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Mientras mi guitarra chilla quedito

Cada vez que Jules tocaba el timbre del departamento de Óscar, algo en su sistema nervioso
se averiaba. Casi siempre le fallaban las piernas, se le dormía la lengua y, de vez en cuando,
se le desataba un tic poco sensual en los párpados. Al principio luchó por dominar su
cuerpo. Luego concluyó que los nervios terminarían por ceder ante la costumbre y que el
tema de las piernas podría estar ligado al hecho de que el elevador en el edificio de Óscar
llevaba al menos un año descompuesto. Piso siete, departamento 2B, le dijo la primera vez
que Jules escuchó su voz, si no estoy o por algo no te abro, hay una llave debajo del tapetito
verde. Y ahí me esperas, ya yo caeré.
A él podía parecerle fácil. Siete pisos con la Fender a cuestas y el corazón marcando
un beat esquizofrénico. Por lo general, al llegar al piso de Óscar, Jules se tomaba unos
minutos para recuperar el aliento, corroboraba que la estopa que tenía por pelo siguiera en
su lugar, es decir, disparado hacia todas direcciones, y luego ensayaba en voz baja la frase
exacta con la que lo saludaría apenas él se asomara por la puerta: qué onda, ¿Escuchaste lo
nuevo de Interpol? No, ¿qué hay? Ya nadie dice qué hay. Nadie dijo qué hay nunca.
Jules esperaba los jueves como sus amigos esperaban el fin de semana. Todo tenía
sentido ese día, incluso si las clases habían sido una mierda, si su mamá pasaba por otra de
esas crisis de menopausia prematura (sí existe, Julia, no me des el avión cuando te estoy
hablando) o si Fede, su hermanito, se había acabado la nutella.
Así que ahí estaba ella. Era jueves, día de verlo. En realidad de eso se trataba. Las
lecciones habían pasado a segundo plano. Tal vez, con algo de suerte, ése sería el jueves en
que Óscar descubriría lo perdidamente enamorado que estaba de ella. O sea, sí, le llevaba
nueve años y sí, era su alumna. Pero eso no tenía por qué cambiar, podían seguir haciendo
música juntos. Música. ¡Juntos! El solo imaginarlo hizo que el baterista de heavy metal
alojado en la caja torácica de Jules se acelerara. Eso y los siete pisos que subía cargando la
guitarra todos los jueves.
Jules olvidó recuperar el aliento y acomodar su pelo. Se precipitó sobre la puerta y
tocó el timbre del departamento 2B. Aprovechó el tiempo de espera para cerciorarse de que
la cajita de plástico siguiera en su mochila. Llevaba una sorpresa para Óscar que lo haría
darse cuenta de que, a pesar de la diferencia de edad, ella era la mujer perfecta para él.
Existía la posibilidad de que su mamá sufriera un infarto con la noticia de su inminente
matrimonio (Juliaaaaa, está todo lleno de tatuajes y tiene el pelo más largo que Pocahontas.
Seguro ni se baña) y también de que pusiera el grito en Saturno con lo del viaje a Nueva
Orleans para la luna de miel (eso ni siquiera es un destino real, Julia), pero bueno, de eso se
encargaría luego.
El sonido de unos pasos aproximándose a la puerta trajo a Jules de vuelta a la
realidad. Lejos de su luna de miel en Nueva Orleans. Oyó el chillido familiar de la
cerradura y, apenas se abrió un poco la puerta, Jules soltó la frase del día:
—¡Adivina qué me trajeron mis primos de Bristol! —exclamó mientras agitaba la
cajita de pástico en una de sus manos.
La emoción que sintió por anunciar su descubrimiento, fue sustituida de improviso
por un malentendido que no tomó más de dos segundos en disiparse.
—Perdón, me equivoqué de depa —se disculpó Jules.
—¡No te equivocaste, estoy aquí adentro! Ella es Sandra —gritó Óscar desde el
cuarto donde ensayaba—. Pásale y perdón por el desmadre. Ayer hubo peda.
El cuerpo de Jules permaneció clavado en el suelo a pesar de la invitación. Sus ojos
enfocaban las piernas descubiertas de Sandra, la mujer frente a ella que ni se inmutó de su
desilusión. Podría ser su hermana. Su hermana que estaba muy buena y usaba su camisa y
abría la puerta de su departamento. No había que precipitarse ni sacar conclusiones de la
nada.
—Entonces qué, chaparrita, ¿pasas a tu clase? —le dijo Óscar en un tono que para
Jules estaba cargado de toneladas de condescendencia. Jamás le había dicho chaparrita.
Sandra detuvo su mirada en Jules y le sonrió. ¡Se atrevió a sonreírle! Mejor vete por
unos pantalones a ver si así evitas una neumonía, pensó Jules. Normalizar su respiración,
contener las ganas de llorar e impedir sonrojarse, le estaban demandando toda la
concentración posible. Se quedó petrificada en la estancia observando a la mujer que iba y
venía del departamento como si fuera una extensión de sí misma.
Óscar salió de su estudio, hermoso y enigmático como siempre. Pasó a un lado de
Sandra y le dio un beso. En la boca. Jules se vio obligada, por salud mental, a descartar que
la mujer de las piernas de amazona fuera la hermana del amor de su vida.
De pronto se sintió ridícula con su cajita de plástico, sus jueves y sus prácticas
esmeradas para impresionar a su maestro.
—Jules, ¿estás bien? ¿Quieres que le hable a tu mamá para que regrese por ti? —
preguntó Óscar mientras la tomaba de un hombro. Un latigazo de electricidad sacudió el
cuerpo de Jules. Otra vez el pequeño baterista dentro de ella comenzó a tocar con furia. Su
pulso se aceleraba mientras seguía a Óscar al estudio donde tomaba las clases.
Jules se sentó en el banco de siempre. Sacó la Fender de su funda y recordó la caja
de plástico. Era un disco maltratado. También era un disco que significaba muchas cosas
para ella y para Óscar. Miró la portada: un maniquí de goma con los ojos cerrados, pezones
metálicos, la boca ligeramente abierta, como si tuviera la intención de decir algo.
—Jules, ¿está todo bien? —insistió Óscar.
—Creo que me gusta más tocar el bajo —dijo Jules mientras afinaba su guitarra y se
despedía mentalmente de los jueves.

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