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Ensayo final - Problemas actuales de filosofía práctica

David Torres Bisetti

Tiempo y autonarración: apuntes de lectura en clave proustiana sobre el vínculo entre


memoria e identidad en Fuentes del Yo

En este ensayo vamos a examinar las relaciones entre las categorías de tiempo, identidad y
narración, desde una reflexión a partir de su presentación en los capítulos finales de Fuentes
del yo, así como de su tratamiento en algunos pasajes de la obra del M. Proust, En busca del
tiempo perdido. Nuestra intención será constatar cómo, a partir de una intuición original del
filósofo canadiense, es posible articular una lectura complementaria a su planteamiento acerca
las fuentes de la identidad moderna, como íntimamente conectada con las nociones de
memoria y alteridad, tal y como las presenta, en diversos trabajos, el filósofo francés P.
Ricoeur.

En la primera parte de su libro, Taylor busca fundamentar que todo acto, toda valoración
moral, se encuentran inmersos en una serie de marcos valorativos que constituyen
“horizontes” sin los cuales no podría realizarse ninguna acción, juicio o elección. Estos
marcos ineludibles son, de hecho, la matriz de nuestra moral, el horizonte sobre cuyo fondo y
a cuya luz toman forma nuestras acciones o elecciones. Sin embargo, anotará Taylor, no sólo
se trata de las contextualizaciones de nuestros actos y de nuestras preferencias morales, sino
que dichos actos y juicios dependen de determinados conceptos morales “fuertes”, de
interpretaciones a las que asignamos el carácter de “valoraciones fuertes”, como la dignidad,
el respeto, la autonomía, entre otros. En este sentido, sostiene Taylor, que “vivir dentro de tales
horizontes tan reciamente cualificados es constitutivo de la acción humana y que saltarse esos
límites equivaldría a saltarse lo que reconocemos como lo integral, es decir, lo intacto de la
personalidad humana” (Taylor, 2013: 52) Efectivamente, esta aproximación supondrá el marco
referencial para una hermenéutica del yo que llevará al lector de esta obra por una detallada
exploración de sus fuentes históricas y filosóficas.

Así, ante la pregunta ¿quién soy yo?, Taylor sostiene que respondemos desde, precisamente,
dichos horizontes constitutivos y valorativos. Sin embargo, esta referencia no será únicamente
una “autoidentificación”, sino desde luego, una intento de articulación en un lenguaje y en un
tiempo específico de nuestras vidas. Pero, esta será también, fundamentalmente, una
articulación ante los otros, quienes se constituirán en “otros significativos”, precisamente, a
partir de su orientación en relación con dichos horizontes ineludibles para nosotros.
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“Articulamos nuestra identidad ante alguien (…) Explicitamos aquello que nos describe como
agentes a quienes están en capacidad de responder o cuestionar lo que tengamos que decir
sobre nosotros mismos. Pero la estrecha relación entre la mismidad y la interacción humana
no se reduce solamente a que simplemente nos damos a conocer a través del diálogo.
Siempre que pretendemos responder a la pregunta “¿Quién eres tú?” tenemos que apelar a
nuestros vínculos con los demás.” (Gamio, 2008)

El análisis de dicha dimensión intersubjetiva y la forma cómo esta se manifesta en los


mecanismos de autoidentificación va a representar, desde luego, algunas complejidades, por
ejemplo, a partir de la distinción entre el sujeto individual y el colectivo. Frente a la pregunta
sobre si la identidad colectiva constituye una metáfora construida sobre la base de la identidad
individual, o si esta última cuenta con atributos distintivos y parte de “premisas” específicas,
Souroujon menciona que hay un “carácter diacrónico” en la relación del individuo consigo
mismo, “carácter que le permite al individuo articular una singularidad coherente a través del
tiempo (…) La pregunta en torno a las identidades colectivas se refiere a la búsqueda de un
cemento, de un conjunto de imaginarios sociales que permitan mantener la cohesión del
colectivo en cuestión; que homogenice a partir de ciertas representaciones comunes a los
miembros del grupo.” (Souroujon, 2011: 236)

La formulación de estas segunda dimensión, la temporalidad, como hecho constitutivo de la


identidad no constituye, desde luego, una formulación reciente. De hecho, encontramos esta
dimensión en la formulación de identidad propuesta por J. Locke en su Tratado sobre el
entendimiento humano:

La identidad personal. Siendo esas las premisas en la investigación acerca de lo que


constituye la identidad personal, debemos ahora considerar qué se significa por
persona. Y es, me parece, un ser pensante inteligente dotado de razón y de reflexión, y
que puede considerarse a sí mismo como el mismo, como una misma cosa pensante en
diferentes tiempos y lugares; lo que tan sólo hace en virtud de su tener conciencia, que
es algo inseparable del pensamiento y que, me parece, le es esencial, ya que es
imposible que alguien perciba sin percibir que percibe. Cuando vemos, oímos, olemos,
gustamos, sentimos, meditamos o deseamos algo, es que sabemos que hacemos
cualquiera de esas cosas. Así acontece siempre respecto a nuestras sensaciones o
percepciones actuales, y es precisamente por eso por lo que cada quien es para sí
mismo aquello que llama sí mismo, sin que se considere en este caso si el mismo sí
mismo se continúa en la misma o en diversas substancias. Porque, como el tener
conciencia siempre acompaña al pensamiento, y eso es lo que hace que cada uno sea
lo que llama sí mismo, y de ese modo se distingue a sí mismo de todas las demás cosas
pensantes, en eso solamente consiste la identidad personal, es decir, la mismidad de un
ser racional. Y hasta el punto que ese tener conciencia pueda alargarse hacia atrás para
comprender cualquier acción o cualquier pensamiento pasados, hasta ese punto
alcanza la identidad de esa persona: es el mismo sí mismo ahora que era entonces; y
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esa acción pasada fue ejecutada por el mismo sí mismo que el sí mismo que reflexiona
ahora sobre ella en el presente (Locke, 2005: 318)

Efectivamente, esta capacidad de reconocer nuestra “mismidad” en el tiempo es aquella que


nos permite, a la vez, identificarnos en los horizontes que se erigen temporalmente más allá de
nosotros. No obstante, como anota Ricoeur en Sí mismo como otro (2006), este carácter de
“mismidad consigo misma” [sameness with itself] establecida en el tiempo “parece acumular
los caracteres de la mismidad en virtud de la operación de comparación, y los de ipseidad en
virtud de lo que fue coincidencia instantánea, mantenida a través del tiempo, de una cosa
consigo misma.” (Ricoeur, 2006: 121) La argumentación lockeana descompone, observa el
filósofo francés, los dos sentidos de identidad: por un lado en tanto permanencia no-sustancial
de elementos, digamos, funcionales y, por otro, en tanto correspondencia idéntica (ipseidad)
de algo a través del tiempo.

Sin haberlo previsto, Locke revelaba el carácter aporético de la cuestión misma de la


identidad. Prueba de ello son las paradojas que asumía sin pestañear, pero que sus
sucesores han transformado en pruebas de indecidibilidad: sea el caso de un príncipe
cuya memoria se transplanta al cuerpo de un zapatero remendón; ¿éste se convierte en
el príncipe que él recuerda haber sido, o sigue siendo el zapatero que los demás
hombres siguen viendo? Locke, coherente consigo mismo, decide en favor de la
primera solución. (Ricoeur, 2006: 122)

A su vez, como señala Taylor, la lectura lockeana adolece de una versión “radical” de la así
llamada “desvinculación" del racionalismo cartesiano, en la medida en que pretende reificar la
voluntad bajo el imperio de la mente y, así, “inhibirnos de nosotros mismos (…) y nos permite
la posibilidad de reconstruirnos de un modo más racional y ventajoso.” (Taylor, Op.Cit. 238) Si
bien este “yo puntual”, cuyo modelo ejercería una gran influencia en la filosofía de la
Ilustración, va a resultar significativo para la constitución de la identidad moderna, como
señala Taylor, precisamente a partir de la idea de “autocontrol reflexivo” de la voluntad, será su
autoidentificación temporal aquello que lo remita necesariamente a los horizontes constitutivos
de valor, a partir, por ejemplo, de la elaboración de una narrativa, cuya temporalidad se valide
no solo en una historia, sino también, y con mayor trascendencia en un nivel moral, en una
proyección de sí mismo. A esto es a lo que podemos referirnos como autovalidación y es, a su
vez, la forma en la que el filósofo canadiense ve el proceso de “recuperación” o de “búsqueda”
(en este momento, aún indiferenciados) del tiempo en la obra de M. Proust:

Queremos que nuestra vida tenga significado, peso, o sustancia, o que avance hacia
alguna forma de plenitud [...] Pero esto significa la vida en su conjunto. Si fuera
necesario nos gustaría que el futuro “redimiera” el pasado, hacerlo parte de una
biografía que muestre un sentido y propósito, transformarlo en una unidad significativa.
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Un célebre ejemplo, para nosotros, los modernos, un paradigma de lo que esto significa
es lo que Proust narra en su Á la recherche du temps perdu. En la escena de la
biblioteca de Guermantes, el narrador recupera todo el significado de su pasado y así
restituye el tiempo “perdido” [...] Recobra el hasta entonces irrecuperable pasado en su
unidad con la vida que aún le queda por vivir, y todo el tiempo “malgastado” tiene ahora
un significado como tiempo de preparación para la obra del escritor que dará forma a
aquella unidad (Taylor, 2016: 84)

No deja de llamar la atención cómo Taylor logra formular con lucidez crítica la cuestión acerca
del sentido que diversos comentaristas de la obra proustiana no dejan de discutir.
Efectivamente, como sostiene G. Deleuze en Proust y los signos (1972) la monumental novela
proustiana constituye una obra de aprendizaje, no guiado por los mecanismos de la memoria
involuntaria o afectiva, como quiere insistir la crítica a partir de episodios como la magdalena
en la taza de té, o las columnas de la plaza San Marco en Venecia, sino a partir de la lectura de
los signos que conducen al autor a la verdad: signos mundanos, signos de amor, signos
sensibles, signos de arte. A diferencia de la crítica divulgativa, que en el mejor de los casos ha
alcanzado a consagrar, de forma por lo demás repetitiva, los mecanismos de la reminiscencia
proustiana como formas inaugurales de una nueva estilística en la narrativa del s. XX, Deleuze
ve en ellas verdaderas “metaforas de vida” y, como metáforas que son, reminiscencias del
arte. Ambas tienen, nos dirá el filósofo, algo en común: “determinan una relación entre dos
objetos por completo diferentes, “para sustraerlos a las contingencias del tiempo”. (Deleuze,
1972: 67) Estas constituyen un mecanismo fundamental en el trabajo de aprendizaje iniciado
por el escritor francés en su madurez, a partir de una búsqueda personal en el tiempo y la
memoria y que lúcidamente identifica Taylor como “unidad con la vida que aún le queda por
vivir”. Se trata de la misma unidad que, tarde o temprano, cada ser humano busca narrar o
narrarse a sí mismo. Es en este mismo sentido cómo Ricoeur en Tiempo y narración (1995)
recupera la lectura de Deleuze y entiende el papel de la memoria en la obra proustiana:

La singularidad de En busca…, estriba en que tanto el aprendizaje como la irrupción de


los recuerdos involuntarios ofrecen el perfil de una interminable equivocación,
interrumpida más que coronada por la repentina iluminación que transforma
retrospectivamente toda la narración en la historia invisible de una vocación. El tiempo
se convierte en un reto, puesto que se trata de conciliar la duración desmesurada del
aprendizaje de los signos, con la instantaneidad de una visita contada tardíamente, que
califica retrospectivamente toda la búsqueda como tiempo perdido.” (Ricoeur, 584)

Efectivamente, el tiempo se convertirá en un reto, no solo en tanto frontera física que el autor
deberá sortear ante el inexorable final, sino además, en cuanto tamiz que va refigurando las
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identidades de los otros en nuestro propio relato. Si bien buscamos alguna forma de plenitud
en nuestras vidas, esta deberá tener que entenderse y articularse, no solo con la pluralidad de
bienes existentes que se definen también desde su propia temporalidad. Estas “externalidades
del bien” no solo enriquecen sino que también vuelven más vulnerables nuestros relatos,
asignándoles esa indeterminación que los antiguos griegos referirían como τύχη, esa
insoslayable condición de fragilidad provista por el poder de los dioses sobre los mortales,
cuya versión secular podría en nuestros días identificarse con el principio de incertidumbre,
pero que desde una clave proustiana preferiríamos llamar “intermitencia”. Esta condición de
temporalidad y fragilidad se hace patente en la apropiación de las frases musicales, como la
que describe Proust en su célebre pasaje sobre la frase del septeto de Vinteuil:

Hasta cuando no pensaba en la frase seguía latente en su ánimo, lo mismo que esas
otras nociones sin equivalente, como la de la luz, el sonido, el relieve, la voluptuosidad
física, etc., que son los ricos dominios en que se diversifica y se exalta nuestro reino
interior. Quizá los perdamos, quizá se borren, si es que volvemos a la nada; pero
mientras vivamos no nos queda otro remedio que darlos por conocidos, como no nos
queda otro remedio con los objetos materiales, y como no podemos, por ejemplo, dudar
de la lámpara encendida ante los objetos metamorfoseados de nuestro cuarto, de que
pone en fuga hasta el recuerdo de la oscuridad. Por eso la frase de Vinteuil, lo mismo
que algunos temas de Tristán, por ejemplo, que representan para nosotros una cierta
adquisición sentimental, participaba de nuestra condición mortal, cobraba un carácter
humano muy emocionante. Su suerte estaba ya unida al porvenir y a la realidad de
nuestra alma, y era uno de sus más particulares y característicos adornos. Acaso la
nada sea la única verdad y no exista nuestro ensueño; pero entonces esas frases
musicales, esas nociones que en relación a la nada existen, tampoco tendrán realidad.
Pereceremos; pero nos llevamos en rehenes esas divinas cautivas, que correrán nuestra
fortuna. Y la muerte con ellas parece menos amarga, menos sin gloria, quizá menos
probable. (Proust, I: 296)

Como anota Thiebaut en su reseña de Fuentes del yo, la interioridad se va a definir a partir de
una pluralidad de otros significativos, así como de sus respectivos horizontes. Así, “la
pluralización del mundo y de la moral da paso a la pluralización de la dimensión unitaria de la
conciencia que se fragmenta y difracta en diversos ejercicios de la memoria y del texto (…) Ese
descentramiento no es, de nuevo, elisión de la interioridad, sino un paso más en el proceso
que la hace reflexiva (…) con el movimiento hacia el relato del flujo de la conciencia - el que
caracteriza a Proust y a Joyce (…) - se produce el paradójico efecto de mostrar una conciencia
cada vez más fluida y cada vez más «sí misma».” (Thiebaut, 1991: 146) El filósofo español, sin
embargo, identifica en aquellas ciertas formas expresivas que constituyen fuentes para los
“supuestos normativos” del sujeto moderno. La lectura aquí, nuevamente, se detiene en el
examen la forma estética de un giro narrativo cuyo significado , no obstante, trasciende los
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límites de la novela misma. Si algo podemos colegir de las lecturas de Deleuze y de Ricoeur es
que la novela proustiana es no solo un ejercicio estetizante de la memoria en clave ficcional,
sino y sobre todo un bildungsroman en su sentido más inaugural, donde el acento político se
encuentra acaso subsumido a la reflexión existencial, como ocurre por ejemplo, también en
Dostoievski o en Tolstoi.

Sin embargo, aun cuando esta obedece a una necesidad de redención planteada por su
propio autor, la narración proustiana se encuentra exenta de una fuerza moral que otorgue a
sus personajes un horizonte común. Comenta S. Beckett (2013) que, en Proust y en su
universo, lo bueno y lo malo no existen. “La tragedia no tiene nada que ver con la justicia de
los hombres. La tragedia es el relato de una expiación, pero no la expiación triste de la
violación tipificada de una ley local, que los bellacos disponen para los imbéciles. El personaje
trágico representa la expiación del pecado original, de su pecado original y eterno, y también
del de todos sus socii malorum, el pecado de haber nacido.” (Beckett, 2013: 71-72)
Efectivamente, de la descripción del impresentable esnobismo de los Verdurin en Por el
camino de Swann, al relato final de su ingreso en la rancia nobleza de los Guermantes, tal y
como se describe en El tiempo recobrado, a la narración proustiana le es ajena cualquier
pretensión moral. El rechazo final del autor a todas estas presencias no es un rechazo a los
personajes en sí, sino únicamente a su condición de realidad. Al final de su obra, que es en
realidad, la epifanía de un nuevo comienzo, el escritor será no solo un personaje de su propio
relato, sino y quizá por encima de todo, su más crítico lector.

Y, por otra parte, ¿no era para ocuparme de ellos por lo que me alejaba de los que se
quejarían de no verme, para ocuparme de ellos más a fondo, para realizarlos? ¿De qué
serviría que siguiera perdiendo otros años más unas tardes en deslizar sobre el eco
apenas expirado de sus palabras el sonido no menos vano de las mías, por el estéril
gusto de un contacto mundano que excluye toda penetración? ¿No valía más que
aquellos gestos que hacían, aquellas palabras que decían, su vida, su naturaleza,
procurase yo describir su curva y deducir su ley? (Proust, VII: 180)

Así, como se preguntará Ricoeur al final de su primer ensayo en Caminos del reconocimiento
(2013), ¿por qué esta escena [la fiesta en el hotel de los Guermantes] podía constituir una
objeción al proyecto de escritura que el narrador ofrecía al lector para que se reconociera en
él? “Porque el espectáculo de los estragos de la edad que han hecho irreconocibles a los
invitados revestía el sentido de la metáfora de la muerte (…) Salvada por la escritura, esta
escena pertenece a ese otro reconocimiento anunciado en la iluminación surgida en la
biblioteca, “el reconocimiento en sí mismo, por el lector, de lo que el libro dice”. (Ricoeur, 2013:
93) Dicho reconocimiento ocurrirá en un no-tiempo epifánico para los lectores de la obra
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proustiana, acaso de la misma forma en que ocurrió para el propio autor y que lo llevará a
emprender el relato-búsqueda (los griegos lo llamaban ἱστορία) que terminaría por ocuparlo
hasta el final de sus días y que, como anota J. I. Tadie, su principal biógrafo y editor, “lo hizo
sufrir tanto para que su obra brillara como el sol, y que no puede ahora ocasionarle más
daño.” (Tadié, 2000: 779)

Bibliografía

Beckett, S. (2013) Proust. Barcelona: Tusquets

Deleuze, G. (1972) Proust y los signos. Barcelona: Anagrama

Locke, J. (2005) Ensayo sobre el entendimiento humano. México: FCE

Proust, M. (1981) En busca del tiempo perdido. Madrid: Aguilar

Ricoeur, P. (2013) Caminos del reconocimiento. México: FCE

—— (2004) Tiempo y narración I, II y III. Madrid: Siglo XXI

—— (2006) Sí mismo como otro. Madrid: Siglo XXI

Souroujon, G. Refelxiones en torno a la relación entre memoria, identidad y narración. En


Andamios, 8 - 17 (2011) pp. 233 - 257

Tadié, J. I. (2000) Marcel Proust, a Life. New York: Viking

Taylor, Ch. (2013) Fuentes del yo. Barcelona: Paidós

Thiebaut, C. Charles Taylor o la mejora de nuestro retrato moral. En Isegoría 14 (1991) pp.
122-152

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