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DIOS PADRE
“Cuando venga el Consolador, el Espíritu de la verdad que yo les enviaré y que
procede del Padre, él dará testimonio de mí” (Jn 15, 26)
EL ESPÍRITU SANTO
“El que viene de lo alto está sobre todos. El que tiene su origen en la tierra es
terreno y habla de las cosas de la tierra; el que viene del cielo da testimonio de
lo que ha visto y oído; sin embargo, nadie acepta su testimonio. El que acepta su
testimonio, reconoce que Dios dice la verdad, porque cuando habla aquel a
quien Dios envió, es Dios mismo quien habla, ya que Dios le ha comunicado
plenamente su Espíritu” (Jn 3, 31-34)
JESÚS MISMO
“Estudian apasionadamente las Escrituras, pensando encontrar en ellas la vida
eterna; pues bien, también las Escrituras hablan de mí; y a pesar de ello, ustedes
no quieren aceptarme para que tengan vida” (Jn 5, 39-40)
LAS ESCRITURAS
“Las obras que yo hago por encargo de mi Padre dan testimonio de mí”
(Jn 10, 25)
JUAN
“Ustedes mismos serán mis testigos, porque han estado conmigo desde el
principio” (Jn 15, 27)
LOS APÓSTOLES
“El que vio estas cosas da testimonio de ellas, y su testimonio es verdadero.
Él sabe que dice la verdad, para que también ustedes crean” (Jn 19, 35)
LA GENTE
“Muchos delos habitantes de aquel pueblo creyeron en Jesús por el testimonio de
la samaritana, que atestiguaba: Me ha dicho todo lo que he hecho” (Jn 4, 39)
LA SAMARITANA
El testimonio de Jesús muerto y resucitado
Jesús anuncia a sus discípulos que los acusarán ante los tribunales, y esto
será ocasión de que den testimonio de Él: “Los entregarán a los tribunales,
serán azotados en las sinagogas y comparecerán ante gobernadores y reyes
por mi causa, para que den testimonio ante ellos” (Mc 13, 9; ver Mt 10, 18; Mt
24,14; Lc 21, 13: “…esto les sucederá para que den testimonio”).
Ya desde antes de la Ascensión, les anuncia: “Ustedes recibirán una fuerza,
cuando el Espíritu Santo venga sobre ustedes, y de este modo serán mis testigos
en Jerusalén, en toda Judea y Samaría, y hasta los confines de la tierra”
(Hch 1, 8). En sus últimas instrucciones, les dice: “Ustedes son testigos de todas
estas cosas” (Lc 24, 48).
A Pablo quien desde el principio se siente llamado a dar testimonio de Jesús, el
mismo Señor Jesús le anuncia: “A la noche siguiente (después de haber apelado
al Emperador), se le presentó el Señor y le dijo: ‘¡Ánimo!, pues como has dado
testimonio de mí en Jerusalén, así debes darlo también en Roma” (Hch 23, 11).
San Pablo exhorta a su discípulo Timoteo: “No te avergüences, pues, ni
del testimonio que has de dar de nuestro Señor, ni de mí, su prisionero”
(2 Tim 1, 8).
Antes de Pentecostés, la comunidad cristiana, presidida por Pedro, tiene que
elegir al sustituto de Judas; el requisito fundamental es el de haber sido testigo:
“Es preciso que uno de los que anduvieron con nosotros todo el tiempo
que el Señor convivió con nosotros, a partir del bautismo de Juan hasta el día
en que fue llevado de entre nosotros al cielo, uno de ellos tiene que ser con
nosotros testigo de la Resurrección” (Hch 1, 21-22).
En particular en el libro de los Hechos, este testimonio está íntimamente unido
a la presencia del Espíritu Santo en ellos. En el discurso de Pentecostés, Pedro
afirma: “A este Jesús, Dios lo resucitó; de lo cual todos nosotros somos testigos”
(Hch 2, 32).
Más adelante, con motivo de la curación del paralítico que pedía
limosna en el templo, dice el mismo Apóstol: “Ustedes renegaron del Santo y
del Justo, y pidieron que les dejaran en libertad a un asesino (…) pero Dios lo
resucitó de entre los muertos; nosotros somos testigos de ello” (Hch 3, 15).
Más adelante, ante el tribunal supremo de Israel, el Sanedrín, afirma
igualmente: “Juzguen si es justo delante de Dios obedecerles a ustedes más que
a Dios. No podemos nosotros dejar de hablar de lo que hemos visto y oído”
(Hch 4, 20).
Cuando de nuevo comparecen ante el Sanedrín, confiesan: “El Dios de
nuestros padres resucitó a Jesús, a quien ustedes mataron colgándolo de un
madero (…). Y nosotros somos testigos de estos hechos, y también el Espíritu
Santo que ha dado a los que le obedecen” (Hch 5, 30-32).
Entre otros textos, es muy relevante la predicación del mismo Pedro en casa
de Cornelio: “Nosotros somos testigos de todo lo que hizo en la región de los
judíos y en Jerusalén; a quien llegaron a matar colgándolo de un madero; a
Éste, Dios lo resucitó al tercer día y le concedió la gracia de manifestarse, no a
todo el pueblo, sino a los testigos que Dios había escogido de antemano, a
nosotros, que comimos y bebimos con Él después que resucitó de entre los
muertos. Y nos mandó que predicásemos al pueblo, y que diésemos testimonio
de que Él está constituido por Dios juez de vivos y muertos” (Hch 10, 39-42).
Finalmente, y completando esta perspectiva, también el Señor “da testimonio”
de sus apóstoles: A propósito de la evangelización en Iconio, por obra de
Bernabé y Pablo, y a pesar de la persecución, “se detuvieron allí bastante
tiempo, hablando con valentía del Señor Jesús que daba testimonio de la
predicación de su gracia, concediéndoles obrar por sus manos signos y
prodigios” (Hch 14, 3).
Y en el solemne encuentro conocido como “el Concilio de Jerusalén”, afirma
Pedro acerca de los paganos convertidos por la predicación de Bernabé y
Pablo: “Dios, conocedor de los corazones, dio testimonio en su favor,
comunicándoles el Espíritu Santo como a nosotros” (Hch 15, 8).
Núcleo del testimonio:
El encuentro con Jesús, el Cristo
El testimonio del cristiano deriva de su encuentro personal con Jesús, el Cristo.
Nada sustituye la fascinación que experimenta todo aquel que se siente amado
y llamado por el Señor: de cada uno de nosotros puede decirse lo que el
Evangelio afirma del encuentro de Jesús con el joven rico: “Jesús fijó en él su
mirada con amor” (Mc 10, 21)
“Jesús invita a encontrarnos con Él y a que nos vinculemos estrechamente a Él,
porque es la fuente de la vida (ver Jn 15, 5-15) y sólo Él tiene palabras de vida
eterna (ver Jn 6, 68)” (DA 131).
Recordemos que, de este encuentro con Jesús, nace el discipulado misionero:
“Llamó a los que Él quiso; y vinieron junto a Él. Instituyó Doce, para que
estuvieran con Él y para enviarlos a predicar” (Mc 3, 13-14).
En la noche de la Última Cena, Jesús abre su corazón y les dice: “Ya no los llamo
‘siervos’, sino amigos, porque todo lo que he oído a mi Padre se los he dado a
conocer. No me han elegido ustedes a mí, sino que yo los he elegido a ustedes, y
los he destinado para que vayan y den fruto, y su fruto permanezca”
(Jn 15, 15-16).
Sería un tema maravilloso poder contemplar los encuentros con Jesús que
realizan diferentes personas, a lo largo de los cuatro Evangelios, desde los
primeros discípulos (apenas comienza el Señor su vida pública), hasta los
griegos que ruegan a los apóstoles: “¡Queremos ver a Jesús!” (Jn 12, 20).
No piden aprender cosas, o aumentar sus conocimientos: piden ese encuentro
concreto con Alguien: con Jesús, el Salvador del mundo.
Sólo quisiera ahondar en un tema, que muchas veces pasa desapercibido.
Aunque no encontramos ninguna mujer entre los “Doce”, no quiere decir que
no haya habido “discípulas”. Haciendo un elenco de los textos evangélicos
más importantes, son abundantes los ejemplos de encuentros con Jesús —
aunque no todas fueran, por ello, discípulas—.
● En Lc 8, 1-3, se nos habla de un grupo de mujeres que siguen a Jesús. En
primer lugar, María Magdalena.
● La suegra de Pedro, quien es curada de su fiebre (Mc 1, 29-31).
● El encuentro con la hemorroísa y la vuelta a la vida de la hija de Jairo (Mc 5,
21-43).
● El encuentro con la mujer cananea, cuya hija está poseída (Mc 7, 24-30:
Comparando con la curación del muchacho endemoniado - Mt 17, 14-20 -).
● La vuelta a la vida del hijo de la viuda de Naím (Lc 7, 11-17).
● El encuentro con la pecadora arrepentida, en casa de Simón el fariseo (Lc
7, 36-50).
● La curación de una mujer en sábado (Lc 13, 10-16).
● La viuda pobre, ejemplo maravilloso de confianza en Dios y de generosidad
(Lc 21, 1-4).
● El encuentro salvífico con la mujer adúltera (Jn 8, 3-11): “Se encontraron,
frente a frente, la gran miseria y la gran misericordia” (San Agustín).
● María de Betania, y la unción de Jesús en previsión de su muerte (Jn 12, 1-
8).
● Las piadosas mujeres, camino del Calvario (Lc 23, 28-31).
● Las mujeres que acompañan a Jesús en su crucifixión y muerte,
comenzando por la Santísima Virgen María (Jn 19, 25-27).
● Las mujeres, “encabezadas” por María Magdalena, primeras mensajeras de
la Buena Nueva de la resurrección (Jn 20, 1ss).
En particular, quisiera detenerme en un pasaje del Evangelio de san Lucas:
“Recorrió (Jesús) a continuación ciudades y pueblos, proclamando y
anunciando la Buena Nueva del Reino de Dios. Lo acompañaban los Doce, y
algunas mujeres que habían sido curadas de espíritus malignos y
enfermedades: María, llamada Magdalena, de la que habían salido siete
demonios; Juana, mujer de Cusa, un administrador de Herodes, Susana y otras
muchas que les servían con sus bienes” (Lc 8, 1-3).
En relación con la llamada a los discípulos, encontramos aquí algunos rasgos
diferentes, y muy hermosos: ante todo, el origen del seguimiento de Jesús no
es una llamada, sino una acción sanadora-salvadora: expulsa siete demonios
(cura de enfermedades, etc.).
Hay que subrayar esto: Todas han sido “agraciadas”.
Por eso, se establece una relación personal con Jesús: Hay que reconocer
que han sido más fieles que los mismos apóstoles. Finalmente, es de notar
que Jesús se deja “servir”. Y es que esta actitud, bien entendida, es una de las
formas más delicadas del amor: Mostrarse “necesitado”, hacer sentir útiles a
los demás…
De este encuentro decisivo con Jesús, surge un cambio total en la vida de las
personas: concretamente, se vuelven evangelizadoras, esto es: No pueden
dejar de anunciar “lo que han visto y oído”, hablar de Aquel con quien se han
encontrado. Quien anuncia antes que nadie la resurrección de Jesús, es quien
ha vivido un encuentro que ha transformado toda su vida, “de quien arrojó
siete demonios”.