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La espiritualidad martirial:

cimiento para los evangelizadores de hoy


¿Qué es lo que hace que en el cristianismo hayan existido,
a lo largo de la vida de la Iglesia, tantos mártires?

• El tema del martirio evoca una dimensión esencial del


cristianismo, que deriva de su misma naturaleza: ya que la
palabra “martirio”, que viene del griego, significa “testimonio”.
• No se refiere, pues, en un primer momento, a correr un grave
riesgo o incluso a perder la vida, sino a dar testimonio de algo o
de alguien.
“No se comienza a ser cristiano por una decisión ética o por una
gran idea, sino por el encuentro con un acontecimiento, con una
Persona, que da un nuevo horizonte a la vida y, con ello, una
orientación decisiva” (DA 243).
La fe cristiana, por tanto, no es ante todo un conjunto de
verdades abstractas o un código de comportamiento moral, sino
el encuentro con Alguien: Jesús, el Cristo, y lo que Él fue y es para
nosotros: lo que llamamos “el acontecimiento Cristo”: su vida,
muerte y resurrección. Por lo tanto, dicho encuentro con Jesús
constituye el fundamento del martirio en cuanto testimonio.
¿Qué significa, humanamente hablando, “dar testimonio”?
¿En qué ocasiones se hace posible tal comportamiento?

Hay dos elementos fundamentales en todo testimonio:


● Que hayamos estado donde sucedió el hecho del que vamos a
testificar.
● Que tratemos de decir lo que hemos presenciado; esto es: que
digamos la verdad (al menos, como la hemos constatado).
Sin embargo, no podemos ignorar un tercer elemento, no siempre
presente, pero que muchas veces lo incluye:
el peligro en que se coloca quien da testimonio.
Por eso, muchas veces preferimos evadirnos, decir que no vimos
nada, que no estábamos ahí, etc.
Dar testimonio es muy diferente de “contar algo”:
Un relato nunca nos compromete…
Dar testimonio de Jesús
“Si me presentara como testigo de mí mismo, mi testimonio no tendría valor. Es
otro el que testifica a mi favor, y su testimonio es válido” (Jn 5, 31-32)

DIOS PADRE
“Cuando venga el Consolador, el Espíritu de la verdad que yo les enviaré y que
procede del Padre, él dará testimonio de mí” (Jn 15, 26)

EL ESPÍRITU SANTO
“El que viene de lo alto está sobre todos. El que tiene su origen en la tierra es
terreno y habla de las cosas de la tierra; el que viene del cielo da testimonio de
lo que ha visto y oído; sin embargo, nadie acepta su testimonio. El que acepta su
testimonio, reconoce que Dios dice la verdad, porque cuando habla aquel a
quien Dios envió, es Dios mismo quien habla, ya que Dios le ha comunicado
plenamente su Espíritu” (Jn 3, 31-34)

JESÚS MISMO
“Estudian apasionadamente las Escrituras, pensando encontrar en ellas la vida
eterna; pues bien, también las Escrituras hablan de mí; y a pesar de ello, ustedes
no quieren aceptarme para que tengan vida” (Jn 5, 39-40)

LAS ESCRITURAS
“Las obras que yo hago por encargo de mi Padre dan testimonio de mí”
(Jn 10, 25)

LAS OBRAS QUE JESÚS HACE


“Este vino como testigo, para dar testimonio de la luz, a fin de que todos
creyeran por él” (Jn 1, 7)

JUAN
“Ustedes mismos serán mis testigos, porque han estado conmigo desde el
principio” (Jn 15, 27)

LOS APÓSTOLES
“El que vio estas cosas da testimonio de ellas, y su testimonio es verdadero.
Él sabe que dice la verdad, para que también ustedes crean” (Jn 19, 35)

EL AUTOR DEL EVANGELIO


“Los que estaban con él cuando llamó a Lázaro del sepulcro y lo resucitó de entre
los muertos, daban testimonio de lo que habían visto” (Jn 12, 17)

LA GENTE
“Muchos delos habitantes de aquel pueblo creyeron en Jesús por el testimonio de
la samaritana, que atestiguaba: Me ha dicho todo lo que he hecho” (Jn 4, 39)

LA SAMARITANA
El testimonio de Jesús muerto y resucitado
Jesús anuncia a sus discípulos que los acusarán ante los tribunales, y esto
será ocasión de que den testimonio de Él: “Los entregarán a los tribunales,
serán azotados en las sinagogas y comparecerán ante gobernadores y reyes
por mi causa, para que den testimonio ante ellos” (Mc 13, 9; ver Mt 10, 18; Mt
24,14; Lc 21, 13: “…esto les sucederá para que den testimonio”).
Ya desde antes de la Ascensión, les anuncia: “Ustedes recibirán una fuerza,
cuando el Espíritu Santo venga sobre ustedes, y de este modo serán mis testigos
en Jerusalén, en toda Judea y Samaría, y hasta los confines de la tierra”
(Hch 1, 8). En sus últimas instrucciones, les dice: “Ustedes son testigos de todas
estas cosas” (Lc 24, 48).
A Pablo quien desde el principio se siente llamado a dar testimonio de Jesús, el
mismo Señor Jesús le anuncia: “A la noche siguiente (después de haber apelado
al Emperador), se le presentó el Señor y le dijo: ‘¡Ánimo!, pues como has dado
testimonio de mí en Jerusalén, así debes darlo también en Roma” (Hch 23, 11).
San Pablo exhorta a su discípulo Timoteo: “No te avergüences, pues, ni
del testimonio que has de dar de nuestro Señor, ni de mí, su prisionero”
(2 Tim 1, 8).
Antes de Pentecostés, la comunidad cristiana, presidida por Pedro, tiene que
elegir al sustituto de Judas; el requisito fundamental es el de haber sido testigo:
“Es preciso que uno de los que anduvieron con nosotros todo el tiempo
que el Señor convivió con nosotros, a partir del bautismo de Juan hasta el día
en que fue llevado de entre nosotros al cielo, uno de ellos tiene que ser con
nosotros testigo de la Resurrección” (Hch 1, 21-22).
En particular en el libro de los Hechos, este testimonio está íntimamente unido
a la presencia del Espíritu Santo en ellos. En el discurso de Pentecostés, Pedro
afirma: “A este Jesús, Dios lo resucitó; de lo cual todos nosotros somos testigos”
(Hch 2, 32).
Más adelante, con motivo de la curación del paralítico que pedía
limosna en el templo, dice el mismo Apóstol: “Ustedes renegaron del Santo y
del Justo, y pidieron que les dejaran en libertad a un asesino (…) pero Dios lo
resucitó de entre los muertos; nosotros somos testigos de ello” (Hch 3, 15).
Más adelante, ante el tribunal supremo de Israel, el Sanedrín, afirma
igualmente: “Juzguen si es justo delante de Dios obedecerles a ustedes más que
a Dios. No podemos nosotros dejar de hablar de lo que hemos visto y oído”
(Hch 4, 20).
Cuando de nuevo comparecen ante el Sanedrín, confiesan: “El Dios de
nuestros padres resucitó a Jesús, a quien ustedes mataron colgándolo de un
madero (…). Y nosotros somos testigos de estos hechos, y también el Espíritu
Santo que ha dado a los que le obedecen” (Hch 5, 30-32).
Entre otros textos, es muy relevante la predicación del mismo Pedro en casa
de Cornelio: “Nosotros somos testigos de todo lo que hizo en la región de los
judíos y en Jerusalén; a quien llegaron a matar colgándolo de un madero; a
Éste, Dios lo resucitó al tercer día y le concedió la gracia de manifestarse, no a
todo el pueblo, sino a los testigos que Dios había escogido de antemano, a
nosotros, que comimos y bebimos con Él después que resucitó de entre los
muertos. Y nos mandó que predicásemos al pueblo, y que diésemos testimonio
de que Él está constituido por Dios juez de vivos y muertos” (Hch 10, 39-42).
Finalmente, y completando esta perspectiva, también el Señor “da testimonio”
de sus apóstoles: A propósito de la evangelización en Iconio, por obra de
Bernabé y Pablo, y a pesar de la persecución, “se detuvieron allí bastante
tiempo, hablando con valentía del Señor Jesús que daba testimonio de la
predicación de su gracia, concediéndoles obrar por sus manos signos y
prodigios” (Hch 14, 3).
Y en el solemne encuentro conocido como “el Concilio de Jerusalén”, afirma
Pedro acerca de los paganos convertidos por la predicación de Bernabé y
Pablo: “Dios, conocedor de los corazones, dio testimonio en su favor,
comunicándoles el Espíritu Santo como a nosotros” (Hch 15, 8).
Núcleo del testimonio:
El encuentro con Jesús, el Cristo
El testimonio del cristiano deriva de su encuentro personal con Jesús, el Cristo.
Nada sustituye la fascinación que experimenta todo aquel que se siente amado
y llamado por el Señor: de cada uno de nosotros puede decirse lo que el
Evangelio afirma del encuentro de Jesús con el joven rico: “Jesús fijó en él su
mirada con amor” (Mc 10, 21)
“Jesús invita a encontrarnos con Él y a que nos vinculemos estrechamente a Él,
porque es la fuente de la vida (ver Jn 15, 5-15) y sólo Él tiene palabras de vida
eterna (ver Jn 6, 68)” (DA 131).
Recordemos que, de este encuentro con Jesús, nace el discipulado misionero:
“Llamó a los que Él quiso; y vinieron junto a Él. Instituyó Doce, para que
estuvieran con Él y para enviarlos a predicar” (Mc 3, 13-14).
En la noche de la Última Cena, Jesús abre su corazón y les dice: “Ya no los llamo
‘siervos’, sino amigos, porque todo lo que he oído a mi Padre se los he dado a
conocer. No me han elegido ustedes a mí, sino que yo los he elegido a ustedes, y
los he destinado para que vayan y den fruto, y su fruto permanezca”
(Jn 15, 15-16).
Sería un tema maravilloso poder contemplar los encuentros con Jesús que
realizan diferentes personas, a lo largo de los cuatro Evangelios, desde los
primeros discípulos (apenas comienza el Señor su vida pública), hasta los
griegos que ruegan a los apóstoles: “¡Queremos ver a Jesús!” (Jn 12, 20).
No piden aprender cosas, o aumentar sus conocimientos: piden ese encuentro
concreto con Alguien: con Jesús, el Salvador del mundo.
Sólo quisiera ahondar en un tema, que muchas veces pasa desapercibido.
Aunque no encontramos ninguna mujer entre los “Doce”, no quiere decir que
no haya habido “discípulas”. Haciendo un elenco de los textos evangélicos
más importantes, son abundantes los ejemplos de encuentros con Jesús —
aunque no todas fueran, por ello, discípulas—.
● En Lc 8, 1-3, se nos habla de un grupo de mujeres que siguen a Jesús. En
primer lugar, María Magdalena.
● La suegra de Pedro, quien es curada de su fiebre (Mc 1, 29-31).
● El encuentro con la hemorroísa y la vuelta a la vida de la hija de Jairo (Mc 5,
21-43).
● El encuentro con la mujer cananea, cuya hija está poseída (Mc 7, 24-30:
Comparando con la curación del muchacho endemoniado - Mt 17, 14-20 -).
● La vuelta a la vida del hijo de la viuda de Naím (Lc 7, 11-17).
● El encuentro con la pecadora arrepentida, en casa de Simón el fariseo (Lc
7, 36-50).
● La curación de una mujer en sábado (Lc 13, 10-16).
● La viuda pobre, ejemplo maravilloso de confianza en Dios y de generosidad
(Lc 21, 1-4).
● El encuentro salvífico con la mujer adúltera (Jn 8, 3-11): “Se encontraron,
frente a frente, la gran miseria y la gran misericordia” (San Agustín).
● María de Betania, y la unción de Jesús en previsión de su muerte (Jn 12, 1-
8).
● Las piadosas mujeres, camino del Calvario (Lc 23, 28-31).
● Las mujeres que acompañan a Jesús en su crucifixión y muerte,
comenzando por la Santísima Virgen María (Jn 19, 25-27).
● Las mujeres, “encabezadas” por María Magdalena, primeras mensajeras de
la Buena Nueva de la resurrección (Jn 20, 1ss).
En particular, quisiera detenerme en un pasaje del Evangelio de san Lucas:
“Recorrió (Jesús) a continuación ciudades y pueblos, proclamando y
anunciando la Buena Nueva del Reino de Dios. Lo acompañaban los Doce, y
algunas mujeres que habían sido curadas de espíritus malignos y
enfermedades: María, llamada Magdalena, de la que habían salido siete
demonios; Juana, mujer de Cusa, un administrador de Herodes, Susana y otras
muchas que les servían con sus bienes” (Lc 8, 1-3).
En relación con la llamada a los discípulos, encontramos aquí algunos rasgos
diferentes, y muy hermosos: ante todo, el origen del seguimiento de Jesús no
es una llamada, sino una acción sanadora-salvadora: expulsa siete demonios
(cura de enfermedades, etc.).
Hay que subrayar esto: Todas han sido “agraciadas”.
Por eso, se establece una relación personal con Jesús: Hay que reconocer
que han sido más fieles que los mismos apóstoles. Finalmente, es de notar
que Jesús se deja “servir”. Y es que esta actitud, bien entendida, es una de las
formas más delicadas del amor: Mostrarse “necesitado”, hacer sentir útiles a
los demás…
De este encuentro decisivo con Jesús, surge un cambio total en la vida de las
personas: concretamente, se vuelven evangelizadoras, esto es: No pueden
dejar de anunciar “lo que han visto y oído”, hablar de Aquel con quien se han
encontrado. Quien anuncia antes que nadie la resurrección de Jesús, es quien
ha vivido un encuentro que ha transformado toda su vida, “de quien arrojó
siete demonios”.

Entre muchos ejemplos, resaltemos dos.


Juan 4, 1-42
En primer lugar, el encuentro con la mujer samaritana, en el capítulo 4 de
san Juan, quien tiene todas las “contraindicaciones” para dicho encuentro: Es
una mujer, desconocida, “enemiga” (por ser samaritana), despreciada
(repudiada cinco veces), de mala fama (no es su esposo con quien vive).
Por eso prefiere “no encontrarse con nadie” al ir por agua al pozo de Jacob...
Jesús comienza el diálogo (¡jamás lo habría hecho ella!), pero, además, como
señalábamos antes, con un rasgo muy delicado: Mostrándose necesitado, y
haciéndola sentirse útil: “Dame de beber”.
Además (y esto conviene tenerlo muy en cuenta), no ignora su situación,
pero esto no le impide poder mantener este hermosísimo diálogo con ella,
quien va viviendo un proceso decisivo, marcado por los títulos que le da a
Jesús, hasta llegar a considerarlo el Mesías…
Es inevitable, como consecuencia de dicho encuentro, tener que anunciarlo a
todos los de su pueblo. Lo más interesante es que no se trata de un anuncio
“abstracto” o neutro, sino de algo que la implica totalmente:
“La mujer, dejando su cántaro, corrió a la ciudad y dijo a la gente: ¡Vengan a
ver a un hombre que me ha dicho todo lo que he hecho! ¿No será el Cristo?
Salieron de la ciudad e iban hacia Él” (Jn 4, 28-29).
“Muchos samaritanos de aquella ciudad creyeron en Él por las palabras de la
mujer que atestiguaba: ‘me ha dicho todo lo que he hecho’. Cuando llegaron a
Él los samaritanos, le rogaron que se quedara con ellos. Y se quedó allí dos
días. Y fueron muchos más los que creyeron por sus palabras, y decían a la
mujer: Ya no creemos por tus palabras, que nosotros mismos hemos oído y
sabemos que éste es verdaderamente el Salvador del mundo” (Jn 4, 39-42).
Marcos 5, 1-20
El pasaje del endemoniado de Gerasa, tiene muchísimos elementos para
nuestra reflexión (vivir entre los muertos, la presencia de los cerdos - animal
“impuro”, cuyo consumo estaba prohibido por la Ley de Moisés -, la actitud de
los habitantes del lugar, etc.); pero quisiera subrayar uno:
“Al subir a la barca, el que había estado endemoniado le pedía estar con Él.
Pero no se lo concedió, sino que le dijo: ‘Vete a tu casa, con los tuyos, y
cuéntales lo que el Señor ha hecho contigo y que ha tenido compasión de ti’.
Él se fue y empezó a proclamar por la Decápolis todo lo que Jesús había hecho
con él, y todos quedaban maravillados” (Mc 5, 18-20).
Es muy consolador constatar que dos de los primeros evangelizadores de Jesús
fueron… ¡Una mujer extranjera y pecadora, y un ex - endemoniado! ¡Nadie
queda excluido de ser anunciador de la Buena Nueva de Jesús!
No se valen falsas humildades, que a veces son sólo máscaras de la pereza o del
temor a realizar nuestra vocación cristiana de testigos de Jesús en el mundo...
Testimonio y martirio
Ya en los textos mencionados, se anunciaba el riesgo del testigo: el testimonio
nos compromete.
También en esto, Jesús, “el que inicia y consuma nuestra fe” (Hb 12, 2), es
nuestro modelo. Ante el procurador romano Pilatos, que le pregunta: “¿Luego
tú eres rey?”, responde Jesús: “Sí, como dices: soy rey. Yo para esto he nacido y
para esto he venido al mundo: para dar testimonio de la verdad. Todo el que es
de la verdad, escucha mi voz” (Jn 18, 37). Jesús invita a sus apóstoles a
compartir esta misión.
Hemos contemplado a los apóstoles dando testimonio ante el pueblo y ante el
Sanedrín, afirmando: “No podemos nosotros dejar de hablar de lo que hemos
visto y oído”. Lo que viene es inevitable: “Ellos, después de haberles
amenazado de nuevo, los soltaron” (Hch 4, 21). En la siguiente ocasión en que
comparecen ante este tribunal supremo, al afirmar: “Hay que obedecer a Dios
antes que a los hombres (…). Nosotros somos testigos de estos hechos, y
también el Espíritu Santo que ha dado a los que le obedecen”, provocan una
reacción totalmente negativa:
“Ellos, al oír esto, se consumían de rabia y trataban de matarlos” (Hch 5, 29-
33), a no ser por la intervención, llena de fe y de discernimiento, del gran
fariseo Gamaliel, maestro de Saulo/Pablo. Aun habiéndose salvado de la
muerte, “llamaron a los apóstoles, y después de haberlos azotado, les
intimaron que no hablasen en nombre de Jesús. Y los dejaron libres. Ellos
marcharon de la presencia del Sanedrín, contentos por haber sido
considerados dignos de sufrir ultrajes por su Nombre” (Hch 5, 40-41).
Finalmente, en su primera carta, afirma Pedro: “A los ancianos que están entre
ustedes los exhorto yo, anciano como ellos, testigo de los sufrimientos de
Cristo y partícipe de la gloria que está para manifestarse” (1 Pe 5, 1).
Poco después, aparece el primer “mártir” en el doble sentido de la palabra:
Esteban, después de que, en un largo y hermoso discurso, da testimonio de
su fe en Jesús (Hch 7): ¡Estando presente Saulo, que será luego Pablo, el gran
apóstol y testigo! (ver Hch 22, 1-5).
En el caso del mismo Pablo, además de lo dicho arriba, el procurador romano
Festo se admira (y no comprende, en absoluto) por qué quieren dar muerte
a Pablo los judíos, y así lo expresa al rey Agripa: “Todo se reducía a ciertas
discrepancias concernientes a su religión y acerca de un tal Jesús, que está
muerto y del que Pablo afirma que vive” (Hch 25, 19-20). Es la confirmación de
lo que Jesús le había revelado: “Date prisa. Sal enseguida de Jerusalén, pues
no van a aceptar tu testimonio sobre mí” (Hch 22, 18).
En particular, el Apocalipsis unifica claramente el testimonio y el “martirio”,
como lo entendemos nosotros: comenzando por el mismo autor, desterrado
por causa de Jesús, quien afirma: “Yo, Juan, hermano y compañero suyo de la
tribulación, del reino y de la paciencia, en Jesús. Yo me encontraba en la isla
llamada Patmos, por causa de la Palabra de Dios y del testimonio de Jesús”
(Ap 1, 9; ver también el versículo 2).
Cuando habla de “los dos testigos”, dice: “Cuando hayan terminado de dar
testimonio, la Bestia que surja del abismo les hará la guerra, los vencerá y los
matará. Y sus cadáveres se expondrán en la plaza de la gran ciudad, que
simbólicamente se llama Sodoma o Egipto, allí donde también su Señor fue
crucificado” (Ap 11, 7-8).
Se habla también de otros mártires: “Cuando abrió el quinto sello, vi debajo
del altar las almas de los degollados a causa de la Palabra de Dios y del
testimonio que mantuvieron” (Ap 6, 9); “luego vi unos tronos, y se sentaron en
ellos, y se les dio el poder de juzgar; vi también las almas de los que fueron
decapitados por el testimonio de Jesús y la Palabra de Dios, y a todos aquellos
que no adoraron a la Bestia ni a su imagen, y no aceptaron la marca en su
frente o en su mano” (Ap 20, 4); De nuevo se caracteriza a los cristianos como
testigos: “Yo soy un siervo como tú y como tus hermanos que mantienen el
testimonio de Jesús” (Ap 19, 10).
Finalmente, vendrá la victoria de Jesucristo y de sus testigos, en todo sentido
mártires: “Ahora ya ha llegado la salvación, el poder y el reinado de nuestro
Dios y la potestad de su Cristo, porque ha sido arrojado el acusador de nuestros
hermanos, el que los acusaba día y noche delante de nuestro Dios. Ellos lo
vencieron gracias a la sangre del Cordero y a la palabra de testimonio que
dieron, porque despreciaron su vida ante la muerte” (Ap 12, 10-11).
El verdadero testimonio, el “no poder callar lo que hemos visto y oído”, se
identifica con el martirio, que encuentra su plenitud en el testimonio del amor:
“Nadie tiene amor más grande, que el que da la vida por los que ama”
(Jn 15, 13).
En la historia de la Iglesia, encontramos una gran multitud de estos testigos/
mártires, hombres y mujeres que han “despreciado su vida ante la muerte”,
como decía el Apocalipsis, para poder dar el testimonio supremo de su amor
a Cristo y su Iglesia hasta derramar su sangre.
Sin ir más lejos, tenemos en nuestro Continente, y concretamente en nuestra
Patria, ejemplos extraordinarios de verdaderos mártires, algunos ya
canonizados, y la mayoría no.
A uno de ellos, tal vez alguien aquí lo habrá conocido; pero de todos ellos
podemos decir:
Fueron mártires en su muerte,
porque fueron testigos de Cristo en su vida.

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