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Guillermo Mazariegos: La

rosa

>"Una minúscula profecía te entrego en esta rosa.


En ella tu vida está grabada, pero no te afanes en
descubrir su misterio, sólo apréciala, huélela, siente
su suavidad y, sobre todo, hinca bien sus espinas en
tus dedos, rasga tus mejillas y compara tu san gre
con el color de la rosa. Déjala desfallecer, deja que
el tiempo marchite su belleza. No intentes hacerla
tuya, porque te condenarás a vivir su muerte
eternamente".

Las palabras de aquel viejo fueron saliendo de la


niebla de mi memoria como un buque fantasma.
Parecía que había pasado más de cien años desde que
don Juan puso la rosa en mis manos, dijo aquello y
murió. Pero yo todavía llevaba puesto mi traje de
luto, aún no me quitaba los zapatos de charol llenos
de barro, y el exceso de café, seguramente, no me
dejaría dormir. La rosa la puse en la mesita de
noche, en un vaso con agua.

Desde que me metí a la cama sabía que iba a ser


una de aquellas noches de insomnio y desesperación.
No podía ver televisión porque la había vendido para
pagar la luz y, para colmo, usé el dinero para beber.
La mísera vela que me iluminaba no cesaba de mo
verse, lo cual hacía muy difícil la lectura, pero lo
peor era que no había comprado ron. Estaba solo con
la rosa.

Me recosté, resignado a aburrirme como un


muerto. Saqué la rosa del vaso y me dediqué a
observarla. Recordé las palabras de don Juan,
especialmente la palabra profecía. Por qué tanta
solemnidad. Por qué no utilizó una palabra menos
grave, como predicción , anuncio, premonición o algo
que significara saber con antelación un pequeño
suceso del destino. Pero en cambio dijo profecía, la
cual, por muy pequeña que sea, infunde un instintivo
y ancestral respeto; y me dejó el encargo de velar
por ella. El problem a no era precisamente el cuidado
de la rosa; mi problema era la tentación de romper el
consejo de don Juan, e intentar descubrir cuál era
mi futuro. De cualquier manera no creí que habría
posibilidades de que me pusiera esotérico aquella
noche. Mi vida ha bía tomado un rumbo demasiado
chato; ya no creía en supersticiones, me burlaba de
los religiosos y hasta la literatura fantástica me
producía malestar. En tres palabras: no tenía
esperanza. Me importaban un pepino mi futuro, esta
vida y la otra. Ya no esc ribía desde hacía unos
meses, ni leía poesía; ya no frecuentaba a mis amigos
poetas, y María me había dado el sano consejo de
que no siguiera visitándola, porque me podía herir
aun más de lo que ya lo había hecho. Así que,
aparentemente, la rosa y su secreto estaban a salvo.

Pero inevitablemente me puse a pensar en don


Juan. El viejo representó la única faceta irrazonable
de mi vida que respeté. Nunca dejé de visitarlo,
aunque había días en que me daban ganas de no
volverlo a ver. Especialmente cuando me ponía a
rezar antes de la comida. Si no hubiera sido porque
siempre lo hacía cuando los fríjoles ya estaban sobre
la mesa, y a mí se me retorcían las tripas de sólo
verlos, no hubiera aguantado tanto rezo. Al final,
creo que a los dos nos obligaba a rezar la misma
razón. Lue go me ofrecía un cigarro y tenía que
calarme un discursito de aprendiz de brujo, cosa que
no me caía tan mal. De postre venía con una especie
de limpia; cosa que me caía de la patada, pero a
estas alturas ya se aproximaba la hora de la
refacción y no le podía hacer el feo a las
champurradas con chocolate caliente. Cuando ya no
podía satisfacer más mis primeras necesidades,
comenzaba a lanzarle dardos de materialista
resentido a don Juan, quien no hacía otra cosa que
devolvérmelos con miradas de fuego y pr uebas de
fe. Un día que se hastió de mi lógica, me retó a
vencerlo en un pulso entre nuestras fuerzas: "Mi fe
contra tu amarga lógica. El que ría al último, gana",
dijo. Con el tiempo, el hambre dejó de ser el único
motivo que me obligaba a visitarlo: le fui tomando
cariño a aquel viejo parlanchín que se apiadó de mis
huesos.

No podía hacer menos que dedicarle unos minutos


a su memoria; un pequeño homenaje de amigo pobre,
y de mal amigo, en mi caso. Así fue como, de
recordar mis tardes donjuanescas, pasé a pensar en
la rosa.

El único y mejor homenaje que podía darle a don


Juan era el del beneficio de la duda, y tomar en
serio, al menos por unas horas, aquellas sus últimas
palabras. La rosa fue tomando su lugar en mis
pensamientos. La tomé y la balanceé frente a mis
ojos.

¿Era posible que entre los pétalos dulces de


aquella flor estuviera escondido un mensaje para mí?
La fui observando cuidadosamente. La olí. La pasé
por mi rostro sintiendo su suavidad. Poco a poco fui
experimentando cierta tranquilidad; como si fuera
un niño, me sentía deliciosamente irresponsable,
fresco. La vida era nueva. La rosa huele a niña e
inocencia. El primer día del mundo.

Tenía tan cerca de mí la rosa, que sentía como si


toda la habitación fuera un capullo, yo adentro,
flotando en el líquido de la vida. Sin motivo, arranqué
un pétalo y como si se hubiera roto alguna membrana
que mantuviera aquella dulce atmósfera en su lu gar,
sentí como se fue vaciando mi habitación de la magia
que me había embelesado algunos segundos antes. La
temperatura cambió y tuve que abrigarme. No
comprendía la magia de aquella flor, pensaba en don
Juan y en cómo pudo haberme sugestionado para
hace rme sentir así ante una frágil rosa. Con el
pétalo entre mis dedos recordé vagamente algunos
versos de Sor Juana, algunas comparaciones entre la
vida y la rosa, la belleza y la rosa, la juventud y la
vejez; también, recordé "El soneto de rigor" de
Benedet ti. Las rosas son inevitables, pensé, hasta
para un insensible como yo. Hice caso a don Juan:
hinqué una espina verde en mi dedo. Cuando la sangre
salió, la limpié con el pétalo y, luego, traté de
reconocer la diferencia en los colores. No la había.
La ro sa es del color de la sangre. La espina es verde
y saca sangre, lágrimas de sangre.

La noche fue corta. Amanecí con la flor


estrechada sobre mi pecho; deshojada y marchita.
Recuerdo que, después de largas horas entre el rojo
y el verde, la estreché amorosamente sobre mi
pecho, pero también recuerdo haber sentido ser yo
quien fui estrech ado por la flor en su regazo de
madre, arrullado en su silencio de cálida cama. El
color rojo había palidecido, el verde estaba más vivo.
La noche con aquella flor no me había caído mal.

Aquel día amanecí un tanto mejor, en el sentido de


actitud hacia la vida. Interrumpí mi suicidio a largo
plazo. Conseguí un trabajo, trabajé toda la semana y
el viernes cambié un mísero cheque en el banco. Me
fui al Centro y compré algunos libros de poem as. En
una servilleta, le escribí a María los versos más
cursis que jamás he escrito. Fui a su casa y, como
estaba anunciado, me hirió como nunca lo había
hecho. Por la noche, me emborraché. Al día
siguiente, escribí esto, mientras me maldecía por
haber o lvidado aquel inocente reto y por haber
tardado tanto tiempo en interpretar correctamente
la sencilla profecía de don Juan, la cual, a estas
alturas, no me parece más que una adivinanza y que
de paso rima.

Don Juan resultó no ser tan inocente, pensándolo


bien, hasta un poco cruel; no en vano era un fanático
de las penitencias; en cambio, yo volví a tropezar de
nuevo con la misma piedra. Lo peor es que el viejo
ganó, y ganó para siempre: me dejó clavada la espina
siempre verde de la esperanza.

Guillermo Mazariegos, guatemalteco nacido en


Venezuela, de 28 años, cursa actualmente su último
año de la carrera de Licenciatura en Literatura y
Letras en la Universidad del Valle de Guatemala.
Sus incursiones en la literatura han sido a través del
cuento y la narración corta. Entre sus influencias
destacan los guatemaltecos Asturias, Payeras y Luis
De Lion; así como Cortázar y Sábato. También se
considera un gran admirador de la obra literaria de
Herman Hesse. El autor ha publicado algunos
cuentos en el periódico Siglo XXI y en la Revista de
la Universidad del Valle. También participa en un
grupo literario llamado "Dos que tres".

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