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En este ensayo vamos a examinar las relaciones entre las categorías de tiempo, identidad y
narración, desde una reflexión a partir de su presentación en los capítulos finales de Fuentes
del yo, así como de su tratamiento en algunos pasajes de la obra del M. Proust, En busca del
tiempo perdido. Nuestra intención será constatar cómo, a partir de una intuición original del
filósofo canadiense, es posible articular una lectura complementaria a su planteamiento acerca
las fuentes de la identidad moderna, como íntimamente conectada con las nociones de
memoria y alteridad, tal y como las presenta, en diversos trabajos, el filósofo francés P.
Ricoeur.
En la primera parte de su libro, Taylor busca fundamentar que todo acto, toda valoración
moral, se encuentran inmersos en una serie de marcos valorativos que constituyen
“horizontes” sin los cuales no podría realizarse ninguna acción, juicio o elección. Estos
marcos ineludibles son, de hecho, la matriz de nuestra moral, el horizonte sobre cuyo fondo y
a cuya luz toman forma nuestras acciones o elecciones. Sin embargo, anotará Taylor, no sólo
se trata de las contextualizaciones de nuestros actos y de nuestras preferencias morales, sino
que dichos actos y juicios dependen de determinados conceptos morales “fuertes”, de
interpretaciones a las que asignamos el carácter de “valoraciones fuertes”, como la dignidad,
el respeto, la autonomía, entre otros. En este sentido, sostiene Taylor, que “vivir dentro de tales
horizontes tan reciamente cualificados es constitutivo de la acción humana y que saltarse esos
límites equivaldría a saltarse lo que reconocemos como lo integral, es decir, lo intacto de la
personalidad humana” (Taylor, 2013: 52) Efectivamente, esta aproximación supondrá el marco
referencial para una hermenéutica del yo que llevará al lector de esta obra por una detallada
exploración de sus fuentes históricas y filosóficas.
Así, ante la pregunta ¿quién soy yo?, Taylor sostiene que respondemos desde, precisamente,
dichos horizontes constitutivos y valorativos. Sin embargo, esta referencia no será únicamente
una “autoidentificación”, sino desde luego, una intento de articulación en un lenguaje y en un
tiempo específico de nuestras vidas. Pero, esta será también, fundamentalmente, una
articulación ante los otros, quienes se constituirán en “otros significativos”, precisamente, a
partir de su orientación en relación con dichos horizontes ineludibles para nosotros.
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“Articulamos nuestra identidad ante alguien (…) Explicitamos aquello que nos describe como
agentes a quienes están en capacidad de responder o cuestionar lo que tengamos que decir
sobre nosotros mismos. Pero la estrecha relación entre la mismidad y la interacción humana
no se reduce solamente a que simplemente nos damos a conocer a través del diálogo.
Siempre que pretendemos responder a la pregunta “¿Quién eres tú?” tenemos que apelar a
nuestros vínculos con los demás.” (Gamio, 2008)
esa acción pasada fue ejecutada por el mismo sí mismo que el sí mismo que reflexiona
ahora sobre ella en el presente (Locke, 2005: 318)
A su vez, como señala Taylor, la lectura lockeana adolece de una versión “radical” de la así
llamada “desvinculación" del racionalismo cartesiano, en la medida en que pretende reificar la
voluntad bajo el imperio de la mente y, así, “inhibirnos de nosotros mismos (…) y nos permite
la posibilidad de reconstruirnos de un modo más racional y ventajoso.” (Taylor, Op.Cit. 238) Si
bien este “yo puntual”, cuyo modelo ejercería una gran influencia en la filosofía de la
Ilustración, va a resultar significativo para la constitución de la identidad moderna, como
señala Taylor, precisamente a partir de la idea de “autocontrol reflexivo” de la voluntad, será su
autoidentificación temporal aquello que lo remita necesariamente a los horizontes constitutivos
de valor, a partir, por ejemplo, de la elaboración de una narrativa, cuya temporalidad se valide
no solo en una historia, sino también, y con mayor trascendencia en un nivel moral, en una
proyección de sí mismo. A esto es a lo que podemos referirnos como autovalidación y es, a su
vez, la forma en la que el filósofo canadiense ve el proceso de “recuperación” o de “búsqueda”
(en este momento, aún indiferenciados) del tiempo en la obra de M. Proust:
Queremos que nuestra vida tenga significado, peso, o sustancia, o que avance hacia
alguna forma de plenitud [...] Pero esto significa la vida en su conjunto. Si fuera
necesario nos gustaría que el futuro “redimiera” el pasado, hacerlo parte de una
biografía que muestre un sentido y propósito, transformarlo en una unidad significativa.
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Un célebre ejemplo, para nosotros, los modernos, un paradigma de lo que esto significa
es lo que Proust narra en su Á la recherche du temps perdu. En la escena de la
biblioteca de Guermantes, el narrador recupera todo el significado de su pasado y así
restituye el tiempo “perdido” [...] Recobra el hasta entonces irrecuperable pasado en su
unidad con la vida que aún le queda por vivir, y todo el tiempo “malgastado” tiene ahora
un significado como tiempo de preparación para la obra del escritor que dará forma a
aquella unidad (Taylor, 2016: 84)
No deja de llamar la atención cómo Taylor logra formular con lucidez crítica la cuestión acerca
del sentido que diversos comentaristas de la obra proustiana no dejan de discutir.
Efectivamente, como sostiene G. Deleuze en Proust y los signos (1972) la monumental novela
proustiana constituye una obra de aprendizaje, no guiado por los mecanismos de la memoria
involuntaria o afectiva, como quiere insistir la crítica a partir de episodios como la magdalena
en la taza de té, o las columnas de la plaza San Marco en Venecia, sino a partir de la lectura de
los signos que conducen al autor a la verdad: signos mundanos, signos de amor, signos
sensibles, signos de arte. A diferencia de la crítica divulgativa, que en el mejor de los casos ha
alcanzado a consagrar, de forma por lo demás repetitiva, los mecanismos de la reminiscencia
proustiana como formas inaugurales de una nueva estilística en la narrativa del s. XX, Deleuze
ve en ellas verdaderas “metaforas de vida” y, como metáforas que son, reminiscencias del
arte. Ambas tienen, nos dirá el filósofo, algo en común: “determinan una relación entre dos
objetos por completo diferentes, “para sustraerlos a las contingencias del tiempo”. (Deleuze,
1972: 67) Estas constituyen un mecanismo fundamental en el trabajo de aprendizaje iniciado
por el escritor francés en su madurez, a partir de una búsqueda personal en el tiempo y la
memoria y que lúcidamente identifica Taylor como “unidad con la vida que aún le queda por
vivir”. Se trata de la misma unidad que, tarde o temprano, cada ser humano busca narrar o
narrarse a sí mismo. Es en este mismo sentido cómo Ricoeur en Tiempo y narración (1995)
recupera la lectura de Deleuze y entiende el papel de la memoria en la obra proustiana:
Efectivamente, el tiempo se convertirá en un reto, no solo en tanto frontera física que el autor
deberá sortear ante el inexorable final, sino además, en cuanto tamiz que va refigurando las
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identidades de los otros en nuestro propio relato. Si bien buscamos alguna forma de plenitud
en nuestras vidas, esta deberá tener que entenderse y articularse, no solo con la pluralidad de
bienes existentes que se definen también desde su propia temporalidad. Estas “externalidades
del bien” no solo enriquecen sino que también vuelven más vulnerables nuestros relatos,
asignándoles esa indeterminación que los antiguos griegos referirían como τύχη, esa
insoslayable condición de fragilidad provista por el poder de los dioses sobre los mortales,
cuya versión secular podría en nuestros días identificarse con el principio de incertidumbre,
pero que desde una clave proustiana preferiríamos llamar “intermitencia”. Esta condición de
temporalidad y fragilidad se hace patente en la apropiación de las frases musicales, como la
que describe Proust en su célebre pasaje sobre la frase del septeto de Vinteuil:
Hasta cuando no pensaba en la frase seguía latente en su ánimo, lo mismo que esas
otras nociones sin equivalente, como la de la luz, el sonido, el relieve, la voluptuosidad
física, etc., que son los ricos dominios en que se diversifica y se exalta nuestro reino
interior. Quizá los perdamos, quizá se borren, si es que volvemos a la nada; pero
mientras vivamos no nos queda otro remedio que darlos por conocidos, como no nos
queda otro remedio con los objetos materiales, y como no podemos, por ejemplo, dudar
de la lámpara encendida ante los objetos metamorfoseados de nuestro cuarto, de que
pone en fuga hasta el recuerdo de la oscuridad. Por eso la frase de Vinteuil, lo mismo
que algunos temas de Tristán, por ejemplo, que representan para nosotros una cierta
adquisición sentimental, participaba de nuestra condición mortal, cobraba un carácter
humano muy emocionante. Su suerte estaba ya unida al porvenir y a la realidad de
nuestra alma, y era uno de sus más particulares y característicos adornos. Acaso la
nada sea la única verdad y no exista nuestro ensueño; pero entonces esas frases
musicales, esas nociones que en relación a la nada existen, tampoco tendrán realidad.
Pereceremos; pero nos llevamos en rehenes esas divinas cautivas, que correrán nuestra
fortuna. Y la muerte con ellas parece menos amarga, menos sin gloria, quizá menos
probable. (Proust, I: 296)
Como anota Thiebaut en su reseña de Fuentes del yo, la interioridad se va a definir a partir de
una pluralidad de otros significativos, así como de sus respectivos horizontes. Así, “la
pluralización del mundo y de la moral da paso a la pluralización de la dimensión unitaria de la
conciencia que se fragmenta y difracta en diversos ejercicios de la memoria y del texto (…) Ese
descentramiento no es, de nuevo, elisión de la interioridad, sino un paso más en el proceso
que la hace reflexiva (…) con el movimiento hacia el relato del flujo de la conciencia - el que
caracteriza a Proust y a Joyce (…) - se produce el paradójico efecto de mostrar una conciencia
cada vez más fluida y cada vez más «sí misma».” (Thiebaut, 1991: 146) El filósofo español, sin
embargo, identifica en aquellas ciertas formas expresivas que constituyen fuentes para los
“supuestos normativos” del sujeto moderno. La lectura aquí, nuevamente, se detiene en el
examen la forma estética de un giro narrativo cuyo significado , no obstante, trasciende los
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límites de la novela misma. Si algo podemos colegir de las lecturas de Deleuze y de Ricoeur es
que la novela proustiana es no solo un ejercicio estetizante de la memoria en clave ficcional,
sino y sobre todo un bildungsroman en su sentido más inaugural, donde el acento político se
encuentra acaso subsumido a la reflexión existencial, como ocurre por ejemplo, también en
Dostoievski o en Tolstoi.
Sin embargo, aun cuando esta obedece a una necesidad de redención planteada por su
propio autor, la narración proustiana se encuentra exenta de una fuerza moral que otorgue a
sus personajes un horizonte común. Comenta S. Beckett (2013) que, en Proust y en su
universo, lo bueno y lo malo no existen. “La tragedia no tiene nada que ver con la justicia de
los hombres. La tragedia es el relato de una expiación, pero no la expiación triste de la
violación tipificada de una ley local, que los bellacos disponen para los imbéciles. El personaje
trágico representa la expiación del pecado original, de su pecado original y eterno, y también
del de todos sus socii malorum, el pecado de haber nacido.” (Beckett, 2013: 71-72)
Efectivamente, de la descripción del impresentable esnobismo de los Verdurin en Por el
camino de Swann, al relato final de su ingreso en la rancia nobleza de los Guermantes, tal y
como se describe en El tiempo recobrado, a la narración proustiana le es ajena cualquier
pretensión moral. El rechazo final del autor a todas estas presencias no es un rechazo a los
personajes en sí, sino únicamente a su condición de realidad. Al final de su obra, que es en
realidad, la epifanía de un nuevo comienzo, el escritor será no solo un personaje de su propio
relato, sino y quizá por encima de todo, su más crítico lector.
Y, por otra parte, ¿no era para ocuparme de ellos por lo que me alejaba de los que se
quejarían de no verme, para ocuparme de ellos más a fondo, para realizarlos? ¿De qué
serviría que siguiera perdiendo otros años más unas tardes en deslizar sobre el eco
apenas expirado de sus palabras el sonido no menos vano de las mías, por el estéril
gusto de un contacto mundano que excluye toda penetración? ¿No valía más que
aquellos gestos que hacían, aquellas palabras que decían, su vida, su naturaleza,
procurase yo describir su curva y deducir su ley? (Proust, VII: 180)
Así, como se preguntará Ricoeur al final de su primer ensayo en Caminos del reconocimiento
(2013), ¿por qué esta escena [la fiesta en el hotel de los Guermantes] podía constituir una
objeción al proyecto de escritura que el narrador ofrecía al lector para que se reconociera en
él? “Porque el espectáculo de los estragos de la edad que han hecho irreconocibles a los
invitados revestía el sentido de la metáfora de la muerte (…) Salvada por la escritura, esta
escena pertenece a ese otro reconocimiento anunciado en la iluminación surgida en la
biblioteca, “el reconocimiento en sí mismo, por el lector, de lo que el libro dice”. (Ricoeur, 2013:
93) Dicho reconocimiento ocurrirá en un no-tiempo epifánico para los lectores de la obra
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proustiana, acaso de la misma forma en que ocurrió para el propio autor y que lo llevará a
emprender el relato-búsqueda (los griegos lo llamaban ἱστορία) que terminaría por ocuparlo
hasta el final de sus días y que, como anota J. I. Tadie, su principal biógrafo y editor, “lo hizo
sufrir tanto para que su obra brillara como el sol, y que no puede ahora ocasionarle más
daño.” (Tadié, 2000: 779)
Bibliografía
Thiebaut, C. Charles Taylor o la mejora de nuestro retrato moral. En Isegoría 14 (1991) pp.
122-152