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ÍNDICE

CAPÍTULOS

1-2-3
4-5-6
7-8-9
10 - 11 - 12
13 - 14 - 15
Epílogo

Créditos
A mi querida H.
1

La charla de parada de autobús en pleno invierno era triste y previsible: frases a medias captadas
antes de que el viento pudiese barrerlas, rostros multicolores, narices chorreantes. Como una
familia de gordas orugas grises, los habitantes de los barrios periféricos avanzaban lentamente
por el andén de Lambton Quay, aferrándose a maletines y bolsas de plástico con los restos
desechados de sus vidas laborales, observando desde algunos de los pocos bancos disponibles el
edificio abandonado.
El autobús llegaba tarde, claro. De haber llegado puntual, habría causado una conmoción y una
angustia innecesarias. No habría habido nada de que hablar excepto del tiempo y no parecía muy
adecuado decirle a alguien enzarzado en una lucha a muerte con el abrigo y la bufanda que hacía
un día horrible.
Wellington, Nueva Zelanda, era una ciudad infame en julio. Los vientos del sur rugían
directamente desde el Antártico, los constantes temblores de tierra volvían a los oficinistas
nerviosos e inquietos y el índice de suicidios se duplicaba.
Cody Stanton lo odiaba. Odiaba que todo fuera siempre tan gris, la gripe que todo el mundo
cogía de una u otra forma, los accidentes de tráfico y las sirenas aullando todo el día. Odiaba la
basura arrastrada por el viento en las calles, los rostros aburridos de los transeúntes, los
televisores que, en los escaparates de las tiendas, no daban otra cosa que no fuera rugby.
Alguien la empujó y se dio cuenta de que la cola que había frente a ella se había desvanecido.
Se apresuró, se mesó con una mano nerviosa su melena agitada por el viento y subió al trolebús
por unos escalones hostiles.
—Dos paradas —murmuró y, por una vez, no se fijó en los muslos de la conductora ni en su
mirada escrutadora.
El autobús arrancó bruscamente mientras ella avanzaba a traspiés por el pasillo y a Cody se le
enganchó la chaqueta de piel en el carro de la compra de una anciana y pisó las protuberantes
zapatillas Reebok de un fornido muchacho. Oyó su Vete a la mierda sin escucharlo y se dirigió al
único asiento libre de todo el autobús, en la parte de atrás, junto a una enorme mujer hindú.
Tratando de no destrozar el delicado sari que asomaba bajo el impermeable de la mujer, ocupó el
reducido espacio que quedaba junto a ella —tamaño para niños— y miró hacia delante sin ver.
Mucha gente se quedaba sin trabajo cada día, claro. Solo que, en cierta manera, Cody había
pensado que eso jamás le ocurriría a ella. Tenía un empleo seguro en el campo de los
ordenadores y había escasez de personas tan cualificadas como ella en el incipiente mercado
tecnológico de Nueva Zelanda. Se dio cuenta de que el despido no quedaría muy bien en su CV.
Había gente de su empresa que había dimitido para evitar ese estigma: hombres, claro,
acojonados ante la perspectiva de una caída en picado en el mercado de trabajo.
Afortunadamente, ella no era tan orgullosa como para no aceptar un cheque de indemnización,
pensó Cody, palpando la reconfortante rigidez del sobre en su bolsillo.
Todavía no lo había abierto. Empaquetar las cosas de su mesa en la media hora que les habían
concedido ya había sido lo suficientemente traumático. Recojan sus pertenencias y abandonen el
edificio. Cody no podía creerlo. Tratados igual que criminales, dijo alguien. Se suponía que no
debían hablar con el resto de personal ni fijarse en las miradas incómodas: solidaridad y miedo
en la misma proporción. Cody recordaba haber sentido ese mismo alivio desagradable meses
atrás, cuando se anunciaron los primeros despidos. Había visto partir a sus colegas, algunos de
ellos con muy pocas perspectivas en sus especialidades. Muchos se habían ido al extranjero, uno
se había suicidado. Perder su trabajo no fue el motivo principal, insistió el psicólogo de la
empresa. Tenía problemas personales...
Cody se abrió paso para bajar del autobús en las tiendas de Hataitai y, a pesar del viento y la
lluvia, eligió el trayecto más largo hasta su casa. Una vez allí, se entretuvo frente a la puerta con
otro estúpido pretexto. La noche anterior fueron restos de pintura en el sendero y esta noche
tenía los zapatos desabrochados. «Tonta», pensó, y se obligó a sí misma a caminar resueltamente
por el sendero hasta la puerta principal. Cuando la abrió, el corazón le latía con fuerza, esperando
a medias oler a comida y oír una vieja y chirriante cinta de Ferron. Pero el estrecho pasillo
estaba oscuro y desierto y el aire, viciado del pescado con patatas fritas de la noche anterior.
Por primera vez aquel día, las lágrimas se deslizaron por las mejillas de Cody. Se las secó con
impaciencia. Si Margaret hubiera estado allí, se habría precipitado a la cocina, habría vomitado
la noticia, le habría lanzado el cheque a su amante para que lo abriera y se habría apoyado en
ella, reconfortada y segura. Pero, en lugar de eso, deambuló en la soledad de su habitación, dejó
caer la mochila y se acurrucó en la cama, observando el descolorido trozo de pared donde una
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Margaret colgó su póster de Amelia Earhart.
Tendría que colgar alguna otra cosa allí, pensó Cody por vigésima vez en dos semanas. Pero,
en lugar de eso, se quedó inmóvil y fría como el hielo, hasta que la oscuridad se tragó el dibujo
del papel de la pared y convirtió en un agujero negro el vacío que una vez fue ocupado por la
cómoda de cajones de Margaret, con sus cajones perfectamente ordenados y sus paños de adorno
en la parte superior.
Debería hacer algo de cena, se dio cuenta Cody, solo que en la casa no había nada. No se había
preocupado de comprar desde que Margaret se fue. De todas formas, hoy no tenía mucha hambre
y, menos aún, ganas de volver a comer frituras.
Con un lánguido encogimiento de hombros, encendió la lámpara, sacó el sobre del bolsillo y
rasgó uno de los extremos. Un mensaje con un membrete estampado en relieve le informaba de
que la indemnización por despido era de 10000 $ y había un cheque grapado en la parte de atrás.
Cody lo arrancó y lo miró. Y entonces su frente se arrugó y se frotó los ojos. Contó los ceros y
leyó en voz alta.
—Cien mil dólares.
Por un momento, le entró el pánico y luego volvió a mirarlo.
—Mierda —susurró—. Cien de los grandes.
Siempre lo mismo. Esos estúpidos capullos de Administración la habían liado. Ahora tendría
que prepararse para la batalla y volver allí al día siguiente para solucionarlo.
—Hoy no es mi día —dijo, mientras se deslizaba, vestida, bajo la colcha.
Cuando el sol iluminó la cara de Cody, a la mañana siguiente, abrió los ojos sobresaltada y
apartó la ropa de la cama. ¡Las ocho y media! Llegaba tarde. Maldiciendo, fue como un rayo hacia
el cuarto de baño y entonces se acordó. En el suelo, junto a su cama, había un pedazo rectangular
de papel. Cody se acercó a él como si fuera radioactivo y observó desde arriba las cifras
pulcramente impresas. Incluso desde la altura, incluso a plena luz del día, seguían siendo las
mismas. Cien mil dólares.
Tendría que devolverlo, claro. Probablemente, Administración ya había descubierto su error y
lo había anulado. Pero... ¿y si no? ¿Qué ocurría si sencillamente habían marcado su expediente
como procesado y, en mitad de aquella semana de numerosos despidos, lo habían vuelto a meter
en Archivo?
Cody recogió el cheque del suelo y le sacudió imaginarias motas de polvo. ¿Qué ocurriría si se
lo quedaba y se lo gastaba? Esos capullos se lo merecían, pensó, con cierta rebeldía. ¿Qué podían
hacerle? ¿Pedirle que devolviera 90000 $? ¿Meterla en la cárcel?
Por primera vez en dos semanas, Cody se echó a reír.

***

Un poco más tarde, aquella misma mañana, el cajero del banco no parecía tan divertido.
—Un ingreso importante —comentó, mirando a Cody como si estuviera en una rueda de
reconocimiento de la policía.
—Me han despedido —dijo ella, con el adecuado tono trágico.
La cara de él cambió de inmediato y su expresión se transformó en una de honda preocupación.
—Lo lamento —murmuró, con un movimiento de cabeza—. Ha habido muchos despidos por
aquí.
Cody hizo lo que pudo para parecer despreocupada mientras él tecleaba el ingreso y lo sellaba
todo. Casi podía notar cómo las cámaras de seguridad la enfocaban, casi podía ver su rostro
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inmortalizado en las pantallas de televisión de toda Nueva Zelanda en el programa Crimewatch:
«Cody Stanton, mujer caucásica, 28 años, 1,70 metros, complexión delgada, pelo negro, ojos
grises. Se busca por robo». Se echó a temblar.
El cajero le hablaba en un tono de confianza.
—... mucho dinero. Nuestra directora puede asesorarla... No dude en llamar...
—Muchas gracias. —Cody metió su cartilla en la bolsa—. Lo haré, desde luego. Ha sido usted
muy amable. —Y, tras ofrecerle su mejor sonrisa de anuario escolar, huyó.
—Cien de los grandes —murmuró entre labios mientras se alejaba del banco. ¿Y ahora qué?

***

A más de once mil kilómetros de distancia, Annabel Worth estaba enterrando a su tía. Era una
pequeña ceremonia privada y ella formaba parte del puñado de asistentes que lanzaban claveles
al ataúd mientras lo bajaban. Al mirar a su alrededor, reconoció a un par de primos lejanos y a
varias ancianas llorosas, amigas de su tía. Los padres de Annabel estaban representados por una
espectacular corona de flores en forma de cruz. Lo más parecido que podían hacer para darle el
último adiós, supuso cínicamente. Su tía, con lo pagana que era, lo habría odiado.
Cuando el sacerdote hubo terminado, Annabel se acercó lentamente al borde de la tumba y sus
puntiagudos tacones negros se hundieron en la tierra blanda. La gente se alejaba en grupos de
dos o de tres y probablemente regresaban a sus hoteles a prepararse para la discreta reunión que
tendría lugar más tarde, aquel mismo día. El sol parecía indecentemente brillante. Annie no
volverá a verlo, pensó su sobrina con tristeza. Cogió un puñado de tierra y la soltó sobre el
resplandeciente ataúd. Una mujer muerta en un árbol muerto... Esta vez, empujó un terrón con el
pie. Produjo un sonido suave y característico y Annabel lo siguió con la mirada; quiso llorar, pero
no tenía lágrimas.
—¿Señorita Worth? —La voz tras ella la hizo volverse con rapidez. Se encontró frente a un
hombre bajo y sudoroso que le plantó delante una tarjeta húmeda.
—Jessup. Bryan Jessup, de Swain, Buddle y Jessup —le dijo—. Walter Jessup es mi padre —
añadió, como si eso lo explicara todo.
—Es usted abogado, ya lo capto —dijo Annabel con frialdad, y se apartó del borde de la tumba.
—Somos abogados —confirmó su interlocutor con altivez.
Annabel esperó. Él se quedó allí simplemente, observando, como si se hallara frente a un raro
espécimen zoológico.
—¿Qué puedo hacer por usted, señor Jessup? —apuntó ella al fin.
—Oh... Sí... Lo siento —se aclaró la garganta—. Me preguntaba si podríamos concertar una
cita para tratar algunos asuntos de su difunta tía.
Annabel arqueó una ceja. Los asuntos de su tía. Bueno, esa podría ser una conversación
interesante. Pero no con un sudoroso joven abogado de California, decidió. ¿Qué demonios
querían de ella Swain y compañía?
—Me temo que no acabo de entenderle, señor Jessup —dijo ella, en un digno acento del viejo
Boston. Produjo resultados inmediatos.
—Por supuesto —él se secó la frente—. Le pido disculpas, señorita Worth. La inesperada
muerte de su tía le debe haber supuesto una gran conmoción. —Miró por encima del hombro de
ella, claramente incómodo—. Tal vez yo podría... eh... acompañarla a su coche... llevarla a su
hotel.
—Gracias. —Annabel se arrepintió inmediatamente. Lo último que le apetecía hacer era tratar
de mantener sobre las rodillas su ajustada falda de seda negra mientras Jessup hijo conducía por
todo San Francisco.
Lo siguió de mala gana hasta un Porsche blanco; sin duda de su padre, pensó cruelmente. El
abrió la puerta con un ademán triunfal y trató de ayudarla a entrar, pero Annabel se lo quitó de
encima. Típico, pensó, ayudarla a sentarse. Aún no había conocido a ningún hombre que no se
comportara como un idiota frente a ella, mirándola como si nunca hubiera visto a una rubia en
un país que había monopolizado el mercado mundial de peróxido.
Ya desde su infancia, la gente siempre la había mirado y algunos incluso asumían que tenían
un derecho automático a tocarla. Durante años, había detestado su aspecto, la enfermiza palidez
de su piel, sus peculiares ojos azules con manchas rosadas y un pelo más rubio que el de Barbie.
Las otras chicas se paseaban en bikini... y ella llevaba un vestido de playa. Con mangas. Las otras
chicas podían maquillarse. En Annabel, el maquillaje era tan espantoso como la pintura.
Su dolorosa timidez jamás se había desvanecido del todo, ni siquiera después de su matrimonio
«de éxito». Qué error tan catastrófico había cometido. Qué ingenua había sido entonces, pensó
cínicamente Annabel.
Tras evitar a los hombres durante el instituto y la universidad, había conocido finalmente a
Toby Simpson, un nuevo empleado de su padre. El inteligente, distinguido y ambicioso Toby.
Desesperada por sentirse normal y aceptada, Annabel —con un poco de ayuda de su madre— se
había autoconvencido de que necesitaba un marido y había aceptado la conveniente proposición
de Toby.
El matrimonio solo había durado seis meses y Annabel se había escabullido de él con aún
menos confianza en ella misma que antes. Eso había ocurrido hacía casi diez años y ella ya no era
ninguna debilucha. Pero los hombres seguían mirándola y, para su profunda irritación, aún le
fastidiaba que lo hicieran.

***

A la mañana siguiente, en el exagerado lujo de Swain, Buddle y Jessup, había una manada entera
de ellos mirándola.
Jessup padre la presentó a una sala boquiabierta.
—Mis socios.
Buddle era bajo y robusto como un toro. Annabel lo imaginó fácilmente en el juzgado haciendo
llorar a una adolescente víctima de una violación. A Swain estaba claro que no le pegaba nada el
papel de abogado (rechazado por la Facultad de Medicina de Harvard, decidió). Alguien llamado
Zimmerman, que se parecía a Rambo pero con traje, jugaba con su estilográfica como si se
tratara de un puño de acero. Había varios hombres más, cuyos nombres olvidó de inmediato.
Y luego estaba el propio Jessup, un anuncio ambulante de trasplantes capilares.
—Nos alegra mucho que haya podido reunirse con nosotros, señorita Worth —empezó a decir,
con una voz que era como la glucosa.
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—Señora Worth —dijo Annabel con frialdad, preguntándose de nuevo qué era lo que había
propiciado aquella reunión.
Se repuso con rapidez.
—Señora Worth —una leve inclinación de cabeza dirigida a ella.
Los socios la observaban y Annabel se resistió a la necesidad de estirarse la falda por debajo de
las rodillas. En lugar de eso, cruzó los tobillos y le dio vueltas a su enorme sello de oro.
—Hemos creído que era nuestro deber discutir en privado con usted el contenido del
testamento de su difunta tía —recitó de memoria Jessup—. Usted es, después de todo, la
principal beneficiarla, al margen de una serie de legados a amigos y asociaciones benéficas —
hizo un gesto despreocupado con la mano, para indicar que eso no significaba mucho, y Annabel
frunció el ceño. Se comportaban como si todo aquello no fuera nuevo para ella.
—Como sin duda ya sabe, el patrimonio de su tía es considerable... —tosió educadamente. Sus
socios asintieron y la observaron. Zimmerman se inclinó hacia delante y movió las piernas,
como si hiciera footing en parada.
Annabel alzó una mano.
—Espere —dijo bruscamente—. Señor Jessup, no tengo ni idea de qué me está hablando.
En ese momento, la sala estalló en murmullos y todo el mundo volvió a mirarla, con los ojos
brillantes, como enormes ratas calibrando su próxima comida.
—No creo que lo sepa —le susurró audiblemente Buddle a Jessup.
—¿Usted es la señorita... la señora Annabel Worth de Back Bay, Boston? —preguntó Jessup,
con retraso.
Annabel asintió y volvió a colocarse en su trenza un mechón rebelde de pelo.
—Entonces, tenemos muy buenas noticias para usted —declaró el abogado, con la presunción
endémica de los de su profesión.
***

Dos horas más tarde, Annabel se despojó de sus ropas y se dejó caer sobre la cama de su hotel.
Aún no podía creérselo. Tía Annie se lo había dejado todo; y todo era, según las sucintas palabras
de Buddle, «la hostia de pasta para que se la gaste una muchachita sola».
Cuando se disponía a irse, Jessup había sacado dos sobres sellados, casi como si fuera un
descuido.
—Su tía me los dejó —explicó, mientras escoltaba a Annabel hasta el ascensor—. Uno es para
usted —le entregó un sobre de color lavanda pálido—. El otro es para alguien llamado Lucy —
estudió el rostro de Annabel durante un segundo—. Me pregunto si conoce a alguien que se
llame así, ¿tal vez una amiga de su tía o algún miembro del personal?
Annabel se encogió de hombros.
—No, no conozco a nadie, señor Jessup.
—En ese caso, tendremos que hacer algunas averiguaciones. La señorita Adams no nos
proporcionó ninguna otra información —deslizó de nuevo el sobre en el bolsillo del pecho con
aire resignado—. Si no podemos encontrar a esa mujer, esperaremos sus instrucciones, señora
Worth.
Se preguntó por qué le habría dado a su tía por tratar con Jessup y su firma. Según sus
informaciones, no había ni un solo socio que fuese mujer y la idea de que Annie se hubiera puesto
completamente en sus manos era casi como una pesadilla. Pero Annabel no quería pensar ahora
en todo aquello.
Se recostó sobre un par de almohadas, abrió la carta de su tía y la leyó muy deprisa una
primera vez y luego otra vez muy despacio. Tenía fecha de tres meses atrás.
Mi querida Anabel:

Cuando leas esto, sin duda ya habré pasado a mejor vida y tú te estarás preguntado por qué te he nombrado mi
heredera universal. Mientras escribo, mi cuerpo está agotado por la maldita quimioterapia y sé que no me queda mucho
tiempo.
Durante muchos años, he querido discutir contigo algunos asuntos de importancia, pero ahora ya no tengo fuerzas.
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Das respuestas las encontrarás en Moon Island.
Por favor, ve allí lo antes que puedas y lo entenderás.
Te deseo una vida feliz, mi querida niña. Sabes que siempre te he querido.

Annie.
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—Moon Island —repitió Cody.


La agente de viajes clavó una larga uña roja en un punto de su mapa.
—Maravilloso —suspiró—. Completamente privado. Solo cinco casas en todo el lugar y se
alquilan únicamente a mujeres. —Se detuvo, un poco indecisa, y luego susurró—: Una
excentricidad de la dueña, me imagino. Algo relacionado con la seguridad... —Guardó silencio, al
ver que Cody abría mucho sus ojos grises.
—Solo mujeres —repitió Cody.
La agente hizo lo que pudo para parecer entusiasmada.
—No permita que eso la desanime —dijo con efusión—. Es la clase de sitio al que una va para
huir de todo, casi como un retiro. A la mayoría de mis clientas les encanta. Mire, justo la semana
pasada vino una señora para decirme que le había parecido absolutamente fabuloso y que no había
echado de menos a los hombres para nada.
—Imagina —dijo Cody, inexpresiva—. En realidad, suena exactamente como la clase de sitio
que estoy buscando.
—No se arrepentirá —las uñas rojas revolotearon sobre un formulario de reservas—. Caro,
pero es lo que digo yo siempre en este negocio: una tiene lo que paga. Así, ¿cuántos días?
—Un mes —dijo Cody, cogiendo su cartera y sacando un fajo de billetes—. Y en efectivo.
—¿Efectivo? —La agente se quedó inmóvil, ligeramente aturdida—. ¿Dinero en efectivo? —
Emitió un agudo chillido, como si jamás hubiera visto billetes.
Cody empujó los billetes por encima de la mesa y miró cómo ella los contaba.
Un poco antes aquel mismo día, en el banco también se habían quedado bastante asombrados.
—¿Quiere cancelar su cuenta y retirar todo el saldo? —El cajero había desaparecido para ir a
buscar a la directora de planta, una mujer de rostro severo que llevaba un vestido de volantes y
una bufanda estampada con el logotipo del banco. Acompañó a Cody hasta un despacho, donde le
explicó que se tardaría algún tiempo en preparar una suma tan elevada. ¿Estaba Cody segura de
que lo quería todo de una vez?
—Me voy del país —le explicó Cody.
La mujer sonrió glacialmente.
—Podemos extenderle cheques de viajero, señora Stanton —le ofreció—. En alguna divisa
fuerte. Sería mucho más seguro.
—Muchas gracias —dijo Cody—. Pero preferiría tener el dinero. —Era demasiado fácil
detectar los cheques de viajero—. Y si pudiera darme una parte en dólares americanos, eso sería
muy práctico.
La directora la observó con una expresión cercana a la compasión. Pobre criatura, decía.
Obviamente, no tenía ni idea, y viajar al extranjero, además, que Dios la ayude.
Le dijeron a Cody que volviera una hora más tarde y que el banco le entregaría el dinero en un
maletín con cerradura de combinación y cadena de muñeca opcional. Con una expresión de
martirio, la directora de planta la acompañó hasta la puerta.
Un poco más tarde, con el maletín en la mano, Cody entró en la agencia de viajes más cercana
sin tener ni idea de adonde ir. Algún sitio muy privado, le dijo a la perfumada agente, algún
lugar remoto, inaccesible y bonito.
¿Algo como Nueva Zelanda? bromeó la agente y, por un momento, Cody consideró la
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posibilidad. Podría coger un ferry a South Island y desaparecer en las tierras poco pobladas de
la costa Oeste, esconderse en alguna población de minas de oro junto al resto de delincuentes que
huyen de la persecución policial. Podría cambiar de nombre y convertirse en guía en una de las
barcas que persiguen a las ballenas en Kaikoura.
No, decidió, Nueva Zelanda era demasiado pequeña. Tarde o temprano, llamaría a su casa en
un momento de debilidad o, peor aún, se encontraría con alguien conocido y... ¡se acabó! La
habrían encontrado.
Cuanto antes se fuera, mucho mejor. Y sin billete de vuelta, para que nadie supiera su destino
final. Ya lo había comunicado en su piso. Lo único que quedaba por hacer era despedirse de su
madre y luego podría instalarse en casa de Janet hasta que se fuera.

***

—¿Que te vas adónde y que quieres que yo haga qué? —Janet, la mejor amiga de Cody, la miró
como si hubiera perdido la razón.
6
—Me marcho de Nueva Zelanda —dijo Cody—. Estaré en una isla cerca de Rarotonga.
Después de eso, probablemente me dirigiré a Londres y buscaré trabajo. —Empujó el pequeño
maletín negro por el suelo—. Quiero que me vigiles esto mientras estoy fuera y quiero que no le
digas a nadie dónde he ido. Absolutamente a nadie.
Janet se apartó de los ojos un rizo perdido de pelo castaño y examinó, con expresión de
sospecha, el maletín cerrado.
—Parece Fort Knox. ¿Qué hay dentro, por cierto?
—Cosas personales —respondió Cody suavemente—. Papeles, testamento y todo eso. —Y eso,
por lo menos, era cierto, pensó con remordimiento. También contenía ochenta mil dólares, pero
imaginó que lo que Janet no supiera no podría hacerle daño.
—Cody... —Su amiga se acercó y le apretó los hombros en un abrazo—. Ya sé que en estos
momentos estás triste por la ruptura con Margaret y por haber perdido tu trabajo y todo eso.
Pero no te estarás precipitando, ¿verdad?
Cody se apoyó en el brazo de Janet y dejó escapar un largo suspiro. Tuvo ganas de contarle
toda la historia —qué había ocurrido realmente con Margaret, su empleo y el dinero, su plan de
huida—, que todo le daba mucho miedo ahora que se iba al día siguiente.
En lugar de eso, dijo con la voz ronca:
—Te voy a echar terriblemente de menos. —Y eso también era cierto. Janet era la clase de
amiga que todo el mundo quería tener. Era fiel, divertida y siempre estaba allí. Las amantes
venían y se iban, pero Janet seguía preparando el mejor guacamole de toda la ciudad.
—Yo también te echaré de menos —dijo Janet—. Pero volverás, ¿verdad? —Sus ojos
marrones, tristes, recorrieron la cara de Cody, como si buscaran algo más que una simple
respuesta.
—Te lo prometo —susurró Cody y deseó que fuera cierto.
***

—¿Que vas a hacer qué? —Nathaniel Kleist miró ceñudamente a la mujer rubia y alta que
estaba sentada frente a él.
—Está todo escrito ahí, Nat. —Annabel le remitió a la única hoja mecanografiada que había
junto a su libro de transacciones.
—Sé leer —gruñó él, apartando la carta a un lado como si fuera un insecto muerto—. Pero te
estoy preguntado qué es lo que realmente vas a hacer. Quiero decir, por el amor de Dios, Annabel,
eres mi mejor corredora de bolsa. ¡Si es más dinero lo que quieres, en nombre de Jesús, pídelo! ¡Si
no te gusta tu secretaria, dímelo y te contrataré a otra!
Estaba en pie, recorriendo el enorme despacho lleno de piezas de arte como si fuera un oso
enjaulado. La reina del drama (el término lo habían inventado para él).
—Nat —dijo Annabel, con un aire de determinación—, mi contrato ha terminado y no quiero
renovarlo. Por motivos personales. Eso es todo. Fin de la historia.
—Motivos personales. —Se apretó la frente y se apoyó pesadamente en sus cortinas italianas
pintadas a mano. Después observó a Annabel con una mirada acusadora—. Es Nueva York,
¿verdad? ¿Qué te han ofrecido?
—¡Nat! —Annabel se puso en pie—. ¡Ya basta! —se encaminó hacia la puerta.
—Lo mejoraré —se precipitó tras ella—. Lo doblaré... Annabel, no me hagas esto.
—¡Nat! —Annabel alzó la voz—. Me marcho. Dejo la Bolsa. Ni Nueva York ni cazaejecutivos.
He dimitido, eso es todo.
—¡Es un hombre! —Se apoyó en la puerta para evitar que ella la abriera y, de repente, le
sonrió con indulgencia—. ¿Por qué no lo dijiste? Quieres quedarte en casa y tenerle las
zapatillas preparadas... Eh, no es un problema... puedes conectarte desde tu casa, con el ordenador
en la habitación si quieres... solo dímelo, querida. Trabajarías desde casa.
—Nat, me siento halagada —mintió Annabel—. Pero no se trata de un hombre. Es algo
bastante más interesante que eso.
—¿En serio? —Nat frunció el ceño, perplejo ante la idea.
—Se trata de una isla —le informó ella a desgana—. He heredado una isla en el Pacífico, por si
te interesa, y me voy a vivir allí durante una temporada.
Nat abrió la puerta y su cara era una composición de triste incredulidad.
—Una isla. —Sacudió la cabeza y murmuró algo para sí mismo cuando Annabel pasó junto a él
—. Chiflada —le oyó decir—. La pobrecilla está quemada.
3

El calor la asaltó como si estuviera en un horno y, automáticamente, Cody empezó a abanicarse


con el libro de tapa blanda, todavía sin leer, que había acariciado durante buena parte de las ocho
horas de vuelo.
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Desfiló por el suelo asfaltado, con un grupo de bien alimentados Kiwis vestidos con amplios
pantalones cortos de color rosa y chillonas camisetas de algodón, y notó que llamaba la atención
con sus vaqueros y su camisa a cuadros de manga larga.
Estamos en el trópico, se recordó a sí misma con retraso, donde los funcionarios se
desmelenan y las parejas en luna de miel viajan con descuento por grupo. Se detuvo frente a la
entrada de la aduana mientras unas nativas de rostros redondos colocaban guirnaldas de flores
de dulce fragancia sobre la cabeza de cada pasajero. Un alemán con el pelo cortado al cepillo le
ordenó a su esposa que le hiciera una foto, sonriente, con el brazo alrededor de una de las nativas
de la isla. Cody retrocedió espantada.
La Aduana e Inmigración eran puro trámite. Nombre, destino, sello, que tenga un buen día, el
siguiente. En las Islas Cook no se preocupaban por los visados. Te quedabas treinta y un días,
más si te lo podías permitir.
Varios botones y pregoneros, que agitaban carteles con nombres de hoteles, se agolpaban
frente a la puerta principal y Cody se esforzó en recordar las instrucciones de su agente de viajes.
Los turistas se dispersaban, se alejaban en rebaños en cualquier tipo de transporte, incluyendo un
extraordinario número de Subarus. Los rezagados como Cody perdían tiempo con sus maletas,
consultaban sus relojes y hojeaban sus itinerarios. Cody buscó a un hombre que llevara un cartel
que dijera MOON ISLAND.
—No se preocupe si llega tarde —le dijo la agente de viajes—. El tiempo no significa mucho
en el lugar al que usted va.
El calor brotaba de la carretera y los poros de Cody rezumaban por solidaridad. Deseó poder
desprenderse de sus ropas y tumbarse bajo un árbol en alguna parte. En Wellington, su hogar,
por día caluroso se entendía ese día en que tenías que quitarte la sudadera y, aun así, la metías en
el coche por si acaso. Con el récord de ser la ciudad más ventosa del mundo, Wellington era
famosa por sus repentinos cambios de tiempo (cálido y agradable un minuto y, al siguiente, caía
una granizada). La población, que se creía a sí misma políticamente concienciada, trataba de
mantener la calma respecto a dar la bienvenida al efecto invernadero. Pero algunos optimistas ya
estaban plantando plátanos.
Cody se preguntó cuándo volvería a ver aquel lugar. Le parecía tan raro haber comprado solo
el billete de ida. De todas formas, ¿cómo sabría cuándo podía regresar sin peligro? Seguramente
la detendrían en la Aduana en cuanto bajara del avión. Se maravilló de que aún no la hubieran
encontrado. Rarotonga era, después de todo, territorio neozelandés.
Se desperezó, se arremangó la camisa y se desabrochó un par de botones. Le dolía la cabeza del
vuelo y se pasó unos dedos cansados por el pelo, peinándolo hacia atrás y apartándoselo de la
frente.
—¿Señorita Stanton?
Cody se volvió. Lo primero que vio fue un maltrecho cartel, pintado a mano, que decía MOON
ISLAND; lo segundo fue a la mujer alta que había un poco más allá. Tenía el pelo rubio platino,
recogido con una cinta de color rosa fosforescente, y una piel tan blanca que Cody se descubrió a
sí misma mirándola embobada. Una albina. Debe de ser una albina. «No mires», se ordenó a sí
misma, igual que las madres riñen a sus hijos por señalar con el dedo a los lisiados.
—Me llamo Mitchell —la voz se acercó. Sonaba muy británica—. Bevan Mitchell. Soy su
piloto.
Cody volvió a mirar el cartel, sin comprender, y al hombre que se lo estaba colocando bajo un
brazo. Llevaba un mono claro de algodón y un ruinoso sombrero de paja. Un cigarrillo colgaba
de un surco permanente en su labio inferior y un par de guantes de aviador asomaban en el
bolsillo del pecho.
—¿Mi piloto? —repitió Cody, buscando inconscientemente un uniforme.
—¿Son sus maletas? —Las recogió antes de que ella pudiera contestar y le dijo—: Sígame.
Cody miró por encima del hombro de él. La mujer había desaparecido, advirtió con un leve
gesto de decepción. Tal vez jamás estuvo realmente allí; un fantasma o un simple producto de su
imaginación, provocado por la combinación mortal de calor y estrés.
Avanzó torpemente tras el hombre y se detuvo, muda de asombro, a pocos pasos del suelo
asfaltado, donde su transporte estaba aparcado. Cody observó aterrorizada mientras él guardaba
las maletas y el cuerpo del pequeño biplano traqueteaba y temblaba. Era un aparato bimotor de
cuatro plazas. De después de la guerra, pero no de mucho después. Cody se estremeció ante la
visión de sus alas delicadamente desplegadas y de aquella fina estructura plateada que las cubría.
Seguro que en cualquier momento se derrumbarían a causa de la fatiga del metal, pensó con
pesimismo.
El piloto estaba comprobando las hélices y la llamó.
—Arriba, muchacha.
—A todo criminal le llega su hora —murmuró Cody y subió.
El interior era un maltrecho cascarón atestado de paquetes y cajas. Ocupó uno de los dos
asientos para enanos que había en la parte de atrás y se preguntó dónde colocaría las piernas. En
el suelo, entre su asiento y el del piloto, había un cajón lleno de plátanos. Cautelosamente,
deslizó los pies hacia un extremo y se enroscó de lado en un asiento, duro como una piedra.
—Cuidado con la cabeza —oyó. Una segunda pasajera apareció en la puerta.
Estupefacta, Cody cambió de postura una vez más. Era ella. El fantasma. Desvió la mirada
rápidamente hacia otra parte. «No mires.»
—¿Cinturón abrochado? —La cabeza del piloto apareció en la portezuela y Cody buscó a
tientas las viejas correas. Parecía una precaución bastante inútil dadas las circunstancias, pensó.
De todas formas, se iban a matar igual, eso si el avión conseguía despegar del suelo.
—Aquí, permíteme. —Un par de manos interrumpieron su torpe búsqueda, abrocharon el
cinturón y ajustaron perfectamente la correa sobre su regazo. Cody se sonrojó ante la extraña
intimidad de aquella acción. Por supuesto, era totalmente inocente, un gesto amable por parte de
una pasajera experimentada. Sin embargo, todo el cuerpo de Cody se tensó.
—Gracias —barbotó con una risa nerviosa.
—¿Has volado muchas veces en aviones pequeños? —le preguntó el fantasma en tono familiar.
Tenía una voz grave y ligeramente ronca, con un acento que sonaba americano, pero que
recordaba también a Inglaterra. Debe de cantar divinamente, pensó Cody, y estudió a su
interlocutora.
—No, en realidad esta es la primera vez —admitió.
—Oh, ¿en serio? —La desconocida se quitó las gafas oscuras y parpadeó ante la luz
deslumbrante del exterior del avión—. Supongo que hay una primera vez para todo —añadió
despreocupadamente—. Y si la memoria no me falla, seguramente resultará ser un anticlímax.
Cody notó cómo su pulso brincaba. Era una insinuación. No, no era nada. Estaba confundida.
En la cabina hacía calor y faltaba aire, era incómoda y bochornosa. Ella había roto recientemente
con su amante. Se sentía sexualmente frustrada. Alzó la mirada y se encontró con los ojos de la
mujer. «No mires.» Eran unos ojos increíbles: de un azul claro brillante, casi como la lavanda,
con un delicado toque rosado en el iris. Ahora lo ves, ahora no.
Cody desvió la mirada y luego volvió a mirar. Tenía las cejas y las pestañas oscuras, en
contraste con su pelo completamente rubio. Sin duda, gracias a una esteticista, se autoconvenció.
¿Y qué era aquel perfume? No se parecía a nada que Cody hubiera olido antes, era cálido y
delicioso, un toque de vainilla y de algo más, alguna de esas embriagadoras flores tropicales.
Estaban sentadas tan cerca la una de la otra, que era imposible no respirarlo y Cody se movió
inquieta en su asiento.
—¿Estás nerviosa? —le preguntó suavemente.
—Sí —dijo Cody un momento después y volvió a encontrarse con los ojos de la mujer para
desviar la vista rápidamente, asustada ante lo que parecía ser una más que directa mirada
seductora.
Los motores rugieron o, más exactamente, resucitaron y Cody recordó súbitamente la
presencia de una tercera persona.
—¡Vamos allá! —El piloto se volvió hacia ellas con una alegre sonrisa—. Sujetad vuestros
sombreros, chicas.
El estruendo era aterrador, el olor a gasolina producía náuseas. Respira, se dijo Cody a sí
misma mientras rebotaban y renqueaban por la pista. Le castañeteaban los dientes y se sintió
completamente mareada. Esto es una locura, decidió mientras ganaban velocidad. Deseó poder
devolver el dinero y largarse a casa. ¿Por qué demonios le había dado por cambiar su bonita y
rutinaria existencia por una vida delictiva? Podría conseguir fácilmente otro empleo y, con el
tiempo, superaría lo de Margaret.
Cody casi oía a su madre: «Un día de estos, hija mía, te vas a arrepentir de tus impulsos y yo espero
estar ahí para verlo».
Mírame ahora, quiso gritar. En lugar de eso, se arriesgó a echar un vistazo a través de la sucia
ventanilla que había junto a ella y gritó:
—¡Estamos en el aire!
Los otros dos rieron ante su asombro.
—Dios tiene una oferta especial de milagros esta semana —dijo Bevan Mitchell por encima de
su hombro y fue como si el pequeño De Havilland se relajara de repente y se sintiera a sus
anchas en el inmenso cielo. El traqueteo cesó y el ruido sordo de las hélices se volvió
reconfortantemente estable mientras se alejaban torpemente de Rarotonga.
—¿Has estado alguna vez en la isla? —le preguntó la mujer cuando hubo pasado el tiempo
suficiente para que Cody se recuperara del «anticlímax» del despegue.
Negó con la cabeza.
—¿Y tú?
La mujer asintió.
—Ahora vivo allí —se había vuelto a poner las gafas y Cody se avergonzó de sentirse aliviada.
Aquellos ojos de lavanda eran demasiado desconcertantes—. Me llamo Annabel, por cierto.
Annabel Worth.
—Yo soy Cody Stanton.
—¿Cody? —Annabel paladeó el nombre experimentalmente y Cody imaginó que la oía
susurrarlo, gritarlo mientras ellas dos...
Conmocionada, apartó la imagen. «¡Qué vergüenza! —La voz de su madre—. Y las sábanas
todavía calientes de Margaret.»
—Cody, diminutivo de Cordelia —explicó, aclarándose la garganta y despegando sus ojos de la
boca de la mujer.
Notó un estirón fuerte en el brazo.
—Mira —Annabel señaló más allá del piloto—. Allí está. Moon Island.
Cody detectó una pequeña mancha en la distancia y luego cerró los ojos y se agarró el
estómago cuando la avioneta descendió bruscamente un centenar de pies.
—Lo siento —dijo Bevan alegremente—, solo estaba poniendo a prueba sus reflejos.
—Creo que hoy podremos sobrevivir sin acrobacias, Bevan —dijo Annabel, con una
familiaridad que provocó que la ceja de Cody se arrugara ligeramente.
Obviamente, estos dos no son desconocidos, pensó con un ligero nudo en el estómago. ¿Serían
amantes? Le dirigió una mirada a Annabel y casi protestó en voz alta ante la idea. Irracional, por
supuesto. No era asunto suyo con quién se acostaba aquella mujer. Y, sin embargo, típico, pensó
de mal humor. La primera mujer que la atraía, desde el drama de Margaret, resulta ser
heterosexual. Muy apropiado, pensó Cody. Siempre era mucho más seguro desear algo
inalcanzable, por supuesto.
Tragándose un suspiro, miró con valentía por la ventana mientras el avión se inclinaba hacia
la derecha y deseó no desmayarse. El mar estaba muy cerca: era del azul de Van Gogh y estaba
convenientemente infestado de tiburones. La isla frente a ellos parecía un espejismo. Surgía
delicadamente del océano como si fuera una visión paradisíaca y, cuando se acercaron, Cody vio
el brillo de un arrecife de coral bajo el agua, una playa blanca que se curvaba bajo un techo de
palmeras. Era hermoso, imponente. Y, de repente, un temerario optimismo ahuyentó de su
cabeza los pensamientos negativos. Si un sitio como ese podía existir en el mismo planeta que la
fría y ventosa Wellington, entonces es que cualquier cosa era posible.
La voz de Bevan interrumpió sus pensamientos.
—Estamos llegando. —Inmediatamente, se lanzaron a un pronunciado descenso y el temblor y
el traqueteo empezaron de nuevo.
—No te preocupes —le dijo Annabel—. Yo hago esto la mayoría de los días y sigo viva.
Cody trató de sonreír, pero tenía los dientes apretados. Se estrujó las manos y se negó a
permitir que su vida pasara frente a ella como en una película. Si se iba a matar, por lo menos
quería pensar en algo alegre.
8
—Ya casi estamos —dijo la dulce voz—. Lo que hay bajo nosotros es Passion Bay.
Cody notó un cálido aliento en su mejilla, olió aquella fragancia imposible. Abrió los ojos y
miró más allá del piloto. Passion Bay Palmeras. Lo único que veía eran palmeras. El avión
pareció atascarse en aquel momento y caer del cielo como si fuera un pájaro muerto.
—Oh, Dios mío —susurró Cody, volviendo a caer en el patriarcado ahora que había llegado la
hora de la verdad. Se produjo un fuerte golpe sordo y ella se sujetó al asiento mientras se
balanceaban y rebotaban hasta quedarse felizmente inmóviles.
Tan pronto como Bevan Mitchell dio su visto bueno, Annabel abrió la portezuela y saltó
ágilmente al suelo, pero a Cody le temblaban tanto las piernas que no creía poder moverse. Tras
una larga y embarazosa pausa, durante la cual fingió estar buscando su mochila mientras sus
destrozados nervios se recuperaban, descendió torpemente.
—Bueno —Annabel se volvió hacia ella, con las manos en las caderas, y le sonrió abiertamente
—, ¿qué te ha parecido?
Apoyándose en un ala, Cody abrió los ojos. Otra insinuación. ¿Una insinuación lésbica? ¿O
solo era un pensamiento fantasioso? Tal vez Annabel y el piloto solo eran amigos. Pero eso no
significaba que no pudiera ser heterosexual. Probablemente estaba casada. Casada y aburrida.
Cody la repasó con la mirada. Llevaba una camiseta de color rosa y amplios pantalones cortos
de color blanco, hasta la rodilla. Su cuerpo era atlético, de músculos claramente definidos.
Aerobic, decidió Cody; en su cara no había esa expresión de ligera preocupación propia de los que
hacen footing.
Estaba esperando una respuesta y Cody se preguntó qué querían aquellos ojos, ocultos tras las
gafas impenetrables.
—¿Que qué me ha parecido? —Deliberadamente, Cody se pasó la lengua por los labios y como
por casualidad se desabrochó unos cuantos botones más de la camisa—. Habría jurado que la
tierra ha temblado.
Cody sonrío e imagino a la desconocida desnuda y caliente; se imaginó frotándose contra ella,
acariciándole el pelo. Y esta vez se permitió fantasear.
4

Lunes.

Estoy cansada. Increíblemente cansada. Me rompe el corazón tener que decirle adiós a mi preciosa isla. Esta mañana he
plantado otro hibisco junto al jazmín de Rebecca y me he despedido. Me duele el cuerpo. No podría soportar otra aguja. Me
dicen que soy estúpida por no querer seguir con el tratamiento, pero juro que es peor que la enfermedad. Y, sin embargo,
no puedo prescindir del alivio del dolor. Desde que me afectó los huesos, no imagino que alguien pueda pasar sin los
medicamentos. Anoche soñé con Rebecca, soñé que me abrazaba de nuevo. Casi estoy preparada para irme y aún no le he
escrito a Annabel...

Sintiéndose culpable, Annabel cerró de un manotazo el diario de su tía. La respuesta está en la


isla, decía la carta. Seguramente, no era necesario que ella invadiera la vida privada de su tía, que
fisgoneara en los detalles más íntimos de la vida de otra mujer para descubrir esa respuesta. ¿Era
eso lo que tía Annie pretendía?
Por un momento, Annabel imaginó que alguna otra persona se encontraba en su lugar, algún
primo que apenas hubiera conocido a Annie. ¿Qué habrían hecho con sus diarios? Más de treinta
años amontonados en cajas en el estudio que su tía tenía en el desván. ¡Y las cartas! Montones y
montones de ellas, atadas con una fina cinta y guardadas en desorden bajo el banco de la ventana.
Toda la casa era muy bonita, una enorme y espaciosa construcción de madera, rodeada de
porches sombreados y con salida a un patio central en el que había un jardín. Se llamaba Villa
Luna y Annabel se había enamorado nada más verla. La habían construido en lo alto del extremo
noroeste de la isla y la vista, a través de jungla y palmeras, abarcaba hasta el intenso azul del
Pacífico.
Al explorar la propiedad, Annabel se sorprendió y se maravilló de lo rápidamente que se había
sentido como en casa, de lo extrañamente familiar que le resultaba todo. Era como si
perteneciera allí, como si de alguna manera la isla la hubiera estado esperando.
En la parte de atrás de la villa había una pequeña zona de hierba y un establo que albergaba a
una única yegua negra. Tía Annie adoraba los caballos y Kahlo, que era como se llamaba la
yegua, había llegado en ferry el año anterior, después de que su predecesora muriera de vieja. No
puedo montarla, había anotado Annie en su diario, pero puedo ver cómo galopa y hacerle compañía.
Según la señora Marsters, que iba dos días por semana a limpiar las casas de la isla, la yegua
estaba a menudo atada a la barandilla del porche mientras Annie leía y escribía y, de vez en
cuando, le hablaba al caballo como si se tratara de un amigo.
Durante su primera semana en la isla, Annabel había ido acercándose gradualmente a aquel
elegante animal y hoy, por primera vez, la había ensillado. Kahlo se asustó un poco al principio y
luego, cuando Annabel se sentó en la silla y tiró delicadamente de las riendas para guiarla hacia
los senderos de la jungla, emitió un relincho de aprobación. Kahlo pronto se comportó como si
jamás hubiera conocido a otro jinete. Con la cola en alto, apretó el paso y respondió a las órdenes
de Annabel igual que si participara en un concurso de saltos.
Guio a la yegua hacia Passion Bay y trotó por la playa, cuidando de no agotar al caballo tras su
sedentaria existencia. Por la tarde, la ató al porche delantero y se alegró cuando la yegua se
acercó a ella y le acarició amablemente el regazo con el hocico, mientras ella leía.
El diario tenía fecha de 1956.
Padre me presiona de nuevo para que me case con Roger y hasta Laura me está acosando. No sé qué hacer.
Le he dicho a Rebecca que tengo que verla y le he suplicado que venga conmigo este verano. Ella dice que no puedo
seguir con tantas dudas y que debo contarle la verdad al pobre Roger, pero él se niega a escuchar. ¿Qué puedo hacer?

Tres semanas después, otro pasaje:


Oh, qué alegría. Oh, qué felicidad. Rebecca me acompañará a Europa. Anoche estuvimos horas sentadas en su coche,
hablando, y Rebecca me regaló un anillo con una herradura de diamantes para la buena suerte. Apenas puedo
concentrarme cuando pienso en ella, cuando la imagino en alguna isla griega, vestida únicamente con flores.

Annabel cerró los ojos y acarició distraídamente a Kahlo. Sabía que Annie era lesbiana, la
libertina hermana pequeña de su madre, la vergüenza de la familia. Pero... ¿quién era Rebecca?
Su tía jamás la había mencionado. Y a pesar de ello, obviamente habían estado enamoradas, quizá
hasta habían sido amantes. En 1956.
Bebió un sorbo de su lima con soda y se perdió durante un momento en su propia fantasía
secreta. La había suscitado la mujer que había llegado el día anterior en el avión. Cody.
Diminutivo de Cordelia. Annabel recordó su acento cerrado, su hablar lento. Parecido al
australiano, solo que más suave. «Me encanta nadar», había dicho, mientras contemplaba el mar.
Y Annabel se acordó; Nueva Zelanda también era una isla.
Cody se había mostrado muy nerviosa y había evitado mirarla abiertamente. ¿La encontraría
repugnante? se preguntó Annabel, con la misma clase de dolor que había sentido durante toda su
adolescencia. Juraría que había captado una mirada de auténtico interés y había coqueteado un
poco para tantear el terreno. Cody había respondido; ella no se lo esperaba.
Cody estaba en Hibiscus Villa, la casa más cercana a la suya. Annabel observó y distinguió en
la distancia el dibujo de un techo de paja. Tal vez le haría una visita dentro de unos días con
cualquier pretexto, decidió. Puede que invitarla a cenar.
Evocó una imagen de Cody sentada en su porche, echándose hacia atrás su melena negra corta
con el mismo gesto seductor que le había llamado la atención en el aeropuerto. Annabel se
descubrió a sí misma preguntándose cuándo había hecho el amor por última vez. ¿Hacía un año?
¿Más? Apenas podía recordarlo. Últimamente, parecía que no disponía ni de tiempo ni de
energía. De repente, deseó que todo eso cambiara. Una brisa cálida y perfumada, pensó Annabel,
había llegado directamente hasta su ingle.
Cody se quitó los pantalones cortos y los dejó en la playa, en una pila junto a su camisa,
sombrero y gafas de sol. No tenía mucho sentido llevar ropa, supuso, en una playa vacía en la que
no había nadie a quien impresionar excepto unas cuantas gaviotas. Pero las viejas costumbres
tardan en desaparecer y Cody jamás se había bañado desnuda en toda su vida.
Metió un dedo en el agua a modo de prueba. Era transparente y cálida. Deleitándose en el
suave contacto, nadó en la laguna, sin perder de vista el arrecife de coral y evitando
prudentemente las corrientes.
El agua estaba sorprendentemente quieta, muy distinta al frío oleaje de Wellington al que
estaba acostumbrada. Casi era demasiado hermoso para ser cierto, pensó, braceando de espaldas e
impulsándose hacia la orilla. En casa, todo el mundo estaría tiritando de frío, vestidos con
medias de lana, encendiendo la chimenea y comprando cajas tamaño familiar de pañuelos de
papel. Y aquí estaba ella, dándose la gran vida en una isla desierta, absorbiendo sol y mar en una
playa llamada nada más y nada menos que Passion Bay.
¿De dónde le venía el nombre? se preguntó distraídamente, e imaginó una amplia gama de
posibilidades eróticas, muchas de ellas relacionadas con la mujer del avión. Annabel. Cody
saboreó el nombre en silencio y recordó su sonrisa seductora, la forma en que se había quedado
mirándola con las manos en las caderas. La forma en que había coqueteado.
Parecía muy sofisticada y bastante distinta a cualquier otra persona que Cody conociera. Y
entonces pensó en Margaret, la pequeña y voluptuosa Margaret, el alma de cualquier fiesta, la
mujer capaz de vender arena a los árabes. Se le hizo un nudo en la garganta y luchó contra un
torrente de recuerdos.
¡Maldita Margaret! Cody deseó poder borrar cualquier rastro de ella en su vida, cerrar la
puerta a los cinco últimos años. Deseó poder olvidar que el color favorito de Margaret era el
azul, el mismo azul que tenía el cielo sobre Passion Bay. Deseó poder olvidar su cara, las
minúsculas pecas oscuras de su nariz, su mirada inocente y burlona. Pero, de alguna manera,
Margaret seguía filtrándose en su consciencia a través de las rendijas más pequeñas, en los
momentos en que Cody menos lo esperaba.
Notó la arena y caminó hacia la playa mientras una ola poco entusiasta la atrapaba. Que
Margaret se fuera al diablo. Eran sus vacaciones y no iba a permitir que los recuerdos de su
examante las dominaran. Margaret ya le había hecho bastante daño. Con la intención de
relajarse y tener la mente en blanco, Cody se dejó caer perezosamente en la arena cálida y se
protegió los ojos del sol.
—Espero que te hayas puesto protector solar —la interrumpió una voz justo cuando empezaba
a quedarse dormida. Asustada, parpadeó ante la desconocida. Era ella, y esta vez la observaba
desde lo alto con una expresión de vaga preocupación.
—Seguramente, no estás acostumbrada a este calor —le dijo a Cody en tono de consejo
práctico—. Aunque no creo que a ti te haga falta tener tanto cuidado como a mí.
Annabel llevaba un traje de algodón ligero, estilo pijama, y un enorme sombrero de paja. Su
piel era tan blanca que se quemaría horriblemente a menos que se protegiera, imaginó Cody. Si
Annabel lucía alguna vez un bronceado, sería un milagro.
—Pensaba que tal vez te habrías quedado dormida —continuó Annabel—, y estaba
preocupada.
Cody se incorporó y se quedó sentada, consciente al mismo tiempo de la inadecuada parte
superior de su bikini y de la penetrante mirada color lavanda de Annabel.
—Me he puesto crema —le dijo a Annabel—, y me pongo morena con facilidad. Pero tienes
razón. A pesar de mi piel, me pondré como una gamba si me quedo aquí toda la tarde.
Annabel se sentó en la arena junto a Cody. Cody sintió que, de repente, tenía dificultades para
hablar.
—Yo me embadurno toda con un factor cuarenta. Pero siempre me aterroriza olvidarme
alguna parte, así que tengo tendencia a dejarme la ropa puesta. —Annabel se echó hacia atrás, se
apoyó en las manos y observó a Cody con claro interés—. ¿Cómo está el agua?
—Divina —se entusiasmó Cody—. Supera cualquier tormenta de arena en Lyall Bay.
Annabel miró de reojo a Cody.
—¿Lyall Bay?
—Una playa de donde yo vivo. El sitio es más famoso por el viento que por las olas. Abre la
boca y se te llenará de arena.
Annabel se rio suavemente. La risa se derritió como caramelo en su garganta.
—Suena a sitio ideal para unas vacaciones.
Cody asintió.
—A veces lo es. Es decir, cuando los nativos no se dedican a tirar por ahí los envoltorios del
pescado con patatas fritas y dejan que sus rottweilers practiquen sus turnos de guardia con los
bañistas.
Los ojos de Annabel centellearon y Cody se apoyó en un codo para mirarla.
—¿A qué te dedicas?
Annabel no contestó inmediatamente. Extrajo unas gafas de sol del bolsillo y se las colocó
rápidamente.
—En estos momentos, no trabajo. —Sonaba un poco evasiva y Cody se preguntó, con un
respingo, si ella también habría perdido su trabajo.
—Yo tampoco —le explicó Cody—. Me he quedado sin trabajo.
—¿Te has quedado sin trabajo? Oh, quieres decir que te han despedido. —Annabel se tumbó
de espaldas y Cody observó cómo su ligera camisa de algodón le marcaba el contorno de los
senos. No llevaba sujetador y el tejido se adhería ligeramente a aquellas zonas de su piel
húmedas de sudor. Cody experimentó una urgente necesidad de inclinarse y morder
delicadamente un pezón a través de la fina cobertura. Avergonzada, desvió la mirada.
—¿De qué trabajabas? —preguntó Annabel.
9
—Soy DBA —replicó Cody—. Administradora de bases de datos.
—Ordenadores —la voz de Annabel sonó afligida—. Unos inventos maravillosos, pero...
—¿Quién quiere trabajar con ellos? —terminó Cody por ella.
Annabel sonrió rápidamente.
—Lo siento. Espero no haberte ofendido.
—Profundamente —dijo Cody, impasible—. No tienes ni idea de lo que supone en la vida
social de una chica hablar de ordenadores... quiero decir que las mujeres son simplemente
anuladas, no pueden decir nada. —Se sentó, lentamente se sacudió la arena de los brazos y los
pechos y empezó a aplicarse más crema con gestos largos y lentos, consciente de que los ojos de
Annabel seguían sus movimientos.
Cody bajó la voz deliberadamente.
—Es la mística de las máquinas. —Dirigió su atención hacia las piernas y las separó para
poder extender la crema en la parte interior de sus muslos—. ¿Por qué lo haces, te preguntan...?
—Se detuvo, dejó caer la botella frente a Annabel y se quitó la parte superior del bikini mientras
decía—: ¿Te importaría ponerme crema en la espalda?
Annabel vertió un poco del cálido aceite en la palma de su mano y lo extendió sobre los
hombros de Cody—. Entonces... ¿por qué lo haces? —preguntó.
—Porque está ahí —respondió Cody con suavidad. Annabel se echó a reír.
—Bueno, gracias por compartirlo —dijo, mientras Cody volvía a ponerse la parte superior del
bikini—. No, en serio, ¿no preferirías hacer otras cosas?
Cody se encogió de hombros.
—No se me ocurre ninguna —detectó en su propia voz el rastro de una actitud defensiva.
Annabel se acercó un poco.
—¿Estás segura de eso? —preguntó suavemente. Se humedeció el labio superior con la punta
de la lengua.
Es una insinuación, pensaba Cody, es una insinuación clarísima. Ella había estado coqueteando
con Annabel y ahora la otra mujer correspondía. Pero a lo mejor Annabel coqueteaba con todo el
mundo, hombres o mujeres. Algunas mujeres se acostumbraban tanto a ese juego sexual que lo
hacían de forma inconsciente. Bueno, para jugar se necesitaban dos y Cody era ahora una mujer
soltera. Podía hacer lo que quisiera.
Le devolvió una mirada cándida a Annabel.
—Depende de lo que me ofrezcan.
Cuando Annabel se quitó las gafas y se inclinó hacia delante, poniendo los brazos alrededor de
las rodillas, Cody pasó a una política más habladora—. Bueno, ¿y qué te parece la isla?
—Me encanta. Comparado con Boston, es tan tranquilo. El aire es realmente puro aquí y todo
es tan... tan tropical. ¿Has estado alguna vez en Boston, Cody?
—Ni siquiera he ido a Estados Unidos —confesó Cody—. En mi país, la gente piensa que es
muy peligroso. Ya sabes, delincuencia por todas partes, lunáticos que disparan contra los
McDonald’s, niños adictos al crack. Eso es todo lo que nos cuentan en las noticias.
—Y todo lo que yo sé sobre Nueva Zelanda es que es el país con más ovejas del mundo.
—Eso es —le dijo Cody—. Tres millones de habitantes y setenta millones de ovejas. A veces
es difícil distinguir a unos de otras.
Annabel se echó a reír. Era una risa profunda y dulce, que permanecía en el aire cálido.
—Supongo entonces que ser vegetariana es una especie de pecado capital.
Cody sonrió.
—No, somos todos muy biodegradables. Además, no hace falta que nos comamos a nuestras
ovejas, se las vendemos a los iraníes.
—¿Habláis con los iraníes?
—No —respondió Cody plácidamente—. Les vendemos ovejas.
Las dos mujeres rieron entre dientes.
—¿Estás casada? —preguntó Annabel bruscamente.
—¡Dios mío, no! —Cody se estremeció de forma gráfica y luego temió haberla ofendido. Con
cautela, le preguntó a Annabel—: ¿Y tú?
—Lo estuve una vez —dijo Annabel—. Hace años, durante mi inexperta juventud.
Cody notó una aguda punzada de decepción. O sea, que Annabel era heterosexual. ¿O no lo
era? Montones de lesbianas habían estado casadas.
—¿Y qué ocurrió?
—Creo que la cuestión es lo que no ocurrió —contestó Annabel—. Yo solo era una cría y Toby
era todo lo que mis padres deseaban. Por aquel entonces, tenía la autoestima tan baja que habría
hecho casi cualquier cosa para conseguir su aprobación...
¡La autoestima baja! El rostro de Cody debió mostrar una expresión de incredulidad, porque
Annabel se puso de repente a la defensiva.
—Sé que es difícil de entender para alguien como tú. Pareces tan segura de ti... Supongo que
nunca has tenido dudas sobre ti misma.
¿Qué quería decir con eso? se preguntó Cody. ¿Dudas sobre ser lesbiana?
—Eso es verdad hasta cierto punto, Annabel —admitió—. Pero tampoco diría que reboso
autoestima. Especialmente desde que... —No terminó la frase y cambió hábilmente de tema—.
Bueno, ¿y qué ocurrió con el Señor Fabuloso?
—Lo dejé a los seis meses. Le dije que se merecía algo mejor que una esposa frígida.
Cody resopló.
—Supongo que no había dudas de que quien tenía un problema eras tú.
Annabel cabeceó.
—Era la salida más rápida. Además, me había enamorado de otra persona y no tenía nada que
ver con lo que había sentido por Toby.
Cody la observó con interés y la apremió.
10
—Cuéntame. Esto es mucho mejor que Days of Our Lives.
—Era una mujer —dijo pausadamente Annabel—. La señorita Clarice Harvey, la nueva
profesora de piano de mi madre. Era maravillosa. Alta, inteligente y muy prerrafaelista. Yo
regresé a casa después de la ruptura de mi matrimonio y ella solía venir una vez por semana.
Después de tres meses, la invité a salir. —Cayó en un pensativo silencio.
Cody la apremió.
—¿Aceptó?
—Sí —suspiró Annabel—. Pero me temo que siempre fue un deseo no correspondido. Estaba
prometida a un violinista de la Sinfónica de Boston y quería que él la acompañara a nuestra cita.
—No me digas más —Cody hizo una mueca—. ¿Se lo permitiste?
—Claro que no —dijo Annabel—. Pero, de todas formas, se pasó la noche entera hablando de
él. ¡Dios, fue un desastre! Al final, le desnudé mi alma y ella, con toda la calma del mundo, dijo:
«Oh, Dios mío, pero entonces debes de ser lesbiana...».
Cody se echó a reír y luego se disculpó.
—Mierda, lo siento. He sido una insensible...
—No te preocupes —dijo Annabel—. Siempre he aspirado a la comedia. Y bien, ¿no conocerás a
alguien que tenga una bonita y sencilla historia sobre cómo salió del armario?
—Bueno, en realidad... —Cody sonrió y Annabel puso los ojos en blanco.
—No conoces a nadie.
—Me temo que no —dijo Cody—. Simplemente, empecé a enamorarme de chicas y al final una
de ellas también se enamoró de mí.
—¿Nunca saliste con chicos?
—Algunas veces —admitió Cody—. Citas dobles, casi siempre. Pero nada serio, quiero decir
que nunca me he acostado con un chico ni nada de eso.
—Qué afortunada —murmuró Annabel y luego miró atentamente a Cody—. Bueno, ¿y tienes
pareja en estos momentos?
Cody guardó silencio, desvió la mirada y se mordió ligeramente el labio.
—No, en estos momentos no —dijo al fin, con un nudo en la garganta—. Hace poco que... —
empezó, pero inesperadamente Annabel le rozó el brazo.
—Lo siento. ¿Cuándo fue?
—Hace cinco semanas —dijo Cody tristemente y, durante un momento, apoyó la cabeza contra
las rodillas.
Annabel acarició tímidamente el brazo de Cody.
—¿Fue muy duro?
Cody asintió, encogiendo los hombros. Deseó no sentir tanto dolor aún. Ahí estaba ella, en un
lugar hermoso con una mujer hermosa y, ¿qué hacía? Hablar de su ex.
—¿Por eso viniste a la isla? —le estaba preguntando Annabel.
—Ese es uno de los motivos —dijo Cody con la voz ronca.
—¿Y el resto? —La mano de Annabel se había desplazado para detenerse sobre los hombros
de Cody y Cody se apoyó agradecida en su calidez.
—Es muy complicado —dijo evasivamente.
—Lo siento. Debes creer que soy terriblemente fisgona. No pretendía serlo.
Cody la miró, sonrió y se encogió de hombros.
—No pasa nada. Es que me resulta difícil hablar de ello, eso es todo. Supongo que necesito
«trabajar» mi dolor.
Annabel sonrió.
—¿Qué tal si en lugar de eso trabajas tus vacaciones y cenas conmigo esta noche?
A Cody le dio un vuelco el corazón.
—¿Cenar? —repitió—. Eso sería genial.
—Pues estás invitada. —Annabel empezó a dibujar un mapa en la arena con el dedo—. Aquí
está mi casa —explicó—. Ven cuando quieras. Si no estoy, te sientas y te sirves una copa. —Se
puso en pie y se sacudió la arena—. Voy en avión a Rarotonga esta tarde. ¿Necesitas algo?
—No, gracias —dijo Cody y, con un breve gesto de la mano, su amiga se alejó por la arena
blanca.

***

La casa de Annabel era grande y confortable, no se parecía en nada a una casa de veraneo. Estaba
llena de libros, adornos, cuadros y los muebles de madera tenían un aspecto antiguo y cuidado.
—¿Vives aquí siempre? —preguntó Cody, mientras echaba un vistazo a las gastadas alfombras
persas y a los enormes tiestos con palmeras.
—Yo no, pero mi tía vive... vivía aquí.
—¿Tu tía está...?
—Muerta. —Annabel terminó la frase con voz triste—: Sí, murió hace tres semanas.
—Lo siento. ¿Estabais muy unidas?
—Sí, durante los últimos años de su vida lo estuvimos. Me dejó esta casa —dijo con sencillez
—. ¿Te sirvo otra copa? —ofreció.
—Mejor que no. El champán se me sube a la cabeza. —Y, además, Cody había notado que
Annabel apenas había tocado su propio vaso. Dejó que su mirada recorriera a la mujer que estaba
en el otro extremo del sofá.
Annabel llevaba una camisa blanca metida dentro de unos Levi’s desteñidos y gastados y su
pelo estaba peinado hacia atrás y recogido en una trenza, una mezcla efectiva entre lo formal y lo
informal que le sentaba a la perfección.
—¿Siempre has vivido en Boston? —le preguntó Cody.
Alzó sus brillantes ojos color lavanda.
—Más o menos. Una vez hice una tentativa de largarme. Les dije a mis padres que iba a ir la
Universidad de California en Berkeley. Eso era en los años setenta y cualquiera habría dicho que
yo había comprado acciones en Sodoma y Gomorra. Mi madre tuvo migraña durante una
semana. De todas formas, fue efímero y acabé en Radcliffe, donde ellos podían controlarme. Por
aquel entonces, era una verdadera cobarde.
—Me cuesta creerlo —dijo Cody—. ¿No eres un poco dura contigo misma?
Annabel se encogió de hombros.
—A veces me siento frustrada cuando le echo un vistazo a mi pasado. Me parece una gran
pérdida de tiempo y no puedo creer lo estúpida que era.
—¿Quieres decir al no darte cuenta antes de que eras lesbiana?
—Supongo que sí —dijo Annabel—. Pero también me refiero a mi aspecto. —Annabel se
observó las manos pensativamente—. Siempre he pensado que era fea. Parece que no importa lo
que la gente diga, aún me pongo paranoica con eso, a veces.
—Pero si eres guapísima —se le escapó a Cody—. Nunca he visto a nadie como tú. —Su
mirada se detuvo en la boca de Annabel durante un instante demasiado largo.
—No estaba buscando un cumplido —dijo Annabel, un poco fríamente.
Cody se sintió incómoda.
—Lo he dicho en serio, Annabel. Creo que eres muy guapa. —Sonrojándose, se apartó e
imprudentemente se sirvió otra copa de champán.
Una conversación de ese tipo solo podía terminar de una forma, pensó Cody, deseando de
repente que no hubiera empezado jamás. Odiaba los juegos. Parecía todo tan ridículo. O se
acostaba con Annabel o no. Y si no se acostaba con ella, era hora de marcharse (solo que no
quería irse todavía). Apuró su copa y miró a Annabel.
Algo de su confusión debía haber trascendido. Annabel sonrió lentamente, le sirvió más
champán y se relajó en su esquina del sofá, mirando perezosamente a Cody. Parecía controlar
perfectamente la situación y su expresión ligeramente agresiva puso nerviosa a Cody. Cuando
acabara esa copa se iría, decidió Cody. Bebió otro largo trago del líquido afrutado y dejó que las
burbujas le enturbiaran los sentidos.
—Esto es maravilloso —dijo, observando su vaso, repentinamente absorta en la efervescencia.
Después, para su desesperación, soltó una risa tonta cuando un torrente cálido dejó sus piernas
débiles y sin fuerza.
—Ay, Dios mío —murmuró y rápidamente dejó su vaso, tratando de recuperar la compostura.
Raramente bebía alcohol, tras haber descubierto a pulso que cometía sus mayores errores
después de unas cuantas copas. Pensó en Margaret y en lo tentador que había sido irse a
cualquier bar y quedarse allí, destruyendo sus sentimientos. «Es Margaret quien necesita una
lobotomía, no tú», le había dicho una amiga.
Cody bostezó y luego se preguntó qué hora era. Se sintió como si hubiera pasado muy poco
tiempo con Annabel. La cena había sido deliciosa y la conversación, tranquila y agradable. Hasta
ahora.
—Debes de estar cansada —Annabel interrumpió suavemente sus pensamientos—. ¿Quieres
tumbarte unos minutos?
Cody asintió e, incluso mientras lo hacía, pensó «No puedo creerlo». Era el truco más viejo del
mundo y allí estaba ella, tragándoselo por completo. Pero, aun así, se dejó conducir a una
habitación débilmente iluminada y se dejó guiar hacia un enorme futón. Había velas junto a las
paredes y sus halos dorados bailaban, borrosos, ante sus ojos.
—Annabel... —empezó, pero en sus labios se apoyó un dedo y la otra mujer la empujó para que
se sentara en el borde de la cama.
—Relájate, Cody —Annabel pasó sus dedos por el pelo de Cody y rodeó su cabeza para
masajearle la nuca—. Estás muy tensa —comentó, explorando los rígidos tendones.
Cody asintió y acarició la mejilla de Annabel con una mano tímida.
—¿Estás nerviosa? —preguntó Annabel.
Cody asintió de nuevo y deseó que se le ocurriera algo rápido y sofisticado que decir. Los dedos
de Annabel acariciaban los músculos tensos de sus hombros con un ritmo hipnótico. El contacto
era maravilloso y Cody deslizó un brazo alrededor de la cintura de Annabel y se volvió para
mirarla.
En el resplandor de la luz de las velas, tenía un aspecto dulce y dorado, como una diosa perdida
en la tierra. Cody se incorporó y le acarició el pelo. Como una tela de araña, se le pegó a los
dedos y ella le quitó las agujas y dejó que cayera sobre los hombros de Annabel.
Cody era consciente de que Annabel le había sacado la camiseta de los pantalones, de que le
acariciaba la espalda, de que la abrazaba. Notó un vacío en el estómago y se le puso la piel de
gallina en aquellas zonas que Annabel exploraba. Cerró los ojos y la cabeza le dio vueltas. Quería
decir algo, pero no conseguía articular palabra. «Estás borracha», le recordó una voz lejana.
Annabel la estaba tumbando en la cama y Cody no se resistió. Notó una boca en su cuello, en
sus hombros, en sus pechos y disfrutó de las sensaciones. Cuando la camiseta se deslizó por su
cabeza, abrió los ojos y trató de enfocar torpemente lo que había a su alrededor.
Aquella no era su habitación, pensó con dificultad. Las manos que la estaban acariciando no
eran las de Margaret. Miró a Annabel y se quedó sin respiración. Casi por su propia voluntad,
sus músculos se tensaron. Annabel, aquella era Annabel. Una mujer a la que había conocido
apenas dos días antes. Estaban en su habitación haciendo el amor. No era Margaret.
De repente, a Cody le escocieron los ojos y sus labios empezaron a temblar. Y entonces empujó
a Annabel con las manos y se apoyó en sus codos para sentarse, mientras la cabeza le daba
vueltas.
No era así como ella quería que fuese. Ella quería... no sabía lo que quería.
—No puedo —tartamudeó, nerviosa. Annabel se apartó. Cody se humedeció los labios y evitó
la mirada de Annabel—. No puedo hacerlo —dijo con tristeza, y agachó la cabeza—. Lo siento.
Annabel abrazó suavemente a Cody.
—No, soy yo quien lo siento, Cody —dijo, después de un instante—. Supongo que he dado
demasiadas cosas por sentadas. —Acarició la mejilla de Cody con su mano libre y le levantó la
cabeza.
Cody estaba avergonzada. Sus ojos estaban llenos de lágrimas y le temblaban los labios. Desde
alguna parte de su interior, la perseguía una voz. «Estúpida, la deseas, ¿no es así? ¿Qué te pasa?
Deja de lloriquear.»
—Es demasiado pronto, ¿verdad? —Annabel pasó un dedo por la mejilla húmeda de Cody y
luego lamió las lágrimas.
Cody asintió.
—Me siento como una idiota —dijo amargamente—. Ya hace un mes y es como si no pudiera
olvidarla. Apenas puedo pensar en ella sin echarme a llorar y no puedo pensar en nada que no
sea ella. —Se inclinó hacia delante y permitió que Annabel la abrazara, consciente de lo
reconfortante que era que le acariciaran la cabeza.
—¿Cómo se llama? —preguntó Annabel pausadamente.
—Margaret —dijo Cody junto a su hombro.
—¿Quieres hablarme de ella?
Cody volvió la cabeza, una de sus mejillas apoyada en los pechos de Annabel. Podía oír el
latido constante de su corazón y oler aquella fragancia familiar (vainilla y algo más).
—La conocí en un trabajo de verano, durante mi último año en la universidad —Cody cerró
los ojos—. Recogíamos fresas. Hacía tanto calor y era como si todo fuera pegajoso y dulzón. Yo
tenía un cubo enorme listo para que lo pesaran y ella estaba arrastrando el suyo hacia el puesto.
Mi cubo no estaba donde debería haber estado y ella tropezó. —Cody se rio con suavidad—.
Había fresas por todas partes.
—Qué gracioso —comentó Annabel—. ¿Y qué pasó entonces?
—Tuvimos una pelea increíble... una pelea física y, bueno... nos despidieron a las dos.
—Una pareja ideal, por lo que veo.
Cody sonrió.
—Empezamos a salir y unos cuantos meses después nos fuimos a vivir juntas. Eso fue hace casi
cinco años.
—Cinco años —Annabel arqueó las cejas—. Entonces, estabas realmente casada. —Guardó
silencio—. ¿Qué ocurrió, Cody?
Cody trató de fortalecer su ánimo. Cada vez que intentaba pronunciar las palabras, no las
encontraba, se le congelaban en los labios como si fueran pequeñas piedras. Ni siquiera había
sido capaz de decírselo a Janet, su mejor amiga.
Annabel se había echado un poco hacia atrás y la observaba.
—No me lo cuentes si no quieres, Cody. Es solo que tal vez te ayudaría contármelo.
—Me dejó —dijo suavemente—. Había... —una pausa— alguien más. —Las lágrimas
volvieron a brotar y Cody no se preocupó de secarlas—. Ocurrió tan deprisa... Un día éramos
amantes y al día siguiente me estaba diciendo que jamás fue realmente feliz conmigo y que todo
había terminado. Había encontrado a otra persona y eran almas gemelas.
«Tengo que dejarte, Cody —habían sido sus palabras exactas—, me gustaría que fuéramos amigas
pero si no quieres lo entenderé. Me importas de verdad, Cody.»
—¿Conocías a la otra mujer? —preguntó Annabel.
Encogiendo los hombros, Cody negó con la cabeza.
—Era un hombre —se oyó decir a sí misma, consciente de repente de las náuseas que le habían
entrado.
—Un hombre... —repitió Annabel sin comprender.
—Creo que voy a vomitar —le dijo Cody—. Mejor que me vaya a mi casa a hacerlo.
5

Cody se tumbó sobre su estómago y abrió su libro de bolsillo por la página veintiuno, que ya
había leído varias veces. Las palabras se juntaban y ella se quitó sus Ray Ban y limpió con la
camiseta las pequeñas gotas de sudor que había en los cristales.
El callejón estaba desierto a excepción de un gato roñoso que probaba fortuna en los cubos de basura que había junto a un
tugurio italiano barato. Amanda pegó su espalda a la mugrienta pared y avanzó lentamente, con una mano puesta en el
bulto reconfortante de su Smith & Wesson.

Cody levantó el libro, sacudió la arena y trató de recordar por qué Amanda se encontraba en
aquel callejón oscuro acariciando una pistola. Volvió atrás hasta el principio del capítulo, pasó un
par de páginas y luego dejó el libro, asqueada. Llevaba días intentando leerlo. De hecho, desde
aquella noche en casa de Annabel. Se acabó tanto escaparse, pensó con tristeza mientras se daba
la vuelta para contemplar las palmeras.
El cielo era una inmensa pantalla azul sin nubes y el océano golpeaba el arrecife con toda la
pasión involuntaria de sus latidos. Una ligera brisa agitó las frondosas ramas de las palmeras,
pero fue insuficiente para refrescar el aire de aquella tarde.
Una semana, llevaba una semana en la isla y ya echaba de menos su casa. Cody evocó una
imagen de su oficina, con los terminales de ordenador amontonados contra las paredes y las
impresoras imprimiendo frenéticamente. Suzie Wentworth ocultando un cigarrillo tras el último
número de la revista BYTE. Mientras estaba allí, lo odiaba, pero ahora que no podía volver
echaba de menos la seguridad y previsibilidad de todo aquello.
Perdida en una isla desierta... sin billete de vuelta a casa. ¿Por qué había quemado sus propias
naves, por qué se había precipitado? Si no se hubiese quedado el dinero, aún podría haberse
permitido aquellas vacaciones y podría haber volado a casa cuando hubiesen finalizado,
conseguir un empleo bien pagado, ir al cine con sus amigos, ir a los bailes de chicas...
No había hablado con Margaret antes de irse, recordó Cody con una aguda punzada de dolor.
Tal vez jamás volvería a hablar con ella. Y le había dado a Janet instrucciones explícitas de no
revelarle a nadie su dirección, ni siquiera a Margaret.
—Pero... ¿y si ella quiere hablar? —había protestado Janet—. A veces las parejas hacen las paces,
Cody... Se reconcilian. —Janet era así, eternamente optimista, siempre convencida de que podía
haber un final feliz.
—No volverá —había dicho Cody, con una seguridad inexorable. Aquello era la vida real, no
una película.
Qué estaría haciendo Margaret en aquel momento, se preguntó Cody. ¿Saltando de la cama en
el mismo instante en que sonaba la alarma del despertador, poniéndose su chándal y saliendo de
casa para correr de buena mañana? ¿O ya estaría viviendo con aquel como-se-llame... haciéndole
la cena, lavándole las camisas? Cody apartó de su memoria los terribles fragmentos de un
recuerdo... Margaret sentándose en el coche con él, tras llevarse sus muebles, inclinándose para
besarlo...
La rabia se apoderó de ella y la obligó a levantarse de la arena y a correr por la playa.
—¡Zorra! —gritó Cody a las olas—. ¡Zorra sucia y asquerosa!
Violentos sollozos se abrieron paso y ella cayó de rodillas y lloró junto a la orilla del mar.
Cody no supo cuánto tiempo había permanecido allí, mientras sus lágrimas se mezclaban con el
agua salada hasta que ya no se distinguió esta de aquellas. Fue un ruido lo que llamó su atención,
un tamborileo sordo tan regular como el de las olas, solo que con un ritmo distinto. Alzó la
mirada, no vio nada, escuchó de nuevo.
No era una misión de emergencia, como Annabel llamaba burlonamente a sus vuelos regulares
en el Dominie de Bevan Mitchell. No se oía ningún zumbido ni tampoco gritos de gaviotas
ahuyentadas cuando el pequeño avión desalojaba a la competencia de la pista de aterrizaje.
Cody se limpió la cara y se puso en pie. Tal vez había sido una barca; tal vez alguna de las
otras huéspedes de la isla había salido a pescar. No había visto a nadie desde su llegada, pero
Annabel le había dicho que había tres mujeres más en el otro lado de la isla. Ya no se oía nada.
Encogiéndose de hombros, regresó a su toalla de playa y a la página veintiuno de su novela de
misterio. Encontró al gato roñoso y entonces dejó de leer. Allí estaba otra vez, aquel sonido
suave y rápido. Se sentó y escudriñó la playa en ambas direcciones.
Era un caballo, un caballo negro. Cody bajó su libro. Era Annabel. Recordó vagamente que ella
había mencionado al animal y, en primer lugar, se preguntó cómo habría llegado a la isla.
Caballo y jinete se acercaban a medio galope. Con el ceño fruncido, Cody contempló sus
pertenencias.
Hoy no quería ver a Annabel, pensó, recordando la otra noche con una mezcla de confusión y
vergüenza. Todo lo que recordaba Cody era haberse disculpado una y otra vez, haberse
tambaleado por el camino de la jungla con la permanente ayuda de Annabel y luego haberla
apartado bruscamente cuando ella se ofreció para ayudarla a desvestirse y meterse en la cama. Al
día siguiente por la mañana alguien llamó a su puerta y ella, que sabía que se trataba de Annabel,
no abrió.
Se estaba portando mal, admitió Cody. No tenía ninguna necesidad de evitar a Annabel. Las
dos eran adultas; podían discutir lo ocurrido como mujeres maduras. Y, además, no había nada de
qué hablar. Después de todo, no había ocurrido nada. Cody podía disculparse por haberse
emborrachado y haber estropeado la velada y Annabel...
La mirada de Cody volvió a la jinete. Si Cody no la hubiera detenido, ¿habrían hecho el amor?
Una aventura de una noche. ¿Era eso lo que buscaba Annabel? Pasar un buen rato; ¿sol, mar y
sexo?
11
¿Y qué tenía eso de malo? razonó Cody. ¿Desde cuándo formaba parte de la Mayoría Moral?
Con un gesto desafiante, metió su toalla y su libro en su bolsa y se sacudió la arena de los brazos
y las piernas. Hablaría con Annabel, pero no hoy. Arrastrando un poco los pies, se retiró hacia la
jungla que había tras las palmeras.

***

Annabel clavó sus talones en Kahlo y notó cómo la yegua reaccionaba al instante. Había
vislumbrado en la distancia una cabeza morena y algo de colores chillones, tal vez una toalla.
Cody. Una parte de Annabel quería correr tras ella, otra parte quería fingir que no estaba allí.
Annabel tiró de las riendas, redujo el paso de la yegua a un simple trote y observó cómo Cody
desaparecía.
No había dejado de torturarse desde aquella noche. ¿Qué demonios le había ocurrido, para
emborracharla con champán y suponer que se acostarían juntas, como si tener relaciones
sexuales fuera tan importante como el café tras la comida? No le extrañaba que Cody la evitara
como si fuera la peste.
Annabel notó cómo un cosquilleo no deseado invadía su estómago cuando las imágenes de
Cody llenaron su mente. Hacía meses, años en realidad, que no deseaba tanto a una mujer. Casi
había olvidado cómo era el deseo puro y tradicional. Desde que había empezado a trabajar en la
bolsa de valores, era como si nada pudiese competir con las descargas de adrenalina de su trabajo.
Se había pasado al parqué tras su ruptura con Clare y había jurado entonces que era la última vez
que «se liaba».
Retrospectivamente, su relación había estado condenada al fracaso desde el principio. Clare, la
lesbiana declarada, la activista política; Annabel, la privilegiada hija única. Se peleaban con la
misma pasión con la que se querían y hacían el amor. Habían discutido sus diferencias durante
tres años, hasta que las cosas que no se habían dicho tuvieron más fuerza que las palabras.
Annabel nunca podría olvidar la despedida, las dos abrazadas llorando por lo que ambas
perdían. Ninguna de las dos había sido capaz de expresar sus sentimientos. Las palabras se
habían convertido en trampas, en armas, y ya no podían confiar en ellas. Lo habían intentado con
consejeros matrimoniales, pero Clare consideraba que la terapia era la alternativa más fácil de la
clase media y Annabel le echó la culpa de su consiguiente ruptura a la desgana de ella a la hora
de colaborar.
Aún se escribían. Tres veces al año... por sus respectivos cumpleaños y en' Navidad. Después de
Clare había habido otras mujeres, por supuesto, pero a lo largo del año anterior Annabel se había
dado cuenta de que cada vez perdía más el interés. Poco antes de que tía Annie muriera, incluso
había llegado al punto de empezar a preguntarse si no se estaría volviendo heterosexual.
Fue en la isla cuando empezó a comprender lo monótono que era su trabajo, lo vacía que estaba
su vida. Finalmente consiguió admitir que sufría síndrome de abstinencia de las descargas de
adrenalina a las que se había acostumbrado su cuerpo... el alcohol, la cafeína.
Hasta ese momento, Annabel no había atado cabos. No había querido hacerlo, supuso. Pero
aquí, escuchando el mar y respirando un aire puro, no contaminado, había empezado a pensar en
su pérdida gradual de peso, en la ausencia de la regla, en su costumbre de beber diez tazas de café
al día, en su creciente aislamiento social y en el cansancio que se abatía sobre ella cada noche,
una hora después de terminar su jornada laboral.
¿Por qué no se había dado cuenta antes? Algunos de sus amigos lo habían visto y Annabel
recordó sus reacciones hostiles con sorpresa y remordimientos. Por aquel entonces, no estaba
preparada para oír hablar de ello.
Annabel guio a Kahlo hacia la jungla, localizó el camino que conducía a Hisbiscus Villa, se
detuvo, y entonces obligó a la yegua a tomar la dirección opuesta. Deseaba ver a Cody. Pero eso
podía esperar.
No puedo creer que hayan ocurrido tantas cosas en tan solo un año. Estoy prometida a Roger. Mi querida Rebecca sigue en
Londres y Laura se ha casado con el pomposo y aburrido de Theodore Worth...

Laura y Theodore. Sus padres. Annabel sonrió ante la descripción que tía Annie hacía de su
padre. No se podían ni ver. Pasó deprisa algunas páginas.
Echo desesperadamente de menos a Rebecca y le escribo casi a diario. Sus cartas hablan de una mujer llamada Alexandra.
Viajaron juntas a París. No soporto pensar en ello, pero sé que es una locura sentir tantos celos de la mejor amiga de una.
Roger no para de insistir para que le permita ciertas libertades, pero yo simplemente detesto sus manos sobre mi cuerpo.
No sé si podré soportar la vida de casada.

Annabel arrugó la frente. Por lo que ella sabía, la tía Annie no se había casado nunca. Devolvió
el año 1957 a su estante y cogió el siguiente volumen. Una carta en papel muy fino cayó cuando
lo abrió. Annabel leyó el contenido sintiéndose culpable, como una vulgar intrusa en la vida
privada de alguien.
Mi dulce Annie:

Regreso a casa y no volveré a alejarme de ti jamás.


No puedo expresar lo que siento al saber que al fin has aceptado lo que nuestros corazones han sabido siempre. No te
preocupes por Roger. Encontrará a otra chica y pronto te olvidará. Estoy tan impaciente por verte, amor mío. Quiero
tomarte entre mis brazos y tenerte ahí para siempre.
Con todo mi amor,

Rebecca

Annabel dobló de nuevo la carta y la metió en el diario. Tenía la extraña sensación de no estar
sola, de la presencia de alguien más en la casa. Durante un momento, imaginó que era el
fantasma de Su tía, o tal vez la desconocida Rebecca.
Devolvió el diario a su sitio y escuchó atentamente, pero solo oyó el sonido familiar de las olas
en el lejano arrecife, el susurro de las palmeras, la ópera de insectos.
—¿Hay alguien ahí? —Asomó la cabeza por la puerta del desván y escuchó de nuevo. Pasos—.
¿Es usted, señora Marsters?
—Soy yo —respondió una voz desde el porche.
Annabel reconoció el acento al tiempo que se le aceleraba el pulso.
—¿Cody?
Bajó la escalera y se precipitó al exterior, consciente de repente de su ropa, unos minúsculos
vaqueros recortados, un viejo y raído top. Su pelo estaba suelto y enredado tras la siestecita de la
tarde y se lo apartó de la cara con dedos ligeramente temblorosos.
Cody estaba esperando en el porche y el corazón de Annabel se disparó en cuanto la vio.
Llevaba un breve sarong de brillantes colores, anudado en el valle entre sus pechos. La
convicción de que no llevaba nada debajo afectó de diversas maneras a Annabel, e hizo que sus
pantalones cortos resultaran decididamente incómodos y que su respiración se volviera
irregular. Cody parecía un poco violenta, pasando el peso de un pie a otro, como si fuera a salir
huyendo al menor ruido. ¿Para qué había venido? ¿Para decirle a Annabel que abandonaba la isla
o para abofetearla?
—Hola —saludó a Annabel con una sonrisa rápida e insegura, mientras se echaba el pelo hacia
atrás con aquel gesto inocente que Annabel encontraba casi insoportablemente sexy—. Estaba
dando un paseo y se me ocurrió hacerte una visita.
—Me alegro —dijo Annabel—. ¿Te apetece una copa?
—incluso mientras lo decía, se sintió avergonzada. ¡Una copa! Aunque Cody se estuviera
muriendo de sed, no le aceptaría ni un vaso de agua.
—Mejor que no —dijo Cody—. Ya viste lo que ocurrió la última vez —se ruborizó.
—Lo siento... —empezaron a decir las dos al mismo tiempo y luego se echaron a reír
torpemente.
—Después de ti —ofreció Annabel con fingida galantería.
Cody empezó de nuevo.
—Siento de verdad lo de la otra noche. Bebí demasiado. Espero que no fuera demasiado
desagradable para ti —empezó a bajar de espaldas los escalones del porche.
—¡Cody! —El tono de Annabel la hizo detenerse—. Por favor, no te vayas. Yo también lo
siento. Te resultará difícil de creer, pero no tengo por costumbre emborrachar a mujeres para
llevármelas a la cama.
La boca de Cody se deshizo en una sonrisa.
—No tendrías que esforzarte mucho, Annabel —dijo con ironía—. Eres una mujer muy
atractiva.
—Yo también te encuentro muy atractiva, Cody —dijo Annabel con la voz ronca—. La otra
noche yo... —estaba incómoda—. Supongo que me siento sexualmente frustrada —añadió, en un
intento de quitarle importancia al asunto.
—Qué halagador —respondió Cody, con cruel ironía.
Annabel se llevó una mano a la boca.
—Fantástico —se lamentó—. Ahora sí que lo he estropeado del todo —le tendió una mano a
Cody—. Lo siento. ¿Podemos volver a empezar?
Cody cogió la mano y se dejó arrastrar de nuevo hacia el porche. Se miraron fijamente a los
ojos.
—Me encantaría volver a empezar —dijo Cody muy suavemente y las dos mujeres se
sonrieron la una a la otra.
6

Los días que siguieron pasaron como en una bruma para Annabel. Dedicó muchas horas a
estudiar detenidamente los diarios de su tía, tratando de recomponer la complicada película de su
vida. A ratos, era lo único que podía hacer para concentrarse. Descubrió que sus pensamientos se
escapaban constantemente hacia Cody, preguntándose qué estaría haciendo, si estaría en casa.
Se veían cada día, cenaban juntas, paseaban por Passion Bay a la luz de la luna y,
ocasionalmente, se rozaban los dedos o los muslos, pero no eran amantes.
La noche anterior, durante uno de sus paseos, Cody había deslizado un brazo alrededor de la
cintura de Annabel y le había preguntado:
—¿De dónde le viene el nombre a Passion Bay?
—No lo sé —había respondido Annabel—. Supongo que mi tía debió ponérselo. Vivió aquí
durante los últimos treinta años y esta era su playa favorita. Sin embargo, la bahía tiene cierta
reputación entre los isleños.
—¿Ah, sí? —se interesó Cody—. ¿Y eso?
Annabel sonrió.
—Bueno, existe una leyenda. Según la señora Marsters, los isleños creían hace cientos de años
que las aguas de Passion Bay poseían el secreto de la fertilidad y así, las mujeres que no podían
tener hijos venían aquí a bañarse. Un famoso jefe cuya esposa era estéril —la culpa era de ella,
naturalmente— la trajo a esta isla y la dejó aquí durante tres ciclos enteros de la luna.
—Una manera ideal de quedarse embarazada —murmuró Cody.
—Ya lo creo. De todas maneras, la historia cuenta que volvió a recogerla y no había duda de
que ella había concebido. A su debido tiempo, dio a luz a una hija.
—O sea, que ya estaba embarazada cuando él la dejó aquí —observó Cody—. Supongo que en
aquella época no tenían pruebas del embarazo.
Annabel sonrió.
—No. Y ahora es cuando llegamos a la parte interesante. Evidentemente, la mujer estaba
segura de que había concebido en la isla. Afirmaba que la diosa de la isla la había visitado en
diversas ocasiones, que había yacido con ella y que le había concedido el regalo de un hijo... el
único que tuvo, de hecho.
Cody abrió mucho los ojos.
—Imagino que eso fue después de que el misionero local les hubiera hablado a todos los
paganos de la inmaculada concepción, ¿no?
—Oh, mujer de poca fe —suspiró Annabel—. No, fue mucho antes de eso. Y lo más interesante
es que en Moon Island no vivía nadie a excepción de un reducido grupo de mujeres... la isla era
sagrada para las mujeres y los hombres estaban prohibidos. Pero las mujeres que vivían aquí
tenían hijos, todos niñas.
—Muy raro —dijo Cody—. ¿Y qué piensas tú de todo eso?
—Bueno, en realidad solo hay una explicación posible.
—¿Que la «diosa» de la isla era un hombre disfrazado?
Annabel se echó a reír.
—¡Claro que no! —le dio un suave codazo en las costillas a Cody—. Partenogénesis, la división
de un óvulo sin fecundar.
Cody pareció dudar.
—Pensaba que los científicos no estaban muy seguros de eso.
—¿Y crees en serio que nos lo dirían aunque lo estuvieran? Imagínatelo... que los hombres no
sean necesarios para la procreación.
Cody se detuvo en seco y sonrió ampliamente.
—Los óvulos solo tienen un cromosoma X...
—Ahora empiezas a entenderlo. Si la partenogénesis es posible, solo produciría mujeres y,
teniendo en cuenta que nosotras somos las especie tipo, eso no es sorprendente.
—Oh, Dios —comentó Cody—. El argumento del hombre como mutante. No serás una de esas
lesbianas radicales que odian a los hombres, ¿verdad?
Annabel la miró de reojo, resplandeciente.
—¿Ganaré puntos si contesto que sí a eso?
—Si quieres ganar puntos, tengo algunas sugerencias más creativas.
Annabel se volvió para mirarla y deslizó sus brazos alrededor del cuello de Cody.
—Nada que pueda terminar en partenogénesis, espero.
Dejó un rastro de sensuales besos en el cuello de Cody y en sus hombros desnudos y las dos se
dejaron caer sobre la cálida arena de Passion Bay. Pero cuando los dedos de Annabel se
desplazaron hacia el nudo que sujetaba el sarong de Cody, notó cómo la mujer joven se tensaba
casi imperceptiblemente. Annabel la abrazó y la meció suavemente y permanecieron allí juntas,
escuchando los sonidos de la noche.
Annabel sabía con una certeza fatalista que se convertirían en amantes, pero sus propios
sentimientos eran confusos. Tenía dudas a la hora de demostrarlos. Era obvio que Cody se sentía
atraída por ella, pero también notaba cierta confusión en la joven. No era nada sorprendente. La
que había sido su amante durante muchos años acababa de abandonarla por un hombre. Eso era
más que suficiente para minar la confianza de cualquiera.
Annabel recordaba demasiado bien aquellos sentimientos de rabia impotente, de culpa e
introspección cuando Clare y ella se separaron. Durante muchos meses después, se observaba a sí
misma en los espejos, preguntándose si había algo malo en ella, algún defecto que solo los demás
podían ver. A pesar de que la separación había sido más o menos de mutuo acuerdo, ella seguía
sintiéndose responsable. Si ella hubiera sido más militante, Clare tal vez se habría quedado, si
hubiera tenido un aspecto más masculino, si le hubieran interesado las «manis» tanto como el
teatro, si no hubiera procedido de una familia rica... La lista era tan larga como su brazo.
Se había sentido tan vulnerable entonces y tan sola. Era uno de esos momentos en los que más
había sentido su aislamiento como lesbiana. Cuando se separó de Toby, tras tan solo seis meses
de matrimonio, la habían inundado con muestras de apoyo (llamadas de teléfono de su madre,
abrazos de sus amigos y la amabilidad de sus compañeros en el trabajo). ¡Y era ella la que lo
había dejado!
Qué contraste respecto a Clare. Se había visto obligada a fingir que todo era maravilloso y de
color de rosa en su mundo, que su compañera de piso había encontrado un nuevo empleo en San
Francisco y bueno, era fantástico, ¿no? Por supuesto, sus amigas lesbianas lo habían entendido y
la consolaban. Pero, por primera vez en su vida, Annabel había experimentado profundamente el
dolor de su invisibilidad. Se había sentido como si fuera dos personas a la vez: una, la banquera
trabajadora y con éxito; otra, la inadaptada silenciosa y dolida.
Sus padres estaban encantados, claro. No porque se alegraran de verla sufrir, sino porque
siempre habían pensado que su sexualidad solo la conduciría a la infelicidad. Percibieron su
ruptura con Clare como un símbolo de que su hija sentaba la cabeza. Su madre incluso habló de la
posibilidad de otro matrimonio, ahora que ella «ya se había quitado todo aquello de encima».
Annabel ni siquiera se preocupó de discutir. ¿De qué servía?
Desde aquel momento, apenas había mencionado a sus padres el tema de sus relaciones y ellos
nunca lo sacaban. Sabían que seguía siendo lesbiana, pero no se hablaba de ello y los silencios
tampoco eran nada nuevo en la familia de Annabel. Desde que tenía uso de razón, había
percibido lo que no se expresaba con palabras; los mensajes clandestinos, las miradas sutiles que
intercambiaban sus padres, la rabia que hervía como si fuera un volcán bajo la tierra silenciosa.
De niña, a menudo se había sentido tan nerviosa que había sido incapaz de sujetar sus cubiertos.
Y jamás había entendido por qué.
Al desempolvar otro diario, Annabel cabeceó. Aquella antigua turbación seguía ahí, aquella
extraña sensación de estar esperando algo. ¿De estar esperando qué? Abrió el libro con un
desagradable malestar y empezó a leer. Era el año 1959.
Rebecca se ha portado maravillosamente. No ha dejado que me sienta avergonzada ni un solo momento. Hasta me ha
comprado nada más y nada menos que una isla, la muy tonta. ¿No es una locura? No tengo ni idea de cómo vamos a llegar
allí, pero Rebecca dice que para algo su familia está en el negocio de los transportes marítimos y que nos marcharemos en
cuanto haya nacido el niño. To quiero irme ahora, pero Rebecca insiste en que debemos permanecer cerca del hospital y,
como siempre, ella es la sensata.

¿Un niño? ¿De quién? El corazón de Annabel latía alocadamente y pasó rápidamente las páginas
hacia atrás. Luego maldijo y le echó un vistazo a su reloj. Era la hora de la misión de emergencia
y a Bevan Mitchell no le gustaba que sus pasajeros no se presentaran.
Con un suspiro de impaciencia, Annabel cerró el diario y descendió la escalera del desván hacia
el vestíbulo. ¿Un niño? Recogió sus bártulos, se puso su sombrero de montar y salió con paso
airado, dándole vueltas en la cabeza a su descubrimiento.
Tal vez alguien a quien su tía conocía, alguna amiga íntima, había tenido un niño. ¿O era
Rebecca? Tía Annie nunca tuvo hijos, Annabel lo sabía perfectamente. De nuevo, sintió aquel
desagradable nudo en la boca del estómago y una imagen borrosa cruzó su mente (ella cuando
era una niña muy pequeña, sentada en las rodillas de una mujer, sosteniendo un enorme objeto
dorado y mordiéndolo). El rostro de la mujer estaba desenfocado, pero su pelo era muy claro.
«Madre», pensó Annabel. Pero se sintió extrañamente turbada.
7

—¡Cody! ¡Cody! —Annabel obligó a Kahlo a detenerse cerca de Hibiscus Villa, ató el caballo y
subió de un salto los escalones hacia la puerta abierta—. ¿Estás ahí, Cody? Tengo algo para ti.
Cody salió del baño envuelta en una toalla, con su pelo oscuro mojado y pegado a la cabeza
como si fuera un sello. Annabel soltó un bufido y dejó que sus ojos exploraran a la mujer que
tenía frente a ella, disfrutando del modo en que el agua resbalaba por los hombros de Cody y
seguía las curvas de su cuerpo hasta formar riachuelos entre sus pechos.
Le tendió una gran bolsa de papel y Cody la cogió con una mirada interrogante.
—Tu correo —le explicó Annabel y se quedó sorprendida cuando la expresión de Cody
experimentó un sutil cambio.
—Gracias —dijo sin entusiasmo y dejó caer la bolsa sobre una mesita cercana.
Annabel permaneció donde estaba, doblando ligeramente su fusta contra un muslo e
intentando fingir que sus músculos no estaban rígidos por la tensión.
—Me encantaría tomar una taza de té —indicó al fin.
—Voy a vestirme —dijo Cody y se dirigió de nuevo al baño.
—Oye, ¿interrumpo algo?
Cody se detuvo.
—¿Sabes, Annabel? —dijo apagadamente—. La vida puede ser muy complicada.
Annabel se quitó su sombrero de montar y se dejó caer en una silla de mimbre.
—Desde luego que sí —acordó, observando las piernas largas y bien torneadas de Cody; su
mirada se detuvo en el lugar donde la toalla se aferraba a aquellos muslos húmedos. Notó la boca
seca y la camisa demasiado prieta alrededor del cuello. Annabel se desabrochó un par de botones
e inclinó la cabeza hacia atrás, dejando su garganta expuesta a la brisa fresca que llegaba desde el
porche.
Cody se alejó hacia el interior de la casa.
—Voy a preparar el té.
—No, ya lo hago yo —se ofreció rápidamente Annabel—, mientras tú te vistes.
Cody apareció mientras ella amontonaba las tazas en la bandeja por segunda vez, tras haberlo
tirado todo al suelo en su primer intento. Se había puesto unos pantalones cortos amplios y una
fina camiseta color lavanda y Annabel tuvo la impresión de que había estado llorando.
—¿Estás bien, Cody? —Se dio cuenta, con un ligero sobresalto, de lo mucho que le importaba.
Cody llevó a cabo un convincente despliegue de desinterés, encogiendo los hombros y
levantando la bandeja con gesto resuelto.
—Estoy bien —dijo sin inmutarse. Pero seguía mirando a todas partes menos a Annabel.
Se sentaron en silencio y representaron el ritual del té. No era un silencio compartido entre
viejas amigas, ni entre nuevas amigas que se sienten a gusto la una con la otra. Era denso y
pegajoso, intensificado por los gritos agudos de los pájaros y el persistente zumbido de los
insectos. Se extendía entre ellas como las arenas movedizas, engañoso y traicionero... y ninguna
de las dos mujeres se atrevía a dar un primer paso, por miedo a desaparecer en su profundidad sin
tener la certeza de que sería rescatada.
Cody quería hablar, pero algo le atenazaba la garganta y le escocían los ojos. Annabel parecía
tan sofisticada y, en cierta manera, experimentada. Se quedaría impresionada si Cody se lo
contara, impresionada y probablemente disgustada al saber que estaba tranquilamente tomando
el té con una delincuente. Cody sabía que aquel secreto establecía una barrera entre las dos y
luchó por encontrar las palabras que pudieran cambiar eso.
—Annabel —se lanzó al fin—, ¿alguna vez has hecho algo de lo que luego te hayas
arrepentido?
Annabel abrió mucho los ojos. A la sombra del porche, eran del mismo azul que los
pensamientos. Inclinó la cabeza hacia un lado, como perdida en sus reflexiones, y luego dijo
suavemente:
—¿Algo de lo que me haya arrepentido? Caramba, eso es muy amplio. Supongo que no te
refieres, por ejemplo, a hacer que el yen se vaya a pique... —Frunció el ceño y luego admitió—:
Es curioso que me preguntes eso. Hace unos cuantos meses te habría dicho que no y me habría
preguntado qué estabas tramando. Pero desde que llegué a la isla, es como si estuviera
contemplando mi vida desde una perspectiva completamente nueva. Me he dado cuenta de lo
triste y vacía que era en Boston. Supongo que entonces estaba tan ocupada y cansada que ni
siquiera tenía tiempo de pensar en lo que me estaba perdiendo.
Hizo una pausa, retomó la pregunta en la mirada de Cody y sacudió la cabeza.
—No, tampoco tenía tiempo para relaciones. Tuve una o dos aventurillas —«o diez o veinte»,
pensó con cinismo—. Pero nada serio. Tal vez es que soy terriblemente tímida —lo dijo
pensativamente, como si se tratara de una idea nueva e interesante—. Bueno, para contestar a tu
pregunta antes de que te duermas... sí, he hecho algo de lo que me arrepiento. Lamento mucho la
forma en que he vivido mi vida a lo largo de los últimos cuatro años. ¿Y tú?
Cody bebió un sorbo de su té y cambió de postura en su asiento, sus ojos grises absortos.
Annabel parecía tranquila, pensativa, un poco triste. Al captar la mirada de Cody, le dedicó una
sonrisa reconfortante y Cody luchó contra la imperiosa necesidad de desahogarse por completo.
¿Cómo iba a explicárselo todo a Annabel? Apenas se conocían y no parecía muy justo
involucrar a otra mujer en su secreto criminal. Y, sin embargo, hablarlo supondría un alivio tan
grande. No pasaba ni una hora sin que sintiera un vacío en el estómago cuando pensaba en aquel
maletín oculto en el armario de Janet o en una carta que, en alguna parte, dejaba constancia de su
delito y exigía indemnización.
Suspiró y le dio un golpe a su taza al dejarla.
—No estoy muy segura de tener remordimientos exactamente —dijo con sinceridad—. Pero
he hecho algo que me hace sentir muy culpable.
Annabel no dijo nada al principio, pero observó a Cody por encima de su taza, con una mirada
curiosa aunque también amable.
—Parece serio —comentó con un toque de humor y Cody, muy a su pesar, se relajó.
—Lo es. Ahora mismo no puedo hablar de ello, pero lo tengo constantemente en la cabeza y
supongo que quería que lo supieras para que no pienses que soy desagradable o grosera.
—¿Es importante lo que piense yo? —preguntó Annabel suavemente. Se inclinó hacia delante,
se colocó la mano bajo la barbilla y examinó el rostro de Cody con una intensidad
desconcertante.
Cody se ruborizó y bajó la mirada. Era importante, pero se descubrió a sí misma deseando que
no lo fuese. Desde la noche anterior, en la playa, apenas había podido apartar a Annabel de su
mente. Incluso ahora, su piel se estremecía ante el recuerdo de los labios de Annabel, de su
calidez.
«¡No!» se prohibió a sí misma. Lo último que necesitaba en su vida era una complicación más.
Forzando un tono más ligero, dijo de manera informal:
—Pues claro que lo es. Se supone que estás terriblemente impresionada por mis atractivos, mi
encanto y mi agudo sentido del humor. Allí en casa, las chicas no me dejan en paz.
Annabel puso los ojos en blanco, se apretó el pecho y sonrió con afectación.
—Te aseguro que sé por qué. En cuanto te vi, bueno, me dije a mí misma, Annabel, querida,
hoy es tu día de suerte...
Cody sonrió ante aquella representación de belleza sureña.
—Puedes estar segura —adoptó una pose artificial que hizo destacar sus brazos perfectamente
musculados—. Por algo me llaman Labios Calientes.
Annabel gimió.
—Labios Calientes, qué original —estudió con descaro la boca de Cody—. ¿He de suponer que
tienes cierta reputación?
Cody asintió.
—Sí. En realidad, me llaman así desde que tuve una mala experiencia con un chili taco en la
recogida de fondos para un asilo.
Annabel se echó a reír.
—¿Te bajó los humos?
—Durante semanas. —Cody sonrió y luego arrugó los labios—. Pensé que jamás volvería a ser
la misma mujer.
—¿Y lo eres? —La mirada de Annabel recorrió cálidamente su cuerpo.
Todavía no, ordenó la mente de Cody, pero su cuerpo no estaba muy convencido. Se le había
acelerado el pulso y descubrió que era incapaz de apartar la mirada de la cara de Annabel: la
forma en que algunos cabellos lacios se escapaban de su trenza y, húmedos, se le rizaban en la
frente, la forma en que sus labios se inclinaban ligeramente en las comisuras y se le formaban
hoyuelos en la barbilla al reír…
Cuando Annabel se puso en pie, Cody sintió una aguda punzada de decepción.
—Tendría que irme —estaba diciendo sin demasiada convicción. Examinó la cara de Cody con
un destello desafiante en sus ojos color lavanda, y luego echó un vistazo a su alrededor como si
buscara algo—. Mi fusta —explicó, y pasó junto a Cody para cogerla. Y entonces colocó sus
manos sobre los hombros de Cody y Cody notó su calidez cuando ella se inclinó sobre el respaldo
de la silla. Le ardía la piel allí donde Annabel la tocaba. Se volvió en su silla para mirar a la otra
mujer.
—Annabel... —empezó a decir torpemente, luego se rajó—. Eh... que tengas un buen día —dijo,
tratando de que su voz sonase normal.
Para su consternación, Annabel se inclinó más y dejó que sus brazos resbalaran desde los
hombros de Cody hasta más allá de sus pechos y apoyó suavemente su cabeza en la de Cody.
—¿Por qué no vienes tú también? —la invitó dulcemente. Su cálido aliento acarició la mejilla
de Cody. Cody aspiró aquella fragancia familiar de Annabel y tragó con dificultad—. Quizá hasta
te gustaría —insistió Annabel. Rodeó la silla para colocarse frente a Cody y con una amplia
sonrisa le tomó ambas manos y la obligó a ponerse en pie.
Estaba muy cerca y, esta vez, Cody se permitió observarla. A esa distancia, la piel de Annabel
tenía el blanco cremoso y radiante de una delicada perla. Cody se descubrió a sí misma fascinada
por su textura, por el contraste del rojo natural de sus labios, por lo espesas que eran sus
pestañas. Imaginó que las acariciaba con los dedos, con los labios, con la lengua y notó un
despertar entre las ingles.
Annabel la observaba con una expresión abierta, con un destello de humor tras aquellos ojos
color amatista, y Cody se dio cuenta de que debía de estar mirándola como una adolescente
embobada. Bajó la mirada rápidamente y liberó sus manos. El corazón le golpeaba las costillas
con fuerza como si fuera un pájaro atrapado y, de repente, se sintió demasiado desprotegida.
—No iré, gracias. —Al fin había conseguido la suficiente concentración para hablar, pero su
voz sonaba ronca, muy distinta a la habitual. Dio un paso hacia atrás, buscando alejarse de
Annabel, de las emociones caóticas que la otra mujer despertaba en ella. Sentía un hormigueo en
la piel, anhelaba el contacto.
Annabel se inclinó, recogió su fusta y la dobló distraídamente. Cody miraba hacia un lado, con
las manos ocultas bajo las axilas, a la defensiva. Annabel sintió una poderosa necesidad de
acercarse a ella. Examinó el contorno de los pechos de Cody, aplastados bajo sus brazos cruzados
e imaginó que apartaba aquellas manos, que tocaba los pezones que había bajo ellas. Entonces se
sintió culpable: fue consciente de su propia excitación sexual y de la evidente incomodidad de
Cody.
Cody acababa de cortar con su amante y no había tenido tiempo de recuperarse, se dijo
Annabel. Sería demasiado fácil, pensó, disgustada consigo misma. Seducir a una mujer que había
sido rechazada... eso sería un acto clasista, la clase de acción por la que se había hecho famosa
tras su ruptura con Clare.
Por aquel entonces, se había acercado a las relaciones con una actitud de usar y tirar y se había
pasado un año demostrando que podía follarse a cualquier mujer que le gustara cuando le diera la
gana, sin sentir nada. ¿A quién quería demostrárselo? Eso era una cuestión discutible. Cuando
por fin había dado el salto a la bolsa de valores, se había sentido secretamente aliviada. Las horas
interminables y la agotadora rutina pronto le habían proporcionado la excusa que necesitaba
para escapar a cualquier tipo de compromiso y, al poco tiempo, estar pegada a un ordenador y
gritar con un teléfono en cada mano le proporcionaba una sensación más intensa que un
orgasmo.
Durante un tiempo, estaba encantada: emociones baratas sin los líos emocionales de una
relación. Ahora, se sentía mal ante la idea de todas las mujeres a las que había hecho daño a lo
largo de su vida.
Gracias a Dios que todo aquello ya había terminado. Era realmente distinto con Cody. Desde
luego, admitía que había una poderosa atracción sexual entre ellas, pero también había algo más.
Ternura y una necesidad de descubrir más cosas sobre Cody. Sentimientos de los que, tan solo
unos meses antes, habría huido.
De forma impulsiva, Annabel dio un par de pasos hacia Cody y le puso una mano en la cara, se
la acarició y la inclinó para acercarla a la suya. Recorrió suavemente con el pulgar el labio
inferior de Cody y notó que, de forma automática, su boca se abría ligeramente. Entonces
acarició dulcemente con los suyos aquellos labios separados y notó cómo el cuerpo de Cody se
balanceaba contra el suyo, notó la calidez de sus muslos, el roce de sus pezones.
—Podría quedarme —murmuró, saboreando con delicadeza la boca de Cody y deslizando su
mano por debajo de su camiseta para obligarla a acercarse.
Cody dejó caer sus brazos protectores y los colocó lentamente alrededor de Annabel.
—Me encantaría.
Se miraron fijamente la una a la otra. Todo parecía muy tranquilo en la sofocante languidez de
la tarde. Annabel solo era consciente de la presencia de Cody: de su respiración suave y profunda,
del deseo en sus ojos.
Pero algo tiraba de ella. Con un ligero y confuso sobresalto, se volvió y gimió:
—Oh, no.
Un par de ojos oscuros y acuosos la inspeccionaban inquisitivamente, y Kahlo le arrancó la
fusta que aún sostenía entre los dedos.
Cody parecía asustada.
—Pensaba que estaba atada.
—Lo siento —Annabel cabeceó, incrédula—. La llevaré al colgadizo de la parte de atrás —le
acarició la cara a Cody—. No te vayas.

***

Fue un momento trágico, decidió Cody al entrar en la villa. En más de un aspecto. Habría sido
tan fácil acostarse con Annabel en aquel momento y allí. Pero la realidad había intervenido y la
había hecho detenerse en seco.
Probablemente era lo mejor, se autoconvenció Cody. No solo acaba de salir de una relación
rota, sino que también era una fugitiva de la justicia. Se alisó el pelo con dedos abatidos y paseó
por la habitación. Su mente hervía de emociones contradictorias. Deseaba hacer el amor con
Annabel... su cuerpo le daba muestras inequívocas de ello. Pero su vida era un desastre. Ella era
un desastre; un desastre ambulante. ¿Cómo podía siquiera pensar en la posibilidad de liarse con
otra mujer?
Lamentándose por su locura, se arrastró hacia el sofá y enterró la cara en los cojines. Un
momento después, alguien le tocó el hombro.
—¿Has cambiado de idea? —Annabel se sentó junto a ella.
Incómoda, Cody se incorporó.
—No... Quiero decir...
—No pasa nada. —Annabel se inclinó y le apartó el pelo de la frente—. Lo entiendo.
—No. —Cody le tomó una mano. Se sentía atrapada, encallada en las arenas engañosas de su
propia inseguridad—. Por favor. No te vayas.
Annabel la abrazó, le acarició suavemente la cabeza.
—No tenemos que hacer nada, ¿sabes? —su voz tenía un toque risueño—. Me encantaría, por
supuesto. —Le alzó la barbilla a Cody y la observó fijamente. Luego se inclinó hacia delante y la
besó.
Se quedaron inmóviles, con las bocas apenas rozándose. Cody cerró los ojos. Notaba en su cara
la cálida respiración de Annabel. Se acercó a ella, le colocó las manos en la nuca y correspondió a
sus besos.
De acuerdo con un pacto silencioso, se dirigieron a la habitación de Cody y siguieron
besándose hasta que Cody se sintió acalorada y débil. La boca de Annabel se desplazó hacia su
cara y su cuello, sus manos desabrocharon los pantalones de Cody. El pánico y el deseo
revolotearon en la boca del estómago de Cody y su respiración se volvió entrecortada y
profunda. Dirigió su atención a la camisa de Annabel, desabrochó los botones y la desprendió de
sus hombros.
La piel de Annabel brilló con todo el esplendor del marfil y suplicó que la acariciaran. Cody la
observó y deseó al mismo tiempo saborearla, olería.
—Eres hermosa —susurró e inclinó la cabeza para depositar devotos besos en los hombros de
Annabel. Lentamente, empezó a bajar hacia sus pequeños pechos y hacia aquellos pezones, del
mismo y sorprendente rosa oscuro que su boca.
Se quitó la camiseta, anhelando presionar su cuerpo contra el de Annabel, para eliminar los
últimos obstáculos entre ambas. Annabel se estaba desabrochando los vaqueros y Cody la ayudó
a bajarlos por sus caderas: la impaciencia la volvió algo brusca.
Con una risa ligera, Annabel se los quitó y buscó las manos de Cody: se las llevó a la boca y las
besó dulcemente.
—No tan deprisa —dijo, y acercó sus labios a los de Cody. Los besó suavemente,
juguetonamente.
La respiración de Cody se volvió irregular, se aferró a las caderas de Annabel y la empujó con
determinación hacia la cama.
—¿Por qué no tan deprisa? —dijo, apartando la colcha y arrastrando a Annabel con ella. Se
sintió mareada por la pasión, quería tener a Annabel dentro de ella, rodeándola, junto a ella,
excitada.
Las manos de Annabel estaban sobre sus hombros, la empujaban hacia abajo mientras se
arrodillaba junto al cuerpo de Cody con un muslo separado para que Cody pudiera notar su
excitación. Se inclinó para besarle la cara a Cody, acariciando apenas su piel con los labios, hasta
que Cody abrió la boca, temblorosa e invitadora, y pronunció en un susurro el nombre de
Annabel. Jadeó cuando unos dedos descubrieron su clítoris, lo recorrieron para comprobar su
excitación y luego se retiraron con aire de indiferencia.
Cody alzó las caderas, en busca de algo más que aquellas lentas y juguetonas caricias. Abrió
mucho los ojos y se encontró con la mirada intensa, oscura y violeta de Annabel, con sus pupilas
dilatadas. Se incorporó, deslizó sus dedos por el pelo de Annabel y la obligó a tumbarse para
besarla apasionadamente, deleitándose en las texturas desconocidas de su cuerpo. La notó
caliente y suave, tan flexible como un gato.
Annabel deslizó sus manos bajo los hombros de Cody y la obligó a incorporarse, de manera
que las dos quedaron de rodillas y cada una de ellas pudo explorar libremente la novedad del
cuerpo de la otra. Cody se apretó con fuerza contra ella, y adoró la forma en que se acoplaban sus
estómagos, sus pubis. Exploró con sus dedos las nalgas de Annabel, amasando la carne firme, e
inclinó aún más hacia delante sus caderas, suspirando de placer a medida que aumentaba la
presión sobre su clítoris.
Los dedos de Annabel seguían su propio juego, frotando y acariciando los pechos de Cody,
hasta que sus pezones se irguieron por la excitación. La boca siguió a los dedos y la piel de Cody
se estremeció y se tensó con sus pequeños y delicados mordiscos.
—No pares —murmuró mientras Annabel recorría su cuerpo, trazando pequeños círculos en
su estómago y en su vello púbico. Unos dedos decididos separaron sus muslos y Cody se
balanceó. Después, al notar en la punta de su clítoris una caricia suave y húmeda, se aferró a los
hombros de Annabel.
Estaba caliente, sofocada. Pequeñas gotas de sudor perlaban su frente y dejó escapar breves
gritos de placer.
—No pares —suplicó de nuevo, cuando Annabel se apartó.
La otra mujer se incorporó y sus dedos retomaron el trabajo allí donde su lengua lo había
interrumpido. Alineó su cuerpo con el de Cody, observando sus ojos con abierto deseo. Colocó
entonces una mano firme en la nuca de Cody y la besó con fuerza, penetrándola al mismo tiempo
con dedos apremiantes.
—Eres tan suave por dentro —dijo junto a la boca de Cody y Cody notó su propio sabor.
También ella quería tocar a Annabel, hacerla gritar de placer, pero en lugar de eso, la estrechó,
afianzó su propio cuerpo mientras sus miembros temblaban y su excitación aumentaba de una
forma insoportable.
Annabel la abrazó con fuerza, la tumbó en la cama, deslizó una mano bajo sus nalgas, la obligó
a balancearse para penetrar más en su interior. Cody temblaba y sudaba con su cuerpo extendido,
suplicante. La lengua de Annabel trazaba de nuevo círculos alrededor de su clítoris y Cody movió
las caderas para adaptarse a aquel ritmo voluptuoso.
Quería hablar, pero solo podía jadear. Se mordió los labios cuando la tensión en su cuerpo
aumentó hasta el clímax y luego estalló en una cálida e intensa oleada de placer que la recorrió
entera, hizo que de sus labios brotara un grito ronco de placer y, de cada poro, un asombroso
chorro de humedad.
Cuando Annabel le besó dulcemente la cara, Cody se dio cuenta de que estaba llorando. Miró a
Annabel con repentina timidez.
Annabel sonrió cálidamente.
—Eres maravillosa, Cody —dijo, mientras apartaba el pelo húmedo de la frente de Cody para
depositar un beso.
Cuando Cody quiso explorar con sus dedos, su mano fue retirada con delicadeza y Annabel la
tomó entre sus brazos.
—Más tarde —murmuró Annabel entre beso y beso—. No me voy a ninguna parte ahora
mismo.
Y mientras las horas pasaban y la luna nadaba plácidamente en Passion Bay, hicieron el amor
una y otra vez hasta que las venció el agotamiento y, abrazadas, se quedaron dormidas.

***

Cody despertó al amanecer. Estaba inmóvil, observando cómo el cielo se transformaba y cómo
los pájaros e insectos volvían a la vida. Annabel dormía aún, con sus espesas pestañas
descansando sobre sus mejillas como si fueran dos oscuras medias lunas. Su pelo, liberado la
noche anterior de la tirante trenza, caía enredado alrededor de su cabeza y su boca se curvaba
deliciosamente hacia arriba, como si estuviera soñando con nubes de mariposas.
Cody la observó con incredulidad. Acababa de pasar la noche haciendo el amor con aquella
mujer, explorando cada centímetro de su cuerpo, descubriendo aquellos lugares secretos que la
hacían estremecerse y pedir más. Era hermosa, era desconcertante. Cody sonrió ampliamente y
se acurrucó junto a la dormida Annabel.
No tenía ni idea de adónde la llevaba todo aquello y de momento no parecía importarle.
Notaba su propio cuerpo cálido, cansado, satisfecho. Su mente estaba clara y despierta. Y lo
mejor, podía pensar en Magaret y... nada. Ni lágrimas ni rabia, nada. Frívola, la castigó una voz
interior. Solo seis semanas para recomponer un corazón roto. La primera mujer atractiva que se
cruza en su camino y ¡bang! Margaret ya es historia.
Cody apartó un mechón del cabello de Annabel. Era suave y sedoso, casi blanco. La clase de
pelo que los productos químicos no podían imitar. Cody deseó que Annabel lo llevara siempre
suelto, pero dedujo que ella era demasiado práctica para eso.
En las dos semanas que habían transcurrido desde que había conocido a Annabel, todos y cada
uno de sus prejuicios inconscientes habían dado un giro radical. En cierta manera, jamás se había
imaginado a sí misma con una amante americana rubia que tenía el aspecto de pensar que el
trabajo duro consistía en un día de compras en Saks, pero que hacía de fontanera sin inmutarse.
Annabel era un nido de contradicciones. A veces parecía completamente cínica y cansada de la
vida. Pero entonces se precipitaba al exterior para ver salir la primera estrella de la noche o se
quedaba inmóvil en el césped tratando de convencer a un pájaro mina de que comiera de su mano
extendida.
Durante el tiempo que habían pasado juntas explorando la isla, Cody se había quedado
sorprendida ante los conocimientos que tenía Annabel de las plantas y la fauna, su habilidad para
navegar y su gran forma física. Había sido Exploradora, le contó Annabel.
Cody pasó un brazo por encima de su cuerpo y le besó dulcemente la frente. Dos semanas. Una
idea cruzó su mente. Su reserva en Moon Island terminaría dentro de dos semanas. ¿Y después
qué? ¿Londres? Un piso minúsculo en Highgate... pared con pared con la gente que se desplazaba
cada día al centro a trabajar... fiestas sectarias. Tal vez debería irse a Australia. Melbourne era
una ciudad pacífica, en la que sobraban los empleos.
Cody frunció el ceño. No quería pensar en marcharse, especialmente ahora. Pero ¿cómo iba a
quedarse? Aunque reservara otro mes en la isla, eso solo sería una solución a corto plazo. En
todo caso, solo serviría para que irse le resultara mucho más difícil. Además, no tenía ni idea de
cuáles eran los planes de Annabel... cuándo pensaba regresar a Boston. A Cody le dio un vuelco el
corazón y casi sin darse cuenta apretó los brazos.
Annabel se movió, abrió los ojos aturdida y sonrió al encontrarse con la mirada de Cody.
—Hola —dijo, deslizando sus brazos alrededor de Cody—. ¿Aún me respetas?
Cody sonrió.
—Bueno, eso depende —respondió alegremente.
Annabel arqueó las cejas.
—¿Ah, sí? ¿De qué depende?
—De si eres capaz de improvisar un desayuno decente, claro. —Cody cambió de postura,
recostándose en los cojines con las manos en la nuca.
—Bueno, Cody Stanton, muy masculino por tu parte —los ojos de Annabel brillaron—.
¿Detecto indicios de confusión de roles? —Se apoyó sobre un codo y deslizó una mano
experimentada por el cuerpo de Cody, aplicando sobre su clítoris la presión justa para hacerla
estremecerse de placer—. Bueno, no te emociones —susurró junto a la oreja de Cody y luego le
mordisqueó el lóbulo—. En realidad, me dispongo a intimar con tu cocina. —Se apartó, sacó los
pies de la cama y se desperezó lánguidamente.
—Oh, no, ni hablar. —Cody se arrastró tras ella, riendo—. Lo retiro todo.
—Demasiado tarde. —Annabel localizó un sarong y empezó a atárselo alrededor del cuerpo—.
No quisiera que te quedaras en la cama sufriendo por tus antojos. —Le palmeó las manos a Cody
cuando Cody trató de desatarle el sarong—. ¿Qué te apetece comer? —su tono era serio, pero sus
ojos resplandecían—. ¿Algo caliente?
—Justamente —dijo Cody y la cogió por la cintura—. Vuelve a la cama, coqueta.
—Tendrás que recompensarme —dijo Annabel.
Y Cody la recompensó.

***

—Tengo que irme. —Annabel deslizó sus brazos alrededor de la cintura de Cody y le dio un
beso en la comisura de los labios—. Oigo el lamento de un Dominie solitario en alguna parte de
la oscuridad.
Cody hizo una mueca y siguió a Annabel al exterior, justo a tiempo para ver el Dominie
arrastrarse por el cielo.
—¿No puede ir solo por una vez? —murmuró.
Annabel estaba ensillando a Kahlo y metiéndose la camisa dentro de sus amplios vaqueros.
Negó con la cabeza.
—Me temo que el deber me llama. Si no voy a Rarotonga, no comemos.
Annabel deseó poder quedarse. Cody parecía tan abatida, allí junto a la puerta, con el pelo
revuelto que le sobresalía en bucles imposibles y sus grandes y suplicantes ojos grises. Annabel
se sintió curiosamente protectora, pero dicha emoción la sorprendió e hizo que no se sintiera del
todo cómoda. El hecho de sentirse protectora olía un poco a posesión, a ausencia de fronteras.
Según su experiencia, era una trampa para los incautos. Significaba perder el contacto con el
sentido común y, a veces, con el amor propio. La última vez que se había sentido protectora,
había sido engañada, había permitido que una mujer la manipulara y le habían hecho daño. Sabía
demasiado como para volver a caer.
Con un rastro de reserva en sus ojos, le devolvió la mirada a Cody y se obligó a sí misma a no
responder a aquella súplica silenciosa.
—Ven a mí casa a cenar —dijo, y montó a Kahlo con elegancia.
—Vale —aceptó Cody sosegadamente.
Annabel trató de ignorar el tono dolido de su voz. Supo que Cody la estaba observando
mientras guiaba la yegua lejos de la villa, pero no se volvió a mirar.

***

Bevan estaba esperando cuando llegó a la pista de aterrizaje y la saludó por encima de su
inevitable cigarrillo.
Annabel embarcó sin ceremonias y se abrochó el cinturón. Se estaba acostumbrando
rápidamente al viaje de dos horas, ida y vuelta, desde la isla. Iban a Rarotonga cada dos días y
traían productos frescos, transportaban a las huéspedes y a la señora Marsters, la encargada de la
limpieza, y recogían el correo.
Al principio, el maltrecho avión sacaba de quicio a Annabel, y los comentarios de Bevan de que
podía pasar por debajo del Golden Gate si era necesario, no ayudaban mucho a la hora de
inspirar confianza. Annabel detestaba la sensación impotente e indefensa de ser solo una
pasajera ignorante, de observar las agujas temblorosas del panel de control sin tener ni la más
remota idea de para qué servía cada una de ellas.
Para su sorpresa, Bevan se había dado cuenta con rapidez de su actitud y de inmediato se había
ofrecido a enseñarla a volar. Le había explicado que, en sus orígenes, el Dominie había sido
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utilizado por la RAF como instructor de vuelo. El avión se construyó durante la Segunda
Guerra Mundial, originariamente para seis pasajeros, pero después de la guerra había caído en
manos privadas en Australia y, con el tiempo, Bevan lo había canjeado por una bolsa de ópalos en
Broken Hill.
Lo había convertido en un transporte para dos pasajeros y carga y había hecho vuelos charter
por casi toda Asia Sudoriental y el Pacífico. La tía de Annabel lo contrató seis años atrás cuando
él se instaló en Atiu, la isla cuyo café era el mejor que Annabel había probado jamás. Seguía
viviendo allí con un amigo al que ella no había visto nunca pero que, según parecía, era una
especie de periodista.
Annabel se había quedado fascinada de lo fácil que era aprender a volar y, con cada lección, fue
cogiendo más confianza.
—¿Te atreves a llevarlo tú hoy? —preguntó Bevan, mientras aseguraba la portezuela.
Ella sonrió con ironía.
—Creo que aún no estoy preparada para eso. —La última vez lo había intentado y, por dos
veces antes de que Bevan se hiciera con los controles y consiguiera despegar, habían recorrido la
pista entera dando saltos como si fueran conejos.
—Son como los caballos, Annabel —le explicó el piloto—. Tienes que subirte a la silla una y
otra vez.
—Vale —dijo ella con resignación—. Este será tu funeral. Pero no me pidas que aterrice con
esta cosa.
Bevan se limitó a mover su cigarrillo, lo cual equivalía a una sonrisa, y luego lo apagó
teatralmente, dispuesto a ponerse manos a la obra.
—Acelera al máximo —ordenó alegremente.
Annabel no tenía ni idea de cómo se las apañaron para llegar hasta Rarotonga. Por pura
chiripa, consiguió que el Dominie despegara y, cuando se acercaban a la isla, Bevan solicitó
autorización por radio para aterrizar. Después le hizo saber alegremente a Annabel que la
guiaría durante el aterrizaje.
—¿Aterrizar? ¡No puedo hacerlo! —protestó ella.
—La frase más famosa del dialecto femenino —la provocó él. Y luego le comunicó que
aterrizar no era para tanto y que, ya que casi no tenían combustible, más valía que se dejara de
tonterías.
—¡Oh, genial! —Annabel le echó un vistazo al indicador y luego se volvió hacia Bevan con
mirada acusadora—. Te pagan para que te asegures de que esto no ocurra.
—Vigila la presión trasera —dijo él.
—¡Bevan! —le empezaron a temblar las manos.
—Mantén la cabeza alta —indicó él con suavidad.
Siguió lanzándole instrucciones, de modo que no tuvo tiempo de hacer otra cosa que no fuera
obedecer. Dejando la rabia a un lado, Annabel se concentró en la operación de aterrizaje.
Entraron en la pista con un estruendo sordo y oscilaron caprichosamente a lo largo de la misma,
mientras ella intentaba controlar el timón. Cuando finalmente se detuvieron, el avión mirando
hacia el otro lado y fuera de la pista, Annabel soltó un grito y se inclinó hacia delante, aliviada y
eufórica.
—Muy bien, compañera. —Bevan le estrechó la mano con formalidad británica y Annabel
notó cómo su rabia se desvanecía.
—Lo he hecho —se maravilló mientras regresaban por la pista asfaltada—. ¡He pilotado un
avión!
Saltaron al asfalto caliente, Bevan encendió un cigarrillo y expulsó un pequeño anillo de humo.
—Sí. La última vez que guie a un novato en un aterrizaje fue en ‘Nam.
—¿Tú luchaste en Vietnam? —Annabel lo observó con desconfianza.
—No —contestó él—. Me encargaba de las provisiones. Un poco de mercado negro aquí y allá.
—Estafas —dijo ella, con severidad.
—Preferible a las matanzas. Se duerme mucho más tranquilo.
Annabel no dijo nada.
—Ah, por cierto... —Bevan rebuscó en sus bolsillos—. Cogí esto para ti —le entregó un
comunicado doblado: «Saludos de la Policía Local».
Annabel le miró con ojos interrogantes, abrió la hoja de papel y la observó fijamente, mientras
los nudillos se le quedaban blancos.
—Pero es...
Bevan le dio una calada a su cigarrillo.
—Creí haber reconocido a una de tus huéspedes.
Annabel examinó la fotografía y el pie de foto. Cordelia Grace Stanton.
—La policía... —murmuró.
—Parece ser que están preocupados por su seguridad —observó Bevan.
Annabel alzó las cejas.
—¿Has...?
El cabeceó y ella metió el póster en su bolsa.
—Me encargaré de esto —dijo, con más seguridad de la que en realidad sentía.

***

De vuelta en la isla, aquella tarde, Annabel recorría inquieta su casa. Tenía el cerebro embotado,
los nervios a flor de piel. Una parte de ella quería correr hacia Cody y preguntarle qué estaba
ocurriendo, otra le decía que se metiera en sus propios asuntos.
El póster decía que su familia buscaba información. Quizá es que eran excesivamente
posesivos, razonó Annabel. Tal vez ella había decidido desaparecer solo para tener un poco de
privacidad. Algunas familias eran así. Sin embargo, Cody no parecía el tipo de mujer que se
esfumaba sin decir ni una palabra, que dejaba a los demás preocupados por su seguridad. Y si lo
había hecho, sería una buena idea ponerse en contacto con ellos para que dejaran de molestar a la
policía y de colgar pósteres de «Se busca».
Annabel se preparó un café exprés doble y examinó el póster por milésima vez. ¿Qué era
aquello que había dicho Cody el día antes sobre algo de lo que se arrepentía, algo que la hacía
sentir culpable? Debe de ser esto, concluyó Annabel. Ha perdido su empleo y a su amante y
necesita un poco de espacio. Sin pensárselo demasiado, había elegido una isla en mitad de
ninguna parte y había desaparecido. Y a su familia, sabiendo que ella estaba triste, le había
entrado el pánico... O, mejor pensado, a lo mejor su familia no sabía que era lesbiana y, por tanto,
no entendían qué era lo que le estaba ocurriendo. Probablemente, era demasiado para cualquiera
pedirle que saliera del armario ante sus padres precisamente en el mismo momento en el que su
amante había salido de su vida.
Annabel sorbió su café y se mordió el labio inferior. Deseó que Cody se abriera un poco más
con ella. Lo único que sabía sobre su familia es que sus padres se habían separado cuando ella era
bastante más joven. No tenía ni idea de si Cody se llevaba bien con su madre, de si tenía
hermanos o hermanas, o alguien muy cercano en Wellington. Con un estremecimiento
repentino, se preguntó si tal vez necesitaban ponerse en contacto con ella a causa de alguna
emergencia.
Tal vez alguien estaba enfermo, o peor. Los pensamientos de Annabel se desviaron hacia su tía
y volvió a fruncir el ceño.
Era todo muy extraño, concluyó. Pero Cody llegaría pronto y, sin duda, tendría una
explicación muy sencilla para todo aquello.

***

Con manos reticentes, Cody rasgó la bolsa del correo y colocó sus cartas en una pila ordenada.
Había varias de Janet, además de unas cuantas que había atado en un fajo para reenviarlas. Un
sobre blanco y alargado con un logotipo en relieve sobresalía como si fuera un dedo inflamado y
Cody decidió leer primero las malas noticias.
La carta era educada e iba al grano. Hablaba de lo mucho que sus jefes lamentaban la necesidad
de reducir personal y le deseaban lo mejor en su próxima etapa profesional. No debía vacilar a la
hora de solicitar cualquier tipo de ayuda de cara a sus nuevos jefes y, a tal fin, se incluía una carta
de referencia.
Mientras su incredulidad aumentaba, Cody leyó la citada carta de referencia y contuvo la
respiración. Estaba llena de comentarios entusiastas respecto a sus conocimientos, su formalidad
y su motivación. Se aseguraba a sus futuros jefes que ella podía aportar muchísimo y no se
mencionaba en ningún momento la desaparición de noventa mil dólares.
Cody se dio cuenta con un sobresalto de que no lo sabían. Casi le resultó decepcionante. Allí
estaba ella, autoconvenciéndose de que tendría que abandonar la isla —probablemente en un
barco de carga en plena noche—, cambiar de identidad, teñirse el pelo, hacerse un tatuaje... Pero
no. Los incompetentes del departamento de contabilidad ni siquiera se habían dado cuenta. ¡Qué
típico!
Cody se apoyó pesadamente en el mullido sofá y suspiró. El alivio le produjo una sensación
parecida a la embriaguez. ¡Podía quedarse! Tal vez se habían limitado a considerarlo como un
misterioso fallo de contabilidad y, como tantas otras cosas inexplicables, desaparecería entre las
brumas del tiempo.
—Jamás —murmuró para sí misma. En cuanto hubiera una auditoría, se abalanzarían sobre
aquel cero de más como un hatajo de pirañas y aquello significaría el fin de la vida delictiva de
Cody Stanton. Se estremeció al preguntarse cuánto tiempo le quedaba.
Las cartas de Janet consistían básicamente en cotilleos y quejas sobre el tiempo. Cody casi
había terminado de leerlas cuando un nombre la pilló por sorpresa. Margaret. Había llamado,
decía Janet, y había pedido la dirección de Cody. «Quiere verte», había garabateado Janet con tinta
violeta. «Dice que hay algo de lo que necesita hablar contigo.» Según Janet, parecía preocupada,
especialmente porque Cody se había ido sin contarle sus planes.
Cody resopló. Desde cuándo llamas a tu examante, que acaba de cambiarte por un montón de
músculos masculinos, y le dices: «Por cierto, cariño, estoy tan traumatizada por la forma en que me has
tratado, que me marcho durante una mes a la quietud y la paz de una isla tropical. Aquí tienes la
dirección».
¡Qué cara! Y para colmo, Scott, su amiguito, también estaba nervioso. «Margaret dice que Scott
está muy inquieto, que también se preocupa por ti.» Janet había añadido unos cuantos signos de
exclamación por su cuenta. Cody sintió ganas de romper la carta y quemarla literalmente. Scott
también se preocupa... Qué conmovedor, qué liberal por su parte. Menudo tipo.
—Idiota —dijo y se preguntó una vez más cómo una mujer de la inteligencia de Margaret se
había dejado embaucar por un BMW y un montón de tópicos pelotilleros. Scott Drysdale
resultaba tan creíble como el Frente de Liberación de los Animales curioseando en una tienda de
pieles.
¿Qué quería Margaret? ¿La cafetera o tal vez la mitad de la ropa de cama? Tal vez había
descubierto que su cinta de Ferron había desaparecido. Cody le lanzó una mirada a su casete
portátil con una expresión de autosuficiencia. Mezquina, la aguijoneó una vocecita, mezquina.
Pero Cody la ignoró y siguió leyendo el correo.
No había ningún otro sobre largo y alargado, ni citaciones judiciales, ni cartas de ningún
abogado. Nada. Cody deseó que desapareciera aquel malestar en su estómago. Era ridículo. Podía
respirar tranquila. Aún no lo habían descubierto, pero se sorprendió a sí misma pensando que
ojalá lo hubiesen descubierto. Por lo menos, no se enfrentaría a otra semana de incertidumbre,
esperando que la espada cayera sobre ella.
Cody se lamentó. Esas trivialidades no deberían interferir en sus vacaciones, pero interferían.
Allí estaba ella, preparándose para pasar una velada en casa de su nueva amante, probablemente
la noche entera, y en lo único que podía pensar era en aquel maletín lleno de billetes que estaba
en la habitación de su mejor amiga.
Pobre Janet. ¿Qué ocurriría si lo descubría? ¿Qué ocurriría si, por algún motivo, la pillaban
con la mercancía? Eso la convertiría en cómplice. Cody se estremeció. La suya era una amistad
inquebrantable y Janet la quería por encima de cualquier cosa, pero... ¿detenida? Eso tal vez sería
tentar la suerte.
Cody recogió la pila de cartas y entró en la casa. Al ver su habitación, no pudo reprimir una
sonrisa indulgente. Su cama era un caos vergonzoso, con el colchón inclinado, las sábanas
colgando a los lados y el edredón muerto de asco en el suelo.
En el alféizar de la ventana había un reloj de pulsera y algunos botones de nácar y Cody los
examinó con delicadeza. Suspiró, notó una reveladora humedad entre las piernas y sacó la cabeza
por la ventana para contemplar el cielo. Quería ir a Villa Luna en aquel mismo instante. Quería
abrazar a Annabel, fundirse con ella. Sus sentimientos la golpearon casi con la misma fuerza que
una bofetada. Es un romance de verano, intentó autoconvencerse, un encuentro breve e intenso;
y seguro, puesto que carece de futuro.
Jamás había tenido una «aventurilla», aunque las oportunidades no le habían faltado. La única
amante que había tenido, además de Margaret, había sido su primera amante: May, reflexiva,
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introvertida y universitaria. Se habían conocido cuando estudiaban, ambas Womens Studies.
May se había ofrecido a ayudar a Cody con una redacción y luego la había seducido muy
lentamente. Su relación había durado dos años, hasta que May regresó con sus padres a Canadá.
Para entonces, se parecían más a dos amigas muy íntimas que a dos amantes, aunque Cody no
estaba muy segura de cómo se había producido la transición.
Nunca había entendido del todo la dinámica de aquella relación. No tenía nada con que
compararla. May nunca había exigido monogamia, pero para Cody no existía ninguna otra
posibilidad imaginable. Al principio, se había escandalizado al descubrir que May tenía otras
amantes y también se había quedado perpleja ante sus conquistas... siempre lesbianas inexpertas.
—Es mi deber —le había dicho May muy en serio—. Las mujeres, cuando salen del armario,
necesitan una atención especial, una feliz introducción al lesbianismo. Es lo menos que puedo
ofrecer.
Sonaba muy divertido, pero Cody se dio cuenta de que May lo decía completamente en serio. Y
ahora que lo pensaba, ella también se sentía agradecida por aquella atención especial.
May tenía una hija, una niña de tres años. Vivía con su amante en Montreal. «Ven a vernos», le
había dicho en una carta a Cody aquel mismo año. Cody pensó en aquella invitación. Cogió su
bikini y se dirigió a Passion Bay. Tenía el tiempo justo para darse un baño antes de ir a casa de
Annabel.

***

—¡Ya estás aquí!


Cody se dio la vuelta y entrecerró los ojos mientras el sol se ocultaba.
—¿Qué tal Avarua? —preguntó.
—Caluroso. —Annabel se dejó caer en la arena junto a Cody. Llevaba sus gafas de sol y un
enorme sombrero y Cody no vio lo suficiente de su cara como para saber qué estaba pensando,
pero su voz sonaba cansada. Tanto volar de un lado a otro, pensó Cody. No era de extrañar.
—¿Por qué siempre tienes que ir? —preguntó—. ¿Es una especie de trabajo?
—Digamos que sí —asintió Annabel—. Venía con la casa, más o menos.
—¿Tú eres la responsable en esta isla?
Los labios de Annabel se tensaron ligeramente.
—Cody —protestó—, ¿a qué viene este tercer grado? ¿Qué es lo que quieres saber
exactamente?
Cody se encogió de hombros y se echó un poco hacia atrás.
—Supongo que quiero saber por qué siempre tienes que volar con ese hombre a Rarotonga.
Empiezo a estar celosa.
Annabel soltó una risa gutural.
—Serás bienvenida si quieres acompañarnos. Supongo que podemos cargar con ese lastre.
Cody se encogió teatralmente.
—Olvídalo. Solo volaré en esa antigualla cuando sea absolutamente necesario.
—Oh, no es tan terrible —se defendió Annabel. Estaba a punto de añadir que había pilotado el
Dominie, pero se lo pensó mejor. Imaginó que Cody se inquietaría terriblemente y tendría
espeluznantes fantasías sobre accidentes aéreos.
—Aquí está permitido tomar el sol desnuda, ¿sabes?
—No hace falta que lo digas. —Cody arqueó las caderas ligeramente para permitir que bajaran
las braguitas. Pronto se quitó también la parte superior: Annabel se tumbó a su lado y recorrió
con sus manos el cuerpo de Cody.
—Eres encantadora —murmuró, y entonces experimentó un desagradable sentimiento de
culpa. Había bajado a la playa para enseñarle a Cody el póster y preguntarle qué ocurría, no para
hacer el amor con ella. Pero no quería estropear el momento.
El aire era muy cálido y, al ponerse el sol, una suave brisa agitó las palmeras. Las sombras
crecían a su alrededor. Muy pronto, el cielo se volvería rosado y aparecerían las primeras
estrellas. Annabel no quería malgastar aquellas horas maravillosas hablando de algo que sabía
que incomodaría a Cody. Les quedaba muy poco tiempo.
Aquel pensamiento cayó sobre ella como un cubo de agua helada. Tan poco tiempo...
—Cody —se detuvo mientras la besaba entre los hombros—, ¿cuándo vuelves a casa?
La mirada gris de Cody necesitó unos momentos para centrarse.
—¿A casa? —Se sentó, se envolvió en la toalla y examinó el rostro de Annabel con una
expresión cauta—. Me iré de la isla dentro de quince días —su voz era apagada y Annabel se
lamentó interiormente. Y eso que no quería estropear el momento.
Le pasó a Cody un brazo por los hombros.
—Lo siento, eso ha sido tan romántico como comerse un bocadillo de atún antes de irse a la
cama.
—No pasa nada —dijo Cody—. Yo también he estado pensando en eso —intentó que su voz
sonara indiferente—. Ya sabes, lo de siempre. Si volveremos a vernos, o si esto solo ha sido una
aventura de dos semanas de la cual ni siquiera hablaremos a nuestros nietos cuando seamos
viejas.
Se puso en pie, se ató la toalla alrededor de la cintura y se sacudió la arena del pelo. Su piel ya
había adquirido un tono color caramelo, a excepción de sus pechos, que mostraban claramente las
marcas del bikini.
Estaba preocupada. Annabel lo notó y también notó cómo afloraba su propia confusión.
—Cody. —Se puso en pie deprisa y cogió a la otra mujer por el brazo—. Yo... para mí esto no
es solo una aventurilla de verano. Quería que lo supieras.
Cody se volvió para mirarla y sus ojos se volvieron del mismo gris que las nubes de tormenta.
—Annabel —empezó a decir, pero luego pareció cambiar de idea y se encogió de hombros sin
entusiasmo—. No lo compliquemos más. —Sus palabras sonaron extrañas, artificiales—. Quiero
decir, somos adultas...
—¡Cody! —la interrumpió Annabel—. ¿De qué estás hablando? ¿Solo quieres una aventura sin
importancia?
Cody bajó la mirada y ocultó los sentimientos que sabía que debía mostrar.
Su silencio irritó a Annabel.
—Cody, yo no soy Margaret. Yo no quiero decirte adiós dentro de una semana y no volver a
verte jamás.
—Bueno, ¿y entonces qué es lo que quieres?
—Quiero que le demos una oportunidad a lo que ha ocurrido entre nosotras, sea lo que sea.
Cody, por favor —aumentó la presión sobre el brazo de Cody—. ¿Por qué estás tan a la
defensiva?
Cody miró aquellos dedos y cabeceó lentamente.
—Oh, Annabel. Es tan complicado.
—Cody, puedes confiar en mí. —Annabel se acercó más y rodeó a Cody con sus brazos. Quería
que Cody hablara con ella, que le contara por su propia voluntad cualquier cosa que quisiera
contarle. Annabel detectó su lucha interna, algo oculto en ella. Un muro se alzaba entre las dos y,
si querían darse una oportunidad, las cosas tenían que cambiar. De repente, Annabel deseó que se
dieran aquella oportunidad. Lo deseó dolorosamente.
Se dio cuenta de que estaba presionando demasiado a Cody, exigiéndole un nivel de confianza
que no habían tenido tiempo de establecer. Y no era sorprendente que Cody huyera en la
dirección contraria. De ahí todos aquellos mensajes contradictorios.
Annabel aflojó los brazos y acarició con dulzura el pelo de Cody. Aquella era una mujer a la
que no quería ahuyentar. El póster podía esperar.
—¿Dónde te criaste, Cody? —le preguntó Annabel, un poco más tarde aquella misma noche, a
la mujer que estaba entre sus brazos.
—En una granja —respondió perezosamente Cody y frotó con su nariz el pecho de Annabel—.
En un lugar llamado Waipukurau. Hasta los doce años.
—¿Y después?
—En Wellington. La ciudad del ventilador permanente.
—¿Tu familia se trasladó?
—No. Mi madre, cuando se separó de mi padre.
—¿Tienes hermanos o hermanas?
—Solo un hermano —dijo Cody sosegadamente—. Murió en un accidente de coche cuando yo
tenía dieciséis años.
Annabel notó su rigidez, el inconfundible rastro de dolor en su voz. De forma instintiva,
estrechó su abrazo.
—¿Estabais muy unidos?
—Éramos gemelos —dijo Cody—. Cuando mis padres se separaron, Charles se quedó con papá
y solo nos veíamos en vacaciones. Era horrible. Hasta ese momento, siempre lo hacíamos todo
juntos. Nos lo pasábamos muy bien —sonrió, ante la invasión de recuerdos—. Una de las cosas
que hacíamos siempre era cambiarnos la ropa y confundir a todo el mundo, hasta a nuestros
profesores. Nos parecíamos muchísimo, ¿sabes?
—Debió ser increíble —comentó Annabel, fascinada ante la idea—. ¿Notaste alguna diferencia
en la forma de tratarte de la gente cuando te vestías como un chico?
—¡Claro que sí! —Cody se echó a reír—. Lo que más me chocaba era cuando levantaba el brazo
en clase. Cuando yo era Charles y levantaba la mano para responder a una pregunta o para
ofrecerme voluntario, siempre me elegían. En circunstancias normales, no se habrían dado
cuenta ni aunque me hubiera cortado el brazo y se lo hubiera lanzado al profesor.
—Suena bastante típico —dijo Annabel—. ¿Y en casa, qué tal?
—A mamá no la podíamos engañar. Siempre se daba cuenta. Pero con papá era una historia
distinta —pensó en su padre, que siempre estaba distraído con algo.
En aquella época, cuando Cody le preguntó a su madre por qué dejaba a papá, ella respondió
que era por culpa de su pelo. Se lo había teñido de rubio…

—¿Y qué tiene de malo? —preguntó la Cody de doce años.


—A tu padre no le gusta.
—¿Y a quién le importa lo que él piense? —Cody había dado una patada al suelo—. Hace meses que
lo llevas así, de todas formas.
—Esa es la cuestión, Cordelia —había dicho su madre con suavidad—. Acaba de darse cuenta.

Cody regresó al presente.


—Papá siempre estaba demasiado ocupado para fijarse en nosotros.
Annabel murmuró algo solidario y luego preguntó:
—¿Cómo era la vida en tu país?
Cody hizo una pausa.
—Jamás he pensado mucho en eso. Nueva Zelanda es un lugar pequeño y Waipukurau, el sitio
donde yo me crie, es lo que podríamos llamar un pueblucho. Es la clase de sitio que buscan los
publicistas para filmar anuncios retro y no tener que cambiar nada. —Se acurrucó junto a
Annabel y pasó su mano por la calidez de sus curvas—. Es un país hermoso, Annabel, muy verde
y salvaje. Los turistas se vuelven locos cuando van, pero yo creo que los que vivimos allí ya
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estamos acostumbrados. Lo llamamos Godzone.
—¿Y a vosotros os llaman Kiwis, como la fruta?
—Eso es. Pero en realidad el kiwi es un pájaro más bien gordo incapaz de volar que se pasa el
día durmiendo y solo sale de noche.
Annabel se rio suavemente.
—Más o menos como la mitad de San Francisco —bromeó—. Bueno, ¿qué cosas hacías cuando
eras una niña?
—Dios, hace tanto tiempo de eso... Iba al colegio en un autobús que paraba en la puerta de la
granja y más tarde fui a un internado para chicas. Mi hermano y yo nos comportábamos un poco
como salvajes, aunque todo era bastante inofensivo, como intentar volar con fuegos artificiales el
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buzón del vecino durante el día de Guy Fawkes o meter el Land Rover de papá en el río cuando
teníamos diez años.
—Debió ser maravilloso.
La voz de Annabel tenía un tono melancólico y Cody la miró, pero fue incapaz de descifrar su
expresión bajo la luz de la luna.
—¿Y tú qué? —preguntó—. ¿Naciste en Boston?
Annabel abrió la boca para decir que sí, pero se detuvo cuando aquella imagen regresó a su
memoria... ella sobre las rodillas de una mujer, jugando con algo que brillaba.
—Que yo recuerde, siempre he vivido allí —respondió.
—¿Eras feliz? —preguntó Cody.
De repente, a Annabel le escocieron los ojos.
—Tenía todo lo que una niña puede desear —dijo, pensando en su inmensa colección de
muñecas, en su interminable repertorio de vestidos caros.
—¿Humm? —Cody asintió, soñolienta—. Pero, ¿eras feliz?
—¿Feliz? —El corazón de Annabel latía de forma irregular. Claro que era feliz. Tenía la
familia perfecta, ¿no? La gente guapa, como Clare siempre había llamado a sus padres. Annabel
llevaba la clase de vida que la mayoría de niños envidiaban, no tenía motivos para quejarse.
Siempre se había burlado del síndrome de la pobre-niña-rica. Era afortunada y lo sabía. Pero...
¿feliz?
—No —admitió al fin en un susurro—. No, no era feliz.
Cody no contestó y, al escuchar su respiración profunda y pausada, Annabel supo que se había
quedado dormida. Durante mucho tiempo, se quedó allí quieta, atormentada por la imagen de la
mujer y del objeto brillante, mientras la inquietud acechaba desde algún rincón de su mente.
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Cody hundió los dedos de los pies en la arena y contempló el horizonte. La playa estaba desierta
y hacía tan poco que el sol había salido, que apenas tenía fuerza. Se perdió en sus propios
pensamientos, mientras paseaba por la orilla. Una semana. Hacía una semana que Annabel y ella
eran amantes y ya no podía imaginar un futuro sin ella.
Pero, ¿qué clase de futuro tenían? Desde aquella inquietante conversación en la playa, tres días
atrás, habían evitado el tema, como si hubiera una especie de pacto silencioso de vivir solo el
presente. Pasaban la mayor parte del tiempo juntas y habían descubierto que tenían en común las
cosas más curiosas. A las dos les gustaban los huevos poco hechos y sin sal, las dos se habían roto
la clavícula a los ocho años, las dos tenían colecciones de sellos de las cuales eran incapaces de
desprenderse.
Cody se daba cuenta de que los ojos color lavanda de Annabel la observaban y de que en lo más
profundo de ellos había una pregunta... y algo más. ¿Tristeza? No estaba segura. Cody se sentía
confundida, abatida. Cuando estaba con Annabel, era perfectamente feliz, su cuerpo revivía.
Cuando hacían el amor, se rendía por completo a la experiencia y notaba una poderosa sensación
de pertenencia.
A veces imaginaba irracionalmente que se había pasado toda la vida esperando a Annabel, que
nada importaba excepto el presente. En esos momentos, se veía a sí misma con una claridad
sorprendente, se maravillaba ante el sinsentido que era su vida, se odiaba a sí misma por dudar
del futuro, por todos los miedos que afloraban cuando estaba sola.
—Me estoy enamorando de ella —le dijo al océano, mientras una ola rompía contra sus pies—.
¿Qué voy a hacer?
Había perdido la cuenta de las veces que había elaborado una frase y había ensayado su
historia, preparándose para contarle a Annabel lo del dinero. Pero, de alguna manera, nunca
encontraba el momento adecuado. Siempre había algún motivo para aplazarlo. Alguna excusa, se
corrigió Cody. Cobarde, pensó airadamente. No era que no confiara en Annabel... ¿o sí?
Cuando Margaret se fue, Cody había visto cómo la confianza la abandonaba, dejando un vacío
en su interior y una obsesión por protegerse a sí misma. Y ahora se había pasado una semana
entregándose físicamente con una facilidad que la sorprendía incluso a ella; sabía sin embargo
que, emocionalmente, había rechazado a Annabel. No podía seguir así si quería darle una
oportunidad a su relación. Había llegado el momento de dejar de esconderse tras la excusa del
secreto del dinero y de empezar a ser sincera.
Cody se detuvo y contempló el horizonte azul. En aquel momento, supo con una certeza
absoluta lo que debía hacer.

***

—Hoy tengo que ir contigo a Rarotonga —informó Cody durante el café.


Un aleteo de recelo sacudió a Annabel por dentro.
—Bien —dijo sosegadamente y se resistió a la necesidad de preguntarle a Cody por qué.
Acostarse con una mujer no significaba ser su dueña y, en aquellos momentos, parecía que lo
único que había entre Cody y ella era sexo.
La reticencia afloraba en Cody cada vez que ella se acercaba demasiado; Annabel había
aprendido que enfrentarse a ella solo empeoraba la situación.
Se sirvió con dedos temblorosos otra taza de aquel café intenso de Atiu y se preguntó qué era
lo que Cody tenía pensado hacer en Rarotonga.
Cody apuró su taza y se puso en pie.
—Tengo que pasar por casa antes de irnos.
Annabel notó aquella ansiedad conocida en la boca del estómago y miró a Cody mientras esta
se ponía las sandalias. Llevaba unos pantalones escandalosamente cortos y un ajustado chaleco
cerrado de color blanco que acentuaba el bronceado que había adquirido desde su llegada a la isla.
Sus miembros eran suaves y musculosos; de repente, Annabel se vio inundada de imágenes de
Cody desnuda, de los cuerpos de ambas entrelazados con violenta pasión, de su cara rebosante de
sudor y de Cody.
No me dejes, imploró en silencio, y luego se sintió humillada. Se estaba volviendo dependiente.
Adicción al sexo. A veces sucedía. Y, después de todo, se había mantenido célibe durante el
último año antes de llegar a la isla. Pensó irremediablemente en sus antiguas descargas de
adrenalina. No tenía por qué repetir ese patrón adictivo en sus relaciones. Era destructivo y, en
último término, insatisfactorio: gratificación a corto plazo y poco más. Tampoco se trataba de
que el sexo por pura diversión, sin ataduras, fuese algo malo. Pero ya había pasado por eso y esta
vez quería algo más. Quería estar cerca de Cody. Quería que aquella intimidad que se establecía
cuando hacían el amor se extendiera a otros niveles.
Pero para que aquello fuera posible, Cody tenía que confiar en ella y Annabel empezaba a
descartar que aquello pudiese ocurrir. A veces sentía deseos de coger a Cody y sacudirla, de
gritarle que ella no era la única que estaba asustada. Que ella no tenía la exclusiva de las heridas
abiertas, que nada de lo que ella escondía sería peor que algunas de las hazañas menos
agradables de Annabel.
Cody se acercó, depositó un beso rápido en la boca de Annabel y dijo:
—Nos vemos en la pista.
A Annabel le quedaban dos horas para matar antes de coger el avión y decidió, de una vez por
todas, aclarar por qué su tía Annie había insistido en que fuera a Moon Island. Había permitido
que Cody la distrajera durante la última semana y, para ser sincera consigo misma, la había
aliviado tener una excusa para dejar de lado aquellas incómodas incursiones en la vida privada de
su tía. No importaba lo mucho que se repitiera que tía Annie no habría escrito aquella carta de
no haber querido que Annabel hiciera lo que estaba haciendo: seguía siendo poco decente y muy
de voyeur.
Con dedos reticentes, abrió el diario de 1959 justo donde lo había dejado precipitadamente una
semana atrás.
Estoy tan cansada de esta barriga enorme y de las constantes visitas al baño. Rebecca tiene tanta paciencia conmigo... es un
ángel. No importa lo caprichosas e irracionales que sean mis peticiones, ella es toda ternura.
A veces me da mucho miedo tener el bebé y detesto la forma en que mi cuerpo se ha descontrolado. El doctor dice que
solo me queda una semana o así de soportar esta incomodidad y la verdad es que he llegado al punto en que, cuando note
los primeros dolores, me pondré a cantar y bailar. Rebecca ya ha contratado a una niñera para el bebé y ya tenemos una
lista de nombres, ¡todos de niña!
Annabel colocó un punto de libro en el diario y lo dejó caer pesadamente sobre sus rodillas. Su
corazón latía deprisa y se sintió aturdida, tuvo náuseas. Tía Annie había tenido un hijo. No podía
creerlo. ¿Qué le había ocurrido al niño? ¿Había un niño?
Alterada, empezó a pasar las páginas, para captar frases, palabras.
...se hizo tan largo... débil... el bebé es tan hermoso, es el bebé más hermoso del mundo... Rebecca está embobada... le hemos
puesto Lucy... nos vamos a Moon Island mañana... tan cansada, pero Lucy es como un sueño...

El diario entero estaba lleno de Lucy. La primera sonrisa de Lucy, cuándo se sentó por primera
vez, empezó a comer alimentos sólidos o a caminar. A Annabel le temblaban las manos de forma
incontrolable cuando llegó a la última página y todo su cuerpo estaba pegajoso de sudor.
¡Lucy! Jamás había oído hablar de una prima. Nació en 1959. Tendrían la misma edad. Annabel
sintió una rabia momentánea, seguida inmediatamente de dolor. Pensó en su enorme habitación
llena de juguetes, compañeros de juego inanimados que habían sustituido a otros niños, en la
soledad desesperada de su infancia.
Cuando era pequeña, cuando se dio cuenta por primera vez de su valor como rareza, su aspecto
la había vuelto dolorosamente tímida. Con el tiempo, había descubierto que la gente no
pretendía ser cruel. Pero en aquel momento, sus comentarios habían inducido a aquella niña
sensible a ocultarse en lo más profundo de una concha protectora.
Qué diferente habría sido todo si hubiera tenido una hermana o una prima con la que criarse.
Lucy. Annabel se mordió el labio y buscó el siguiente diario de su tía. Durante unos minutos,
simplemente lo sostuvo, mientras una inesperada pesadez se instalaba en su pecho. Entonces lo
abrió y empezó a leer con mucho interés hasta que el sonido de un motor perturbó su
concentración.
—Mierda. —Se puso en pie y miró por la ventana. Luego se dirigió resueltamente a la cocina y
levantó el micrófono de su equipo de radio.

***

—Annabel no viene —le dijo Bevan Mitchell a Cody en cuanto llegó—. Me ha pedido que te
lo haga saber y que te diga que te invita a cenar cuando vuelvas.
Cody arqueó las cejas.
—Gracias —dijo fríamente y no puedo evitar mirar por encima de su hombro en dirección a la
casa de Annabel.
¿Se encontraría bien? No era propio de Annabel saltarse un viaje. Consciente de que algo casi
físico tiraba de ella, se sintió momentáneamente tentada de abandonar sus planes y volver a casa
de Annabel. Pero se impuso el sentido común. Si Annabel no se encontrara bien o la necesitara,
se lo habría dicho. Tampoco es que estuvieran unidas por la cadera, se dijo Cody con brutalidad.
Trepó al Dominie mientras se decía que debía comportarse como una persona madura.
—¿Asuntos en Rarotonga? —preguntó Bevan mientras recorrían la pista, preparándose para
despegar.
—Más o menos. —Ella captó su mirada burlona, pero no se dejó provocar.
Consiguió no gritar ni ponerse en ridículo durante el vuelo, aunque cuando llegaron al suelo
respiró con alivio un aire que le había hecho mucha falta.
—Ya estamos. No ha sido tan terrible, ¿verdad? —Bevan habló con la seguridad de un dentista
que extrae una muela.
Cody gruñó una respuesta y se contuvo para no besar el suelo.
—Nos vemos aquí a las cuatro —dijo él mientras ella se alejaba hacia la terminal.
Le llevó media hora comprar un billete de vuelta a Auckland.
—¿Para mañana? —El vendedor parecía sorprendido y Cody imaginó que la mayoría de la
gente organizaba sus viajes con un poco más de antelación.
Bevan había dicho que no se quedaría mucho rato en Avarua puesto que Smithy, su mecánico,
ya había recogido el pedido de fruta. Inquieta, Cody observó el ir y venir de algunos turistas y
después decidió regresar al Dominie. Cuanto antes volvieran a Moon Island, antes vería a
Annabel.
Para su sorpresa, Bevan ya la estaba esperando cuando ella llegó y parecía que, en lugar de
estar metiendo la carga en el avión, la estaba metiendo en un hangar. Intranquila de repente,
Cody se acercó.
—No regresaremos hoy —Bevan respondió a una pregunta no formulada—. Tenemos un
pequeño problema con el combustible. Tiene agua y Dios sabe qué más —hizo girar los ojos de
forma elocuente—. A alguien se le olvidó limpiar el barril. ¿Quién sabe? Pasa siempre.
Cody alzó una mirada furiosa.
—¿Y qué vamos a hacer? Tenemos que regresar hoy. —No añadió que su avión a Nueva
Zelanda salía a la mañana siguiente.
—Imposible —Bevan negó con la cabeza—. Tengo que vaciar los conductos del combustible,
filtrar la maldita porquería y probar los motores durante por lo menos media hora. No tengo
ninguna posibilidad de hacer todo eso antes de mañana a la hora de comer, especialmente hoy
que Smithy no está.
—¡Oh, no! —Cody pateó el suelo—. No me lo puedo creer.
—Te registraré en el Rarotongan —le dijo—. Y te llamaré mañana, cuando vuelva a
funcionar.
—¡Mierda! —Cody explotó—. ¿No puedo hacer nada? Entiendo un poco de motores —su
mirada rabiosa recorrió el avión plateado en toda su longitud—. Tengo que volver a la isla hoy,
Bevan.
—Lo siento, Cody. Aunque pudiéramos arreglarlo hoy, tendríamos que volar de noche y es
imposible aterrizar. Ya has visto la pista. No hay ni una sola marca y, menos aún, luces.
Cody respiró con dificultad.
—Lo siento. Es que me voy a Nueva Zelanda mañana por la mañana y necesitaba hablar con
Annabel antes de irme.
El rostro de Bevan era impasible.
—Tenemos un bonito y potente transmisor de onda corta. Podemos intentar contactar por
radio con ella.
Cody le apretó el brazo.
—Gracias. ¡Sí! ¡La radio!
Mientras él transmitía, Cody daba vueltas a su alrededor con impaciencia.
—Moon. Radio Moon. Aquí Dominie dos-uno-ocho-cinco. Contesta, por favor. Contesta,
Moon. ¿Me recibes? Repito, ¿me recibes? Corto.
No se oía nada, solo algún que otro ocasional zumbido de interferencias. Volvió a intentarlo.
—Debe de estar fuera de alcance —observó él—. Depende del tiempo. Te llevaré al hotel y
luego volveré a intentarlo.
Cody dudó, le frunció el ceño al equipo de radio y luego se rindió. No parecía que hubiera
ninguna otra alternativa.
9

Era ya el amanecer cuando al fin Annabel abandonó la lectura de cartas y diarios, pero la belleza
del nuevo día le pasó inadvertida. Aturdida, se dirigió a la cocina y, de forma mecánica, preparó
una cafetera de café bien cargado.
En algún rincón de su mente, había registrado algo extraño respecto al día anterior y cuando
desvió la mirada hacia el micrófono que estaba sobre la cómoda, se acordó. El Dominie. No lo
había oído regresar. Tal vez había estado tan concentrada que no había oído el familiar zumbido
gutural al sobrevolar su casa, pero lo dudaba. Cody no había ido a cenar y Annabel no creía que
fuera capaz de darle plantón.
Se sirvió un café con los dedos rígidos y se tragó distraídamente el líquido caliente. Se sentía
extrañamente entumecida, asaltada por una sensación de irrealidad. Su mirada barrió la sala de
estar y se detuvo en una enorme fotografía de tía Annie. ¿Por qué? preguntó en silencio, y luego
salió precipitadamente al porche, en busca de aire fresco. Su mente estaba entre brumas,
inundada por un montón de recuerdos fragmentados.
Su padre. «Pobre Ann... cada año que pasa, más inestable.»
Su madre. «No seas tan duro con ella, Theo, ha tenido una vida muy difícil.»
Una «vida muy difícil». El eufemismo del año. Prometida a un hombre cuyas insinuaciones
detestaba y que finalmente la violó y la dejó embarazada de... de Lucy. Annie se había trasladado
a Moon Island después de que naciera su hija y durante dieciocho meses, ella y Rebecca habían
experimentado la más absoluta felicidad. En sus diarios había reflejado claramente su felicidad,
la pasión absoluta que sentía por Rebecca, la magia de su vida en común.
En 1961, Rebecca había viajado a regañadientes a Nueva York para asistir a la boda de su
hermano y para ocuparse de lo que Annie había descrito como «asuntos familiares». Annie había
querido acompañarla, pero Lucy acababa de reponerse de unas fiebres y las dos mujeres habían
decidido que un viaje por mar habría sido demasiado duro para la criatura.
Dos meses más tarde, Rebecca murió en un accidente de coche, pocos días antes de la fecha en
la que se suponía que debía regresar. Cuando Annie se enteró de lo sucedido, su amante ya había
sido enterrada.
La familia de Rebecca impugnó el testamento, según el cual se lo dejaba todo a Annie. Y
ganaron, puesto que Annie estaba tan hundida que, sencillamente, no podía hacer frente a una
batalla legal. Afortunadamente para ella, los «asuntos familiares» que Rebecca había mencionado
incluían la cesión a nombre de Annie de Moon Island y de una parte importante de sus acciones,
transacciones que misteriosamente había finalizado la semana antes de morir.
Destrozada, Annie había regresado a Boston. Lo que había ocurrido allí, Annabel solo podía
adivinarlo. Su tía no había dejado ningún diario de los cinco años siguientes, a pesar de que
Annabel había revuelto la casa de arriba abajo, había abierto pliegos y pliegos de cartas, había
hojeado todos los diarios posteriores. Era como si aquellos cinco años no hubiesen existido. Y,
peor aún, era como si Lucy se hubiese esfumado de la faz de la tierra. No se volvía a mencionar a
la niña.
Annabel observó la luz de la mañana, mientras presionaba con las manos sus sienes
palpitantes. La emoción la embargaba, pero no podía llorar. Recordaba algunos momentos con su
tía, conversaciones afectadas durante la cena, mientras sus padres lo observaban todo con falsas
sonrisas y otro tipo de emoción en sus miradas. ¿Rabia? ¿Miedo?
Tía Annie la había invitado una vez a Moon Island, pero sus padres le habían prohibido ir y la
invitación no se había repetido. En una de las raras ocasiones en las que estuvo a solas con su tía,
Annabel recordaba haberse sentido muy halagada por sus dulces palabras y su apoyo. Habían
hablado durante horas y Annabel le había confesado sus terribles miedos a ser rechazada por su
aspecto, a saberse repudiada y desagradable. Ahora recordaba lo que había dicho tía Annie: «El
amor siempre nos está esperando. Pero tenemos que enfrentarnos a él, entregarnos. A veces es más fácil
esconderse».
A medida que pasaba el tiempo, había desarrollado un vínculo muy especial con su tía y se
había propuesto verla tan a menudo como pudiera. Annie poseía una casa en San Francisco y
repartía su tiempo entre aquella ciudad y su querida isla.
Tras graduarse, Annabel se había convertido en la invitada habitual de su tía. Fue a tía Annie
a quien le confesó su dolor tras la ruptura con Clare. Y sin embargo, ella no había mencionado ni
una sola vez su tragedia personal, su vida con Rebecca, a su hija.
Annabel echó un vistazo a su alrededor y se dio cuenta de que sus pasos la habían llevado a
Hibiscus Villa.
—Cody —llamó. La puerta estaba cerrada y se sentó en el porche.
Debían de haberse quedado en Rarotonga por algún motivo. ¿Y si no se habían quedado? ¿Y si
había ocurrido algo? Un pánico atroz se apoderó de ella. Cuando llegó a su casa, estaba jadeando.
Con el corazón palpitando, se puso en contacto por radio con Bevan Mitchell.
La respuesta fue inmediata.
—Radio Moon. Aquí Dominie dos-uno-ocho-cinco. Te recibo. Cambio.
—¿Dónde estás? —gritó Annabel—. ¡Cambio!
—A quinientos pies. A las doce, Moon. Corto.
Annabel arrojó violentamente el aparato y salió al exterior justo a tiempo de ver el pequeño
avión sobrevolar su casa y luego dirigirse hacia la pista de aterrizaje. Furiosa, se precipitó al
interior de la casa, cogió su equipo de montar y se dirigió al establo de Kahlo.

***

—¿Dónde diablos habéis estado? —saludó a Bevan.


Él sacó un cigarrillo.
—Bueno, supongo que no pensabas que me había suicidado por ahí, ¿no?
Annabel se mordió el labio. Se estaba comportando como una tonta. Miró a su alrededor
distraídamente.
—¿Dónde está Cody?
Bevan apartó su cigarrillo y Annabel se dio cuenta de que se había puesto rígido.
—Se ha ido esta mañana —dijo en voz baja.
—¿Que se ha ido? —se le secó la boca.
—Ayer intentamos contactar contigo por radio y esta mañana otra vez, pero no pudimos
encontrarte. —Buscó en su camisa y sacó una hoja de papel doblada—. Me pidió que te diera
esto.
Annabel la observó durante unos segundos y luego se la metió en el pantalón.
—Parecía triste —añadió prudentemente el piloto.
—¿Se...? —Annabel trató de formular una pregunta.
—Volvía a Nueva Zelanda —le explicó Bevan—. Es todo lo que sé. Lo siento.
Annabel asintió y luego, con las piernas temblorosas, montó a Kahlo y la guio hacia la playa.
—Mañana no iré contigo, Bevan —le dijo al piloto—. Hay que recoger a dos pasajeras.
¿Podrás arreglártelas?
—Ningún problema —encendió otro cigarrillo—. Te avisaré por la radio cuando lleguemos.
Annabel se alejó con un gesto de agradecimiento.
Cody se había ido. Justo cuando la necesitaba. He apostado y he perdido, reflexionó
amargamente Annabel. Probablemente, había sido bastante ingenuo esperar cualquier clase de
compromiso de alguien que aún se estaba recuperando del fracaso de una relación larga.
Con lágrimas en los ojos, se encaminó hacia el mar y azotó a Kahlo para que trotara:
zigzaguearon entre las olas hasta que llegaron a la familiar media luna de Passion Bay. Solo se
detuvo al acercarse a la pista que regresaba a Villa Luna y ató a Kahlo bajo las palmeras.
—Volveré muy pronto, pequeña. —Palmeó a la yegua y caminó en dirección al mar, mientras
buscaba en su bolsillo la carta de Cody. Estaba vacío.
Frunciendo el ceño, metió las manos en los otros bolsillos y luego corrió frenéticamente hacia
la playa. La nota arrugada que al fin consiguió rescatar de la orilla, estaba completamente
empapada. Una ola se arrastró pesadamente por encima de sus pies mientras desdoblaba el papel.
Lo miró, incrédula, y trató de reír. Pero el único sonido que brotó fue un violento sollozo.
Las palabras de Cody se habían dispersado por toda la página, en una serie de riachuelos de
tinta. Solo se leía la primera línea.
Lo siento, Annabel. Quería contártelo, pero...
10

Cody despertó en una habitación pequeña y cargada cuyas ventanas, bajo un cielo de un gris
aletargado, estaban húmedas por la condensación. Miró a su alrededor y luego volvió a cerrar los
ojos, deseando que todo lo que la rodeaba desapareciera. Janet seguía durmiendo: tenía las
mejillas rosadas y su larga melena castaña caía en desorden sobre la almohada. Al mirar a su
mejor amiga, Cody experimentó una oleada de cariño y deseó por un momento haberse
enamorado de Janet.
La vida habría sido tan sencilla... Janet era tranquila, alegre, una gran cocinera y una jardinera
entusiasta. Les gustaba la misma música, las mismas películas, los mismos deportes. Su entorno
era similar y vivían en la misma ciudad. ¿Qué más podía desear una mujer?
Cody imaginó que hacía el amor con Janet. Se abrazaban con ternura y se acariciaban el pelo.
Más que excitante, era reconfortante. Cody alargó una mano tanteadora y rozó la mejilla de
Janet; luego se acercó un poco más a ella para poder rodearla con un brazo.
Janet abrió unos ojos soñolientos, le sonrió alegremente a Cody y se acomodó entre sus brazos
con un suspiro de satisfacción.
—Te he echado tanto de menos —dijo, y besó a Cody en una mejilla.
—Yo también te he echado de menos, Janet. —Cody la besó suavemente en la boca.
Sus ojos se encontraron y Cody vio la incertidumbre en los de Janet, pero a pesar de ello
deslizó su mano bajo la chaqueta del pijama de su amiga y le acarició la espalda. Era tan distinta
de Annabel: era más pequeña y más blandita. Cody continuó con su exploración y volvió a
besarla.
—Cody —Janet tenía las manos en su pecho y la empujaba, apartándola—, ¿qué haces?
El corazón de Cody latió con violencia y notó su mente espesa.
—Yo... —dudó. ¿Qué estaba haciendo?—. Quiero hacer el amor contigo —dijo tajantemente.
Janet examinó el rostro de Cody.
—¿Estás segura de que es eso lo que quieres? —preguntó—. Quiero decir, he tenido
proposiciones más románticas.
Cody frunció el ceño.
—Yo... —empezó—, yo... oh, maldita sea. —Se dio la vuelta, inquieta, y exhaló un profundo
suspiro—. Mierda, no lo sé, Janet. Lo siento. Me estoy comportando como una imbécil.
Janet se echó a reír.
—Bueno, y probablemente yo soy la tonta del año. Como esto se sepa, seré el hazmerreír del
club. La única lesbiana de Wellington lo suficientemente idiota como para rechazar a Cody
Stanton. Desde que ha corrido la voz de tu ruptura con Margaret, el teléfono no ha parado de
sonar, con llamadas de desesperadas que me ofrecen un soborno por conseguirles una cita
contigo.
—¡Te estás burlando! —Muy a su pesar, Cody sonrió—. ¿Conmigo?
—La falsa modestia nunca ha sido tu fuerte —dijo Janet con descaro—. Si pudiera alquilarte
por horas, Cody Stanton, sería una mujer rica.
Hizo una pausa, abrazó a Cody y la besó sensualmente.
—¿Lo ves? —dijo junto a la boca de Cody, un momento después—. Es bonito, pero... nada.
¿Quién es?
Cody se puso tensa y luego, ingenuamente, buscó los risueños ojos marrones de su amiga.
—Se llama Annabel, Annabel Worth. Y ella... nosotras...
—Ya veo —dijo Janet, alzando las cejas expresivamente—. Cuéntame más.
Horas más tarde, Cody marcó el número de la Jefa de Personal de su exempresa y concertó una
cita.
—¿Se lo has contado? —preguntó Janet.
—No, prefiero hacerlo cara a cara. Además, no me gustaría llegar allí y encontrarme un coche
patrulla esperándome.
Janet se echó a reír.
—Me imagino que los chicos de azul tienen cosas más importantes que hacer, como detener a
atracadores y violadores.
Cody le devolvió la sonrisa.
—Vamos a comer.
—¿Puedes permitírtelo?
—Mi patrimonio consiste en ciento cuarenta y dos dólares y sesenta centavos exactamente.
Las dos observaron los fajos de billetes perfectamente alineados en la mesa de la cocina y
suspiraron ruidosamente.
—Noventa mil dólares —dijo Janet—. No parece gran cosa, ¿verdad?
—Solo un montón de papel —dijo Cody en voz baja.

***

Annabel paseó inquieta por el porche, con un vaso de whisky escocés en la mano y un cigarrillo
en la otra. Hacía años que no fumaba y las primeras caladas la habían hecho toser y atragantarse.
Había encontrado un paquete medio vacío en uno de los armarios de su tía e imaginó que lo
había dejado allí alguna de las huéspedes o tal vez alguna de las amantes de Annie. A lo largo de
los últimos años, Annie había tenido varias, recordó Annabel. Tal vez había superado finalmente
lo de Rebecca.
Hacía tres días que Cody se había marchado y Annabel ya había dejado de preguntarse qué más
decía su nota. Había interrogado al personal del Rarotongan, había mentido a los funcionarios de
Air New Zealand y había pateado el suelo en la Oficina de Correos. Todo lo que había
conseguido averiguar era que Cody se había marchado a Auckland, Nueva Zelanda. No había
dejado instrucciones para que le mandaran el correo y había pagado en efectivo la habitación del
hotel.
Annabel había reflexionado sobre la posibilidad de acudir a la policía pero, al pensar en el
póster, se había reprimido. Si Cody estaba metida en alguna clase de lío, lo último que quería
Annabel era complicarle las cosas aún más.
Ocurrió, sin embargo, que no tuvo mucha elección puesto que la policía, al descubrir que Cody
Staton había estado en Moon Island, se había puesto en contacto con ella. Tras darle el pésame
por la muerte de su tía —que había donado un barco de rescate marítimo a la comisaría local—,
el joven sargento se había mostrado considerablemente comunicativo. Incluso había telefoneado
a sus colegas de Wellington para obtener más información.
—Una pariente, la señorita Margaret Redmond, desea ponerse en contacto con la señorita
Stanton —le explicó a Annabel—. Cree que la señorita Stanton podría estar deprimida, que
podría intentar suicidarse. Parece que se trata de una disputa familiar...
El rostro de Annabel se mantuvo impasible.
—¿En serio? ¿Margaret Redmond?
¿Por qué la ex de Cody acudía a la policía con una historia como aquella?
—Por supuesto, la señorita Redmond dijo algo sobre intentar una reconciliación —añadió el
agente.
Annabel notó cómo la sangre huía de su rostro. ¿Una reconciliación? Aquello lo explicaba
todo.
—Así que imagino que a nosotros ya no nos queda nada que hacer ahora que la señorita
Stanton ha vuelto a casa —continuó él—. Se lo notificaré a Wellington. Gracias por su ayuda,
señora Worth.
—Ha sido un placer —había dicho ella, con la voz cargada de ironía.
Los días que siguieron fueron una pesadilla. Tratando de expulsar a Cody de su mente,
Annabel había regresado a los diarios de su tía, en busca de más pistas de lo que había ocurrido
tras la muerte de Rebecca. En su mente, construía una versión tras otra de la verdad.
«Annie había conseguido un empleo en Boston y Lucy había muerto trágicamente a causa de
alguna misteriosa enfermedad... Annie y Buey se habían ido a vivir con algunos parientes en
Europa y Lucy había muerto en un segundo y trágico accidente... La fiebre de Lucy resultó ser
una meningitis y había muerto poco después de que Annie llegara a Boston.»
Si Cody se hubiera quedado, pensó Annabel distraídamente mientras apagaba su cigarrillo.
Más que nada, deseaba hablar con alguien de todo aquel misterioso asunto, obtener el punto de
vista de otra mujer. Había algo de meridiana claridad que ella no conseguía ver. Y en alguna
parte de su memoria, conservaba un débil acorde, una frase que recorría su mente una y otra
vez... «No es necesario que ella lo sepa nunca.»
¿Quién lo había dicho? Sus cejas se unieron al tiempo que enfocaba y desenfocaba algunos
recuerdos. La carta sobre la que le había preguntado Jessup... dirigida a «Lucy»; la misteriosa
sensación de déjà vu que la había perseguido desde que puso por primera vez los pies en la isla;
los diarios perdidos; el silencio de su familia en cuanto a la vida de Annie y la de su hija; la
herencia de Annie.
Annabel le dio vueltas una y otra vez, se sirvió otro whisky, encendió otro cigarrillo. Se estaba
obsesionando. Tenía que dejar de pensar en ello, dejar de convertir su vida en un culebrón.
«Tranquilízate», se ordenó con severidad. Y entonces se quedó helada, se atragantó con un sorbo
de whisky. La idea la golpeó con una claridad tan cegadora que apenas pudo entender cómo no se
había dado cuenta antes.
—No —susurró. No era posible. Simplemente, no podía ser.
Pero cada célula de su cuerpo sabía que sí.
11

Janet fue a despedir a Cody al aeropuerto.


—Bueno, ahora no te puedes permitir un taxi, ¿verdad? —bromeó inocentemente.
Cody la abrazó y le dijo:
—Te quiero.
—¡Oh, Cody! —Janet estrechó a su amiga—. Espero que todo salga bien.
Cody la abrazó con más fuerza.
—Yo también —murmuró—. Te escribiré. —Le dio un pañuelo de papel a Janet y esperó a que
se sonara; luego se inclinó para besarla—. Adiós, cariño —dijo con dulzura.

***

Cody se echó su equipaje de mano al hombro y caminó hacia el exterior de la terminal y a través
de los hangares de carga. No había ni rastro del Dominie; consultó su reloj.
—¿Busca a alguien? —Un hombre pequeño de mediana edad, vestido con un mono blanco, se
acercó a ella.
—Sí. ¿Bevan Mitchell está por aquí? —preguntó educadamente.
—Por aquí, no —le dijeron—. Se ha ido a casa. Su madre ha muerto. —Al captar la mirada
asustada de Cody, añadió—: No se ha llevado el Dominie. Sigue aquí y yo soy el mecánico. —Se
limpió una mano en el mono y se la tendió—. Me llamo Smith.
Cody la estrechó con cautela.
—Encantada de conocerle, señor Smith —lanzó una mirada insegura y rápida al cielo—.
Entonces, eh... ¿quién hace el vuelo a Moon Island?
—La señora. La señora Worth.
Cody palideció.
—¿Annabel? —fue más un quejido agudo que una pregunta.
El mecánico asintió, como si quisiera ser indulgente con su ingenuidad.
—Eso he dicho. La señora Worth ha pilotado estos días. El Capitán Mitchell le enseñó. Dice
que tienes dotes innatas.
—Dotes innatas —repitió Cody como una tonta. Nacida para volar. Y Bevan le había
enseñado. Capullo. La idea de Annabel pilotando aquella decrépita birria de avión...
16
El viejo mecánico seguía divagando en su incomprensible inglés cockney.
—No tiene nada de malo que las mujeres piloten aviones, señorita. Amelia Earhart, Amy
17
Johnson, Jean Batten y compañía... Claro, el Capitán Mitchell dijo que no debía volar sola, pero
ya conoce a la señora Worth. —Parecía reírse y toser al mismo tiempo, y Cody se mordió el
labio con nerviosismo.
—¿Va a venir esta tarde? —se arriesgó a preguntar.
—Eso creo —miró hacia el sol—. En cualquier momento, diría. Descanse los huesos allí —le
indicó un pequeño banco a la sombra del hangar. Mientras se abanicaba, Cody se sentó,
agradecida.
No tuvo que esperar mucho antes de detectar el familiar gimoteo del tesoro de Bevan Mitchell.
El pequeño avión plateado aterrizó con elegancia y cruzó la pista en dirección a ellos. Cody vio
saltar al piloto y el corazón le dio un vuelco. Annabel llevaba una fina camisa de seda metida
dentro de unos pantalones kaki y una cazadora de aviador bastante usada. Se la quitó al ser
recibida por el calor, pero se dejó puestas las gafas oscuras y los finos guantes de aviador.
Cody la oyó hablar con el mecánico inglés, pero no pudo entender nada de lo que decían.
Annabel parecía señalar algo en una de las alas y Smith estudiaba detenidamente el alerón. Ella
parecía muy serena, con las manos en las caderas, su atención totalmente cautivada por el
pequeño avión. Y entonces, como si se hubiera dado cuenta de que la estaban observando, se
volvió y miró en dirección al hangar.
—¡Annabel! —Cody apareció, saludó con la mano y echó a correr por el asfalto caliente.
—Cody. Hola —Annabel habló lenta y pesadamente. Cody vaciló ante la frialdad de su tono—.
¿Vienes?
—Sí. Si quieres llevarme.
—Claro. Primero tengo que recoger algunas provisiones —dijo, con un tono formal—. Pero
no tardaré mucho.
—Iré contigo y te ayudaré —se ofreció Cody.
—Gracias —dijo Annabel rápidamente—. Pero Smithy viene a Avarua conmigo y estoy
segura de que entre los dos nos las apañaremos.
Su voz sonaba educada y desinteresada; pequeñas ondas expansivas hicieron que Cody se
estremeciera. Deseó poder ver los ojos de Annabel, pero no se había quitado las gafas. De hecho,
apenas había mirado a Cody.
—Vamos, Smithy —le hizo una seña al mecánico mientras se quitaba los guantes y los lanzaba
dentro del Dominie—. Siéntate en el avión si quieres —le dijo a Cody en un tono neutro—. Pero
probablemente estarás más fresca donde estabas.
Y tras aquellas palabras se alejó, acompañada por el mecánico.
Cuando desaparecieron de su vista, Cody rodeó el desventurado Dominie y le dio una patada
rápida al tren de aterrizaje.
—Mierda —murmuró—. Parece que la has cagado, chica.

***

—No sabía que pilotaras —comentó Cody cuando ya estaban seguras en el aire y empezaban a
elevarse. Sentada junto a Annabel, estaba deslumbrada por su evidente control.
—Oficialmente, no puedo, pero esto son las Islas Cook. No es tan distinto a conducir. Aunque
fueras Niki Lauda, tendrías que comprar un permiso y llevar a un poli desde la comisaría hasta el
cruce y luego volver, solo para demostrar que sabes cuál es la diferencia entre los frenos y el
acelerador.
—Fascinante —dijo Cody, con un toque de ironía.
Annabel no pareció darse cuenta.
Cody volvió a intentarlo.
—Bueno, ¿cómo estás?
—Yo estoy bien. ¿Y tú?
A Cody se le hizo un nudo en la garganta.
—Bien, Annabel —alargó una mano y la dejó descansar sobre la calidez del muslo de Annabel
—. Tienes un aspecto increíble, como piloto —le dijo sinceramente.
Annabel no contestó y Cody se dio cuenta de que su cuerpo estaba tenso, de que rechazaba el
contacto. Tímidamente, retiró la mano.
—¿Ocurre algo? —preguntó con voz trémula.
—Ya hablaremos cuando lleguemos a la isla. Necesito toda la concentración para que
aterricemos enteras.
La siguiente hora transcurrió en silencio. Annabel concentrada en su tarea, Cody tratando de
controlar un pánico creciente. Solo tenía una reserva de unos pocos días más en la isla, pensó
consternada. Evidentemente, Annabel estaba preocupada por algo y Cody solo podía esperar que
lo resolvieran en el poco tiempo que les quedaba.
—¿Te apetece venir a Villa Luna a tomar un café? —preguntó Annabel cuando afianzó el
avión tras otro aterrizaje perfecto.
Como si estuviera hablando con una desconocida, pensó Cody con tristeza. Pero, de todas
formas, aceptó y siguió la atlética figura de Annabel a través de las palmeras, con una caja de
provisiones en las manos. Annabel estaba obviamente decidida a mantenerla a distancia. ¿Qué
significaba todo aquello?
—Annabel —dijo impulsivamente justo cuando entraban en la villa—. ¿Hay alguien más?
Annabel se detuvo.
—No lo sé. ¿Lo hay?
—¿Para mí? —Cody estaba confusa—. ¡Claro que no!
—Pues entonces, ¿qué diablos es lo que te hizo volver a Nueva Zelanda tan rápido que ni
siquiera tuviste tiempo de despedirte? —Entró en la sala de estar, con Cody pegada a sus
talones.
—¡Annabel! ¿Es que no leíste mi nota?
—Lo habría hecho, si no hubieras usado una maldita estilográfica.
Cody se sintió como si una mano gigantesca le estuviera aplastando el estómago.
—No te entiendo —balbuceó.
—Se mojó. Iba cabalgando por la playa y la llevaba en el bolsillo y... —Annabel empezó a
servirse una copa y luego dejó la botella violentamente—. Oh, ¿qué más da? Aunque la hubiera
leído, ¿cómo crees que me habría sentido al saber que te alejabas de mí de esa forma?
—No es culpa mía si el maldito Dominie se estropeó y no pudimos volver.
—Oh, y supongo que si hubieras vuelto, me habrías contado todo lo de Margaret... —Guardó
silencio, sofocada.
—¿Margaret? —Cody dejó caer la mandíbula—. ¿De qué estás hablando?
Annabel cruzó los brazos.
—Estoy hablando de vuestra reconciliación.
—¡Por Dios, Annabel! —Cody se precipitó sobre el sofá—. No le he visto el pelo a Margaret
desde el día que se largó. ¿De dónde diablos has sacado esa idea?
Annabel cruzó la habitación y buscó una hoja de papel.
—De aquí —se la tiró a Cody.
Cody examinó el folleto.
—¿De dónde has sacado esto?
..—La policía —dijo Annabel—. Me dijeron que tu «familia» estaba intentando localizarte
para una reconciliación. Y cuando pregunté, resulta que la familia era Margaret Redmond.
Cody observó su propio rostro y casi lloró de alegría. Un póster de «se busca». Su peor
pesadilla. Y no tenía nada que ver con el dinero. Se pasó una mano débilmente por la frente y
cabeceó.
—Volví a Nueva Zelanda para resolver algunos asuntos urgentes, Annabel —dijo en voz baja
—. No tenía nada que ver con Margaret. Espero que me creas —se inclinó y le tomó una mano a
Annabel—. Oh, Annabel, estaba tan preocupada por no haber podido volver a la isla aquel día y
tengo tanto que contarte... Quiero que pasemos juntas cada minuto de esta semana.
Annabel se puso tensa.
—Me temo que eso no va a poder ser —su voz era grave y todavía un poco distante—. Mira,
vuelvo a casa mañana. No sabía qué había ocurrido contigo y debo ir... así que...
—¿A casa? —susurró Cody—. ¿A casa, o sea a Boston?
—Eso es. —Annabel se soltó de Cody y se alejó hacia el mueble bar para servirse una copa—.
Yo también tengo que atender algunos asuntos urgentes.
Bebió un trago de su whisky y Cody la observó con los ojos entornados. Jamás había visto a
Annabel beber por la tarde y, por mucho que se dijera que aquello no era asunto suyo, le
preocupaba. Los «asuntos urgentes» eran, obviamente, una cuestión estresante y Cody notaba
que Annabel no estaba de humor para hablar de ello.
—¿Cuándo volverás? —preguntó, tratando de que no pareciera que la estaba presionando.
—No lo sé. Depende de lo que ocurra. En estos momentos, no tengo reservado el billete de
vuelta —sonaba despreocupada, como si no le importara en lo más mínimo si iba a regresar o no.
Cody sintió frío. Aquello no podía ser cierto. Sabía que no lo era. Tal vez Annabel estaba
buscando un empleo, especuló. ¿O, después de todo, había otra mujer? Cody se puso en pie.
—Annabel, la semana pasada me dijiste que querías algo más que una aventura de verano
conmigo —le recordó—. Yo también. Por eso hice lo que hice. Para solucionar algunos
problemas en casa y poder concentrarme en lo nuestro.
Estaba frente a Annabel y, deliberadamente, le quitó el vaso de las manos. Annabel alzó sus
ojos cerrados y Cody tuvo la impresión de que, de alguna manera, se había aislado tras un muro
de cristal. Su cuerpo rezumaba control, tensión... y su cara era una máscara fría y postiza.
Cody deslizó un dedo por su cuello y su labio inferior, y allí se produjo una respuesta
involuntaria. Pasó su mano por la parte posterior del cuello de Annabel y acarició sus músculos
tensos con delicadeza.
—Eres tan hermosa… —dijo, obligando a Annabel a levantarse. Notó la resistencia de
Annabel y trató de que eso no le afectara. No podía creer que Annabel se hubiera distanciado de
ella por un estúpido póster y un malentendido. Tenía que haber algo más. Y fuera lo que fuera, la
había alterado profundamente.
Con la intención de consolarla —y también con deseo puro—, Cody deslizó sus brazos
alrededor de la cintura de Annabel y la abrazó, estremeciéndose ante el recuerdo de su cuerpo.
—Cody, yo... —empezó Annabel, pero Cody le tapó la boca con la suya y la besó dulcemente.
Notó cómo la resistencia desaparecía del cuerpo de Annabel y sonrió junto a su boca.
—Sssh —susurró—, ya hablaremos más tarde.
Volvió a besarla, esta vez más apasionadamente, y notó cómo su boca se abría con un
estremecimiento. Sus lenguas se encontraron delicadamente y Cody detectó un sabor salado.
Abrió los ojos y vio que Annabel estaba llorando.
—Annabel —dijo suavemente, besándole el cuello—. Cariño, ¿qué ocurre? Ojalá me lo
contaras.
Annabel sacudió la cabeza y rodeó con sus brazos el cuello de Cody para acercarse más a ella.
Cody notó cómo la pasión brotaba de su cuerpo. La piel de Annabel estaba caliente y suave bajo
la seda de su camisa y las manos de Cody se abrieron camino desde su espalda para acariciar sus
pechos. Dio un paso atrás para quitarle lentamente la camisa y absorbió la tirantez lechosa de
Annabel con tanta dulzura que la piel de la otra mujer se erizó a modo de respuesta.
—Cody —susurró cuando Cody le rozó un pezón con los dientes y luego mordisqueó
delicadamente la carne de su estómago.
—¿Te gusta, Annabel? —murmuró Cody entre mordiscos y procedió a despojar
experimentadamente a Annabel de sus pantalones.
Annabel suspiró y retorció con impaciencia la camiseta de Cody; jadeó cuando unos dedos se
deslizaron bajo la seda de sus bragas, buscando el camino hacia los labios de su vagina. Entonces
apartó la mano de Cody y la empujó hacia la habitación, le arrancó la camiseta con manos
impacientes y la tiró al suelo.
—Sí, me gusta —dijo con voz apagada, y se retorció cuando los dedos de Cody descubrieron el
clítoris por encima de la seda húmeda. Cody se estaba quitando el resto de la ropa y Annabel
abrió los ojos para absorber su desnudez: los músculos marcados de sus brazos y hombros, los
huecos y las curvas, todavía tan nuevos para ella.
Una inesperada oleada de sensibilidad hizo que la boca le temblara y que el corazón se le
acelerara. Quería abrazar a Cody y no separarse de ella jamás. Cody la empujaba hacia la cama,
mientras sus dedos la despojaban de las bragas y su boca saboreaba delicadamente la de Annabel.
Se quedaron tumbadas la una frente a la otra durante largo rato: el rostro de Cody parecía
extrañamente serio al leer el deseo en el de Annabel.
—No hagamos las cosas tan complicadas, Annabel —murmuró. Suavemente, tomó una de las
manos de Annabel y, con besos breves, le acarició la palma, los dedos, la muñeca. Luego guio
aquella mano con la suya para comprobar la humedad entre las piernas de Annabel.
—Mira —dijo suavemente—, me gusta tu sabor. —Se llevó de nuevo la mano a la boca y
lentamente lamió el jugo de los dedos de Annabel, mientras la estrechaba aún más.
A medida que transcurrían los minutos, una brisa meció las palmeras como si fuera el roce de
un vestido de fiesta; los últimos rayos de sol se colaron a través de los cristales de la ventana de
Annabel para depositar un arcoíris sobre ellas. Las sombras se intensificaron, los pájaros
regresaron a sus nidos y, al caer la noche, la luna convirtió el océano en plata.
Cody se movió entre los brazos de Annabel, pero dormía demasiado profundamente para oír
las palabras de amor susurradas o para notar el llanto discreto de Annabel.
12

—Annabel, cariño. Qué sorpresa. —Laura Adams Worth se inclinó hacia delante y le dio un
beso al aire, junto a la oreja de Annabel.
—Tienes buen aspecto, madre —observó Annabel.
Delgada y elegante con un vestido de lino en tono pálido y un sencillo collar de perlas, Laura
nunca parecía envejecer. Annabel recordaba haber visto a su madre con ese mismo aspecto
durante toda su vida: elegante, con ropa cara y tan distante como Cabo Cod. La fragancia de su
perfume le trajo una avalancha de recuerdos y, de repente, Annabel se sintió insegura, torpe,
poco atractiva: una niña de ocho años que tartamudeaba y probaba su propia sangre cuando los
aparatos correctores se le clavaban en las encías; una adolescente de quince años avergonzada
porque le había venido la regla en el Día de Acción de Gracias y su madre había avisado a la
doncella para que retirara la silla ensangrentada.
Incluso ahora, veía que la crítica mirada azul de Laura Worth rechazaba, por estúpida y
juvenil, su elección de pantalones negros ajustados, zapatillas de deporte de color rosa y una
camiseta rosa demasiado grande.
¿Por qué lo hacía? se preguntó Annabel. Cada vez que visitaba a sus padres, una especie de
extraña perversidad la hacía ignorar la ropa respetable que dominaba su vestuario en favor de la
ropa que sabía que su madre más criticaría. Era un deseo infantil de llamar la atención, Annabel
lo sabía. Juegos inconscientes e inocentes. No le extrañaba que su terapeuta tuviera un
Mercedes.
—¿Té, querida? —Su madre ya estaba llamando a Doris, la doncella filipina.
Annabel asintió con resignación y se dejó caer sobre un prístino sofá de piel de melocotón que
no había visto antes. Evidentemente, Laura aún disfrutaba de una relación simbiótica con su
decorador.
—¿Dónde está papá?
—Jugando al golf —contestó Laura sin la menor señal de interés—. En Newport. No lo espero
antes de una semana.
—Pues creo que lo echaré de menos. —Annabel experimentó una leve decepción. Con su
padre, por lo menos, compartía algunos intereses. Podían hablar de Wall Street, de política y de
caballos. Y Theodore Worth no ocultaba el hecho de que adoraba a su hija. Ni una sola vez había
hecho que Annabel se sintiera culpable por no ser un chico. Su padre la había llevado a todas
partes, le había enseñado el funcionamiento de la bolsa de valores cuando ella aún estaba en el
instituto, la había puesto al timón de su yate casi antes de que empezara a caminar y había
insistido en que trabajara en un McDonald’s durante las vacaciones, aunque su madre se había
comportado como si Annabel estuviera vendiendo su cuerpo en Times Square.
Annabel siempre había tenido en su padre a un aliado y la apenaba la idea de enfrentarse a su
madre sin él. Apretó sus manos sudorosas y, reprimiendo una caprichosa necesidad de pedir
leche, observó a Laura servir el té y añadir una rodaja de limón a cada taza.
—¿Te gusta la isla de Anne, querida? —preguntó Laura.
—Es bonita. —Annabel bebió un sorbo de aquel té preparado a la perfección.
—Espero que hayas puesto los asuntos de Anne en manos competentes —observó, con un
indicio de censura.
—He contratado al abogado de tía Annie —dijo, tratando de que su voz no sonara a la
defensiva.
Su madre alzó una ceja delicadamente dibujada.
—¿En serio, Annabel? Jamás creí que fueras tan sentimental, cariño. —Se rio con una risa
frágil y breve y miró a Annabel con una expresión condescendiente—. ¿Debo entender que el
educado Mr. Jessup aún goza de buena salud? —inquirió en tono de guasa.
Evidentemente, Walter Jessup había asistido a la escuela equivocada. Annabel había decidido
inmediatamente seguir con él... con tal de que pudiera presentar a una socia, claro.
—Te manda saludos —dijo con frialdad—. Y esto... —Rebuscó en su mochila y dejó caer un
sobre en la mesita, frente a su madre. Era el sobre dirigido a Lucy—. Tía Annie le dejó esto a él,
pero el señor Jessup no ha podido localizar a esa persona. Me preguntaba si tú tienes alguna idea
de quién puede ser.
Laura observó el sobre y luego miró a Annabel sin pestañear.
—¿Lucy? —le dio vueltas al nombre—. No, no tengo ni idea.
—Me sorprende —comentó Annabel secamente—. Pensaba que conocerías el paradero actual
de tu sobrina.
Laura devolvió la taza a su plato, con un golpe, y una mano se desvió nerviosamente hacia sus
perlas. Annabel estaba segura de haber visto un pestañeo de emoción en los ojos azul claro de su
madre. ¿Miedo? ¿Culpa, tal vez?
—¿Qué sabes de Lucy? —le preguntó con firmeza a Annabel.
—Eso es lo que te estoy preguntando yo a ti, madre.
Laura Worth depositó su té sobre la mesa, cruzó las piernas y observó a Annabel con ojos
calculadores.
—¡Por supuesto! —dijo con un leve pestañeo—. Si casi lo había olvidado. La pobrecilla Lucy...
Cabeceó con tristeza y Annabel se sintió insegura de repente, como si estuviera caminando
sobre arenas movedizas y su realidad fuera tan insustancial como un espejismo.
—¿La pobrecilla Lucy? —preguntó.
Laura pareció relajarse un poco.
—La hija de Anne —explicó. Inclinando la cabeza, cruzó unas manos conmovedoras sobre el
regazo—. Un asunto trágico, absolutamente trágico. Anne me hizo prometer que jamás se lo
contaría a nadie, pero... —Le echó una significativa mirada al sobre y, de inmediato, Annabel se
sintió como una estúpida.
El mensaje de su madre era alto y claro. Se le estaba pidiendo que rompiera una promesa...
hecha a una mujer que ya había muerto. ¿Cómo podía Annabel ser tan poco sensible?
—Madre, sé que tía Annie tuvo una hija después de romper su noviazgo. Y sé que vivió con esa
niña y con una mujer llamada Rebecca en Moon Island hasta que Rebecca murió. Luego regresó
a Boston, ¿verdad?
Laura palideció y Annabel se dio cuenta de que ya no tenía las manos cruzadas, sino cerradas,
con los puños bien apretados.
—¿Cómo sabes todo eso, Annabel? —preguntó, con una expresión de animal acorralado.
—Tía Annie me dejó una carta y...
—¡Anne te lo contó!
No había error posible en el nerviosismo de su madre. Annabel notó que se le aceleraba el
pulso.
—Sé bastantes cosas sobre tía Annie —dijo, en tono bajo, y observó cómo un rojo apagado
bañaba los rasgos de porcelana de Laura.
Su madre se puso en pie y atravesó la enorme habitación para contemplar sus jardines, con las
manos aferradas al alféizar de la ventana.
—Anne no quería tener un hijo —dijo, con voz tensa.
—Difícilmente sorprendente, dadas las circunstancias —replicó Annabel, recordando la
desesperación de Annie tras la violación.
—Tuvo a la niña en la casa de Back Bay —prosiguió su madre, como si no la hubiera oído—.
Fue un parto difícil. Estaba muy débil. Después, ella y... Rebecca... se quedaron durante un tiempo
y luego se marcharon a la isla y...
—¿Cómo era? —interrumpió Annabel.
—¿Quién? ¿La niña?
—No. Rebecca.
Su madre se puso tensa.
—Era una Gardner, los de la compañía naviera. Anne la conoció en la universidad y se
hicieron muy amigas. Rebecca era un chica tan rebelde...
Annabel casi podía oírlo. «Llevó a la pobre Annie por mal camino, le lavó el cerebro.»
—Tras la universidad, Rebecca se fue a Europa. Se creía una artista —Laura frunció el ceño y
apretó los labios—. Annie la siguió y... oh, era tan inocente y el grupo de Rebecca era tan
bohemio...
—¿Se hicieron amantes? —tradujo Annabel audazmente.
Su madre se estremeció.
—Papá se puso muy enfermo por aquella época y Anne tuvo el conocimiento de regresar a
casa. Unos pocos meses después, se prometió a Roger Lawrence, un encantador joven de
Harvard. Ahora es médico, por supuesto —añadió con un suspiro.
—Por supuesto —dijo Annabel—. Sin duda, en la especialidad de ginecología,
Aquella pulla ácida pareció no afectar a su madre.
—Rompió el compromiso de repente, sin motivo aparente.
—La violó —dijo Annabel tajantemente.
—¡Annabel! —Laura Worth parecía indignada—. Roger era su prometido. La amaba.
—Bonita manera de demostrarlo.
—Tú no sabes nada de todo eso —prosiguió su madre, indignada—. Anne era una joven muy
irritable. No entendía muy bien las emociones de los adultos. Ciertamente, Roger no tiene la
culpa de haber interpretado sus reticencias como la timidez natural de una mujer joven e
inexperta.
Annabel se sofocó. Estaba claro que su madre estaba decidida a aferrarse a una explicación
saneada de lo que realmente había ocurrido entre Annie y su prometido de Harvard.
—Evidentemente, intentamos hacerla cambiar de opinión —continuó, ignorando la
repugnancia que sentía Annabel—. Pero, sencillamente, no se daba cuenta del error que estaba
cometiendo.
Annabel puso los ojos en blanco.
—Dudo que se le permitiera olvidarlo.
Laura frunció el ceño, pero continuó con su historia. Parecía casi aliviada y Annabel intuyó que
debía de haber almacenado un enorme resentimiento al ocultar durante tantos años un secreto
familiar como aquel.
—Y entonces descubrió que estaba embarazada. —Su madre bajó la voz y su boca se convirtió
en una estrecha y apretada línea—. Parece ser que ya le había escrito a Rebecca y, en menos de
un mes, se fueron a vivir juntas. Anne se negó por completo a ver a Roger e insistió en que le
dijéramos que el niño no era suyo. El pobre chico casi enloqueció.
Annabel resopló.
—Así que, al final, Annie y Rebecca se llevaron a la pequeña Lucy a Moon Island y allí es
donde vivieron.
—Sí —dijo su madre—. No volvimos a ver a la niña hasta aquel espantoso accidente.
—Y, por aquel entonces, yo debía ser muy pequeña...
Laura Worth asintió: su mirada era distante y estaba fija en alguna parte más allá del hombro
de Annabel. Su expresión inquietó a Annabel.
—¿Y qué ocurrió cuando regresaron a Boston? —preguntó.
Su madre se volvió para mirar por la ventana durante largo rato.
—Anne estaba muy deprimida —dijo con voz sorda—. Sencillamente se negó a hablar, ni
siquiera con la niña. Pobrecilla Lucy, solo era un bebé.
Annabel abrió más los ojos. Hubiera jurado que en la voz de su madre había auténtica emoción.
Laura había cruzado los brazos y paseaba ausente frente a la panorámica del jardín.
—Estuvo así durante meses, en silencio, consumiéndose. Lo intentamos todo: hicimos que la
vieran especialistas. Le recetaron pastillas, pero Anne no quería tomarlas. Se negaba a ayudarse
a sí misma.
Sonaba incomprensiblemente irritada y Annabel, de repente, se preguntó cómo debía haber
sido para ella —la eficiente organizadora, la esposa joven y perfecta de Boston— el tener que
enfrentarse al dolor de su hermana pequeña. Dolor por una amante lesbiana...
—Al final, estábamos desesperados.
—¿Desesperados? —repitió Annabel.
—Sí —una nota defensiva—. Decidimos que Anne se beneficiaría más de una atención
psiquiátrica permanente.
—¿La internasteis en un hospital psiquiátrico? —preguntó Annabel muy lentamente.
Su madre bajó la cabeza y, de repente, Annabel fue consciente de su edad avanzada, de sus
hombros encorvados, de la barbilla ligeramente floja.
—Hicimos lo que creímos mejor —dijo, cansada.
—¿Y Lucy?
Se produjo una larga pausa. Annabel intentó leer la expresión de su madre, pero había un velo
en sus ojos, una máscara en su rostro.
—Lucy se puso enferma y murió —lo dijo sin expresión, pero algo en su tono vibró. A
Annabel se le erizaron los pelos de la nuca.
—Lucy murió —repitió con naturalidad—. Y entonces, ¿por qué tía Anne dejó esto para ella?
—cogió el sobre y su madre se estremeció.
—Anne estaba trastornada —dijo Laura en voz baja—. Cuando salió del hospital, dijo que no
quería hablar nunca ni de Rebecca ni de Lucy. No era la misma.
Annabel observó atentamente a su madre, consciente de que había algo que no le contaba.
—¿Cuánto tiempo estuvo tía Annie en el hospital?
—Casi cinco años —dijo Laura muy despacio.
—¿Cinco años? —Annabel se puso en pie y se precipitó a través de la habitación para
enfrentarse a su madre.
—¡Dejasteis que se quedara allí cinco años!
—¡Annabel! —protestó su madre.
Annabel estaba furiosa, profunda y ciegamente indignada. Cogió a su madre por un brazo y la
obligó a volverse.
—¿Por qué? —exigió.
Laura cabeceó pesadamente.
—¿Era aquella casa grande y blanca que solíamos visitar? —Los fragmentos de un recuerdo
danzaron ante Annabel. Grandes y puntiagudas verjas de hierro y un sinuoso camino de entrada,
desconocidos de mirada vacía que deambulaban por los jardines. Nunca la dejaban salir a jugar y
tenía que quedarse sentada en una calurosa habitación llena de plantas, mientras sus padres
tomaban el té con tía Annie. Ella creía que aquella era la casa de su tía.
—Oh, Dios mío —susurró.
—No lo entiendes —empezó a decir Laura, pero Annabel ya no escuchaba.
—¡La encerrasteis en un hospital psiquiátrico mientras criabais a su hija! —gritó, al mismo
tiempo que apretaba más la mano sobre el brazo de su madre y la zarandeaba débilmente.
El rostro de Laura se quedó blanco como la tiza.
—No... —jadeó—. Lucy murió...
—No me mientas, madre —le espetó Annabel—. Quiero saber la verdad. Me lo debes y se lo
debes a Annie.
—Annabel, querida. Por favor, no... —la voz de Laura flaqueó y Annabel se dio cuenta de que
estaba temblando.
En algún rincón de su mente, Annabel estaba profundamente sorprendida ante su propio
comportamiento... le había gritado a su madre, la había tratado con dureza. Eso no era en
absoluto lo que había planeado. En cierta manera, había imaginado... ¿qué? ¿Una bonita charla
civilizada? ¿Sacar el sobre y que, inmediatamente, Laura le contara la verdad tras treinta años de
secreto? Esto es la vida real, se recordó a sí misma. Y, sin embargo, sentirse furiosa y frustrada
no le daba derecho a tratar a su madre como si fuera un saco terapéutico de boxeo.
Laura lloraba abiertamente y Annabel se dio cuenta, con una claridad abrumadora, de que era
la primera vez que veía a su madre tan emocionada. Avergonzada, la soltó y pasó un brazo
tímido alrededor de los hombros encorvados de aquella mujer mayor.
—Lo siento, mamá —dijo con voz ronca.
Laura se cubrió la cara con las manos.
—No puedo contártelo —sollozó—. No sé cómo empezar.
—No pasa nada. —Annabel la condujo hacia un sofá y se sentó junto a ella—. Te quiero, mamá
—dijo, y notó el profundo estremecimiento que recorría el cuerpo de su madre.
Laura la miró, con los ojos llenos de dolor.
—Lucy era una niña preciosa —empezó a decir y Annabel le tomó la mano y se la apretó
cariñosamente.
—Era un ángel. Se encariñaba con todo el mundo, con todas las cosas. En cuanto la vi, supe que
era especial. Anne apenas estuvo consciente durante el parto y Rebecca se concentraba solo en
ella. Así que el médico me entregó a Lucy a mí y yo la tuve entre los brazos y... —Empezó a
llorar de nuevo—. Yo la adoraba. Pero entonces se fueron y no volví a verla hasta el accidente.
Observó a Annabel con una mirada que, de repente, era dulce y cariñosa y Annabel sintió
brotar sus propias lágrimas.
—Por aquel entonces, yo ya había perdido cuatro bebés, que nacieron muertos o no llegaron a
nacer. Veía a Lucy, sana y preciosa, y envidiaba amargamente a Anne. No parecía justo. Yo había
hecho lo correcto: me había casado con Theo, me mantenía en forma y cuidaba mi alimentación,
tomaba vitaminas. Y Anne había llevado siempre una vida de escándalo; incluso había convivido
con una mujer... como marido y mujer... —Se sonó inoportunamente la nariz en un delicado
pañuelo de encaje y luego arrojó aquel trapo empapado al suelo.
—No tienes ni idea de lo vacía que estaba mi vida —dijo entrecortadamente—. Me sentía
como un cero a la izquierda. Mi existencia no parecía tener sentido. En lo único que era buena,
era en el bridge, pero me costaba creer que jugar a cartas fuese lo único que Dios había planeado
para mi vida.
Sonrió débilmente y Annabel le devolvió la sonrisa y le apretó los hombros.
—Te entiendo más de lo que crees —dijo dulcemente, recordando el sin sentido que era su
vida hasta que se marchó a Moon Island.
Laura buscó su mirada y pareció sacar fuerzas del apoyo sincero que vio en ella.
—Cuando volvieron a casa, tras el accidente, yo no sabía qué hacer. Anne estaba fuera de sí,
inconsolable. Decía que no quería vivir sin Rebecca. —Hizo una pausa, con una expresión
angustiada en la mirada—. Estaban tan enamoradas, ¿sabes?
Annabel asintió. Sabía, por los diarios de Annie, lo absorbente que había sido aquella pasión,
incluso hasta el día de su muerte. Su última anotación era un crudo testimonio...
Mi amor, mi amor. Por fin juntas otra vez.

—Pobre Lucy. Anne apenas atendía a la niña y Lucy correteaba por la casa sin cesar, buscando
bajo las sillas y las mantas. Cuando le preguntaba qué hacía, me respondía: «Buscar a Becca». Yo
trataba de consolarla y la llevaba a todas partes conmigo. Theo quería contratar a una niñera,
pero yo me negué. La quería solo para mí. No se la arrebaté deliberadamente a Anne. —Se aferró
a las manos de Annabel con súbita desesperación—. Tienes que creerme.
Annabel le acarició las manos con dulzura.
—Por supuesto que te creo —dijo a través de sus propias lágrimas.
—Entonces Anne intentó suicidarse y tuvimos que llevarla a un hospital. Los médicos le
dijeron a Theo que necesitaba atención psiquiátrica, pero cuando descubrimos lo que eso suponía,
nos quedamos horrorizados. Naturalmente, nos negamos. Pero entonces dejó de hablarle incluso
a Lucy. Era como si se hubiera ido a otro mundo y, simplemente, hubiese dejado su cuerpo aquí.
Yo solía sentar a Lucy en sus rodillas y la niña jugaba con el enorme medallón de oro de Anne...
—Lo recuerdo —dijo Annabel débilmente y, de nuevo, la imagen relampagueó ante ella.
Pero esta vez vio el rostro.
El rostro de Annie.
Annie, su madre.
—Finalmente, conocimos a una joven doctora. Había oído hablar de Annie a través de una
colega y nos pidió que le permitiéramos examinarla. Fue muy sincera con nosotros y declaró que
ella era una mujer como... como Anne.
—¿Era lesbiana? —interrumpió Annabel secamente.
—Sí. Era lesbiana —repitió Laura. Annabel sabía lo mucho que debía de haberle costado
incluso pronunciar aquella palabra.
—Se llevó a Anne a Belletara, una clínica privada. Se suponía que era solo durante una semana,
pero Anne se quedó.
—¿Y Lucy?
—Visitábamos a Anne casi todas las semanas y Theo y yo tratábamos a Lucy como a nuestra
propia hija. Con el tiempo, empezó a llamarnos mamá y papá y resultó muy fácil olvidar que no
éramos sus verdaderos padres.
—Así... ¿Lucy no murió? —la presionó Annabel, aunque ya conocía la verdad. Necesitaba oírla.
Lucy sacudió la cabeza lentamente.
—No. Creció mucho. Oh, Annabel... traté de no quererla, de no cogerle demasiado cariño, pero
cuando Annie nos preguntó si habíamos pensando en adoptarla, yo me sentí tan feliz.
—¿Annie os lo preguntó? —a Annabel se le secó la boca.
—Fue un año más tarde. Dijo que no se veía capaz de criar a Lucy y que no tenía ni idea de
cuándo se sentiría preparada para abandonar la clínica. Theo se encargó de sus asuntos junto a la
abogada de Rebecca, Maisie Jessup de San Francisco... la madre del abogado con el que tratas tú
—dijo, como en un aparte—. Hicimos todas las gestiones y...
—¿Por qué me cambiasteis el nombre? —preguntó Annabel con la voz tensa.
Laura pareció ligeramente avergonzada.
—Estábamos asustados... Yo estaba asustada. Roger, tu padre biológico, sabía de tu existencia
bajo el nombre de Lucy y había preguntado por ti al regresar Anne.
—Así... ¿hicisteis desaparecer a Lucy?
Su madre asintió.
—Annabel era tu segundo nombre.
Annabel suspiró profundamente y se recostó en el sofá.
—¿Por qué? —dijo tras un momento—. ¿Por qué no me lo dijisteis?
Laura Worth parecía extrañamente calmada: su cuerpo estaba mucho más relajado de lo que
Annabel había visto en años.
—Quería contártelo, pero no podía —dijo simplemente—. Al principio, me decía a mí misma
que era para protegerte, para que no te sintieras abandonada. Más tarde, cuando a Anne
finalmente le dieron el alta, acordamos no contártelo nunca. Fue mi voluntad. ¿Sabes? Me
aterrorizaba que Anne volviera para reclamarte. A lo largo de los años, jamás dejó de
aterrorizarme esa idea. A veces, incluso me daba demasiado miedo quererte, por si te apartaban
de mi lado... —Miró a Annabel con tristeza y Annabel recordó con gran dolor la frialdad, la
forma en que su madre mantenía las distancias.
—Yo creía que no me querías —dijo en voz baja.
Laura palideció.
—Oh, Annabel. Si tú supieras... Me detesto a mí misma. Cuando vives una mentira, es como si
cavaras una tumba. Cuanto más cavas, más profunda es, hasta que ya no puedes salir, aunque lo
desees. Y, al final, descubres que te has enterrado a ti misma.
Hizo una pausa y se estremeció.
—Intenté encontrar la forma de contártelo cuando ya eras más mayor, pero incluso entonces
era demasiado cobarde. Pensaba que, si lo descubrías, me abandonarías y te irías con Anne, que
me odiarías... y no podía soportarlo.
A Annabel le latió dolorosamente el corazón.
—No te odio —dijo muy dulcemente—. ¿Cómo podría odiarte? Te quiero demasiado.
—Oh, Annabel. —Su madre se acercó a ella y se abrazaron estrechamente.

***

Horas más tarde, cuando se sintió más tranquila, Annabel abrió la carta dirigida a Lucy.
Mi querida hija:

Ojalá pudiera estar contigo mientras lees esto. Ahora que entiendes mi vida, ¿puedes también entender que siempre,
siempre te he querido?
Tu madre,

Annie
13

—Moon. Radio Moon. Dominie dos-uno-ocho-cinco a dos mil pies. Cuatro millas sudoeste.
¿Me recibes? Dominie llamando a Moon. Contesta, por favor. Corto.
Jamás se acostumbraría a las convenciones de la comunicación por radio, pensó Cody al
levantar el micrófono.
—Aquí Cody. Eh... corto.
—Tienes compañía en camino —dijo Bevan Mitchell. A Cody le dio un vuelco el corazón.
¡Annabel!—. Hora estimada de llegada, las 14.00. ¿Puedes ir a recibirnos? Corto.
—Claro que puedo. Las 14.00. Eso es... ¡ahora! —Cody corrió hacia la ventana para ver si
localizaba el Dominie.
—Cinco minutos, Moon —dijo Bevan, pero Cody ya no escuchaba. Estaba recogiendo su
sombrero y sus gafas de sol y devolviendo frenéticamente los cojines a sus lugares habituales.
Mientras corría hacia la puerta, oyó la voz de Bevan chisporroteando en la radio, pero no se
tomó la molestia de esperar. En lo único que podía pensar era en la pasajera que llegaba con él.
—¡Margaret! —A Cody se le quedaron los labios como si acabaran de inyectarle novocaína.
—Cody. ¡Hola! —Margaret se lanzó a los brazos que Cody había extendido para recibir una
caja de piñas. La fruta rodó accidentalmente por la pista mientras Bevan encendía un cigarrillo y
lo observaba todo con una expresión críptica.
Cody se separó tan rápido como buenamente pudo y dijo:
—Bien... eh... menuda sorpresa.
Margaret sonrió.
—Espero que agradable —dijo, mientras miraba a Cody de arriba abajo. Luego silbó
suavemente—. ¡Cariño! Estás realmente guapa.
En ese momento, la mandíbula de Bevan se descolgó visiblemente y el cigarrillo osciló en sus
labios. Cody se encogió y retrocedió torpemente. Estaba claro que la presencia de un hombre no
significaba nada para Margaret.
—¿Te quedas en la isla? —preguntó algo obvio, mientras trataba de recuperar la
concentración.
—Dos semanas enteras —se entusiasmó Margaret—. ¿No es genial, querida?
Cody apenas podría creer lo que oía. Distraídamente, recogía las maletas que Bevan iba
lanzando al suelo.
—¿Te apañas con ellas? —preguntó él, fríamente, y Cody hizo un gesto rápido y algo
desesperado con la cabeza—. Yo guardaré las provisiones, pues —dijo él.
Cody le dio las gracias y se volvió hacia Margaret con una expresión estoica.
—¿Tienes el resguardo de la reserva?
Margaret sacó el comprobante.
—«Hibiscus Villa» —leyó Cody en voz alta, con el corazón encogido. Margaret estaría solo a
cinco minutos a pie de Luna Villa.
Mientras recorrían el camino, Cody se sintió cada vez más alarmada. Alarmada ante su
desorientación, ante la sensación de que apenas conocía a aquella mujer. ¿Era de verdad
Margaret? La miró a escondidas: el mismo pelo castaño rojizo, corto y rizado, los mismos ojos
alegres y la misma boca grande, el mismo cuerpo voluptuoso... pechos grandes y cintura estrecha.
Aquella era Margaret, la mujer con la que se había acostado durante casi cinco años y cuyo
cuerpo conocía poro a poro.
—¿Dónde está Scott? —preguntó bruscamente cuando llegaron al claro que rodeaba Hibiscus
Villa.
Margaret se paró en seco, miró a Cody y le dedicó su sonrisa más seductora.
—Eso ya terminó, Cody —dijo dulcemente.
Cody se sintió extrañamente mareada. Abrió la casa y prácticamente metió a Margaret dentro.
El lugar le recordaba insoportablemente a Annabel y se maravilló ante la siniestra broma que el
destino le había gastado al enviarle a Margaret en su lugar. Las lágrimas empezaron a escocerle
en los ojos y Margaret debió confundir su innegable emoción con otra cosa, puesto que se
precipitó hacia delante y abrazó ansiosamente a Cody.
—Oh, Cody, cariño —susurró atropelladamente—. Tenía unas ganas desesperadas de verte.
Me siento como una tonta.
Sus pequeñas manos trazaban círculos en la espalda de Cody y Cody notó que su piel se erizaba
a modo de respuesta. Luego Margaret la besó y para Cody fue como volver bruscamente al
pasado. Eran amantes. Una tarde calurosa. Su cuerpo recordaba cada sensación. El sudor, el sabor
de los labios de Margaret, el tictac de un reloj en su cómoda, el rugido de un avión sobre sus
cabezas.
—Oh, Cody. Te he echado tanto de menos —decía Margaret.
Con un sobresalto, Cody se dio cuenta de que la estaba desnudando. Cogió las manos de
Margaret y se apartó, mientras la sorpresa transformaba los rasgos de su examante.
—¿Qué quieres decir con eso de que lo de Scott ya terminó? —preguntó.
Margaret le dedicó una expresiva mirada.
—Fue un completo desastre. En cuanto nos fuimos a vivir juntos, empezó a ignorarme y a
comportarse como si tuviera un título de propiedad. Era tan poco razonable, Cody. Hasta
esperaba que yo tomara la píldora... ¿puedes creerlo? Dijo que los condones estropeaban la
estética, él...
—¡Por favor! —Cody la hizo callar—. Ahórrame los detalles escabrosos.
Margaret tuvo la delicadeza de parecer desconcertada.
—Mira, Cody. Sé que estás triste, pero esta experiencia ha sido realmente importante para mí.
Me ha ayudado mucho a resolver la confusión respecto a mi sexualidad.
—¿Estabas confusa durante nuestra relación? —preguntó Cody, asombrada ante aquella
información nueva.
—Sé que debería habértelo dicho antes —dijo Margaret rápidamente—. Pero me sentía tan
culpable porque los hombres me atraían. Y me dedicaba a racionalizarlo. Ya sabes,
condicionamiento hetero y todo eso. Pero cuando me permití a mí misma explorar esos
sentimientos sin caer en la culpa, cuando dejé de apoyar toda aquella basura política, realmente
llegué a conocerme a mí misma.
—Me alegro por ti —dijo Cody, sin expresión.
Margaret pareció más animada.
—Descubrí que es perfectamente normal sentirse atraída tanto por los hombres como por las
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mujeres. Después de todo, todos pertenecemos a la raza humana. Y mi rebirther dice que sí
negamos nuestros sentimientos hacia los hombres, estamos rechazando nuestro lado masculino.
—Nuestro lado masculino —repitió Cody—. ¿Y tu rebirther es lesbiana?
Margaret pareció sorprendida.
—No. Aunque conoce muy bien a las mujeres.
—Es obvio —comentó Cody.
Se sintió aturdida. Delante de sus propias narices, Margaret había estado suspirando por los
hombres —en plural— y se había sentido confusa respecto a su sexualidad. ¿Es que he estado
ciega, se preguntó Cody, o simplemente soy estúpida?
—¿Y cómo te sientes ahora respecto a todo eso? —preguntó.
Margaret sonrió exageradamente.
—Estoy en paz. Siento que ahora conecto de verdad conmigo misma. Me he aceptado como soy
y no me importa lo que piense la sociedad.
—Lesbiana y orgullosa, ¿eh?
Margaret pareció un poco desconcertada.
—No, bisexual, Cody. Bisexual y orgullosa.
Cody respiró profundamente y estudió a la mujer que estaba frente a ella, percibiendo los
sutiles cambios que al principio se le habían escapado. Margaret estaba más delgada, su pelo era
más rojo que de costumbre y lo llevaba más largo que el estilo rapado de siempre. Vestía unos
pantalones de punto en tono rosa pastel y una camiseta de diseño con un eslogan ecologista. Sus
uñas estaban pintadas del mismo rosa oscuro que su pantalón y sus ojos azules parecían cansados
en aquel rostro pequeño, con una ligera capa de maquillaje en las pequeñas arrugas que había
bajo ellos.
—¿Para qué has venido aquí? —preguntó al fin Cody.
Los ojos de Margaret se abrieron en una súplica muda.
—Para verte, claro —dijo con una voz dolida, una voz de niña pequeña que, en otros tiempos,
habría hecho que el pulso de Cody se acelerara—. Llevo semanas intentando localizarte. Hasta
fui a la policía.
—Eso me han dicho.
Margaret le tiró del brazo y se humedeció los labios con la punta de la lengua.
—Por favor, no te enfades conmigo —intentó seducirla.
Automáticamente, Cody dio un paso atrás.
—No estoy enfadada —dijo. Era cierto. Al mirar a Margaret, no sintió absolutamente nada.
Su respuesta pareció complacer a Margaret quien, de inmediato, le rodeó la cintura y la abrazó.
—Sabía que me perdonarías —suspiró—. Me preocupaba que no me perdonaras la primera vez
que hablé con Janet. Realmente, no fue una gran ayuda, ni siquiera cuando le expliqué lo
importante que era —miró a Cody, como si esperara un comentario de apoyo. Cody recordó que
Margaret siempre había estado celosa de su estrecha amistad con Janet.
—Le pedí a Janet que mantuviera en secreto mi paradero —dijo Cody—. Sabía que podía
confiar en ella —trató de no poner énfasis, pero se le escapó.
Margaret pareció dolida.
—Aún estás enfadada conmigo, ¿verdad?
Cody puso distancia entre ellas al dirigirse a la cocina a por un vaso de agua. Se sentía como si
estuviera hablando con una desconocida. ¿Es que Margaret no se escuchaba a sí misma? ¿Es que
no tenía ni idea de cómo se había sentido Cody durante ese viaje de «autodescubrimiento»? ¿Qué
se debía sentir cuando, tras cinco años de convivencia, tu amante te abandona por un hombre al
que acaba de conocer? Y ahora, ¡le estaba diciendo que toda aquella historia no era más que la
experimentación juvenil de una mujer confusa respecto a su propia sexualidad!
—Por el amor de Dios, Margaret —resopló—. ¿Qué diablos querías? ¿Que me quedara aquí
esperándote, suspirando por las migajas que te dignaras ofrecerme? ¿Que podías darme una
patada en los dientes, cagarte en mis sentimientos y volver arrastrándote cuando explotara tu
burbuja?
Margaret se había puesto bastante pálida y sus miradas seductoras habían sido sustituidas por
una mirada precavida, penetrante. Examinó sus manos con tristeza.
—Creí que yo te importaba —dijo entre dientes.
Cody dejó su vaso en el banco, reprimiendo un golpe sordo.
—Me importabas —dijo con los dientes apretados—. Yo no fui la que se marchó, ¿recuerdas?
Yo no soy la que mintió y manipuló.
Margaret se apoyó en el marco de la puerta y retorció su camiseta con las manos.
—Pero te lo expliqué todo —estalló—. Te dije que necesitaba un poco de espacio. Te dije que
estaba confundida respecto a mis sentimientos por Scott.
—O sea, que a dejarme e irte a vivir con él, ¿lo llamas querer más espacio? —gritó Cody.
Margaret se puso una mano sobre la boca y la miró, suplicante.
—No me gusta que grites. Mi rebirther dijo que mientras yo fuese completamente sincera
conmigo misma, la gente que me quería de verdad me apoyaría. Dijo que era cósmicamente
imposible que le hiciera daño a alguien. Dijo que tenía que abandonar de verdad mis patrones
destructivos respecto a los hombres y...
Cody levantó las manos.
—¡No me lo puedo creer! No puedo creer lo que oigo. Mi rebirther dice... ¿Cuándo vas a cambiar
el chip, Margaret? Tu jodida rebirther te cobra cincuenta dólares a la hora para que no pienses
por ti misma.
—¡Cody! —Margaret alzó una mirada martirizada—. Esta conversación me parece muy
negativa. No me siento respaldada por ti.
—¡No te sientes respaldada! —Cody se echó a reír ásperamente—. ¡Dame un respiro! Yo no te
pedí que vinieras aquí ni estoy interesada en jugar a ningún juego contigo. Por el amor de Dios,
ni siquiera has reconocido que me hiciste mucho daño... ni siquiera has dicho que lo sientes...
nada.
—Sé que todo esto ha sacado a relucir problemas que no has resuelto, Cody, y lamento
sinceramente que ese proceso haya sido doloroso. Sé que te sentiste abandonada cuando tus
padres se divorciaron y tu hermano murió. Admito todo eso. Pero mi re... creo que es realmente
importante que nos hagamos responsables de nuestros propios problemas, no de los problemas
de los demás.
—Ah, ya me hago una idea —dijo Cody fríamente—. Tú decides que nuestra relación ha
terminado, así que eres libre de perseguir al primer guaperas. Y si eso hace que yo me sienta
mal, es por mis problemas, no tiene nada que ver contigo. Qué cómodo para ti.
—Esta conversación no nos lleva a ninguna parte —dijo Margaret, cruzando los brazos con
dificultad.
—Me pregunto por qué será.
La voz de Cody destilaba sarcasmo, pero Margaret no pareció advertirlo.
—Simplemente, no me escuchas —dijo con hipocresía—. Si me quisieras, entenderías mi punto
de vista y me apoyarías.
Cody puso los ojos en blanco.
—¡Tonterías! —Se enfrentó directamente a la mirada de Margaret—. Estoy escuchando
exactamente lo que dices y no voy a perder mi tiempo en decirte lo despreciable que me parece.
No me necesitas para apoyar tu comportamiento. Ya tienes a tu rebirther y a tu novio, por no
mencionar la Iglesia, el estado y la sociedad en general. Corta el rollo y, para variar, sé honesta
contigo misma, Margaret. Quieres todas las ventajas emocionales que puedes obtener de las
mujeres y, al mismo tiempo, quieres follar con tíos. Llámalo ser bisexual, si quieres... después de
todo, es de lo más moderno, ¿no? Pero no esperes que yo me quede a un lado y te aplauda.
Margaret enrojeció violentamente, miró a Cody y aquella vieja chispa iluminó su mirada.
—Estás tan guapa cuando te enfadas —dijo, con una risa tonta.
Cody la observó, incrédula.
—Margaret —le dijo, muy seria—, no me voy a acostar contigo, ni ahora ni nunca. Ya no
estoy enamorada de ti. —Al decirlo, fue consciente de un embriagador alivio y sintió el corazón
ligero. No odiaba a Margaret. Aún le importaba. Pero la Margaret que estaba frente a ella no era
la mujer a la que había amado.
—¿Hay alguien más? —dijo Margaret, con voz apagada.
—No —corrigió Cody—. Hay alguien y ya está.
—Ya veo —dijo Margaret mientras se contemplaba las uñas—. Parece que tu corazón roto se
ha recuperado bastante deprisa.
El temperamento de Cody explotó.
—Digamos que saber que me habías dejado para irte a vivir con tu verdadera alma gemela
aceleró bastante las cosas —le devolvió el sarcasmo. Y, entonces, se sintió avergonzada. A pesar
de todo lo ocurrido, Margaret seguía siendo la mujer con la que había compartido cinco años de
su vida.
Cody dio un paso hacia delante.
—Dejémoslo ya. Sigo siendo tu amiga, Margaret, y si alguna vez necesitas de verdad una
amiga, búscame. —El labio inferior de Margaret temblaba y Cody le acarició un brazo
suavemente—. Y, como amiga, te voy a pedir que hagas algo cuando vuelvas a casa.
—¿El qué? —preguntó Margaret con voz apagada.
—Que busques asesoramiento profesional —dijo Cody—. Puedo darte el nombre de una
excelente terapeuta. Janet me habló de ella.
—Lo pensaré. Aunque la perspectiva lesbiana me parece muy estrecha y limitada.
Cody suspiró.
—Mientras que la perspectiva heterosexual es tan abierta y carente de prejuicios.
Margaret se apartó torpemente cuando Cody se dirigió a la puerta de entrada.
—Si necesitas volver a Rarotonga por cualquier motivo, hay un vuelo en tardes alternas —dijo
Cody—. Llámame —le señaló el viejo teléfono de línea compartida que había en el recibidor—.
Gira una vez la manivela.
—Entiendo —dijo Margaret en voz baja.
Cody casi huyó por la puerta y saltó ágilmente desde el porche. Luego se volvió y buscó la
expresión confundida en el rostro de su examante.
No, no lo entendía, pensó Cody en un ataque de tristeza. No entendía nada.

***

Tres días más tarde, Cody iba por la página 90 de su thriller y Annabel aún no había vuelto. El
cielo era tan azul como siempre, pero había una extraña pesadez en el aire y las gaviotas
parecían más alborotadas que de costumbre: planeaban a la expectativa sobre su cabeza y se
reunían en escandalosas pandillas a lo largo de toda la playa.
Andrea Valentine, detective privada, estaba en un aprieto con un psicópata enloquecido por las
drogas.
—Freírte a tiros no me va a romper el corazón precisamente, cabronazo —gritó, agachada tras la carretilla elevadora.
Rezó para que Jesse Brown no estuviera esperando compañía. Ya había desperdiciado una bala y, a seis dólares cada
una, era demasiado para la escoria como él.
—¿A qué estás esperando, zorra? —bramó aquel fanfarrón.
Amanda distinguió el contorno borroso de unos vaqueros tras un contenedor y lo siguió, mientras apoyaba la Smith &
Wesson en su firme antebrazo.
A veces, era posible inducir a los matones como Brown a cometer errores. Con esa idea en la mente, tensó el dedo sobre
el gatillo y se burló de él.
—Será mejor para ti que tu cerebro sea más grande que tu polla, colega.
Y disparó.

Una sombra se deslizó por la página. Sobresaltada, Cody alzó la vista. Era Margaret de nuevo. Se
le encogió el corazón.
—Hola —saludó, sin entusiasmo.
Margaret murmuró un hola y se dejó caer en la arena, mientras se quitaba las gafas de sol.
—Solo quería que supieras que me voy mañana —dijo directamente—. Pasaré el resto de mis
vacaciones en Rarotonga.
Cody asintió pero no dijo nada.
Margaret observó el mar de reojo.
—He pensado en lo que dijiste —empezó a decir precipitadamente—. Y quisiera el nombre de
esa terapeuta.
Cody se sentó lentamente, consciente del malestar de Margaret y de la reveladora hinchazón
alrededor de sus ojos. Durante unos segundos, la torturó la culpa. Tal vez había sido demasiado
dura con ella.
—Claro —dijo con dulzura—. Escribiré a Janet y le diré que te llame.
—Gracias. —Margaret dejó que la arena se colara entre sus manos—. Cody, he sido una
estúpida. Y no sé cómo recompensarte. Aún me siento confusa respecto a mi sexualidad pero, a
pesar de ello, me doy cuenta de que me he comportado como una gilipollas. Lo siento de verdad.
Cody le tomó una mano y la acercó a su mejilla.
—Me hiciste mucho daño —admitió—. Pero me importas, Margaret. Cinco años no se olvidan
de la noche a la mañana.
—Oh, Cody —había esperanza en los ojos de Margaret—. ¿Podríamos...?
Cody cabeceó rápidamente la cabeza.
—Es demasiado tarde, Margaret. No hay vuelta atrás. En cierta manera, ahora me siento como
una persona distinta y estoy segura de que tú también.
—Yo me siento más vieja, pero no sé si más sabia —Margaret bromeó débilmente.
Cody sintió una oleada de alivio ante aquella muestra del viejo sentido del humor de su
examante.
—Hemos pasado muy buenos ratos juntas, Margaret.
—Sí —a Margaret le flaqueó la voz y se inclinó hacia delante con un movimiento de los
hombros—. No sé qué es lo que salió mal, Cody —sollozó—. Fue como si un día me despertara y
no pudiera imaginar el futuro, no pudiera vernos a nosotras como dos viejecitas. Solo podía
pensar en un marido y una mujer, padres, hijos, abuelos, una familia nuclear... y desde entonces
me he sentido muy asustada. No quiero estar sola cuando sea vieja. Necesito gente... una familia.
—Claro que sí. —Cody le pasó un brazo por los hombros—. No es ningún delito desear eso,
Margaret. Pero no hay muchos ejemplos de parejas mayores de lesbianas o de familias de
lesbianas. Cualquiera diría que se produce una combustión espontánea o algo así cuando
llegamos a los cincuenta —añadió amargamente.
—Y sin embargo, hay montones de mujeres mayores por ahí —dijo Margaret—. Algunas de
ellas tienen que ser lesbianas.
—Claro que lo son —Cody estuvo de acuerdo—. Pero, en el mejor de los casos, las mujeres
mayores son invisibles, especialmente en términos de su sexualidad. La mayoría de ellas están
muy aisladas y estoy segura de que ni siquiera saben que son lesbianas.
—Por lo menos, para nuestra generación no será así —dijo Margaret.
Cody trató de no mostrar su escepticismo.
—Espero que tengas razón. Ciertamente, ahora tenemos unas cuantas opciones más a la hora
de decidir cómo queremos vivir. Tal vez no sean opciones sencillas, pero son las que tenemos y
supongo que si queremos que las cosas cambien, depende de nosotras, ¿no?
Le dio un abrazo rápido a Margaret.
—Gracias por venir. Espero que te lo pases bien en Rarotonga.
Margaret le dedicó una débil sonrisa y la besó en la mejilla.
—¿Me llamarás cuando vuelvas?
—Claro que te llamaré —prometió Cody y, mientras observaba a Margaret caminar con
dificultad por la playa, dejó escapar un largo y profundo suspiro.
Desde su conversación, tras la llegada de Margaret, Cody había explorado sus sentimientos
una y otra vez, en busca de la más pequeña evidencia de que quisiera darle una nueva
oportunidad a su relación. Pero no fue capaz de encontrar ninguna; en todo caso, su resolución se
vio reforzada... aunque no volviera a ver nunca más a Annabel, Cody sabía que no quería volver
con Margaret.
14

Annabel observó el cielo con mal disimulada frustración.


—Yo no veo nada raro, Bevan.
El piloto se encogió de hombros, impasible.
—Claro que no... de momento.
—Quedan horas antes de que nos alcance y yo tengo que volver a la isla para cerrar las
puertas.
—Esta mañana he hablado por radio y Cody lo tiene todo bajo control.
—Cody... —Annabel reprimió la necesidad de preguntar por ella.
—Una chica lista. La isla ha estado funcionando como una máquina bien engrasada.
Annabel frunció el ceño y trató de no sentir una envidia irracional ante la idea de que alguien
hubiera estado viendo a Cody con regularidad a lo largo de la última quincena, especialmente si
se trataba de un hombre.
Señaló el Dominie.
—¿Cuánto falta para que esté a punto?
Bevan le hizo una seña a su mecánico.
—La señora Worth se muere por cruzar este cielo de plata, amigo. ¿Qué tal está el pájaro
lisiado?
John Smith se limpió las manos en el trapo que colgaba de su bolsillo trasero y cogió aire
ruidosamente.
—Un par de horas más, jefe. Y eso, sin probarlo.
—¿Has escuchado la predicción del tiempo?
—Sí. Me parece que esta vez es gordo.
—El huracán Mary —reflexionó Bevan en voz alta—. Está a quinientas millas al nordeste y
no tiene otro sitio a donde ir que no sea este.
—Las gaviotas están nerviosas —dijo Smith, señalando los ruidosos grupos que se apretujaban
en la pista asfaltada.
Bevan encendió un cigarrillo y se volvió hacia Annabel.
—Hoy no volaremos —dijo tajantemente. Mientras Annabel miraba por encima de su hombro
hacia el desamparado Dominie, siguió hablando—: Aunque podamos soldar las piezas nuevas, no
tendremos tiempo de probarlo antes de que empiece la tormenta.
—¿Cuánto tiempo hace falta, por el amor de Dios?
—Deberíamos sobrevolar Raro un par de veces, aterrizar y revisarlo. Eso significa dos horas,
además del tiempo de reparación. No hay forma de conseguirlo, chica.
Annabel consultó su reloj y escudriñó de nuevo el cielo. El horizonte se estaba condensando en
un tono morado oscuro y el aire era pesado y húmedo. Bevan tenía razón. Jamás llegarían a
Moon Island a tiempo. El huracán llegaría allí horas antes de alcanzar Rarotonga. Se preguntó
rápidamente si saldría algún barco de carga de Silk & Boyd y consideró la posibilidad de ir a
Avarua a comprobarlo.
Bevan pareció leerle la mente.
—Todo el transporte marítimo ha sido cancelado —dijo, con su peculiar tono guasón— y el
tráfico aéreo ha sido desviado. Has tenido suerte de llegar hasta aquí.
Annabel resopló.
—Bueno, supongo que es otra forma de verlo —murmuró—. Estoy segura de que los
fetichistas de los huracanes estarían muy emocionados. De todas formas —comentó, con el ceño
fruncido—, ¿no es raro que haya uno durante esta época del año?
—Desde luego que sí —Bevan le dio la razón—. Por aquí, casi toda la acción se produce entre
marzo y noviembre.
—¿Eso es a mediados de verano?
Bevan asintió.
—De mediados de verano hasta el otoño, la temporada de lluvias.
—¿Y cuánto falta para que llegue aquí?
—Depende de lo rápido que se mueva. La marea está alta. Dentro de unas cuantas horas, nos
llegaran los vientos externos. Pasará por Moon Island bastante antes de eso, claro.
Annabel se mordisqueó el labio y se metió las manos en los bolsillos con un gesto de
frustración. Si hubiera llegado un poco antes... aunque viajar desde Boston hasta las Islas Cook
no era precisamente un camino de rosas. Había necesitado casi tres días, con cuatro cambios de
avión y una calurosa estancia de una noche en Tahití.
Durante un segundo, sintió una punzada de nostalgia. Había sido tan reconfortante
introducirse de nuevo en la cómoda rutina de una semana en Boston, ponerse al día con los
19
amigos, recorrer la Freedom Trail como una turista más. En cierta manera, la ciudad parecía
más relajada de lo que ella recordaba, o tal vez solo era ella. Boston era una ciudad preciosa en
verano, con sus piedras suaves y cálidas, sus yates meciéndose en el río Charles.
Para su propia sorpresa, Annabel realmente había disfrutado pasando días enteros en
compañía de su madre. Había sobrevivido a las expediciones de compras por Newberry Street y a
los almuerzos en el Ritz Carlton con Laura y sus amigas. Había escuchado a su madre quejarse
sobre la Profanación de Nuestro Patrimonio Nacional en Back Bay sin defender ni una sola vez
su propio apartamento.
Por primera vez en su vida, Annabel era consciente de sentirse completamente relajada en
presencia de Laura, sin tener miedo a ser ella misma. Tenía la sensación de que para su madre
también era distinto. Era como si cada una de ellas estuviera dando tímidos pasos hacia la otra,
construyendo un camino seguro a través de un territorio emocional inexplorado.
A medida que se acercaban más, a Annabel le resultaba doloroso volver la vista hacia su
infancia y darse cuenta de lo mucho que se había perdido, de lo mucho que se había visto afectada
por unos asuntos de los que ella no sabía nada, por una mentira en la que vivía la gente que más
la amaba. Ni los comentarios velados ni los mensajes soterrados habían sido imaginaciones
suyas. No era una paranoica ni una histérica. No había nada malo en ella. Nunca lo había habido.
Annie se había ido. Y a ella le dolía... por la relación que podrían haber tenido. Y, sin embargo,
al mismo tiempo se sentía extrañamente alegre. Conocer la verdad había supuesto un gran
alivio. Saber que era la hija de Annie. Que Annie la quería.
Y ahora, a medida que se acostumbraba a ese dolor, veía de repente un futuro que jamás había
imaginado... una relación con Laura sobre una base completamente nueva. Qué extraño era,
pensó. Al perder a una madre, había encontrado a otra.
Cuando Laura le dio un beso de despedida en el aeropuerto y le dijo vuelve pronto a casa,
Annabel supo que lo decía de verdad e, impulsivamente, le dijo:
—Me gustaría traer a alguien muy querido.
Su madre se había puesto un poco nerviosa.
—¿Una amiga?
—Sí. Se llama Cody... eh, Cordelia.
Laura asintió rápidamente.
—Me encantará conocerla.
Parecía un poco tensa, pero la sinceridad en su mirada había sorprendido y a la vez
emocionado a Annabel y la abrazó cariñosamente.
Al recordar aquel abrazo, Annabel sintió una oleada de cariño por Laura... su madre. Aquella
era la verdad más fundamental de todas.
Observó de nuevo el horizonte coagulado y maldijo el tiempo. Aparte de a nado, no había
ninguna otra forma de llegar a Moon Island. Mierda, pensó, furiosa, tratando de no recrearse ni
un segundo en la idea de que pudiera ocurrirle algo a Cody.
Bevan debió de captar su expresión, puesto que le dio una palmada de camaradería en los
hombros.
—Se las arreglará —dijo, y algo en su voz llamó la atención de ella.
Lo sabía. De inmediato, Annabel se sintió incómoda. Entonces observó al piloto y lentamente
empezó a comprender. Bevan era gay. El hombre que vivía con él en Atiu era su compañero.
Annabel se sintió como una idiota. ¿Por qué no había caído en la cuenta antes? Estereotipos,
pensó con cinismo.
Bevan era un rudo aviador con un pasado sobre el que más valía no preguntar. Era alto y
delgado, una especie de versión deteriorada de Robert Redford. Y sin embargo, ¿qué aspecto
pensaba ella que tenían los gays? Nadie que ella conociera se ajustaba al estereotipo del
peluquero.
Y, en cuanto a ese tema, ¿qué aspecto se suponía que tenían las lesbianas? Annabel pensó en su
propia apariencia y casi se echó a reír. Malditos estereotipos.
—Vamos al Banana Court a refugiarnos —dijo sin entusiasmo.
—Eso suena bien. —Bevan apagó su cigarrillo y rodeó el Dominie.
—Es hora de meterlo en la cama, Smithy.
El delgado mecánico sacudió la cabeza.
—Si no le importa, continuaré, jefe. Me gustaría tenerlo en condiciones de volar antes de que
llegue la tormenta. Nunca se sabe —añadió en tono sombrío.
Annabel se quitó su fina chaqueta y la dejó caer sobre sus maletas.
—Smithy tiene razón —dijo enérgicamente—. Vamos a ponerlo en forma. El Banana Court
seguirá allí esta noche.
Se miraron los unos a los otros y Annabel hizo una mueca.
—Desafiaremos al destino, ¿por qué no? —murmuró irónicamente.
Bevan estaba manoseando el equipo de radio junto a la pared y a Annabel le dio un vuelco el
corazón al captar el ruido de interferencias y luego la voz de Cody, saliendo y entrando del radio
de alcance.
—Base Moon a puente aéreo Dominie. Base Moon llamando a Dominie. ¿Me recibes?
—Roger, te recibo, Base Moon. Cambio —respondió Bevan.
—¿Cuándo crees que será el aterrizaje, Dominie? Las huéspedes se están poniendo nerviosas.
Cambio.
Annabel intercambió una mirada con Bevan y se apresuró a coger el micrófono.
—No será hoy, Base Moon —dijo, con la voz ronca—. Tenemos un problema de gravedad.
Cambio.
Más interferencias y luego:
—¡Annabel, has vuelto!
—Justo a tiempo de llegar tarde, parece. Cambio.
—Pero, ¿cuándo vas a venir? —Cody parecía aterrorizada y Annabel se dio cuenta de que el
micrófono resbalaba en la palma húmeda de su mano. Se sintió muy triste, desesperada por
volver a la isla y estar con Cody.
—No lo conseguiremos antes de que llegue la tormenta. ¿Estás bien? Cambio.
Se produjo una pausa. La radio emitió un silbido y Annabel, frenéticamente, retorció los
controles.
—Me gustaría que estuvieras aquí —la voz de Cody iba y venía.
—A mí también —dijo Annabel, con la voz hueca—. Te recompensaré. Lo prometo. Cambio.
—Oh, Annabel —dijo Cody—. Te echo tanto de menos. Cambio.
Annabel se dio cuenta de que Bevan se había alejado discretamente hacia el avión y estaba
ayudando a Smithy con el soldador.
—Tengo que irme a ayudar a los otros —dijo con firmeza—. Pero estaré ahí en cuanto
podamos despegar. ¿Qué planes tienes para la tormenta? Cambio.
De inmediato, la voz de Cody sonó más confiada.
—Ya ha empezado a llover y el viento está soplando bastante fuerte —la comunicación se
había vuelto milagrosamente nítida—. La señora Marsters volvió ayer a Rarotonga y he
evacuado a las demás huéspedes a Villa Luna. Vamos a pasar la noche en la caverna de Kopeka.
Esta mañana he llevado a Kahlo con las provisiones y ahora nos estamos preparando para irnos.
Cambio.
Annabel soltó un suspiro de alivio. La caverna era un refugio perfecto. Estaba a poco más de
una hora de camino desde Villa Luna a través del makatea, un arrecife de coral fosilizado y
cubierto de jungla. Como en muchas de las islas vecinas, la caverna era el lugar de anidación para
cientos de pájaros Kopeka. Cody y Annabel habían hecho allí un picnic y Annabel se había
quedado maravillada ante las grutas llenas de estalactitas y curiosas formaciones de piedra
caliza. En una de ellas incluso había huesos humanos; la señora Marsters les había explicado que
era un antiguo lugar de sepultura, muy tapu o sagrado, para los en otros tiempos habitantes de
Moon Island.
—Es una gran idea —dijo Annabel—. Tened cuidado, por favor. El makatea es muy escarpado.
—Lo tendremos —prometió Cody, y añadió algo que se perdió en una ráfaga de interferencias.
Annabel ajustó rápidamente la frecuencia.
—Cody —se sintió un poco torpe—. Ya sé que esto es ridículo, pero si ocurriera algo, quiero
que sepas que significas mucho para mí. Cambio.
—Yo estoy loca por ti, Annabel —respondió Cody a través de la señal que se desvanecía—.
Por favor, ten cuidado. Esto es serio. Cambio,
—Diviértete en tu acampada. Te veré mañana, espero. Adiós, cariño. Cambio y corto.
Las dos mujeres se quedaron un buen rato sentadas, observando sus respectivos equipos de
radio y sintiéndose ridículas porque tenían ganas de llorar.
Por encima de sus cabezas, el cielo se oscureció y, a unos cientos de millas de distancia, sobre
un mar cálido y calmado, el huracán Mary cobró fuerzas.

***

—Me acuerdo de Tracy —balbuceó un ruidoso australiano—. En el 74. Dios mío, arrasó
Darwin. Y se cargó el día de Navidad, también.
—Paz en la tierra, ¿verdad, colega? —dijo con la botella de Forsters en los labios el hombre
que estaba junto a él.
Annabel bebía su agua de coco y contemplaba con tristeza la carretera principal. Era la
carnicería habitual de los viernes por la noche: conductores borrachos que maniobraban con sus
Subarus en la rotonda de la Oficina de Correos, Hondas con motores de dos tiempos que
contaminaban el aire más deprisa de lo que uno podía respirarlo y el ocasional cliente del Banana
Court tumbado, borracho, en la carretera.
El programa Cook Island News informó a Annabel de que se había descubierto que el ladrón de
medias que andaba suelto por Avarua era la cabra del señor Jimmy Tuara, y de que el Primer
Ministro de Nueva Zelanda había dimitido y su sucesor era un hombre con buen apetito pero sin
hijos.
La radio local recomendaba a la gente dirigirse al interior y ponerse a cubierto. Los
meteorólogos predecían que el huracán pasaría de largo de Rarotonga y que la isla solo sufriría
los vientos periféricos. Pero Bevan no estaba convencido.
—Tengo el jeep fuera —le dijo a Annabel—. Creo que es hora de que nos vayamos al hotel.
Annabel asintió, ausente.
—Me pregunto cómo le va a Cody —dijo, y la imaginó acurrucada dentro de un saco de dormir
en la caverna Kopeka.
Gracias a Dios que se habían puesto en contacto por radio. Irónicamente, y según Bevan,
aquello era algo que le debían al mal tiempo. Moon Island estaba normalmente fuera de alcance.
Bevan se había subido a una silla.
—Rarotongan Resort Hotel —gritó por encima del estruendo—. ¿Alguien necesita que le
llevemos?
Una mujer se materializó junto a su mesa cuando se disponían a irse.
—¿Tenéis sitio para mí? —preguntó con nerviosismo y Annabel contuvo la respiración al
reconocer el acento. Era neozelandesa y muy atractiva, de pelo rojizo y rizado y ojos azul oscuro.
—Claro —dijo Annabel.
La mujer les siguió hasta el exterior.
—Por cierto, me llamo Margaret —dijo cuando subieron a la parte trasera del jeep.
Annabel se presentó, le presentó a Bevan e hizo un comentario obvio sobre el tiempo.
La mujer observó el cielo y se estremeció.
—Donde yo vivo, siempre tenemos mucho viento. Pero no huracanes.
—¿Eres neozelandesa? —preguntó Annabel en tono informal.
—Sí. Soy de Wellington. La capital.
Wellington. La mirada de Annabel se clavó en la mujer.
—¿Qué te parece Rarotonga? —preguntó con cautela.
—Es bonito —se entusiasmó Margaret—. Pero me gustaba más Moon Island.
—¿Has estado en Moon Island?
—Sí. Una semana —sonaba melancólica y Annabel trató de ignorar la repentina alarma que le
encogía el estómago.
—Hay otra neozelandesa en la isla... —empezó a decir.
Margaret abrió mucho los ojos.
—¿Conoces a Cody? —preguntó—. ¿Cody Stanton?
—Sí —dijo Annabel tajantemente. Aquella mujer conocía a Cody. Se llamaba Margaret y
acababa de pasar una semana en la isla. Annabel trató de no sacar conclusiones, pero parecía
obvio que su pasajera era la examante de Cody.
Había empezado a llover pero el aire aún era insoportablemente denso y Annabel no pudo
evitar observar la forma en que la camiseta de Margaret se le pegaba a los pechos y la forma en
que su pelo se ondulaba en encantadores rizos. Era bastante llamativa, pensó Annabel y, en
comparación, se sintió tosca.
—¿Cómo conociste a Cody? —le estaba preguntando Margaret.
—Vivo en Moon Island —le explicó Annabel—. De hecho, Cody me ha estado sustituyendo
mientras yo estaba en Boston.
Su voz era ligeramente más apagada de lo normal y Margaret la miró atentamente. Luego
dijo:
—¿Sois amantes?
Annabel casi se atragantó y su mirada voló hacia Bevan y luego, alterada, regresó a Margaret.
Margaret asintió intencionadamente.
—Lo sois —observó—. A eso se le llama trabajar deprisa.
Annabel se humedeció los labios y, por primera vez aquel día, agradeció la oscuridad del cielo.
¿Por qué diablos se sentía culpable? pensó, furiosa. Cody y Margaret se habían separado antes de
que Cody llegara a la isla y Margaret, desde luego, no era una mujer engañada.
—Me imagino entonces que Cody te habrá hablado de nosotras —dijo Margaret.
Annabel se retorció en su asiento.
—Dijo que su relación se había acabado —dijo evasivamente y deseó poder terminar aquella
conversación.
—Fui una estúpida —dijo Margaret—. Fui a la isla para que volviera a mi lado.
—Entiendo. —Annabel se sintió como si estuviera caminando sobre un montón de clavos—.
Mira, Margaret, no me siento cómoda hablando de esto. Es algo entre Cody y tú... —se
interrumpió cuando llegaron al hotel.
La lluvia caía ahora en una espesa cortina y un fuerte viento doblaba las palmeras. Un cartel
en la recepción advertía a los clientes de que se quedaran dentro del hotel hasta próximo aviso y
el vestíbulo estaba lleno de excitados turistas que se comportaban como si un huracán tropical
no fuera más que otra de las emocionantes atracciones de las vacaciones de su vida.
Aunque se daba cuenta de que Margaret quería continuar aquella conversación, Annabel se
disculpó de inmediato y huyó a su habitación, mientras en su mente las ideas se sucedían unas a
otras en mitad de una gran confusión.
Las relaciones largas pasaban por malos momentos, eso lo sabía todo el mundo. Las parejas, a
veces, solucionaban sus diferencias y continuaban. Quizá Cody y Margaret estaban atravesando
ese proceso. Quizá debería dar un paso atrás de inmediato y darle más tiempo a Cody. Y, de paso,
evitar que le hicieran daño.
Annabel se despojó de sus ropas húmedas y se dirigió al reducido cuarto de baño para meterse
bajo la ducha. Cody le había dicho que estaba loca por ella. Eso estaba muy bien en el calor del
momento. Las aventuras breves a veces eran muy apasionadas. Una mujer podía llegar a perder
la cabeza. Y en un entorno como Moon Island, resultaba fácil olvidar que existía un mundo más
allá del horizonte. Era fácil vivir solo el presente. Ya he vivido esa pauta, se recordó Annabel a sí
misma. Era el clásico drama del rechazo.
Mientras se secaba, se imaginó a Cody. Su piel se estremeció al recordar la última vez que
habían hecho el amor. Fuera lo que fuese lo que le estaba ocurriendo a Cody, Annabel se dio
cuenta de repente, con una claridad abrumadora, de lo que le estaba ocurriendo a ella. Se estaba
enamorando. Cody no era únicamente una satisfacción momentánea y oportuna. Annabel ya
había experimentado el acercamiento McDonald’s a las relaciones: come y lárgate, como le había
dicho una vez a una amiga. Esta vez quería algo diferente y, sin embargo, la idea la asustaba de
una forma extraña. Y Cody... ¿qué quería ella?

***

Cody se revolvió dentro de su saco de dormir y cambió de postura, estirando sus entumecidos
miembros. Las cuatro mujeres de la caverna estaban sentadas, en estrecha piña, alrededor del
intento de hoguera de Cody y Kahlo estaba atada en la gruta contigua.
En el exterior, el cielo era negro y el ruido del huracán, ensordecedor. Llegaba hasta ellas
como si fuera un distorsionado concierto de rock al aire libre. Cody estaba pasmada por la amplia
gama de sonidos, que iban desde el más grave hasta los chillidos que hacían que Pesadilla en Elm
Street sonara como un ensayo del Coro del Tabernáculo Mormón. El polvo caía en nubes del
techo de la caverna y sus huéspedes Kopekas se agitaban y revoloteaban como miles de pequeños
murciélagos.
—¡Puaf ! —una mujer pequeña y rubia los espantaba inútilmente—. Estos pájaros me dan
escalofríos. ¿Cuánto va a durar esto? —Dawn, una joven australiana, no había dejado de quejarse
desde que salieron de Villa Luna.
—Depende de la fuerza del huracán —respondió pacientemente Cody—. Según la radio, los
vientos más fuertes durarán seis horas. Después de eso... —se encogió de hombros—. Supongo
que solo nos quedará esperar que las casas sigan en pie.
—¡Estás exagerando! —la acusó Dawn.
Brenda, una mujer más mayor, le dedicó una mirada solidaria a Cody.
—¿Desde cuándo eres una experta en huracanes, Dawn? —comentó, con sutil ironía.
Dawn avivó el fuego y no dijo nada.
Cody salió de su saco.
—Voy a echar un vistazo.
—Te acompaño —otra de las mujeres del grupo se arrastró hasta ponerse en pie—. No me
importaría estirar las piernas.
—¿Estás segura de que tu rodilla está bien? —Cody observó a la mujer con inquietud.
Catherine se había caído mientras cruzaban el makatea y el agudo filo del coral le había
desgarrado la pierna en una línea que iba desde la rodilla hasta el tobillo. Sus vaqueros estaban
tiesos por la sangre seca y a Cody le preocupaba que la herida volviera a abrirse si se movía.
—Creo que sí —Catherine movió la pierna con precaución—. Has hecho un buen trabajo al
coserla.
Cody la cogió del brazo y se dirigieron lentamente a la boca de la caverna.
—La verdad —admitió Catherine en cuanto estuvieron fuera del alcance del oído— es que no
soportaba seguir escuchando ni un minuto más cómo se lamenta esa mocosa malcriada. Si vuelve
a decir una sola palabra sobre que le devuelvan el dinero cuando llegue a casa, haré que se trague
sus Reebok.
Cody se echó a reír.
—Solo es una niña, Catherine. Y está asustada de verdad. Creo que no para de quejarse porque
así tiene algo en que pensar, algo que aparta el miedo de su mente.
—Eres demasiado buena —murmuró Catherine—. Si no hubiera sido por ti, esa zorra estúpida
se habría convertido en carne picada al cruzar la sierra. Y ni siquiera está agradecida.
—La ignorancia es una bendición —dijo Cody—. De todas formas, creo que prefiero que esté
refunfuñando pero entera, que hecha picadillo y gritando.
—A la vuelta, tendrías que obligarla a que te llevara a cuestas —dijo Catherine, en tono
sombrío.
Cody cabeceó.
—Tengo intención de llegar.
—¿Crees de verdad que va a quedar algo?
—Sinceramente, no lo sé —Cody miró de reojo el caos que había más allá de la caverna—. No
tiene muy buena pinta. Creo que esos vientos deben de superar los ciento sesenta kilómetros por
hora.
Catherine se estremeció.
—Gracias a Dios que hemos venido aquí. —Con ciertas dificultades, encendió un cigarrillo.
—Tu casita no sobrevivirá —dijo Cody—. Está demasiado cerca de la playa —recordó con
pesar la hermosa Frangipani Cottage, la casa individual de Hibiscus Bay. Las playas del extremo
nordeste de la isla serían las más castigadas.
Catherine había vivido allí durante la última semana y a Cody le había encantado visitarla
para llevarle provisiones. Para su sorpresa, había descubierto que Catherine, también de
Wellington, vivía tan solo a unas pocas calles del antiguo piso de Cody en Hataitai. Y, sin
embargo, habían tenido que recorrer miles de kilómetros para conocerse.
—¿Y por qué es distinto estar en la playa? —le preguntaba Catherine—. El viento es el
mismo en todas partes, ¿no?
—Más o menos —dijo Cody—. Pero lo más preocupante es el oleaje de la tormenta. Es una
especie de maremoto que se produce cuando azota el huracán. En la radio lo estaban diciendo.
Por eso decidí que lo mejor era que nos trasladáramos al interior.
—¿Quieres decir que media isla puede estar bajo el agua cuando salgamos de aquí? —
Catherine parecía alterada.
—Es posible —concedió Cody—. Pero iré a explorar el terreno antes de que regresemos.
Catherine apagó con nerviosismo su cigarrillo.
—¿Eso significa lo que me imagino? ¿Que nos podemos quedar aquí atrapadas durante días,
sin provisiones y sin tener ni idea de cuándo podrán llegar hasta nosotras?
—Espero que no —Cody lo dijo tan alegremente como pudo—. Pero si ocurre eso,
intentaremos salir lo menos malparadas posible —Dios, hablaba como si fuera una exploradora.
Catherine se lamentó en voz alta.
—Bueno, entonces Dawn sí que tendrá motivos para quejarse.

***

—Es un sonido horrible —dijo Annabel, mientras empujaba sin mucho entusiasmo la comida
de su plato. Era su plato favorito: maroro, o pez volador. Uno de los pocos platos polinesios en un
menú claramente diseñado para occidentales carnívoros.
Brandi’s estaba a reventar y, al mirar a su alrededor, Annabel no pudo evitar recordar la
atmósfera carnavalesca de La aventura del Poseidón. Se estremeció ante la idea.
—Locura colectiva —apuntó Bevan, verbalizando los sentimientos de ella—. Se tragan los
cócteles como si el día de mañana no existiera.
—Malditos estúpidos —murmuró Annabel. Como la mayoría de la gente en Nueva Inglaterra,
ella sentía un saludable respeto por las tormentas. Su madre era una niña cuando el huracán de
1938 y había vuelto de unas vacaciones en Westhampton Beach tan solo unos días antes de aquel
gran vendaval. La casa familiar había quedado completamente destrozada: Laura se ganó el
20
apodo infantil de «Lucky» por haberse marchado a tiempo.
La leyenda familiar decía que la abuela de Annabel se había llevado tal susto que su salud se
había resentido. La mujer murió y dejó a una Laura de catorce años al mando de la casa.
Recientemente, Annabel se había preguntado lo mucho que aquella experiencia había
contribuido al superdesarrollado sentido de la responsabilidad de su madre y a su evidente
inseguridad en cuanto a las relaciones personales. Annabel era consciente de que su propia
reticencia ante los compromisos no era más que un eco de aquel patrón de comportamiento.
Recordó algo que había dicho su madre: «Todas las personas a las que amo se van».
En cierto modo, se dio cuenta Annabel, eso era también lo que ella esperaba. Pensó en una
niña llamada Lucy cuyas dos madres la habían abandonado: una en cuerpo, la otra en mente. Y
ahora era ella la que se alejaba de los demás: con su comportamiento de los últimos cuatro años,
después de Clare, y ahora, que se disponía a hacer lo mismo con Cody utilizando a Margaret
como excusa.
—Idiota —murmuró.
Bevan asintió y se mostró de acuerdo.
—Esperemos que a ninguno de ellos se le ocurra hacerse el héroe —comentó, observando a un
grupo de turistas particularmente escandalosos.
Annabel siguió su mirada e hizo una mueca. Cuatro hombres borrachos presumían ante las
mujeres que estaban sentadas con ellos.
—Me parece que deberíamos dejar a las damas aquí y bajar a la playa a echar unas carreras,
amigo —vociferó un grandullón del grupo. Hubo un acuerdo general y ellos se pusieron en pie y
salieron dando tumbos.
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—Malditos lemmings —siseó Bevan, y echó su silla hacia atrás.
—¡No vayas tras ellos! —protestó Annabel, pero luego se tragó su indignación. Si Bevan
decidía responsabilizarse de algunos de los miembros más limitados de su sexo, aquello sería su
funeral. Por otro lado, ella necesitaba un piloto experimentado—. No salgas fuera, ¿de acuerdo?
—ordenó.
Bevan apagó su cigarrillo con expresión impasible.
—Tú eres la jefa —dijo suavemente, y se fue.
Una hora más tarde, aún no había regresado y Annabel trataba de no dejarse llevar por el
pánico. Brandi’s se había sumido en un silencio agónico, pues los comensales ya no podían
competir con el aterrador rugido que se producía más allá de los muros del hotel. La banda
estaba tocando Staying Alive con el mismo entusiasmo que una convención de empleados de
pompas fúnebres; Annabel observó su bebida y apartó las imágenes de una Moon Island
arrasada, de Cody mutilada o muerta. Debería habérsela llevado a Boston con ella, contarle lo
que estaba ocurriendo. De repente, aquel culebrón le pareció una banalidad: lo más importante
era la vida... y el amor.
Rebecca había dejado Moon Island treinta años atrás, sin Annie, y no habían vuelto a verse
nunca. Annabel no soportaba la idea de que la historia se repitiera y las lágrimas cayeron sobre
sus manos.
—Anímate.
Era la voz de una mujer y Annabel levantó bruscamente la vista para encontrarse con una
desconocida sentada frente a ella. Estaba muy bronceada, tenía el pelo corto y canoso y su cuerpo
era firme. Vestía una camisa blanca y unos pantalones negros. Muy atractiva, pensó
distraídamente Annabel.
—Ya veo que tu amigo se ha perdido —comentó.
Annabel se puso tensa.
—Te has dado cuenta —dijo, con frialdad.
La mujer sonrió.
—Parecía como si necesitaras un poco de compañía y pensé que así me quitaría de encima a ese
petardo de allí.
Annabel siguió su gesto y se encontró con la mirada inyectada en sangre y el invitador
ademán de un hombre calvo vestido con una camisa hawaiana.
—Oh, fantástico —murmuró, y desvió rápidamente la mirada.
—Me llamo Rose —dijo la desconocida, con un acento de Texas—. Rose Beecham.
—Soy Annabel Worth.
—Te he visto pilotar aquel Dominie —comentó la mujer, acercándose un poco para hacerse oír
por encima del estruendo de la tormenta.
—¿Me has visto? —Annabel estaba sorprendida.
—Te vi cuando llegué aquí —explicó Rose—. En principio, quería quedarme en Moon Island,
pero estaba todo reservado. Pensé que volvería a intentarlo cuando llegara y me dijeron que
podría encontrarte pilotando el puente aéreo a la isla. Así que fui a echar un vistazo y me
encontré con un tipo que no sabía ni una palabra de inglés —lo decía sin intención alguna y
Annabel se echó a reír.
—Ese era Smithy. Y es de lo más inglés. De Londres, nada menos.
—No me extraña que la confusión fuera mutua. Se comportaba como si yo fuera de otro
planeta. —La risa de Rose Beecham surgió de su estómago y sus ojos recorrieron
admirativamente a Annabel—. Bueno, ¿y quién era el vaquero que estaba contigo?
Annabel la miró como si la estuviera analizando y luego se dijo a sí misma que no era
necesario ser tan arisca. ¿Qué tenía de malo que una lesbiana intentara ligar con ella en mitad de
una tormenta tropical? Tampoco es que tuviera ningún otro plan.
—Era Bevan Mitchell, Es el dueño del Dominie y vuela para mí.
—Y tú eres la dueña de Moon Island, ¿verdad?
Annabel asintió, un poco aturdida ante aquel tercer grado.
—¿Puedo invitarte a una copa? —se ofreció Rose, mientras llamaba al camarero.
—Zumo de piña —dijo Annabel, y Rose pidió lo mismo.
—¿Tu pelo es natural? —le preguntó con franqueza a Annabel, pero luego dijo—: Lo siento.
Supongo que ya estás harta de esa clase de preguntas.
Annabel se relajó.
—La mayoría de gente no pregunta. Simplemente, me miran.
—Bueno, lo entiendo perfectamente —dijo Rose—. Eres todo un placer para la vista.
Annabel se sonrojó, bebió su zumo de piña y trató de buscar la forma de mandarla a paseo
educadamente pero con determinación. Sin embargo, se quedó petrificada cuando un trueno
sobrenatural silenció cualquier otro sonido y el restaurante tembló como si hubiera un
terremoto.
En ese momento, todo se quedó a oscuras y la gente empezó a gritar. Annabel notó que la
cogían por los brazos y, junto a su oreja, la voz de Rose ordenó:
—No te asustes. Ven conmigo.
—¿Dónde estamos? —gritó Annabel cuando llegaron a una puerta.
—Mi habitación está ahí mismo.
—¡No! —Annabel se soltó y dio un paso vacilante hacia atrás.
El edificio tembló de nuevo y Annabel se pegó de inmediato a Rose.
—Si entramos ahora, nos salvaremos —la apremió Rose—. Si no, podemos volver al pub y
meternos en una trampa mortal. Tú decides.

***

Tres horas más tarde, mientras el huracán arrasaba la isla con indiscriminada crueldad, Annabel
se refugiaba en los brazos de Rose y se maravillaba ante aquel giro del destino, que había hecho
que le contara sus secretos más íntimos a una completa desconocida.
—Sería una gran novela —dijo Rose cuando Annabel terminó de hablar de tía Annie—.
Aunque no es mi género, claro.
Annabel se movió.
—¿Eres escritora?
—Lo soy, querida.
—Estoy impresionada —dijo Annabel—. ¿Para eso has venido aquí? ¿Para documentarte y
escribir un libro?
—Por Dios, no. He venido buscando paz y tranquilidad. Y la aventurilla de mi vida.
Annabel balbuceó.
—¡Estás bromeando!
—No —dijo Rose—. Cuando te vi pilotando aquel Dominie pensé, es ella y esta noche, en el
restaurante, supe que la diosa me había escuchado.
—¡Rose! —Annabel se apartó del cálido círculo de sus brazos—. ¿Esta isla está a punto de
desaparecer y tú me haces proposiciones?
—Sí —dijo Rose—. Tal y como yo lo veo, la realidad supera a la ficción, querida. Cuando te
pregunten qué hiciste durante el huracán y tú digas: ligué con una mujer y nos fuimos a su
habitación a pegar un polvo, ¿qué crees que dirá la gente?
Annabel no pudo evitar reírse.
—¿Quién te iba a creer? —prosiguió Rose con aquel acento cerrado—. El último tango en
Rarotonga... menudo título.
Se volvió para observar abiertamente a Annabel.
—Esta es una oportunidad única, querida. O nos quedamos aquí tumbadas toda la noche,
preguntándonos cómo sería y si llegaremos a mañana, o disfrutamos de una noche de excelente y
auténtico sexo. Tú decides, querida.
15

Cuando Cody asomó la cabeza por la boca de la caverna, con las primeras luces de la mañana, lo
único que detectó fue un silencio increíble. El aire olía a vegetación y a madera. A lo lejos, el mar
latía suavemente. Una brisa recorrió el makatea, pero no se movió nada. Parpadeó y salió a la
tenue luz.
La jungla había quedado arrasada: árboles arrancados de raíz, las palmeras y la maleza
aplastadas. Parecía como si un gigante borracho se hubiera abierto camino a través de la tierra.
Algunos grupos aislados de árboles permanecían en pie, asombrados, en mitad de aquella
carnicería, como soldados en un campo de batalla vacío, mientras los pájaros se posaban,
silenciosos y atentos, en ramas rotas.
Cody regresó a la caverna.
—Podéis salir —les dijo a las otras mujeres—. Pero de dos en dos y no os alejéis de la caverna
más de cien metros. Yo regresaré a Villa Luna a comprobar los daños. Si mañana por la mañana
no he vuelto, debéis poneros en camino. Dejaré señales en los tramos más difíciles. Recordad:
cuando hayáis atravesado la sierra, id en dirección al mar.
—No creo que debamos movernos hasta que tú hayas regresado —interrumpió Dawn—.
Catherine apenas puede caminar y yo no puedo cruzar sola el arrecife de coral.
—No estarás sola, Dawn —le recordó Brenda secamente—. Nos tienes a nosotras.
—¡Oh, genial! —respondió una petulante Dawn—. Una lisiada y una abuelita.
—¡Dawn! —la reprendió Cody—. Toma —le lanzó una cantimplora a la rubia quejica—. Tú te
encargarás de esto. Mantenía llena. Encontrarás charcos de agua de lluvia por todas partes.
—Bueno, pues si ese es el caso, no veo por qué tengo que pasarme el rato llenando el maldito
trasto —gimoteó.
Cody reprimió una urgente necesidad de hacerle recuperar el juicio a bofetadas. No quería
tener que explicarle sus peores temores: que las casas podían haber quedado arrasadas, que tal
vez no podrían contactar por radio, que había muchas posibilidades de que se quedaran aisladas,
sin agua ni provisiones, durante días o incluso semanas, hasta que pudiera llegar ayuda. Todo
dependía de lo que hubiera ocurrido en Rarotonga y Cody apenas soportaba pensar en ello.
Tratando de no perder el control, le pasó su brújula a Catherine.
—Llevad esto también. Villa Luna está aproximadamente a una hora y media en dirección
oeste. Si tenéis que ir solas, caminad despacio y cargad las provisiones por turnos.
Cody había terminado de limpiar y vendar la herida de la pierna de Catherine y sabía que
requería atención médica. En el botiquín de primeros auxilios solo había un tubo pequeño de
crema antiséptica y Cody prácticamente lo había gastado. Además, necesitaba algo más fuerte.
Con aquel calor, las heridas se infectaban de la noche a la mañana y la de Catherine tenía un feo
aspecto. Debía dolerle, pensó Cody. Deseó poder ofrecerle algún alivio.
—Estaré bien —dijo Catherine, como si le hubiera leído la mente, y Cody le dedicó una mirada
de agradecimiento.
Las dejó con aire desamparado frente a la caverna: Dawn, de mal humor; Brenda, filosófica; y
Catherine con aspecto de estar muy nerviosa.
Cody se orientó siguiendo el sol, tomó las riendas de Kahlo y condujo con cuidado a la yegua a
través del makatea, en dirección a la sierra que las separaba del mar. Casi estaba demasiado
asustada para subir. Solo Dios sabía lo que encontraría al otro lado.

***

Annabel y Rose se besaron castamente, como si la noche anterior no hubiera existido jamás. El
pasillo que había frente a la habitación de Rose era un mar de maletas, ropa de cama y aturdidos
clientes del hotel. En varias habitaciones, los cristales de las ventanas se habían roto y el
personal del hotel intentaba retirar los escombros.
—Voy a dar un paseo —dijo Annabel—. Tengo que encontrar a Bevan.
—Y yo mejor que haga cola para el teléfono —dijo Rose.
Rose sonrió con su sonrisa fácil y pausada, sus ojos de un azul radiante chispearon y le cogió
delicadamente la mano a Annabel.
—Tu Cody es una dama afortunada —dijo, y Annabel se sonrojó.
—Y tú no deberías perder el tiempo con los ligues de una noche, Rose —le dijo a la mujer de
más edad.
—¿Esta noche ha sido una pérdida de tiempo? —preguntó Rose con suavidad.
A Annabel le temblaron un poco las rodillas.
—Ha sido una noche increíble —confesó—. Jamás la olvidaré.
Volvieron a besarse y cruzaron el patio en un silencio de camaradería. Rose dejó a Annabel
luchando a codazos por hacerse sitio entre la multitud que había en la recepción y preguntándose
cómo demonios esperaba la gente que el preocupado personal del hotel pudiera lidiar con hordas
de turistas que hacían preguntas imposibles. ¿Cuándo sale el siguiente vuelo a Sídney?
¿Encontraron anoche mi pendiente de perlas en el restaurante? Si envío hoy esta carta, ¿cuándo
llegará?
Annabel estaba empezando a plantearse si era útil dejarle un mensaje a Bevan cuando, en
alguna parte tras ella, una mujer pronunció su nombre en un jadeo y Margaret se abrió paso
hasta llegar junto a ella.
—¿Cody está bien? —preguntó con urgencia—. ¿Sabes algo de ella?
Annabel se tragó su irritación y se recordó a sí misma que aquella mujer había vivido durante
cinco años con Cody. Era completamente razonable que estuviera preocupada por ella.
—No, no sé nada. Pero estoy segura de que está bien y tengo intención de volar a la isla en
cuanto pueda.
Margaret asintió y luego pareció algo agitada.
—Siento lo de anoche. Desde que he llegado aquí, parece que lo único que hago es abrir la boca
para meter la pata.
Annabel le quitó importancia al asunto.
—No pasa nada —deseó que Margaret se largara.
—Supongo que te gustará saber que me voy a casa en cuanto pueda coger un avión —le
informó Margaret—. Solo quería desearte suerte.
—¿Suerte? —repitió Annabel.
—Con Cody —explicó—. Todo ha terminado entre nosotras, por si todavía no lo has
entendido.
Annabel alzó unos ojos interrogantes y Margaret se enfrentó a ellos con un rastro de dolor en
su propia mirada.
—Eso es lo que intentaba decirte. Vine aquí a recuperarla y ella me rechazó.
—¿Por mí? —preguntó Annabel con precaución.
Margaret cabeceó.
—No creo. Cody no está para juegos. Ya no me ama y me lo dijo.
Annabel escrutó el rostro de Margaret. ¿Por qué la ex de Cody se molestaba en contarle todo
aquello?
Como si respondiera a su pregunta, Margaret le tocó el brazo suavemente y dijo:
—Anoche me preguntaba si iba a morir, o si iba a morir Cody, y creo que eso me hizo pensar
en unas cuantas cosas, me ayudó a aclarar mis prioridades.
Annabel asintió.
—Creo que entiendo lo que quieres decir.
—Pues entonces ya he dicho suficiente. —Margaret retiró la mano, con cierta timidez y le
sonrió a Annabel—. Dale un beso a Cody de mi parte. Y sed felices, por favor. —Dio un paso
hacia atrás y pronto desapareció entre la ansiosa multitud que colapsaba el vestíbulo.
Con el corazón encogido, Annabel devolvió su atención a la tarea que la ocupaba. Mientras ella
y Margaret hablaban, poco a poco y a medida que la gente se les adelantaba, la habían alejado del
mostrador. Ahora tendría que esperar durante horas.
Al diablo con Bevan Mitchell, pensó, enfadada. Bajaría ahora mismo al hangar y ella misma
pilotaría el Dominie. Cuando se dio la vuelta, una mano le palmeó el hombro.
—¡Tú! —jadeó, cuando el objeto de su cólera sonrió tímidamente. Pero el alivio se apoderó de
ella y se aferró a su brazo—. Gracias a Dios que estás bien. Estaba tan preocupada.
—Estoy abrumado.
Recuperándose rápidamente, Annabel resopló.
—Tienes suerte de que no te despida —replicó, y lo observó abiertamente—. ¡Tienes un ojo
morado!
—Pues deberías verlos a ellos —dijo Bevan.
Annabel sacudió la cabeza, horrorizada.
—¿No te habrás peleado con esos, con esos... cretinos?
—No exactamente —respondió Bevan—. Les dije que tenían dos opciones: quedarse dentro o
quedarse dentro atados. Como eran australianos, esos capullos no fueron capaces de decidir cuál
era la opción más inteligente. Tuve que quedarme allí hasta que pasó el peligro, no fuera que
hubiera que desatarlos a toda prisa.
Annabel hizo girar significativamente los ojos.
—¡Hombres! —dijo, con disgusto—. Nos azota un huracán y los chicos se dedican a jugar a ser
Rambo. Vamos —se dirigió hacia la puerta—. Vayamos al aeropuerto.
Bevan encendió un cigarrillo y consultó su reloj.
—Smithy ya debería estar allí. —Annabel detectó cierta gravedad en su voz—. Aunque no
creo que volemos hoy.
—¿Aún hace demasiado viento?
Bevan cabeceó mientras subían al jeep.
—Echa un vistazo a tu alrededor, Annabel. Si es como aquí, tendremos suerte de encontrar el
avión.

***

—Había alguien allá arriba que nos protegía, jefe —comentó Smithy mientras los tres
examinaban el Dominie. El hangar, aparte de haber perdido la mitad del tejado, tenía un buen
aspecto considerable y el avión estaba intacto.
Annabel, maravillada, pasó los dedos por el suave metal plateado de una de las alas. La zona
que rodeaba la terminal, y la misma Avarua, estaba en ruinas. Cuando se dio cuenta de las
proporciones reales de la catástrofe, se le encogió el corazón.
—Pobres isleños. Los turistas, por lo menos, pueden regresar a sus casas y fanfarronear en la
oficina de su gran aventura, a la hora de comer, pero... ¿y los habitantes locales?
—Conseguirán ayudas —dijo Bevan—. Pero no será suficiente, desde luego. Cientos de
familias han perdido todo lo que tenían, hasta sus ropas.
—Hay tres muertos en Avarua —comentó Smithy.
—¿Nombres? —la mirada de Bevan asomó bajo el avión.
—Todavía no —le dijo Smithy.
—¿Y tu casa? —preguntó Bevan. Smithy tenía una pequeña villa al sudoeste de Avarua.
—Solo ha perdido el tejado. Un día de trabajo, eso es todo, jefe.
—¿Qué hay de las otras islas... alguna noticia? —le preguntó Annabel.
—Se habla de seis muertos en Atiu.
Bevan alzó la cabeza y Smithy extendió las manos.
—No hay nombres todavía. El jodido maremoto arrasó el lugar. Tampoco he oído nada de
Moon.
—¿Podemos volar esta tarde?
Smithy cabeceó.
—La pista está como si la hubieran bombardeado y todo el • tráfico aéreo permanece en tierra
hasta nuevo aviso.
—Pero... ¿y los vuelos de rescate? —insistió Annabel.
—Nueva Zelanda ha enviado algunos helicópteros del ejército y Silk & Boyd se dirigen esta
tarde a las islas del norte.
—Pero tenemos que llegar a la isla —insistió Annabel, con las manos en las caderas—.
Después de todo, tenemos turistas a las que rescatar.
Todos sabían de qué estaba hablando. Los isleños podían esperar, pero los turistas extranjeros
eran la fuente de ingresos de las Islas Cook.
—Trasladaré ese loable sentimiento a nuestro Jefe de Policía, Annabel —dijo Bevan con
mucha seriedad—. Dios no quiera que tengamos adineradas damas extranjeras vagando solas por
esas costas inhóspitas.
—Es increíble —Smithy sacudió la cabeza—. Hasta podría haber víctimas...
—Las grandes compañías de seguros investigarán posibles negligencias... —añadió Bevan.
—Sospechoso —comentó Annabel—. Muy sospechoso. ¿Cuándo nos reunimos con él?

***
Annabel se puso su chaqueta de aviadora y se sentó en el asiento junto a Bevan.
—Nada de heroísmos si nos estrellamos —dijo Bevan muy en serio—. Esta pista es un
desastre y solo Dios sabe cómo está el firme al otro lado. ¿Seguro que quieres venir?
Annabel le lanzó una mirada hostil. Por lo menos, Bevan podía relajarse, al saber que Don
estaba bien en Atiu. Pero, hasta el momento, nadie había podido contactar con Moon Island.
Smithy retiró los calzos y empezaron a rodar en dirección a la pista.
—Este trasto se elevará dentro de sesenta segundos —continuó Bevan lacónicamente—. Es
todo fuselaje. Si volcamos, salta y corre tan deprisa como puedas. No me esperes. ¿Lo entiendes?
—Lo entiendo —dijo Annabel fríamente—. Lo mismo digo.
—Claro. —Bevan aceleró los motores y Annabel cerró los ojos y contuvo la respiración.
Consiguieron despegar al primer intento y fue entonces cuando Annabel comprendió por qué
Bevan había dirigido con éxito operaciones en zona de guerra. Trató con desprecio los baches y
los escombros de la pista y únicamente cuando se encontraban seguros a doscientos pies de
altura le dio, con mucha tranquilidad, la mala noticia.
—Creo que el tren de aterrizaje ha sufrido daños. ¿Puedes echar un vistazo?
Ella le respondió con la misma frialdad.
—Claro. —Se arrastró a gatas por la parte trasera de la cabina, observando por la ventana—.
Una de las ruedas está torcida. ¿Qué vamos a hacer?
Él se encogió de hombros.
—Aterrizar y arreglarla.
—¿Aterrizar? —Annabel se estremeció—. Pero... ¿cómo?
—Bueno, ciertamente no podemos quedarnos aquí arriba todo el día —señaló, irónicamente.
Annabel se orientó y calculó una hora estimada de llegada.
—Hora estimada de llegada, las 15.00 —le dijo a Bevan.
El piloto respondió con una sonrisa.
—Eso te deja una hora entera para poner tus asuntos en orden.
—Capullo —dijo Annabel.
Cuando Moon Island estuvo a la vista, Annabel casi lloró de alivio. Seguía allí, exactamente
donde decía el mapa. Idiota, se dijo a sí misma. Bevan sobrevoló Passion Bay a baja altura y
Annabel observó la devastación de palmeras rotas y escombros amontonados en la playa. Luego
subieron y sobrevolaron la isla en círculos.
A quinientos pies de altura, Annabel le dijo a Bevan que estaba segura de haber visto
movimiento en el makatea, no muy lejos de Villa Luna.
—Claras señales de vida —dijo Annabel aliviada—. Ya habrán llegado a Villa Luna cuando
aterricemos.
—Si aterrizamos —murmuró Bevan.
Descendieron bruscamente sobre la pista y los dos la observaron.
—No está tan mal. Parece como si la hubieran limpiado —había alivio y sorpresa en su voz.
Annabel también estaba desconcertada. La pista parecía un trozo de suelo recién barrido en
mitad de una gran extensión de basura.
—Qué raro —comentó—. ¿Crees que lo han hecho las mujeres?
Bevan se encogió de hombros.
—Tal vez. O eso, o el de arriba nos protege. Pero te aseguro que supondrá una diferencia entre
aterrizar o estrellarnos con esa maldita rueda rota. Vamos a probar.
Subieron rápidamente, giraron en la dirección del viento y se dispusieron a aterrizar. Annabel
se ajustó el cinturón y se preparó para lo peor mientras descendían por el cielo. Parecía que
Bevan efectuaba el descenso con una inclinación extraña. El morro estaba demasiado alto.
Annabel empezó a sentir pánico.
—¡Bevan! —gritó—. ¡Enderézalo!
El la apartó bruscamente de un codazo, mientras gritaba:
—Ve a la parte de atrás y prepárate para saltar.
Annabel obedeció ciegamente y gritó cuando la cola golpeó el suelo con violencia. El pequeño
avión rebotó una vez, luego viró en redondo, trató de enderezarse y de nuevo rebotó
frenéticamente de un lado a otro, mientras los extremos de las alas barrían el suelo.
Cuando dejó de girar y Bevan apagó los motores, Annabel olió a gasolina, abrió la portezuela y
se arrastró hasta Bevan.
—¡Fuera! —gritó él. Pero ella ya había desabrochado su cinturón y le agarraba por un brazo
para tirar bruscamente de él. Saltaron rápidamente el uno tras el otro, rodaron por el suelo y
corrieron en busca de la protección de la jungla devastada, reptando sobre sus estómagos tan
deprisa como pudieron.
Permanecieron un par de minutos tumbados, con las cabezas cubiertas y entonces Bevan siseó:
—No deberías haberlo hecho. Te dije que saltaras.
—Y una mierda —Annabel alzó la cabeza, indignada—. Además, quiero que me enseñes a
aterrizar así con una sola rueda.
—La dama ha perdido el juicio, amigo —dijo Bevan, palmeándose la cabeza para ilustrar sus
palabras. Luego se puso de rodillas para observar el Dominie.
Annabel le imitó y sonrió ampliamente. Mucho olor a gasolina, pero ninguna llama.
—Es hora de fumarse un cigarrillo, ¿eh, Bevan? —bromeó. Él le devolvió una mirada asesina.
—Quieres morir joven, ¿verdad?
Tras otros cinco minutos, se pusieron en pie y se acercaron con precaución al maltrecho avión.
Se había salido de la pista y se apoyaba, como si estuviera borracho, contra un tocón de palmera:
un pedazo rasgado del tejido de una de las alas ondeaba en la brisa de Moon Island, como si fuera
una bandera de rendición.
—El pobre trasto —dijo Annabel y le dio un golpe cariñoso a una de las hélices.
—Creo que sobrevivirá —declaró Bevan, mientras se inclinaba bajo el tren de aterrizaje—.
Que pueda arreglarlo, es otra cuestión —continuó, pero Annabel ya no escuchaba.
Estaba observando una figura que había surgido de la jungla, al otro lado de la pista. Parecía
como si cargara algo muy grande.
—¡Cody! —gritó Annabel y, antes de darse cuenta de lo que estaba haciendo, echó a correr. La
figura dejó su carga en el suelo y extendió los brazos.
—Annabel. —Cody la recibió, dio un traspié hacia atrás, perdió el equilibrio y ambas mujeres
cayeron al suelo, riendo y llorando a la vez.
Se quedaron allí abrazadas, cada una mirando a los ojos de la otra, como si nunca tuvieran
suficiente.
—Te quiero —dijo Annabel.
—Yo también te quiero —le dijo Cody.
Tras un largo rato durante el cual permanecieron abrazadas, consiguieron ponerse en pie.
Cogidas de la mano, caminaron por la pista. Y entonces Cody se acordó.
—Mi barril. —Volvió atrás y cargó entre sus brazos el incómodo barril de madera. La tapa
estaba rota y algunos de los travesaños, sueltos.
—¿Qué diablos...? —empezó a decir Annabel.
—Lo encontré cuando estaba despejando la pista. Y como la bomba de agua no funciona,
empecé a preocuparme por si...
—¿Nos estrellábamos?
Cody miró hacia el Dominie.
—Ese aterrizaje...
Annabel sonrió.
—Creativo, ¿verdad?
Cody y Annabel dejaron a Bevan arreglando el Dominie y se dirigieron a Villa Luna. El
porche y buena parte del tejado de la casa habían desaparecido pero, por lo demás, parecía casi
intacta. Alcanzaron la puerta justo a tiempo de oír una ruidosa e irritada queja que venía del
interior.
—Lo único que consigo es un montón de interferencias. Este jodido trasto está estropeado.
Annabel pareció asustada, pero Cody alzó una mano tranquilizadora.
—Dawn —susurró. Obviamente, la joven no parecía en absoluto desmejorada.
—En estos momentos, ya deben haber aterrizado —dijo otra voz. Brenda.
—Bueno, una de nosotras va a tener que encontrar esa maldita pista y creo que tendré que ser
yo.
¿Era posible hablar a la vez con resentimiento y satisfacción? se preguntó Cody. Desde luego,
Dawn se esforzaba por conseguirlo.
—Cuida de ella —le ordenó a Brenda y Cody sintió una punzada de alarma. La pierna de
Catherine.
Dawn estaba hablando.
—Esa maldita Cody Stanton. Decididamente, ha estado aquí. Alguien ha dormido en esa cama
y ahí, en el suelo, está su camiseta. Probablemente, está tomando el sol en la playa o algo así,
mientras nosotras estamos medio muertas. Ya veréis cuando la encuentre. Realmente, se lo ha
estado buscando...
Annabel alzó expresivamente las cejas y Cody hizo una mueca.
—Me parece que tengo las horas contadas —dijo, exagerando la pronunciación.
—La voy a hacer picadillo —continuó la letanía. En ese momento, se oyeron pasos. Cody y
Annabel se sintieron culpables y saltaron hacia un lado.
Apareció una mujer joven con aspecto de estar muy enfadada y saltó desde la puerta al suelo.
Para regocijo de Cody, Dawn ni siquiera las vio a ella y a Annabel, sino que empezó a caminar
hacia la jungla, en dirección opuesta a la pista.
Iba muy sucia, con los vaqueros y la camiseta rotos y cubiertos de sudor y manchas de barro.
Su pelo ondulado, del color de la miel, estaba enredado y atado en una triste cola de caballo con
un cordón de zapato que parecía uno de los de Catherine, de color naranja fosforescente.
Cody dio un par de pasos hacia delante y dijo, con suavidad:
—Dawn, vas en la dirección equivocada.
La mujer se detuvo en seco y se volvió.
—¡Tú! —barbotó—. ¿Dónde coño has estado? —su cara era un poema: rabia, alivio y
humillación, todo a la vez. Pero luego se apresuró a echarle los brazos al cuello a una
sorprendida Cody.
—Estás bien —lloriqueó—. Estábamos tan preocupadas y a Catherine se le ha hinchado
mucho la pierna y nos hemos perdido. Ha sido horrible. —Se limpió con el puño los ojos y la
nariz y luego abofeteó a Cody con ambas manos, sollozando—. ¿Dónde estabas? Prometiste que
volverías.
Cody le cogió las manos y condujo a aquella nerviosa joven hasta Annabel.
—Dawn, ahora estoy aquí y lo has hecho todo tú sola. Has sido realmente valiente.
Sentó a Dawn bajo los restos de un jazmín y le apretó los hombros para darle ánimos.
—Quédate aquí sentada con Annabel y relájate. Yo voy a ver cómo tiene la pierna Catherine.
—Tenemos un botiquín completo en el avión —intervino Annabel, mientras Cody caminaba
en dirección a la casa.
Ambas se quedaron sorprendidas cuando Dawn se puso en pie a toda prisa, se sacudió el polvo
y dijo:
—Yo iré a buscarlo. ¿Hacia dónde tengo que ir?
Annabel abrió la boca para darle las indicaciones, pero se lo pensó mejor y dijo:
—Sígueme.

***

Era casi el amanecer cuando Annabel y Cody, exhaustas, se metieron al fin en la cama.
Dawn, Brenda y Catherine dormían en camastros en la habitación de invitados y Bevan en el
salón. Habían reparado el tejado lo mejor que habían podido con ramas y hojas.
Afortunadamente, el botiquín del Dominie estaba bien equipado, con anestesia local,
antibióticos e instrumentos quirúrgicos y, entre Cody y Bevan, habían cosido la pierna de
Catherine allí donde la herida había vuelto a abrirse. Cody había descubierto que los isleños a
menudo llamaban a Bevan si el médico no estaba disponible. Era un paramédico experimentado
y le había contado a Cody que, desde que volaba entre las islas, había adquirido una especialidad
en cirugía de emergencia para cerdos.
Cuando Catherine se encontró mejor gracias a los calmantes, Cody, Annabel y Bevan se
reunieron para idear un plan que sacara a todo el mundo de la isla, de vuelta a Rarotonga.
—¡Vaya día! —Cody se acomodó junto a Annabel y suspiró con satisfacción—. Ojalá me
quedara algo de energía.
Annabel le acarició la cara afectuosamente.
—Y a mí... pero es mejor que nos vayamos a dormir. Mañana, hoy, tenemos un montón de
trabajo.
—No me puedo creer que todo esto haya ocurrido —dijo Cody—. Veinticuatro horas parece
muy poco tiempo para un huracán, un accidente de avión y una operación quirúrgica.
Annabel sonrió ante el comentario y luego dijo:
—Y un mes parece muy poco tiempo para que toda mi vida haya cambiado. Ni siquiera he
tenido la oportunidad de contártelo.
—Ni yo —dijo Cody—. Casi no sé por dónde empezar.
—Tenemos todo el tiempo del mundo —dijo Annabel y la besó dulcemente—. Quiero que
estemos siempre juntas. Estamos hechas para estar juntas.
Cody sintió una oleada de emoción ante las palabras de Annabel. Ella había experimentado esa
misma sensación. De pertenecerle a Annabel. De que el destino las había arrastrado hasta allí
desde continentes distintos. A veces, parecía tan raro e imposible que era difícil de creer. A Cody
la habían despedido el mismo día que había muerto la tía de Annabel. Si los jefes de Cody no
hubieran cometido un error con los ceros, ella jamás habría soñado con «escaparse» a una isla, si
Margaret no la hubiera dejado... si...
—Estábamos destinadas a estar juntas —murmuró, soñolienta—. Intenté huir, pero no pude.
—Yo también —asintió Annabel, acunándola suavemente, besando sus párpados cerrados—.
Te quiero —susurró.
Y mientras dormían abrazadas, una delicada brisa agitó las palmeras de Passion Bay y la isla
despertó ante un horizonte despejado.
Epílogo

Un año más tarde, en un apartamento de Back Bay, Annabel Worth se sentó sobre la rodilla de
su amante y le mordió suavemente el cuello.
—¿Qué libro es, cariño?
—Es el último de Amanda Valentine —contestó Cody entusiasmada—. ¿Y sabes una cosa? La
acción pasa en Rarotonga. ¡Eh! —protestó, cuando Annabel de repente le arrebató el libro de las
manos y leyó las primeras líneas.
En cuanto Amanda Valentine puso los ojos sobre Lucy Jones, supo que estaba viendo problemas. Pero, de todas formas, le
gustó lo que vio.
Lucy estaba sentada dos mesas más allá, descuartizando un pez.

Con creciente incredulidad, Annabel cerró el libro de golpe y examinó la sobrecubierta, como si
estuviera viva y llena de bichos reptantes. El último tango en Rarotonga, de Rose Beecham, con un
dibujo artístico del Rarotongan Resort Hotel durante una noche de tormenta.
—Bueno, ¿y qué te parece? —le preguntó débilmente a Cody.
—Es genial —declaró Cody—. Aunque un poco inverosímil, especialmente la primera escena,
cuando conoce a Lucy y se van directas a la cama. En mitad de un huracán. Quiero decir, ¡venga
ya!
Cody puso los ojos en blanco y Annabel dejó caer de nuevo el libro sobre el regazo de su
amante, acercándose más a ella y sonriendo ante aquella broma privada.
—¿Sabes, Cody Stanton? —dijo, mientras deslizaba sus manos bajo la camiseta de Cody—. Te
quiero.
Título original: Passion Bay (The Naiad Press, Inc., 1992)

© Jennifer Fulton, 1992

© Editorial EGALES, S.L. 2014


Cervantes, 2. 08002 Barcelona. Tel.: 93 412 52 61
Hortaleza, 64. 28004 Madrid. Tel.: 91 522 55 99
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ISBN: 978-84-15899-67-9

© Traductora: Montserrat Triviño

© Fotografía de portada: Judy Francesconi

Diseño de portada: Miguel Arrabal y José Fernández


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autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos,
www.cedro.org) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra.
Notas
[←1]
Nota de la Traductora. Amelia Earhart: aviadora norteamericana. En 1937, cuando intentaba convertirse en la primera
mujer que diera la vuelta al mundo y la primera persona que lo hiciera por el ecuador, su avión desapareció en algún punto
del Pacífico.
[←2]
N. de la T. Crimewatch: programa de televisión (BBC) sobre delitos no resueltos.
[←3]
N. de la T. En el original, Ms. La fórmula de tratamiento Ms. es el equivalente de Mr. (Señor) y se utiliza frecuentemente en
la actualidad para evitar la distinción que los términos tradicionales establecían entre mujer casada (Mrs.) y soltera (Miss).
No existe equivalente en español.
[←4]
N. de la T. Moon Island: ‘Isla de la Luna’.
[←5]
N. de la T. Nueva Zelanda está formada por dos islas principales, North Island y South Island y varias islas adyacentes
pequeñas. Wellington, la capital, se encuentra en North Island.
[←6]
N. de la T. Rarotonga: una de las Islas Cook, en el Pacífico Sur. La capital de las Cook es Avarua.
[←7]
N. de la T. Kiwi: nombre con el que se conoce popularmente a los neozelandeses y que hace referencia al pájaro del mismo
nombre, como se explica más adelante.
[←8]
N. de la T. Passion Bay: ‘Bahía de la Pasión’.
[←9]
N. de la T. DBA: database adminisirator.
[←10]
N. de la T. Days of Our Lives: popular telecomedia.
[←11]
N. de la T. Mayoría Moral ( Moral Majority): fundamentalistas religiosos de Estados Unidos. Se trata de un grupo de acción
política formado, principalmente, por fundamentalistas protestantes que intentan implantar una estricta moral
conservadora.
[←12]
N. de la T. RAF: Royal Air Force (Fuerzas Aéreas Británicas).
[←13]
N. de la T. Women's Studies: programa de estudios universitarios fundado en los años setenta.
[←14]
N. de la T. Godzone podría traducirse como ‘el Territorio de Dios’.
[←15]
N. de la T. Guy Fawkes Day (5 de noviembre): día en el que se celebra en el Reino Unido el fracaso de la Conspiración de !a
Pólvora (Gunpowder Plot), un intento fallido de volar el Parlamento de Jaime I en 1605. Esa noche, se lanzan fuegos
artificiales y se hacen hogueras en las que se queman muñecos de trapo que representan a Guy Fawkes, uno de los
cabecillas de aquella revuelta.
[←16]
N. de la T. Cockney: dialecto que se habla en el East End de Londres, un barrio tradicionalmente obrero.
[←17]
N. de la T. Amelia Earhart (ver Nota núm. 1). Amy Jonhson (1903-1941): célebre aviadora inglesa, que consiguió establecer
varios récords en vuelos de larga distancia. Murió ahogada cuando su avión se quedó sin combustible y se precipitó al
estuario del río Támesis durante un vuelo entre Blackpool y Oxford, en plena Segunda Guerra Mundial; Jean Batten (1909-
1982): aviadora neozelandesa, célebre, durante las décadas de los veinte y los treinta. Al igual que Amy Jonson, también
estableció récords en vuelos de larga distancia. Murió en 1982 en Mallorca, donde fue enterrada en una fosa común.
[←18]
N. de la T. Rebirther: el rebirthing es una forma de trabajo con la respiración que permite darse un impulso en el camino de
crecimiento personal o profundizar en algún punto de interés para la persona. El/la rebirther es el/la terapeuta que dirige
las sesiones de rebirthing. En castellano se suele utilizar igualmente el término inglés, aunque también se usa ‘renacedor/a’.
[←19]
N. de la T. Freedom Trail : un recorrido a pie a través del Boston histórico, compuesto por dieciséis de los sitios más
reverenciados de la historia norteamericana.
[←20]
N. de la T. Lucky: ‘afortunada’.
[←21]
N. de la T. Lemmings: aparte de ser los protagonistas de un popular juego de ordenador, los lemmings son en realidad unos
animalillos glotones y prolíficos con aspecto de ratas grandes. Emigran en grandes grupos y se dice que saltan (también en
grupo) desde los acantilados. El término lemming referido a una persona (en este caso, a un grupo de hombres) indica
comportamiento irreflexivo y temerario.

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