
El negocio estaba mejorando y, como consecuencia, también la
familia. Durante la cena, Juan comentó que el plan avanzaba a
paso de tortuga, pero que avanzaba. Juanito, siempre acelerado, se
quejaba de la velocidad y hacia presagios negativos de que la
competencia se adelantaría y perderían la oportunidad. Ya había
otros vendedores que tenían uniformes y se estaban organizando.
Juan explicó que se había dado cuenta de que la apertura de
nuevas esquinas dependía de la formación de más líderes, no
solamente la contratación de nuevos colaboradores. Él estimaba
que una persona necesitaba seis meses o más para liderar una
esquina.
También Juan anunció que ampliarían la cobertura en la
parte sur de la esquina Chuchill con 27. Él había conversado
con un señor que vendía aguacate en esa área, que quería vender
su puesto para volver al campo a recuperarse de una
enfermedad. El Chino se iba a encargar de esa posición dejando
a su colaborador más experimentado en la Sarasota con uno de
los que estaba en entrenamiento. Ese era un gran movimiento
para dominar la zona y elevar las ventas a un camión completo,
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de esta forma podían bajar los costos aún más porque ya no
tenían que comprar a don Pedro cuando vendía más de medio
camioncito.
No todas eran buenas noticias. María se había enterado que el
segundo de Tatica estaba vendiendo por encima del precio,
quedándose con el dinero. Era una pérdida importante. Juan se
preocupó porque ese muchacho estaba haciendo un gran trabajo.
Él y Tatica habían hablado de enviarlo a la 27 de Febrero con
Núñez. Eso retrasaba aún más el avance del plan.
Esperanza lamentó mucho la situación y tranquilamente
comento:
―A mí me parece que con la promesa del incremento en los
ingresos al líder de una esquina podemos conseguir dos o tres
personas buenas del campo que hasta la fecha no se animaban
porque no les cuadraba. Ya saben, con los gastos más altos de
vivir en la capital.
―¿Cómo quién? ―preguntó Juan incrédulamente.
―Para empezar, el mismo Chuchú y este muchacho que
trabajaba contigo en la finca. Tengo el nombre en la puntica de la
lengua… Un jabaíto él, flaco, con los ojitos claros…
―¿Mateo? Ese muchacho sí es bueno. Trabajaba directamente
conmigo. Serio, capaz y sabe de aguacates hasta más que yo. A
mí no se me había ocurrido que él quisiera venir para acá. ¿Él no
estaba en la finca?
―Sí, pero se fue hace unos meses porque las cosas estaban
inaguantables. Eso va de mal en peor. El tiene un trabajito en
Moca, pero el sueldito no le da para nada.
―Llámate a Julián para que traiga a Mateito lo antes posible.
Mateo me puede ser muy útil.
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―¿Y a Chuchú?
―Sí, sí, dile que lo traiga. No tengo tanta fe en Chuchú, pero
al menos es serio, y de tu familia. No hay mal que por bien no
venga, así son las cosas.
―Déjame llamarlo ahora mismo ―dijo Esperanza parándose a
buscar el celular―. Chuchú no es malo, tú vas a ver cuando lo
conozcas mejor.
Después de intentar varias veces, Esperanza comentó que le
salía un mensaje, que las líneas estaban ocupadas y que trataría
más tarde. La nueva empresa de celulares estaba teniendo
problemas de congestionamiento cada vez más frecuentes.
María y Juanito estaban sumergidos en su propia reunión
paralela, revisando un cronograma de trabajo que él había
impreso. Eran como cuatro páginas unidas.
―Papá, mira lo que te he dicho desde hace tiempo.
―Comentó Juanito, moviendo hacia Juan el papel impreso.
―¿Qué es esto? Es como una longaniza de papeles.
―Es un listado de las actividades que planificamos hacer, con
sus fechas y un comparativo con las fechas reales de ejecución
―explicó María―. Mira el gran atraso que llevamos.
―Sí, mis hijos tienen razón― asintió Juan―. Estamos
atrasados y eso me corroe la mente todos los días. ¿Tú crees que
yo no quiero completar las diez esquinas? Pero una cosa piensa el
burro y otra él que lo apareja. La verdad es que planear es más
fácil que ejecutar.
―Tampoco así ―argumentó María―. Sin una estrategia clara
y un plan de trabajo no se sabe para dónde ir y se dan palos a
ciegas.
―Supongo que así es, pero no es tan fácil llevar las cosas del
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papel o la computadora a la realidad ―insistió Juan―. Tú sabes
la lucha que ha dado conseguir gente buena y luego que los
entrenamos se van, o los tenemos que sacar. La lucha que me dio
conseguir la camioneta. Es que en un negocito como éste es
arañando que uno logra las cosas. Los cuartos no están en el
banco esperando, y hay que ir ahorrando, conseguir que le den
algo de crédito y tener el valor de meterse en un lío.
―Entendemos, papá― comentó de nuevo Juanito―, pero
mira todo el tiempo de atraso.
―Te entiendo, mi hijo― dijo Juan―. Debes entender que las
cosas no comenzaron a moverse hasta que pude sacar tiempo y,
finalmente, eso sucedió cuando Tatica me pudo aguantar en la
esquina, cuando conseguimos los nuevos colaboradores. Es una
cadena. Ahora sí, hay que saber para dónde se va porque de otra
manera se llega a cualquier parte. No me di cuenta de la necesidad
de formar los líderes hasta hace poco y eso no estaba en tus
proyecciones.
―Sí, eso es lo más importante, la estrategia, ―sugirió
María―, y tener un plan, aunque mis compañeras y yo
preparamos el plan y no lo ejecutaste hasta que no verificaste cada
esquina, papá. Eso es lo que llaman falta de delegación.
―Bueno, María, hay cosas que tengo que evaluar directamente
por lo menos al inicio. La evaluación de las esquinas que ustedes
hicieron fue excelente, no lo puedo negar. Sin embargo, cuando
yo visité las que seleccioné de la lista que ustedes prepararon, me
di cuenta de muchas cosas que no estaban descritas en la lista.
Conocí los otros vendedores de aguacates y, hablando con
algunos de ellos, me di cuenta de la posibilidad de comprar
esquinas y de poder suplirle aguacates a otros. También sentí el
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tránsito y me di cuenta del tipo de clientela. Así comprendí que
ustedes habían hecho un buen trabajo. El trabajo en realidad me
ayudó mucho.
―Sí, pero no confías en mis proyecciones y siempre le estas
buscando las cinco patas al gato ―respingó Juanito.
―No, no, nada puede estar más lejos de la verdad ―exclamó
Juan―. Tenía meses pensando en la expansión y no me decidía
porque no tenía los números claros aunque los hacía en mi mente
y en la agenda. Cuando me enseñaste las proyecciones de ingresos
y gastos fue que me percaté de la oportunidad que teníamos por
delante.
―Gracias, papá― asintió Juanito ―, pero eso solamente lo
dices porque los números indicaban lo que tú sospechabas.
Cuestionaste cada número y cada cálculo.
―Bueno, tienes algo de razón, no lo niego ―respondió
Juan―. Al tener tanto tiempo pensando en ese plan me interesé
mucho en tus cálculos; sin embargo, mis preguntas eran legítimas.
Son las mismas que me hacía, no era falta de confianza. Además,
había cosas que no me tenían sentido en mis cálculos generales, y
no puedes negarlo, algunas proyecciones estaban erradas. La
computadora solamente hace lo que se le indica.
―Sí ―afirmó María―, así me ocurrió en la clase de
presupuesto. Me equivoqué en una fórmula y todos los cálculos
me salieron mal, y no me di cuenta hasta que la profesora lo hizo
en clase.
―Juanito, quiero que hagas de nuevo el programa con los
tiempos ―pidió Juan―, tomando en cuenta la realidad que
vivimos y no podemos hacer todo de golpe. Hay que ir paso a
paso. Si quieres vamos a la computadora y lo hacemos juntos.
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Cuanto me gustaría aprender a utilizar ese aparato. Es mucho más
que las máquinas de escribir y las sumadoras. ¡Qué maravilla! Yo
debí nacer en este tiempo, con todos estos avances.
El nuevo cronograma de ejecución que prepararon era más
realista. Tomaba en cuenta que el tiempo de Juan era limitado y
que había que eliminarle responsabilidades para que tuviera
tiempo para trabajar en las tareas del plan. Colocaron como
actividades críticas la contratación de colaboradores para que
Tatica pudiera relevarlo más rápidamente y la compra de la
camioneta. Incluyeron la preparación de líderes, que era algo que
no tenía el plan original. Si se hubieran dado cuenta de esa
necesidad habrían reclutado personal de más nivel con la promesa
de mejores ingresos. Algo más que afloró al final del ejercicio era
la importancia del trabajo de Juanito, su capacidad de llevar las
estadísticas del negocio. Asimismo, sus análisis habían sido
críticos en todo el proceso. ¿Quién lo iba a decir? Colocaron una
partida para mejorar la capacidad de la computadora de Juanito y
también una impresora.
Al otro día, Juan había sacado el dinero de su cuenta de
ahorros de la Asociación y fue a buscar su camioneta. Estaba
luchando por llegar a la 27 de Febrero con Lincoln para
conversar con Tatica e investigar la situación del vendedor. Al
manejar la camioneta, se decía a sí mismo: ¡Qué buena compra!
Esta camioneta me va a ayudar mucho porque puedo moverme
más rápido. También la puedo utilizar para mantener un
inventario de aguacates de reserva y suplir las esquinas que
estén más calientes.
La conversación de la noche anterior con María y Juanito había
sido muy provechosa, sobre todo porque permitió generar un
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nuevo calendario de ejecución más realista. Teníamos una idea,
pero un pobre plan de trabajo, y un programa de ejecución irreal.
Los tropezones hacen levantar los pies. Debí dedicar más tiempo
a esas tareas críticas para hacer posible las cosas.
Finalmente, Juan llegó a la 27 con Lincoln, estacionó la
camioneta en una calle lateral y fue a conversar con Tatica que
estaba en plena acción. Le explicó la situación y acordaron cómo
manejarla. También le habló sobre la necesidad de reclutar
personal con la capacidad para convertirse en líderes de
esquinas. Tatica le comentó que había notado algo raro porque
varios clientes se habían quejado de un supuesto aumento de
precio, y apoyó la salida de la persona en cuestión de inmediato.
Ella tenía otra persona que ya podía cubrir la vacante. Luego de
finalizar con esta situación, Juan pasó a conversar con el Chino
sobre los nuevos planes. Después, tenía que pasar por la Avenida
Tiradentes con Roberto Pastoriza para ver un señor que vendía
aguacates, que María había identificado como un potencial
comprador y a evaluar dos esquinas potenciales. Luego tenía que
trabajar en la esquina del Chino entrenando a dos colaboradores
nuevos.
En la casa, Esperanza finalmente había conseguido a Julián y
acordaron que él hablaría con los muchachos y que si aceptaban,
los traería en su próximo viaje. Por otra parte, Julián le comentó
de la llamada de Ramón y su interés en saber qué estaba pasando
en la finca que era de don José.
Una semana después, Chuchú finalmente pudo venir a la
capital. Se quedó en la casa en el cuarto de Juanito y José, y
comenzó a trabajar de inmediato con Tatica. Mateo llegó una
semana después porque no podía abandonar el trabajo que tenía.
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Él había hecho arreglos para quedarse con una tía que desde hacia
tiempo vivía en la entrada a la capital por Los Alcarrizos. Juan se
alegró mucho de volver a trabajar con Mateo y le explicó la
operación completa. Las ventas en las esquinas, la recepción de
los aguacates en el almacén de la casa, y el resto de los planes.
Mateo lo actualizó sobre la situación en la finca, el desastre que
había armado el nuevo dueño, y su mala experiencia.
Mateo se adaptó rápidamente y antes de dos meses estaba al
mando de la importante esquina de la 27 con Núñez, y su satélite
Núñez con Rómulo Betancourt. Chuchú iba más despacio pero ya
vendía fluidamente en la Lincoln con Bolívar. Tatica había
reclutado un muchacho de su pueblo, Manuel que tenía
experiencia en la supervisión y estaba dispuesto a tirar para
delante.
Ahora la principal dificultad que tenía la red de ventas de
Aguacates Juan era la falta de productos en la estación de escasez.
Hacía algunas semanas que se dejaba de vender porque conseguir
buenos aguacates era muy difícil. Como consecuencia de la baja
en las ventas, algunos vendedores estaban insatisfechos y dejaron
el trabajo. Astutamente, Juan sacrificando sus ingresos completó
el salario a los mejores colaboradores para retenerlos por el
momento.
María finalmente pudo conseguir a la amiga cuya familia
sembraba aguacates en San José de Ocoa, con el fin de explorar
la posibilidad de una nueva fuente de suministro. Le dio una
lucha tremenda porque hacía tiempo que no la veía. Su amiga,
Rosa, había terminado su carrera de ingeniería industrial y estaba
trabajando en la zona franca de Las Américas en una fábrica de
equipos médicos en horario nocturno. Los intentos que habían
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realizado Juan y el Chino con los camiones que llegaban al
mercado habían sido improductivos.
Un domingo, Rosa llevó a Juan y a María a conocer a su papá,
Mario. Era un hombre grande y fuerte, con la cara rasgada por el
sol por los años que había dedicado a la agricultura. Su finca era
pequeña y muy bien cuidada. Los aguacates mayormente se
exportaban y los que quedaban se vendían en el mercado local.
Como la variedad que sembraba era más parecida a la nacional,
tenían muy buena demanda. Otra ventaja era que se cosechaban
en la época de escasez tradicional.
Mario y Juan hicieron buena química de inmediato. Mario le
enseñó la finca y Juan se sintió como en su casa. Se dieron una
hartura de chivo guisado con guineitos y, por supuesto, aguacates.
Juan trató de asegurar el suministro de aguacates, pero Mario le
explicó que, aunque le daría prioridad a cambio de pagar algo
más, no podía darle garantía. Sellaron la amistad con un apretón
de manos, pero no un acuerdo de suministro que le garantizara
aguacates a su red como quería Juan.
Camino a la capital, Juan no se calló ni un minuto hablando de
la finca que era de don José. Rosa y María llegaron mareadas. A
Juan le brillaban los ojos, su cara irradiaba una luz de alegría.
Solamente paró de conversar cuando la voladora pasó la rotonda
de la Bandera y tomó la 27 de Febrero rumbo al centro de la
ciudad. Las esquinas estaban tranquilas, a las seis de la tarde sólo
había algunos vendedores de tarjetas de llamadas. Mañana será
otra cosa, se dijo Juan.
Revisando los pendientes de la mañana siguiente, Juan tenía que
ir a negociar la entrada a la esquina de la Charles Summers con
Churchill. No sabía cuanto podía ofrecerle a ese hombre, pero si no
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aceptaba habría que irse a la guerra con él. La negociación no fue
bien. La esquina costaba mucho y con la escasez de aguacates no
valía la pena entrar en una guerra. Había que esperar tiempos
mejores o conseguir una fuente de suministro segura. Era más fácil
abrir un punto de ventas en la Tiradentes con 27 de Febrero, al este
de la Lincoln y en otras esquinas que manifestaban un buen
potencial. Sin embargo, Juan sabía que no eran tiempos de estar
pensando en expansión y que debía enfocar sus energías a
solucionar la crisis que se estaba gestando. Las quejas de los
clientes aumentaban por la mala calidad de los aguacates en esta
época, pero Juan no tenía suficientes para hacer una buena
selección.
En el último mes, las pérdidas por devoluciones aumentaron
tanto que el negocio estaba en rojo. Juanito hizo varios análisis
que indicaban que debían buscar una fuente de aguacates
confiable o tenían que reducir la fuerza de ventas. María había
sugerido vender otros productos para evitar las dificultades en
los tiempos de escasez de aguacates; entre ellos sugería guineo,
melón, mandarina, auyama, y hasta accesorios de celulares y
tarjetas de llamadas.
Juan estaba muy preocupado y sabía que tenían que hacer algo
para no desmantelar la red de vendedores y luego tener que buscar
gente nueva. Maquinaba sobre estas alternativas, hablando
consigo mismo: Muchas de esas frutas dejan muy poco dinero y
no veo cómo podemos ofrecer algo adicional que nos permita
aumentar los precios. Los melones pueden ser buenos porque
también son difíciles de seleccionar, pero yo no sé de melones,
conozco de aguacates. Yo pudiera aprender, pero eso toma su
tiempo. Cotorra vieja no aprende a hablar. ¿Qué vamos a hacer
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con los chalecos que decían Aguacates Juan? Una persona
vendiendo melones con un chaleco verde con un letrero de
Aguacates. Aumentar los tipos de productos que vendemos puede
ser hasta más difícil que ampliar los puntos de venta. Debo
conversar con Esperanza y los muchachos para ver qué piensan y
decidamos que es lo que más nos conviene.
De pronto Juan sintió algo raro y al mirar a los lados se dio
cuenta que los choferes y personas que estaban a su alrededor
esperando el cambio del semáforo se reían y lo miraban como si
estuviera loco. Se dio cuenta que había estado hablando solo, sin
darse cuenta. Por suerte, el semáforo cambio a verde, él metió
primera y arrancó lo más rápido que pudo detrás de las
motocicletas que iban delante de él, como una manada de lobos,
echando carreras hasta la próxima esquina.
Al llegar a la casa, Juan no encontró a su mujer en la cocina,
como de costumbre, tampoco estaba José. Salió al patio y los
escuchó peleando en el almacén, caminó hacia allá, y en la
medida que se acercaba, comenzó a oír los lamentos:
―Esto no puede ser José ―decía Esperanza―. Tantos
aguacates podridos en un lado y verdes por el otro.
―Yo los moví como siempre, mamá, te lo juro ―gritaba José.
Cuando vieron entrar a Juan se sorprendieron y lo saludaron
sin quitar sus ojos de las pilas de aguacates dañados que habían
sacado para que no afectaran a los demás. Un olor fuerte a
podredumbre golpeó a Juan, que resbaló con un pedazo de
aguacate podrido y por poco se cae.
―¿Y qué es esto? ―preguntó Juan alarmado―. ¿Qué pasó?
―No sé ―respondió Esperanza con cara de tristeza―. Parece
que los últimos aguacates estaban muy nuevos y no han madurado
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bien.
―¡Son demasiados!, déjame ver qué podemos hacer
―exclamó Juan con los ojos desorbitados.
Juntos reorganizaron y reclasificaron los aguacates, apartando
los más nuevos y eliminando los podridos. Juan pensaba que si
seguía un proceso de maduración más lento podía lograr salvar
una cantidad mayor. Contaron los aguacates dañados para darle la
información a Juanito, limpiaron bien el almacén y abrieron las
ventanas para que circulara más el aire.
Juanito llegó y después de registrar los aguacates podridos
vaticinó pérdidas mayores, y problemas en el flujo de caja. Esta
crisis se estaba comiendo los beneficios acumulados. Para colmo,
María llegó con la mala noticia de que había perdido su mejor
restaurante. El ambiente en la casa era cada vez más tenso, se podían
oír los mosquitos volando. Nadie se atrevía a hablar.
María también anunció que le habían ofrecido un trabajo en
una empresa de promociones, trabajando durante el día. Por el
horario de la universidad ella no podía trabajar en la noche, que
era donde estaban los mayores ingresos. No obstante había
encontrado un trabajo en su área, en una buena empresa, donde
podía aprender mucho. Juan atendería las ventas a los pocos
restaurantes que quedaban y luego conseguirían a otro vendedor,
cuando aparecieran aguacates sin problemas.
Transcurrió una semana y Mario no pudo enviarle los
aguacates que le prometió. La cosecha fue pobre. Esa fue la gota
que rebosó el vaso y Juan estaba listo para reducir los gastos:
sacar personal si era necesario o vender la camioneta, reducir el
tamaño de la red según la cantidad de aguacates que conseguía.
Era tiempo de apretarse los cinturones. ¿Quién dijo miedo? ―Se
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decía Juan―. Yo he pasado por tiempos peores.
Buscó a Mateo y le explicó la situación para que juntos
buscaran alternativas, y comenzó la conversación de manera
directa.
―Mateo, tú conoces la situación de los aguacates en estos
momentos y parece que con la sequía de este año, la escasez se va
a prolongar más de lo acostumbrado.
―Sí, Juan, estoy consciente de la situación, y la vivo a diario.
Los clientes cada vez se quejan más porque los aguacates no están
madurando bien ya que están muy nuevos.
―Le he dado mucha mente a este asunto y considero que
mientras dure la crisis, tenemos que buscar y vender productos
alternativos. María me ha sugerido que venda cualquier otra cosa,
como guineo, auyama, accesorios de celulares. Yo he pensado en
melones que son complicados de elegir, pero eso puede durar un
tiempo, y ahora tenemos prisa. Ahora mismo, lo que necesitamos
es mantener los vendedores con nosotros porque cuesta mucho
conseguirlos y entrenarlos.
―A mí me gustan las auyamas. Tú sabes Juan: “el corazón de
la auyama solamente lo conoce el cuchillo”. Son como los
aguacates y yo conozco de auyamas.
―No sabía que eras auyamero. Vamos a dar una vuelta por las
esquinas para ver lo que están vendiendo, el nivel de competencia.
Luego pasamos por el mercado para buscar suplidores.
Dieron una vuelta por las esquinas del polígono central,
chequeando lo que se estaba vendiendo, los precios y la cantidad de
productos que tenían los vendedores en inventario. El producto más
prometedor de inmediato era la auyama. Partieron camino al
mercado a buscar suplidores. Consiguieron uno que estaba dispuesto
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a darle crédito por unos días, una vez iniciada la operación. Mateo
seleccionó un grupo de auyamas para probar al otro día. Se pararon
en una ferretería cercana a comprar unos buenos cuchillos para
equipar a los vendedores.
Acordaron seleccionar aguacates llenos solamente, en su punto
para madurar. Esta medida suponía limitar el volumen de ventas,
subir los precios y vender en las esquinas y restaurantes
dispuestos a pagar. También decidieron que lo mejor era quitarles
los uniformes a los colaboradores que no vendieran aguacate. El
margen no era tan bueno en las auyamas, aunque estimaron que
daba para mantener los ingresos de los vendedores y líderes al
mismo nivel, y pagar los gastos de transporte y otros gastos
operativos. Además, era una cuestión de semanas.
El plan de contingencia comenzó a dar resultado. Las auyamas
seleccionadas por Mateo eran de muy buena calidad y se
vendieron fácilmente. Era un asunto de comprar mayor cantidad,
conseguir precios más bajos para mejorar el margen, y desarrollar
un buen suplidor que les vendiera a crédito. Juan y Mateo
consiguieron un mayorista que traía muy buenas auyamas del Sur.
Consiguieron mejor precio debido al volumen de compra que
prometieron que iban a mover y crédito de una semana. Este
suplidor de auyamas había visto los vendedores de Aguacates
Juan en la 27 de Febrero y estimaba que podía ser un buen
negocio para él. Juan también trató en vano de conseguir más
aguacates que no estuvieran nuevos y sirvieran para madurarlos
apropiadamente.

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CAPÍTULO 10

NO HAY ESCAPATORIA

El tiempo se encargó de demostrar que tomaron la decisión


correcta. La incorporación de las auyamas arrojó los resultados
esperados. Con los nuevos precios de compra, los beneficios del
negocio mejoraron sustancialmente, aunque no llegaron al nivel
anterior. La escasez de aguacates se extendió y se hizo más crítica,
pero ya no importaba mucho. A su tiempo comenzaron a llegar más
aguacates “llenos” hasta que se restableció el suministro normal.
Todos los vendedores entrenados pasaron a realizar su trabajo con
chalecos nuevos para anunciar la nueva temporada. Se contrataron
nuevos vendedores para vender auyamas en las esquinas que
demostraron un buen nivel de ventas de ese producto. Mateo
entendía que podía ser muy bueno si se trabajaba adecuadamente.
En una medida genial, Mateo aprovechó la crisis de los
aguacates para posicionar vendedores de auyama en algunas
esquinas que Juan tenía como potenciales: Churchill con Charles,
Tiradentes con 27 de Febrero, Kennedy con Tiradentes y Kennedy
con Lincoln. En la medida que se restauró el suministro de
aguacates estos vendedores cambiaron de producto, tomando a la
competencia por sorpresa. Mateo visitó los mejores restaurantes y
reestablecieron las relaciones comerciales.
Varias semanas después de superada la crisis, Juan rumiaba
sobre los acontecimientos, columpiándose en su mecedora: La
crisis me dio una gran lección. Los tiempos de crisis son difíciles,
pero si se analiza bien la situación pueden brindar valiosas
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oportunidades. Son como los huracanes, se llevan muchas
plantas, pero luego nacen nuevas y más fuertes. Hay que echar
raíces profundas para soportar los vientos y saber cambiar. Las
matas que botan las hojas no se caen porque no les hacen
resistencia al viento. Las que se aferran a sus hojas se caen.
En el cuaderno de Juan quedaron anotadas las principales
enseñanzas de la crisis:
―Desarrollar relaciones de negocios con suplidores de
aguacates de varias regiones para evitar el riesgo de las sequías.
Seguir desarrollando la relación con Mario.
―Negociar una garantía efectiva de suministro en los tiempos
de escasez.
―Conseguir una finquita de aguacates para ponerla a producir
precisamente para los tiempos de escasez.
―Cambiar gradualmente los vendedores a auyama u otro
producto en la medida que el suministro de aguacates disminuya.
―Mantener las relaciones con los suplidores de auyama y
otros víveres o frutas.
―Estudiar los melones para descubrir sus secretos. Tal vez
podían contratar a alguien con experiencia en ese cultivo.
―Conocer la situación de los cultivos, ya que los productos del
campo son muy sensibles.
―Recordar que tenemos una red de vendedor que mueven
mucho volumen. Esta es una de nuestras principales armas,
tenemos que aprender a utilizarla.
Con un suministro estable de aguacates, Juan y su equipo
continuaron con su plan de expansión, cumpliendo un riguroso
cronograma de trabajo. Mes tras mes, añadían nuevas esquinas,
restaurantes y vendedores independientes. Las esquinas se abrían
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con mucho más facilidad que antes porque se reclutaban y
desarrollaban los vendedores más rápidamente, así como los
líderes. También se reclutó un vendedor para los restaurantes que
captó los clientes perdidos e incorporó nuevos socios al “Club de
amantes de los aguacates” como le gustaba llamarlos a María.
Adicionalmente, continuaron reclutando vendedores de aguacate
interesados en distribuir la marca.
Al negocio volver a su ritmo de crecimiento, el ambiente en la
casa cambió totalmente, y con los beneficios adicionales, la
familia comenzó a disfrutar de una mejoría sustancial en su
estándar de vida. Durante el almuerzo familiar del domingo,
Juanito informó que los beneficios continuaban en ascenso. La
incorporación de nuevas esquinas llevó los volúmenes de ventas a
niveles sin precedentes y Aguacates Juan se convirtió en uno de
los principales compradores locales de aguacate, logrando costos
de adquisición más bajos y por lo tanto, márgenes de beneficios
más altos. Con una cara de pícaro de películas, Juanito comentó:
―Papá, este negocio va muy bien. Es una maquinita de
producir efectivo. Cuando multiplico las ventas de este mes por…
―Juanito, no comiences. Tú y tus números. Ese trabajo te ha
dañado.
―¡No! No es así, lo que te digo es verdad. Es que los números
no mienten, solamente hay que estar dispuesto a aceptar la verdad.
Vende ya esa camioneta vieja y cómprate la doble cabina que está
vendiendo la doña amiga tuya.
―Sí, sí, Juanito. Lo haré, le voy a dejar mi camioneta a
Mateo. La doble cabina nos sirve para mover el personal. Pero
recuerda siempre, mi hijo, ustedes también, María y José, los
números son solamente una guía, son las decisiones que tomamos
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las que nos sacan de las crisis o nos llevan al fracaso. En los
negocios hay que tomar decisiones constantemente. Hay que
planificar, pero si los tiempos cambian, hay que cambiar con
ellos. Yo me aferré demasiado a lo que conocía y eso por poco
nos hace fracasar.
En medio de la conversación sonó el teléfono de la casa y
respondió María:
―¿Aló?, ¿quién habla por favor?
―Es Ramón, ¿quién me habla, mi ahijada querida?
―Bendición, padrino.
―Que Dios te bendiga, ¿cómo estás? Me dice Esperanza que
estás obteniendo muy buenas notas y que sabemos más de
mercadeo que los profesores que te dan clases.
―Bueno, padrino, estoy fajada y ahora conseguí un trabajito
en mi área.
―Te felicito mi ahijada, ponme a tu papá, por favor.
María le pasó el celular a su papá y se fue a ver televisión con
el resto del grupo. Juan se acotejó en su silla y contestó:
― ¿Qué dice ese gringo? ¿Cómo van las cosas, compadre?
― Van bien, compadre, ¿y por allá?
―Ahora van muy bien pero pasamos una crisis por falta de
aguacate que por poco nos vamos a pique.
―¡Vamos!, usted siempre tirándose a muerto. Usted es un
León. Sabe demasiado para dejarse tumbar de una brisita. Como
si yo no supiera de lo que usted es capaz. Lo estoy llamando para
decirle que Iván y yo vamos para allá la semana que viene y
quiero que vaya al campo para que nos ayude con unos asuntos.
Mi hijo Iván quiere comprar unas tierritas por allá y yo le digo
que sin su opinión no hago nada en materias de finca.
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―Bueno, compadre, no sé qué decirle, tengo demasiado
trabajo y …
―¿Cuándo no? ―dijo Esperanza que oía la conversación
desde lejos.
―Juan, se la voy a poner fácil. Vaya el domingo que viene que
tenemos una comida en la finquita de Iván. Llévese a Esperanza
que está loca por volver a ver su gente y a los muchachos para
que no se olviden de sus raíces. Dígale a mi ahijada que le llevo
un regalito que le va a encantar y también, a Juanito y José.
―Cuando usted se le mete una cosa en la cabeza, no hay pero
que valga. Nos vemos allá antes del mediodía, porque tengo que
repartir los aguacates.
―OK, nos vemos. Saludos por allá.
Esperanza estaba muy contenta con la noticia, pero los
muchachos aceptaron a regañadientes porque ya tenían planes
para el domingo. María, finalmente, aceptó ir porque estaba
curiosa por saber qué le traía su padrino de Nueva York.
El domingo llegó más rápido de lo esperado. A eso de las diez
de la mañana salieron en la camioneta de doble cabina para el
campo. Esperanza iba delante con Juan y en el sillón de atrás
María y Juanito en las posiciones de ventana y José entre ellos. El
aire acondicionado mantenía la brisa caliente de la autopista
Duarte lejos de los cabellos recién lavados y secados de María.
La camioneta surcaba la autopista amortiguando con suavidad
los baches que aparecían por aquí y por allá. Su fuerte motor
mantenía la velocidad en las subidas y en los momentos de
rebasar. Los muchachos discutían sobre qué canción poner en la
radio. Esperanza cambiaba de emisora tratando de buscar una
canción de las solicitadas: cualquier reguetón, Shakira, Juanes.
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Cambiando emisoras oyó una canción que le fascinaba, y no
movió más el dial. Un merengue de los buenos se hizo escuchar:
“Volvió Juanita y dijo que no volvía. Volvió con una maleta
cargada de lejanías…”
Juan iba conduciendo y repasando los acontecimientos de los
últimos tiempos. En unos años, había reconstruido su vida y era
dueño de un negocio de mucho porvenir. Ya cubrían quince
esquinas y los mejores restaurantes del polígono central de la
capital. Había mucha gente interesada en trabajar con él y otros
vendedores ya compraban Aguacates Juan. Los proveedores de
aguacates trataban de venderle. El reportaje que le hizo la
periodista lo había hecho famoso. La gente que no los conocía
pasaba a ver los vendedores con sus uniformes verdes y amarillos,
de Aguacates Juan. Era un empresario emprendedor, un caso de
éxito, que los estudiantes de las universidades perseguían con afán
para hacer sus proyectos de clase.
Recordó esa madrugada en que salió como fugado de su casa.
Vio el letrero que tenía la voladora que lo llevó a la capital: “Mi
propio esfuerzo”. Se vio disfrazado de pingüino junto a Ramón,
metido en medio de un mar de olas que iban y venían sin parar.
Sonrió ante el recuerdo del día que decidió cambiar, que se
arriesgó a explotar lo que sabía. Lloró por los días que pasó lejos
de su familia. Celebró el día en que vistió su uniforme de
Aguacates Juan por primera vez, el día que colocaron las
etiquetas, que logró la negociación con don Pedro.
Llevaba la mirada fija en la carretera, manejando con el piloto
automático. Pasó sin darse cuenta la ciudad de Sergio Vargas, los
quesos de hojas frescos y la Cumbre, la parada del chivo picante
repleta de camiones, camionetas y autos.
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Se dijo a si mismo: Han sido años duros, de volver a empezar,
pero he aprendido tanto... He vuelto a aprender como un niño,
desde cero, descubriendo cómo se satisfacen las exigencias de los
clientes, cómo enseñar lo que creía imposible de aprender, los
secretos del mercado aplicados a las esquinas, las ventajas de
preparar un plan por escrito, de compartir las preocupaciones y
las ideas y buscar soluciones juntos, de seguir mi intuición, de
sacarle más tiempo al tiempo delegando en otras personas, de
sacar de donde no hay, de definir un rumbo y seguir hasta que
sea absolutamente necesario cambiar. Me da tanta risa cuando
me preguntan cómo logré esta red de vendedores de esquinas o
por qué la pasión por los aguacates. Yo tan sólo traté de escapar
de una trampa que me tendió el destino, con mucho trabajo,
sudor, con la ayuda de mi mujer y mis hijos, de mis buenos
amigos y muchos más, hasta el momento desconocidos. Ahora
que he logrado lo que creía un sueño, ahora no veo de forma
triste ese día que tuve que partir para la capital. Ahora lo veo
como el inicio del triunfo.
Pasaron Bonao, el Típico, los chicharrones del cruce de San
Francisco y La Vega. La camioneta iba acariciando la superficie
de la autopista, guiada por la destreza del que sabe adónde va.
Juan seguía inmerso en su mundo, cuando escuchó que le
llamaban:
―¡Juan, Juan, llegamos al cruce! ¿Para dónde vas? ―le dijo
Esperanza, moviéndole el hombro.
―Sí, sí, ya lo sé ―respondió Juan, azorado al volver a la
realidad.
Llegaron más tarde de lo previsto porque se perdieron para
encontrar la casita de Iván. Era una casita muy bonita, pintada
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de colores brillantes que contrastaba con el verde de la grama
que la alfombraba. Al entrar sintieron el olor de una buena
comida de campo. La mesa estaba servida, guinea guisada,
plátanos verdes fritos, guineitos, un moro de habichuelas y, por
supuesto, aguacate.
―Por fin, compadre, ya llegaron ―saludó Ramón―. Ya
íbamos a empezar.
―Hola, compadre ―respondió Juan, uniéndose en un abrazo a
su querido compadre.
Todos se saludaron y luego se sentaron a la mesa los más
grandes, los de menos edad se sentaron en otra mesita que había
en la cocina. Después de comer, salieron a la galería. La casa
estaba en un alto y se veía el valle debajo. María abrió el regalo
que le trajo su padrino; era una cartera preciosa. Tomaron café,
descansaron un rato poniéndose al día y recordando tiempos de
antaño, hasta que Iván, en su español mezclado con inglés, dijo:
―Está bueno ya de historias viejas, vamos al asunto. Mira,
Juan, yo tengo unos chelitos aquí en la Asociación, pero los
intereses están muy bajos y ya no dejan nada. Le había comentado
a papá que quería invertir en unas tierritas.
― Buena idea ―asintió Juan―. Yo quiero hacer lo mismo
desde que el negocio deje para eso.
―Papá y yo vimos varias propiedades que están vendiendo y
un muchacho que se crió conmigo que es un jefecito en la
Asociación me ofreció una finca de aguacates que le quitaron a
una gente.
―Nosotros vendemos aguacate en las bodegas ―interrumpió
Ramón―, y conocemos a un importador que puede comprar la
producción. Vamos caminando por aquí para soltar las piernas y
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para que veas la finca desde un poco más allá. Vengan,
Esperanza, María, Juanito y José. Vengan para que vean qué lindo
es esto.
―“Back to business” (de vuelta a los negocios) ―dijo Iván―.
Papá me dice que tú eres el hombre que más sabe de fincas de
aguacate y que contigo el negocio es seguro.
―Gracias por lo que me toca ―dijo Juan, tomando aire y
mirando hacia el cielo―. Hace unos años me hubiera matado por
una oportunidad así, pero ahora tengo un negocio en la capital que
me demanda mucho tiempo.
Desde atrás se oyó la voz de Juanito:
―Papá, necesitamos un proveedor de aguacates seguro.
―Es verdad ―contestó Juan, defendiéndose de inmediato
como un buen boxeador―, pero, ¿a quién le dejo el negocio allá?
¿Y la familia?
―Mateo lo puede manejar sin problemas ―comentó
Esperanza―y tú puedes viajar a supervisar. En Santiago hay
buenas universidades y oportunidades de trabajo para los
muchachos… aunque no me gusta mucho la carretera.
―Mira, Juan ―volvió a la carga Iván―. Déjate de
pendejadas, tú eres un manager, un gerente, y tienes una
organización que puedes fortalecer. Mira yo estoy aquí y mis
bodegas siguen funcionado allá. Vamos a hablar claro ya yo le
dije que sí al gerente y te tengo una propuesta que tú no puedes
rechazar. “An indecent proposal,” en español no suena tan bien:
una propuesta indecente. Yo doy el inicial y garantizo el préstamo
que lo pagamos con los beneficios de la operación, y dividimos a
un cincuenta por ciento lo que quede. Tú eres propietario de la
mitad de la finca.
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―¿Cómo? No, yo no puedo aceptar ―dijo Juan.
―Compadre, llévese de Iván que sabe más que un lápiz
―imploró Ramón―. Usted dirigiendo esa finca, exporta y le
vende a su negocio en la capital, y desde aquí puede abrir en
Santiago. Además la estamos consiguiendo regalada.
―Papá, es como dice don Ramón ―comentó Juanito―, si me
dan los números y me consiguen una PC yo les digo en cuánto
tiempo se puede pagar.
―“!Nonsense!” Tú si eres pendejo ―dijo Iván―, éste es un
negocio sin riesgo para ti, Juan. Mira como está esa finca,
esperándote a ti. “Fifty-fifty”, cincuenta a cincuenta, sin poner
nada, es una oferta que no se puede rechazar.
Siguieron bajando por un sendero, hasta llegar a un llano.
Desde allí se veían las hileras de matas de aguacate. Juan se
quedó mirando lejos, revisando las matas de aguacate que
encontraba tan familiar. Esperanza, María, Juanito y José se
acercaron a él, diciéndole con los ojos que aceptara la oferta.
Nadie se atrevía a seguir la contraria, porque sabían que era el
sueño de su papá.
Pasaron unos minutos que se negaban a pasar, hasta que Juan
dijo: ―Sí, de acuerdo, trato hecho. ―Y le dio un apretón de
manos a Iván y un abrazo a su compadre.
― Compadre, esa fue la decisión correcta ―decía Ramón―.
Iván busca las cervezas, hay que celebrar. Vamos a ver la finca de
cerca, te esperamos allá.
― Gracias, compadre; gracias, Ramón ―balbuceaba Juan
visiblemente emocionado.
― Compadre, tranquilo, que usted ha hecho eso y más por mí.
Todos brincaban de alegría y entre gritos de celebración
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bajaron hasta la finca por un sendero empinado. Al llegar a un
gran llano, Juan, que venía detrás, se puso blanco como un papel,
se quedó con la boca abierta y sin aliento. No podía creer lo que
sus ojos veían. Desde lo alto había reconocido la finca que había
aceptado comprar para pagarla con su trabajo, mitad a mitad.
Su adorada y tan soñada finca estaba frente a él. Vio las matas
de aguacate alineadas en la distancia, lamentó el tiempo que las
había abandonado y la falta de cuidado que habían
experimentado. En su lenguaje secreto les pidió disculpa y
agradeció la espera. Ramón se reía sin parar viendo la treta que le
habían hecho a Juan, y felicitaba a Esperanza, María, Juanito y
José sus colaboradores en la actuación.
Juan sintió una sensación extraña, como que había vivido ese
momento antes en su vida. “Déja vu”, como decía Esperanza,
copiando de las novelas de la televisión. Él sabía lo que iba a
pasar, el perro que ladró anunciando su llegada, el muchacho que
pasó y saludó de lejos “Que bueno que volvió, don Juan.” Se
agachó y tomó un poco de tierra en las manos, la palpó, la olió, la
probó. Era igual, tierra cibaeña, como no hay otra.
Movió la cabeza apretando sus labios, sin creer lo que pasaba.
Se pellizcó una oreja para comprobar que no estaba soñando.
Sintió la suave brisa acariciar su cara tostada por el sol, sazonada
por tantos meses con la sal del inquieto Mar Caribe, y arropar
todo su cuerpo ofreciéndole un abrazo de bienvenida. Se le puso
la piel de gallina, y sintió la presencia de sus padres, de sus
abuelos detrás de él. Abrazó a su mujer y miró la cara de felicidad
de cada uno de sus hijos, con los ojos brillosos, el pecho lleno de
orgullo, sin poder respirar. Miró a su compadre Ramón con una
sonrisa de oreja a oreja, a Iván que llegaba con las cervezas y los
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vasos. En ese momento no se pudo contener y dejó caer lágrimas
de alegría por sus mejillas, dio gracias a Dios y con palabras
cortadas por el llanto gritó:
―¡Regresé!… ¡Regresamos!… ¡Estamos de vuelta aquí, don
José!

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ACERCA DEL AUTOR

Lorenzo Vicens es una rara mezcla de estratega y táctico. Un


hombre de mercadeo y operaciones que formula estrategias y las
implementa, con demostrada capacidad para generar innovaciones
en el mercado y transformar empresas. El autor de Aguacates
Juan es un líder innato con una singular habilidad para potenciar
lo mejor de los recursos humanos.
Docente por vocación y consultor de numerosas empresas de la
industria y los servicios, Vicens ha trabajado para la banca,
telecomunicaciones, manufactura ligera y de zonas francas,
industria de procesos, tecnología y educación. Investigador y
frecuente expositor sobre estrategia competitiva, mercadeo,
operaciones y gestión de servicios.
Actualmente, preside la firma de consultoría y entrenamiento
gerencial Intelecta, S.A. Ha ocupado los cargos de vicepresidente
de Mercadeo y de Negocios en importantes empresas; fue
director de asesorías del Programa de Reestructuración Industrial
de República Dominicana, además de director de la Maestría en
Administración de Empresas y del Centro de Investigaciones
Aplicadas de la Pontificia Universidad Católica Madre y Maestra
(PUCMM).
Vicens es doctor en Administración de Empresas por la
Universidad de Carolina del Sur, e ingeniero eléctrico por la
Pontificia Universidad Catolica Madre y Maestra. Sus artículos
han aparecido en prestigiosas publicaciones nacionales e
internacionales como el Journal of Operations Research, la
revista de negocios de la Universidad de Colorado y la Serie de
Desarrollo Productivo de la CEPAL.
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lovicens@gmail.com

@aguacatesjuan

aguacatesjuan.wordpress.com

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DERECHOS DE AUTOR

© Lorenzo Vicens, 2008


Todos los derechos reservados.

Coordinación editorial: Bismar Galán
Corrección: Miguel Ibarra
Armada y cubierta: Ruben Rodríguez
Ilustración de portada: Lloyd Díaz

ISBN: 978-99934-56-19-3

Prohibida la reproducción total o parcial de esta obra sin permiso
escrito del autor.

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