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Introducción

“La fenomenología consiste en buena parte


en una historia de herejías.”

P. Ricoeur.

La presente tesis es el resultado de varios años de trabajo. No sólo de investigación,


sino también de práctica de la docencia (en el marco de la cátedra de Psicología
Fenomenológica y Existencial, y de la cátedra I de Clínica de Adultos) y de
interlocución con diferentes colegas y especialistas.
Muchos de los capítulos aquí reunidos contienen debates surgidos en el marco de
Congresos y Jornadas, de la misma manera que algunas conclusiones preliminares
fueron presentadas en artículos de las principales revistas de la Facultad de Psicología
de la UBA: el Anuario de Investigaciones, la revista Investigaciones en Psicología y la
Revista Universitaria de Psicoanálisis.
En última instancia, esta tesis es el punto de llegada de un trabajo que también
reenvía a los proyectos UBACyT de que formé parte en estos años 1 y, por lo tanto,
también debería ser visto como una elaboración que incluye la perspectiva de aquellos
con quienes la UBA me ha permitido un “encuentro afortunado” –para utilizar la
expresión que Lacan reservara para su amistad con Merleau-Ponty– en este tiempo de
búsquedas y reflexiones.
Asimismo, mi afición por la fenomenología motivó que mi trabajo debiera realizar
un rodeo metodológico y, antes de la presentación de esta tesis, concluyera un
doctorado en Filosofía que, de acuerdo con mi interés como investigador en
psicoanálisis, facilitara mi formación en el planteo de problemas epistemológicos y
argumentativos.

1
Proyecto UBACyT: “La libertad en psicoanálisis. Su incidencia en la concepción de sujeto y la
causalidad en la obra de J. Lacan. Consecuencias clínicas y éticas”; Director: P. Muñoz; Proyecto
UBACyT: “Horizonticidad, presencia y ausencia. Paralelismos entre la fenomenología de la latencia y la
patencia y la hermenéutica de la ocultación y la desocultación”. Director: Roberto Walton. Proyecto
UBACyT: “Momentos electivos de la cura analítica”. Director: Gabriel Lombardi; Proyecto Proinspi:
“Presencia-Ausencia: una estructura formal fenomenológica en la concepción psicoanalítica de la imagen
y el lenguaje”. Directora: Gloria Autino.

1
II

En La revuelta íntima J. Kristeva afirma: “Lacan nos legó un psicoanálisis


informado de la fenomenología: su lingüística estructural no ignoraba a Sartre ni a
Merleau-Ponty, como tampoco a Husserl o Heidegger. Son justamente esta memoria y
esta lucidez las que faltan en el psicoanálisis anglosajón, lo que torna muy
problemáticos nuestros diálogos” (Kristeva, 2001, 185). En esta afirmación se encuentra
implícita la hipótesis siguiente: la influencia de la fenomenología en el pensamiento de
Lacan sería el aspecto diferencial que habría llevado a que el psicoanalista francés
pudiera realizar una original interpretación del psicoanálisis, lo cual lo habría salvado
del extravío posfreudiano.
La hipótesis de Kristeva es atractiva y sugerente, aunque indemostrable. No
obstante, sí es posible matizar algunos de sus componentes y ofrecer una versión
reducida de la misma, por ejemplo: hay una influencia relativa de la fenomenología en
el pensamiento de Lacan. Demostrar el sentido de dicha influencia, destacando los
aspectos específicos del psicoanálisis lacaniano que la mentada referencia contribuyó a
forjar es el propósito de esta investigación.
Las relaciones entre Lacan y la fenomenología han sido variadas a lo largo de su
enseñanza. Al promediar la lectura de la primera parte del seminario 11, Lacan
afirmaba:

“La demarcación de la topología propia de nuestra experiencia de


analista, es la que se puede retomar luego en la perspectiva metafísica.
Pienso que Merleau-Ponty iba en esa dirección.” (Lacan, 1964, 120)

Implica este planteo, al menos en una primera aproximación, que la fenomenología


era una referencia discursiva de la enseñanza de Lacan. No obstante, no se propone esta
investigación una demostración de lo que no necesita ser demostrado. Aunque vale
también otra aclaración respecto de lo que tampoco este trabajo intenta: una
interpretación fenomenológica o filosófica del pensamiento de Lacan. Explicitar el
trasfondo fenomenológico de cierto período de la obra de Lacan no se confunde con el
intento de hacer inteligible cierto concepto, noción o categoría psicoanalítica a través
del recurso metodológico de otra disciplina; tampoco sugiere la creación de una nueva
visión del psicoanálisis a través de su intersección con otro campo de estudio. Por el

2
contrario, el interés que guía esta explicitación es fundamentalmente epistemológico y
hace al núcleo íntimo de la construcción de conceptos, nociones o categorías propias del
psicoanálisis, esto es, parte de la pregunta por la evaluación de la participación de la
fenomenología en la formalización de ciertos conceptos, nociones o categorías
psicoanalíticas.
El propósito general de esta investigación es explicitar el recurso de Lacan a ciertas
argumentaciones propias de la fenomenología. Sin embargo, no se trata de demostrar o
construir un “Lacan fenomenólogo”. El motivo que disuade de semejante intención es
breve y contundente: no realizaría ningún aporte relevante, ni al psicoanálisis ni a la
fenomenología.
El propósito específico de esta tesis es avanzar en la delimitación del objeto mirada
en psicoanálisis, a partir de reconstruir las condiciones argumentativas de su
formalización, y exponer coordenadas clínicas específicas que conduzcan los resultados
teóricos aquí obtenidos hacia la experiencia analítica.
El objeto a como mirada tiene un lugar privilegiado en la enseñanza de Lacan. Sin
embargo, hasta el presente pocos trabajos se han dedicado a un esclarecimiento de su
estatuto. Además, un aspecto que motivó el inicio de esta tesis es el habitual
vocabulario intuitivo que suele utilizarse para hablar de esta cuestión: se recurre a
metáforas lumínicas, se mencionan esquemas (velo, pantalla, escena) sin que sea claro
qué distinguiría uno de otro ni cuál es su alcance. En definitiva, por esta vía el problema
de origen corre el riesgo de volverse recursivo, o bien duplica su propia condición con
un nuevo interrogante.
Nuestra apuesta es tomar como punto de partida una referencia incontestable: la
presencia de la fenomenología en la obra de Lacan como un recurso metodológico
prolífico. En nuestra tesis de maestría en psicoanálisis, también realizada en la UBA,
hemos demostrado cómo el orden imaginario se encuentra fundamentado de acuerdo
con esta perspectiva. Ahora bien, esta tesis se propone extender los resultados allí
obtenidos y extenderlos a un campo más amplio: si nuestra tesis de maestría concluía
con el inicio de la enseñanza de Lacan (en 1953), esta tesis apunta al contexto de
introducción del objeto a (en la década del ’60), en el que la referencia al método
fenomenológico también ocupa un lugar notorio.
Sin embargo, esta tesis no se propone una mera explicitación de las indicaciones
manifiestas (los “nombres de autor”) presentes en el seminario de Lacan. Nuestro
trabajo no permanece atado a un comentario bibliográfico, sino que busca también

3
reconstruir el modo en que a través de ciertos autores específicos Lacan ensaya una
especie de fenomenología psicoanalítica o, mejor dicho, una aproximación a los
problemas clínicos del psicoanálisis con un método descriptivo tendiente a delimitar
estructuras formales que establecen una condición de la experiencia.

III

Hipótesis

La hipótesis principal de esta tesis se formula en los términos siguientes: el objeto a


como mirada es un objeto privilegiado para demostrar la defraudación de la función
intencional del deseo, tal como éste era tematizado hasta el seminario 8 (con la
introducción del falo como símbolo). Esta búsqueda de un más allá de la
intencionalidad –concepto central de la tradición fenomenológica– es explícitamente
elaborado por Lacan en el seminario 10, cuando sostenía que “Husserl, al delimitar la
función de la intencionalidad, nos deja cautivos de un malentendido acerca de lo que
conviene llamar objeto del deseo” (Lacan, 1962-63, 114); y, luego, en el seminario 11,
cuando afirmaba que la perspectiva sobre la mirada que importa “no es la distancia que
se debe al hecho de que existan formas impuestas por el mundo hacia las cuales nos
dirige la intencionalidad de la experiencia fenomenológica” (Lacan, 1964, 80). De este
modo, metodológicamente, una vía indispensable de acercamiento al objeto a como
mirada debería realizarse a través de una revisión de ciertos conceptos fundamentales de
la fenomenología.

Objetivos

Objetivos generales

1) Esclarecer el papel del objeto mirada –como “reverso de la conciencia”, según la


expresión de Lacan– en el psicoanálisis lacaniano de acuerdo con una especificación de
sus relaciones con la fenomenología como teoría de la conciencia.

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2) Determinar las estructuras mostrativas (velo, pantalla, escena) propias del objeto
mirada, que permitan elucidar su fenomenalidad.
3) Construir formas clínicas de la mirada (acting out, sueño, recuerdo encubridor) a
través de tres estructuras formales: vacío-pleno; presencia-ausencia; parte-todo.

Objetivos específicos

La articulación de estos tres objetivos generales, y su desglose en objetivos


específicos se realiza a partir de un comentario pormenorizado de las cuatro partes que
componen la tesis:

A) En la primera parte, titulada “Cuestiones de método”, se plantean


consideraciones generales –desde un punto de vista histórico y sistemático– en
torno a las relaciones entre fenomenología y psicoanálisis, con el objetivo de
consolidar la intersección de ambas disciplinas como un programa metódico de
investigación (de alcance nacional e internacional),2 en el que la cuestión del
objeto mirada se recorta como un motivo privilegiado, dado que en éste se
reconocen problemas específicos, de los que se ocupa esta tesis: el estatuto de la
conciencia, la relación entre la percepción, lo visible y lo invisible, el “dar a
ver” y lo que “se muestra”, etc. He aquí el tema de los dos primeros capítulos.

B) En la segunda parte de la tesis, titulada “Fenomenología de la mirada”, se


realiza una revisión exhaustiva de la bibliografía contemporánea referida al
“fenómeno de la mirada”: el tercer capítulo resume los resultados obtenidos en
nuestra tesis de maestría en torno a lo imaginario, para situar el punto de partida
desde el cual la cuestión de la mirada se introduce y plantea una reformulación
en el marco de la enseñanza de Lacan; el cuarto capítulo discute (en función de
la serie fenomenológica Husserl-Heidegger-Merleau-Ponty) el estatuto del

2
A este programa de investigación hemos contribuido, además de con nuestro trabajo, con la realización
de diversas traducciones para la editorial Letra Viva: Cf. Duportail, G.-F., Lacan y los fenomenólogos
(2011); Baas, B., Lacan, la voz, el tiempo (2012), Duportail, G.-F., Cuerpo, amor, nominación (2014),
pero fundamentalmente se destaca en este contexto la publicación del libro Arqueología de la mirada, en
el que hemos compilado el estado del arte que sustenta los precedentes de esta tesis, trabajos que hasta
entonces no se encontraban en castellano.

5
objeto a desde la perspectiva de la noción de intencionalidad, para ubicar cómo
el reproche habitual del psicoanálisis (mejor dicho, de algunos psicoanalistas) a
la fenomenología –que sólo atendería a fenómenos objetivados– es infundado, e
incluso la fenomenología en el decurso de su tradición cancela esta misma
orientación al punto de volverse convergente con el psicoanálisis; en efecto,
esta dirección de Husserl a Merleau-Ponty es la que se retoma en los capítulos
quinto y sexto, donde se elaboran convergencias y divergencias entre el filósofo
y el psicoanalista: en el primero de ellos se realiza un estudio comparativo de
aspectos más generales (deseo, inconsciente, lenguaje) para luego situar, en el
segundo, los motivos propios de la mirada –en función de las referencias
explícitas del seminario 11–.

C) En la tercera parte, con el título “Psicoanálisis de la mirada”, se parte de una


presentación del planteo de Ricoeur del psicoanálisis como “anti-
fenomenología”, con el objetivo de realizar no sólo una crítica general de la
metapsicología sino, también, para volver a situar el contexto de una
fenomenología que puede ampliarse a la luz de la investigación psicoanalítica.
Este es el tema del capítulo séptimo, y entre los capítulos octavo y décimo se
elabora una fundamentación progresiva del objeto mirada en la enseñanza
Lacan –de acuerdo con los seminarios 8 y 13–, pero en este contexto no se trata
de explicitar referencias sino de atender al modo en que Lacan construye la
noción de objeto a, con una perspectiva que toma como hilo conductor el
trabajo sobre fenómenos visuales –un conjunto determinado de obras
pictóricas–,3 cuestión que motiva responder a la pregunta por este
procedimiento. El último capítulo de esta tercera parte concluye con una nueva
referencia explícita a la fenomenología a partir de la puesta en tensión del
planteo de Lacan con una aproximación contemporánea de la fenomenología: la
concepción de los “fenómenos saturados” de J.-L. Marion. De este modo, la
tercera parte concluye con el planteo de la fenomenalidad del objeto mirada
como un fenómeno “contra-intencional”.

3
Por cierto, esta vía metodológica es la que justifica que la “función cuadro” se encuentre en el centro de
la elaboración lacaniana sobre la mirada.

6
D) En la cuarta parte, titulada “Clínica de la mirada”, se retoman los resultados
obtenidos en la parte anterior respecto de la equivocidad lacaniana entre los
términos “velo”, “pantalla”, “escena” para delimitar su valor conceptual a partir
de tres fenómenos clínicos que conciernen a la mirada: el acting out, el sueño,
el recuerdo encubridor. Por esta vía, los tres capítulos de esta última parte
formalizas las formas de mostración de la mirada en función de tres estructuras
formales (vacío-lleno, presencia-ausencia, parte-todo) con el objetivo de situar
condiciones de manifestación en la experiencia.

De este modo, como hemos dicho, la tesis no sólo busca realizar una
fundamentación metodológica del estatuto del objeto mirada, sino extender sus
resultados hacia la formalización clínica.

IV

Para concluir esta introducción, quisiéramos extender nuestro agradecimiento a


diversos interlocutores específicos: al Dr. Roberto Walton, por la vía de acceso a la
fenomenología, y G.-F. Duportail y B. Baas, que en otras partes del mundo dieron una
calurosa acogida a los resultados de nuestro trabajo.
En un punto aparte, agradezco al Dr. Pablo Muñoz, por la posición ética desde la
cual orienta mi trabajo y la generosidad con que aceptó dirigir esta tesis.
Por último, dedico esta tesis a mi esposa Luciana y mi hijo Joaquín, por la
compañía y el estímulo constante.

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Primera Parte
Cuestiones de Método

8
Capítulo 1
Observaciones sobre la mirada
Cuestiones conceptuales y metodológicas

En términos generales, podría decirse que la noción de objeto a en la obra de


Lacan se introduce entre los seminarios 8 y 13. El tramo final del primero –titulado “La
transferencia” (1960-61)– concluye con la formulación de la noción de falo como
símbolo, que anticipa los desarrollos del objeto a como aquello que no pertenece a la
cadena significante; el segundo –titulado “El objeto del psicoanálisis” (1965-66)–
expone las consecuencias clínicas de la concepción lacaniana del objeto a elaborada en
los tres seminarios anteriores, en los que se destaca, con un lugar privilegiado, el objeto
mirada.
Este privilegio del objeto a como mirada no radica solamente en una cuestión
cuantitativa, dado que las elaboraciones sobre este objeto desbordan las dedicadas a los
otros objetos, sino que también mienta un aspecto crucial de la teoría: Lacan propone
que el objeto mirada es el paradigma del objeto en psicoanálisis. Esta última
consideración no sólo se expone cuando, por ejemplo, en el seminario 10 (1962-63), se
propone un rodeo por la cuestión de la mirada para aprehender de un modo más preciso
el estatuto del objeto voz (Cf. Lacan, 1962-63, 272), sino cuando en el seminario 11
(1964) Lacan enfatiza el valor metodológico que tiene el estudio del objeto mirada para
la teoría del objeto en psicoanálisis:

“La mirada puede contener en sí misma el objeto a del álgebra lacaniana


donde el sujeto viene a caer: el que en este caso, por razones de estructura,
la caída del sujeto pase siempre desapercibida, por reducirse a cero,
especifica el campo escópico […]. […] la mirada, en tanto objeto a, puede
llegar a simbolizar la falta central expresada en el fenómeno de la
castración.” (Lacan, 1964, 84)

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Asimismo, las referencias de Lacan a la mirada no se circunscriben a este período
específico. Por ejemplo, ya en el seminario 1 se afirmaba lo siguiente:

“La mirada no se sitúa simplemente a nivel de los ojos. Los ojos pueden
aparecer, estar enmascarados. La mirada no es forzosamente la cara de
nuestro semejante, sino también la ventana tras la cual suponemos que nos
están acechando: es una ‘equis’; el objeto ante el cual el sujeto deviene
objeto.” (Lacan, 1953-54, 327)

Sin embargo, en este contexto, la presentación de la mirada permanece en el


marco de una paráfrasis de la concepción sartreana de la mirada, tal como ésta se
encuentra expuesta en la tercera parte de El ser y la nada (1943): la mirada expresa el
fenómeno de objetivación del sujeto frente a un otro no empírico –de ahí que no se trate
de sus ojos– sino un Otro estructural definido como estructura existenciaria de la
conciencia. En todo caso, el aporte fundamental de la introducción de la elaboración del
objeto a, en el período indicado, supera esta referencia, y permite hablar de una
concepción lacaniana de la mirada que no es reducible a la obra de ningún pensador
precedente –no sólo respecto de Sartre, sino que también sería preciso tomar nota de las
convergencias y divergencias que se plantean a propósito de la elaboración merleau-
pontyana, explícitamente continuada y parafraseada en el seminario 11–. Que Lacan
estaba advertido de este distanciamiento se encuentra plenamente afirmado en el
siguiente pasaje:

“¿Es éste [se refiere al de Sartre] un análisis fenomenológico exacto? No.


No es cierto que cuando estoy ante la mirada, cuando pido una mirada,
cuando la obtengo, no la veo como mirada. […] ¿No queda claro que la
mirada sólo se interpone en la medida en que el que se siente sorprendido
no es el sujeto anonadado, correlativo del mundo de la objetividad, sino el
sujeto que se sostiene en una función de deseo?” (Lacan, 1964, 91-92)

Este capítulo se propone realizar un comentario crítico de tres producciones


bibliográficas recientes sobre el objeto mirada, con el objetivo de esclarecer un
conjunto mínimo de preguntas cruciales que deberían ser respondidas para aprehender
conceptualmente esta forma del objeto a en el psicoanálisis de Lacan. Por lo tanto, el

10
esclarecimiento crítico de estas referencias no se dedica a una mera lectura
“destructiva”, sino que busca atravesar las formulaciones y aproximaciones que otros
han realizado para delimitar un campo de estudio a través de su estado del arte más
reciente. En este punto, de acuerdo con esta orientación, no puede menos que decirse
que la selección de los trabajos ya indica un reconocimiento y una valoración positiva
de su aporte. Por lo demás, se prestará especial atención al modo de construcción de
argumentos en la bibliografía en cuestión, ya que no sólo importa para un trabajo de
interés epistemológico la presentación expositiva de un concepto, sino el procedimiento
de fundamentación a través del cual se lo introduce. En el apartado final, dedicado a las
conclusiones, retomaremos la formulación de las preguntas que se pueden desprender
de esta elaboración crítica, y propondremos algunas líneas de investigación que
retomarán los capítulos siguientes (Cf. Segunda parte y Tercera parte). De este modo,
este capítulo no se propone refutar u objetar trabajos anteriores, sino operacionalizarlos
epistémicamente para valorar su contribución a un campo de estudio.

1.1 La mirada en las formaciones de objeto a

Uno de los primeros autores argentinos que se dedicaron a la cuestión de la mirada


en psicoanálisis es J.-D. Nasio. Su desarrollo se enmarca, en el contexto de su seminario
dictado en París, desde principios de la década del 80, sobre lo que ha llamado
“formaciones del objeto a”. No es éste el lugar para exponer la complejidad general de
este concepto, que encuentra su construcción parafraseando el conocido sintagma
“formaciones del inconsciente”. En términos generales, podría decirse que las
formaciones de objeto a –entre las que se destacan la alucinación, la lesión de órgano y
el pasaje al acto– son manifestaciones clínicas que, si bien responden a la estructura del
significante, no se encuentran determinadas por la cadena simbólica; por lo tanto, a su
vez, requieren otro tipo de intervención, por parte del analista, que no es la
interpretación o el desciframiento significante (Cf. Nasio, 1988).
Entre estas formaciones de objeto a, se encuentran las formaciones de la mirada.
En un seminario dictado en Buenos Aires en 1987 (y publicado en 1992), Nasio se
ocupó específicamente de un modo de manifestación de la mirada en psicoanálisis: las
imágenes que se producen en el analista cuando escucha a su paciente, y que condensan

11
la significación inconsciente de los dichos de este último. Es posible que, luego, un
analista se sirva de estas producciones escópicas para intervenir; no obstante, lo que
interesó investigar a Nasio fue el motivo de su ocasionamiento, dado que no se trataría
de un fantaseo ni de una simple traducción en imágenes de los dichos del paciente.
Asimismo, como otras formaciones de la mirada en psicoanálisis podrían considerarse
el acting out y el sueño. Respecto de este último, la posición de Nasio es convergente
con el desarrollo de la mirada en el seminario 11, cuando Lacan sostiene que “en el
campo del sueño […] a las imágenes las caracteriza el hecho de que eso muestra”
(Lacan, 1964, 83). De este modo, las formaciones de la mirada se encuentran
subtendidas por un mostrar, por la puesta en acto de algo que se da a ver, y cuyo retorno
no es a través de la vía significante.
Para dar cuenta de estos fenómenos es que Nasio analiza la estructura del objeto
mirada. Importa destacar –según haremos con los demás autores que consideraremos en
este capítulo– el soporte metodológico en que Nasio apoya su elaboración, así como la
articulación que propone entre los conceptos, con el propósito de esclarecer una
perspectiva crítica y atenta de su planteo epistemológico.
Respecto de las coordenadas metodológicas de esta concepción, Nasio comienza
sosteniendo lo siguiente:

“Yo creo que la construcción de una teoría es un proceso de nombrar


hechos de la experiencia. […] Ese nombrar va a tener varios sentidos y de
pronto va a definir un campo de sentido, un campo semiótico que va a
depender de la relación con otros nombres de esa misma teoría.” (Nasio,
1992, 17)

En lo que sigue habrá de verse si el desarrollo expositivo de Nasio cumple con


este afán epistemológico.
En primer lugar, Nasio propone el campo de la visión como el campo de las
imágenes del yo. Es este último el que se reconoce (e identifica) con las imágenes que
ve. “El yo, entonces, percibe imágenes […] que una vez inscritas en el yo […] van a
convertirse en la sustancia del yo” (Nasio, 1992, 27). Es importante notar que esta
última indicación ofrece un deslizamiento conceptual que Nasio no justifica: la
equiparación entre “ver” y “percibir”. En términos generales, Nasio propone la visión
como el campo de lo imaginario, y quizás sea este deslizamiento el que implícitamente

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motiva la equiparación anterior. Esto pareciera estar dicho explícitamente cuando
sostiene que “el yo percibe todas las formas imaginarias, sean sonoras, táctiles, y sobre
todo visuales, en las que él se reconoce” (Nasio, 1992, 32). No obstante, si éste fuera el
caso, ¿cuál sería la especificidad de lo visual? En todo caso, Nasio pareciera estar
desarrollando una concepción sobre lo imaginario antes que sobre lo visual.
En segundo lugar, su concepción del reconocimiento imaginario implica dos
actitudes específicas del yo: la espera (Cf. Nasio, 1992, 40) y la previsión (Cf. Nasio,
1992, 45). La identificación con las formas imaginarias supone que se espera de ellas
cierta simetría y se prevé encontrar una convergencia narcisista. No obstante, esta
estructura del reconocimiento no es más que una primera capa del yo, que se encuentra
subtendida por la identificación fálica. Es interesante notar el modo en que Nasio
plantea las cosas en este punto:

“El yo desconoce, uno: que él es imagen; dos, que él no es sólo la imagen


que ve, pregnante, sino que además es un ser fálico imaginario; y tercero,
tercer desconocimiento: el yo desconoce que lo que sostiene y anima ese
mundo imaginario es un objeto.” (Nasio, 1992, 46)

Por un lado, entonces, al reconocimiento del yo (en las imágenes) se opone el


desconocimiento; este desconocimiento es triple: de que no sólo es imagen, de la
determinación fálica que lo subtiende, y orienta su significación, y del objeto que
sostiene el mundo imaginario. Por eso es importante notar el modo en que Nasio
propone esta escalada de desconocimiento, dado que finalmente sostiene “un goce que
está como atrás” (Nasio, 1992, 46; cursiva añadida). De este modo, el concepto de goce
queda sustancializado en la exposición; y el modo de aproximación a su concepto es a
través de metáforas: “el fuego, es el goce” (Nasio, 1992, 47); “es el incendio, es el
goce” (Nasio, 1992, 47). Esta aclaración tiene un valor considerable si se la pone en
serie con la precisión metodológica expuesta en un comienzo. El procedimiento
argumentativo de Nasio es tentativo, a través de imágenes, y no tiene el rigor conceptual
que preconizaba. Antes que un campo semántico, en que distintos nombres o conceptos
se interrelacionan, su exploración de la mirada se expone como una descripción de un
modelo sostenido en imágenes y no en definiciones.
Por otro lado, en continuidad con este método de exposición, se encuentra el
planteo que articula el campo de la visión con la mirada. En este punto, Nasio presenta

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una estética de la fascinación que “encandila” al vidente –“una sombra que enceguece”
(Nasio, 1992, 75)–, expresada en términos eminentemente lumínicos:

“La mirada se instituye en estas fallas en la visión que llamamos


fascinación […]. La imagen fascinante, el brillo que fascina es la imagen
fálica, ella misma expuesta directamente sin la cobertura habitual de las
otras imágenes ordinariamente visibles.” (Nasio, 1992, 51)

Pero, más allá de la riqueza expresiva de la imagen transmitida por Nasio, ¿cuál es
el concepto referido para dar cuenta de la manifestación de la mirada? Cuando Nasio
sostiene que “la mirada irrumpe con un resplandor fascinante” (Nasio, 1992, 51) no
pareciera quedar claro que esté circunscribiendo notas específicas de un concepto.
Podría decirse que retorna la misma ambigüedad que se destacó en su presentación del
concepto de goce, dado que “la imagen fálica fascina no porque sea luminosa; fascina
porque suscita en mí el goce que ella cubre” (Nasio, 1992, 61). Porque, si para definir la
mirada se recurre al goce, y el goce es también un concepto presentado de modo
intuitivo, podría decirse que puede cuestionarse en la exposición de Nasio algo que él
reprocha a otros autores, esto es, que “usamos términos en psicoanálisis con una tal
carga empírica y corporal que creemos que se trata de lo que el término designa”
(Nasio, 1992, 81).
Sin embargo, no deben tomarse estas consideraciones como reproches o
imputaciones ad hominem. Es posible que en el contexto de trasmisión de un seminario
el autor haya recurrido al método más adecuado para comunicar ideas, de modo
ilustrativo, a un público amplio. Que Nasio está advertido de la importancia
epistemológica del tema que desarrolla puede notarse en la afirmación siguiente:

“Pienso que el trabajo de Lacan con la topología es una vana pretensión,


impotente, de querer enriquecer, de querer materializar en el tiempo y el
espacio, objetos, instancias psíquicas no visibles; es mi interpretación.”
(Nasio, 1992, 83)

Puede destacarse, en esta consideración, por un lado, que el autor está


patentemente avisado de la diferencia entre el carácter no material o intuitivo de la
noción de objeto a –esto es, que el concepto de objeto no se confunde con sus formas

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concretas– y un modelo de aprehensión –en este caso, la topología– que ad hoc realiza
una materialización, o bien, hace visible lo invisible; por otro lado, que la topología es
para Nasio un recurso impotente, en términos conceptuales rigurosos, aunque eficaz
para la transmisión. La observación metodológica que podría plantearse, en este punto,
es la siguiente: si se recurre a formas topológicas para hacer sensible “una instancia
psíquica no visible”, ¿eso quiere decir que se está utilizando la topología como método?
La respuesta no es evidente, y el método de exposición seguido por Nasio demuestra
todo lo contrario: las figuras topológicas sólo cumplen un papel ilustrativo. Entonces, la
pregunta anterior puede ser reformulada: ¿cómo acceder argumentalmente al nivel de
formalización de la noción de objeto a? ¿Cómo justificar su introducción en el campo
de la teoría? Este aspecto será considerado nuevamente en el tercer apartado de este
capítulo.

1.2 La mirada, paradigma del objeto

En otro libro reciente –La mirada, paradigma del objeto en psicoanálisis (2009)–
D. Zimmerman se ocupa de la cuestión de la estructura del objeto mirada. Este libro
retoma otros trabajos del autor en los que también la mirada participara con un lugar
destacado –como Psicoanálisis y cine (1998) y Contornos de lo real (2000)–,
especialmente a través de la relación que allí se establece entre la obra de arte
cinematográfica y el campo escópico. El recurso a obras de arte visual es constante en
los libros de Zimmerman; no obstante, ¿se trata de un uso de ejemplificación,
ilustrativo, o bien hay cierta convergencia con un método de construcción conceptual
que el autor considera propio del psicoanálisis?
Desde el comienzo de su libro Zimmerman ubica una máxima de notable valor
epistemológico, y que indica que el autor no es ajeno al interés por la formalización
rigurosa:

“La experiencia analítica se estructura a partir de los conceptos que la


fundan. Esos conceptos fundamentales, sin embargo, no son conceptos en
sentido estricto; si bien permiten el anclaje de la práctica, no por ello se
igualan a la verdad. Al contrario, ponen de manifiesto la imposibilidad de

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cualquier pretendida captura de lo real, al reconocerlo como aquello que no
se puede más que evitar.” (Zimmerman, 2009, 17)

De acuerdo con esta referencia, por un lado, podría pensarse cierta convergencia
con la posición precedente de Nasio, que ubicaba a los conceptos como nombres para
ordenar una práctica; no obstante, este último no dejaba de afirmar el recurso a
conceptos estrictos, mientras que Zimmerman niega la pertinencia de los mismos. En
este punto, su postura parece parafrasear una propuesta de Lacan en el seminario 12:

“Ya ven por qué vía me decidí a introducir este año, buscando darles su
tono, lo que yo llamo problemas cruciales para el psicoanálisis. El año
pasado hablé de los fundamentos del psicoanálisis. Hablé de los conceptos
que me parecen esenciales para estructurar su experiencia y pudieron ver
que en ninguno de esos niveles se trató de verdaderos conceptos; que no
pude hacer que ninguno resistiera.” (Lacan, 1964-65, clase del 2 de
diciembre)

El libro de Zimmerman no se propone como una aproximación sistemática a la


cuestión de la mirada. De hecho, en el desarrollo no se explica por qué la mirada sería el
paradigma del objeto en psicoanálisis –aspecto mentado en el título–, sino que en la
segunda parte –llamada “El dominio de la mirada”– se exponen un conjunto de notas
transversales para caracterizar la estructura de manifestación de la mirada.
Por un lado, y en concordancia con el planteo de Nasio, Zimmerman destaca el
lugar privilegiado de la “fascinación” a través de lo que llama “punto tíquico” según el
planteo del seminario 11:

“Esa mancha presentifica el ‘objeto intragable’ que llama a Freud a


reconocerse [aquí el autor está comentando el sueño de la inyección de
Irma, en La interpretación de los sueños]; designa el punto tíquico (es
decir, de encuentro con lo real) en el campo escópico. Verdadero corte a
nivel de la imagen, ejerce sobre Freud una fascinación…” (Zimmerman,
2009, 51)

Es interesante en esta presentación esquemática la designación de un “objeto


intragable” al que refiere la función de la mancha, dado que queda indicado de ese

16
modo una vía de manifestación extraordinaria: la aparición de la mirada, ¿efectivamente
tiene carácter objetivo? Cuando Nasio sostenía que se trataba un objeto que no podía
verse –aspecto en el que coincide con Zimmerman– pareciera que están indicando que
tiene otro tipo de fenomenalidad. Pero, ¿de qué fenomenalidad se trata? Al igual que en
la exposición de Nasio, esta cuestión queda inexplorada. El término “fascinación”
vendría a ser el nombre de este problema irresuelto, ya que nombra por la negativa
aquello que no se expone en términos propositivos.
Por otro lado, Zimmerman se detiene en aquello que Lacan llama “pantalla”, y que
designa un estatuto de la imagen que enmascara e indica lo real de la mirada. A través
del comentario de un caso de fotofobia de Karl Abraham, expone que la mirada se
presenta como un agujero a nivel de la imagen (Cf. Zimmerman, 2009, 54); pero dicho
agujero que no puede ser visto, no se presenta de modo negativo, sino que la función de
la pantalla nombra este modo de aparición. De acuerdo con la exposición de Lacan en el
seminario 11, Zimmerman analiza un conjunto de fenómenos clínicos que podrían ser
esclarecidos a través de la noción de pantalla: el acting-out en el caso Frida de M. Little
(Cf. Zimmerman, 2009, 79), donde los robos de la paciente muestran un modo de
relación con el Otro, a través del descompletamiento y la sustracción, como una forma
de invisibilizarse el sujeto; o bien el sueño del hombre de los lobos, que vela el
encuentro con lo real, donde “el campo del Otro, como telón de fondo, se desgarra y el
sujeto se confronta con aquello que excede toda posible representación. El escenario del
sueño se encuentra saturado de goce” (Zimmerman, 2009, 10). De acuerdo con la
perspectiva presentada por Nasio, en el libro de Zimmerman se desarrolla que en la
manifestación de la mirada se pone en juego la mostración de una forma de satisfacción,
que no se muestra como tal, sino que se vela a través de una pantalla. No obstante,
cabría preguntar, ¿acaso el sueño muestra de la misma manera que el acting out? ¿O
este último muestra de la misma forma que el recuerdo encubridor? En este punto, se
abre el campo de una clínica diferencial de los fenómenos de la mirada, que ninguno de
estos trabajos realiza, y que debería interrogar con mayor especificidad la función de la
pantalla y precisar, por ejemplo, si la pantalla es equivalente al velo, o bien si la función
del velo –elaborada por Lacan en el seminario 4 (Cf. Lacan, 1956-57, 163)– es
equivalente a la noción de escena, tal como ésta es presentada en el seminario 13 en
torno a la mirada y el acting out.
En este punto, cabe realizar una breve digresión respecto de la consideración
metodológica anticipada en el comienzo de este apartado. ¿Hay en la exposición de

17
Zimmerman algún desarrollo que demuestre el encuentro con algún punto de
imposibilidad –punto de partida, según su posición, de los términos del psicoanálisis–?
En términos generales, su elaboración transcurre a través de una indicación de
materiales clínicos u obras de arte que, la mayoría de las veces, quedan restringidos a un
uso ilustrativo. Por ejemplo, en su análisis de “La ventana indiscreta”, de A. Hitchcock,
luego de discutir las interpretaciones que realizaran H. Racker y M. Bozovic, en
respectivos artículos, enuncia lo siguiente (a propósito de la escena en que Lisa saluda a
Jeff desde la ventana del asesino, con el anillo de la muerta en su propia mano):

“Por nuestra parte, localizamos en la alianza el punto de la mirada.


Enmarcada en la ventana del vecino, su destello luminoso anuncia la
emergencia de la falta que, en el campo visual, se presenta como mancha.”
(Zimmerman, 2009, 75)

En este punto, nada en el texto afirma qué es lo que fuerza al autor a realizar esta
afirmación. En una nota al pie se cita el texto de Nasio que comentamos en el apartado
anterior, y puede verse reproducido el esquema anterior que presenta la mirada a través
del recurso a imágenes de “destello luminoso”, “mancha”, etc. Pero, parafrasear con un
vocabulario lumínico, y eminentemente pregnante para la intuición, parece ser un modo
de nombrar un problema de formalización antes que la formalización propiamente
dicha. De este modo, el desarrollo de Zimmerman no pareciera avanzar lo suficiente
como para esclarecer el estatuto de las formaciones de la mirada.
Por último, cabe detenerse en otra observación del libro de Zimmerman: la
elaboración que relaciona objeto mirada y fantasma a través de proponer a este último
como una “ventana sobre lo real” (Zimmerman, 2009, 67):

“En la relación del sujeto con el mundo que se ofrece a sus ojos, insistimos,
algo permanece siempre elidido. Tal carácter de elisión lo ilustra de manera
ejemplar la función de la ventana. […] La ventana opera como una suerte
enganche al Otro. La cortina que la cubre bajo sus diversas formas, junto
con el bastidor que la encuadra, ofrecen: por una parte, una superficie par
ala inscripción significante; y, por otra, el marco que permite que permite
la introducción del objeto a.” (Zimmerman, 2009, 69)

18
En este contexto es claro que, a pesar del gráfico lenguaje utilizado –la “cortina”,
el “marco”–, Zimmerman propone que el fantasma sería una formación de la mirada; no
obstante, no queda expuesta la fundamentación de esta afirmación, ¿por qué la mirada
tendría un vínculo privilegiado, frente a los demás objetos, para dar cuenta de la
estructura del fantasma? ¿Cómo es que el concepto de mirada podría “iluminar” el
concepto de fantasma? La permanencia en un vocabulario ambiguo no pareciera
permitir avanzar en la vía de una justificación adecuada de esta afirmación teórica. El
libro que consideraremos en el próximo apartado tiene entre sus propósitos ocuparse
específicamente de esta cuestión.

1.3 El objeto mirada en la constitución de lo imaginario

En su libro Lo imaginario en la enseñanza de Lacan. Incidencia del objeto mirada


en su constitución (2010), Marcela Negro de Leserre analiza el extracto temporal 1932-
1963 en función de las modificaciones, y la relativa ampliación, que Lacan realiza del
registro imaginario a partir de la introducción de la noción de objeto a. Cabe destacar
que este trabajo tiene un afán sistemático, en el programa de su producción, que los
otros dos libros comentados no necesariamente debían tener (uno es un seminario, y el
otro un libro dirigido al público amplio), ya que se trata de una tesis de maestría en
psicoanálisis. En este apartado me centraré en el comentario de la cuarta sección de esta
tesis, titulada “Lo Real. La mirada”, que se propone fundamentar cómo la introducción
de la noción de objeto a complejiza la formulación inicial de lo imaginario como
especular y subtendido en el desconocimiento yoico.
En un primer momento, de acuerdo con los desarrollos del seminario 10, Negro de
Leserre expone la concepción lacaniana del objeto a como extraído del cuerpo, objeto
cesible y que el fantasma neurótico busca recuperar en el campo del Otro; a través de la
demanda, el neurótico desconoce la causa de su deseo. En función de este planteo de la
extracción del objeto, la autora desarrolla los esquemas ópticos tal como son
reelaborados en 1963, para deslindar el modo en que la noción de objeto a amplía las
consideraciones sobre lo imaginario:

“El objeto a dará cuenta de un nuevo estatuto para lo real. En 1953, se


trataba de un real que podía especularizarse, imaginarizarse, vía lo

19
simbólico (las flores reales [la autora se refiere al esquema del estadio del
espejo] podrían aparecer como imagen en la imagen virtual). En cambio,
en 1963, Lacan introduce el objeto a para plantear lo que no puede ser
nombrado por lo simbólico, lo que queda como resto de la relación
simbólica con el Otro.” (Negro de Leserre, 2010, 170)

De este modo, en este nuevo contexto –del seminario 10– el objeto es presentado
como contenido por la imagen real, ubicado en el borde del florero, y a nivel de la
imagen virtual se manifiesta como falta (-phi); falta para la cual no hay imagen:

“Con esa modificación, Lacan introduce la presencia de un resto libidinal


que queda en el cuerpo y que no puede ser trasvasado al otro semejante, al
objeto imaginario narcisista; cosa que no estaba subrayada en el esquema
anterior, de 1953.” (Negro de Leserre, 2010, 171)

La elaboración metodológica significativa a partir de este movimiento conceptual


radica en localizar la extracción del objeto a como “condición de posibilidad” (Negro de
Leserre, 2010, 171) de la constitución del yo. Por lo tanto, de acuerdo con una
consideración que ya pudo entreverse en el apartado dedicado a la elaboración de Nasio,
la teoría del objeto a tendría un papel constituyente a nivel de la formalización, es decir,
implicaría el desarrollo de un segundo nivel de fundamentación respecto de las nociones
lacanianas establecidas en la década del 50. Este carácter “fundamental” del objeto a se
encuentra claramente formulado por Lacan el seminario 10 con frases como la
siguiente:

“[El objeto a] es la noción de un exterior antes de cierta interiorización


[…] antes de que el sujeto en el lugar del Otro se capte bajo la forma
especular, en x, la cual introduce para él la distinción entre el yo y el no-
yo.” (Lacan, 1962-63, 115; cursiva añadida)

Ahora bien, ¿en qué sentido se entiende esta precedencia del objeto a? En función
de lo dicho, cabe destacar que no se trata de una cuestión cronológica, sino de una
precedencia lógica. Pero, ¿cómo acceder argumentativamente a este nivel epistémico?
He aquí el problema metodológico que se plantea la tesis de Negro de Leserre. Para dar
cuenta de este movimiento es que la autora recurre al objeto mirada, dado su privilegio

20
entre las formas del objeto a para esclarecer la condición del fantasma como un “deseo
de no ver” (Negro de Leserre, 2010, 174):

“Lacan ubica el desconocimiento como un mecanismo involucrado en la


estructuración psíquica que actúa de modo específico a nivel escópico, es
decir, en el nivel en donde se juega la cesión del a como objeto mirada. La
función de desconocimiento, sería, así entendida, la contrapartida de la
cesión del objeto escópico.” (Negro de Leserre, 2010, 175)

En este punto, el trabajo de Negro de Leserre alcanza una originalidad difícil de


discutir, ya que consigue elucidar la articulación entre el fantasma y el objeto mirada a
través del desconocimiento yoico, aspecto que en el libro de Zimmerman había quedado
sin resolución. No obstante, nuevamente –al igual que en los dos libros anteriormente
comentados– cabría detenerse en el modo de formalización de este mecanismo en
cuestión, ya que su exposición dista de corresponder con el propósito metodológico
establecido en el párrafo anterior:

“El objeto mirada, en tanto perdido, es la ventana, o mejor dicho, el marco


que encuadra el vacío detrás del cual está el a. […] Se puede imaginar una
hoja de papel puesta ante los ojos a la que luego se le hiciera un círculo que
se cortara y, a través de él, se volviera a mirar. Ahora se vería lo que hay
más allá del papel, pero sólo la parte que entra dentro del límite o marco
que se constituyó a partir del círculo que se recortó.” (Negro de Leserre,
2010, 177; cursiva añadida)

Es con este recurso intuitivo a la imaginación que la autora fundamenta la


actuación del mecanismo anteriormente previsto. Puede notarse el desplazamiento
semántico que se produce entre la primera aparición de la palabra “marco” y su segunda
aparición. En un primer momento pareciera cumplir un papel conceptual –aunque el
recurso a la intuición queda evidenciado en la utilización de la palabra “detrás”–, que se
redefine en la segunda ocasión donde nombra claramente un modelo imaginario que no
alcanza a dar cuenta argumentativamente de la necesidad lógica de la introducción del
objeto a como mirada. Por lo tanto, no puede considerarse que se trate aquí de una
explicación que, en sentido estricto, termine de dar cuenta de la relación entre mirada y
fantasma.

21
El carácter no resuelto de la exposición culmina con esta gráfica descripción:

“La única forma de no ver ese círculo vacío [se refiere al círculo realizado
en la hoja], o sea, el agujero en lo real, es poner algo en el lugar del borde
que quedó en el papel. Si ese algo es un espejo, se ve nuestra propia cara, si
lo que se pone es una pantalla como la del cine, se ven imágenes, la imagen
del otro.” (Negro de Leserre, 2010, 178)

Podría proponerse a este texto la misma pregunta que al texto de Zimmerman:


¿cuál es la “imposibilidad” que requiere –a través del planteo de “condiciones de
posibilidad”– la introducción de un nuevo concepto –como el de objeto a como mirada–
en la teoría? En todo caso, esta explicación pareciera mucho más una ejemplificación o
un modo ilustrativo y didáctico de presentar un tema, pero su rigor epistemológico es
discutible.

1.4 Conclusiones y perspectivas de investigación

La exposición crítica de los desarrollos de los trabajos considerados en este


capítulo permite construir un conjunto de preguntas y cuestiones fundamentales para
delimitar el estatuto del objeto a como mirada en la teoría psicoanalítica:

a) En primer lugar, es preciso delimitar el motivo de que el objeto mirada tenga un


lugar paradigmático entre las formas del objeto a. Un esbozo de respuesta a esta
cuestión se encuentra en la referencia del seminario 11 mencionada en la introducción
de este capítulo. El objeto a como mirada es un objeto privilegiado para demostrar la
defraudación de la función intencional del deseo, tal como éste era tematizado hasta el
seminario 8 (con la introducción del falo como símbolo). Esta búsqueda de un más allá
de la intencionalidad –concepto central de la tradición fenomenológica– es
explícitamente elaborado por Lacan en el seminario 10, cuando sostenía que “Husserl,
al delimitar la función de la intencionalidad, nos deja cautivos de un malentendido
acerca de lo que conviene llamar objeto del deseo” (Lacan, 1962-63, 114); y, luego, en
el seminario 11, cuando afirmaba que la perspectiva sobre la mirada que importa “no es
la distancia que se debe al hecho de que existan formas impuestas por el mundo hacia

22
las cuales nos dirige la intencionalidad de la experiencia fenomenológica” (Lacan, 1964,
80). De este modo, metodológicamente, una primera vía de acercamiento al objeto a
como mirada podría realizarse a través de una crítica –en el sentido de una elaboración–
del método fenomenológico de análisis de la conciencia.

b) En segundo lugar, esta subversión del análisis fenomenológico es


explícitamente elaborado por Lacan en el seminario 11 –aunque ninguno de los tres
trabajo mencionados en este capítulo acusa recibo de esta cuestión–, dado que para
Lacan el campo de la visión es el campo de la conciencia, y no el del yo: “La visión se
satisface consigo misma imaginándose como conciencia” (Lacan, 1964, 82). Si la
enseñanza previa de Lacan había enfatizado la constitución del yo –como destaca Negro
de Leserre–, en este seminario se retoma una consideración lacaniana sobre un tópico
freudiano que no había sido suficientemente esclarecido con anterioridad: el sistema
percepción-conciencia. En este contexto, el objetivo de Lacan es demostrar que “la
conciencia, en su ilusión de verse verse, encuentra su fundamento en la estructura vuelta
de revés de la mirada” (Lacan, 1964, 89). Por lo tanto, la consideración de la
perspectiva lacaniana de la conciencia –a través de esta “ilusión”– no podría ser dejada
de lado en un estudio sistemático que quisiera evaluar el estatuto de la mirada en
psicoanálisis.

c) En tercer lugar, sería necesario –a través de esta crítica propuesta del análsis de
la conciencia con el método fenomenológico– especificar el correlato conceptual del
vocabulario intuitivo que suele usarse para dar cuenta de la mirada: la luz, el brillo, etc.
De este modo, se podría otorgar un estatuto riguroso a formulaciones que, por el
momento, quedan detenidas en el marco de una estética de la “fascinación”, cuyo valor
descriptivo es sumamente valioso, pero epistémicamente insuficiente.

d) En cuarto lugar, cabría fundamentar la relación que Lacan establece entre la


mirada y el fantasma. Si bien Negro de Leserre presenta un mecanismo para dar cuenta
de este movimiento –el desconocimiento, articulado a la extracción del objeto–, su
fundamentación es incompleta y sostenida en un recurso a un modelo imaginario. La
pregunta que debería poder responderse en este punto, es la siguiente: ¿de qué modo la
relación entre el sujeto y el objeto que presenta el fantasma –a través del símbolo
lacaniano del losange– es tributaria de los modos de manifestación de la mirada (ya sea

23
a través del acting out, el recuerdo encubridor, el sueño, etc.)? Una vía para responder a
esta cuestión es demostrar que estos fenómenos clínicos de la mirada, eminentemente
mostrativos, esclarecen la relación fantasmática con el objeto, a través de una crítica de
las formaciones intencionales propias de la fenomenología –que, por ejemplo, no puede
dar cuenta de la hipernitidez del recuerdo encubridor, ni de por qué en el sueño el sujeto
puede verse a sí mismo, etc–.

e) Por último, a través del estudio de las formaciones de la mirada –ya sea el
acting out, el sueño, el recuerdo encubridor, etc.– sería pertinente esclarecer
clínicamente si el modo en que cada una de ellas muestra es semejante, o si, en todo
caso, no sería más adecuado proponer una pluralización de las formas de la mirada. En
el primer caso, la función de la pantalla debería servir para dar cuenta de todas las
variedades clínicas del mostrar; si esto no fuera posible, sería necesario recurrir a otras
vías de plantear esquemas y funciones del mostrar que deberían ser elaborados
clínicamente para verificar sus alcances y límites.

Para concluir, de acuerdo con la enumeración precedente de preguntas y


cuestiones conceptuales respecto del objeto a como mirada, cabe una última
consideración a propósito de la perspectiva metodológica propuesta: una crítica del
método fenomenológico pareciera ser el hilo conductor apropiado para trazar este
camino de elaboración; no sólo porque Lacan ajusta cuentas con diversos autores de la
tradición fenomenológica en el período comprendido por la introducción de la noción de
objeto a –aquí hemos citado a Husserl y a Sartre–, sino porque es también de acuerdo
con una paráfrasis de la última fenomenología de Merleau-Ponty, gobernada por el
propósito de ir más allá de la función intencional –fundamentalmente en su libro Lo
visible y lo invisible (1964)– que Lacan introduce su concepción de la mirada, al punto
de afirmar que “la demarcación de la topología propia de nuestra experiencia de
analista, es la que se puede retomar luego en la perspectiva metafísica. Pienso que
Maurice Merleau-Ponty iba en esa dirección” (Lacan, 1964, 97).

24
Capítulo 2:
Fenomenología y Psicoanálisis
Precedentes históricos y contemporáneos

Las relaciones entre fenomenología y psicoanálisis distan de ser algo reciente,


aunque sí podría decirse que es en los últimos años que han tomado la forma de un
vínculo estrecho. En todo caso, cabría demostrar que dichas relaciones han tomado la
forma de un “programa de investigación”. Este es el principal objetivo de este capítulo,
que se propone indicar y correlacionar fundamentos comunes a la fenomenología y el
psicoanálisis desde una perspectiva metodológica.
El esclarecimiento de “fundamentos comunes” remite a la localización de núcleos
de investigación compartidos, que, eventualmente, pueden redundar en que las
relaciones entre una y otra disciplina no se limiten a un mero contacto o vigilancia
externa. Así, por ejemplo, en un artículo reciente –titulado “Fortunes diverses: l’ouvre
de jeunesse de Jacques Lacan et la phénomenologie” (1994)– H. Schmidgen destacó la
influencia de la fenomenología en la obra temprana de Lacan, subrayando ciertos
errores en los que éste habría incurrido en la aplicación de ciertas categorías. No
obstante, una comparación semejante sólo puede tener sentido desde el punto de vista de
quien estaría interesado en elucidar un supuesto “Lacan fenomenólogo”. Para el caso,
podría destacarse que en su tesis de doctorado en medicina, cuando Lacan refiere a la
“Aufhaltung fenomenológica del método husserliano” (Lacan, 1932, 284), es muy
posible que esté cometiendo una transgresión metodológica. En principio, porque la
Aufhaltung no pertenece al método de la fenomenología, según Husserl, y, luego,
porque, en el contexto de dicha tesis, si bien se destaca el propósito de constituir una
ciencia fenomenológica de la personalidad (Cf. Lacan, 1932, 286), no se encuentra un
desarrollo exhaustivo de la referencia a la fenomenología ni su alcance metodológico.
Asimismo, en dicha tesis tampoco se trata de una investigación en psicoanálisis

25
propiamente dicha –como Lacan mismo lo sostiene al afirmar que, en ese entonces, el
psicoanálisis es “una ciencia que se halla todavía en estado naciente” (Lacan, 1932,
233)–.
Trabajos como los de Schmidgen no avanzan en la vía de realizar una
aproximación a la participación de motivos comunes entre ambas disciplinas, sino que –
afincados en el discurso de uno de ellas– pretenden juzgar la validez de la otra. El
interés metodológico de este tipo de aproximaciones es relativo –y, quizá, sólo de
interés para el historiador de alguna de esas disciplinas– ya que no parecieran aportar
resultados positivos que permitan enriquecer epistémicamente a una de ellas a través del
recurso al método de la otra.
Cercano también al interés histórico, podría indicarse otro tipo de aproximaciones
a las disciplinas en cuestión, igualmente en función de la reconstrucción de aspectos
metodológicos en el contexto de formalización de nociones, categorías y/o conceptos de
alguna de ellas. Así, por ejemplo, en nuestro libro La forma especular. Fundamentos
fenomenológicos de lo imaginario en Lacan (2012), hemos expuesto –a partir de los
resultados obtenidos en una investigación de tesis de Maestría en Psicoanálisis en la
Universidad de Buenos Aires–, invariantes metodológicos, de raigambre
fenomenológica, que habrían permitido a Lacan formalizar el orden imaginario. En
dicho contexto, reconstruimos el método de elaboración de aquello que Lacan llamara
“esencia fenomenológica del narcisismo” (Lacan, 1948, 101) a partir de un
esclarecimiento de las referencias textuales presentes en los escritos tempranos de
Lacan, dedicados a la constitución del yo y la realidad psíquica, el transitivismo en
relación con el semejante, etc. (Cf. Capítulo 3). A diferencia del artículo de Schmidgen,
que evalúa –y juzga como inapropiado– el uso que Lacan hiciera de la referencia
femonenológica, el estudio de nuestra autoría –que, al tratarse de un libro, explora con
mayor sistematicidad la cuestión– demuestra que la incorporación de la fenomenología
como método en la obra de Lacan es prolífica, y tiene una acepción original,
independientemente de que la paráfrasis de las referencias originales pueda ser
considerada exacta o no. La diferencia entre ambos niveles radica en que, en dicho
trabajo, no se evalúa la exactitud referencial del saber en cuestión, sino su participación
efectiva a través de la aplicación de ciertos rasgos mínimos (o invariantes) de la
metodología fenomenológica (recurso a la épochê –como modo de acceso a la
fenomenalidad– y a la reducción eidética –como forma de constatación de aspectos
estructurales–). De este modo, la cuestión ya no quedaría planteada solamente en la

26
reconstrucción bibliográfica –lo que Lacan efectivamente habría dicho de la
fenomenología– sino de acuerdo a un interés metodológico de mayor alcance –lo que
Lacan efectivamente habría hecho más allá de lo que decía hacer–.
De este modo, al menos según este rodeo inicial y propedéutico, las relaciones
entre fenomenología y psicoanálisis pueden plantearse de dos maneras distintas: por un
lado, en función de estudios críticos que, centrados en el análisis textual de los trabajos
de una de las disciplinas, evalúan la pertinencia (o no) –el uso correcto (o no)– que se
hagan de los términos de la otra disciplina; por otro lado, estudios que reconstruyan
argumentalmente la presencia de motivos propios de una disciplina en el contexto de
producción de categorías de la otra disciplina. A los de primera intención se los podría
llamar “estudios normativos”; a los segundos, “estudios genéticos”; o bien, de acuerdo
con la semántica discursiva de A. Greimas (1976), podría decirse que los primeros
permanecen en un “nivel descriptivo” –de análisis de enunciados y contextos de
aplicación–, y los segundos circunscriben el “nivel epistémico” –de análisis
metodológico-formal y argumentativo–.
En este capítulo fundamentaremos el interés de los trabajos que se inscriben en la
segunda línea de investigación entrevista, al considerar analíticamente cuatro obras de
G.-F. Duportail, quien desde hace diez años ha delimitado un método de acceso
específico a la relación entre fenomenología y psicoanálisis (y sus posibles influencias
recíprocas). La relevancia de la obra de Duportail, prácticamente no estudiada ni
esclarecida en nuestro país, radica en que –de acuerdo con lo dicho en el primer
párrafo– inscribe el estudio de las relaciones entre fenomenología y psicoanálisis en el
marco de un “programa de investigación”, cuyas consecuencias sistemáticas deben ser
elucidadas en diferentes obras que profundicen el alcance de la cuestión. Como habrá de
exponerse en este capítulo, sus obras desarrollan este motivo.
Asimismo, antes de reconstruir el modo de aproximación metodológico en la obra
de Duportail, cabe realizar una breve consideración de orden histórico, que explicite el
trasfondo en que los trabajos de Duportail se recortan, y circunscriba el motivo de su
relevancia epistemológica en nuestra actualidad.

27
2.1 Precedentes históricos de estudios metodológicos

Si bien la fenomenología ha sido, históricamente, de interés para el psicoanálisis –


tal como lo demuestra el interés de Freud en su formación con F. Brentano (Cf.
Thompson-Lutereau, 2010); o, como fuera indicado en el apartado anterior, hay
referencias explícitas e implícitas de la participación de la fenomenología en la obra de
Lacan–, es entre los fenomenólogos que el psicoanálisis ha motivado especialmente un
interés metodológico.
En estudios clásicos, en la fenomenología francesa contemporánea –que encontró
en M. Merleau-Ponty el último gran interlocutor del psicoanálisis, y cuyas referencias
deberían serán esclarecidas en un capítulo independiente (Cf. Capítulo 5)–, pueden
destacarse dos trabajos específicos: por un lado, el libro de P. Ricoeur titulado De
l’interprétation. Essai sur Freud (1965), cuyo objetivo fuera explicitar la textura íntima
del discurso psicoanalítico, i.e., el modo en que están construidos sus conceptos, los
problemas que busca resolver, y la aplicación que los subtiende. El propósito de Ricoeur
en su ensayo de más de 400 páginas es evaluar la consistencia del discurso freudiano.
Para ello, el libro se despliega en dos áreas generales de interrogación: –el papel
epistemológico de la interpretación; –la posibilidad de integración filosófica del
proyecto freudiano en el marco de otras líneas hermenéuticas. Respecto de estas
cuestiones, el primer balance que se esclarece es el de la noción de símbolo. El
psicoanálisis podría ser entrevisto como una simbólica del deseo que debe ser
descifrado (Cf. Ricoeur, 1965, 15).
Respeto de la segunda cuestión –la comparación con otras hermenéuticas–, para
Ricoeur existen dos enfoques extremos en los modelos del interpretar; por un lado, la
hermenéutica reductiva donde se ubica Freud; por el otro, la hermenéutica instaurativa.
En la primera, las distintas figuras de la cultura, el arte, etc. se reducen a la economía
pulsional. En la otra, la simbólica se expresa en una teleología que piensa lo sagrado
como meta.
Luego de estas dos consideraciones, Ricoeur sostiene que el psicoanálisis se
presenta como un discurso “mixto”, que presenta una vertiente hermenéutica y una
“energética” –relativa a la dinámica del conflicto– que sería irreductible.
El derrotero que sucedió a la publicación del libro de Ricoeur se encuentra
consignado en el seminario 11, con la afirmación lapidaria de Lacan, quien sostiene –en
una afirmación dirigida a Ricoeur– que el psicoanálisis no es una hermenéutica (Cf.
28
Lacan, 1964, 160). No obstante, el planteo más interesante de la obra de Ricoeur no es
elaborado por Lacan, ya que Ricoeur sostiene también que el psicoanálisis debe ser
esclarecido como una “antifenomenología”. La acepción propia de este término podría
ser resumida del modo siguiente: el psicoanálisis realizaría una inversión de la épochê
fenomenológica, y de la conciencia como sede constitutiva de sentido, al modificar la
relación con el objeto intencional en atención a fenómenos contra-intencionales: según
Ricoeur, un modo de resolución del problema del discurso mixto, que entrecruza
sentido y fuerza, se encuentra en la postulación del punto de vista económico. Dicho
punto de vista se concreta, en la consideración de la metapsicología de la pulsión, en la
ponderación de la meta sobre el objeto. Esta observación queda establecida en la
definición misma del objeto según Freud: “El objeto [Objekt] de la pulsión es aquello en
o por lo cual puede alcanzar su meta” (Freud, 1915, 118). Esta definición permite
concluir la variabilidad (y la contingencia) del objeto, así como el vicariato (y el
intercambio) entre modos de satisfacción. A partir de este esclarecimiento del punto de
vista económico, a expensas de la noción energética (dinámica), se extrae asimismo al
objeto de cualquier referencia intencional. Quedaría anticipada, por esta vía, la teoría
lacaniana del objeto a, en cuanto confronta toda versión intencional del objeto (en
sentido husserliano –en un capítulo posterior nos abocaremos al alcance de la relación
entre objeto a e intencionalidad; Cf. Capítulo 4–). Si éste no es más que una variable de
la función económica, esto es, de un modo de satisfacción, pierde toda consistencia
sustancial y, por lo tanto, cualquier privilegio como correlato y/o hilo conductor de la
descripción de la pulsión.
Un segundo estudio, de relevancia metodológica, en el marco de la fenomenología
francesa, es la Généaologie de la psychanalyse (1985) de M. Henry. De acuerdo con el
autor, más allá de los saberes científicos –cuyo tema son idealizaciones–, y del saber de
la conciencia, que se ocupa de la percepción (y sus modificaciones), existe un saber de
la “vida”. Para la fenomenología de Henry, la “vida” es el modo originario de una
fenomenalización inmanente en que ella se autoafecta. De este modo, esta
automanifestación de la vida sería más originaria que la correlación intencional
estudiada por Husserl y el develamiento como trascendencia en Heidegger. Es esta
noción de autoafección de la vida –como condición de posibilidad de toda aparición– la
que es relacionada con el inconsciente, al mostrarse como pulsión y fuerza afectiva.
En el terreno óntico, el inconsciente designa las pulsiones, las representaciones
latentes, y los mecanismos de desplazamiento, condensación y simbolización (que se

29
encuentran en el origen de los sueños, síntomas, y demás formaciones del inconsciente).
No obstante, mucho más importante es la modelización del inconsciente en su sentido
ontológico, que se relaciona con el modo de aparecer de la vida, con la dimensión
originaria de la autoafección. Para acceder al concepto ontológico de inconsciente es
necesario distinguir entre el inconsciente de la representación y el inconsciente de la
vida. Sólo este último permite un concepto ontológico, y que recuerda a la afirmación
de Freud en El yo y el ello cuando sostenía que no todo lo inconsciente era producto de
la represión, habiendo entonces un sentido estructural –“ontológico”, para Henry– del
término.
De este modo, Henry se propone una determinación filosófico-ontológica del
concepto de inconsciente, que es, desde su perspectiva, lo que ha faltado al
psicoanálisis. En este punto, se trataría de una interpretación filosófica del psicoanálisis,
o, mejor dicho, de una radicalización del psicoanálisis a través de la fenomenología. El
aspecto metodológico de este estudio se encuentra en destacar que Freud, demasiado
rápido, habría caído atrapado en la metapsicología y la construcción de conceptos en
función de un mecanicismo causalista. No obstante, no debe pasar desapercibido que la
interpretación de Henry no hace más que introducir –en modo alguno subrepticiamente–
su propio sistema filosófico en el corazón de la teoría psicoanalítica. De ahí que si bien
su estudio es muy perspicaz en la crítica de la metapsicología (por ejemplo, al afirmar
que realizar una reducción a la conciencia representativa es el “giro capital y
catastrófico” –Henry, 1985, 363– de Freud), su principal valor radica en este aspecto
negativo o destructivo, ya que positivamente no atiende a la especificidad del campo de
fenómenos propios de la experiencia analítica.
Asimismo, cabe detenerse en algunas distinciones aisladas de su libro, que tienen
alcances metodológicos propicios para la investigación en psicoanálisis. Por ejemplo,
para Henry, en la filosofía de la conciencia se produce una separación entre ser y
aparecer, mientras que el psicoanálisis hace converger ambas cuestiones. No obstante,
en el psicoanálisis, el ser es tributario de la apariencia que funda. Esto implica que los
problemas del inconsciente encuentran su origen y fundamento en la conciencia, de
modo que la existencia del inconsciente depende de la conciencia a la que aparece. Por
lo tanto, el rechazo de una filosofía de la conciencia no impide que los problemas de la
teoría del psicoanálisis encuentren en la conciencia su punto de partida o lugar de
elaboración teórica. Veremos, en el apartado posterior, que esta posición es convergente

30
con la planteada por G.-F. Duportail. Asimismo, una proposición semejante se
encuentra en Lacan cuando sostenía lo siguiente:

“Porque espero que muy pronto se ha de renunciar al empleo de la palabra


inconsciente para designar lo que se manifiesta en la conciencia.” (Lacan,
1946, 173)

Por otro lado, de modo convergente con el planteo de Ricoeur esbozado


anteriormente, Henry plantea la ambigüedad del concepto de pulsión, en tanto designa
el principio de toda actividad como la representancia (Repräsentanz) que es
comprendida como una representación. En este punto, Henry considera que la teoría de
la representancia es la clave de la interpretación hermenéutica del freudismo. La
representancia permite, luego de la reducción de la conciencia, efectuar un movimiento
inverso de reaprehensión del sentido. De este modo, para el autor, la lectura
hermenéutica de Ricoeur invita a reflexionar sobre los presupuestos comunes a la
fenomenología husserliana y al psicoanálisis freudiano, y a cuestionarlos en tanto se
atienen a un concepto idéntico de conciencia.
En último término, Henry afirma que el aspecto decisivo del psicoanálisis estaría
en que promueve el estudio de fenómenos que no tienen la condición de objeto (Henry,
1985, 370), fenómenos que no pueden ser reducidos a una conciencia constituyente de
sentido. Habremos ver, también en el apartado siguiente, que ésta es otra de las
cuestiones destacadas por Duportail.

***
En nuestro país, también es preciso contar la presencia de unos pocos trabajos
específicos dedicados a la cuestión. Además de nuestro libro indicado en el apartado
anterior, cabría mencionar el clásico libro de L. Ceriotto, Fenomenología y
psicoanálisis (1969), que realiza un estudio escandido de la participación de motivos
psicoanalíticos en la obra de cuatros fenomenólogos –Sartre, Merleau-Ponty, De
Waehlens, Ricoeur– de acuerdo con un punto de vista histórico de esclarecimiento de
las referencias implícitas, para, luego, en las conclusiones de su estudio extraer
conclusiones generales que podrían ser remitidas a ambas disciplinas.

31
Ceriotto considera que hay tres ámbitos en que la intersección entre
fenomenología y psicoanálisis se demuestra prolífica: a) la cuestión del sentido; b) el
lenguaje; c) la intersubjetividad.
A propósito del primer punto, tanto la fenomenología como el psicoanálisis
interrogan la institución del sentido. La reducción fenomenológica es un modo de
acceso al sentido intencional. No obstante, aunque podría verse en la reducción un
desplazamiento de la actitud natural, la fenomenología tiene un carácter reflexivo que el
psicoanálisis no posee dado que “el inconsciente freudiano no es lo que la reducción
libera” (Ceriotto, 1969, 182). Respecto de la concepción del lenguaje, si bien para
ambas disciplinas “el lenguaje establece una dialéctica de la presencia y la ausencia”
(Ceriotto, 1969, 178), para el psicoanalista el lenguaje cuenta como realidad en acto,
como un inconsciente que no puede formularse más que retroactivamente. Por último, y
vinculado al punto anterior, la cuestión de la intersubjetividad tiene matices distintos
para el fenomenólogo y el psicoanalista. Según Ceriotto, es en la noción de
transferencia “donde el psicoanálisis se distancia más de la fenomenología” (Ceriotto,
1969, 188). A la fenomenología no interesa la actualización de modos de satisfacción
primarios en la relación con el otro. La Quinta de las Meditaciones Cartesianas, de E.
Husserl, a pesar de las diferentes “herejías” que ha podido sufrir en sus discípulos
(Sartre, Merleau-Ponty, Levinas, etc.) sitúa, desde un principio, que la relación con el
semejante se plantea a nivel del acceso a su existencia. Para el psicoanálisis, en cambio,
la noción de transferencia remite a la inquietud terapéutica que subtiende a la teoría,
“esto muestra con claridad la distancia que separa la relación intersubjetiva de la
fenomenología de la situación analítica” (Ceriotto, 1969, 189).
De este modo, aunque entre fenomenología y psicoanálisis haya una comunidad
temática sobre determinados aspectos, la disimetría podría ser esclarecida con las
siguientes palabras conclusivas:

“…la fenomenología no se confunde con el psicoanálisis, no llega a decir


lo mismo que él. Cuando el discurso fenomenológico se detiene, queda
algo así como el espacio vacío donde se podría insertar –desde otra
dirección y quizás en otro nivel– el decir psicoanalítico que alcanzaría, de
este especialísimo modo, una cierta iluminación.” (Ceriotto, 1969, 181)

32
Esta referencia de Ceriotto es crucial para delimitar que la relación metodológica
que pueda establecerse entre ambos campos de estudios –la fenomenología y el
psicoanálisis– no apunta de desdibujar la frontera disciplinar. Al igual que Ricoeur,
Ceriotto destaca que la fenomenología puede ser una herramienta metodológica para
“iluminar” aspectos de la teoría psicoanalítica. Así como en su noción de
“antifenomenología” –que recuerda a la de “antifilosofía” acuñada por Lacan, pero que
no implica prescindencia de la filosofía– Ricoeur entrevía un modo de aproximación a
la cuestión del estatuto del objeto (de la pulsión) más allá de la noción de
intencionalidad, el estudio de Ceriotto converge con este movimiento al circunscribir
que –a pesar de que las concepciones del sentido, el lenguaje y la alteridad sean
divergentes en ambas disciplinas–, el planteo de núcleos temáticos comunes ya
autorizaba a relacionar (y poner en tensión) el modo de aproximación a esos campos de
saber.
Asimismo, si bien el libro de Ceriotto toma la forma eminente de un estudio en
función de un método constructivo –en los términos de lo que en la introducción
llamáramos un “estudio génetico”–, podría concederse que cuenta con la dificultad de
asumir demasiado rápidamente que el objeto de estudio del psicoanálisis es el
inconsciente. No sólo hay afirmaciones de Freud y de Lacan que rápidamente podrían
desmentir esta presunción, sino que –mucho más importante aún– podría decirse que
confunde dos niveles diferentes de investigación: es posible que la investigación del
inconsciente (independientemente de que sea el objeto de estudio o no del psicoanálisis)
ocupe un lugar destacado en la investigación en psicoanálisis, pero el sujeto epistémico
que estudia el inconsciente no es el mismo sujeto que padece los efectos del saber
inconsciente que lo determina. Por lo tanto, su afirmación respecto de que la reducción
fenomenológica no “libera” el inconsciente, tal como el psicoanalista lo encuentra en su
práctica, evidencia una clara confusión de un nivel de descubrimiento con un nivel de
validación. El psicoanalista que analiza una formación del inconsciente no es el
investigador (aunque pudieran ser la misma persona) que teoriza qué es, y cuál es el
estatuto, del inconsciente. Como se verá en el apartado próximo, este es otro de los
aspectos principales considerados en la obra de Duportail de los últimos años.
Para concluir este apartado de precedentes históricos, con una nueva referencia a
un trabajo publicado en nuestro país –aunque, a diferencia del de Ceriotto, de
producción reciente–, cabe destacar el libro de H. López Lo fundamental de Heidegger
en Lacan (2011).

33
La relación entre Heidegger y Lacan ha sido el tópico de vinculación entre
fenomenología y psicoanálisis que más atención ha recibido en los últimos años. Se
destaca más de una decena de libros en el ambiente nacional e internacional. No
obstante, no todos los trabajos publicados son relevantes para una consideración
metodológica. En principio, no todos estos estudios atienden a la inscripción de
Heidegger en la tradición fenomenológica –por fuera de la cual su obra puede ser leída
de diversas maneras, aunque poco satisfactorias y alejadas del propósito con que el
filósofo la produjo–; asimismo, sólo muy pocos se han preguntado acerca de cómo
proceder metodológicamente para establecer la relación en cuestión. El libro de Héctor
López, que dedica un apartado de dos capítulos a la cuestión metodológica de cómo
plantear el vínculo entre dos autores de disciplinas distintas, sostiene, desde un
comienzo, una afirmación de principio:

“[…] influencia no quiere decir adhesión ni identidad, sino simplemente


relación entre dos autores que se cruzan [confrontando] el prejuicio puntual
de una modalidad general de lectura que no se cansa de descubrir que el
psicoanálisis ya ha sido dicho, bajo ciertas claves hermenéuticas de otros
tiempo.” (López, 2011, 32)

Por un lado, es notable que López destaque no se trata de juzgar la relación entre
ambas disciplinas (intención que ya cuestionáramos en el primer apartado de este
capítulo al discutir el trabajo de Schmidgen), así como que sostenga que tampoco se
trata de meramente detenerse en un esclarecimiento de lo que cada uno de los miembros
de las disciplinas en cuestión (en este caso, Heidegger y Lacan) han efectivamente
dicho. Por ejemplo –recuerda López–, “es evidente la falta de interés de Heidegger por
el psicoanálisis al que considera, casi condena, como amarrado a la metafísica de la
subjetividad” (López, 2011, 14). De este modo, no tendría ningún sentido intentar una
aproximación entre disciplinas a partir de los juicios de valor explícitos en las obras de
los representantes de ambas tradiciones. Lo mismo podría decirse de las afirmaciones
críticas de Lacan respecto de la fenomenología, por ejemplo, en un escrito como
“Función y campo de la palabra y del lenguaje en psicoanálisis” (1953). En todo caso,
cabría investigar si debajo de esos enunciados críticos no hay una presencia argumental
latente de la fenomenología.

34
El principal aporte metodológico del libro de López radica en sostener que “el
método de este análisis será el de tomar ambas obras como objetos independientes […]
para tratar de determinar si tienen algo en común en cuanto a la dirección de sus
búsquedas y hallazgos” (López, 2011, 22). La obra de Heidegger tiene su punto de
partida en la analítica del Dasein y su giro en la pregunta por la verdad del Ser y el
Evento; la de Lacan, parte de la póiesis del inconsciente (con el síntoma como metáfora)
y avanza hacia el lenguaje formal de la topología de nudos. No obstante, entre ambos
trayectos hay un invariante compartido: “lo fundamental: queda en el cruce la pregunta
común por lo que habla más allá del hombre. Por el rastro de lo que se deja escuchar en
lo abierto del sujeto” (López, 2011, 35).
El método de elaboración de López es un aporte singular a los estudios que
plantean relaciones entre fenomenología y psicoanálisis, dado que respeta las fronteras
disciplinares pero, al mismo tiempo, interroga argumentos comunes que puedan
plantearse entre ambos campos de investigación. Así, por ejemplo, a propósito de “lo
abierto”, puede notarse que el libro de López articula su presencia en distintos niveles
(en relación con lo imposible, con el ser y el parlêtre, con la cuestión del fin, etc.)
prestando especial atención a ciertas motivos topológicos que serían comunes a ambos
modos de concebir la experiencia que formalizan. Como se verá en el apartado próximo,
una vertiente de la obra de Duportail avanza también en este mismo sentido.

2.2 Consideraciones metodológicas en la obra de G.-F. Duportail

Desde hace diez años, en la Universidad de Paris 1-Sorbonne, el filósofo G.-F.


Duportail ha iniciado un programa de investigación destinado a esclarecer fundamentos
teóricos del psicoanálisis desde el punto de vista de la fenomenología. Al momento, su
obra –según esta intención– consta de cuatro libros: L ‘a priori’ literal. Une approche
phénoménologique de Lacan (2003), Intentionnalité et trauma. Levinas et Lacan
(2005), Les institutions du monde la vie. Merleau-Ponty et Lacan (2008), y Lacan y los
fenomenólogos (2011). Este último libro ha aparecido primero en castellano que en
francés, y se trata de su único libro traducido, que contiene un compendio de sus
artículos publicados en prestigiosas revistas internacionales como Chiasmi (revista
trilingüe de estudios merleau-pontyanos), Essaim (revista de psicoanálisis dirigida por
Erik Porge) y Alter (revista de fenomenología francesa de alcance internacional).
35
Como un aspecto de orientación, común al establecido por Ceriotto en su libro,
cabe destacar que cada uno de estos libros de Duportail interroga la obra de Lacan en
función de su cruce con las problemáticas de la obra de un fenomenólogo en particular.
De este modo, cada libro se aproxima a un aspecto específico de la epistemología del
psicoanálisis, evitando realizar una interpretación omnicomprensiva. Asimismo, el autor
considera que la aproximación histórica tiene un papel propedeútico necesario para el
esclarecimiento sistemático de los conceptos, ya que éstos no deberían ser interrogados
fuera de su contexto de producción.
En L’ ‘a priori’ litteral, Duportail destaca que tanto el psicoanálisis como la
fenomenología tiene como propósito inicial oponerse al psicologismo. Así como la
fenomenología busca ser una ciencia sin supuestos, que pueda fundamentar las distintas
disciplinas objetivas regionales, el psicoanálisis también busca esclarecer una
concepción del sujeto más allá de su condición empírica. No obstante, a pesar de esta
comunidad de partida, el autor destaca que en los últimos años –especialmente después
de la muerte de Lacan– “el psicoanálisis [se convirtió] en una disciplina eminentemente
inestable, una suerte de cocktail epistémico detonante” (Duportail, 2003, 10); no sólo
porque no hay una comunidad científica que acuerde en principios básicos de
formalización de la práctica –algo similar podría decirse que ocurre con la
fenomenología, donde todos los fenomenólogos estarían de acuerdo en que la invariante
del método es la reducción fenomenológica… pero todos y cada uno la entienden a su
manera–, sino por la relativa ausencia de estudios que interroguen los fundamentos
epistemológicos de la disciplina. El diagnóstico de Duportail es incontrastable, pero
certero: el psicoanálisis se presenta como una disciplina auto-justificada, mientras que
se asiste a una desaparición progresiva de los estudios teóricos que investiguen el
carácter de la construcción de sus conceptos, asediados por la proliferación de
investigaciones que realizan estudios aplicados: psicoanálisis y estudios de género (L.
Irigaray, J. Butler, etc.), psicoanálisis y teoría política (S. Zizek, E. Laclau, etc.), etc. Un
lugar destacado ocupan, en este punto, las investigaciones de psicoanálisis y topología,
para las cuales cabría reservar un estatuto privilegiado, sino fuera porque (salvo
excepciones, como la de J.-M. Vappereau; y, en nuestro país, F. Schejtman) muchos de
esos estudios no esclarecen el alcance de la pertinencia de la topología para el
psicoanálisis, más allá de continuar y referir un interés de Lacan. Por lo tanto, Duportail
afirma lo siguiente:

36
“Ningún trabajo se ha puesto, según nuestro conocimiento, en la situación
(incluso programática) de conducir una reflexión radical que esté a la
medida del desafío epistemológico que representa el pensamiento de
Lacan.” (Duportail, 2003, 13)

Como un modo indirecto de apoyar esta afirmación, Duportail destaca el trabajo


de A. Grünbaum –The Foundations os Psychoanalysis (1984)–, dedicado a demostrar la
falsedad de la teoría del sueño de Freud, y que prácticamente no recibió comentario
crítico ni intento de recusación argumental, “ninguna escuela lacaniana, al presente, ha
entablado una controversia seria con él [Grümbaum], como si las diversas escuelas que
se reclaman lacanianas pudiesen ahorrarse la economía de la controversia con un
‘afuera’ que, de hecho, podría volverse su ‘adentro’”. (Duportail, 2003, 13).
Asimismo, de acuerdo con la crítica formulada a Ceriotto en el apartado anterior,
Duportail destaca que el primer obstáculo que es preciso advertir en la investigación
epistemológica en psicoanálisis es la diferencia de niveles entre el contexto de
descubrimiento (la práctica analítica) y el contexto de validación (la formalización de la
práctica):

“Se nos objetará que, en la doctrina lacaniana, la disyunción del saber y la


verdad es una de las tesis cardinales de la doctrina. No lo ignoramos.
Aunque, ¿sobre qué nivel esta tesis es verdadera y pertinente? En el plano
del sujeto del inconsciente. Ahora bien, no es el sujeto del inconsciente el
que redacta y produce el discurso teórico, y se comete pura y simplemente
un paralogismo cuando, en un mismo razonamiento, se considera al sujeto
de la teoría como teniendo las mismas características que el sujeto del
inconsciente.” (Duportail, 2003, 18)

Distanciándose del planteo de Ricoeur, en este libro Duportail comienza la tarea


de proponer el estatuto epistémico del psicoanálisis –no como una hermenéutica del
deseo, ni, mucho menos, como una disciplina nomológica testeable experimentalmente–
como una “gramática de lo real”. En este punto, antes de aclarar el sentido del sintagma,
Duportail expone el motivo de por qué la fenomenología sería un método propicio para
el esclarecimiento del psicoanálisis (más allá de que Lacan mismo haya recurrido
eventualmente a su utilización).

37
En primer lugar, se suele reprochar a la fenomenología el ser un intuicionismo.
Pero el supuesto “intuicionismo” de la fenomenología debe ser bien comprendido, ya
que no se trata de una mera reconducción a la evidencia de la percepción. La
fenomenología es un método de búsqueda de invariantes estructurales, como la
captación de esencia (Wesenschau) o, incluso, la intuición categorial –de la que habla
Husserl en la Sexta de las Investigaciones lógicas– lo demuestran. Por lo tanto, en
segundo lugar, la fenomenología debe ser entrevista, en sentido eminente, como un
recurso lógico para el esclarecimiento de teorías, tal como los Prolegómenos a la lógica
pura (1900/1) de Husserl lo demuestran.
De este modo, es en el marco de la teoría epistemológica husserliana que
Duportail se propone realizar una interlocución con la teoría lacaniana. En este estudio,
el autor retoma la idea husserliana de una “gramática pura”, disciplina orientada hacia lo
a priori de la significación. En este punto, el a priori puede ser formal o material,
caracterizado este último por la participación de un sentido –enlazado con necesidad y
universalidad, pero no tautológico–.
No es este el lugar para realizar una exposición detallada de todos los
componentes del argumento de Duportail, simplemente expondremos su conclusión: en
su análisis de lo real (a través del estudio de los matemas y fórmulas de Lacan), el autor
concluye que “las fórmulas de la sexuación son proposiciones sintéticas materiales en el
sentido de Husserl” (Duportail, 2003, 42). Antes que realizar una exposición acabada
del argumento de Duportail, importa, en función de los objetivos de este cap, destacar
su interés metodológico: interrogar el estatuto epistémico de los matemas y las fórmulas
de Lacan, a partir de la lógica de la gramática pura husserliana, con el propósito de
esclarecer que no se trata de una lógica formal –ya que hay un contenido semántico que
no puede ser erradicado: el de la experiencia analítica–. Los matemas y las fórmulas no
son el resultado de un proceso de formalización en sentido estricto –que dejaría de lado
la referencia a la experiencia en que surgen–, sino una formalización de estructuras de
sentido (a priori material) que recortan un campo de validez de una práctica. La “real”,
en este punto, debería ser entrevisto como los límites de la formalización de esta
gramática encargada de circunscribir las coordenadas clínicas del psicoanálisis.
Esta orientación general es continuada en el segundo libro de Duportail sobre la
cuestión: Intentionnalité et trauma (2005), donde el autor, a través del recurso al
pensamiento de Levinas, despeja ciertas estructuras de fenómenos contra-intencionales

38
(el Rostro, la huella, etc.) que permiten esclarecer ciertos fenómenos clínicos que se
derivan de la “gramática de lo real” del psicoanálisis.
Si la teoría husserliana de la lógica podía ser útil para esclarecer el estatuto de los
matemas y las fórmulas lacanianas, no obstante, su teoría de la intencionalidad (como
referencia a un objeto constituido por una conciencia trascendental) se revela como
ineficaz para aprehender las manifestaciones más específicas de la práctica del
psicoanálisis: el trauma, la manifestación del inconsciente en sus formaciones (el chiste,
el lapsus, el sueño, etc.) donde un sentido se presenta de modo tal que invierte el
esquema de constitución. En estos casos, según Duportail, sería más justo decir que los
fenómenos transmutan al sujeto:

“El ‘tema’, como el ‘nóema’, que son, como se sabe, los nombres
fenomenológicos que Husserl dio al objeto como objeto de un saber
posible, portan según Levinas la marca de esta mirada objetivante que no
se mide sino por su propia objetividad ideal (la significación pura) y que,
por este hecho, no es jamás alterado a su vez por el objeto de su vivencia.”
(Duportail, 2005, 24)

La delimitación de una estructura de manifestación de fenómenos no-objetivos, en


la obra Levinas, se expresa a través de distintas reducciones: de lo Dicho al Decir, la
afección, la pasividad ante el Otro, etc. Por esta vía, además de la localización de
componentes para una gramática discursiva, cuyo eje –al igual que en Lacan– radica en
una reflexión sobre el lenguaje que despeja la idealidad del sentido frente a su aparición
entre los cuerpos afectados; en este derrotero, Duportail apunta a precisar el estatuto no-
objetivo de la noción de objeto a, a la que no puede atribuirse ningún predicado
existencial, ni la forma de una sustancia, sino ser el efecto de la inscripción del lenguaje
en el cuerpo del ser hablante.
Asimismo, en este contexto, de acuerdo con la ontología negativa de Levinas,
Duportail intentar cernir nuevamente (al igual que en su libro anterior) el estatuto de la
imposibilidad propia del psicoanálisis, recurriendo a la noción de a priori material:

“Sin embargo, ¿cuál es el estatuto ontológico de esta imposibilidad de


escritura? ¿Se trata de una restricción lógico-formal o de una restricción
material? […] No son reglas estrictamente formales las que gobiernan la
inscripción de la no-relación. Por cierto, son formalizaciones, pero

39
permanecen sensibles a la materia considerada. […] Las leyes materiales
del goce [de las fórmulas de la sexuación] se condensan en aquellas de la
sexualidad humana.” (Duportail, 2005, 106)

Según este a priori, la particularidad ontológica de los seres hablantes radica en


que no se constituyen en dos especies de un mismo género, ni en dos géneros diferentes,
sino en dos clases heterogéneas (los hombres y las mujeres), independientes de las
determinaciones biológicas, dependientes de la significancia del lenguaje. La
“diferencia de escritura”, y el hecho de que haya un imposible de escribir, puede
encontrar por esta vía una formalización –a través de la fenomenología–, atenta a la
especificidad de los efectos de lenguaje que al psicoanalista le interesan en su práctica.
Lo significativo, en este punto, es que “las matemáticas lacanianas no tienen eficacia
más que localmente, en el sentido de que valen para una ontología regional, como
puesta en forma categorial de una materia específica” (Duportail, 2005, 138). De este
modo, el lenguaje matemático considerado por Lacan no debe ser concebido como un
aporte a las matemáticas –en sentido estricto–, y, por lo tanto, tampoco cabe enjuiciar si
ese uso es más o menos adecuado (como algunos filósofos, Badiou entre ellos, han
hecho). Esta crítica se sostiene, nuevamente, en un malentendido categorial: el recurso
al lenguaje matemático no implica, en Lacan, la utilización de un método matemático de
formalización. El recorte de un campo de sentido, en base a fórmulas y expresiones
propias del lenguaje matemático, no pierde en Lacan el terreno de experiencia en que
surgen y en que fundamentan materialmente su validez. La confusión en que se
reprocha a Lacan cierta “impostura” (como lo hiciera también A. Sokal) radica en una
confusión epistemológica básica: la producción de un lenguaje objeto y un meta-
lenguaje (o lenguaje de segundo nivel) con que referirse a los enunciados producidos en
ese lenguaje.
Por último, Intentionnalité et trauma concluye con la idea una “institución del
sujeto” (Duportail, 2005, 167-204) tema retomado en Les institutions du monde de la
vie, donde la noción merleau-pontyana de institución (que retoma, a su vez, la noción de
Stiftung en el último período de la obra de Husserl) sirve como un modo de esclarecer
tres estructuras de relevancia para el psicoanálisis: el cuerpo, el amor, la nominación.
Un capítulo del libro se titula “Cuestiones de método”, donde se explicita el
pasaje, en la obra de Merleau-Ponty, de la fenomenología de la percepción a la
ontología de la carne (de sus últimas obras El ojo y el espíritu y Lo visible y lo

40
invisible). De este modo, Duportail destaca, más allá del interés histórico de las
relaciones efectivas entre Lacan y Merleau-ponty, la presencia en ambos pensadores de
esquema topológicos convergentes para formalizar, ya sea la noción de objeto a (en
Lacan), ya sea la noción de carne (Merleau-Ponty). En un esfuerzo por trascender los
estudios que se han atenido meramente a apreciar las referencias explícitas y cruzadas
en la obra de cada uno de los pensadores al otro, Duportail explora una topología del
quiasma y la reversibilidad (patente en la topología de superficies utilizada por Lacan),
cuyos elementos serían: el torbellino, la vuelta sobre sí, la torsión, el pliegue y la
reversión –volveremos sobre este aspecto en un capítulo posterior (Cf. Capítulo 6). El
resultado de la exploración de este terreno de convergencia entre ambas disciplinas se
expresa en los siguientes términos:

“Ambas topologías no fueron llevadas al mismo grado de acabamiento.


Lacan murió en 1981. […] pero, en comparación con Merleau-Ponty,
fallecido en 1961, tuvo tiempo para proseguir y llevar bastante lejos su
recorrido en topología. La muerte prematura de Merleau-Ponty nos pone
frente a algo incoativo y no desarrollado. Sólo poseemos ligeras intuiciones
de la primera topología fenomenológica […] debemos con contar con un
modelo topológico del desarrollo modal de la intencionalidad en toda su
extensión y complejidad, desde el grado cero de la percepción hasta la
significación, pasando por la imaginación. Ahora bien, tales
investigaciones, simplemente, ¡no existen!” (Duportail, 2008, 98).

Así como la noción husserliana de gramática pura había servido para esclarecer el
estatuto de los matemas y las fórmulas del psicoanálisis lacaniano, la topología merleau-
pontyana estaría destinada a esclarecer ciertos fenómenos clínicos en los que se ponen
en juego estructuras quiásmicas o de reversión: el cuerpo, el amor y la nominación. No
obstante, cabe destacar que Duportail advierte respecto del carácter programático que
deben tomar las investigaciones que avancen en esa dirección, ya que se trata de
estudios exploratorios. Asimismo, la topología que se estaría ensayando en dichos
trabajos no sería propiamente una disciplina matemática –como fuera enunciado en
Intentionnalité et trauma, el uso terminológico de un lenguaje formal no quiere decir
que se esté elaborando metódicamente ese recurso–, sino una parte de una “ontología
material fundadora de la disciplina” (Duportail, 2008, 102).

41
Elaborar y exponer el modo de formalización de la topología merleau-pontyana y
el esclarecimiento de su incorporación a los operadores clínicos entrevistos excedería
los límites de este capítulo. Sí cabe destacar la conclusión del ensayo y el modo en que
el autor entrevé la continuidad de su proyecto a lo largo de los años:

“A través de este recorrido, se ve al psicoanálisis lacaniano proponer un


fundamento ontológico, que Merleau-Ponty llamaba un nuevo impulso.
Los ortodoxos de un lado y otro nos pondrán, probablemente, en la mira.
Pero, al menos, diremos en nuestro descargo, que el psicoanálisis
ontológico no es una simple nota de trabajo, lo hemos demostrado; gracias
a nuestro trabajo y, sin duda, también, a nuestros errores se expone ahora a
la posibilidad de nuevos juicios críticos, y entonces a un desarrollo futuro.
Respecto de la crítica y la fundación filosófica del psicoanálisis lacaniano,
hemos aquí, continuado, por otros medios, la tarea que habíamos ya
comenzado con L ‘a priori’ literal. […] La reflexión positiva sobre las
instituciones del mundo de la vida continúa a la crítica negativa pero
necesaria del lacanismo.” (Duportail, 2008, 223)

2.3 Conclusiones

Tres aspectos se destacan en esta referencia conclusiva: por un lado, el carácter


prospectivo y no dogmático de la investigación en curso, que asume la posibilidad de
errores y la incorporación de nuevos resultados; por otro lado, aunque en continuidad
con este aspecto, la concepción del psicoanálisis como un “sistema abierto”. Se trata, en
este punto, de una referencia a la concepción que Lacan también tuvo del psicoanálisis
en sus primeros escritos (por ejemplo, en “La agresividad en psicoanálisis”, cuando
sostuvo que el psicoanálisis era un “sistema que permanece abierto no sólo en su
acabamiento, sino en varias de sus junturas”; Lacan, 1949, 194); por último, el carácter
positivo de la investigación, y no meramente crítico, esto es, que se sostiene en el
propósito de esclarecer aquello que el psicoanálisis propone, y no el intento denodado
de diferenciarlo de otras disciplinas, por temor a la pérdida de especificidad. En este
punto, se ha visto que la obra de Duportail conserva permanentemente el propósito de
formalizar la especificidad del psicoanálisis, sin realizar una interpretación filosófica o
fenomenólogica del psicoanálisis.

42
En todo caso, que la fenomenología pueda ser una vía de formalización y de
esclarecimiento epistemológico en psicoanálisis no es algo controvertible, cuando se
consideran los enunciados en sus contextos específicos (de producción, de validación,
etc.) y se evitan confusiones de niveles categoriales, como nos hemos propuesto
despejar en este capítulo. Se trata, en este punto, de un rumbo implícito en la obra
misma de Lacan, cuando éste sostenía que el psicoanálisis era una “anti-filosofía”,
expresión que debe ser entendida como un juicio indefinido, y no como un juicio
negativo (“no-filosofía”), por el cual se sostiene que el psicoanálisis atraviesa la
filosofía para recortar un campo propio de fenómenos de investigación.
Para concluir este capítulo, cabe destacar el alcance de la obra de Duportail tal
como éste la presenta en el prólogo de su reciente libro Lacan y los fenomenólogos
(2011), con el propósito de advertir el contexto histórico en que se enmarca, como un
modo de apreciar el estado actual de las relaciones entre fenomenología y psicoanálisis:

“El proyecto fundamental que atraviesa este libro reside, pues, en el


establecimiento de una conexión real entre la fenomenología y el
psicoanálisis. En Francia, esta conexión estuvo en construcción hasta la
muerte de Merleau-Ponty (1961). Por desgracia, no sobrevivió al
fallecimiento prematuro de dicho autor. Si bien conoció un breve rebrote
de interés con el libro de Ricoeur sobre la interpretación, no pudo volver a
desplegarse en forma duradera, y desapareció del paisaje intelectual una
vez más con el auge del estructuralismo y el pensamiento posmoderno en
general. No obstante, en estos últimos años, se ha producido una reapertura
de la discusión interrumpida entre la fenomenología y el psicoanálisis. El
debate está nuevamente a la orden del día, tanto en Argentina como en
Francia.” (Duportail, 2011, 16).

43
Bibliografía de la Primera Parte

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45
Segunda Parte
Fenomenología de la mirada

46
Capítulo 3
La construcción fenomenológica de lo imaginario (1932-1953)

Vea usted, yo no debo hacer ningún reproche global


a la fenomenología; la fenomenología puede ser muy
útil según a lo que se aplique (Lacan, J. en Caruso,
1976, 97)

En diversas ocasiones Lacan se refirió a la fenomenología. Así, por ejemplo, en


1932, en su Tesis de doctorado –De la psicosis paranoica en sus relaciones con la
personalidad (en adelante: Tesis)– adoptó el método jaspersiano de las relaciones de
comprensión; y en 1936 –en “Más allá del principio de realidad”– se propuso realizar
una “descripción fenomenológica de la experiencia analítica” (Lacan, 1936, 75), a partir
de una “conquista fenomenológica del freudismo” (Lacan, 1936, 83); o bien, en 1946 –
en “Acerca de la causalidad psíquica”– retomó el tópico de una “fenomenología de
nuestra experiencia” (Lacan, 1946, 165) orientada “de acuerdo al método
fenomenológico que aquí preconizo” (Lacan, 1946, 169). Este tipo de indicaciones son
incentivo suficiente para un estudio pormenorizado de la participación y el alcance de la
fenomenología en la obra de Lacan.
En este capítulo, consideraremos las referencias tempranas a la fenomenología en
la obra de Lacan –de acuerdo con una extracción temporal que se justificará en lo que
sigue–, a sabiendas de que las referencias de Lacan a la fenomenología desbordan ese
período; y, por ejemplo, puede encontrárselas también en el seminario 10 y en el
seminario 11. Estas referencias serán el objeto de los próximos capítulos, cuando nos
detengamos en la cuestión de la mirada.
El propósito de este capítulo específico puede explicitarse de acuerdo con un
análisis de su título: a) respecto del período delimitado (1932-1953), es lo que podría
llamarse la “obra temprana” de Lacan, cuyo fundamento no se encuentra en una unidad
temática (ya que la ascendencia de los textos comprendidos es de diversa índole; por

47
ejemplo, la tesis de doctorado de Lacan, de 1932, es un trabajo de medicina, mientras
que el artículo sobre los complejos familiares, de 1938, es un texto de raigambre
sociológica, etc.), ni de elaboración prospectiva, ya que los fines de cada texto son
disímiles, sino en que podrían ser agrupados por una comunidad epistemológica, la
utilización de referencias fenomenológicas para justificar sus aserciones; b) en función
de lo anterior, la expresión “construcción fenomenológica” refiere a la participación de
la fenomenología en la elaboración lacaniana del orden imaginario, incumbencia que
debe ser concebida como una influencia metodológica; es decir, el sustento argumental
de la elaboración lacaniana en el período indicado se encuentra en motivos propios de la
filosofía fenomenológica; c) por último, la particular acepción de lo imaginario del
período indicado, y de acuerdo con el método previsto, es su concepción propia como
“especular”, es decir, lo imaginario relativo a la constitución del yo en función de una
identificación enajenante, que lo caracteriza en función del desconocimiento, de acuerdo
con la asunción exteroceptiva de la imagen corporal, y otros aspectos que serán
elucidados en el curso de la exposición.
Antes de exponer el propósito que este capítulo se propone demostrar, cabe aclarar
que no se trata construir un “Lacan fenomenólogo”. El motivo que disuade de semejante
intención es breve y contundente: no realizaría ningún aporte relevante, ni al
psicoanálisis ni a la fenomenología. Por lo tanto, cabe reforzar la idea de que
“influencia” no es un recurso literario, o bien retórico, que eventualmente permite
ejemplificar la secuencia que expone un razonamiento. Por ejemplo, una alusión al
Bosco en el artículo sobre el estadio del espejo (1949) no permite hablar de una
influencia del arte en la concepción lacaniana del cuerpo. Un esclarecimiento teórico de
la noción de influencia –que ya hemos considerado en un capítulo anterior (Cf. Capítulo
2)– es explicitado por H. López en los siguientes términos:

“Influencia no quiere decir adhesión ni identidad, sino simplemente


relación entre dos autores que se cruzan [confrontando] el prejuicio
puntual de una modalidad general de lectura que no se cansa de descubrir
que el psicoanálisis ya ha sido dicho, bajo ciertas claves hermenéuticas
de otros tiempos…” (López, 2004, 37).

De este modo, rastrear la presencia de argumentos fenomenológicos en la obra de


Lacan tiene el propósito de explicitar un método de argumentación concernido; y sus

48
resultados son propiamente psicoanalíticos, esto es, la influencia metódica que la
fenomenología pueda haber aportado al psicoanálisis lacaniano no reduce su
especificidad en una versión fenomenológica del psicoanálisis.
De acuerdo con lo anterior, el objetivo de este capítulo es esclarecer que la
concepción lacaniana del orden imaginario encuentra su fundamento en ciertos aportes
de autores fenomenólogos. Entre los años 1932-1953, la obra de Lacan formula las
leyes de lo imaginario como especular y propone una primera concepción estructural de
la subjetividad, mucho antes del conocido recurso al método estructuralista.
Sobre este último punto, cabe apreciar que en el período indicado Lacan intenta
despejar una vía de formalización en psicoanálisis que no conduzca a una formulación
metapsicológica, a la que suele tildar de intelectualista. Asimismo, respecto de la
referencia estructuralista en la obra de Lacan, los resultados de este capítulo permitirán
advertir que, incluso en un texto que suele considerarse el pilar del comienzo de la
incorporación del estructuralismo –“Función y campo de la palabra y el lenguaje en
psicoanálisis” (1953)–, la referencia a la fenomenología es aún operante y fundamenta
un concepto clínico crucial, el de síntoma. Volveremos sobre esta cuestión en el tercer
apartado del capítulo, y en las conclusiones, ya que de esta indicación podría
desprenderse una consecuencia fundamental para entender el significado de la expresión
del “retorno a Freud” propugnado en dicha época.
Metodológicamente, dada la relativa ausencia de estudios sistemáticos académicos
sobre los escritos tempranos de Lacan, este capítulo compendia el resultado de una labor
minuciosa de análisis de las fuentes; y, expositivamente, se organiza en torno de la
noción de Imago, que fuera retomada por Lacan del psicoanálisis de C. Jung4 –aunque
dotándola de un contenido novedoso– y que, en el contexto del período indicado,
resume una elaboración (de construcción y abandono) de tres subperíodos: a) entre 1932
y 1936, se encuentran los precedentes de su formalización; b) entre 1938 y 1948, se
encuentran los textos que utilizan sistemáticamente la noción ya elaborada; c) en 1953
aparece la primera crítica de la misma, y que promueve su abandono (lo cual no debe
ser identificado con un rechazo de la fenomenología). Por lo tanto, titularemos los tres
apartados de este capítulo con las expresiones: “Hacia la Imago”; “Con la Imago”;
“Después de la Imago”.

4
La noción de Imago fue introducida en psicoanálisis por Jung en 1911 (Wandlugen und Symbole der
Libido), pudiendo ser asimilada a los conceptos de representación inconsciente (principalmente de los
padres) y, posteriormente, a la teoría de los arquetipos y la concepción del inconsciente colectivo.

49
En una nueva formulación –después de las aclaraciones entrevistas y la
consideración metodológica anterior–, el propósito de este capítulo puede precisarse del
modo siguiente: la Imago es el concepto que permite esclarecer la teoría del orden
imaginario en Lacan, y expone la primera noción de estructura que puede atribuirse a su
obra.
Por último, corresponde sentar una breve definición de fenomenología que sirva
con fines propedéuticos (de no dar por asumido el contenido de su concepto). En
términos generales –de acuerdo con la formulación de H. Spiegelberg (1960)–, la
fenomenología es un método descriptivo, que busca dar cuenta de la manifestación de
ciertos objetos a los que llama “fenómenos”, y a los que considera como irreductibles a
cualquier otra instancia que no sea la de sus condiciones de aparición. En el comienzo
mismo de su Fenomenología de la percepción (1945), M. Merleau-Ponty resumía la
noción de este método en los siguientes términos:

“Es el ensayo de una descripción directa de nuestra experiencia tal como


es, sin tener en cuenta su génesis psicológica ni las explicaciones causales
que el sabio, el historiador o el sociólogo puedan darnos de la misma.”
(Merleau-Ponty, 1945, 7)

Se destaca, en esta consideración, la irreductibilidad de los fenómenos (a cualquier


teoría explicativa y causalista); a lo que cabría añadir su estudio en función desde una
perspectiva estructural, esto es, de acuerdo con el método de la variación eidética, que
intenta cernir las “esencias” de los fenómenos. En el caso que concierne en este
capítulo, esta especificación es importante ya que Lacan se refirió explícitamente a una
“esencia fenomenológica del narcisismo” (Lacan, 1948, 101), cuestión que motiva tener
presente que la descripción de la experiencia de constitución del yo, en función
aprehender su esencia, tal como se manifiesta en la práctica psicoanalítica, tiene para
Lacan el estatuto de captación de invariantes estructurales. De este modo, luego de la
exposición de los tres apartados de este capítulo, podrán considerarse –en las
conclusiones– los “predicados esenciales” de la concepción lacaniana del narcisismo y
lo imaginario como especular, cuestión que será reelaborada con la introducción del
objeto mirada en seminarios posteriores –según habrá de verse en los próximos
capítulos.

50
3.1 Hacia la Imago

A pesar de que la Tesis es el primer gran texto de Lacan que realiza una
elaboración sistemática de la noción de narcisismo (Cf. Lacan, 1932, 235), en dicho
texto el joven psiquiatra sostiene que el psicoanálisis es “una ciencia que todavía se
halla en estado naciente” (Lacan, 1932, 233). En dicho trabajo, la paranoia de
autopunición es caracterizada a través de un pasaje al acto, en el que la violencia de la
agresión recae sobre el propio agresor. Por ejemplo, en el caso de Aimée –desarrollado
en la segunda parte–, la agresión a la actriz circunscribe un daño a sí misma, en tanto
aquella encarnaba el ideal que Aimée aspiraba para sí. Al mismo tiempo, el conflicto de
Aimée con su hermana mayor pone de manifiesto una relación idealizada, en la cual el
complejo fraternal es el principal motivante del conflicto –a partir de una fijación
narcisista (que Lacan elabora siguiendo los estadios propuestos por K. Abraham)–.
Entonces, el ataque a un sustituto revela el drama de la intrusión de la hermana. De este
modo, se encuentra anticipado un motivo que luego sería elaborado con mayor detalle
en el artículo sobre los complejos familiares (1938): la incidencia del complejo fraterno;
allí se pondrá de manifiesto la necesidad de subjetivar la Imago del ideal, cuestión que
no ocurriría en la psicosis por identificación con el doble, cuyo efecto es la proyección
del ideal del yo en el semejante. No obstante, en la Tesis aún no se habla en términos de
Imago, aunque sí se destaca el desconocimiento como un rasgo característico del yo
paranoico.
En este contexto, cabe destacar que la influencia de la fenomenología en la Tesis
se encuentra fundamentalmente en el recurso al método jaspersiano de las relaciones de
comprensión. En el capítulo 1 de la primera parte de la Psicopatología General, Jaspers
propone una definición de fenomenología en los siguientes términos:

“La fenomenología tiene la misión de presentarnos intuitivamente los


estados psíquicos que experimentan realmente los enfermos.” (Jaspers,
1913, 75)

La presentación intuitiva –a través de una re-vivencia– tiene como piedra de toque


las exteriorizaciones de las vivencias (Erlebnis) de los enfermos. La comprensión
(Verstehen) implica ponerse dentro de lo extraño y desarrollar su continuidad. Esta

51
definición es importante ya que, en la Tesis, Lacan define la personalidad como “el
conjunto de las relaciones comprensibles en un individuo” (Lacan, 1932, 356).
Asimismo, la definición de personalidad que formula Lacan en la Tesis conserva
un lugar destacado para la “función intencional”. La intencionalidad, como
característica esencial de la conciencia, implica el rendimiento de un sentido irreductible
a las sensaciones que lo animan (Cf. Capítulo 4). Este sentido es propuesto por Lacan de
acuerdo con las imágenes que el sujeto adquiere de sí mismo. Respecto de ellas sostiene
que “estos fenómenos recaen bajo las relaciones de comprensión de manera mucho más
inmediata” (Lacan, 1932, 37). De este modo, una primera acepción de la noción de
imagen en la obra de Lacan es como fenómeno o sentido constituido. La relación entre
las nociones de conciencia, intencionalidad y sentido es ilustrada, por ejemplo, en los
términos siguientes:

“[En tanto] los fenómenos de la personalidad son conscientes y, como


fenómenos conscientes, revelan un carácter intencional… todo fenómeno
de conciencia tiene, en efecto, un sentido.” (Lacan, 1932, 224)

La ciencia de la personalidad propuesta por Lacan es, entonces, una ciencia del
sentido de y para la conciencia. Se trata de una ciencia que intenta localizar estructuras
de la conciencia, como el “autocastigo” de Aimée; y, por lo tanto, de orientación
estructuralista, en la medida en que busca cernir las leyes de los fenómenos patológicos:
“por el camino de estas relaciones de comprensión es lo individual mismo y lo
estructural la meta de nuestro empeño” (Lacan, 1932, 285). En este contexto de
formalización, se destaca una particular referencia de Lacan:

“El punto de vista estructural en el fenómeno de la personalidad nos lleva


de golpe a la consideración metafísica de las esencias o en todo caso a la
Aufhaltung fenomenólogica del método husserliano.” (Lacan, 1932, 284)

Como hemos dicho en el capítulo anterior, el término Aufhaltung no es


propiamente un término técnico husserliano. Podría conjeturarse, dado el contexto de la
afirmación, que Lacan remite a la Wesensschau o intuición de esencias. En las
conclusiones volveremos sobre este aspecto del método fenomenológico.

52
En este punto, para concluir la primera sección de este capítulo, cabe destacar que
en la Tesis Lacan propuso el proyecto de una ciencia de la personalidad de notable
inspiración fenomenológica, destinada a capturar el modo esencial de ciertas estructuras
de la conciencia. Entre esos fenómenos, se dedica especialmente al estudio del
autocastigo, y elabora una primera concepción de la noción de narcisismo, aunque sin
expandir sus resultados a una teoría general sobre la cuestión, que ubique elementos
capitales de la constitución del yo (como la identificación corporal, etc.). Para este
recorrido, el principal aporte es la introducción anticipada de la referencia al carácter
intrusivo del complejo fraterno. Que la noción de complejo se encuentra asociada a la
noción de Imago es algo que cabe exponer en la próxima sección.

3.2 Con la Imago

A diferencia de la Tesis, propuesta claramente como un escrito de psiquiatría,


podría pensarse que la comunicación “Más allá del principio de realidad” (1936) es el
trabajo que introduce el psicoanálisis en la obra de Lacan. No obstante, no debe
descuidarse que el mentado artículo se propone como un ensayo de psicología.
Para Lacan, la psicología de su época se funda sobre un prejuicio filosófico: el
asociacionismo. La efectuación de dicho principio se encuentra implícita, por ejemplo,
en la distinción entre sensación, percepción e imagen, en cuya escala puede verse la
presencia de un supuesto de la filosofía moderna: la diferencia y relación entre
conciencia y mundo. La suposición de una realidad extra-mental tiene como efecto la
consideración de la verdad como adecuación entre idea y cosa. En última instancia, para
Lacan, “la teoría asociacionista está dominada por la función de lo verdadero” (Lacan,
1936, 69). El recurso a la fenomenología en este texto tiene el objetivo de recusar esta
noción de verdad, en función de consolidar una concepción específica de realidad
psíquica como principio del psicoanálisis.
El concepto central de la noción de realidad propuesta por Lacan es el de imagen:

“Este fenómeno, indudablemente el más importante de la psicología […] es


importante también por la complejidad de su función, una complejidad a la
que no es posible tratar de abarcar con un solo término, como no sea el de
función de información.” (Lacan, 1936, 71)

53
De este modo, en lugar de la “función de lo verdadero” Lacan opone la función de
la forma. En esta indicación puede anticiparse la condición formadora que tiene la
imagen para Lacan –cabe recordar, incluso, que el título del texto sobre el estadio del
espejo (1949) lleva esta referencia explícita: “El estadio del espejo como formador…”–.
Dejar a un lado el fenómeno de la imagen, o bien reducirlo a una percepción debilitada
(como en el asociacionismo), es el principal extravío –según Lacan– de la psicología de
su tiempo:

“Excluir [sus fenómenos] de los marcos de una psicología auténtica, de una


psicología que sabe que cierta intencionalidad es fenomenológicamente
inherente a su objeto.” (Lacan, 1936, 72)

Asimismo, puede advertirse que el recurso a la noción de intencionalidad es el


expediente al que Lacan recurre para soportar una concepción de lo psíquico que no
pueda ser reconducido a un cúmulo de sensaciones degradadas. La noción de imagen
designa, por un lado, en sentido amplio, la noción de fenómeno, y, por otro lado, la
noción de sentido intencional. De este modo, la función informadora de la imagen
estaría en su capacidad constitutiva de sentido.
No obstante, a pesar de la aparición anticipada de la noción, el término “Imago”
no es mencionado en este escrito. Es el texto sobre los complejos familiares el que
realizará el puente hacia una concepción elaborada de la noción de Imago. La relación
estrecha entre los términos “Imagen”, “Imago” y “Complejo”, queda evidenciada en la
afirmación siguiente:

“Por la vía del complejo se instauran en el psiquismo las imágenes que


informan a las unidades más vastas del comportamiento, imágenes con las
que el sujeto se identifica una y otra vez…” (Lacan, 1936, 83)

De acuerdo con esta última referencia, cabe destacar que la función informadora
de la imagen remite, en primer lugar, a una función relacional (de asunción de un
sentido), y es por eso que Lacan encuentra su mejor ejemplificación en la noción de
identificación. La relación que la identificación establece es la “asimilación global de
una estructura” (Lacan, 1936, 82). En este punto, es importante notar que Lacan sigue

54
sosteniendo su definición de personalidad de 1932 al decir que “lo que se transmite por
esta vía son esos rasgos que dan en el individuo la forma particular de su […]
personalidad” (Lacan, 1932, 82). En este punto, un vínculo directo entre las nociones de
complejo, Imago, y personalidad se encuentra en la afirmación siguiente:

“Complejo e Imago han revolucionado a la psicología, en particular a la de


la familia […] dominan los fenómenos que en la conciencia parecen
integrarse mejor a la personalidad.” (Lacan, 1938, 59)

Puede notarse, entonces, cómo la noción de complejo continúa a la definición de


la personalidad, en función de un criterio de estructuración psíquica progresiva. Tres
complejos se destacan en la descripción de Lacan:

 El complejo de destete, que representa la forma principal de la Imago


materna, y que domina el modelo de las relaciones de separación en la vida
del hombre.
 El complejo fraterno, que distribuye principalmente dos lugares en la
sucesión familiar (el de heredero o el de usurpador) y constituye el sentido
de la rivalidad. El partenaire considerado en la rivalidad es otro respecto
del cual se plantea un registro de conductas específicas: alarde, seducción,
despotismo, etc. Lo significativo es que dichas conductas indeterminan el
origen y el destinatario de cada una de ellas (“… si no, obsérvese al niño
que prodiga sus tentativas de seducción a otro, ¿dónde está el seductor?”,
Lacan, 1938, 73), por eso puede afirmarse que una de las leyes
fundamentales del campo especular es el transitivismo. Lo mismo podría
decirse de los celos, en cuanto reflejan un punto de identificación narcisista
con el otro celado (si la imagen del hermano no sometido al destete suscita
una agresión especial no es sino porque actualiza en el sujeto la Imago de
la exclusión materna). Es importante apreciar que aquí se observa una
reinterpretación –de Lacan– del método de las relaciones de comprensión
que, en este punto, sucumbe al quedar bajo la égida de lo especular. La
identificación con la imagen especular supone un “ponerse en el lugar del
otro”. No obstante, el abandono del método comprensivo no quiere decir

55
que Lacan haya dejado el recurso a motivos fenomenológicos en la
formalización (como se verá a continuación).
 El complejo de Edipo, cuya principal Imago es la del padre como
prohibitivo, aunque también como instaurador del reconocimiento de una
ley. El padre no es sólo el agente de la castración, sino también el
fundamento del Ideal que, asumido, permite un acceso pacífico a la vida
social.

Luego del artículo sobre los complejos familiares, cabe considerar el texto sobre el
estadio del espejo, en el cual es retomado el expediente de una identificación, a partir de
la cual el yo “se precipita en una forma primordial” (Lacan, 1949, 87). Luego de la
descripción de la paranoia como entidad clínica en la Tesis de 1932, subtendida por los
tópicos del alma bella y una primera reinterpretación del narcisismo freudiano; a partir
de la introducción de la noción de Imago, la concepción lacaniana de la constitución del
yo considera la cuestión específica del cuerpo. De este modo, al desconocimento y el
transitivismo (celos, seducción, etc.), se añade un tercer elemento del registro
imaginario: la agresividad sostenida en la experiencia corporal; o, mejor dicho, en estas
elaboraciones se esclarece cómo el cuerpo es la condición de posibilidad de dicha
agresividad.
La primera versión del escrito acerca del estadio del espejo, presentada en el
Congreso internacional de Marienbad en 1936, ha quedado inédita (dado que Lacan no
habría entregado el texto para las Memorias del Congreso), mientras que una segunda
comunicación, de 1949, titulada “El estadio del espejo como formador de la función del
yo [Je] tal como se nos revela en la experiencia psicoanalítica”, y que puede encontrarse
en los Escritos, es notablemente disgregada e incompleta. No obstante, es el informe
acerca de “La agresividad en psicoanálisis”, de 1948, el que permite suplementar el
carácter fragmentario de la versión editada.
En primer lugar, es importante destacar que la influencia de la fenomenología en
Lacan, en este contexto, proviene también a través de la mediación de la Gestalttheorie5

5
Para destacar las relaciones entre fenomenología y Gestalttheorie, Cf. Smith, B. (1988). En este punto,
es importante destacar la presencia en los desarrollos lacanianos sobre el estadio del espejo del
vocabulario técnico de la tercera de las Investigaciones Lógicas de Husserl, titulada “Teoría de todos y
partes”, por ejemplo, la noción de fundamentación (Fundierung), que sirve para despejar la idea una
totalidad en sentido pregnante, cuya unidad es superior a la mera suma de las partes. Asimismo, es esta
noción de fundamentación la que utiliza Lacan, en el escrito sobre el estadio del espejo, para referir que la
imagen corporal es una Gestalt.

56
(en autores como K. Köhler) y de H. Wallon (quien también refiere frecuentemente a P.
Guillaume, difusor temprano de la Gestalt en Francia, con su libro de 1925 L’imitation
chez l’infant).
En segundo lugar, cabe también apreciar que la constitución del cuerpo es, según
Lacan, el modelo de la constitución de toda realidad; por lo tanto, a la constitución del
yo como Urbild se añade aquí la constitución del mundo (Umwelt) en su conjunto.
En tercer lugar, es notorio que Lacan retoma explícitamente el planteo de Wallon
que distingue dos momentos de identificación con la imagen exteroceptiva: uno a los
seis meses, en el cual se toma conocimiento de una relación con el reflejo; un segundo
momento hacia el año, cuando la imagen es asumida virtualmente y toma un carácter
simbólico, esto es, la imagen del espejo deja de tener existencia por sí misma, y es
referida al yo propioceptivo (o del otro), reconocida en función de su carácter irreal y de
representación de una ausencia. Sin embargo, debe notarse que si bien Lacan replica los
términos de Wallon, éste nunca sostiene que la imagen misma sea una Gestalt, aspecto
propio de la lectura de Lacan, y que por lo tanto determina su concepción del campo
imaginario en una elaboración específica.
El artículo “La agresividad en psicoanálisis”, permite trazar otra distinción de
capital importancia: entre agresión y agresividad. Mientras que la primera denota una
acción (y, eventualmente, el modo en que algunos posfreudianos entendieron la noción
de pulsión de muerte), la agresividad es un invariante estructural de la experiencia
analítica, en la medida en que es un “fenómeno de sentido” (Lacan, 1948, 95)
irreductible, cuyo fundamento es el cuerpo. En este punto, es valioso apreciar que Lacan
continúa su elaboración en los mismos términos que en 1936 y 1938:

“Estos fenómenos mentales llamados imágenes […] el psicoanálisis fue el


primero que reveló al nivel de la realidad concreta que representan […]
nosotros hacemos responder a la antigua apelación de Imago.” (Lacan,
1948, 97)

En “La agresividad en psicoanálisis” Lacan adscribe a la noción de Imago una


“función formadora del sujeto” (Lacan, 1948, 97), siendo que esta acepción es un nuevo
modo de entender la crítica que realizara a la reducción de la subjetividad al dominio
instintivo. La experiencia de la agresividad (y la del sujeto) no podría ser reducida al
dominio biológico de meras tendencias, ya que los instintos mismos se encuentran

57
conformados a partir de “matrices que constituyen para los instintos” (Lacan, 1948, 97)
determinadas Imagos.
En el contexto de la presente exposición sobre la imagen corporal, Lacan destaca
un conjunto de Imagos privilegiadas para desencadenar la intención agresiva: las
imágenes de castración, de eviración, de mutilación, de desmembramiento, etc. La
diversidad de este conjunto de Imagos comparte una rúbrica “estructural” (Lacan, 1948,
97): remitir al cuerpo fragmentado. Este conjunto de imágenes encuentra verificación
clínica ya sea en el juego de los niños (por ejemplo, en el despanzurramiento de
muñecos), o bien en ciertas prácticas sociales como el tatuaje.
Este conjunto de Imagos corporales, que develan el estatuto fragmentario del
cuerpo, ponen de manifiesto la motivación de la agresividad en el hombre, en cuanto
para éste puede quedar en suspenso la unidad corporal. Sin embargo, para poder
explicitar esta motivación es preciso dar cuenta de la constitución unitaria de la
corporalidad. El argumento de Lacan tiene aquí los dos pasos siguientes:

 Situar la agresividad –como ya fuera entrevisto– como vivencia


intencional del hombre irreductible al instinto.
 Introducir la noción de Imago, destacando especialmente las Imagos
relativas al cuerpo propio. La agresividad tiene, según Lacan, una “Gestalt
propia” (Lacan, 1948, 98), que debe ser entendida a partir de su “función
imaginaria” (Lacan, 1948, 98).

Ambos aspectos del argumento se especifican en la siguiente afirmación:

“Anotemos aquí que de intentarse una reducción behaviourista del proceso


analítico […] se la mutila de sus datos subjetivos más importantes, de los
que son testigos en la conciencia los fantasmas privilegiados, y que nos han
permitido concebir la Imago, formadora de la identificación.” (Lacan,
1948, 98)

En este punto, cabe destacar el procedimiento metodológico de Lacan. Antes que a


la construcción de una metapsicología que sirva de fundamento científico a la
experiencia clínica, la exposición lacaniana circunscribe un fenómeno y busca
describirlo de acuerdo a la experiencia en que éste se manifiesta, buscando –según las

58
palabras de Lacan ya mencionadas en la introducción de este capítulo– una “esencia
fenomenológica”. Si la Tesis había servido al develamiento de la estructura de
desconocimiento del yo, los trabajos organizados alrededor de la Imago permiten cernir
una estructura de sentido compleja, la del narcisismo, cuyo eje capital es el
transitivismo (y cuyo correlato clínico es la identificación, manifiesta en los dos polos
de la seducción y la intención agresiva), y su condición posibilidad el cuerpo, entendido
no como una imagen –en la acepción ordinaria de este término–, sino como la asunción
de un sentido constituido, de una forma relacional, de la asimilación de una estructura
(que puede ser actualizada transferencialmente).
En este contexto, la fenomenología del yo propuesta por Lacan, soportada en una
concepción específica de la realidad psíquica como “fenómeno” y del discurso como
intención dirigida al analista como interlocutor, se relaciona con el síntoma por
exclusión: el síntoma es un sentido que el yo desconoce. Más adelante –en las
conclusiones de este capítulo–, volveremos sobre las cuestiones propiamente clínicas
que se desprenden de esta elaboración. En este punto, alcanza con indicar que la noción
de síntoma es lo suficientemente amplia e inespecífica (respecto de elaboraciones
posteriores de Lacan que formalizaron esta noción con mayor ahínco). Dicho de otro
modo, podría pensarse que la concepción lacaniana del síntoma en esta época, dado el
rodeo que pretende evitar la formalización metapsicológica (y, por ejemplo, no
tematizar un concepto de represión), permanece en un sentido “descriptivo”.
Por último, es preciso añadir que en el artículo sobre el estadio del espejo, Lacan
vuelve a resituar el método de las relaciones de comprensión en el plano imaginario:

“Es esta captación por la Imago de la forma humana, más que una
Einfühlung cuya ausencia se demuestra de todas las maneras en la primera
infancia, la que entre los seis meses y los dos años y medio domina toda la
dialéctica del comportamiento humano.” (Lacan, 1949, 105)

A partir de esta afirmación puede entenderse que la formulación del estadio del
espejo introduce un estadio previo al de la empatía, tal como Lacan la habría entrevisto
en la Tesis de 1932, como principal vínculo con el otro. Lacan distingue dos períodos a
partir de la identificación especular:

59
 Un primer período en que “se registrarán todas las reacciones emocionales
y los testimonios articulados de un transitivismo normal” (Lacan, 1949,
105), que podría ubicarse entre los 6 meses y los dos años y medio. Así, el
niño que pega dice haber sido pegado, o bien “el que ve caer llora”. De la
misma manera, es la identificación masiva a la imagen del otro la que
comanda las reacciones de prestancia y ostentación, de identificación del
esclavo con el déspota, del seducido con el seductor.
 Un segundo momento de la dialéctica imaginaria del estadio del espejo se
encuentra sesgado por la introducción del deseo. Lacan describe esta
instancia de acuerdo con la función de la referencia paterna, y la
pacificación que introduce en el orden imaginario.

En este punto, puede notarse cómo el desarrollo de 1949 continúa el trabajo de


1938 sobre los complejos familiares.
Asimismo, como un rasgo sobresaliente del texto de 1949 debe destacarse la
introducción preponderante de la función del lenguaje. En “La agresividad en
psicoanálisis” Lacan prácticamente no se había referido al tema. En esta nueva lectura
de la identificación a la imagen del cuerpo propio Lacan afirma que es el lenguaje el que
tiene la facultad de restituir al yo “en lo universal de su función de sujeto” (Lacan, 1949,
87). No obstante, esta introducción del lenguaje dista de ser algo novedoso, ya que –
como habrá de verse en el próximo apartado– su presencia enfática se encontraba desde
1946 (también en interlocución con una referencia fenomenológica).
Por último, en continuidad con este último aspecto, la consideración acerca del
lenguaje, en su relación con la constitución yoica, también es afirmada en el artículo de
1951 “Algunas reflexiones sobre el yo”, redactado en inglés y publicado en el
Internacional Journal of Psychoanalysis en 1953. En dicho texto Lacan sostiene que “la
estrucura del lenguaje es clave para entender la función del yo” (Lacan, 1951a, 9), cuyo
paradigma se encuentra en la función de la negación. De modo concordante con la
descripción establecida en los años anteriores, Lacan considera que “la función esencial
del yo está emparentada a esta negativa sistemática” (Lacan, 1951a, 10), esto es, al
desconocimiento. Asimismo, el texto repasa, uno a uno, los tópicos elaborados por
Lacan en los años anteriores, a partir de la Tesis: –el autocastigo en la paranoia de
Aimée; –el carácter alienante del yo; –la identificación con la Imago del cuerpo propio;

60
–la agresividad (distinguida de la agresión; –el transitivismo, los celos, el doble; etc.
Finalmente, se afirma la experiencia lingüística como soporte de la práctica analítica.
Para dar cuenta de este movimiento subterráneo que, progresivamente va cobrando
protagonismo en la obra de Lacan, y pone en primer plano la cuestión del lenguaje, al
punto de invertir su protagonismo con la noción de Imago, es preciso –como fuera
anticipado– retroceder principalmente al año 1946, al texto sobre la causalidad psíquica.

3.3 Después de la Imago

En los dos apartados anteriores se ha procurado mostrar que la relación entre


Lacan y fenomenología puede rastrearse desde el comienzo del “período psiquiátrico de
la obra de Lacan” (Muñoz, 2004), ya sea en la aplicación jaspersiana de la noción de
comprensión (Verstehen) en el marco de la Tesis (1932), o bien a partir de la referencia
a la Gestalttheorie en el escrito “El estadio del espejo….” (1949). En este tercer
apartado me dedicaré a la cuestión del lenguaje, con el propósito de demostrar que
algunos de los aspectos que, en años anteriores se habían formulado en torno a la noción
de Imago pasaron a ser adscriptos a una concepción específica del lenguaje. Dos
ejemplos de ello son: por un lado, la eficacia causal del síntoma neurótico, que Lacan
había suscrito en la noción de complejo; por otro lado, la eficacia simbólica en la
constitución del sujeto. No obstante, no se estará sugiriendo que lo formulado en primer
término, simplemente cambia de nombre en un segundo momento. La introducción de
una concepción elaborada del lenguaje en la obra de Lacan es también el motivo de
retorno al principio freudiano por excelencia: el après coup o Nachträglich. Esta
especial concepción de la temporalidad, a la que Lacan no hace mención en sus
primeros trabajos es un “lugar común” en un escrito de 1953 como “Función y campo
de la palabra y del lenguaje en psicoanálisis”.
Ya en 1936, en “Más allá del principio de realidad”, Lacan había destacado la
importancia del lenguaje en la experiencia analítica. No obstante, en dicho contexto, se
trataba de una referencia no sistemática, en la que el lenguaje es concebido a partir de la
noción de signo o intención significativa en un sentido amplio. En 1946 es donde puede
encontrarse una elaboración precisa de la cuestión, a través del recurso a la
fenomenología de M. Heidegger.

61
Luego de un desarrollo crítico del órgano-dinamismo de H. Ey, Lacan despliega lo
que llama una “fenomenología de la locura” (Lacan, 1946, 159). Un principio
metodológico fundamental de la fenomenología se afirma en el comienzo de dicho
proceder:

“Antes que hablar a los hechos es conveniente reconocer las condiciones


de sentido que nos los dan por tales.” (Lacan, 1946, 153)

Una vez más, Lacan plantea la cuestión de la búsqueda de la condiciones de


posibilidad del sentido de los fenómenos en el centro de su investigación. De ahí que
sostenga que la locura es “vivida íntegra en el registro del sentido” (Lacan, 1946, 156).
Respecto de la cuestión del lenguaje, su vínculo con la locura es expresado en los
siguientes términos:

“El fenómeno de la locura no es separable del problema de la significación


para el ser en general, es decir, del lenguaje para el hombre.” (Lacan, 1946,
157)

La principal realización que Lacan atribuye a la palabra-habla (parole) es la de


inaugurar el campo de la verdad para el hombre. Al igual que para Heidegger, el habla
(Rede) tiene una función constituyente del ser del hombre. Fundamentalmente, la
referencia lacaniana se encuentra en la paráfrasis del Heidegger de Ser y tiempo (1927),
y en la estructuración simbólica del mundo, entendida a partir de su significatividad
(Bedeutsamkeit).
Contrariando lo entrevisto en un primero momento de su obra, afirma Lacan en
este escrito que “la palabra no es signo, sino nudo de significación” (Lacan, 1946, 157),
siendo que encontramos en esta afirmación un antecedente de la posición que, años
después, desarrollará en el escrito “Función y campo de la palabra y el lenguaje…” en
relación a la función de la palabra plena como creadora de sentido. La palabra, antes
que adosarse a un significado, encuentra su esencia en el remitir al sentido del contexto
de significación en que se aplica. El desconocimiento de esta influencia fenomenológica
ha llevado muchas veces a acentuar, quizás injustamente, la ascendencia saussuriana de
la concepción lacaniana del lenguaje. Incluso en “Función y campo…” puede destacarse

62
que el nombre de Saussure se encuentra prácticamente elidido, mientras que las citas a
fenomenólogos se encuentran entramadas en varios lugares del texto.
Por esta vía, la locura es también una exploración de la apertura del habla hacia la
verdad, desocultando “la búsqueda de los límites de la significación” (Lacan, 1946,
158). De este modo, el estudio fenomenológico de la locura realizado por Lacan en la
primera parte de “Acerca de la causalidad psíquica”, “proseguido de acuerdo con el
método fenomenológico que aquí preconizo” (Lacan, 1946, 170), se encuentra
formalizado a partir de tres nociones provenientes del proyecto fenomenológico
heideggeriano: habla, Dasein, verdad. La particular relación que se establece entre estos
conceptos fundamentales permite afirmar una primera descripción, quizá la más
originaria, que puede realizarse de la fenomenología de la locura, y que revela que en
ella acontece una “insondable decisión del ser” hacia la potencia del lenguaje. La locura
plantea una “discordancia fundamental entre el yo y el ser” (Lacan, 1946, 177). La
identificación narcisista es el correlato de una “estasis del ser en una identificación
ideal” (Lacan, 1946, 163) que, por lo tanto, desconoce su propia determinación. En este
punto, el análisis del carácter alienado del yo es coherente con los desarrollos
entrevistos en el segundo apartado. No obstante, cabe atisbar que, en este contexto,
Lacan diferencia el yo de el “ser del sujeto” (Lacan, 1946, 168). Contra el objetivismo
del yo, Lacan recurre a la doctrina de otro fenomenólogo:

“La obra de Merleau-Ponty demuestra sin embargo de manera decisiva que


toda fenomenología sana, como por ejemplo la de la percepción, gobierna
lo que se considera experiencia vivida antes que toda objetivación con la
experiencia.” (Lacan, 1946, 169)

Lacan explicita, en este punto, los dos niveles mencionados de acuerdo a la


distinción entre lo determinado y lo indeterminado, lo condicionado y lo
incondicionado. El yo sería una instancia de objetivación, mientras que el ser del
hombre restaría como instancia de “apertura” a partir del “uso de la palabra” (Lacan,
1946, 151).
Por lo demás, esta referencia a Heidegger y Merleau-Ponty dista de ser
extraordinaria, ya que pocos años después en “Función y campo de la palabra y el
lenguaje…” se verá operando la misma referencia a la fenomenología para formalizar
un concepto clínico fundamental: el síntoma.

63
“Función y campo de la palabra y el lenguaje…” suele ser declarado el escrito
inaugural de la enseñanza de Lacan. Dos principales coordenadas contextúan la
promoción de su escritura y le otorgan ese título:

 Desde un punto de vista político, la ruptura con la Sociedad Psicoanalítica


de París, siendo que dicha escisión del campo psicoanalítico llevaría a la
fundación de la Sociedad Francesa de Psicoanálisis.
 Desde un punto de vista epistemológico, el comienzo sistemático de un
“retorno a Freud”, a partir de “abjurar” de su obra anterior, en cuyo centro
se encontraba la noción de Imago como principal operador de la
experiencia analítica. Asimismo, en dicho escrito es donde, por primera
vez, se encuentra una “lectura” simultánea de tres casos de Freud: el
hombre de los lobos, el hombre de las ratas y el caso Dora.

El propósito destructivo del discurso de Roma, del cual surgiría la enseñanza


enfática de la función de la palabra a partir de la estructura del lenguaje, ha sido
habitualmente interpretado no sólo como un rechazo de la obra anterior, sino como una
puesta en cuestión de los fundamentos fenomenológicos que influenciaron la obra
precedente. Sin embargo, cabría trazar dos precisiones: por un lado, y en función de lo
anterior, la descripción de la experiencia analítica como una praxis de lenguaje es una
presencia temprana en la obra de Lacan, incluso en su referencia a la noción de palabra;
por otro lado, también podría plantearse que el retorno de Lacan a Freud se gestó antes
de 1953, especialmente a partir de la lectura crítica de los historiales clínicos de Freud
desde 1951, siendo relevante que antes de la década del ’50 las referencias de Lacan a
la experiencia clínica de Freud eran prácticamente ocasionales.
No es el propósito de este capítulo dirimir el comienzo preciso de la enseñanza de
Lacan, aunque sí formular una apreciación advertida acerca de la misma: en todo caso,
importa situar que en los inicios de su enseñanza Lacan no habría producido una
ruptura con la tradición fenomenológica.
En términos generales, es posible encontrar una crítica explícita de Lacan a la
fenomenología en “Función y campo…”. No obstante, no puede pasar desapercibido
que bajo ese reproche a la fenomenología se encuentran los psicoanalistas de la época
(y no los fenomenólogos), que al sostener “estructuraciones preverbales” (Lacan, 1953,
232), caen bajo el rasgo común de “abandonar el fundamento de la palabra” (Lacan,

64
1953, 233), motivando una “deterioración del discurso analítico” (Lacan, 1953, 234),
cuyo principal efecto es el extravío en la concepción de la noción de “síntoma” (Lacan,
1953, 234). Queda así indicado el principal objetivo de este texto: el hilo conductor del
argumento lacaniano vuelve a poner sobre el paño la función de la palabra para
esclarecer la noción de síntoma.
El principal articulador del argumento de Lacan en “Función y campo…”, que
busca restituir el papel del síntoma como brújula de la cura analítica, se encuentra en la
distinción entre palabra plena y palabra vacía. Respecto de esta última, Lacan dice lo
siguiente:

“[el yo] captura [al sujeto] en una objetivación, no menos imaginaria que
antes, de su estática, o aun de su estatua, en una estatuto renovado de
enajenación.” (Lacan, 1953, 241)

Puede verse cómo en esta descripción se utiliza la distinción entre el ser del
sujeto, indeterminado y siempre en potencia, respecto del yo como instancia de
certidumbre (aunque de desconocimiento), retomando la diferencia ontológica entre la
existencia auténtica y la inauténtica propuesta en 1946, de acuerdo con Ser y tiempo de
Heidegger.
Otro punto de remisión heideggeriana en este escrito se encuentra en la utilización
de la noción de verdad, en cuanto la palabra la constituye como develamiento de los
espejismos en que el sujeto se enajena. El papel revelador de la verdad –Aletheia en la
formulación de Heidegger– se encuentra enlazado a la condición poiética que Lacan
atribuye a la función de la palabra en el curso de la cura, “la verdad de esta revelación
es la palabra presente que da testimonio en la realidad actual” (Lacan, 1953, 245). Aquí
se encuentra implícita la acción retroactiva de la temporalidad, como un aspecto
novedoso que permite confrontar la idea de una mera rememoración, cuando en la cura
analítica se trata mucho más de un recuerdo en acto que resignifique y reescriba la
propia historia.
La dirección de la cura es entrevista en esta época, según Lacan, a partir de la
emergencia de la verdad en lo real como una asunción del sujeto de su historia, “en
cuanto que está constituida por la palabra dirigida al otro” (Lacan, 1953, 254). La
función del otro en cuanto soporte de la palabra restituye la definición del inconsciente
como elemento tercero en la dialéctica del par imaginario. Ya no se tratará de la

65
concepción yoica a partir del desconocimiento, sino que el inconsciente se recorta como
una parte del discurso concreto que, en el relato de la historia del sujeto, testimonia de
la verdad velada en los recuerdos, acepciones semánticas, pero, fundamentalmente, en
el síntoma.
Implica esta concepción de la dirección del tratamiento que el análisis se opone a
cualquier orientación objetivante. No obstante, éste no es un aspecto novedoso en la
obra de Lacan, ya que desde sus primeros textos Lacan sostuvo esta idea. En todo caso,
lo novedoso radica en que Lacan modifica su modo de concebir el modo de intervenir
en función de concebir también de otro de modo el inconsciente. Por ejemplo, en
“Acerca de la causalidad psíquica” Lacan llegó a proponer el abandono de la palabra
“inconsciente” en psicoanálisis (Cf. Lacan, 1946, 173). En “Función y campo…” ese
designio es irrealizable, justamente por el modo en que se concibe el carácter simbólico
del síntoma. La noción de síntoma, formalizada a través de la función de la palabra y en
relación con la noción de sentido –ya no un sentido constituido, como el propio de lo
imaginario; sino un sentido constituyente, efecto de la palabra– pasa a ser sede de una
verdad que debe ser develada. En última instancia, la condición discursiva del síntoma
es el motivo principal en “Función y campo…”. No obstante, no se trata tampoco de
una originalidad en este caso, ya que ese estatuto del síntoma se encuentra anticipado
en “Intervención sobre la transferencia” (1951), donde Lacan sostiene que “Freud tomó
la responsabilidad […] de mostrarnos que hay enfermedades que hablan y de hacernos
entender la verdad de lo que dicen” (Lacan, 1951b, 206). La conjunción de lo noción de
verdad, sentido y el carácter retroactivo de la temporalidad analítica es también
afirmada en dicho texto en los siguientes términos:

“El análisis no puede tener otra meta que el advenimiento de una palabra
verdadera y la realización por el sujeto de su historia en relación con el
futuro.” (Lacan, 1951, 290)

3.4 Conclusiones

En el tercer apartado de este capítulo hemos puesto de manifiesto cómo la


concepción heideggeriana del habla (Rede) se encontraba presente en la obra de Lacan
desde 1946 –junto con su concepción de la verdad–, cobrando un desarrollo argumental

66
creciente hasta 1953, donde se revela como preponderante para la elaboración de la
noción de síntoma. Así es que Lacan sostuviera:

“El síntoma se resuelve por entero en un análisis de lenguaje, porque él


mismo esta estructurado como un lenguaje, porque es lenguaje cuya
palabra debe ser librada.” (Lacan, 1953, 258)

Es importante notar que “estructurado como un lenguaje” no quiere decir aquí


“estructurado como la lengua saussureana” (y las operaciones de metáfora y
metonimia), sino que remite directamente a una influencia de la fenomenología6 (tal
como esta noción de influencia fue propuesta en la introducción).
No obstante, luego de esta conclusión negativa, pueden extraerse diversas
conclusiones positivas, que enumeraremos –en función de los resultados de los tres
apartados anteriores– antes de formular ciertas conclusiones específicas por su alcance
clínico.
En primer lugar, puede afirmarse que, entre la publicación de la Tesis (1932) y la
presentación de “Función y campo…” (1953), el discurso lacaniano se encuentra
formalizado de acuerdo con la influencia fenomenológica. No obstante, la presencia de
la fenomenología en la “obra temprana” de Lacan dista de ser unívoca. Si bien en la
introducción de este capítulo hemos sentado ciertas condiciones mínimas de una teoría
fenomenológica, la participación diferencial de autores mencionados por Lacan indica
un desplazamiento considerable: desde K. Jaspers (y E. Husserl) hacia M. Heidegger (y
M. Merleau-Ponty); o bien, desde la descripción de una experiencia antepredicativa, de
la cual el lenguaje sería un mero reflejo significativo, y a la cual podría accederse a
través de la empatía, hacia una realidad entrelazada lingüísticamente. Desde un sentido
pre-dado (o constituido) hacia un sentido naciente en los bordes de la palabra
(constituyente).
Con la influencia de la fenomenología, Lacan habría podido sentar las bases de un
“orden imaginario”, esto es, describir una fenomenología del yo y de la realidad. En la
Tesis, el psicoanálisis es retomado de modo convergente con el método

6
Otra referencia explícita en este punto en el texto de Lacan es la concepción merleau-pontyana del
lenguaje a través de su noción de “discurso indirecto”. En el texto titulado “El lenguaje indirecto y las
voces del silencio” (1952), Merleau-Ponty destacar el carácter poético del habla y retoma una distinción
propuesta en Fenomenología de la percepción entre habla hablante y palabra hablada muy próxima de la
distinción entre palabra plena y palabra vacía en Lacan.

67
fenomenológico. En palabras de Lacan “el método freudiano [se revela] tan
profundamente comprensivo en el sentido en que venimos empleando este términos”
(Lacan, 1932, 294), esto es, en sentido jaspersiano. En los trabajos que van desde
mediados de la década del ’30 hasta fines de la del ’40, puede encontrarse una
profusión similar de referencias jubilosas hacia la fenomenología. En el segundo
apartado de este capítulo hemos propuesto que la particular interpretación de la noción
de Imago que realiza Lacan se encuentra subtendida por ciertos conceptos
fundamentales de dicha tradición: –la noción de imagen; –la noción de fenómeno; –la
noción de intencionalidad; –la ontología formal husserliana. Asimismo, con la noción
de complejo –siguiendo una formulación de P. Muñoz– podría decirse que “Lacan logra
delimitar una estructura previa al estructuralismo que se sigue de la lingüística, en la
que se inscriben no significantes sino huellas históricas. En consecuencia, aquí el
inconsciente no está estructurado como un lenguaje –formulación posterior– sino
estructurado por imagos” (Muñoz, 2004, 92).
Pueden compendiarse los resultados obtenidos para el mentado margen de tiempo
del modo siguiente:

 En un primer momento (1936), la noción de imagen como forma designa


la disputa con el asociacionismo del siglo XIX. Para criticar dicha
apreciación, Lacan recurrió a la noción de “fenómeno” de acuerdo con la
concepción fenomenológica de la intencionalidad. Este planteo es
retomado en los mismos términos en 1948 en el texto sobre la agresividad.
De este modo, puede concluirse que la referencia argumental
fenomenológica sirvió a Lacan para recuperar un ámbito propio de sentido
con el que contrarrestar los planteos positivistas propios de la época.
 La noción de complejo, introducida en 1938, redefine la noción de
personalidad de la Tesis, y se revela como instauradora de imágenes. Este
último aspecto es el que tiene continuidad en 1948 cuando Lacan afirmó
que la Imago tenía una “función formadora” del sujeto. Asimismo, en ese
lapso, Lacan realizó una interpretación de la Imago como Gestalt, a partir
de los recursos teóricos de la fenomenología husserliana, aproximándola a
la constitución del cuerpo propio como totalidad.

68
En la Tesis se encuentra el germen de la preocupación que Lacan habría de
intentar resolver en los dieciséis años siguientes. Habiendo tomado el recurso a la teoría
de los estadios de la libido –otro “préstamo que hemos hecho del psicoanálisis” (Lacan,
1932, 292)– se encuentra la concepción del yo y el narcisimo que Lacan formula en
dicha época temprana, luego de haber destacado el bovarismo de Aimée, a partir del
cual podría estipularse que el primer aspecto que se atribuye al yo es la función de
desconocimiento. A dar cuenta de la constitución del yo se encontró destinada la
fenomenología de la experiencia analítica realizada por Lacan desde mediados de la
década del ’30 y principios del ’50. Los distintos componentes de dicha fenomenología
formulan las invariantes del orden imaginario:

 En primer lugar, el orden imaginario circunscribe los límites del


desconocimiento yoico. Desde un comienzo Lacan destacó que esta
incompetencia se articula en una concepción del psicoanálisis como
experiencia discursiva, en cuanto el yo desconoce el sentido latente de
aquello que su intencionalidad promueve.
 En segundo lugar, el orden imaginario delimita un territorio de fenómenos
específicos: la agresividad, los celos, la infatuación, etc. El principal
ordenador para dar cuenta de esta diversidad de figuras es el transitivismo.
Además, debería tenerse en cuenta que, entre 1932 y 1953, Lacan realiza
una notable rectificación de las “relaciones de comprensión”. Si en 1932,
éstas designaban la puesta en acto de una “representación intuitiva” del
otro, de acuerdo con la influencia jaspersiana, en los años siguientes dicho
desplazamiento observa un cambio de signo: en 1938, la comprensión ya
es descrita como una forma de identificación; en 1948 es entrevista como
un momento derivado respecto de la “captación por la Imago de la forma
humana” (Lacan, 1948, 105). De este modo, la relectura de las relaciones
de comprensión participa de una orientación general: la verdad de la
comprensión se encuentra en el transitivismo, demostrándose como
testimonio de la imposibilidad de la intersubjetividad.

Dando un paso más, podría proponerse, destacando que Lacan habla de una
“esencia fenomenológica del narcisismo”, una aproximación entre el procedimiento de
formalización de Lacan y aquello que los fenomenólogos llaman captación de esencias.

69
Merleau-Ponty presenta el carácter propio de la intuición de esencias en los siguientes
términos:

“Se debe insistir sobre el carácter concreto y familiar de la Wesensschau…


La captación, a través de mi experiencia contingente de significaciones
valederas universalmente, no es en absoluto, para emplear las propias
palabras de Husserl, una ‘operación mística que nos transporte más allá de
la experiencia’.” (Merleau-Ponty, 1977, 32)

La intuición de esencias es una explicitación de sentido en la experiencia y, por lo


tanto, puede ser llamado un “conocimiento concreto” (Merleau-Ponty, 1977, 34). En
todo caso, la reducción eidética tiene el carácter de una “constatación” (Merleau-Ponty,
1977, 57), esto es, no se trata de una formulación explicativa que postule una entidad
abstracta como fundamento de la experiencia, sino de la elucidación de la experiencia.
Para Lacan, la metapsicología freudiana se desenvolvía a partir de la promoción
de mecanismos abstractos sobre entidades ideales: represión, inconsciente, etc. El
propósito de combatir la metapsicología freudiana, en su vertiente especulativa, será
conservado por Lacan incluso en años posteriores (por ejemplo, al sostener que la
represión es el retorno de lo reprimido, y que el estatuto del inconsciente es ético y no
ontológico).
La metapsicología de Freud podría ser descrita en los términos con que Husserl
consideraba las teorías de los físicos, esto es, como ficciones idealizantes
(idealisierende Fiktionen). Por ejemplo, podría considerarse el caso Dora y advertir, en
toda una primera instancia, que Freud se dedica a la búsqueda de corroboración para la
teoría de los dos tiempos del trauma. Una vez que Dora (Cf. Freud, 1901[1905], 27)
comunicó la segunda escena (primera en la secuencia temporal), es que pudo comenzar
a hablar de aquello que da la clave del historial freudiano, esto es, el deseo que enlaza
al padre con la señora K. Podría pensarse, entonces, que en dicho historial, la
concepción metapsicológica de los dos tiempos, deducidos de los Estudios sobre la
histeria a partir de una generalización empírica –aspecto muy distinto al
descubrimiento de la temporalidad de la estructura–, precipita un cierto obstáculo
clínico para Freud. De este modo, el recurso de Lacan a la fenomenología se
fundamenta en un verdadero interés clínico, de formalización de la experiencia

70
analítica, de búsqueda de un método de exposición que se adecue a la experiencia que
describe.
Para concluir, puede afirmarse como algo demostrado la construcción de lo
imaginario especular a través del recurso a la fenomenología. En los capítulos
siguientes habrá de verse cómo la introducción del objeto a como mirada continúa este
hilo conductor y, a su vez, repercute en modificaciones en la concepción de lo
imaginario.

71
Capítulo 4
El objeto a y la intencionalidad

El concepto de intencionalidad se encuentra en el núcleo de la descripción


fenomenológica de la conciencia. Que “toda conciencia es conciencia de algo” es la
afirmación básica que –desde el precedente inmediato en la psicología empírica de
Franz Brentano (1874) hasta las concepciones más recientes en, por ejemplo, la
fenomenología material de Michel Henry (1990)– permite reconocer un campo de
investigaciones propiamente fenomenológico. Así, por ejemplo, en su Historia del
movimiento fenomenológico (1969) Herbert Spiegelberg ha destacado entre las
invariantes del método de esta orientación de pensamiento la consideración de la
correlación intencional como el hilo conductor capital.
No obstante, el concepto de intencionalidad dista de ser unívoco. Podría decirse
que la tradición fenomenológica ha variado, y eventualmente ampliado, el significado
de este término, al punto de que es preciso reconocer distintas versiones de la
intencionalidad, quizá tantas como diversos fenomenólogos haya.
En el contexto de este capítulo este último es un dato sumamente relevante, en la
medida en que su propósito es esclarecer una referencia explícita en el seminario 10
(1962-63) de Jacques Lacan:

“Husserl, al delimitar la función de la intencionalidad, nos deja cautivos de


un malentendido acerca de lo que conviene llamar objeto del deseo.”
(Lacan, 1962-63, 114)

Esta indicación dista de ser una referencia ocasional. Entre el seminario 8 (1960-
61) y el seminario 13 (1965-66) se asiste, en la enseñanza lacaniana, a la introducción

72
de la noción de objeto a. De acuerdo con Lacan, este objeto nunca podría ser pensado
como una referencia intencional de la conciencia. Por ejemplo, en el seminario 11
(1964) Lacan afirmaba esta orientación con los siguientes términos:

“La esquizia que nos interesa [del ojo y la mirada como objeto a] no es la
distancia que se debe al hecho de que existan formas impuestas por el
mundo hacia las cuales nos dirige la intencionalidad de la experiencia
fenomenológica.” (Lacan, 1964, 80)

No obstante, ¿qué clase de objeto es el objeto a si no es un objeto intencional? O,


dicho de otro modo, ¿qué concepción de intencionalidad es la que Lacan está refutando
en sus afirmaciones del seminario 10 y el seminario 11? En principio, es evidente que
explícitamente Lacan se refiere a Husserl. Pero, ¿otras concepciones de la
intencionalidad tendrían que ser igualmente desestimadas desde la perspectiva
lacaniana? En otros términos, cabría preguntarse si acaso este ajuste de cuentas con
Husserl es una crítica que podría extenderse de modo global a toda la fenomenología en
su conjunto; o bien, ¿de qué modo cabría pensar el objeto a en el límite de la
intencionalidad husserliana?
Estas preguntas son de máxima importancia si cabe tener presente que ya en el
seminario 11 Lacan recurrió a la obra de otro fenomenólogo para dar cuenta del objeto
a como mirada: a través de un comentario de Lo visible y lo invisible (1964) de
Merleau-Ponty es que Lacan llegaría a dar cuenta del circuito de la satisfacción
escópica. No nos detendremos en este capítulo en una exposición del alcance de dicho
comentario, que reservamos para otros capítulos específicos (Cf. Capítulo 5 y Capítulo
6), aunque realizaremos ciertas indicaciones en el tramo final que los anticipen.
En este contexto nos atendremos concretamente a una exposición de diversas
concepciones de la intencionalidad, que permitan deslindar el sentido de la afirmación
antedicha de Lacan y delimitar de qué manera el objeto a puede ser pensado en función
de una crítica –en el sentido kantiano de una investigación de condiciones de
posibilidad, y no como refutación– de la noción fenomenológica de intencionalidad.
En un primer apartado, nos dedicaremos a la concepción husserliana de la
intencionalidad, con la consideración específica de los “actos objetivantes”, donde
plantearemos la cuestión de su relación con los “actos no objetivantes”; luego, en un
segundo apartado, expondremos la concepción heideggeriana de la nada, como un

73
modo de reelaborar el tipo de los actos no objetivantes, en la vía de plantear una
concepción del objeto que ya no sería correlato intencional de la conciencia; por último,
en el tercer apartado, prestaremos atención a la crítica merleau-pontyana de la noción
de sensación, que es el hilo conductor de una concepción de la intencionalidad también
diferente de la Husserl, aunque con el interés de que incluye el cuerpo, y que encuentra
su deriva en los escritos de Merleau-Ponty sobre la cuestión de la pintura, en los que
puede reconocerse un esquema de relación con el objeto que es de particular relevancia
para el planteo lacaniano del objeto a. En el apartado de las conclusiones dejaremos
planteadas líneas de investigación posibles, que destaquen la importancia de analizar
las relaciones entre el psicoanálisis lacaniano y la fenomenología de Merleau-Ponty,
una vez que ya esté demostrado de qué modo debe ser entendida la relación entre el
objeto a y el concepto fenomenológico de intencionalidad.

4.1 El objeto como correlato intencional en Husserl

En este primer apartado consideraremos la noción husserliana de intencionalidad,


a través de su exposición capital en las Investigaciones lógicas (1900-01). El concepto
que atraviesa este desarrollo es la noción de constitución, es decir, el objeto intencional
es un objeto constituido por la conciencia, a través de lo que Husserl llamara “Teoría de
las Formas de Aprehensión”.
En las Investigaciones lógicas la estructura del acto intencional reconoce, como
punto de partida, dos elementos: los contenidos representantes –el aparecer– y el objeto
intencional –lo que aparece–. Por ejemplo, en el caso de la percepción externa, los
contenidos representantes son las sensaciones, y objeto intencional es el objeto
trascendente de la percepción.
Los contenidos son vividos, son parte real (reell) de la conciencia, y el
componente no intencional del acto. Lo que aparece no es vivido, y es una garantía de
que la conciencia no se reduce a un mero vivir. Asimismo, para que a través de los
contenidos pueda aparecer el objeto, se debe considerar la participación de un tercer
elemento: la aprehensión (Auffassung), interpretación (Deutung), apercepción
(Apperzeption) que expliquen la aparición del objeto. De este modo, el objeto es
constituido de acuerdo con un esquema hylemórfico (materia-forma).

74
Asimismo, para el Husserl de las Investigaciones lógicas, la diferencia de carácter
de los actos intencionales se explica a partir de la teoría de las formas de aprehensión,
que tiene en cuenta la relación entre los componentes de los actos –la forma de
aprehensión (Auffassungsform) o forma de representación (Form der Repräsentation)
es la forma de unión de dos de los componentes del acto intencional: la materia y el
representante–. El contexto en que Husserl piensa estas distinciones es la 5ª
investigación lógica, en la que se da cuenta de la diversidad que aquí nos interesa
plantear entre “actos objetivantes” y “actos no objetivantes”.
Podría decirse que la 5ª investigación gira alrededor de la crítica y rehabilitación
de la teoría de los actos de conciencia y la noción de representación de Brentano.
Específicamente, la distinción que nos sirve de base para este desarrollo es la efectuada
entre los “actos objetivantes” y los “actos no objetivantes”, cuya tematización puntual
aparece recién al final de la investigación. Encontramos condensado en esta distinción
el problema de cómo, es decir, de qué modo posee un acto intencional su objeto.
Para arribar al problema de los actos no objetivantes, primero debemos reconstruir
brevemente algunos de los argumentos que utiliza Husserl en esta investigación. Luego
de discutir extensamente la noción de acto de conciencia, Husserl se inclina finalmente
a definir el acto como “una vivencia intencional, [significando este adjetivo] la
propiedad de la intención, la relación con un objeto por medio de la representación o de
un modo análogo cualquiera” (Husserl, 1900-1, 378). Entonces, un acto consiste en
“una actividad mental en la cual algo (un objeto) se le presenta al sujeto” (Lorca, 1999,
151). Aclaremos desde ya que esto se da independientemente de la atención: la
descripción de Husserl es estructural, es decir, estamos en presencia del célebre
principio brentaniano de la intencionalidad, según el cual “toda conciencia es
conciencia de algo”. Por supuesto, Husserl no retoma sin modificaciones este principio,
como se indicará en esta exposición.
A partir de este concepto unitario de acto, Husserl distingue entre los actos
simples y los actos complejos: los actos complejos están fundados en los actos simples.
Esto quiere decir que en un acto global, por un lado, “cada acto parcial tiene su relación
intencional particular, cada uno tiene su objeto unitario y su modo de relacionarse con
él”; pero, por otro lado, “estos múltiples actos parciales se combinan en un solo acto
global, cuya función de conjunto consiste en la unidad de la relación intencional”
(Husserl, 1900-1, 403), de suerte que “el objeto del acto global no podría aparecer tal
como aparece de hecho si los actos parciales no representasen sus objetos a su modo”

75
(Husserl, 1900-1, 403). Entonces: a) un acto complejo es aquel cuya referencia
intencional (su objeto) es la combinación de las referencias intencionales de otros actos,
mientras que b) un acto simple es aquel cuya referencia intencional (su objeto) es sólo
su propia referencia intencional, sin involucrar ningún otro acto. Husserl da la metáfora
de una máquina compleja que opera como resultado de una combinación determinada
de máquinas simples.
Sin embargo, es en la distinción de los momentos de los actos de conciencia
donde aparece lo más propio de la doctrina de Husserl. Existen dos momentos del acto
en lo que concierne a su intencionalidad: la materia y la cualidad. 1) Por un lado, la
materia consiste en el contenido del acto que: a) “le confiere [al acto] la orientación
determinada hacia un objeto […] y [hacia] ninguna otra cosa” (Husserl, 1900-1, 414); y
b) le da al acto “el modo según el cual el acto apunta [al objeto]” (Husserl, 1900-1,
415), es decir, el acto apunta al objeto de este modo preciso y no otro. Así, dos materias
diferentes pueden dar la misma relación al objeto (por ejemplo, dice Husserl, un
“triángulo equilateral” y un “triángulo equiángulo” apuntan al mismo objeto), pero “dos
materia idénticas no pueden dar jamás una relación diferente al objeto” (Husserl, 1900-
1, 416), lo cual implica un principio de identidad ideal. 2) Por otro lado, la cualidad es
la manera del acto, el modo en que se nos presenta esa materia. Por ejemplo, la
representación, el juicio, la pregunta, la duda, el deseo, etc., acerca de una materia
determinada.
Husserl llama esencia intencional al conjunto de la materia y la cualidad, y ésta
consiste en una “cosa esencialmente compleja que [en virtud de una abstracción
idealizante] se puede descomponer en dos momentos abstractos, [la materia y la
cualidad, donde] […] el primero de estos momentos se comporta, por consiguiente, con
respecto al segundo, como en el caso de nuestra comparación el color determinado con
respecto a la extensión” (Husserl, 1900-1, 435). Así, tanto la materia como la cualidad
son parte del todo de la esencia intencional, solamente aislables en virtud de una
distinción lógica, pero no real. De modo tal que, si faltase alguno de los dos momentos,
no habría esencia intencional. La esencia intencional es la garantía de identidad del
acto: un acto es el mismo que otro si tienen la misma esencia intencional.
El haber aislado la cualidad de la materia conduce a Husserl a plantear la
existencia de cierto tipo de vivencias:

76
“Un vasto género de vivencias intencionales […] que determina el
concepto más grande que pueda significar el término de representación
dentro del conjunto de la clase de las vivencias intencionales.” (Husserl,
1900-1, 481)

Husserl otorga a este “género cualitativamente unitario” el nombre de actos


objetivantes. Hay dos componentes a destacar respecto de los actos objetivantes: a)
engloban dos especies diferenciales de la cualidad: la ponente, que “apunta a su objeto
como existente”, y la no ponente, que “deja en suspenso la existencia de su objeto”; y
b) “toda materia (...) es materia de un acto objetivante” (Husserl, 1900-1, 494). Así,
que toda materia sea la materia de un acto objetivante implica que: i) si la esencia
intencional de todo acto consiste en su materia y su cualidad, y ii) si el género de
cualidad más elevado, el objetivante, es el único que puede poseer materia, entonces iii)
el género de cualidad que se oponga al objetivante, a saber, el no objetivante, sólo
poseerá su materia tomándola “prestada”, por así decir, de la perteneciente
originalmente a un acto objetivante.
Puede verse, entonces, que la diferenciación entre los actos objetivantes y los
actos no objetivantes le permite a Husserl “rehabilitar” el “principio de la
representación” de Brentano, según el cual toda vivencia intencional o bien es una
representación, o bien reposa sobre representaciones que le sirven de base. Aunque
parecida, la enunciación husserliana se diferenciará de la anterior:

“Toda vivencia intencional o bien es un acto objetivante o bien tiene un tal


acto como ‘base’, es decir que encierra necesariamente, en este último
caso, como parte componente, un acto objetivante cuya materia total es a la
vez, y esto de una manera individualmente idéntica, su materia total.”
(Husserl, 1900-1, 493-494)

En este punto, surge la pregunta de a qué se refiere Husserl específicamente


cuando habla de actos no objetivantes. Lo primero que podemos decir es que si los
actos objetivantes son todos los actos que tienen por función representar el objeto en la
conciencia, los actos no objetivantes son todos los actos que no tienen dicha función.
Aquí, Husserl tiene en mente determinadas cualidades conocidas como sentimientos.
Por ejemplo, la alegría, la tristeza o el deseo, que no presumen en sí mismos la

77
existencia del objeto (porque, recordemos, las cualidades ponentes y no ponentes
pertenecen al género de los actos objetivantes), sin embargo necesitan un objeto del
cual se sienta alegría o tristeza o que sea deseado. Por ello, la característica
fundamental de los actos no objetivantes es que deben estar fundados en los actos
objetivantes, los cuales “tienen precisamente la función de específica de proporcionar
ante todo, a todos los actos [no objetivantes], la representación de la objetividad [los
objetos] con la cual [los actos no objetivantes] se relacionan [cualificándolos] en los
modos nuevos que les son propios” (Husserl, 1900-1, 494).
Por lo tanto, tomados aisladamente, los actos no objetivantes serían cualidad sin
materia, ya que en sí mismos carecerían de una materia propia (podría pensarse en la
alegría, la tristeza, el deseo, en sí mismos). Pero como los actos no objetivantes nunca
ocurren en sí mismos (lo que constituiría la presentación de una “cualidad pura”),
deben estar fundados necesariamente en actos objetivantes de los cuales toman
“prestada” la materia que apunta a la objetividad (para Husserl, la alegría siempre es
alegría de algo, la tristeza es por algo y el deseo es de algo).
En definitiva, los actos no objetivantes son actos complejos, entre cuyos actos
componentes simples encontramos los actos objetivantes, razón por la cual no carecen
de objeto intencional –en el apartado siguiente veremos cómo la concepción
heideggeriana del afecto avanza complementando esta posición en su revisión de la
noción de intencionalidad–. De este modo, Husserl retoma no solamente la noción de
intencionalidad y el “principio de la representación” de su maestro Brentano, sino
también la tripartición de los fenómenos mentales en tres categorías: la representación,
el juicio y la emoción. Cabe recordar aquí que para Brentano los juicios y los
fenómenos de amor u odio son, al contrario de las representaciones simples, complejos
de actos que encierran a su base el acto dependiente que da el modo de la referencia.
Para finalizar este apartado, digamos que si el acto no objetivante no tiene por sí
mismo una materia que le apunte hacia el objeto, ello no quiere decir que de hecho
carezca de materia, sino que se funda en un acto objetivante cuya materia le sirve de
base para apuntar al objeto. El acto no objetivante se añade al acto objetivante como
una cualidad que viene a “pintar” afectivamente, por así decir, dicho objeto. Ahora
bien, como estamos hablando de un acto complejo, ambos momentos simples (el
objetivante y el no objetivante) son diferenciables en un sentido lógico, pero no real.
Por lo tanto, en la experiencia del acto objetivante, es necesario que exista un objeto al

78
cual se apunte por medio de alguna materia, lo cual vuelve para Husserl inconcebible la
existencia de un afecto respecto del cual no haya objeto.
Por último, como una precisión terminológica, es importante aclarar que el
decurso de la noción husserliana de constitución se prosigue en Lecciones sobre la
conciencia interna del tiempo. No obstante, cabe destacar que el desarrollo de Husserl
no es lineal, dado que en Ideas I (1913) –en la tercera sección, cuyo propósito es
esclarecer la estructura general de la conciencia pura– Husserl vuelve a remitir al
esquema hylemórfico –aunque mencionando la necesidad de recurrir, para un análisis
más preciso, a los análisis sobre el tiempo. En Ideas, el objeto intencional es llamado
nóema y el acto aprehensivo nóesis. Los contenidos representantes son el material
hylético. En términos generales, la noción de nóema es más amplia que la de objeto
intencional, dado que no remite sólo al objeto referido, sino también a sus
características (por ejemplo, en el caso de un árbol, su color, forma, etc.). Asimismo, en
Ideas, la cualidad del acto intencional es reemplazada por los caracteres de creencia
(dóxicos o téticos), cuyo correlato objetivo son los caracteres de ser del núcleo
noemático. Los actos objetivantes son actos dóxicos, y se dividen en los que tienen
carácter de posición –los ponentes de Investigaciones– y los neutralizados –los no
ponentes–. Por otro lado, en Ideas, la teoría de las Formas de Aprehensión es
reemplazada por la teoría de los caracteres del núcleo noemático –como fundamento de
la diferencia de carácter entre los actos–.
Podrían seguir mencionándose convergencias (y divergencias) terminológicas y
conceptuales entre las lecciones sobre el tiempo e Ideas I; no obstante, este tópico
debería ser el motivo de un estudio específico (otra tesis). Aquí sólo se prestamos
atención a los aspectos relevantes para la noción de constitución en función de la
caracterización de la noción de intencionalidad, y si atendimos a una obra temprana de
Husserl (aunque madura por su contenido) y previa al “giro trascendental” o idealista
de su filosofía, es para dejar sentada de un modo más explícito la posibilidad de una
convergencia de la fenomenología con el psicoanálisis que no recurra a presupuestos
ontológicos que podrían ser rechazados antes de interrogar la posibilidad de ese
vínculo.

79
4.2 El objeto en la fenomenología de Heidegger

Si para el Husserl de la 5ª investigación no puede pensarse un afecto que se


presente sin objeto alguno, es conocida la concepción según la cual Heidegger
encontraría que de hecho existiría algo así: la angustia. En este punto, nos detendremos
sobre lo que escribió Heidegger acerca de esta “experiencia” de la angustia retomando
algunos de sus desarrollos en ¿Qué es metafísica? (1929), que avanza sobre algunas de
las nociones presentadas en Ser y Tiempo (1927).
El propósito de este apartado es dar cuenta de la problematización heideggeriana
de la noción de intencionalidad, a la que Heidegger –ya muy tempranamente–
consideraba uno de los problemas fundamentales de la fenomenología (Cf. Heidegger,
1925). Esta revisión permitirá observar cómo en el planteo heideggeriano el objeto
cambia de estatuto, al dejar de lado la idea de una fenomenología de la constitución, de
acuerdo con la correlación intencional. Por esta vía, llegaremos a la tematización de una
donación que no necesariamente tiene la forma de una manifestación objetivada –en el
sentido de los actos objetivantes entrevistos en el apartado anterior–.
Heidegger comienza ¿Qué es metafísica? (Lección pública inaugural sostenida el
24 de julio de 1929 en el aula de la Universidad de Friburgo) afirmando que la pregunta
por la metafísica nos conduce a la pregunta por la nada: debe buscarse la experiencia
originaria en que la nada “se da”. Entonces, Heidegger se pregunta qué es la nada, y
encuentra que para el “sentido común” la nada se define como “la completa negación
de la totalidad de lo ente” (Heidegger, 1929, 22). Ahora bien, Heidegger está
convencido de que no debe pensarse que: 1) habría primero la totalidad de lo ente; y 2)
luego la negación de dicha totalidad de lo ente; 3) proceso cuyo resultado sería la nada.
No es que la nada surja de la negación, sino que “la nada es el origen de la negación, y
no a la inversa” (Heidegger, 1929, 34). Esta tesis central –a comprobar– implica, por su
parte, que si la negación, que es una acción del entendimiento, depende de la nada,
entonces el entendimiento también dependerá de la nada.
Retomando la definición del “sentido común” según la cual la nada es la negación
de la totalidad de lo ente, Heidegger se pregunta cómo puede “darse” al Dasein en su
finitud la “totalidad de lo ente”, y encuentra dos objeciones a dicha posibilidad: a) por
un lado, al “darse” de la nada (la donación en el sentido fenomenológico que el autor
busca imprimirle) no corresponde una formulación lógico-formal del entendimiento, a
la manera de una negación (lo cual nos conduciría al “concepto formal de la nada”),
80
sino que Heidegger está buscando “una experiencia fundamental de la nada”
(Heidegger, 1929, 24); b) por otro lado, Heidegger distingue para el Dasein entre el
captar la totalidad de lo ente en sí –lo cual es imposible– y el encontrarse en medio de
lo ente en su totalidad –lo cual sí es posible–. Precisemos que hay que entender esta
“totalidad” como el conjunto de los entes a los cuales el Dasein se liga y aquellos entes
que, no siendo objeto de atención y, “aunque sólo sea en la sombra” (Heidegger, 1929,
23) se encuentran en la unidad del todo.
Entonces, hasta aquí se desprende que: i) la experiencia de la nada no debe darse
por medio del entendimiento, sino por otra vía –que será la del afecto– ii) la cual no
capta un todo “en sí”, sino que revela una totalidad “con sombras”. 7 En este sentido, lo
expresado aquí aparece en continuidad con algunas de las ideas de Ser y Tiempo
relativas la “disposición afectiva” [Befindlichkeit]. En efecto, en esta obra, el conjunto
de la disposición afectiva y el comprender conforma “las dos formas constitutivas y co-
originarias de el Ahí” (Heidegger, 1927, § 28). La disposición afectiva no es “una auto-
percepción”, sino un “encontrarse afectivamente dispuesto” al cual, “desde un punto de
vista ontológico fundamental, es necesario confiar el descubrimiento del mundo”
(Heidegger, 1927, § 29).
En conformidad con lo expresado en Ser y Tiempo (sino de forma más radical que
en aquella obra, ya que en 1929 se acentúa la primacía de la disposición afectiva por
sobre el comprender), Heidegger sostiene en ¿Qué es metafísica? que “el estado de
ánimo [gestimmtsein] por el que uno ‘está’ así o de otra manera, es lo que hace que al
invadirnos dicho ánimo plenamente nos encontremos en medio de lo ente en su
totalidad” (Heidegger, 1929, 24). Heidegger da ejemplos de estados de ánimo que
reúnen a los objetos para el Dasein, como es el caso del tedio o la alegría que procura la
presencia del Dasein de un ser querido. Pero, justamente, “cuando los estados de ánimo
nos conducen de este modo ante lo ente en su totalidad, nos ocultan la nada que
estamos buscando” (Heidegger, 1929, 25).
Llegados a este punto, para resumir lo expuesto, podemos decir que Heidegger
busca una experiencia de la nada, y lo hace no por la vía del entendimiento, sino por la
del sentimiento. Pero encuentra que, precisamente, los sentimientos manifiestan lo ente
en su totalidad; por lo cual –desde la lógica– para alcanzar la nada habría que negar esa
totalidad, es decir, habría que tener una negación del sentimiento. Sin embargo,

7
Heidegger no especifica la naturaleza de este todo “con sombras”, pero podemos inferir que referiría a
un todo que no captable de una vez, sino escorzado, lo cual remite a la noción fenomenológica de objeto.

81
recordemos que la tesis de Heidegger busca justamente evadir la lógica de la negación
al afirmar que la nada no surge de la negación, sino a la inversa. Por lo tanto, la nada
debe surgir por sí misma, no como consecuencia de la negación. Heidegger tendrá que
recurrir entonces a una especie del sentimiento que no presentifique la totalidad de lo
ente, sino que presentifique la nada, algo que sería como un sentimiento que haría lo
contrario que un sentimiento “común”. En definitiva, este último giro de Heidegger
ocasiona que debamos redefinir los “estados de ánimo” (redefinición que Heidegger no
explicita). Habría dos especies de “estados de ánimo”: a) una revela lo ente en su
totalidad (el tedio, la alegría, etc.); b) otra revela la nada (la angustia). Podría llamarse
a esta última “primera definición de la angustia”.
En este punto, Heidegger introduce la ya clásica distinción entre el miedo y la
angustia. El miedo “es siempre miedo por algo determinado” (Heidegger, 1929, 25). En
cambio, con la angustia ocurre de otro modo:

“La angustia es siempre angustia ante… pero no ante esto o aquello. La


angustia ante… es siempre angustia por algo, pero no por esto o por
aquello.” (Heidegger, 1929, 26)

Heidegger, entonces, está diciendo que hay algo ante lo que o por lo que nos
angustiamos, no obstante añade la siguiente especificación:

“Pero la indeterminación de eso ante lo que o por lo que nos angustiamos


no es una carencia de determinación, sino la imposibilidad esencial de una
determinabilidad.” (Heidegger, 1929, 26)

Ciertamente ese “algo” es imposible de determinar, ya que ese algo es la nada. Si


Heidegger estaba en busca de un sentimiento que revelara la nada, necesariamente la
angustia presentificará la nada.
De este modo, para Heidegger, la angustia, al revelar la nada, “hace que escape lo
ente en su totalidad” (Heidegger, 1929, 27). Pero, al mismo tiempo, Heidegger realiza
una precisión acerca de cómo se manifiesta la nada en la angustia:

82
“La nada se desvela en la angustia, pero no como ente. Tampoco se da
como objeto […] en la angustia la nada aparece a la una con lo ente en su
totalidad.” (Heidegger, 1929, 20)

Quisiéramos destacar lo siguiente: “a la una” porque “no es que lo ente sea


aniquilado por la angustia para que sólo quede la nada” (Heidegger, 1929, 20), lo cual
sería una mera negación de la totalidad de lo ente (algo, como ya hemos visto,
inadmisible para Heidegger), sino que el Dasein retrocede ante la nada porque la
angustia lo rechaza y lo remite a lo ente, que escapa en su totalidad. Así, la nada
“previamente hace posible el carácter manifiesto de lo ente en general” (Heidegger,
1929, 31); “la nada no sigue siendo ya el opuesto indeterminado de lo ente, sino que se
revela como perteneciente al ser de lo ente” (Heidegger, 1929, 39).
Finalmente, estas últimas precisiones obligan a modificar una vez más la
definición de los “estados de ánimo”. Habría así dos especies de “estados de ánimo”: a)
una revela lo ente en su totalidad (el tedio, la alegría, etc.); b) otra revela la nada a la
una con lo ente en su totalidad (la angustia). Podría llamarse a esta última “segunda
definición de la angustia”.
Este complejo desarrollo conduce a dos cuestiones fundamentales en relación con
las proposiciones de Husserl en su 5ª investigación. Primera cuestión: mientras que a)
para Heidegger la apertura hacia lo ente (el objeto) se da por medio de los sentimientos,
o al menos no se da sin ellos –tesis un tanto menos fuerte que pareciese esbozarse en
Ser y Tiempo; b) para Husserl todo acto de conciencia posee su objeto intencional en
virtud de la materia de un acto objetivante, el cual sirve de acto fundante –de base– para
los actos no objetivantes como los sentimientos. De modo tal que si “a” significa “acto
objetivante” y “b” significa “acto no objetivante”, entonces: i) para Husserl: b sin a es
imposible, a sin b es posible; mientras que ii) para Heidegger: a sin b es imposible.8
Ahora bien, que para Heidegger b sin a sea posible o no nos conduce al siguiente
problema, que es justamente el asunto de si hay o no un objeto en la angustia.
Segunda cuestión: para Heidegger, en la angustia, un acto no objetivante, puede
experimentarse la nada, la “materia” del acto no objetivante –y esta última expresión
sería para Husserl, desde ya, un contrasentido–. Ahora bien, ¿qué es esta materia tan
especial, la nada? Aquí tenemos dos posibilidades:

8
Esto simplemente quiere decir que los sentimientos no son “un fenómeno que acompañe fugazmente a
nuestro pensar y querer” (Heidegger, 1929, 24), sino que los acompañan necesariamente.

83
a) En el caso de la “primera definición” de la angustia: la angustia revela la nada,
“nada” se entiende como aquello absolutamente negativo, “el opuesto
indeterminado”, respecto de la totalidad de lo ente. Esta definición de la nada en
base a la negación significa que la nada es lo no-ente, lo no-objeto, y conduce a
la proposición de que b sin a es posible. Así, según la “primera definición”, la
angustia presentifica solamente la nada, y conduce a la afirmación de que
existen actos no objetivantes sin objeto.
b) Pero, en el caso de la “segunda definición” de la angustia: la angustia
presentifica la nada a la una con lo ente en su totalidad, “nada” se define como
“aquello que previamente hace posible el carácter manifiesto de lo ente en
general”, es decir, la nada aparece como una condición de posibilidad. Esta
definición de la nada –que es la que Heidegger acepta– conduce a la conclusión
de que no es cierto que la angustia (un acto no objetivante) presentifique
solamente la nada (entendida como la carencia de objeto), porque: i) la nada no
es la negación de lo ente o del objeto, sino una condición de posibilidad y ii) la
nada aparece a la una con la totalidad de lo ente (la presencia de materia, propia
de todo acto objetivante).

Esta última precisión implica que b sin a es imposible, lo cual concurrente con lo
que decía Husserl, pero no es lo mismo. La donación de la nada para Heidegger en el
acto no objetivante de la angustia constituye un excedente no tematizado por el propio
Husserl, un excedente en el límite de la correlación intencional.
De este modo, Heidegger afirma que existe un acto no objetivante, la angustia,
que presentifica una materia propia, no perteneciente a un acto objetivante –la nada–.
Esta nada, como dijimos, no es la carencia ni la negación de lo ente, sino una condición
trascendental de posibilidad, que, a su vez, por aparecer a la una con la totalidad de lo
ente (materia del acto objetivante), vuelve imposible que b sea sin a, es decir, que un
acto no objetivante pueda darse sin un acto objetivante. El “a la una” implica una
necesidad ontológica. Entonces, como hemos demostrado, no es verdad que Heidegger
conciba la angustia como un acto que carezca de objeto en sentido estricto; pero este
objeto no es el objeto constituido de la intencionalidad husserliana.

84
4.3 La intencionalidad corporal en Merleau-Ponty

Luego de exponer la concepción husserliana de la intencionalidad a través de su


noción de constitución, que permitía entrever una delimitación del objeto como
correlato de la conciencia, pudo corroborarse que dentro de la tradición fenomenológica
–en el discípulo inmediato de Husserl que fue Heidegger– existe otra concepción de la
intencionalidad que ya no plantea al objeto (la Nada) como correlato de una actividad
constituyente, sino que delimita una forma no-objetivante del mismo, tal como se
manifiesta en ese estado afectivo privilegiado que es la angustia. No obstante, cabría
apreciar que una de las críticas habituales al Dasein heideggeriano es que no incluye
una referencia corporal. Desde la perspectiva del psicoanálisis no es viable pensar un
afecto que no esté remitido al cuerpo; dicho de otro modo, si en este apartado nos
detendremos en la concepción merleau-pontyana de la intencionalidad es porque el
fenomenólogo francés hizo del cuerpo el tema principal de su filosofía, y quizás por eso
es que fue un interlocutor privilegiado para Lacan en el contexto del seminario 11 –tal
como ya hemos indicado anteriormente–.
En este apartado daremos un paso más en la dirección antedicha, con el objetivo
de indicar una tercera forma de comprender la intencionalidad a través del cuerpo. En el
centro de esta explicitación se encuentra la problematización merleau-pontyana del
concepto de sensación. Para Merleau-Ponty, el concepto tradicional de sensación tiene
su punto de arraigo en una concepción atomista, o bien mecanicista, de la estructura del
cuerpo propio (Cf. Merleau-Ponty, 1945, 25-30). Para esta perspectiva, el cuerpo no
sería sino una superficie de impacto que, pasivamente, registraría la acción de los otros
cuerpos, afectando el sistema nervioso que subtiende la actualización de sensaciones
que se encuentran en la base del contacto con el mundo.
En una concepción crítica de este empirismo, la concepción merleau-pontyana de
la sensación debe ser entrevista en el marco de una teoría de la percepción que revela el
estatuto del cuerpo propio como sujeto percipiente. De este modo, para Merleau-Ponty
la sensación “no es ya una propiedad de la cosa, ni siquiera el aspecto perspectivístico,
sino una modificación de mi cuerpo” (Merleau-Ponty, 1945, 33).
Desde el punto de vista de la constitución, la pregunta por el estatuto de la
sensación es, al mismo tiempo, una pregunta por la donación del objeto. Merleau-Ponty
plantea un distanciamiento explícito de la fenomenología husserliana cuando sostiene
lo siguiente:
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“La cosa es la plenitud absoluta que mi existencia proyecta indivisa delante
de sí misma. La unidad de la cosa, más allá de todas sus propiedades
envaradas, no es un sustrato, un X vacío, un sujeto de inherencia, sino este
único acento que se encuentra en cada una, esta única manera de existir, de
la que ellas son una expresión segunda.” (Merleau-Ponty, 1945, 33)

Antes que la interpretación de ciertas sensaciones o material hylético, el objeto se


manifiesta en una certeza de la experiencia del mundo. Por ejemplo, en el caso de la
cosa visual, sus propiedades no se dan como contenidos sensoriales, ni como un
conglomerado de quales, antes de que cierta simbiosis entre el cuerpo y el mundo
pueda poner de manifiesto dicho esquema explicativo. La cosa visual, en su condición
de cosa coloreada, demuestra que “la constancia del color no es más que un momento
abstracto de la constancia de las cosas, y la constancia de las cosas se funda en la
conciencia primordial del mundo como horizonte de todas nuestras experiencias”
(Merleau-Ponty, 1945, 327). Dos determinaciones pueden extraerse de esta afirmación
de Merleau-Ponty: a) por un lado, que la experiencia del mundo se verifica en la
experiencia del objeto; b) por otro lado, que la constancia de las cualidades del objeto
es dependiente de la constancia de la cosa, o bien, que la cosa y sus cualidades se dan
en un entretejido de dependencia recíproca. Por lo tanto, el color, antes que un rasgo
secundario forma un sistema con la significación de la cosa. Este aspecto es de
particular relevancia –como habrá de exponerse enseguida– en la teoría estética de
Merleau-Ponty, donde habremos de encontrar la cantera privilegiada para su relación
con el psicoanálisis.
En consecuencia, para Merleau-Ponty la crítica de la sensación es un modo de
destacar una forma particular de relación entre el sujeto y el objeto que no es la
correlación intencional objetivante:

“[…] no puede decirse que el uno actúe y el otro sufra, que uno sea el
agente y el otro paciente, que uno dé sentido al otro.” (Merleau-Ponty,
1945, 229)

Cada cualidad se ofrece a la percepción de acuerdo con un tipo de


comportamiento, acercando de esta manera lo que la fisiología clásica (y mecanicista)

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había separado: el polo perceptivo y el polo motor del comportamiento. Así, por
ejemplo, “el azul es lo que solicita de mí cierta manera de mirar, lo que se deja palpar
por un movimiento definido de mi mirada” (Merleau-Ponty, 1945, 226). Merleau-Ponty
critica la reducción de las cualidades sensibles, como en el empirismo, a ciertos estados
de una mente pasiva; aunque también plantea la distancia respecto de una posición
idealista que entreviera la figura de un yo constituyente del mundo, que, por lo tanto, se
encontraría fuera de este último.
La crítica del empirismo y del idealismo se fundamenta en una concepción de la
percepción como experiencia originaria. El mundo sensible es aquel que se abre al
cuerpo como sujeto de la percepción. En Fenomenología de la percepción (1945),
Merleau-Ponty describe la estructura del cuerpo propio como sujeto, destacando su
irreductibilidad a la corporalidad de los otros objetos. Sin embargo, en ciertas
experiencias reflexivas del cuerpo, como en aquella en que tocándose a sí mismo se
encuentra como tocante y tocado, se pone en evidencia una nueva dimensión basal de la
corporalidad que Merleau-Ponty llamaría “carne” de acuerdo con el proyecto
ontológico de la última parte de su obra en Lo visible y lo invisible.
El mundo visible se encuentra entrelazado con el mundo del tacto. En el punto
más radical podría decirse, incluso, que el mundo visual es como un “tocar con los
ojos”, y que la evidencia de ese entrelazamiento se constata en el comportamiento
móvil que se efectúa en el cuerpo propio al percibir. Esta concepción motriz del cuerpo
propio, que aúna lo visual con lo táctil, y los demás sentidos entre sí, es el soporte
desde el cual, finalmente, termina de entenderse la crítica de la teoría atomista de la
sensación. Pero también es esta concepción del cuerpo la que, a través de la estética
merleau-pontyana, permite advertir cierta inversión de la correlación intencional que es
particularmente relevante para el psicoanálisis.
Una tendencia general se encuentra en los escritos merleau-pontyanos sobre
pintura: que el pintor no realiza un acto mimético. Si el estilo del pintor implica una
visión del mundo, esto no quiere decir que realice un acto reproductivo, o de copia, ni
una proyección subjetiva de la imaginación. Pero, ¿qué acto realiza?; y, partir de esta
pregunta, ¿cuál es el estatuto merleau-pontyano de la pintura? Por último, ¿qué relación
podría establecerse entre la concepción merleau-pontyana de la pintura y la función del
cuadro establecida por J. Lacan en el seminario Los cuatros conceptos fundamentales
del psicoanálisis? En el apartado final, dedicado a las conclusiones, volveremos sobre
esta cuestión, ya que si bien el hilo conductor del análisis heideggeriano permitiría

87
aproximarse a la concepción lacaniana de la angustia, es importante precisar en qué
punto la fenomenología merleau-pontyana desborda esa referencia y se vuelve una
teoría más abarcadora para el esclarecimiento del estatuto del objeto a en psicoanálisis.
En este apartado corresponde continuar, entonces, con una presentación general de las
tesis estéticas merleau-pontyanas, con el propósito de introducir la concepción de la
intencionalidad del último período de su obra.
Para Merleau-Ponty, el estilo del pintor tiene su fundamento en la percepción del
mundo. De un modo más concreto aún, la corporalidad misma puede ser descrita como
un estilo del mundo, y el mundo como estilo de estilos. Pintar es un acto corporal, y la
creación del pintor implica un encuentro sensible entre el cuerpo y el mundo, que
Merleau-Ponty resumió –para Cézanne– en unas pocas palabras inquietantes,
parafraseadas en alusión al azul de cielo: el paisaje se piensa en mí.
Si hay un hilo conductor en la descripción merleau-pontyana de la pintura, éste no
se encuentra en la reflexión sobre ningún pintor en particular. Además de referir a
Cézanne, o Klee, al mismo tiempo, Merleau-Ponty nombra a pintores tan lejanos como
Monet, El Greco, Tintoretto, Delacroix, etc. Por lo tanto, cabría investigar la pintura a
partir de su presentación estética, a través de aquello que hace presente, antes que como
un estudio psico-biográfico o meramente descriptivo de un estilo personal.
En un punto muy cercano a Kant, para Merleau-Ponty la obra de arte “place” en
tanto es naturaleza. Asimismo, hay un segundo punto en que Merleau-Ponty se
encuentra cerca de Kant: antes que en una teoría enfática del arte, sus afirmaciones
sobre la pintura pueden ser enmarcadas en el cuadro de una teoría estética como teoría
general de la sensibilidad. De este modo, una obra de arte no necesariamente es un
objeto estético, y nuestros comportamientos estéticos desbordan el campo del mundo
del arte. Pero, entonces, ¿cuál es el estatuto de la pintura?; o, mejor dicho, ¿qué
aspectos del fenómeno visual estético pueden ser entrevistos a la luz de la
fenomenología merleau-pontyana de lo sensible?
En el artículo “La duda de Cezanne” (1948), Merleau-Ponty establece la deuda
del pintor que librado a sí mismo pudo mirar la naturaleza como sólo el hombre sabe
hacerlo” a partir de haber concebido la pintura como “el estudio preciso de las
apariencias” (Merleau-Ponty, 1948, 48). Distanciándose de los impresionistas y la
concepción atmosférica del color, Cézanne se proponía recuperar la “pesadez propia”
(Merleau-Ponty, 1948, 49) del objeto. La descripción merleau-pontyana de la pintura de

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Cézanne, a despecho de las interpretaciones formalistas (por ejemplo, la de R. Fry), se
centra en la densidad del color:

“El objeto no está ya cubierto de reflejos, perdido en sus relaciones con el


aire y los otros objetos; está como iluminado sordamente desde el interior,
la luz emana de él, y de ahí resulta la impresión de solidez y materialidad.
Cézanne no renuncia, por otra parte, a hacer vibrar los colores cálidos;
obtiene esa sensación colorante con el empleo del azul.” (Merleau-Ponty,
1948, 49)

Para Cézanne, se trataba de hacer vibrar el objeto; a su proyecto lo llamaba


realizar un trozo de naturaleza, sin componer la perspectiva ni circunscribir el color en
el diseño, como si la reducción de la aplicación técnica tradicional fuera una manera de
permanecer fiel a la plenitud de la intuición perceptiva. Según Merleau-Ponty, Cézanne
quiso pintar el mundo originario de la percepción, aquél en que el color no es una
cualidad secundaria sino una constancia vivida del mundo visible, en el cual las
distinciones analíticas que separan la visión del tacto y los demás capítulos del sentir se
hacen vanos, de cara a entregar el mundo en su espesor:

“[…] el genio de Cézanne es hacer que las deformaciones de la


perspectiva, gracias a la composición de conjunto del cuadro, dejen de ser
visibles por sí mismas cuando se las mira globalmente y sólo contribuyan,
como en la visión natural, a dar la impresión de orden naciente, de objeto
que aparece, que se va aglomerando ante nuestros ojos […] Cézanne
seguirá con una modulación coloreada la dilatación del objeto y marcará
con trazos azules varios contornos. La mirada, enviada de uno a otro, capta
el contorno naciente entre todos ellos como lo hace en la percepción.”
(Merleau-Ponty, 1948, 51)

La visión es el campo en que se ofrece la primera dimensión de la profundidad, la


consistencia y la textura de los objetos en un acto de aparición integrador e indivisible.
Éste es el aspecto fundamental que cabe destacar del examen merleau-pontyano de
Cézanne, contra el cientificismo impresionista: el fenómeno visual estético implica una
forma pregnante de composición, irreductible al uso escandido del color (como en la

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pretensión de agregación del puntillismo). Es en este sentido que podría entenderse la
afirmación de Cézanne de que el color forma la figura.
No obstante, en las referencias de Merleau-Ponty a Cézanne puede intuirse
también la presencia de un modo originario, y mucho más radical, de concebir el
mundo en su perspectiva natural:

“Percibimos cosas, nos entendemos acerca de ellas, estamos anclados en


ellas y sobre este zócalo de ‘naturaleza’ construimos las ciencias […]. La
pintura de Cézanne revela el fondo de naturaleza inhumana sobre el cual se
instala el hombre.” (Merleau-Ponty, 1948, 50-52)

La naturaleza no es lo opuesto del mundo, sino su trasfondo, el ultra-mundo.


Podríamos estar de acuerdo en que la pintura de Cézanne ilustra la teoría merleau-
pontyana del mundo natural, pero, ¿qué ilustra esta tesis merleau-pontyana acerca del
estatuto del objeto intencional? Años después de la escritura de “La duda de Cezanne”,
Merleau-Ponty volvió sobre el tema de la pintura en El ojo y el espíritu (1961).
El ojo y el espíritu, escrito inmediatamente antes –en julio y agosto de 1960– del
cuarto capítulo de Lo visible y lo invisible, si bien continúa las intuiciones que
condujeron a Merleau-Ponty en la primera parte de su trabajo, al mismo tiempo, deja
adivinar el esquema metafísico que terminaría por cerrar su obra en el trabajo póstumo:

“Es necesario que el pensamiento de la ciencia se vuelva a situar en un


‘hay’ previo, el sitio, en el suelo del mundo sensible…” (Merleau-Ponty,
1985, 11)

Este mundo es el mundo de la visión entrelazada; visión no entendida como una


operación de pensamiento, de la cual las cosas no serían más que prolongaciones. La
“estructura metafísica” (Merleau-Ponty, 1985, 26) de este entrelazo entre las cosas y
nuestro cuerpo es su incrustación recíproca en una misma carne, un solo Ser actual.
Porque, después de todo, “el mundo está hecho con la misma tela del cuerpo”
(Merleau-Ponty, 1985, 26).
Si en “La duda de Cézanne”, Merleau-Ponty consideraba la percepción como un
hecho positivo e inicial, en El ojo y el espíritu este punto de partida se desplaza hacia la
pregunta acerca de cómo es posible la visión. En esta nueva pregunta podría

90
encontrarse una cantera original para una teoría estética del fenómeno visual que
pudiese ser vinculada con la concepción lacaniana de la mirada:

“La pintura nunca celebra otro enigma que el de la visibilidad.” (Merleau-


Ponty, 1985, 21)

Aquello que en su primer trabajo sobre Cézanne, Merleau-Ponty llamara la


vibración del objeto en la percepción, encuentra, en esta época, su correlato en una
estética de la fascinación. El encuentro fascinante con la obra implicaría una
modificación de la actitud contemplativa idealizada, ya que el hacerse visible comporta
una reversión de la visibilidad allí donde un visible se pone a ver.
Si en los primeros trabajos, Merleau-Ponty indicaba la visión como un acto
corporal, en este momento destaca que lo visible sólo ve en cuanto ya es parte de lo
visible: rodeado por los objetos, estos nos envuelven. Quedaría suspendida, entonces,
toda virtud evocativa de la pintura dado que “la pintura despierta, eleva a su última
potencia un delirio que es la visión misma” (Merleau-Ponty, 1985, 22).
El enigma de la visibilidad, por el cual una cosa se yergue en el corazón de la
visión, se descifra en esa experiencia de la que tantos pintores han testimoniado: las
cosas nos miran. De este modo, el estatuto del objeto ya no es el de un correlato de una
conciencia constituyente, sino una suerte de contra-intencionalidad que captura al
vidente.
Para Merleau-Ponty, lo invisible no es algo que deba entenderse como una
negación lógica de lo visible, sino que lo invisible es un en-lo-visible; o bien, lo
invisible es la envoltura de lo visible, su recubrimiento; y esta descripción –en lo que a
la pintura respecta– lleva a la investigación del campo espacial. Si en “La duda de
Cézanne” Merleau-Ponty había destacado la función del color en la construcción
figural, en El ojo y el espíritu se presta especial atención a la línea flexible como un
poder constituyente y generador:

“La vuelta al color tiene el mérito de acercar un poco más al ‘corazón’ de


las cosas: pero está más allá del color-envoltura, como del espacio-
envoltura.” (Merleau-Ponty, 1985, 51)

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A despecho de la representación perspectivística del espacio, sostenida en la
metáfora del cuadro como una ventana del mundo, Merleau-Ponty remite a la estructura
que da coherencia al mundo visual del cuadro como un espacio de envolvimiento.
Tanto sus aportes sobre el color como la línea apuntan a destacar la bidimensionalidad
de la pintura. Como objeto estético, el fenómeno visual se despliega como una
superficie de planos entrelazados o superpuestos:

“Como se ve, ya no se trata de ajustar una dimensión a las dos dimensiones


de la tela, de organizar una ilusión o una percepción sin objeto cuya
perfección sería parecerse tanto como fuera posible a la visión empírica.”
(Merleau-Ponty, 1985, 52)

De este modo, la estética merleau-pontyana es notablemente formalista y


topológica. Cézanne, Matisse, Klee –antes que distinguirlos por el color o la línea, la
abstracción o la condición figurativa, etc.– vale decir de todos ellos que son pintores del
aplanamiento y la reversibilidad: a) de la superficie en que la pintura se desarrolla; b)
del espectador fascinado que encuentra en la mirada del cuadro una condición de la
visión.
Luego de esta presentación esquemática de la estética merleau-pontyana, que
trasunta sus tesis ontológicas sobre la corporalidad y la carne, podemos realizar un
contrapunto de convergencias y divergencias que reclamen su interés para el estudio del
estatuto del objeto a en psicoanálisis. En el apartado de las conclusiones volveremos
sobre esta cuestión en términos más generales y programáticos.
A diferencia de Merleau-Ponty, quien utilizó referencias de los más diversos
pintores, buscando modelos en distintos movimientos y momentos históricos, Lacan
prácticamente circunscribió sus comentarios sobre pintura a los pintores del Barroco.
No obstante, los resultados de sus investigaciones pueden ser convergentes: por un
lado, tanto Lacan como Merleau-Ponty han buscado desbrozar cualquier aplicación de
una teoría previa a la obra de arte, para circunscribir el trasfondo estético de la
subjetividad; por otro lado, tanto Merleau-Ponty como Lacan se ocuparon de
conceptualizar el estatuto de la presentación del objeto estético, más allá de la
intencionalidad de la conciencia.
Como fuera dicho en el inicio de este capítulo, el psicoanálisis de la mirada en el
la enseñanza de Lacan es el resultado de cinco años de trabajo (1960-1965), entre los

92
seminarios La transferencia (1960-61) y El objeto del psicoanálisis (1965-66). En este
recorrido hay incidentes capitales para la historia del psicoanálisis lacaniano:
políticamente, la ex-comunión de Lacan de la Asociación Internacional de
Psicoanálisis; epistémicamente, la formalización de la noción de a, en interlocución
permanente con la tradición fenomenológica.
El objeto mirada puede ser considerado el paradigma de la teoría lacaniana del
objeto a, y un análisis sobre la pintura podría ser el hilo conductor metodológico de su
construcción argumentativa ya que Lacan introdujo esta concepto de acuerdo con un
análisis y comentario exhaustivo de determinas obras visuales. De esto se desprendería
no sólo que la teoría del objeto a podría ser entrevista como una teoría estética –de
inspiración fenomenológica–, sino que hay un trasfondo estético del psicoanálisis que
todavía es preciso investigar y formalizar.
En este punto, pueden trazarse un conjunto de postulados comunes a las versiones
lacaniana y merleau-pontyana de una estética de la mirada: en primer lugar, se trataría
de una estética de la fascinación, no contemplativa, en la medida en que la presentación
de la mirada no tiene como correlativo subjetivo una suspensión o neutralización de la
efectividad de un objeto; en segundo lugar, el sujeto en cuestión no es una subjetividad
trascendental constituyente del sentido del objeto, sino un sujeto capturado, efectuado y
afectado por la manifestación de la mirada; en tercer lugar, en la mirada no se trata de
una aprehensión representativa u objetiva de un fenómeno, sino de una manifestación
que excede e invierte –subvierte– la correlación intencional.
Estos tres postulados se encuentran vinculados del modo siguiente: la captación
de un fenómeno que no puede ser determinado predicativamente produce un sujeto
distinto al de la experiencia ordinaria, en la que sentidos habituales conforman un
discurrir continuo y anticipable, parcialmente ordenado; en la mirada se “muestra” algo
que no puede ser reconducido a un objeto ni a un sentido preestablecido.
Como hemos indicado en este apartado, un análisis de la ontología de la carne
merleau-pontyana podría ser una vía de avanzar en el esclarecimiento del estatuto del
objeto a. De manera convergente con la fenomenología de Merleau-Ponty, en la
perspectiva de Lacan, la mirada de las cosas se presenta allende el campo de la visión, y
pone en cuestión al sujeto de la representación. En una anécdota comentada en el
transcurso de su seminario, Lacan recuerda cierta aventura de otro tiempo, en que un
niño le habría jugado una mala pasada un día de pesca:

93
“Así que un día, cuando esperábamos el momento de retirar las redes, el tal
Petit-Jean, como lo llamaremos […] me enseñó algo que estaba flotando en
la superficie de las olas. Se trataba de una pequeña lata, más precisamente
de una lata de sardinas. Flotaba bajo el sol […]. Y Petit-Jean me dice –
¿Ves esa lata? ¿La ves? Pues bien, ¡ella no te ve!” (Lacan, 1964, 102)

De esta manera, Lacan introducía la idea de que las cosas bien pueden mirarnos,
más allá del acto perceptivo de ver, de que puede haber un acceso a la condición
“omnivoyeur” del mundo. Como hemos desarrollado, en esta misma dirección
avanzaron ciertos lineamientos fundamentales de la estética de Merleau-Ponty, que en
otro capítulo (Cf. Capítulo 6) pondremos explícitamente en relación con los desarrollos
lacanianos acerca de la mirada. Aquí nos detuvimos en ciertas afirmaciones merleau-
pontyanas sobre la pintura, de modo que permitan apreciar su concepción de la
intencionalidad.

4.4 Conclusiones

Luego de esta revisión general del concepto de intencionalidad en la tradición


fenomenológica, es preciso volver a los postulados lacanianos acerca del objeto a.
La propuesta de Lacan consiste en plantear que “el espejismo” es pensar que “el
objeto del deseo está delante” (Lacan, 1962-63, 114). Por lo tanto, “en la
intencionalidad del deseo, que debe distinguirse de aquélla [la intencionalidad de una
noésis], este objeto [a] debe concebirse como causa del deseo” (Lacan, 1962-63, 114).
Esta última articulación pareciera significar una crítica absoluta de la fenomenología.
Ahora bien, aquí hay dos puntos que no pueden soslayarse:

a) Lacan critica el estatuto del objeto, pero en ningún momento niega su


necesidad, sino que, por el contrario, define la angustia afirmando que
“no es sin objeto” (Lacan, 1962-63, 101). El punto capital radica en
apreciar que el objeto a no es un objeto objetivado, correlativo de una
actividad de constitución de la conciencia.
b) El objeto adquiere su estatuto dentro de lo que Lacan denomina una
intencionalidad del deseo, que no por contraponerse a la “intencionalidad

94
noética” se vuelve menos intencional. Por lo tanto, es preciso aprehender
el modo específico de intencionalidad del deseo de que aquí se trata, en
lugar de rechazar el concepto.

De este modo, puede afirmarse que la crítica de Lacan a Husserl posee su validez,
pero no es absoluta. Es posible que una filosofía idealista del sujeto trascendental, como
la que Husserl expuso en Ideas I y, sobre todo, en las Meditaciones cartesianas, es a
grandes rasgos incompatible con una doctrina del inconsciente como la freudiana o la
lacaniana. Sin embargo, no es cierto que esta incompatibilidad sea generalizable a todos
los aportes de la fenomenología. Precisamente, porque algunas de las
conceptualizaciones de Husserl previas a su “giro trascendental”, como, por ejemplo, la
necesidad de que todo acto no objetivante esté fundado en un acto objetivante que le
apunte al objeto, encuentran su continuidad, si bien con ciertas diferencias, en la
teorización psicoanalítica de Lacan. Por eso aquí hemos considerado fundamentalmente
un texto del período no idealista de Husserl como las Investigaciones lógicas.
Podemos ilustrar lo antedicho con otra cita, que proviene de la única clase del
seminario “interrumpido” de Lacan, Introducción a los Nombres del Padre, donde
afirma lo siguiente:

“Me he opuesto a la tradición psicologizante que distingue el miedo de la


angustia por sus correlatos, especialmente sus correlatos de realidad, y las
maniobras que esta induce. Aquí he cambiado las cosas al decir de la
angustia que ella no es sin objeto.” (Lacan, 1963, 70)

Esta afirmación puede interpretarse como una indicación de que, i) el objeto es


condición necesaria de la angustia; ii) pero no debe buscarse la naturaleza de este
objeto en la “realidad”.
Este último punto conduce a una segunda cuestión: el objeto a –afirma Lacan en
la clase del 9 de enero de 1963 del seminario 10– no es “objeto” en el sentido de “la
función general de la objetividad”, sino “un objeto externo a toda definición posible de
la objetividad” (Lacan, 1962-63, 98). No podría ser de otro modo, ya que, dice Lacan
en la única clase del seminario “interrumpido”, “el carácter radical, completamente
reestructurante, de las concepciones que les ofrezco tanto del sujeto como del objeto”
(Lacan, 1963, 71) exige una reelaboración de ambos elementos.

95
Encontramos que este redoblamiento de la experiencia es muy afín a la “segunda
definición” de la angustia heideggeriana, según la cual la angustia “revela la nada a la
una con lo ente en su totalidad”.9 Si, como sostuvimos, esta nada resulta un excedente
respecto de lo ente que Husserl no toma en consideración, será otro el caso de Lacan.
Tanto para Heidegger como para Lacan en la experiencia entra en juego un elemento
que excede al dominio de los objetos de la representación. En el caso de Heidegger, la
nada constituye eso que, no siendo lo ente, permite que lo ente se manifieste, lo cual
designamos en el apartado anterior como “condición de posibilidad”.
En el caso de Lacan, el objeto a –“cuyo estatuto escapa al estatuto del objeto de
[…] las leyes de la estética transcendental [de Kant] (Lacan, 1962-63, 50)– es el resto
que queda fuera de la imagen, no en virtud de la dialéctica simbólica entre la presencia
y la ausencia, cuyo estatuto es significante, sino porque su condición es real. Por lo
demás, que el objeto a sea causa del deseo, podría interpretarse en el sentido de que el
objeto a es condición de posibilidad del deseo, lo cual acercaría ambos planteos: la
nada sería condición de posibilidad de lo ente; el objeto a sería condición de posibilidad
de la metonimia del deseo.
Este capítulo ha conducido a desarrollar las conceptualizaciones de Husserl
respecto de la necesidad del objeto de todo acto no objetivante, y de Heidegger, acerca
de la forma en que se presenta la experiencia de la angustia como hilo conductor para
aprehender un nuevo estatuto del objeto. A partir de esa exposición es que comenzamos
a correlacionar dichos análisis con algunos de los señalamientos que Lacan realizara en
el seminario 10 sobre la naturaleza del objeto a. Ahora bien, si el planteo heideggeriano
nos permitió entrever un estatuto “no objetivo” del objeto, como excedente de la
correlación intencional, para especificar la naturaleza del objeto a es preciso recurrir –
como consideramos en el tramo final del tercer apartado– a los planteos merleau-
pontyanos sobre la intencionalidad corporal. Por esta vía, no sólo sería posible avanzar
en la consideración de la condición no objetiva del objeto a, sino que podría
desarrollarse positivamente su estatuto: la fenomenología merleau-pontyana de lo
visible parecería ofrecerse como el hilo conductor –así la toma Lacan en el seminario
11– para esclarecer ciertos esquemas topológicos de reversibilidad, en el límite de la
correlación intencional, que podrían dar cuenta del modo de manifestación del objeto a.

9
Bien podría leerse este “a la una” como la expresión lacaniana “no es sin”: la angustia no es sin objeto
para Lacan, la nada no es sin lo ente para Heidegger.

96
Podría concluirse este capítulo recordando que en L’étourdit (1972) Lacan
testimoniaba cierta “fraternidad” con el decir de Heidegger. Por esta vía, puede
reconocerse la incidencia explícita de la fenomenología heideggeriana. Asimismo, en el
seminario 11, sostuvo que “la demarcación de la topología propia de nuestra
experiencia de analista, es la que se puede retomar luego en la perspectiva metafísica.
Pienso que Merleau-Ponty iba en esa dirección” (Lacan, 1964, 97). A esta última
referencia dedicaremos los próximos dos capítulos para introducir la cuestión de la
mirada.

97
Capítulo 5
Merleau-Ponty y Lacan I:
Deseo, inconsciente y lenguaje

Podría acordarse en que M. Merleau-Ponty ha sido el filósofo de la tradición


fenomenológica que más se aproximó a una interlocución con el psicoanálisis. A
diferencia de E. Husserl, quien sólo eventualmente menciona el nombre de Freud en su
obra, Merleau-Ponty, desde La estructura del comportamiento (1942) hasta sus últimas
notas de trabajo (Cf. Merleau-Ponty, 1958-59, 388) formuló consideraciones acerca del
estatus del psicoanálisis como disciplina. Asimismo, a diferencia J.-P. Sartre, quien
siempre se mostró como un crítico ferviente del freudismo, Merleau-Ponty –
especialmente después de La fenomenología de la percepción (1945)– intentó
incorporar a la fenomenología los fundamentos del descubrimiento freudiano. Por
último, a diferencia de Heidegger, quien no manifestara un interés por el psicoanálisis,
y respondiera negativamente a la interlocución propuesta por Lacan (Cf. Roudinesco,
1994, 340), Merleau-Ponty fue asistente del Seminario lacaniano y, hoy en día, algunos
comentadores proponen extraer las consecuencias de la influencia de esa enseñanza al
sostener una “comunidad topológica” (Duportail, 2011, 85) entre ambos autores.
Las relaciones entre la fenomenología de Merleau-Ponty y el psicoanálisis pueden
ser exploradas en distintos niveles. En este primer capítulo (el próximo lo dedicaremos
a la cuestión específica de la mirada) propondremos la siguiente secuencia
argumentativa: luego de explicitar la modificación de su punto de vista respecto del
psicoanálisis, entre 1942 y 1945, ubicaremos las concepciones del deseo y la sexualidad
como fundamento de la incorporación del psicoanálisis en la fenomenología merleau-
pontyana. Por esta vía, en la última parte de su obra, puede comprobarse que Merleau-
Ponty intenta hacer avanzar el psicoanálisis con el método fenomenológico. Un

98
ejemplo manifiesto de este movimiento se encuentra en su interpretación de la noción
de inconsciente, realizada en el transcurso de la década del 50. No obstante, si bien
Merleau-Ponty, ya en este último tiempo, se encontraba realizando una interpretación
original del freudismo, concordante en muchos aspectos con las críticas de Lacan a los
posfreudianos, cabe preguntarse por los límites de esta concordancia. En la última
sección de este capítulo expondremos una divergencia fundamental entre ambos autores
a propósito de la naturaleza del lenguaje, que repercute y hace incompatibles sus
nociones de deseo e inconsciente.

5.1 Del comportamiento integrado al cuerpo deseante

La estructura del comportamiento (1942) es la primera gran obra de Merleau-


Ponty. Junto con Fenomenología de la percepción (1945) fue presentada para su
acreditación como tesis de doctorado; y, si bien ambas obras suelen ser consideradas
como dos momentos de una aproximación unitaria, tienen sustentos conceptuales
diferentes (aunque convergentes). La participación del método fenomenológico no es
un motivo explícito en el primer ensayo, fundamentado ostensiblemente en el recurso a
la Gestalttheorie (a través de autores como K. Koffka, W. Koehler y P. Guillaume). En
la exposición, la noción de comportamiento es entrevista como un recurso para discutir
el dualismo del en-sí y el para-sí, aunque distinguiendo su concepción de la
manifestación observable y refleja a la que el conductismo norteamericano la reducía.
Asimismo, tampoco conservaba del enfoque de la Psicología de la Forma el proyecto
naturalista que la subtendiera, esto es, para Merleau-Ponty, “las estructuras no están
‘en’ la naturaleza” (Merleau-Ponty, 1942, 199) sino que “la estructura es para una
conciencia” (Merleau-Ponty, 1942, 204), denotando esta consideración el desarrollo de
distintos niveles de integración del comportamiento en estructuras superiores, definidas
como órdenes de significación (materia, vida, espíritu). Es en el último tramo de la obra
que pueden encontrarse referencias acusadas a la fenomenología husserliana, trazando
quizás un puente hacia la interrelación entre cuerpo y percepción con que inicia su
segunda obra. En este contexto expositivo es que se presenta lo que Merleau-Ponty
llama una “interpretación del freudismo en términos de estructura” (Merleau-Ponty,
1942, 247).

99
El aspecto fundamental de la interpretación merleau-pontyana del psicoanálisis en
La estructura del comportamiento se encuentra en la revisión de los fundamentos
energéticos de la teoría freudiana. Así, por ejemplo, en la consideración de la distinción
entre contenido latente y contenido manifiesto del sueño, “Freud creía que debía
realizar este último bajo la forma de contenido latente en un conjunto de fuerzas y de
entes psíquicos inconscientes que entran en conflicto con contra-fuerzas de censura,
resultando el contenido manifiesto del sueño de esta suerte de acción energética”
(Merleau-Ponty, 1942, 248). El riesgo denunciado en esta crítica es palmario: la
metapsicología freudiana, al proponer un esquema explicativo de hipótesis mecanicistas
(y dinámicas), transforma los descubrimientos del psicoanálisis en una teoría
“metafísica” –en el sentido especulativo–.
La alternativa a las explicaciones causales del freudismo estaría en el recurso a la
noción de estructura, como un modo de exponer un déficit de integración en el
comportamiento:

“Ahora bien, es fácil advertir que el pensamiento causal no es aquí


indispensable y que puede hablarse otro lenguaje. Habría que considerar el
desarrollo no como la fijación de una fuerza dada sobre objetos dados
también fuera de ella, sino como una estructura (Gestaltung,
Neugestaltung) progresiva y discontinua del comportamiento.” (Merleau-
Ponty, 1942, 248)

Según Merleau-Ponty, la estructuración normal consiste en la capacidad de


reorganización profunda de la conducta, de modo tal que las actitudes infantiles pierdan
sentido en los niveles superiores. El modelo propuesto es el de una superación
teleológica, a través de una integración conjunta. De este modo, “se dirá que hay
represión cuando la integración sólo ha sido realizada en apariencia” (Merleau-Ponty,
1942, 249). El efecto de la represión se manifestaría a través de la subsistencia en el
comportamiento de sistemas relativamente aislados que el sujeto no puede asumir.
Desde este punto de vista, un complejo no sería el correlato inconsciente y profundo (en
el pasado) de un efecto en la superficie psíquica, sino un mero anquilosamiento de la
conducta, un comportamiento adquirido y estereotipado. Con este mismo modelo es
interpretada también la noción de trauma, entendida como una fijación de la respuesta a
una experiencia desorganizada:

100
“La regresión del sueño, la eficacia de una complejo adquirido […]
manifiestan el retorno a una manera primitiva de organizar la conducta […]
el funcionamiento psíquico tal como Freud lo ha descrito, los conflictos de
fuerza y los mecanismos energéticos que ha imaginado, sólo
representarían, de una manera muy aproximada, por otra parte, un
comportamiento fragmentario, es decir patológico” (Merleau-Ponty, 1942,
250)

De este modo, las explicaciones causales del psicoanálisis serían el resultado de


su atención a estructuraciones insuficientes. “La obra de Freud no es un cuadro de la
existencia humana, sino un cuadro de anomalías” (Merleau-Ponty, 1942, 251). Esto se
comprobaría, por ejemplo, en que incluso la noción de sublimación –que responde por
el sustrato de las formaciones culturales más elevadas– presupone una “derivación de
fuerzas biológicas inempleadas” (Merleau-Ponty, 1942, 251). En última instancia, “los
mecanismos de compensación de sublimación y de transferencia […] son soluciones de
enfermo” (Merleau-Ponty, 1942, 251).
A partir de lo anterior, cabe concluir, en este punto, que el interés de Merleau-
Ponty por el psicoanálisis en La estructura del comportamiento se afinca estrictamente
en la consideración del comportamiento patológico. La interpretación estructural del
freudismo apunta sólo a dar cuenta del déficit de integración. No obstante, es
importante subrayar que, a pesar del cientificismo que Merleau-Ponty atribuye a Freud,
hay un aspecto del freudismo que consigna su originalidad, dado que Merleau-Ponty
propone asumir (e incluso hacer avanzar) el psicoanálisis, “sin cuestionar el papel
asignado por Freud a la infraestructura erótica” (Merleau-Ponty, 1942, 248). De este
modo, el descubrimiento de la “sexualidad humana” –en el sentido más revolucionario
que esta expresión pudo tener después de los primeros ensayos de Freud, e
independiente de su metapsicología– se presenta como el fundamento de la teoría
psicoanalítica. Si bien este motivo no es elaborado en La estructura del
comportamiento, podría afirmarse que una sección de Fenomenología de la percepción
se encuentra íntegramente dedicada a esclarecer el sentido freudiano de la sexualidad.
Un elemento notable en el pasaje de una obra a la siguiente se encuentra en que La
estructura del comportamiento realiza un comentario discurrido de la teoría
psicoanalítica –por ejemplo, no se encuentra ningún cita específica de una obra de

101
Freud–, mientras que Fenomenología de la percepción se detiene en pasajes estrictos de
algunos textos freudianos, no sólo de elaboración metapsicológica, sino también –
especialmente– en los historiales clínicos (publicados en Francia en el volumen Cinq
psychanalyses).
En el quinto capítulo –de la Primera parte– de la Fenomenología de la
percepción, Merleau-Ponty vuelve a ocuparse del psicoanálisis, en un esclarecimiento
pormenorizado del carácter sexuado del cuerpo. El punto de partida de la exposición se
encuentra en la afirmación del tenor afectivo de la relación del hombre con el mundo,
dado que “un objeto o un ser se pone a existir para nosotros por el deseo” (Merleau-
Ponty, 1945, 171). Siguiendo el método de argumentación que caracteriza a la obra en
su conjunto –debilitar la oposición entre naturalismo mecanicista e idealismo
intelectualista– Merleau-Ponty considera el caso de un enfermo (afectado en la zona
occipital) para demostrar que el deterioro de su vida sexual no puede ser explicado a
través del mecanismo reflejo, pero tampoco de una conmoción de representaciones,
dado que Schneider (tal el nombre del paciente) no sólo no responde a la estimulación
de su partenaire, sino que también presenta un deterioro de su energía sexual. En todo
caso, sostiene Merleau-Ponty, pareciera tratarse de un caso de “desorientación”, de
pérdida de significación sexual de los objetos:

“En el sujeto normal, un cuerpo no solamente se percibe como un objeto


cualquiera, esta percepción objetiva está habitada por una percepción más
secreta: el cuerpo visible está subtendido por un esquema sexual,
estrictamente individual, que acentúa las zonas erógenas…” (Merleau-
Ponty, 1945, 173)

El “gran problema” de Schneider estaría en que, para su percepción, las mujeres,


“por el cuerpo son todas semejantes” (Merleau-Ponty, 1945, 173), esto, es no habría un
anclaje corporal de su deseo; o, mejor dicho, no habría propiamente deseo sexual –ya
que éste es siempre corpóreo–. De este modo, para Merleau-Ponty, la sexualidad no es
concebida fisiológicamente ni como una cogitatio, sino a través de la estructura
intencional de la percepción, orientada eróticamente hacia su objeto. En última
instancia, la sexualidad permite ampliar la noción de intencionalidad y fundarla en el
mundo:

102
“La percepción erótica no es una cogitatio que apunta a un cogitatum; a
través de un cuerpo apunta a otro cuerpo, se hace dentro del mundo, no de
una conciencia. […] Se trata de una ‘comprensión erótica’ que no es del
orden del entendimiento, porque el entendimiento comprende advirtiendo
una experiencia bajo una idea, mientras que el deseo comprende
ciegamente vinculando un cuerpo a un cuerpo”. (Merleau-Ponty, 1945,
173-74, cursiva añadida)

El énfasis en el anclaje corporal del deseo, así como la generalización del


esquema sexual a la percepción objetiva, modifican el punto de vista propuesto en La
estructura del comportamiento. En esta obra, Merleau-Ponty remitía a la teoría
psicoanalítica sólo en el marco de la consideración patológica. En Fenomenología de la
percepción, más cerca de la inspiración freudiana, el caso clínico sirve para elucidar la
sexualidad normal; o, dicho de otro modo, la patología es el hilo conductor fenoménico
para dar cuenta de la estructura de la sexualidad humana.
A partir de esta descripción del deseo, la relación entre fenomenología y
psicoanálisis es establecida por Merleau-Ponty mismo, quien acentúa que “en Freud
sería erróneo creer que el psicoanálisis se opone al método fenomenológico: contribuyó
(sin saberlo) a desarrollarlo” (Merleau-Ponty, 1945, 175). Este desarrollo se encontraría
en la afirmación de que todo acto humano tiene un sentido. Freud hubo destacado este
aspecto, por ejemplo, en sus Conferencias de introducción al psicoanálisis respecto del
sentido de los síntomas. Asimismo, en el “caso Dora”, Freud ya había destacado la
sobredeterminación del síntoma (a través de múltiples fantasías). La importancia de
este aspecto es relevada por Merleau-Ponty para subrayar que, por esta vía, Freud se
habría alejado del pensamiento causal de la época, a pesar del uso remanente de ciertos
modelos energéticos:

“Cualesquiera que hayan podido ser las declaraciones de principio de


Freud, las investigaciones psicoanalíticas desembocan de hecho no en
explicar el hombre por la infraestructura sexual […] la significación del
psicoanálisis no está tanto en hacer biológica a la psicología como en
descubrir en las funciones que se tenían por ‘puramente corpóreas’ un
movimiento dialéctico y reintegrar la sexualidad al ser humano” (Merleau-
Ponty, 1945, 174)

103
De este modo, para Merleau-Ponty se trataría de ser freudiano a pesar de Freud,
en un movimiento que recupere la originalidad del descubrimiento de la sexualidad.
Podría pensarse que no otra cosa intentó Lacan con su “retorno a Freud”, esto es, con
un propósito de lectura dirigido a esclarecer el método subyacente en las afirmaciones
del maestro –su enunciación– despejando el reduccionismo de su teoría en algún
correlato anatómico. Curiosamente, Merleau-Ponty considera que es la fenomenología
la vía para avanzar en este proyecto. En primer lugar, destaca dos principios
fundamentales: 1. la distinción entre lo sexual y lo genital, dado que “la vida sexual no
es un simple efecto de los procesos, de los cuales los órganos genitales son la sede”
(Merleau-Ponty, 1945, 175); 2. que la libido no es el instinto, y que –en todo caso–
aquella debe ser aprehendida como un avatar de fijación en determinadas experiencias
históricas. Por lo tanto, “si la historia sexual de un hombre da la clave de su vida, es
porque en la sexualidad del hombre se proyecta su manera de ser respecto del mundo”
(Merleau-Ponty, 1945, 175).
El entrelazamiento erótico, –que, como fuera dicho anteriormente, vincula un
cuerpo a otro cuerpo–, permite introducir consideraciones relativas al deseo en la última
parte de la obra de Merleau-Ponty. En su libro dedicado a una presentación sistemática
de la obra merleau-pontyana, R. Barbaras (2001) dedica un capítulo completo a esta
cuestión –cuyo último apartado plantea el vínculo entre fenomenología y psicoanálisis–
, en el contexto de la ontología de la carne que subtiende la elaboración de Lo visible y
lo invisible (1964). El hilo conductor en la aproximación a la cuestión del deseo se
encuentra en la experiencia del otro:

“…el deseo prolonga y realiza la percepción inmediata del otro en el


mundo: es la primera tentativa, a través de la mediación del otro, de
apropiación de sí […] con el deseo nace la expresión, tal como se logrará
en el lenguaje, a saber, como inscripción de lo invisible en otra carne que la
del mundo” (Barbaras, 2001, 308)

El anclaje del deseo en el cuerpo se revela como una instancia expresiva por
excelencia. El deseo se extiende en la percepción, constituyendo al sujeto como vínculo
con el otro, en una identidad de relación:

104
“El deseo es palabra dirigida al otro, pero silenciosamente. […] El deseo
no es, en realidad, ni corporal ni intelectual […] sino propiamente carnal:
es una modalidad intersubjetiva irreductible, obra de significación en el
corazón de la corporeidad, conocimiento en el sentimiento, expresión.”
(Barbaras, 2001, 312)

La fenomenología merleau-pontyana en su conjunto podría ser entrevista como


una filosofía de la expresión, otorgando a este término un sentido que cabe interrogar a
través de una disquisición sobre la naturaleza del lenguaje. A este aspecto estará
orientado el tercer apartado. En este punto, cabe apreciar que, en el tramo final del
pensamiento de Merleau-Ponty, el psicoanálisis ha sido notoriamente asimilado,
pudiéndose hablar de un desbordamiento psicoanalítico de la fenomenología:

“…si el psicoanálisis es una vía hacia el descubrimiento de la carne, puede


decirse que la filosofía de la carne representa la verdad misma de Freud, es
decir, ‘la condición sin la cual el psicoanálisis permanece como
antropología’.” (Barbaras, 2001, 314)

El dominio en que el entrelazamiento entre psicoanálisis y fenomenología


merleau-pontyana se vuelve más palpable es la concepción del inconsciente. A este
aspecto corresponde el segundo apartado.

5.2 Una concepción simbólica del inconsciente

En uno de sus cursos de la década del 50 –conocido como Curso sobre la


pasividad (1954-55)– Merleau-Ponty se ocupó de la relación entre el sueño y el
inconsciente. Afirmaba allí que el sueño debía ser concebido como un modo conciencia
perceptiva, cuestionando su estatuto imaginario –sin consistencia– o irreal:

“Dormir no es, pese a las palabras, un acto, una operación […] es una
modalidad del encaminamiento perceptivo […] Toda la filosofía de la
conciencia traduce –y deforma– esta relación, pues dice que dormir es estar
ausente del mundo verdadero.” (Merleau-Ponty, 1954-55, 56)

105
De este modo, antes que un abandono del mundo, el sueño implicaría un regreso a
una instancia pre-personal, que replantea la relación con la vida diurna y la vigilia, al
punto de que, eventualmente, pueda afirmarse que “nuestras relaciones con las cosas y,
sobre todo, con los demás, tiene por principio un carácter onírico” (Merleau-Ponty,
1954-55, 57). Pero si, en este curso, el sueño tiene algún interés para Merleau-Ponty,
éste radica en la cuestión de su relación con el problema del inconsciente, y aquí el
debate se propone con el psicoanálisis freudiano, dado que “con toda razón se le
reprocha a Freud el hecho de haber introducido con el nombre de inconsciente un
segundo sujeto pensante cuyas producciones serían simplemente recibidas por el
primero” (Merleau-Ponty, 1954-55, 57).
Sin embargo, el cuestionamiento de Merleau-Ponty a Freud, sobre la cuestión del
inconsciente, no se mantiene sólo en el nivel más trivial de imputación de un segundo
“Yo pienso”, sino que también su concepción dinámica –y ya no estructural del
inconsciente como instancia psíquica– supone un “monopolio de la conciencia”
(Merleau-Ponty, 1954-55, 57), en la medida en que el motor del conflicto entre
representaciones implica que algo sea no asumido por una instancia privilegiada (la
conciencia). Dinámicamente, entonces, el inconsciente es reducido a algo que no quiso
ser aceptado:

“…el inconsciente ya no es más que un caso particular de mala fe […] De


este modo se pierde de vista lo más interesante que aportó Freud: no la idea
de un segundo ‘yo pienso’, que vendría a querer saber lo que ignoramos
nosotros mismos, sino la idea un simbolismo que sea primordial.”
(Merleau-Ponty, 1954-55, 57)

La aproximación entre la noción de inconsciente y la mala fe sartreana, concebida


como el desconocimiento de una fuerza operante y de no asunción del sujeto (que elige
la ignorancia), deslíe lo que Merleau-Ponty considera el principal hallazgo freudiano: el
carácter creativo del inconsciente a través de un simbolismo primordial. En un libro
reciente, G.-F. Duportail desentraña el carácter de la interpretación merleau-pontyana
del inconsciente freudiano en los siguientes términos:

“...el inconsciente sólo puede ser una formación simbólica eficaz, a la


manera de los mitos, enraizado en una historia personal que tenga sus

106
dramas, sus acontecimientos, y cuyo verdadero sujeto no sea el cogito, sino
el cuerpo, redefinido como ‘máquina de vivir’ en relación con el otro.
Merleau-Ponty también denomina a esta máquina ‘esquema práxico’ o
‘implexo’.” (Duportail, 2011, 65)

La noción de ‘esquema práxico’, como forma de interpretación del inconsciente


freudiano, remite a un sistema de equivalencia simbólica que otorga significación a los
acontecimientos. El inconsciente organiza el campo de la existencia, “es el sentido
profundo de la corporeidad pasiva, que no es inactiva, sino activa en la pasividad”
(Duportail, 2011, 67). Es en función de esta concepción del inconsciente que Merleau-
Ponty puede aislar lo que considera el fundamento de la teoría psicoanalítica:

“Lo fundamental del freudismo no consiste en haber mostrado que bajo las
apariencias hay una realidad muy distinta, sino en que el análisis de una
conducta siempre encuentra en ella varias capas de significación.”
(Merleau-Ponty, 1954-55, 59)

De este modo, la definición merleau-pontyana del inconsciente como implexo–en


el Curso sobre la pasividad– se presenta como un entramado de palabras, emblemas
simbólicos y significaciones.
En el artículo “Planteamiento del problema del inconsciente en Merleau-Ponty”
(1961), J. B. Pontalis reconocía que la fenomenología merleau-pontyana (a diferencia
de la de Husserl y Sartre) es la que mayores posibilidades de encuentro tiene con el
psicoanálisis. No obstante, a pesar de la aprobación de las críticas a la teoría clásica del
freudismo (la suposición de un segundo “Yo pienso”), sostuvo –a propósito de la
concepción del inconsciente– que “la idea de significación conduce a un sujeto que, si
bien no queda definido como constituyente, no deja en cambio de ser entendido en
términos de intencionalidad” (Pontalis, 1961, 167). En el capítulo anterior ya nos
hemos ocupado del alcance de este último concepto (Cf. Capítulo 4).
Por otro lado, la noción de estructura merleau-pontyana (dependiente de la
Gestalttheorie) no se correspondería propiamente con la específica del psicoanálisis.
Vale explicitar que Pontalis está discutiendo desde un punto de vista lacaniano, por lo
cual se estaría produciendo un cambio de perspectiva de la cuestión: luego de exponer
la pertinencia de la crítica merleau-pontyana a Freud (que un lacaniano aceptaría),

107
Pontalis evalúa la fenomenología de Merleau-Ponty con el rasero del psicoanálisis de
Lacan.
Según Pontalis, el debate de la noción de significación como elemento
constitutivo del inconsciente representa “un paso atrás de su propio pensamiento”
(Pontalis, 1961, 173). Concebir el inconsciente sólo a través de la “sobredeterminación”
implica una posición limitada. Al criticar el recurso a las metáforas energéticas, y
proponer una interpretación estructural (y fenomenológica) del inconsciente, Merleau-
Ponty no habría advertido que Freud “no niega que el inconsciente sea sentido de un
extremo a otro, pero hace depender su advenimiento del funcionamiento de un proceso
–el proceso primario– que implica sus propios mecanismo (condensación,
desplazamiento), bastante diferentes de los fenómenos de expresión como para que las
formaciones del inconsciente, lejos de aparecérsenos como significativas de entrada, se
presenten primero como no-sentido” (Pontalis, 1961, 175). De este modo, el
afincamiento lacaniano de la interlocución de Pontalis destaca la primacía de la
doctrina del significante como el expediente para discutir la concepción del
inconsciente merleau-pontyano como significación (y expresión).
En resumidas cuentas, dado que el artículo de Pontalis cuestiona la concepción
merleau-pontyana del inconsciente desde una perspectiva lacaniana, cabe tener presente
que Merleau-Ponty sólo se proponía discutir las tesis freudianas. Así, en el tramo final
de su obra –en Lo visible y lo invisible– el inconsciente es entrevisto como la apertura
misma del ser carnal, poniendo entre paréntesis la versión “solipsista” del inconsciente
(atribuida a Freud). Para ese momento, la fenomenología merleau-pontyana ya
formulaba prácticamente una interpretación “libre” del psicoanálisis, menos interesada
en un lectura “fiel” a los textos freudianos que en un desarrollo de su propia concepción
(de la ontología de la carne). Que Merleau-Ponty participaba de los desarrollos
lacanianos es algo que se hace constar con la mención del estadio del espejo en el curso
sobre Las relaciones del niño con los otros (Merleau-Ponty, 1951, 67) Si Merleau-
Ponty fue un intérprete constante de las tesis freudianas, la comparación de sus
resultados con algunos principios de la teoría lacaniana es algo que sólo muy
recientemente se ha comenzado a intentar (Cf. Dorfman, 2007). En este punto, antes
que evaluar la concepción merleau-pontyana del inconsciente desde los desarrollos de
Lacan –como hiciera Pontalis–, cabe interrogar la proximidad posible, o la distancia,
entre las teorías de Merleau-Ponty y Lacan. De acuerdo con el recorrido propuesto en

108
este trabajo, ese debate podría ser propuesto en el campo del lenguaje. Este es el tema
del próximo capítulo.

5.3 El lenguaje como expresión y la doctrina del significante

Si bien hay distintos puntos de vista respecto de la teoría merleau-pontyana del


lenguaje (Cf. García, 2004), en términos generales podría afirmarse que “es una
consecuencia de la tesis del primado de la percepción el que el lenguaje deba ser
concebido como fundado” (Dillon, 1988, 260). Quiere esto decir que, para Merleau-
Ponty, el lenguaje deriva su significación de una significación antepredicativa, anclada
en la significación muda de los fenómenos del mundo. De este modo, podría resumirse
la concepción merleau-pontyana del lenguaje en función de dos principios: por un lado,
habría una precedencia del mundo percibido respecto de las categorías lingüísticas, a
pesar de que en diversos textos (Cf. Merleau-Ponty, 1969) sostuviese la posibilidad de
que aquellas puedan retornar y enriquecer el mundo de la percepción; por otro lado, el
lenguaje es concebido en términos “expresivos”, esto es, dependiente de su
significación. Cabe detenerse sobre este último punto.
En Fenomenología de la percepción, Merleau-Ponty sostiene que el lenguaje es
una dimensión entre otras de la experiencia corporal, por la cual no sólo la experiencia
perceptiva sería expresiva y conllevaría un sentido, sino que también el lenguaje
implica el comportamiento del cuerpo. En la concepción merleau-pontyana del
lenguaje, éste es un fenómeno fundado en la experiencia perceptiva, siendo que su
“naturaleza” no es la de ser un vehículo de significaciones puras y abstractas, sino la de
enraizar el mundo espiritual en el mundo sensible. La palabra y el pensamiento “en
realidad están envueltos el uno dentro del otro, el sentido está preso en la palabra y ésta
es la existencia exterior del sentido” (Merleau-Ponty, 1945, 199). Para Merleau-Ponty,
la palabra es una dimensión sensible más de la cosa, entre sus otros modos de darse (el
color, el aroma, etc.). Comenzar a hablar implica la reestructuración del mundo
perceptivo a partir de la adscripción de una capa sonora. De este modo, habría cierta
correspondencia entre el nombre de un color y la aparición perceptiva del mismo, entre
la palabra amarillo y la estridencia de un objeto, por ejemplo, el limón, para el cual la
acidez es un rasgo que su color y su nombre designan tácitamente. En consecuencia,
entre las palabras y las cosas no media una relación convencional.
109
Sin embargo, tampoco se trataría de una concepción natural del signo. La relación
interior que se establece entre ambas dimensiones, antes que un paralelismo, conlleva
un entrelazamiento entre lo visible y el lenguaje. Por lo tanto, la significación no
implica una referencia exterior (ni, como fuera dicho, un concepto a traducir), sino la
puesta en acto de un habla comunicativa a través de la motricidad. En consiguiente,
puede encontrarse en Merleau-Ponty una concepción “gestual” del lenguaje:

“Nuestra visión del hombre no dejará de ser superficial mientras no nos


remontemos a este origen, mientras no encontremos, debajo del ruido de
las palabras, el silencio primordial, mientras no describamos el gesto que
rompe este silencio. La palabra es un gesto y su significación un mundo.”
(Merleau-Ponty, 1945, 201)

Incluso en un texto de la que suele ser considerada su “época estructuralista” (Cf.


García, 2004, 269) –dadas las referencias explícitas y comentadas de F. De Saussure–,
como El lenguaje indirecto y las voces del silencio (1952), Merleau-Ponty conserva la
vigencia de los dos rasgos indicados. El primero de ellos puede advertirse en la
afirmación de que “toda percepción, toda acción que la supone, en una palabra, todo
uso humano del cuerpo es ya expresión primordial” (Merleau-Ponty, 1952, 98). Lejos
de suponer una estructuración lingüística de la percepción, el lenguaje es una extensión
del comportamiento perceptivo, y este último dota al primero de su rasgo primordial: la
expresión. Este segundo rasgo se encuentra afirmado en la concepción del signo
propuesta por Merleau-Ponty en este ensayo:

“… el signo es diacrítico […] se compone y se organiza consigo mismo


[…] tiene un interior y que termina por reclamar un sentido. Este sentido
naciente al borde de los signos…” (Merleau-Ponty, 1952, 63)

En esta referencia Merleau-Ponty destaca, implícitamente, la noción saussureana


de valor –por cual los signos se definen opositivamente–, aunque enfatizando que las
diferencias en la lengua (como sistema) están subtendidas por el nacimiento del sentido.
Curiosamente, en este texto se encuentra diferentes expresiones que podrían ser
aproximadas a modelos utilizados por Lacan, por ejemplo, en la consideración de que
“el sentido no aparece, entonces, más que en la intersección y como en el intervalo de

110
las palabras” (Merleau-Ponty, 1952, 65). No obstante, es preciso atender a los rasgos
propios de puntos de vista que no podrían ser compatibles, dado que los dos principios
de la teoría merleau-pontyana del lenguaje son desafiados por la “doctrina del
significante” (Lacan, 1958, 574).
En la segunda sección del escrito “La dirección de la cura y los principios de su
poder” Lacan ubica los fundamentos de su concepción del lenguaje. Este trabajo
prolonga los desarrollos que ya habían sido formulados en “La instancia de la letra en el
inconsciente o la razón desde Freud” (1957), a partir de una lectura el algoritmo
saussureano que “ensancha” la barra entre significante y significado (Cf. Lacan, 1957,
477), independizando al primero de los efectos de significación. Ambos escritos
amplían una definición “canónica”, que hubiera sido introducida en la clase del 11 de
abril de 1956 del Seminario 3: el significante, en cuanto tal, no significa nada.
De este modo, la disyunción entre significante y sentido, que en “La instancia…”
fundamenta la definición de la noción de letra como el “soporte material que el discurso
toma del lenguaje” (Lacan, 1957, 475), confronta los dos rasgos propios de la teoría
merleau-pontyana del lenguaje. Por un lado, no existe realidad antepredicativa en la que
el lenguaje se funde; el sujeto es un efecto (de división) de la cadena significante, no
pudiendo haber ningún anclaje anterior en un mundo percibido. Lacan ya había
criticado este aspecto en 1953, en su comunicación “Función y campo de la palabra y
del lenguaje en psicoanálisis”, al afirmar que una instancia antpredicativa de
fundamentación degrada el psicoanálisis en una “fenomenología existencial” (Lacan,
1953, 233). Esta idea es sostenida en “La dirección de la cura…” al sostener una
“inseminación de lo simbólico que preexiste al sujeto” (Lacan, 1958, 574).
El segundo rasgo de la concepción merleau-pontyana del lenguaje es
específicamente confrontado, también en “La dirección de la cura…”, a partir de una
interpretación del juego freudiano del Fort-Da –también llamado juego del carretel, y
propuesto por Freud en “Más allá del principio del placer” (1920)– que destaca que los
elementos significantes no pueden ser reconducidos al estatuto del signo por analogía
con las estructuras fonemáticas (Cf. Lacan, 1958, 574).
Asimismo, en este escrito Lacan sostiene que la oposición significante es la célula
mínima de lo simbólico, connotado en términos de presencia y ausencia (Cf. Lacan,
1958, 574). De este modo, lo simbólico lacaniano –a diferencia del merleau-pontyano–
no puede ser concebido como una instancia de significación, y uno de los primeros
efectos de esta distinción es su diversa noción de inconsciente:

111
“El inconsciente no se expresa…es imposible explicar nada en los rodeos
de Freud si no es porque el fenómeno analítico en cuanto tal tiene que estar
estructurado como un lenguaje.” (Lacan, 1955-56, 146)

Si en sus primeros escritos Lacan se había mostrado “próximo” de la


fenomenología merleau-pontyana –por ejemplo, en “Acerca de la causalidad psíquica”
(1946) preconizaba el método fenomenológico tal como Merleau-Ponty lo entendiera,
afirmando que la palabra es “nudo de significación” (Lacan, 1946, 157), aspecto que
retomaría en “Función y campo…” con la distinción entre palabra plena y palabra
vacía, cercana a la distinción merleau-pontyana de Fenomenología de la percepción
entre palabra hablante y palabra hablada– en los trabajos de la década del ’50, con el
énfasis en la doctrina significante, la interlocución encuentra un límite, “límite donde el
discurso desemboca en algo más allá de la significación, sobre el significante en lo
real” (Lacan, 1955-56, 133).
Por otro lado, no sólo la noción de inconsciente es divergente en ambos
pensadores, sino también la concepción del deseo. Aunque no sea posible desarrollar en
este capítulo de qué modo la doctrina lacaniana del significante fundamenta la noción
del objeto causa (introducida entre los seminarios 8 y 13), cabe destacar que Lacan
siempre consideró que el objeto a –efecto de la mortificación del significante en el
viviente– no puede ser reconducido al objeto intencional como objeto del deseo (Cf.
Lacan, 1963, 114). En el capítulo anterior (Cf. Capítulo 4) ya hemos considerado de
qué modo puede ampliarse la noción de intencionalidad, más allá de su acepción
husserliana y, por lo tanto, no invalidarla para una elaboración fenomenológica de la
noción de objeto a. En el próximo capítulo habrá de verse cómo la noción de mirada
expresa una matriz de convergencia entre Lacan y Merleau-Ponty que permite verificar
esta orientación.

5.4 Conclusiones

En el año 1961, en un texto de homenaje publicado en Le temps Modernes, Lacan


se refería a Merleau-Ponty en los siguientes términos:

112
“…el psicoanálisis debe probar un avance en el acceso al significante, de
modo tal que pueda volver sobre su fenomenología misma. […] llamaré
aquí a testimoniar el segundo artículo mencionado de Maurice Merleau-
Ponty sobre el cuerpo como expresión en la palabra. […] les hablo sobre la
primacía del significante en el efecto de significar” (Lacan, 1961, 250)

Es importante subrayar que si bien Lacan enfatiza el camino diverso entre su


proyecto y el merleau-pontyano, no deja de indicar la posibilidad de una recuperación
fenomenológica del psicoanálisis. De hecho, la lectura atenta que Lacan realiza en ese
escrito de Fenomenología de la percepción podría ser investigada y ampliada en
función de los distintos resultados convergentes con la elaboración de la noción de
objeto a como mirada en el seminario 11 (donde Lacan esclarece una lectura de Lo
visible y lo invisible). He aquí el tema del capítulo siguiente (Cf. Capítulo 6).
Por otro lado, en el prólogo al libro de A. Hesnard sobre la obra de Freud,
Merleau-Ponty resumía el vínculo entre fenomenología y psicoanálisis con las
siguientes palabras:

“Fenomenología y psicoanálisis no son paralelos; es mucho más: ambos se


dirigen a la misma latencia […] una intuición que es la más preciosa del
freudismo: la de nuestra arqueología.” (Merleau-Ponty, 1960, 9)

Tanto Merleau-Ponty como Lacan sostuvieron alguna vez que la fenomenología y


el psicoanálisis podrían ser vinculadas, ya sea porque ambas disciplinas tienen temas en
común (como el inconsciente, el deseo, etc.), o bien –mucho más importante– porque
ambas se proponen una arqueología del sujeto. No obstante, a pesar de las diversas
convergencias que pueden trazarse entre ambos campos disciplinarios, es preciso
esclarecer los fundamentos epistémicos que obligan a presentar matices contra las
asimilaciones apresuradas. En este capítulo hemos destacado –luego de ubicar en qué
contextos Merleau-Ponty incorporaba en su fenomenología la concepción freudiana de
la sexualidad (y la noción de deseo) y formulaba, a su vez, una interpretación específica
del inconsciente– que el papel doctrinal que desempeña la teoría lacaniana del
significante dificulta una aproximación estricta entre ambos autores, a pesar de las
críticas compartidas a cierta interpretación del freudismo. En el próximo capítulo
hemos de elucidar el alcance no sólo de las relaciones evidentes entre fenomenología y

113
psicoanálisis, sino de las interlocuciones posibles entre las acepciones específicas de
los distintos conceptos de los diversos autores de ambas tradiciones, en particular de la
noción de objeto a como mirada.

114
Capítulo 6
Merleau-Ponty y Lacan II:
La mirada

“[…] cuánto podemos aprender de las notas de los cursos de


Merleau-Ponty. ¡Un filósofo que está dispuesto a observar!
¡Un filósofo interesado en la observación clínica! […]
Podría darle una lección a más de un psicoanalista.”
Jean Laplanche (1989, 92)

“En cuanto a mí, no pueden dejar de sorprenderme algunas


de estas notas, menos enigmáticas para mí que para otros
lectores, pues se ajustan muy exactamente a los esquemas
que voy a promover aquí.”
Jacques Lacan (1974, 77)

La incumbencia de la fenomenología de Merleau-Ponty para el psicoanálisis


freudo-lacaniano es un hecho difícilmente contestable. Así lo demuestran las múltiples
referencias a la obra merleau-pontyana en el seminario y en los escritos de Lacan (y el
apesadumbrado artículo de homenaje que publicara en el número de Les Temps
Modernes dedicado a su legado, luego de su muerte), pero también la interlocución que
el filósofo mantuviera con la obra de su compatriota –a la que explícitamente refiere en
diversos contextos–, aunque especialmente con el psicoanálisis de Freud,
progresivamente asimilado desde su primera gran obra La estructura del
comportamiento (1942).
En el capítulo anterior (Cf. Capítulo 5) ya hemos elaborado las relaciones entre
Merleau-Ponty y el psicoanálisis en función de tres núcleos temáticos específicos
(deseo, inconsciente y lenguaje), situando convergencias y divergencias entre
fenomenología y psicoanálisis. En este capítulo nos atendremos a un tópico particular,
y que requiere un esclarecimiento propio: la cuestión de la mirada.
En el seminario 11 se encuentra la elaboración minuciosa que introduce al objeto
mirada como paradigma del objeto en psicoanálisis. En el conjunto de clases que
realizan este propósito Lacan acompaña su exposición de un detallado comentario de

115
Lo visible y lo invisible (1964) de Merleau-Ponty. Ahora bien, ¿cuál es la incidencia de
este comentario? ¿Podría decirse que Lacan introduce el objeto mirada a partir de su
lectura de Merleau-Ponty? No es el propósito de este capítulo demostrar una hipótesis
de este tenor, que seguramente sea indemostrable. En todo caso, nos proponemos
exponer de qué modo la fenomenología merleau-pontyana de lo visible (y lo invisible)
ofrece un método de aproximación a la noción de objeto que se demuestra prolífico
para formalizar aquello que Lacan buscó delimitar con su noción de objeto a como
mirada en dicho seminario.
En una primera parte de este capítulo se exponen ciertas generalidades de las
relaciones entre Merleau-Ponty y el psicoanálisis, atendiendo específicamente al modo
en que este último es incorporado a la fenomenología de lo visible; en un segundo
momento se analizan las referencias del seminario 11 de Lacan, con el propósito de
evaluar el alcance de la referencia merleau-pontyana implícita, y explicitar el modo en
que algunas afirmaciones de Lacan pueden ser esclarecidas al ser remitidas a la
fenomenología merleau-pontyana; en un último apartado se consideran ciertos motivos
clínicos que se podrían desprender de este estudio, con el objetivo de introducir la idea
de una “clínica de la mirada” que tiene su piedra angular en la consideración de ciertos
fenómenos como el acting-out, el sueño, la vergüenza, el recuerdo encubridor.

6.1 De la percepción a la mirada, del cuerpo a la carne

En términos generales, podría reconocerse que la fenomenología es una filosofía


de la conciencia. No obstante, cabría añadir que no se trata –incluso en Husserl– de una
conciencia estudiada exclusivamente a partir de su condición temática (el objeto que
propone como correlato intencional) o transparente a sí misma. En la obra de Merleau-
Ponty esto es mucho más evidente, siempre que dedicó su trabajo al estudio de
fenómenos complejos o ambiguos, como el dormir y el soñar, el recuerdo en la
infancia, la relación con el otro y la alucinación, etc. Ya la Fenomenología de la
percepción (1945), que demuestra el anclaje corporal de la conciencia, afirma que ésta
no puede ser entrevista como una sustancia predefinida, cuya función privilegiada sería
el conocimiento, sin la presencia de “zonas de interferencia” o de inteligibilidad opaca.
Para Merleau-Ponty, la percepción no es la fuente del conocer –de acuerdo con el
parágrafo 24 de Ideas I de E. Husserl– sino el testimonio de una relación irrescindible
116
con el mundo, cuyo sujeto (de la percepción) es el cuerpo. Ahora bien, el cuerpo es a la
vez un objeto del mundo, pero también el origen –el punto cero de las coordenadas– en
función del cual el mundo se desenvuelve. Asimismo, el cuerpo es doblemente
ambiguo: ya que puede ser sensible y sentiente, al mismo tiempo, punto en que se
manifiesta un entrecruzamiento quiásmico que es la más básica de las estructuras
topológicas promovidas por Merleau-Ponty: la reversibilidad, cuya participación en la
obra de Lacan es notable en la topología de superficies como la banda de Moebius, la
botella de Klein, etc.
Crítico del conductismo (en La estructura del comportamiento) así como del
alcance de las referencias energéticas presentes en la metapsicología freudiana,
Merleau-Ponty también evita –como hiciera Ricoeur (1965)– reconducir el
psicoanálisis a una hermenéutica cuya función sería el desciframiento de símbolos. Así,
en Fenomenología de la percepción no duda en afirmar que “sería equivocado creer
que el psicoanálisis […] se opone al método fenomenológico” (Merleau-Ponty, 1945,
184). En todo caso, el psicoanálisis es una vía por la cual la fenomenología puede
radicalizar el soporte carnal de la corporalidad –en convergencia con los planteos
husserlianos acerca del cuerpo viviente (Leib)–. En el capítulo titulado “El cuerpo como
ser sexuado” es notable el modo en que Merleau-Ponty sexualiza la percepción,
dotándola de un valor libidinal que se trasunta en la expresión “investimiento”. De este
modo, no sólo el cuerpo deja de ser un mero objeto, sino que el mundo mismo es
sexualizado y libidinizado, del que no puede decirse que se trate, entonces, de un objeto
cuyo sentido es constituido por una conciencia que se le opone.
Esta intención es continuada, luego de Fenomenología de la percepción, en lo
cursos que Merleau-Ponty dedicara a la psicología del niño en Sorbonne (y antes del
período del Collège de France). Entre 1949-1952, Merleau-Ponty se ocupa de investigar
el mundo de pre-objetividades que pueblan el mundo infantil: “El niño no es […] un
adulto en miniatura, con una conciencia semejante a la del adulto, aunque inacabada,
imperfecta […]. El niño posee otro equilibrio, hay que tratar la conciencia infantil como
un fenómeno positivo” (Merleau-Ponty, 1988, 171). De este modo, el niño es una vía
regia para el acceso a ciertos fenómenos que la conciencia constituyente de sentido
obstaculiza. Antes que un interés en la psicología del niño por sí mismo, estas
investigaciones merleau-pontyanas –al igual que el interés de Freud por la sexualidad
perversa y polimorfa de los niños, que muestra la estofa con que está hecha la fantasía
de los neuróticos– sirven a los fines de abrir un dominio de fenómenos no objetivos,

117
caracterizados por su ambigüedad, por la puesta en cuestión de la identidad personal,
etc. Este tipo de reflexiones habría de continuar su trayecto en el curso sobre la
pasividad (1954-55) en el Collège de France, donde se propusiera la idea de un
“psicoanálisis de la naturaleza” (Merleau-Ponty, 1964, 321).
En este contexto, la naturaleza no es entendida como objetividad, sino en función
de su sustrato sentido y carnal, en un mundo fusionante. En el curso dedicado a la
naturaleza, la percepción es situada como una visión anónima en un mundo envolvente,
de entrelazamiento carnal. Se produce, en este derrotero, el pasaje de una
fenomenología de la percepción hacia una ontología de la carne. A. Beaulieu resume
los predicados de esta última en los siguientes términos:

“La naturaleza merleau-pontyana no está poblada ni de materia física ni


de identidades metafísicas, sino de figuras míticas, de conciencias
oníricas, de investimientos corporales, de devenires no humanos, de
fuerzas imaginarias y de energías libidinales latentes situadas en la
frontera de lo visible y lo invisible. Es por esto que Merleau-Ponty creyó
correcto presentar su estudio de la psique de esta vida primitiva e
impersonal en términos de un ‘psicoanálisis de la naturaleza’.”
(Beaulieu, 2009, 306)

De acuerdo con este breve recorrido, pueden distinguirse dos grandes períodos en
la relación entre Merleau-Ponty y el psicoanálisis. Por un lado, desde el punto de vista
de los escritos tempranos –así como durante el período de la Sorbonne–, Merleau-Ponty
avanza en la vía de incorporar el psicoanálisis a la fenomenología a través de cuestionar
la transparencia y la presencia a sí de la conciencia, a partir de la descripción de
estructuras pre-objetivas. El motivo fundamental de este desarrollo se encuentra en la
conferencia titulada “El hombre y la adversidad”, donde el fenomenólogo resume su
posición y concluye –luego de sostener que Lacan estaría avanzando en su misma
dirección– que el inconsciente puede ser asimilado a la ambigüedad propia de la
percepción:

“Para dar cuenta de esa ósmosis entre la vida anónima del cuerpo y la
vida oficial de la persona, que constituye el gran descubrimiento de
Freud, era necesario introducir algo entre el organismo y nosotros
mismos […]. Esto era el inconsciente de Freud. […] el inconsciente no

118
puede ser un ‘proceso en tercera persona’ […] no es un no saber, sino
más bien un saber no reconocido ni formulado, que no queremos asumir.
En un lenguaje aproximado, Freud está a punto de descubrir lo que otros
pensadores han denominado más apropiadamente percepción ambigua.”
(Merleau-Ponty, 1960b, 229)

Desde el punto de vista de Lacan, es evidente que Merleau-Ponty fuerza su


interpretación al proponer que aquél estaría avanzando en la misma dirección,
especialmente si se tiene presente su disputa en el Coloquio de Bonneval –organizado
por H. Ey, y cuyo tema, precisamente, era el inconsciente– en torno al carácter
lingüístico del inconsciente (“estructurado como un lenguaje” para Lacan, mientras que
para Merleau-Ponty el inconsciente hunde su raíces en la percepción).
No obstante, a pesar de esta discrepancia sobre la cuestión del inconsciente, la
importancia de la posición de Merleau-Ponty radica en que presenta una concepción de
la relación entre la conciencia y su objeto que ya no es la de la estructura intencional de
conocimiento. El objeto no es el correlato tético de una intención –“aquello a lo que se
apunta”–, sino que se encuentra presente con un estatuto ambiguo, en un investimiento
que podría ser aproximado a la noción lacaniana de objeto-causa. Sobre este punto
volveremos en el apartado próximo, luego de concluir el presente con la profundización
del esquema que propone el segundo momento de la obra de Merleau-Ponty, según la
noción de carne, y que podría ser resumido en los siguientes términos, de acuerdo con
J. Phillips:

“En Fenomenología de la percepción se privilegia la conciencia


perceptiva, y las relaciones intersubjetivas la toman como modelo. Sin
embargo, en las notas póstumas, el vínculo intersubjetivo adquiere
prioridad sobre la percepción y, de este modo, se convierte en un modelo
para la transformación de la conciencia perceptiva en una ontología de la
carne. Como escribe Merleau-Ponty en una nota de trabajo, nuestra vida
intencional supone ‘el Ineinander de los otros en nosotros y de nosotros
en ellos’. El sí mismo y el otro suponen una especie de reversibilidad,
comparada con el dedo de guante que se da vuelta” (Phillips, 1996, 86)

De este modo, el desarrollo de una topología de envolvimiento y reversibilidad es


el principal aporte de Merleau-Ponty a la concepción psicoanalítica del objeto

119
(ejemplificada aquí a través de la relación con el semejante). Por eso, cuando Lacan
sostiene –en el seminario 10– que “Husserl, al delimitar la función de la
intencionalidad nos deja cautivos de un malentendido acerca de lo que conviene llamar
objeto del deseo” (Lacan, 1962, 114), no debería pasar desapercibido que dicho
reproche no puede hacerse extensivo a toda la tradición fenomenológica, ya que
Merleau-Ponty estaba desarrollando su teoría en un sentido muy diferente, y del que
cabría decir que es plenamente convergente con el propuesto por Lacan.

6.2 ¿Fenomenología del objeto a?

Que la relación entre Merleau-Ponty y Lacan no debe ser esclarecida simplemente


en función de los enunciados explícitos que cada uno haya hecho sobre la obra de otro,
dado que habitualmente se trata de malentendidos y lecturas sesgadas por intereses no
necesariamente epistémicos, es algo que puede demostrarse con la siguiente afirmación
del artículo de homenaje redactado por Lacan en ocasión de la muerte de Merleau-
Ponty:

“Maurice Merleau-Ponty, como cualquiera en esta vía, no puede hacer


otra cosa que referirse una vez más al objeto abstracto que presupone el
concepto cartesiano de la extensión, con su correlato de un sujeto,
módulo divino de una percepción universal.” (Lacan, 1961, 249)

Lacan se refiere al texto “El ojo y el espíritu”, publicado también en el mismo


volumen de homenaje de Les temps modernes. Sin embargo, ¡no hay texto merleau-
pontyano, quizás, en que sea más sensible el esfuerzo del autor por articular una noción
de visión que vaya más allá de la polaridad clásica del sujeto y el objeto! Podría
pensarse que Lacan no comprendió en absoluto el sentido del texto en cuestión. No
obstante, luego ubica un acuse de recibo que demuestra el mismo desarrollo que hemos
expuesto en el apartado anterior, y que es de notable importancia para aproximar
psicoanálisis y fenomenología:

“Digamos, sin poder hacer aquí más que prometernos comentarlo, que la
vacilación marcada en todo este texto del objeto al ser, el paso dado en

120
miras a lo invisible, muestran bastante que aquí Maurice Merleau-Ponty
se aproxima a otro lugar que el campo de la percepción.” (Lacan, 1961,
250)

En la última referencia del apartado anterior se indicó la cuestión de la


intersubjetividad en la obra del último Merleau-Ponty, que podría ser considerada como
un caso de identificación imaginaria –en la perspectiva de Lacan–, condición que se
corroboraría en el análisis que en los cursos de Sorbonne el fenomenólogo dedicara al
estudio del transitivismo. Sin embargo, es preciso advertir que la topología implícita en
dichas referencias es lo que termina de dirimir el alcance de la ontología de la carne
merleau-pontyana. La descripción de las estructuras topológicas presentes en dicho
contexto es lo que permitiría esclarecer una comunidad metódica entre ambas
disciplinas, luego, cuando pueda corroborarse la presencia de esas mismas estructuras
en la concepción lacaniana del objeto a. Asimismo, es importante tener en cuenta que
Merleau-Ponty consideraba que “la filosofía de la carne es la condición sin la cual el
psicoanálisis sigue siendo una antropología” (Merleau-Ponty, 1964, 263).
Para dar cuenta del estatuto de esta topología, y del valor metodológico que tiene
en la obra de Merleau-Ponty, cabe destacar el siguiente lineamiento explícito en Lo
visible y lo invisible:

“En realidad, lo que hay que comprender, más allá de las ‘personas’, son
los existenciales según los cuales las comprendemos […]. Ese
inconsciente que hay que buscar, no en el fondo de nosotros, a espaldas
de nuestra ‘conciencia’, sino delante de nosotros, como articulaciones de
nuestro campo. Es ‘inconsciente’ porque no es objeto, sino aquello por lo
cual los objetos son posibles.” (Merleau-Ponty, 1964, 231)

De este modo, estos “existenciales” que constituyen el inconsciente que intenta


aprehender Merleau-Ponty, se revelan como estructuras o condiciones de posibilidad
del acceso al objeto. No objetivas, sino pre-objetivas, que –se lo podría decir de este
modo– “causan” la relación intencional con el objeto. Esta concepción del inconsciente
es la que denota la noción de lo “invisible” en el libro póstumo de Merleau-Ponty, y es
aquella de la cual Lacan llegó a decir que “las pistas que hay de la mostaza inconsciente

121
en sus notas quizá lo hubieran llevado a pasar, digamos, a mi campo” (Lacan, 1974,
98).
El impacto de las descripciones topológicas de lo visible y lo invisible en el
seminario de Lacan se concibe directamente en las categorías del objeto mirada, con un
reconocimiento explícito a Merleau-Ponty:

“El asunto está en deslindar, por las vías del camino que él [Merleau-
Ponty] nos indica, la preexistencia de una mirada –sólo veo desde un
punto, pero en mi existencia soy mirado desde todas partes.” (Lacan,
1974, 80)

Asimismo, cabe considerar esta otra afirmación taxativa:

“La demarcación de la topología propia de nuestra experiencia de


analista, es la que se puede retomar luego en la perspectiva metafísica.
Pienso que Maurice Merleau-Ponty iba en esa dirección.” (Lacan, 1974,
84)

En un artículo reciente “El quiasma de una amistad: Merleau-Ponty y Lacan”


(2005), G.-F. Duportail propone utilizar la figura del quiasma como una herramienta
para pensar el modo de relación entre ambos pensadores. En este sentido, sostiene que
“la idea de un quiasma no implica la de coincidencia y, menos aún, la de identidad”
(Duportail, 2005, 347), ya que las críticas recíprocas entre autores seguirían siendo
válidas, dado que no se intenta reducir la obra de uno a la del otro (y viceceversa). En
todo caso, el quiasma permite pensar un cruce, y un entrelazamiento, por el cual
Merleau-Ponty y Lacan pudieron “encontrarse” y servirse de los desarrollos del otro
para hacer avanzar sus propios intereses. En el caso de Lacan, nuevamente, este
“encuentro” es notable cuando, para tematizar el objeto mirada, se ubica en el terreno
de la percepción con el objetivo de “reconstituir la vía por la que pudo surgir, no del
cuerpo, sino algo que él [Merleau-Ponty] llama la carne del mundo, el punto original de
la visión” (Lacan, 1974, 77). Que el esquema merleau-pontyano del quiasma se
encuentra presente en la formalización misma del objeto mirada es evidente a través de
la superposición del campo de la visión y del campo escópico con que Lacan tematiza
la mirada en este seminario que venimos comentando:

122
“La relación del sujeto con lo que concierne propiamente a la luz, se
anuncia, pues, desde ya como ambigua. Lo pueden ver, por lo demás, en
el esquema de los dos triángulos, que se invierten al mismo tiempo que
deben superponerse. Proporcionan así el primer ejemplo clave de ese
funcionamiento mediante arabescos, entrecruzamientos, quiasmas, que
mencioné hace un rato, y que estructura todo este ámbito” (Lacan, 1974,
88)

Lacan integra el esquematismo merleau-pontyano de la visión a sus desarrollos


sobre la esquizia del ojo y la mirada, la cual es también presentada en forma de
quiasma. Asimismo, Duportail, en un intento de formalizar con mayor rigor las
semejanzas y derivas topológicas que podrían encontrarse como trasfondo de esta
comunidad quiasmática propone un conjunto de figuras específicas:

a) El torbellino: como un modo de cuestionar la correlación noético-noemática de


la conciencia intencional, Merleau-Ponty ofrece la imagen de un embrollo de
hilos enroscados entre sí. En el comienzo no está la conciencia, sino un sentir
anónimo y carnal del cual el sujeto debe extraerse. Respecto de esta
precedencia, la conciencia siempre será ciega, ya que no puede ver lo que
condiciona su propia visión. He aquí un primer modelo que sirve a Lacan para
concebir la esquizia del ojo y la mirada, es decir, la distinción en entre el campo
de la visión y el campo escópico.
b) El enroscamiento sobre sí: no obstante, como sostiene Lacan –a diferencia de lo
propuesto por Sartre en El ser y la nada–, la mirada tiene una presencia
sensible, esto es, la mirada puede verse (aunque no se trata de que sea vista
como un fenómeno objetivo, de ahí las referencias permanentes de Lacan a la
incandescencia y el punto lumínico, Cf. Lacan, 1974, 89). En la topología
merleau-pontyana este aspecto está ilustrado en el enroscamiento (figura vecina
del envolvimiento), cuya determinación se expresa en la idea de que en la visión
de la mirada “se es mirado”.
c) Enroscamiento + torsión = pliegue: en esta última figura se actualiza la
consecución de la anterior a través de una torsión de lo visible en lo invisible,
que en la descripción lacaniana queda expuesta en la concepción de un corte en

123
la determinación del objeto. En la torsión de que resulta el pliegue, según
Duportail, el enroscamiento instituye una distancia, un hueco en torno al cual
gira la visión. Esta constitución del pliegue es un modo de dar cuenta del
carácter no-sustancial, de agujero, que caracteriza al objeto a, como objeto de la
pulsión en que se sostiene la causa del deseo escópico.

De acuerdo con este movimiento, Duportail propone un paso siguiente: el pliegue


instituye la reversibilidad de la carne. “El pliegue se vuelve determinable como el punto
de vuelta del revés donde se retuerce sobre sí mismo el campo total del ser para
engendrar por torsión la diferencia entre cuerpo vidente y cuerpo visible” (Duportail,
2005, 360). De este modo, finalmente, en este darse vuelta de la carne descansa el
quiasma de lo visible. No obstante, cabe apreciar que esta reversibilidad no es una
reversibilidad absoluta, sino sobre un punto que delimita cierta imposibilidad: no se
trata de una coincidencia de los opuestos, de lo exterior y lo interior, ya que la
reversibilidad de la carne no hace coincidir el cuerpo vidente y el cuerpo visible en
torno a un eje de simetría. Merleau-Ponty lo sostiene en estos términos:

“Es hora de subrayar que se trata de una reversibilidad siempre


inminente y nunca realizada de hecho […]. […] nunca logro la
coincidencia.” (Merleau-Ponty, 1964, 191)

En este punto, es llamativo que para dar cuenta de esa no-coincidencia, o punto de
imposibilidad, propia de la reversibilidad de lo sensible, Merleau-Ponty recurra el
motivo freudiano de los labios que se besan a sí mismos. El punto de imposibilidad, que
determina el nacimiento de la visión, es, a su vez, el de recorte de lo invisible, como
aquello que perdura en el quiasma vidente-visible. De este modo, en una nueva
caracterización, lo invisible no es “lo que podría ser visible”, o “lo que aún no es
visible”, sino aquello que “en-lo-visible” es estructuralmente imposible de ver, pero a
su vez sostiene la visión. Se trata, propiamente, de un “resto de impercepción” (Cf.
Merleau-Ponty, 1964, 251). Por eso, Merleau-Ponty sostiene lo siguiente:

“Lo invisible no es lo contradictorio de lo visible: lo visible tiene un


armazón de invisible, y lo in-visible es la contrapartida secreta de lo
visible, sólo aparece en él, es el Nichturpräsentierbar que me es

124
presentado como tal en el mundo –no puede vérselo allí y todo esfuerzo
por verlo allí lo hace desaparecer; pero está en la línea de lo visible, ése
es su hogar virtual, se inscribe en él (entrelíneas).” (Merleau-Ponty,
1964, 265)

En continuidad con el planteo de Duportail, B. Baas –en su artículo “La


elaboración fenomenológica del objeto a” (1998)– plantea un conjunto de ideas que
permiten esclarecer ciertos fundamentos fenomenológicos en la formalización de la
noción de objeto-causa. De acuerdo con Duportail, Baas destaca que el vidente (y,
entonces, la actualización de lo visible) tiene lugar, justamente, por un enroscamiento
de lo visible, y por un “envolvimiento de lo visible […] sobre el vidente” (Merleau-
Ponty, 1964, 191).
Respecto de la pertinencia de descripciones topológicas como sustrato de las
últimas elaboraciones merleau-pontyanas, Baas sostiene lo siguiente:

“Si hubiese que proponer un modelo topológico para este movimiento de


darse vuelta, seguramente sería la botella de Klein, esa superficie que no
tiene más que una sola cara y ningún borde, y donde no puede
distinguirse el interior ni el exterior. Es poco probable que Merleau-
Ponty ignorase sus propiedades sorprendentes. En todo caso, son
invocadas implícitamente en esta nota póstuma de Lo visible y lo
invisible: ‘La pulpa de lo sensible, su indefinible, no es otra cosa que la
unión en él del adentro y el afuera, el contacto en consistencia de sí
consigo mismo. Lo absoluto de lo sensible es esa explosión estabilizada,
i.e., comporta darse vuelta.” (Baas, 1998, 62)

Desde la perspectiva de este autor, convergente con la de Duportail, la teoría


lacaniana del objeto a podría ser esclarecida con el recurso a la última fenomenología
merleau-pontyana. Su aporte, más allá de las referencias a la topología de superficies,
radica también en precisar cómo la fenomenología puede ofrecer un modelo
desbordante de la concepción tradicional de la intencionalidad, que calificaría al objeto
del deseo, como objeto empírico con el que se relaciona el sujeto, para dar cuenta del
objeto a como objeto de la falta, o, mejor dicho, como la falta misma, que causa la
relación intencional con distintos objetos fantasmáticos:

125
“Si el objeto-causa del deseo no es un objeto empírico (un epithúmeno),
entonces ese objeto-causa, ese oscuro objeto del deseo, no es nada que se
le presente al sujeto si no es en forma de una ausencia, una pura ausencia
[…]. Así, la mirada no es la visión, sino el objeto no-empírico al cual
tiende la visión y que sostiene la visión, el objeto inobjetivable que
anima secretamente el movimiento o la moción de ver” (Baas, 1998, 64)

Esta concepción de un objeto inobjetivable puede apreciarse, como fuera indicado


anteriormente, en la concepción merleau-pontyana de la carne; ésta no es el cuerpo, ni
los objetos que establecen un vínculo con el sujeto, sino su condición de posibilidad. En
este sentido es que cabe volver a tener presente la referencia también indicada con
anterioridad respecto de que, para Merleau-Ponty, la carne es “aquello por lo cual los
objetos son posibles”. El planteo de Duportail terminaba de elucidar que la operación
sobre la carne que motiva el nacimiento de la visión es el pliegue que introduce un
corte o separación en función de un punto de imposibilidad, aspecto fundamental en la
concepción lacaniana del objeto a como separado del cuerpo, o como resto caído en la
operación de constitución subjetiva (Cf. Lacan, 1962, 176).
Para concluir este apartado cabe destacar una convergencia entre Merleau-Ponty y
Lacan, entre la concepción de lo invisible y la noción de objeto a que debería ser
estudiada con detalle. Por un lado, en el El ojo y el espíritu, Merleau-Ponty sostenía que
lo invisible debía ser concebido como el “forro” de lo visible:

“Ya que las cosas y mi cuerpo están hechos de la misma tela, es


necesario que su visión se haga de alguna manera en ellas, o que su
visibilidad manifiesta se forre de una visibilidad secreta […]. Lo
característico de lo visible es tener un forro invisible en sentido estricto,
que lo vuelve presente como cierta ausencia.” (Merleau-Ponty, 1985, pp.
21-22, p. 85, cursiva añadida)

Asimismo, en un escrito como “Subversión del sujeto y dialéctica del deseo en el


inconsciente freudiano”, Lacan se refería en términos “semejantes” –o, mejor, dicho, de
acuerdo con la comunidad topológica que se viene destacando en este contexto– a
propósito del objeto a:

126
“Es esto lo que les permite ser la ‘tela’, para ser más precisos el forro
[…] del sujeto mismo que se considera sujeto de la conciencia” (Lacan,
1966, p. 818)

6.3 Hacia una clínica de la mirada

Luego de destacar los aspectos convergentes entre la última parte de la obra de


Merleau-Ponty, aquella que es denominada como una “ontología de la carne” o
“psicoanálisis de la naturaleza” y la concepción lacaniana del objeto a, es preciso
atender a ciertas consecuencias clínicas, que, de algún modo precisen la relevancia del
estudio de la obra merleau-pontyana para la teoría psicoanalítica, más allá de los
intereses epistemológicos y metodológicos que ya fueran esclarecidos en el apartado
anterior.
Desde un comienzo no han faltado estudios que han buscado destacar la
incidencia de la obra merleau-pontyana para la práctica clínica. Pueden mencionarse,
por ejemplo, dos trabajos clásicos de M. Dillon –“Las implicaciones del pensamiento
de Merleau-Ponty para la práctica de la psicoterapia” (1983) y “Merleau-ponty y la
psicogénesis del yo” (1980)–. Sin embargo, en este contexto, es preciso notar que se
trata de estudios que han privilegiado la vertiente existencialista de la obra del
fenomenólogo. Habitualmente, las relaciones entre fenomenología y psicoanálisis han
sido planteadas más que nada en el campo de lo que se conoce como “Psiquiatría
fenomenológica”. No obstante, en este contexto, en el cual hemos puesto especial
énfasis en el último tramo de la obra de Merleau-Ponty, como un modelo para
circunscribir la concepción lacaniana del objeto a como mirada, hemos de tomar otra
dirección, atenta a esta especificidad.
En su artículo “El fenómeno de la mirada en Merleau-Ponty y Lacan” (1999), el
psicoanalista y fenomenólogo R. Bernet llama la atención sobre ciertos fenómenos que
requieren una aproximación diferencial, para los cuales los aportes de la fenomenología
estática –basada en la correlación intencional y en la representación– son insuficientes.
Este tipo de fenómenos se caracterizan por desconcertar y sorprender al sujeto para el
que aparecen, en función de una “suspensión de la economía de la vida natural [debido
a] a un resplandor del propio fenómeno y no a una decisión subjetiva” (Bernet, 1999,

127
105). El sujeto que resulta del encuentro con estos fenómenos es una suerte de efecto,
como el que acontece en la manifestación de las formaciones del inconsciente:

“Basta con pensar en el fenómeno de lo inconsciente que, al dirigir su


manifestación a la conciencia de un sujeto reflexivo, afirma
simultáneamente su incompatibilidad con las leyes de la conciencia y, de
ese modo, afecta al poder del sujeto conciente sobre su vida.” (Bernet,
1999, 107)

Entre estos fenómenos propios de la experiencia analítica, Bernet distingue ciertos


fenómenos propios de la mirada: la vergüenza y la experiencia estética.
Respecto de la vergüenza, cabe decir que divide al sujeto, y que es un indicador
de la mirada del Otro. No obstante, esa mirada no radica en ningún sustrato físico del
cuerpo del semejante (por ejemplo, los ojos), y se destaca que la vergüenza se presenta
como un fenómeno inobjetivable –dado que es difícil para quien la padece precisar
respecto de qué se padece dicho afecto, punto en que se la puede aproximar a la
angustia–. De este modo, Bernet la llama –siguiendo la fenomenología de lo visible de
Merleau-Ponty– un “fenómeno invisible”:

“Al aceptar estas premisas, es imposible no llegar a la conclusión de que


la mirada del otro es un fenómeno invisible. Además, la mirada es
invisible no sólo para mí, sino también para el otro. Esto no significa que
el otro esté ciego; muy por el contrario, él ve, pero, en cuanto vidente, es
afectado por un punto ciego. La mirada que me ve es atribuida por mí al
otro […]. De este modo, la mirada en realidad es un fenómeno invisible
en camino, su manifestación está en movimiento, ya que recorre un
trayecto”. (Bernet, 1999, 108)

Asimismo, Bernet afirma que “la mirada del Otro en verdad lleva a cabo una
reducción fenomenológica de la visión” (Bernet, 1999, 110), puesto que reconduce la
percepción de los objetos mundanos o empíricos, a la mirada invisible que mora en el
Otro, y, quizás, incluso en las cosas.
Respecto de esta última indicación es que, nuevamente, considera la obra de
Merleau-Ponty a propósito de su concepción de la experiencia estética –tomada de la
ontología de la carne presentada en el apartado anterior– para relacionarla con la

128
concepción del cuadro presentada por Lacan en el seminario 11: la pintura es una
presentación de la mirada, que impone al espectador un modo de ver “conforme al
cuadro”. No se trataría, entonces, de la mera captación o donación contemplativa de un
sentido, sino de un efecto transmutación del sujeto a través del encuentro con un
invisible que causa la visión. Para dar cuenta de este aspecto, Bernet expone el análisis
que Lacan realiza de la obra de Holbein Los embajadores y destaca la estructura de la
mirada presentada en el seminario 11: el “dar a ver”.
En continuidad con el planteo de Bernet, que recupera el “dar a ver” como
estructura capital de la manifestación de la mirada, en un artículo de nuestra autoría –
“Estética y clínica de la mirada (2011b)– recuperamos los planteos de la experiencia
estética según Merleau-Ponty para enlazarlos a la concepción lacaniana del objeto a
como mirada. El énfasis de este trabajo se encuentra en intentar dilucidar una triple
instanciación del “dar a ver” en tres estructuras formales que, para nosotros,
eventualmente son confundidas en la clínica psicoanalítica: el velo, la pantalla, la
escena.
De acuerdo con nuestro punto de vista, las estructuras del “dar a ver” pueden ser
correlacionadas con tres fenómenos clínicos: el velo sería la estructura fundamental del
sueño; la pantalla la estructura del recuerdo encubridor; y la escena la del acting-out.
Así proponemos esta correlación a partir de operacionalizar las tres estructuras de
la mirada (el velo, la pantalla y la escena) con tres estructuras formales comunes a la
fenomenología y el psicoanálisis: presencia/ausencia (velo); parte/todo (pantalla);
vacío/lleno (escena):

“Las tres formaciones clínicas del sueño, el recuerdo encubridor y el


acting-out, pueden ser reconducidas a modos de mostración de
(condiciones del) deseo, a través de su articulación con un objeto que no
condesciende a ser un correlato intencional. En ellas, la mirada se
presenta causando al sujeto, a través de una división que no lo subsume
bajo un significante ni como un sujeto de la representación.” (Lutereau,
2011b, 153)

Exponer todos los pasos argumentativos del artículo de nuestra autoría excedería
los límites de este capítulo –cuestión que retomaremos en la cuarta parte de esta tesis–.
A los fines de este apartado, cabe apreciar que junto con el trabajo de Bernet, se

129
encuentra en estos artículos el desarrollo incipiente de una clínica de la mirada –
formalizada en función de la elaboración del objeto a como mirada a partir de la
fenomenología merleau-pontyana– que cabe esperar sea extendida.

6.4 Conclusiones

En el presente capítulo se han expuesto vías de convergencia entre la


fenomenología merleau-pontyana y el psicoanálisis de Jacques Lacan. Se ha
desarrollado la hipótesis de que la noción lacaniana de objeto a puede ser esclarecida
teóricamente a través de ciertos recursos de la ontología de la carne de la última obra de
Merleau-Ponty. Se ha puesto especial énfasis en destacar la presencia de descripciones
topológicas recurrentes que permiten cernir el carácter estructural de presentación del
objeto a como “inobjetivable”, defraudando el esquema de la correlación intencional,
para esclarecer la constitución del sujeto en función de un resto imposible, pero que, a
su vez, es condición de posibilidad de la visibilidad. La esquizia del ojo y la mirada,
según Lacan, así como la articulación de lo visible y lo invisible, para Merleau-Ponty,
suponen un trasfondo quiásmico, y de recorte de un agujero, que delimitan la presencia
de una ausencia (en la noción de objeto a) y el envolvimiento del vidente y lo visible
(en el “forro” de lo invisible).
La importancia metodológica del recurso a la fenomenología merleau-pontyana
para dar cuenta de esta formalización de la noción de objeto a, radica en que –dada su
perspectiva fenomenológica– escapa a la dialéctica del ser y la apariencia. La
fenomenología no tiene otro propósito que desembarazar al fenómeno de toda
metafísica de un mundo detrás de las apariencias. Esta perspectiva es compartida por
Lacan en el seminario 11 cuando afirma lo siguiente:

“Este camino […] ¿debe ser ubicado ahí donde la tradición, desde
siempre, lo ha localizado, en el nivel de la dialéctica de lo verdadero y la
apariencia?” (Lacan, 1974, 83).

La respuesta de Lacan es negativa. Y, a continuación añade: “No es aquí por azar


[…] que esta semana se pone a vuestro alcance el libro póstumo de nuestro amigo
Maurice Merleau-Ponty” (Lacan, 1964, 83). De este modo, Lacan mismo trazó el

130
puente y la relevancia para el interés de estudios que vinculen su obra a la del
fenomenólogo. Asimismo, no deja de ser curioso que Merleau-Ponty entendiese que,
con su noción de carne, también se estaba alejando de la tradición clásica de que Lacan
buscaba ponerse a distancia, ya que para aquél dicha noción “no tiene nombre en
ninguna filosofía” (Merleau-Ponty, 1964, 193).
En otro orden de cuestiones, se ha destacado que la lectura de ambos pensadores
no corresponde sea realizada sólo en función de los comentarios explícitos –
especialmente los que desautorizan su interlocución– que uno haya podido formular
acerca del otro. Este tipo de extravío es el que se encuentra, por ejemplo, en los
artículos –“clásicos” hoy en día– que A. Green (1964) y J.-B. Pontalis (1961) han
dedicado a la cuestión. Ambos autores plantean el reparo de que el inconsciente
lacaniano no es la ambigüedad de la conciencia. De acuerdo con el desarrollo expuesto
en este trabajo puede notarse que dicho reparo sólo cabe a una primera parte de la obra
de Merleau-Ponty, y que no considera el decurso ulterior de la noción de carne.
Asimismo, podría afirmarse que ambos autores no hacen más que reponer una crítica
que ya había formulado Lacan en el seminario 2 (Cf. Lacan, 1977, 99), donde comenta
una intervención que Merleau-Ponty había propuesto en la Sociedad Francesa de
Psicoanálisis, de la cual no hay escrito publicado. No obstante, lo importante es notar
que Lacan –por lo general– nunca pudo distinguir con claridad ambos períodos de la
obra de Merleau-Ponty, al que siempre imputó sostener el punto de vista de la
conciencia –lo cual es equivocado, como este trabajo demuestra–, y que cuando pudo
apreciar algunos resultados del último período de trabajo del fenomenólogo, no dudó en
celebrarlos e incorporarlos a su trabajo.
Por último, para culminar este apartado de conclusiones, es respecto de las
consecuencias clínicas de este “encuentro afortunado” (Lacan, 1974, 84) entre Lacan y
Merleau-Ponty, entre fenomenología y psicoanálisis, que deben proponerse nuevos
estudios que expliciten con mayor exhaustividad las distinciones que el objeto mirada
puede admitir para la formalización de fenómenos clínicos específicos, como el
recuerdo encubridor, el acting-out, el sueño, etc. A este propósito está dedicada la
tercera parte de esta tesis.

131
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135
Tercera Parte
Psicoanálisis de la mirada

136
Capítulo 7
El psicoanálisis como antifenomenología

En la segunda parte de esta tesis hemos ubicado el recurso argumental que la


fenomenología provee para esclarecer algunos tópicos fundamentales del psicoanálisis;
en particular, hemos atendido a la cuestión del objeto a en función de su relación con la
noción de intencionalidad. Sin embargo, desde un comienzo se ha declarado que no se
trata aquí de proponer una “lectura fenomenológica” del psicoanálisis, sino de una
utilización propedéutica de esta disciplina para delimitar el estatuto conceptual de
ciertas afirmaciones de Lacan en torno al objeto mirada que, eventualmente, exponen un
peso metafórico que debe ser apreciado en su justo valor. Como ya fuera dicho, he aquí
el propósito capital de esta tesis.
En esta tercera parte, luego de la sección anterior, avanzaremos en la vía de
delimitar la introducción progresiva de la noción de objeto a en la enseñanza de Lacan,
a través de tomar nuevamente como hilo conductor el análisis fenomenológico; aunque,
esta vez, en lugar de plantear relaciones histórico-conceptuales, propondremos
demostrar la hipótesis del uso fenomenológico de la elucidación de imágenes –una vía
estética– entre los seminario 8 y 13 de Lacan. De este modo, no se tratará ya de la
referencia explícita a la fenomenología como disciplina, sino del recurso a ciertos
aspectos de su método (cuestión que no es novedosa en la obra de Lacan, tal como
hemos demostrado en nuestra tesis de maestría en psicoanálisis y expuesto de modo
resumido en el capítulo 3 de esta tesis).
No obstante, antes de dar curso a esa exposición, introduciremos a la cuestión de la
noción de objeto en psicoanálisis a través del esclarecimiento que propusiera P. Ricoeur
(cuyas ideas ya hemos anticipado en el capítulo 2) del psicoanálisis como una
“antifenomenología” –que obliga a una revisión de las relaciones generales entre

137
Ricoeur y el psicoanálisis–. El planteo que aquí hagamos, luego de tres capítulos
dedicados a la enseñanza de Lacan, expondrá sus resultados en un capítulo que
planteará el estatuto del objeto mirada como “fenómeno saturado” a partir de una
interlocución contemporánea con la fenomenología de J.-L. Marion (Cf. Capítulo 11).
En su clásico estudio sobre la obra de Freud (1965), P. Ricoeur formuló la idea de
considerar el psicoanálisis como una “antifenomenología” (Ricoeur, 1965, 104). El
alcance del análisis del freudismo, en su proyecto filosófico, debía ser entrevisto como
una nueva etapa –luego de la Introducción a la simbólica del mal (1960)– “donde es
influido por otros modos de pensar rigurosamente antifenomenológicos como son el
psicoanálisis freudiano y el estructuralismo” (Foulkes, 2000, 24). No obstante, cabe
destacar que el término “antifenomenología” tiene un uso técnico específico para
Ricoeur, más allá del sentido amplio, y descriptivo, que considera al psicoanálisis –y al
estructuralismo– como orientaciones de pensamiento que se oponen a una filosofía del
cogito y del sentido. Asimismo, es importante tener presente también que la relación de
Ricoeur con el psicoanálisis tiene un precedente histórico y conceptual determinado
antes del ensayo sobre Freud. En 1960, luego de la presentación de su ponencia “El
conciente y el inconsciente” en el Coloquio de Bonneval (organizado por H. Ey),
trabajo que fuera inicialmente elogiado por J. Lacan, Ricoeur proponía el fundamento
de una “crítica de los conceptos freudianos” (Ricoeur, 1960, 442). De este modo, la
noción de antifenomenología, que debiera ser complementada con la perspectiva de una
fenomenología que incorpora un trasfondo psicoanalítico, en principio, debería ser
entrevista de acuerdo a la elaboración de conceptos que Ricoeur formulara entre los
años 1960-1965.
En este capítulo entonces, propondremos, en primer lugar, un esclarecimiento
histórico de la relación de Ricoeur con el psicoanálisis, en función de ciertos
acontecimientos específicos en el contexto del psicoanálisis francés de las décadas del
50 y 60. En segundo lugar, presentaremos la elaboración argumental que introduce la
noción de antifenomenología en el ensayo sobre Freud. En dicho punto, podrá evaluarse
su alcance, y delimitación concreta, respecto de la orientación fenomenológica tanto
como desde la perspectiva psicoanalítica, dado que proponer el psicoanálisis como una
antifenomenología no sólo coincide con proponer una fenomenología que incorpora
conceptos psicoanalíticos. En un último apartado se realizará una interpretación crítica
de la formulación de Ricoeur, con el propósito de esclarecer su valor en nuestro
contexto contemporáneo y en función de los objetivos de esta tesis.

138
7.1 La cuestión del inconsciente

El interés de Ricoeur por el psicoanálisis podría ser reconducido hasta su primera


gran obra, Lo voluntario y lo involuntario (1950). Ya en este libro temprano puede
encontrarse el núcleo de un debate que será retomado una década después. Dos núcleos
seminales pueden describir la posición de Ricoeur: no sólo se trata de criticar la
pretendida transparencia que la conciencia demuestra no tener, sino también cuestionar
la formulación de un inconsciente que piensa. De acuerdo con un gesto que otros
autores retomarían contemporáneamente (Cf. Assoun, 1981) Ricoeur propone distinguir
entre la lucidez del descubrimiento freudiano y la doctrina del freudismo, eventualmente
formulada con los términos de un “realismo del inconsciente” (Ricoeur, 1950, 353).
Esta última expresión denota la sustancialización del inconsciente, independientemente
de la metodología clínica que consolida su hallazgo. De este modo, el planteo de
Ricoeur se sostiene en una disociación entre el psicoanálisis como práctica y la
elaboración teórica a la que lleva. Por ejemplo, el valor heurístico que tiene la noción de
causa en la implementación clínica del método freudiano llevaría a un objetivismo
incompatible con la práctica misma que describe si fuera tomado como un postulado
axiomático o metafísico (Cf. Ceriotto, 1969, 156). Por esta vía, el freudismo llegaría a
considerar el inconsciente como un trasfondo independiente de la conciencia y dotado
de pensamientos. El equívoco, según Ricoeur, estaría en la indistinción de niveles
categoriales.
Para Ricoeur, el inconsciente “no piensa, no percibe, no recuerda, no juzga”
(Ricoeur, 1950, 364), dado que todas estas son tareas que requieren algún tipo de
participación conciente. En última instancia, aceptar un inconsciente con pensamientos
podría declinar también en la formulación de una especie de conciencia irrefleja. En
todo caso, el inconsciente freudiano, en su sentido estricto, no puede ser concebido
como una pre-conciencia ni como una segunda conciencia –resultado al que se llegaría
si se aceptase que el inconsciente piensa, dado que implicaría atribuirle predicados
propios de la conciencia–. Pero, la aceptación de que el inconsciente no piensa no lo
desvincula de su evidente relación con la producción de significaciones. El sentido de
las formaciones inconscientes es menos un sentido sustancial –a la espera de su
manifestación psíquica– que el resultado de una operación clínica. Por ejemplo, “el
sueño no es un pensamiento completo sino al despertar, cuando lo narro […] el sueño

139
no era este relato menos la cualidad de la conciencia” (Ricoeur, 1950, 365). De este
modo el inconsciente no es más que un producto de la operación analítica –y no una
realidad previa–. Podría encontrarse, en este punto, la anticipación de dos aspectos
cruciales de la enseñanza de Lacan en su concepción del dispositivo clínico: por un
lado, que el estatuto del inconsciente es ético y no ontológico (Cf. Lacan, 1964b, 39);
por otro lado, que el sujeto en psicoanálisis es antes que nada una hipótesis
metodológica (Cf. Lacan, 1972-73, 171).
A partir de lo anterior, cabría destacar que el planteo de Ricoeur se sostiene en dos
premisas. La primera de ellas afirma que los conceptos psicoanalíticos padecen,
eventualmente, una sustancialización que no necesariamente condice con su
operatividad clínica. Y, en segundo lugar, que la confusión de niveles epistémicos –que
ocasionalmente pudo conducir a una biologización de las categorías psicoanalíticas,
especialmente en el psicoanálisis francés de las décadas del 40 y 50 de inspiración
psiquiátrica (Cf. Roudinesco, 1986)– debe ser resuelta con una elucidación
epistemológica del psicoanálisis. A este propósito estaría dedicado el estudio sobre
Freud llevado a cabo por Ricoeur quince años después. No obstante, entre ambos
momentos cabe destacar la intervención del filósofo en el Coloquio de Bonneval, que
reunió a psicoanalistas (S. Leclaire, J. Laplanche, J. Lacan) y filósofos (M. Merleau-
Ponty, A. De Waelhens, P. Ricoeur) y psiquiatras (H. Ey, G. Lantéri-Laura) para
disertar en torno a la cuestión del inconsciente.
La relevancia del artículo “El consciente y el inconsciente” (1960) estriba no sólo
en que retoma algunos de los tópicos esclarecidos anteriormente, sino en que demuestra
un primer acercamiento “amistoso” por parte de Ricoeur a la obra de Freud. La
elucidación realizada en Lo voluntario y lo involuntario era, principalmente, de orden
crítico. Ricoeur advertía una contradicción filosófica en el pensamiento de Freud, y su
interlocutor y referencia capital era la fenomenología de E. Husserl. En 1960, en
cambio, el punto de vista de Ricoeur es de otro orden, de acuerdo con el giro
hermenéutico de su filosofía. Si bien continúa con la propuesta de un esclarecimiento
filosófico de los conceptos psicoanalíticos, el alcance de su reflexión avanza en la
dirección de incorporar el descubrimiento freudiano antes que denunciar sus dificultades
intrínsecas.
La primera parte del artículo retoma la crítica al “realismo” de la noción de
inconsciente establecida en Lo voluntario y lo involuntario. Asimismo, el inconsciente

140
psicoanalítico tampoco puede ser reconducido a una concepción de latencia
fenomenológica:

“El inconsciente al que remite ese irreflexivo del método


fenomenológico es todavía una ‘capacidad de devenir conciente’; es
recíproco de la conciencia como campo de inatención, o como
conciencia inactual.” (Ricoeur, 1960, 442)

De este modo, una revisión epistemológica de los conceptos de la metapsicología


freudiana debe ser “enteramente no fenomenológica” (Ricoeur, 1960, 442). No obstante,
sí hay una posibilidad de interlocución con el psicoanálisis desde el punto de vista de la
hermenéutica, dado que “la realidad del inconsciente está constituida en y por la
hermenéutica” (Ricoeur, 1960, 444). En este punto, y para comprender el alcance de
esta afirmación, cabe destacar que la experiencia analítica no se realiza en “la atención
de la conciencia a la conciencia, sino [como] atención al decir” (Ricoeur, 1960, 442),
siendo que este decir es, a su vez, un decir dirigido a un otro:

“El hecho decisivo es que los hechos relacionados con el inconsciente


por el análisis son significantes para otros. […] el inconsciente es
esencialmente elaborado por otro, como objeto de una hermenéutica
que la conciencia propia no puede hacer por sí sola […] Es para otro,
en primer lugar, para lo que tengo un inconsciente.” (Ricoeur, 1960,
444-445)

Esta segunda mención indica el modo enfático en que Ricoeur propone atisbar el
estatuto del inconsciente en función de su manifestación en la experiencia analítica.
Puede entenderse, entonces, el motivo por el que esta ponencia incitara a Lacan a
invitar a Ricoeur a formar parte de la asistencia a su seminario (Cf. Simms, 2007, 9).
Por último, la tercera sección del “El consciente y el inconsciente” propone una
apropiación de la afirmación freudiana Wo es war, soll ich werden (“Donde estaba el
Ello, debo advenir Yo”), a partir de una dialéctica de hacer conciente lo inconsciente
que, finalmente, interpreta el complejo nuclear de la neurosis como un trabajo
arqueológico de la subjetividad respecto del desciframiento de la verdad que la
fundamenta:

141
“Se refiere no ya al drama del incesto y del parricidio que ha tenido
lugar, sino a la tragedia de la verdad; no a la relación de Edipo con la
Esfinge, sino a la relación de Edipo con el vidente [Tiresias]. […] esta
segunda relación es la relación psicoanalítica misma; ¿no ha dicho el
propio Freud: ‘La acción de la tragedia se halla constituida
exclusivamente por el descubrimiento paulatino y retardado con
supremo arte –proceso comparable al de un psicoanálisis– de que
Edipo es el asesino de Layo y al mismo tiempo su hijo y el de
Yocasta’?” (Ricoeur, 1960, 451)

De este modo, la experiencia analítica es descrita como una dialéctica entre el no-
saber y el develamiento de los efectos de verdad, en la cual “la conciencia inmediata
[fenomenológica] es certidumbre pero no es verdad” (Ricoeur, 1960, 453). Puede
encontrarse un testimonio del impacto de esta lectura del Edipo en la ponencia de
Ricoeur en el anteúltimo párrafo del texto “Posición del inconsciente” (1964),
elaborado por Lacan específicamente para la publicación del Coloquio de Bonneval,
contemporánea de la aparición de los Escritos (1966):

“Que sobre el complejo de Edipo el punto final, o más bien la estrella


norteamericana, haya llegado a una hazaña hermenéutica confirma
nuestra apreciación de ese coloquio y ha mostrado más tarde sus
consecuencias” (Lacan, 1964a, 829)

No obstante, para entonces la afinidad intelectual entre Ricoeur y Lacan había


dejado paso a una confrontación, sostenida a partir de la publicación del estudio sobre
Freud. Es el próximo apartado el que debe dedicarse a este tópico, para introducir el
sentido técnico y la delimitación conceptual del psicoanálisis como antifenomenología.

7.2 La antifenomenología

El cuestionamiento del reduccionismo objetivista, así como la dificultad de


asimilar sin más el psicoanálisis a la fenomenología, requieren la puesta en forma de
una crítica –en el sentido kantiano de la expresión– de la validez y el límite de la
validez de las categorías psicoanalíticas. Acometer este propósito, en el contexto de la

142
investigación hermenéutica anteriormente mencionada, fue la tarea del estudio de
Ricoeur en su obra capital sobre epistemología freudiana.
El contexto histórico de la polémica aparición del libro de Ricoeur puede ser
repuesto en función de una mención del seminario 11 de Lacan, y que retoma
explícitamente el eslabón del apartado anterior sobre el Coloquio de Bonneval:

“Releí hace poco, a propósito de una intervención que hice en un


congreso en 1960, lo enunciado sobre el inconsciente por alguien de
fuera […] –hablo del señor Ricoeur. Se adentró lo suficiente como para
acceder a donde más le cuesta llegar a un filósofo, a saber, al realismo
del inconsciente […] El señor Ricoeur admite que algo hay de esta
dimensión que ha de reservarse y, simplemente, como filósofo que es,
lo acapara para sí y lo denomina hermenéutica. […] La hermenéutica
[…] es contraria a lo que denominé nuestra aventura analítica.” (Lacan,
1964, 160)

El carácter de disputa que toma el comentario de Lacan es evidente. El


malentendido habría surgido de una nota al pie del texto de Ricoeur. En una de las
varias notas que mencionan a Lacan –en todo el ensayo sobre Freud–, Ricoeur afirma lo
siguiente:

“Mi crítica de las reformulaciones behavioristas el psicoanálisis se


acerca mucho a la que podría sacarse de este artículo [“Función y
campo de la palabra y del lenguaje en psicoanálisis”]. La crítica que
dirijo […] a una concepción que elimina la energética en provecho de
la lingüística me aleja, por el contrario, de las tesis del mismo
artículo.” (Ricoeur, 1965, 320)

Es la presentación que, en este contexto, realiza Ricoeur de la interpretación


lacaniana del psicoanálisis como una idealización lingüística lo que habría enfadado a
Lacan. Una nueva referencia del seminario 11 demuestra de qué modo éste rechaza la
acusación de eliminar la energética del deseo:

“El señor Ricoeur, entonces, descarta como pura contingencia aquello


con que los analistas tropiezan a cada paso. […] Yo sostengo que con

143
el análisis –si es que puede darse un paso más– debe revelarse lo
tocante a ese punto nodal por el cual la pulsación del inconciente está
vinculada con la realidad sexual. Este punto nodal se llama el deseo…”
(Lacan, 1964, 160)

Este incidente controversial, dada su relevancia histórica, justificaría por sí mismo


detenerse en un análisis pormenorizado del libro de Ricoeur. En este apartado
realizaremos una descripción general de su contenido, destacando el propósito de
Ricoeur por definir el psicoanálisis como una antifenomenología.
Freud: una interpretación de la cultura (su título original es De l’interpretation –
Essai sur Freud) se propone explicitar la textura íntima del discurso psicoanalítico, i.e.,
el modo en que están construidos sus conceptos, los problemas que buscan resolver, y
la aplicación constante que los subtiende. En pocas palabras, el objetivo de Ricoeur en
su ensayo de más de 400 páginas es evaluar “la consistencia del discurso freudiano”
(Geltman, 1983, 20). Para ello, el libro se despliega en dos áreas generales de
interrogación: –el papel epistemológico de la interpretación; –la posibilidad de
integración filosófica del proyecto freudiano en el marco de otras líneas hermenéuticas.
Respecto de estas cuestiones, el primer balance que se esclarece es el de la noción de
símbolo. El psicoanálisis podría ser entrevisto como una simbólica del deseo que debe
ser descifrado:

“La interpretación se refiere a una estructura intencional de segundo


grado que supone que se ha constituido un primer sentido donde se a
apunta a algo en primer término, pero donde ese algo remite a otra cosa
a la que sólo él apunta.” (Ricoeur, 1965, 15)

Respeto de la segunda cuestión –la comparación con otras hermenéuticas–, para


Ricoeur existen “dos enfoques extremos en los modelos del interpretar; por un lado, la
hermenéutica reductiva donde se ubica Freud; por el otro, la hermenéutica instaurativa”
(Geltman, 1983, 23). En la primera, las distintas figuras de la cultura, el arte, etc. se
reducen a la economía pulsional. En la otra, la simbólica se expresa en una teleología
que piensa lo sagrado como meta. En función de este planteo general, Ricoeur
estructura su ensayo según tres grandes secciones: a) Problemática; b) Analítica; c)
Dialéctica. A propósito del primer motivo, el gran problema de la epistemología

144
freudiana sería el de su concepción hermenéutica, según ha sido esbozado,
considerando la vinculación entre la simbólica y los conceptos energéticos. A su vez,
este último aspecto es el que ocupa un apartado capital de la segunda sección, dedicado
justamente al problema del vínculo entre la representación y el afecto. A los fines de
este contexto de exposición nos detendremos en esta última cuestión –dejando a un lado
el tópico de la interpretación de la cultura y la pulsión de muerte, así como el contenido
de la tercera sección–.
Según Ricoeur, el Proyecto de psicología para neurólogos (1895) es un claro
testimonio de que el fundador del psicoanálisis nunca abandonaría el determinismo a
favor de una teleología. Desde sus palabras preliminares, el Proyecto se propone
introducir la psicología a través de la puerta estrecha de las ciencias naturales,
considerando los procesos psíquicos como estados cuantitativos determinados de
partículas materiales. En un primer momento, Freud habría elegido la vía del correlato
anatómico del psiquismo. Dan cuenta de ello los dos puntales del Proyecto: por un
lado, la hipótesis de que las partículas materiales son neuronas; por otro lado, el
postulado del principio de constancia. Respecto de este último, cabe destacar su
raigambre física, ya sea: a) porque lo que distingue la actividad del reposo (de las
neuronas) es cierta cantidad; b) porque dicha cantidad se halla sometida a las leyes del
movimiento (y, por lo tanto, a una causalidad eficiente y determinista). No obstante, el
trayecto que partiera de los Estudios sobre la histeria, a través de la correspondencia
con Fliess, subvierte este primer punto de vista con un nuevo postulado, bajo la idea de
que la sexualidad requiere elaboración psíquica, esto es: las desventuras de la
elaboración psíquica de la sexualidad llevan a formalizar un concepto psíquico de
libido, y ya no anatómico. De este modo, el saldo del abandono del Proyecto es el
concepto de libido (energía psíquica de las pulsiones sexuales), concepto energético
que, sin embargo, no es anatómico.
Luego del Proyecto, el libro sobre la ciencia de los sueños constituye el modelo
encargado de dar cuenta de la clínica de la neurosis. Sin embargo, dos aspectos marcan
su presentación diferencial: por un lado, el modelo del aparato psíquico no pretende un
correlato anatómico, sino que se encuentra soportado en una estructura de
representaciones (Vorstellung) y no de neuronas; por otro lado, el modelo del capítulo
VII de La interpretación de los sueños no pretende establecer una representación real,
sino probar meramente un operación clínica. El modelo del aparato psíquico apenas
pretende dar cuenta del trabajo del sueño, cuya vía de acceso es la experiencia analítica.

145
En este punto, la explicación (mecanicista) se encuentra bajo la égida de la
interpretación (comprensiva). El motivo clínico de La interpretación radica en la
afirmación freudiana de que esclarecer un sueño significa restituir un sentido (Sinn). El
núcleo de esta afirmación puede ser explicitado en una doble vertiente: a) el sueño es
una suerte de texto, esto es, cobra un estatuto discursivo; b) el sueño se convierte en la
estructura a partir de la cual es posible pensar no sólo el síntoma, sino un conjunto
variado de formas aptas para la interpretación psicoanalítica (por ejemplo: la obra de
arte). De este modo, el psicoanálisis adquiere el estatuto de un método de investigación
particular, que podría ser elaborado y extendido más allá de su fuente (como ocurre en
el caso del artículo freudiano sobre el Moisés de Miguel Ángel).
No obstante, el modelo de La interpretación no deja de presentar un obstáculo
epistemológico: la conciliación entre el campo del sentido y el de la fuerza, ya que la
interpretación no puede establecerse sin recurrir a términos energéticos. Da cuenta de
este punto el hecho de que la localización de los pensamientos del sueño requiere un
llamado a la regresión (entendida de acuerdo a una triple vía: formal –al expresar los
pensamientos en imágenes–; cronológica –en el retorno de la adultez a la infancia–;
tópica –en cuanto distingue instancias psíquicas–). Si, por su entramado textual, el
sueño tiene la estructura del discurso (y del jeroglífico), su íntima relación con el deseo
plantea el problema de la restitución de una forma de energía. Según Ricoeur, la
interpretación de un sueño no sólo establece un tránsito entre dos superficies (lo
manifiesto y lo latente), o el pasaje entre dos apariciones tópicas de un sentido (cifrado
y descifrado), sino que la distorsión (Verstellung) del trabajo del sueño requiere un
movimiento fundamental –junto a la condensación y el desplazamiento–: el de la
figuración. De este modo, siguiendo nuevamente a Ricoeur, cabría decir que el
obstáculo epistemológico de La interpretación se encuentra en el escollo de un discurso
mixto.
Este carácter “mixto” –que implica que los mismos fenómenos deban ser
explicados desde el punto de vista de una energética, en términos de fuerzas
pulsionales, así como desde la perspectiva de una hermenéutica, en la medida en que se
les descubre un sentido– es el rasgo propio e irreductible del psicoanálisis. En última
instancia, “el lenguaje de la fuerza jamás podrá reducirse al lenguaje del sentido”
(Ricoeur, 1965, 131). Ahora bien, si el psicoanálisis se presenta como una
hermenéutica que no puede prescindir de su trasfondo energético, ¿qué implicancias
epistemológicas tiene esta cuestión para pensar su relación con la fenomenología? Es

146
en esta trama que cabe introducir el sentido específico de la noción de
antifenomenología. El motivo de su caracterización se realiza de acuerdo a tres
movimientos argumentales. En primer lugar, Ricoeur precisa el valor propio de la
tópica freudiana:

“…la regla de la interpretación, de la Deutung, se presenta, en una


explicación tópico-económica, primeramente como una aporía. En la
medida en que señalamos el sesgo deliberadamente
antifenomenológico de la tópica, parece que sustraemos toda base a
una lectura del psicoanálisis como hermenéutica; la sustitución de las
nociones económicas de investigación –emplazamiento y
desplazamiento de energía– por las de conciencia intencional y objeto
mentado (o intentado) parece exigir una explicación naturalista y
excluir la comprensión del sentido por el sentido.” (Ricoeur, 1965, 60)

En el apartado anterior hemos destacado de qué modo Ricoeur confrontaba con la


concepción realista y naturalista de los conceptos freudianos, alcanzando el punto de
vista hermenéutico. Cuando, en esta referencia, declara al sesgo antifenomenológico de
la tópica –que, en apariencia, confrontaría con una aproximación hermenéutica–
Ricoeur remite al cuestionamiento del privilegio de la conciencia en la obra de Freud.
En un texto posterior, Ricoeur lo expresaba en los siguientes términos:

“A decir verdad, el cuestionamiento de la primacía de la conciencia va


más lejos aún, pues la explicación psicoanalítica, conocida como
tópica, consiste en instituir un campo, un lugar, o más bien una serie
de lugares, sin tomar en cuenta la percepción interna del sujeto. Estos
‘lugares’ –inconsciente, preconsciente, consciente– no se definen en
absoluto por propiedades descriptivas, fenomenológicas, sino como
sistemas, es decir, conjuntos de representaciones y afectos regidos por
leyes específicas, que establecen relaciones mutuas irreductibles a toda
cualidad de conciencia, a toda determinación de lo ‘vivido’.” (Ricoeur,
1969, 216, cursiva añadida)

De este modo, una primera determinación de la noción de antifenomenología


obedece a que “la explicación comienza con una suspensión general de las propiedades
de la conciencia. Es una antifenomenología que no exige la reducción a la conciencia,

147
sino la reducción de la conciencia” (Ricoeur, 1969, 216). No obstante, como se ha dicho
desde un comienzo, esta reducción de la conciencia no quiere decir explicación
objetivista ni causalista de los fenómenos psíquicos, sino descubrimiento del sentido
que hace de la conciencia un síntoma del inconsciente tal como éste se actualiza en la
operación analítica. En segundo lugar, esta “epoché invertida” (Ricoeur, 1965, 107) del
psicoanálisis, sólo puede ser comprendida cuando a la manifestación del sentido se le
añade también el correlato del objeto pulsional:

“…la inversión sólo se acaba cuando ponemos la pulsión (Trieb) como


concepto fundamental (Grundbegriff) del que lo demás se comprende
como destino (Schicksal). […]. La epoché invertida implica, por una
parte, que dejemos de guiarnos por el ‘objeto’ como lo enfrentado a la
conciencia y lo sustituyamos por los ‘fines’ de la pulsión; por otra
parte exige que dejemos de tomar por polo el ‘sujeto’ en el sentido de
aquel a quien o para quien aparecen los ‘objetos’; brevemente, es
preciso renunciar a la problemática sujeto-objeto como problemática
de conciencia” (Ricoeur, 1965, 107).

Es en la noción metapsicológica de pulsión –tal como ésta es presentada en el


artículo “Pulsiones y destinos de pulsión” (1915), precedido de un breve exordio
epistemológico acerca de la importancia capital de este concepto para el psicoanálisis–
que se completaría el trasvase económico de la tópica. Por ejemplo, en dicho artículo
Freud afirma la prevalencia del fin de la pulsión sobre el objeto. Asimismo, en la
noción de Vorstellungsrepräsentanz –tal como el mismo texto expone– se formula que
sólo por medio de una representación (Vorstellung) una pulsión puede re-presentarse
(Repräsentanz) en el inconsciente. De este modo, el componente energético queda
“absorbido” en su manifestación a través de una instancia psíquica (Repräsentanz). Este
principio circunscribe la distinción tópica tal como Freud lo expresara en el comienzo
de Lo inconsciente: “El psicoanálisis nos ha enseñado que la esencia del proceso de la
represión no consiste en cancelar, en aniquilar una representación representante de la
pulsión [vale decir, la representación que re-presenta la pulsión], sino en impedirle que
devenga conciente” (Freud, 1915, 161). Esta función de re-presentación no sólo es
requerida por la representación, sino también por el afecto. De este modo, en el
inconsciente, a través del recurso a una instancia re-presentativa, se entrelazan sentido y
fuerza, evitando el antagonismo en que recayera La interpretación de los sueños.

148
El tercer momento del argumento, que resume los resultados anteriores, declina lo
que el psicoanálisis puede enseñar a la filosofía, i.e., aquello que la fenomenología
puede incorporar del psicoanálisis sin reducirlo a su método propio:

“Si el punto de vista de la conciencia es –ante todo y más a menudo–


un punto de vista falso, debo usar de la sistemática freudiana, de su
tópica y económica, como de una ‘disciplina’ destinada a exiliarme
totalmente, a desasirme de ese Cogito ilusorio que ocupa el lugar del
acto fundador del Pienso, existo.” (Ricoeur, 1965, 370)

Como conclusión, Ricoeur destaca el sentido reflexivo que puede tener el


psicoanálisis para el filósofo, aunque la antifenomenología de la tópica y la energética
freudianas “sirve para disociar en forma definitiva la apodicticidad de la reflexión y la
evidencia de la conciencia inmediata” (Ricoeur, 1965, 370). Como fuera dicho
anteriormente, este último rasgo –concluyente en esta serie– había sido uno de los
primeros aspectos destacados por Ricoeur en sus primeros trabajos dedicados al tema.

7.3 Conclusiones

En términos generales, podrían trazarse dos acepciones de la noción de


antifenomenología en la filosofía de P. Ricoeur. En un primer sentido, a partir de: a) la
denuncia del realismo del inconsciente; b) la crítica de la identificación de este último
con alguna forma de latencia de la conciencia; c) la distinción entre saber y verdad –
explicitada en el Coloquio de Bonneval– a propósito de la interpretación del Edipo,
podría decirse que la noción de antifenomenología toma una acepción general. Su
fundamento se encuentra en una descripción de la experiencia analítica –que, por
ejemplo, destaca la relación entre el inconsciente y el sentido a partir de la operación
del analista–; y, por lo tanto, su estatuto sería meramente descriptivo.
En un segundo sentido, a partir del estudio sobre la obra de Freud, la noción de
antifenomenología toma una acepción estricta. En función del esclarecimiento
epistemológico del rasgo propio del psicoanálisis como “discurso mixto” (montado
sobre una hermenéutica y una energética), la metapsicología freudiana –que tiene en su
centro el concepto de pulsión, en cuya formulación en 1915 se resumen veinte años de

149
trabajo de Freud alrededor de la cuestión de la energía y su representación psíquica–
desanda el punto de partida de la conciencia fenomenológica –la correlación con el
objeto intencional– para privilegiar la descripción de la meta en la satisfacción
pulsional. El psicoanálisis realiza una inversión de la epoché fenomenológica, al reducir
la conciencia a su fundamento en lo inconsciente (en el sentido estructural que tiene el
término en la tópica freudiana).
Sin embargo, ¿qué relaciones podrían proponerse entre fenomenología y
psicoanálisis, luego de haber circunscrito la irreductibilidad del segundo a la primera?
Para responder a este punto, volvemos a lo planteado en el capítulo 2 de esta tesis:
Ceriotto (1969), en un trabajo contemporáneo de evaluación de las relaciones entre
fenomenología y psicoanálisis en la filosofía de Ricoeur, considera que hay tres
ámbitos en que la intersección es más sensible: a) la cuestión del sentido; b) el lenguaje;
c) la intersubjetividad.
A propósito del primer punto, tanto la fenomenología como el psicoanálisis
interrogan la institución del sentido. La reducción fenomenológica es un modo de
acceso al sentido intencional. No obstante, aunque podría verse en la reducción un
desplazamiento de la actitud natural, la fenomenología tiene un carácter reflexivo que el
psicoanálisis no posee, “el inconsciente freudiano no es lo que la reducción libera”
(Ceriotto, 1969, 182).
Respecto de la concepción del lenguaje, si bien para ambas disciplinas “el lenguaje
establece una dialéctica de la presencia y la ausencia” (Ceriotto, 1969, 178), para el
psicoanalista el lenguaje cuenta como realidad en acto, como un inconsciente que no
puede formularse más que retroactivamente.
Por último, y vinculado al punto anterior, la cuestión de la intersubjetividad tiene
matices distintos para el fenomenólogo y el psicoanalista. Según Ceriotto, es en la
noción de transferencia “donde el psicoanálisis se distancia más de la fenomenología”
(Ceriotto, 1969, 188). A la fenomenología no interesa la actualización de modos de
satisfacción primarios en la relación con el otro. La Quinta de las Meditaciones
Cartesianas, de E. Husserl, a pesar de las diferentes “herejías” que ha podido sufrir –
para utilizar otro término de Ricoeur– en sus discípulos (Sartre, Merleau-Ponty,
Levinas, etc.) sitúa, desde un principio, que la relación con el semejante se plantea a
nivel del acceso a su existencia. Para el psicoanálisis, en cambio, la noción de
transferencia remite a la inquietud terapéutica que subtiende a la teoría, “esto muestra

150
con claridad la distancia que separa la relación intersubjetiva de la fenomenología de la
situación analítica” (Ceriotto, 1969, 189).
De este modo, aunque entre fenomenología y psicoanálisis haya una comunidad
temática sobre determinados aspectos, la disimetría podría ser esclarecida con las
siguientes palabras conclusivas:

“…La fenomenología no se confunde con el psicoanálisis, no llega a


decir lo mismo que él. Cuando el discurso fenomenológico se detiene,
queda algo así como el espacio vacío donde se podría insertar –desde
otra dirección y quizás en otro nivel– el decir psicoanalítico que
alcanzaría, de este especialísimo modo, una cierta iluminación.”
(Ceriotto, 1969, 181).

151
Capítulo 8
El objeto mirada en la enseñanza de J. Lacan I:
Precedentes y una primera noción de imagen

El propósito de este capítulo es iniciar un esclarecimiento –que continuará en los


capítulos siguientes– sobre una pregunta metodológica respecto de la construcción de
argumentos en psicoanálisis: en la elaboración de la noción de mirada, Lacan promueve
el análisis de la teoría comentando determinadas obras de arte. Entonces, la pregunta
epistemológica que se formula es la siguiente: ¿consiste este empeño en un recurso
heurístico, metafórico, o en la asunción de un modelo programático? ¿Qué método
subtiende este proceder?
Para responder a este interrogante, en los próximos tres capítulos elucidaremos un
conjunto sistemático de obras de arte visual tematizadas por Lacan en el período
comprendido entre los seminarios 8 y 13 de su enseñanza, período que delimita la
introducción de la noción de objeto a (y una nueva formalización de la teoría de la
imagen y lo imaginario). La hipótesis que demostraremos en esta tercera parte se
explicita en los siguientes términos: la relectura de lo imaginario, en el período
circunscrito, con la introducción de la noción de objeto a, permite afirmar que esta
noción se formaliza de acuerdo con un modelo extraído de una hermenéutica de
imágenes, que encuentra uno de sus sustentos en la tradición fenomenológica.
De la exposición habrá de desprenderse, también, que la formalización de la
mirada fue el modelo principal para la concepción del objeto a. Dicho de otro modo, si
la mirada es el paradigma del objeto en psicoanálisis –según una célebre afirmación de
Lacan–, esto se debe a que se expone como el hilo conductor de su elaboración teórica.
Asimismo, no quiere decirse con esto que no haya razones clínicas en el viraje de la
teoría del Lacan de los años en cuestión. Sin lugar a dudas esto es así. No obstante, el
interés de esta parte de la tesis recae en el modelo con que Lacan formaliza la

152
experiencia clínica del psicoanálisis. En la cuarta parte de la tesis nos ocuparemos de la
“Clínica de la mirada”.
En un párrafo anterior nos hemos referido a una “hermenéutica de las imágenes”.
Con esta expresión se indican dos cuestiones específicas: por un lado, en el período
indicado Lacan elabora las obras visuales de acuerdo con referencias laterales a
nociones de la tradición fenomenológica (provenientes de la fenomenología de Sartre,
Heidegger y, fundamentalmente, Merleau-Ponty –autores que hemos estudiado en la
segunda parte de la tesis–); por otro lado, la incidencia fenomenológica no se encuentra
sólo en el comentario explícito de autores de esta tradición, sino en el recurso
metodológico de considerar las obras de acuerdo con su modo de manifestación, en
función de una aproximación descriptiva que busca elucidar estructuras formales e
invariantes en su modo de aparición.
De este modo, las obras consideradas, analizadas de acuerdo con sus caracteres
formales y compositivos, suponen conceptos básicos de una teoría fenomenológica de
lo imaginario. Para dar cuenta de este aspecto, en un primer capítulo plantearemos
precedentes fenomenológicos de la incidencia de la fenomenología en Lacan, en el
comienzo de su enseñanza, para luego –en los apartados de los capítulos siguientes–
declinar los aportes específicos de los seminarios mencionados que desarrollan y,
eventualmente modifican, este punto de partida. En el capítulo 11 plantearemos diversas
preguntas que serán retomadas en la cuarta parte de la tesis, que demuestren la
operatividad clínica de las vías de formalización de la noción de objeto a.

8.1 Precedentes fenomenológicos

La enseñanza lacaniana comienza con la distinción de los tres registros


(Real/Simbólico/Imaginario), formalizando la experiencia del lenguaje de acuerdo con
la función de la palabra (Cf. Capítulo 3). Sin embargo, la puerta de entrada de Lacan en
el psicoanálisis se articuló a partir de la imagen corporal y en interlocución con la
fenomenología. El escrito que promueve este inicio es “El estadio del espejo como
formador de la función del yo” (1948). Realizaremos un breve comentario sobre este
texto, aunque sin detenernos en sus pormenores, que ya fueron destacados en otro
contexto (Cf. Lutereau, 2012). No obstante, una mínima mención es necesaria, dado que

153
es una de las principales ocupaciones de este capítulo comenzar a investigar la
reformulación de dicho estadio a la luz de la introducción del objeto a.
El estadio del espejo, apoyándose en la experiencia etológica, describe la
formación del yo a partir de la identificación con la imagen especular:

“Basta para ello comprender el estadio del espejo como una


identificación en el sentido pleno que el análisis da a este término: a
saber, la transformación producida en el sujeto cuando asume una
imagen, cuya predestinación a este efecto de fase está suficientemente
indicada por el uso, en la teoría, del término antiguo imago.” (Lacan,
1949, 87)

El modelo en cuestión para esta descripción no es sólo el imprinting estudiado por


los etólogos, sino el concepto de buena forma de la Gestalttheorie y su origen enlazado
en la fenomenología de E. Husserl. En la experiencia del espejo, la imagen decanta la
prematuración del niño en la forma anticipada de una totalidad pregnante que, a partir
de ese momento, queda constituida como el soporte de la experiencia amorosa y
agresiva.
En el conjunto de clases del seminario 1 (1953-54) tituladas “La tópica de lo
Imaginario”, Lacan vuelve a plantear el tema de la constitución de la “Urbild del yo”
(Lacan, 1953-54, 121). Lo novedoso en este regreso es la introducción de la experiencia
del ramillete invertido. Dicha experiencia muestra que el yo se constituye por clivaje,
distinguiéndose del mundo exterior:

“Lo que está incluido en el exterior se distingue de lo que se ha rechazado


mediante los procesos de exclusión, Aufstossung, y de proyección.”
(Lacan, 1953-54, 128)

Lo importante para el propósito de este capítulo es destacar la insistencia de Lacan


en la operación simbólica que comanda la experiencia en cuestión:

“Para que la ilusión se produzca, para que se constituya, ante el ojo que
mira, un mundo donde lo imaginario pueda incluir lo real y, a la vez,
formularlo; donde lo real pueda incluir, y a la vez, situar lo imaginario, es

154
preciso, ya lo he dicho, cumplir con una condición: el ojo debe ocupar
cierta posición, debe estar en el interior del cono.” (Lacan, 1953-54, 129)

Este nuevo planteo desarrolla la concepción de lo simbólico en la constitución de


la imagen corporal destacando un elemento que modifica el valor de Gestalt de los
objetos del Umwelt: la negatividad. Los objetos delimitados en acuerdo a la imagen del
cuerpo propio portan esta marca distintiva de lo simbólico. Este aspecto no había sido
señalado en la primera comunicación sobre el estadio del espejo. El gran anticipo que se
realiza en esta exposición de Lacan es que la imagen guarda un objeto (las flores reales).
Y el punto culminante de su exposición se encuentra en la reunión de los tres registros
en la descripción completa del esquema óptico tal como se encuentra en la segunda
formulación realizada en el seminario 1 cuando se introduce el espejo plano. ¿Por qué
Lacan llama al hecho de añadir el espejo plano “un perfeccionamiento que constituye
una parte esencial de lo que intento demostrar” (Lacan, 1953-54, 212)? Lo esencial del
espejo plano se encuentra en corregir una primera versión de la imagen, aquella que la
entendía como Gestalt. Al mostrar la imagen donde no está, la imagen virtual abre un
campo de referencia negativizada, que también podría llamarse la presencia de una
ausencia o una falta. He aquí el comienzo de una exposición de Lacan que, luego de
atravesar la formalización de la doctrina del significante en el seminario 3, podría
plantear la identidad entre objeto y falta por recurso al concepto de falo a partir del
seminario 4:

“[…] deuda simbólica, daño imaginario y agujero o ausencia real, he aquí


cómo podemos situar esos tres elementos que llamaremos los tres
términos de referencia de la falta de objeto.” (Lacan, 1956-57, 39)

En el capítulo siguiente nos ocuparemos de la noción de agujero en su relación


con la deriva topológica de la enseñanza de Lacan. Aquí destacaremos que esta nueva
conceptualización de la imagen en Lacan es bastante cercana a la tematizada por Sartre
en su estudio Lo imaginario (1940). Sartre define la imagen como “un acto que en su
corporeidad trata de aprehender un objeto ausente o inexistente a través de un contenido
que no se da por sí, sino a título de representante analógico del objeto que se trata de
aprehender” (Sartre, 1940, 80). De este modo, toda conciencia imaginada está, pues,
construida sobre una posición real, que la precede y la motiva en el terreno de la

155
percepción, aunque esta conciencia pueda proponer su objeto como no existente o
simplemente neutralizar la tesis existencial. Entonces, la conciencia de imagen se
propone como montada sobre una base perceptiva a la que se sobrepone la imagen: la
imagen se desprende como un pedazo del mundo real, de lo cual Sartre concluye que la
imagen representa cierto tipo de conciencia absolutamente independiente del tipo
perceptivo afirmando así su irreductibilidad.
Este rodeo, que explicita la formulación primera de la cuestión de la imagen en
Lacan, destaca una premisa fundamental: una consideración de la construcción del
registro imaginario en la enseñanza de Lacan no puede desconocer la relevancia de los
aportes fenomenológicos que en la época de su gestación eran un lugar común.
Asimismo, a pesar de este motivo anecdótico, cabe sugerir que dichos antecedentes,
decantados en la experiencia analítica con el método de la fenomenología, tienen una
relación estricta con el modo en que Lacan se dispusiera a la lectura de imágenes en el
período que consideramos en esta parte de la tesis.
De este modo, el estudio de lo imaginario es indisociable de la tematización de la
imagen en tanto forma del fenómeno visual. Este aspecto podrá confirmarse, según la
hipótesis inicialmente expuesta para esta parte de la tesis, en la articulación
argumentativa que Lacan encuentra entre la introducción de la noción de objeto a y la
relectura del estadio del espejo –en tanto experiencia visual de la imagen– que
propondremos en el capítulo siguiente.
Una segunda consideración de la fenomenología sartreana es relevante para este
propósito: la imagen es “un trozo desprendido, un pedazo de mundo real” (Sartre, 1940,
191), pero un real que es visto como imagen al ser neutralizado en su posición de
efectividad, esto es, cuando es visto como una “nada” (Sartre, 1940, 75). Así, por
ejemplo, un retrato es una imagen cuando es negativizado como soporte real y
representa la ausencia, para decirlo con el nombre sartreano por excelencia, de Pedro.
Lacan remite explícitamente a esta referencia cuando afirma que “la situación del sujeto
está caracterizada esencialmente por su lugar en el mundo simbólico; dicho de otro
modo, en el mundo de la palabra. De ese lugar depende que el sujeto tenga o no derecho
a llamarse Pedro” (Lacan, 1953-54, 130).
El lugar simbólico en el mundo para el sujeto es el de la falta encarnada en una
imagen. Situar la relación entre la falta –aunque esta expresión aún no haya cobrado la
relevancia que posteriormente tendrá en la enseñanza de Lacan– y la imagen es el aporte

156
principal del seminario 1, en lo que a esta cuestión refiere, y el punto de partida para las
consideraciones posteriores.

8.2 La imagen como velo

Luego de esta breve recensión sobre el estatuto de la imagen en el comienzo de la


enseñanza de Lacan, puede comenzarse la exposición propiamente dicha de esta
secuencia de capítulos. Articular el vacío de la imagen con un velo es la tarea que Lacan
propone a partir de los seminarios 7 y 8, tarea en la cual se comprueba la relación entre
el falo como significante de la falta y la imagen como su soporte en la noción de falo
imaginario (-phi).
La clase del 12 de abril de 1961 del seminario 8 comienza del modo siguiente:
“No porque en apariencia uno se distraiga de lo que es su preocupación central deja de
encontrársela en la extrema periferia” (Lacan, 1960-61, 253). La clase es titulada
“Psique y el complejo de Castración”, dado que “la pequeña imagen… ilustra algo que
hoy no puedo hacer mucho más que designar como el punto de confluencia de toda la
dinámica instintual, cuyo registro les he enseñado a considerar como marcado por
hechos del significante” (Lacan, 1960-61, 253), esto es, la castración.
Distintas afirmaciones del seminario permiten advertir que Lacan desarrolla su
argumento realizando una lectura de la imagen. Por ejemplo, el hecho de que Psique no
sea representada con alas es algo que llama la atención de Lacan dado que en el museo
de los Uffizi ambos personajes son figurados alados (Cf. Lacan, 1960-61, 256).
Recuerda, entonces, de acuerdo con una lectura iconográfica, que la representación con
alas de mariposa suele ser un símbolo de la inmortalidad en la religión cristiana, y
contrapone esta influencia al valor degradado que el motivo tendría en Zucchi debido a
la versión de Apuleyo en la cual, según Lacan, el pintor se habría basado.
Lacan destaca que una primera lectura de la imagen podría resumirse en la
representación de la amenaza de castración, lectura ayudada por la presencia de una
espada en la mano de Psique; sin embargo, no deja de subrayar que esta dirección sería
inadecuada. Lacan no lee la imagen en su significado manifiesto, sino en su
composición, en las leyes por las cuales se organiza:

157
“Advertirán ustedes lo que se proyecta aquí significativamente como una
flor, el ramo del que ésta forma parte y el florero donde se inserta. Verán
ustedes que, de una forma muy intensa, muy marcada, esta flor es
propiamente hablando el centro mental visual del cuadro.” (Lacan, 1960-
61, 254)

El florero se presenta, de acuerdo con la utilización de las luces y sombras, de


modo destacado, especialmente oscuro, si se lo acompaña con la luminosidad del cuerpo
de Eros:

“Esto se ve en el estilo mismo del cuadro, destacado de tal forma que no


se trata en absoluto, lo que les digo, de una interpretación analítica.”
(Lacan, 1960-61, 255)

Lacan no está realizando un psicoanálisis de la obra de arte; muy por el contrario,


está tomando de la composición lumínica de la obra una estructura formal que, luego,
utilizaría para articular la relación entre el falo y la imagen, entre el vacío y su
representación. En los análisis siguientes mostraremos que este esquema es utilizado
por Lacan en elucidaciones de otras obras, para el caso, en el seminario 11 y en el
análisis de Las Meninas en el seminario 13.
Debería anticiparse que este esquema formal describe, en pocas palabras, la
función de la falta en el campo escópico. Sin más dilaciones, a partir de este momento
ya hemos comenzado a demostrar que las obras visuales de las que Lacan se sirvió en el
desarrollo de su enseñanza ocupan un lugar argumental y no sólo persuasivo o de
ilustración.
La representación sugestiva del vacío es una característica formal propia del
manierismo. En la pintura de Zucchi, la intensidad del florero es sopesada con el punto
lumínico de la lámpara indicado en una línea descendente, llamando la atención sobre
los pliegues del cortinado en que transcurre la escena. Esta tendencia de la
representación a ofrecerse en “bambalinas” es un rasgo manierista que ofrece el marco
para escenas recargadas y variopintas: un friso, un arco, un perro, etc., son distintos
elementos que proliferan en torno a este vacío generador, condición de posibilidad de la
metonimia que desplaza su ausencia. Es precisamente de la condición del falo en tanto

158
signo de lo que intenta dar cuenta Lacan al recurrir a Zucchi. En su articulación pone de
manifiesto la estructura del velo:

“La función del velo se revela como el soporte de las imágenes que
capturan el deseo y cuyo valor de seducción radica en su capacidad para
cubrir la falta. Al revelarse la complicidad entre el objeto y la nada, se
descubre la articulación de lo simbólico y lo imaginario. En este estadio
el espejo se convierte en un velo, y merced a esta operación, lo visible se
anuda a lo invisible.” (Recalcati, 2006, 116)

En el capítulo siguiente habremos de volver a la relación entre lo visible y lo


invisible. La estructura de la imagen de Eros y Psique pone de manifiesto la fugacidad
del deseo, su forma metonímica. Lacan se refiere en esta clase al complejo de castración
como una paradoja cuya consistencia estriba en manifestar su carácter diferencial
respecto de los otros objetos que venía elaborando en el seminario: el oral y el anal. La
paradoja del complejo de castración se manifiesta, para Lacan, en esta manifestación
mediatizada por una ausencia:

“De modo que, de lo que se trata –y está concentrado en esta imagen– es


ciertamente del centro de la paradoja del complejo de Castración. Es que
el deseo del Otro, en tanto es abordado en la fase genital, de hecho nunca
puede ser aceptado en lo que llamaré su ritmo, que es al mismo tiempo
su huir.” (Lacan, 1960-61, 263)

El falo es ese elemento enigmático, supuesto, que posibilita con su veladura la


proliferación manierista de los objetos que pueden encarnar su referencia negativa:

“Si el sujeto entra en posesión de la pluralidad de los objetos que


caracterizan al mundo humano, lo hace en la proporción de cierta
renuncia al falo.” (Lacan, 1960-61, 266)

A partir de su ausencia, cualquier cosa puede ser un signo del falo. Cabe destacar
que, en este momento de la enseñanza de Lacan, la conceptualización del objeto del
deseo aún se realizaba de acuerdo con un esquema intencional, tal como lo demuestra la
formulación del objeto agalmático, ese objeto de interés privilegiado –objeto de la

159
demanda, aunque esquivo de la misma– “del que no se puede decir qué es” (Lacan,
1960-61, 250). Asimismo, este objeto es entrevisto como complemento fantasmático; y
el problema de la castración, centro de la economía del deseo, se resume, respecto del
Otro, en una pregunta: “¿Cómo es que puede y debe convertirse en algo exactamente
análogo a lo que se puede encontrar en el objeto más inerte, o sea, el objeto del deseo,
a?” (Lacan, 1960-61, 265). El objeto a, en tanto partenaire del fantasma, debe ser
distinguido de lo que luego desarrollaremos como objeto causa, resto caído en la
operación de estructuración del sujeto por el encuentro con el Otro.
Junto a la conceptualización del falo como signo negativizado (-phi), también se
presenta en el seminario 8 otra versión del signo fálico:

“Un signo representa algo para alguien y, a falta de saber qué representa
el signo, el sujeto, ante esta pregunta, cuando aparece el deseo sexual,
pierde al alguien a quien el deseo se dirige, es decir, él mismo.” (Lacan,
1960-61, 249)

En este punto, el falo encuentra su dimensión de símbolo. Los efectos de esta


presentificación simbólica del falo son los que se hacen sentir en la lectura de otra
imagen: El bibliotecario de Arcimboldo. A este motivo nos dedicaremos en el capítulo
siguiente.

8.3 Conclusiones

En este segundo capítulo de la tercera parte de la tesis hemos comenzado a


explorar el recurso fenomenológico de Lacan a ciertas obras de arte visual, con el
propósito de delimitar la participación de estas últimas en la constitución de la noción
del objeto a como mirada. El punto de partida, a través de la delimitación de una
primera noción de imagen deberá demostrar, en el capítulo posterior, el punto en que lo
imaginario mismo encuentra una reformulación a partir de la introducción del objeto a.
Sin embargo, para realizar este pasaje es preciso detenerse antes en la circunscripción
del falo simbólico –en el seminario 8– como estrategia metodológica intermedia para la
introducción de dicho objeto.

160
Capítulo 9
El objeto mirada en la enseñanza de J. Lacan II:
Del falo simbólico al objeto a

En el capítulo precedente hemos articulado la relación entre el vacío en la obra de


arte y la ausencia representada en la imagen. El uso fenomenológico de dicha noción, de
acuerdo con la concepción sartreana, permitió entreabrir la dificultad que la relación
simbólica podía encubrir, en un primer acercamiento, en la explicitación de la estructura
del velo. De acuerdo con dicha explicitación pudo introducirse, asimismo, la función del
falo en cuanto elemento metonímico de la estructura. Es el momento, en este capítulo,
de precisar la vertiente imaginaria de este elemento, que también podría llamarse
representacional, y de deslindarla de su funcionalidad simbólica:

“La función que adquiere el falo en tanto que el encuentro con él se


produce en el campo de lo imaginario, no es la de ser idéntico al Otro en
cuanto designado por la falta de un significante, sino la de ser la raíz de
dicha falta.” (Lacan, 1960-61, 251)

El falo es un signo que puede tener la función de un velo, pero también un signo
que puede tener la función de un símbolo. Esta es la diferencia entre el falo como
imaginario, que siempre se manifiesta marcado por el punto enigmático de su
negatividad, y el falo simbólico, que en su aparición se manifiesta como presencia real.
Los efectos de la inscripción de la castración en lo imaginario, versiones del pliegue
metonímico, quedan, entonces, subtendidos por un punto de tope que desestabiliza
súbitamente la representación.

161
En el seminario 8, luego de decir que la composición extremadamente minuciosa
de los cuadros manieristas hace sensible lo que, en su momento, se conoció como
análisis estructural, Lacan avanza en la hipótesis de que, en el cuadro de Eros y Psique,
el pintor de las flores no haya sido Zucchi sino algún primo o hermano, dado que la
técnica de su estilo llevó a que ciertos críticos lo relacionaran con otro pintor sobre el
cual quiere llamar la atención: Arcimboldo. La clase es del 19 de abril de 1961, y su
tema principal, articulado con la siguiente clase del seminario, está en dar cuenta de las
respuestas a la manifestación del falo simbólico.
En este capítulo partiremos de la descripción de este último elemento para
avanzar, en los apartados siguientes, hacia la introducción de la noción de objeto a.

9.1 El falo como símbolo

En su obra sobre el bibliotecario de Rodolfo II, Arcimboldo representa a este


personaje “mediante un montaje ilustrado hecho con los utensilios fundamentales de la
función del bibliotecario –o sea, libros– dispuestos en el cuadro de tal forma que la
imagen de un rostro, más que quedar sugerida, verdaderamente se imponga” (Lacan,
1960-61, 251). La particularidad de la composición de este retrato satírico se encuentra
en la disposición de los libros, algunos de frente, pero otros en escorzo. Lacan intuye
que esta disposición tiene cierta relevancia, lo cual encuentra manifiesto en el efecto de
imposición del rostro que la imagen promueve, antes que en atribuirle cierta función
evocativa. Lo curioso de la presentación escorzada de algunos de los lomos y de las
hojas de los libros está en que sugieren las partes del rostro que se presenta, es decir,
Arcimboldo se propone neutralizar la referencia evocativa y, al mismo tiempo, la
incorpora. El bibliotecario es una especie de caligrama. A diferencia del efecto
anamórfico, que expondremos más adelante, en esta obra la dualidad queda expuesta, y
en fuga, a cada momento, con tomar tan sólo cualquier perfil de los elementos
compositivos de la imagen. El manto plegado recogido en el fondo de la tela avanza de
modo sugerente, alternando entre la capa del bibliotecario y un cortinado que
reestructura la escena: si es vista como una capa la tensión se reparte hacia la derecha
abriendo un campo de oscuridad desvelado e inadvertido en dicha representación; si la
figura es descompuesta, el equilibrio es sopesado hacia la izquierda y el cuadro se
desestabiliza.
162
A partir de la articulación de los elementos compositivos, su forma vaciada tiende
hacia el conjunto visual, y la imagen comienza a funcionar comos si fuera un
jeroglífico. De este modo, El bibliotecario exige vaciar sus elementos de cualquier
remisión a un significado para que pueda verse el rostro; y, al mismo tiempo,
presentifica este rostro de un modo que no es evocativo. Es otra función que la de la
significación la que Lacan destaca en esta pintura:

“Este procedimiento manierista consiste en realizar la imagen humana en


su figura esencial mediante la coalescencia, la combinación, la
acumulación de un montón de objetos, cuyo total [debe leerse aquí el
falo simbólico] estará encargado de representar lo que en consecuencia
se manifiesta a la vez como sustancia y como ilusión.” (Lacan, 1960-61,
272)

El falo simbólico es ese elemento de la estructura que, subtendido, articula el


campo significante y desplaza la falta en la imagen. Su presencia velada ya ha sido
estudiada en el capítulo anterior. A su vez, en tanto significante, el falo es el elemento
de la estructura que vacía de sentido a los signos para introducirlos en el orden del
significante.10 Sin embargo, en esta clase, Lacan avanza un paso más al formular que el
falo más que un significante es un símbolo. Por esto la noción de símbolo puede ser
usada en un sentido específico que puede prestarse a confusión: el falo como símbolo
presupone el orden del significante. En el cuadro de Arcimboldo se hace notable este
orden siempre que su estructura íntima pone de relieve el rostro al neutralizar el sentido
de sus elementos. Debería llamarse a este rostro una inscripción alegórica antes que una
representación, dado que a partir de ahora el objeto es totalmente incapaz de irradiar un
significado. La función simbólica que toma el falo en esta clase del seminario 8 es la de
convertirse en una presencia real:

“Al mismo tiempo que la apariencia de la imagen se sostiene, se sugiere


algo que se imagina en el desensamblaje de los objetos.” (Lacan, 1960-
61, 272)

10
“Este significante está siempre escondido, siempre velado. Hasta tal punto, por Dios, que les produce
asombro, destacan como una particularidad y casi una acción exorbitante que se vea su forma en algún
rincón de la representación o del arte. Es más que infrecuente, aunque por supuesto ocurre, verlo
intervenir en una cadena jeroglífica” (Lacan, 1960-61, 278).

163
Lacan advierte respecto de que la relación entre el significante fálico y la cadena
significante es una relación de o bien… o bien…, dando cuenta, de este modo, de cuál
sería el efecto de la aparición del falo en otro lugar que su veladura:

“Dejar surgir el falo en su presencia real, ¿no es como para detener toda
la remisión que tiene lugar en la cadena de signos y, más todavía, para
hacer que los signos vuelvan a no sé qué sombra de la nada?” (Lacan,
1960-61, 279)

La presencia no velada del falo en la presencia real se explicita como aquello que
puede aparecer en los intervalos de lo que es protegido por el significante. La
promoción de Lacan de la función del intervalo es para “situar esta presencia real en
alguna parte –y en un registro distinto del de lo imaginario” (Lacan, 1960-61, 296). El
entre-dos del significante no se confunde con la metonimia de la imagen. Tal como lo
muestra la pintura de Arcimboldo, un cambio en la distribución de la mirada y en la
interpretación del pliegue colgante detrás de la acumulación de libros modificaría la
posición izquierda del cuadro revelando una falta de soporte por la cual se caería toda la
pila y, con ella, el rostro figurado.
La existencia de un significante de la falta no quiere decir que haya un
significante que falte. Que haya un significante excluido del significante no implica que
ese significante velado pueda ser repuesto en la forma del significante. El referente del
falo simbólico es la presencia real del deseo como un intervalo antes que como un
vacío. El vacío es la imaginarización de una falta. El vacío sólo puede anoticiarse por la
presencia simbólica de lo que está ausente. La presencia real del falo simbólico nombra
otra estructura formal que la del par presencia-ausencia y este referente sólo es
formalizable de acuerdo con una topología de superficies y agujeros. No obstante, es
oportuno restituir, aunque en un esbozo, que un antecedente de esta topología puede
encontrarse en la influencia topológica del pensamiento heideggeriano (Cf. Malpas,
2006): en el anonadamiento de la significatividad (Bedeutsamkeit) del mundo, según la
célebre descripción de Ser y Tiempo, la aparición “ante los ojos” del objeto supone la
alteración de la estructura de remisiones en que el útil se da a la mano. Del mismo
modo, el falo simbólico como presencia es la puerta de entrada a una topología de

164
cercanías11 y alejamientos, a partir de la introducción del objeto a, cuya fenomenología
es uno de los temas de Lacan en el seminario 10:

“Representar algo para alguien, eso es precisamente lo que hay que


romper. Porque el signo que hay que dar es el signo de la falta de
significante. Es, como ustedes saben, el único signo que no se soporta,
porque es el que provoca la más indecible angustia.” (Lacan, 1960-61,
267)

El significante de la falta de significante, el falo simbólico, remite con su


aparición a la suspensión de la remisión significante de los signos. Esta particular
encrucijada es reconducida por Lacan al fenómeno de la angustia, fenómeno que en su
estructura requiere la introducción de la noción de objeto a.

9.2 El objeto a como mirada

En el apartado anterior se ha propuesto la estructura de intervalo en la que se


intuye la presencia real de la referencia del falo como símbolo. A partir de este punto, y
dado que se trata de una presentación esquemática del tema, propondremos llamar a este
intervalo, noción de de inspiración lingüística, que en la enseñanza de Lacan encuentra
su lugar en la cadena significante en la articulación entre un significante (S1) y su par
(S2), con el nombre de agujero. Sin resolver el fundamento de este traspaso, que sería el
objetivo de una investigación independiente, implicando un desvío del tema central de
esta tesis, al menos quisiéramos formular que la equivalencia que proponemos de ambos
términos expresa una comunidad estructural asequible.
Al introducir la doctrina del significante –exhaustivamente recién a partir del
seminario 3–, Lacan reserva la cadena significante a un término irreductible de su
articulación. La noción de intervalo viene a ocupar ese espacio de representación del
sujeto, aunque también de localización de un indecible en la estructura. A partir del
desarrollo sistemático de variantes topológicas en la enseñanza del seminario, la noción

11
“Cuando en el cuidado el existente se trae algo a su cercanía, esto no significa un fijar algo a un lugar
del espacio que esté a la menor distancia… ‘en la cercanía’ significa: en el círculo de lo inmediatamente a
la mano avistado. El acercamiento no se orienta por la cosa” (Heidegger, 1927, parágrafo 23).

165
de agujero vendrá a ocupar este mismo espacio de irreductibilidad. De este modo es que
un punto argumental importante en el extracto temporal que suscribimos en esta
introducción del objeto a intenta diferenciar y relacionar el agujero y la falta, del mismo
modo que también podría distinguirse entre la falta, la pérdida y el deseo.
En la clase del 7 de marzo de 1962 del seminario 9, dedicado al tema de la
identificación, Lacan introduce por primera vez, de acuerdo con un uso sistemático, la
figura topológica del toro. A partir de esta introducción, la enseñanza lacaniana
encuentra en la topología una herramienta de formalización de la experiencia clínica o,
mejor dicho, Lacan formaliza con superficies la experiencia topológica en que se
desenvuelve la clínica psicoanalítica. Lo que es preciso articular aquí es que esa
topología también puede leerse en el uso que Lacan hiciera de las obras visuales, esto
es, que el uso lacaniano de las imágenes es un paso necesario en la explicitación de la
estructura topológica de la experiencia analítica.
El toro es una superficie cerrada y orientable, con dos caras y sin bordes. Su
constitución se expresa a partir de un círculo engendrante orientado según un punto
compartido –conectividad es el predicado topológico básico– con un círculo que traza
una directriz. De este modo, al constituirse la superficie tórica, queda delimitado un
espacio interior, un exterior y un agujero. Cada vuelta que circunscribe el espacio
interior puede ser entrevista con un regreso o pasaje por el mismo lugar; de ahí que cada
giro sobre la superficie tórica puede ser descrita según un conteo, por lo que el toro es la
figura unaria por excelencia.
De acuerdo con esta descripción, el toro posee, en su interior, lo que se llama su
“alma”, un espacio vaciado que la demanda recorrerá en su despliegue. Este vacío no
debe confundirse con el agujero del toro. El pliegue infinito de la demanda, en su
relación metonímica con el deseo, no debe solaparse con la presencia del agujero. A
partir de la introducción de esta distinción, la enseñanza de Lacan apunta a intentar la
articulación del vacío y el agujero: la teoría del objeto a, correlativa de la noción
topológica de corte, intentará la sutura de ambos en lo que más adelante llamaremos una
“cicatriz”. Esta marca, que también llamaremos “mancha”, sería de importante
consideración en los desarrollos del seminario 11 y en la descripción del objeto mirada
a partir de la experiencia del cuadro.
En el seminario 9 Lacan define la demanda como un bucle articulado a la
repetición, distinguiendo su circuito del objeto a, en una anticipación que encontraría su
desarrollo acabado en el seminario siguiente:

166
“Este vacío es distinto de lo que está en juego en lo que concierne al a, el
objeto del deseo. El advenimiento constituido por la repetición de la
demanda, el advenimiento metonímico, eso que desliza y es evocado por
el deslizamiento mismo de la repetición de la demanda, a, el objeto del
deseo, no sabría de ningún modo ser evocado aquí en este vacío ceñido
por el bucle de la demanda.” (Lacan, 1961-62, clase del 7 de marzo de
1962)

El objeto a no se identifica, entonces, con el vacío circunscrito en la demanda,


sino con aquello que decanta como el resto indecible de la operación de conteo unario.
Con el propósito de simplificar el planteo, podría presentarse la siguiente distinción: el
objeto a, en el seminario 9 –dado que aún se conserva el esquema intencional para
tematizar el deseo– es la nada que precipita en la espiras de la demanda, nada distinta
del vacío que sostiene su despliegue, vale decir, entonces, una nada (Rien) que es algo.
Recién con la pregunta por la causa, que ocupa los desarrollos de los seminarios
siguientes, Lacan se encargaría de vectorizar el desarrollo de la enseñanza hacia la
operacionalización de un agujero “irreductible al significante” (Lacan, 1962-63, 145).
El seminario 10 se propone como una reconstrucción de la condición de
posibilidad del deseo. Como hemos dicho, el modelo del deseo hasta entonces estaba en
el motivo fenomenológico de la intencionalidad, por el cual el deseo declinaba hacia el
amor fascinado en la forma del objeto agalmático. A partir de este seminario el deseo
sería reconstruido en su relación con el goce y con la angustia como pasaje estructural.
Esta reconstrucción encontraría una elucidación posterior de su constitución en las dos
operaciones de causación del sujeto en el seminario 11, alienación y separación, que
aquí no podremos más que mencionar, retomadas de modo sistemático por Lacan en el
escrito “Posición del inconsciente” (1964).
Como anticipáramos en el apartado anterior, la estructura cuenta con un agujero.
El objeto a es ese agujero que porta la estructura. Se plantea entonces la tarea de
articular la relación entre el agujero y la falta. El velo, como ya hemos explicado en el
capítulo anterior, en tanto operación simbólica sobre la imagen, indica una falta cuya
característica es la metonimia; en cambio, el agujero es un objeto de lo real. La relación
entre ambos se establece diciendo que la imagen negativizada recubre el agujero de la
estructura haciendo de éste un vacío. El recubrimiento simbólico del agujero es lo que

167
hace de éste ese vacío generador que es el deseo. De este modo, la estructura es
formalizable en dos niveles: el deseo y el goce, el vacío y el agujero. La introducción
del objeto a es un “más acá” del deseo en la enseñanza de Lacan, sostenido en el
propósito de dar cuenta de su causación.
Para avanzar en este derrotero, y en la búsqueda de otras estructuras formales
(además del vacío y la función del velo) consideramos que las dos pinturas de Zurbarán
que Lacan retomó en el seminario 10 –Santa Lucía y Santa Ágata– deben ser analizadas
a un mismo tiempo. Si las considerásemos por separado, de Santa Lucía podría
destacarse, para el caso, la particular forma de su pelo recogido, o la pluma que parece
llevar en la mano escondida y que asoma desde detrás.
Por otra parte, en Santa Ágata podría llamarse la atención sobre su collar perlado,
la austeridad y la dignidad de su mirada, la simplicidad de su figuración. Sin embargo,
por esta vía, desplegando el catálogo metonímico de las formas iconográficas no
avanzaríamos demasiado en el análisis que las convoca a esta altura de la enseñanza
lacaniana. No se haría más que restituir la función agalmática que Lacan busca superar
en este momento de su seminario. En este punto, quisiéramos poner el énfasis sobre el
hecho de que Lacan no hace un análisis exhaustivo de la composición de estas obras. La
propuesta implícita radica, entonces, en que no puede dejar de advertirse que ambas
figuras tienen una composición semejante salvo en la inversión simétrica de la posición,
esto es, puede pensárselas enfrentadas, una a otra, como si de una imagen y su reflejo se
tratara. Entonces, junto a los caracteres pictóricos que distinguen una obra de la otra,
cabría subrayar el papel de la orientación en ambas, encontrando en esta característica
un factor importante a tener en cuenta si recordamos que, en este seminario, Lacan
realiza una nueva lectura del estadio del espejo. En vez de dejarnos atrapar por el rasgo
anecdótico que muestra a ambas mujeres con fragmentos de sus cuerpos en sendas
bandejas, consideramos que en la elección de Lacan de tratarlas al mismo tiempo hay
una razón estructural:

“Lo que en las imágenes de Lucía y Ágata puede interesar


verdaderamente, la clave está en la angustia. […] Las personas
encantadoras que nos trae Zurbarán, presentándonos esos objetos en un
plato, no nos presentan sino aquello que en este caso puede constituir –y
no nos privamos de ello– el objeto de nuestro deseo. Estas imágenes no

168
nos introducen de ningún modo, en lo que a la mayoría de nosotros se
refiere, en el orden de la angustia.” (Lacan, 1962-63, 177)

El aspecto principal destacado por Lacan en estas pinturas es lo que no puede ser
visto y, en este punto, constituye un antecedente de los planteos sobre lo invisible en el
seminario 11. El espacio imaginario y especularizable es el que tiene la propiedad de ser
orientable; en cambio, la condición del objeto a conlleva una concepción del espacio de
otro orden: una topología, que ya había comenzado a formalizarse en el seminario 9
sobre el modelo del toro –según ya hemos explicado–, y que en este seminario
encuentra un desarrollo complementario en la banda de Moebius y el Cross-cap.

“Cuando les hablé de los senos y de los ojos a partir de Zurbarán, de


Lucía y de Ágata, ¿no les llamó la atención que estos objetos a se
presentarán ahí bajo una forma positiva?” (Lacan, 1962-63, 191)

La forma positiva de presentación del objeto a no debe confundirse con la


presentación de las formas del objeto a, sus encarnaciones, en esos objetos separables
que son la mirada, las heces, el seno, la voz y el falo. Como hemos dicho anteriormente,
el objeto a es un agujero en la estructura, siendo que estas formas anatómicas son partes
privilegiadas del cuerpo que pueden enseñar la particularidad de una lógica del agujero
y su vaciamiento a partir de una operación simbólica. De todos modos, es significativo
que en este seminario Lacan recurra, después de años de enseñanza alrededor de la
lógica del significante, a metáforas biológicas y a operaciones reales de separación. En
particular, la circunscripción de la castración a partir de la detumescencia del falo como
órgano es una dirección extraordinaria en su enseñanza. No es que en otras ocasiones
Lacan no haya realizado la ecuación entre el falo y su encarnación orgánica, ese
privilegio es destacado en los seminarios anteriores, sino que en este seminario Lacan
no hace del falo otra cosa que su encarnación genital. De este modo, la castración se
vuelve una operación más dentro de un conjunto de separaciones englobado bajo la
propiedad del corte. No profundizaremos esta línea en este contexto, pero sí
destacaremos que el corte es una operación topológica que formaliza definitivamente la
enseñanza de Lacan en un modelo topológico.
La clase del 28 de noviembre de 1962 comienza una nueva lectura del estadio del
espejo. Si bien el esquema completo reproduce la articulación de la “Observación sobre

169
el informe”, la versión simplificada del mismo hace participar la relación entre el objeto
a y la función fálica. Dicha relación es formulada por Lacan del modo siguiente:

“El investimiento de la imagen especular es un tiempo fundamental de la


relación imaginaria. Es fundamental en la medida en que tiene un límite.
No todo el investimiento libidinal pasa por la imagen especular. Hay un
resto.” (Lacan, 1962-63, 49)

De este modo, Lacan coloca del lado del sujeto, en la imagen real, el objeto a, y
en la reflexión especular, en el campo del Otro, la inscripción imaginaria de la falta en
la imagen virtual. Esta formulación en términos libidinales ya se presentía en la última
parte del seminario 8, siendo que su formalización más acabada se encontraría,
posteriormente, en el mito de la laminilla del seminario 11 y en el escrito “Posición del
inconsciente”. La función del resto, como la contraparte de la falta, es una herramienta
que también es sensible en el esquema de la división subjetiva de este seminario 10.
Toda división cuenta con un resto inasimilable. Es curioso que Lacan, en esta clase del
28 de noviembre, reniegue de la postura que quisiera ver en su enseñanza dos
momentos. Podría pensarse que la razón obedece a un motivo en la construcción de la
teoría. La explicitación de un pliegue profundo, la elucidación de las condiciones de
posibilidad de una estructura, no plantean una ruptura con lo establecido en un primer
momento. Si bien puede decirse que Lacan no razona siguiendo un esquema lógico-
formal de argumentos encadenados en premisas y conclusiones, deductivamente
relacionados, esto no quiere decir que no formalice su enseñanza con argumentos. El
establecimiento de condiciones de posibilidad, propio de los argumentos trascendentales
–reconocibles en Kant así como en varios autores de la tradición fenomenológica– es
suelo firme del desarrollo lacaniano.
A partir de la introducción del objeto a, la noción metonímica de objeto,
caracterizada desde un punto de vista intencional, es reapropiada en su condición de
producción, y envuelta, por la teoría del corte y del agujero en lo real. La introducción
del objeto a representa la apertura al “piso inferior” de la teoría que permite volver a
causar la teoría de la falta y su inscripción imaginaria. A la teoría del falo, en un piso,
corresponde la explicitación de la teoría del objeto a, como un “piso inferior”. Dada esta
especificación, cabe retomar su exposición en el contexto de la obra de arte visual.

170
En el campo visual, el objeto a no aparece en tanto visible. La presencia del
objeto a se manifiesta, pero no aparece objetivamente. El seminario 10 describe una
fenomenología de la proximidad del objeto a, pero no su aparición; reconstruye su
presencia, pero no por eso lo da a ver. Es interesante advertir el carácter espacial de
varias declinaciones de Lacan, por ejemplo, el objeto al que se apunta, o que está
delante. Al mismo tiempo, ese espacio tiene, a veces, la forma de lo visual. Así, por
ejemplo, el estadio del espejo es la matriz a la que Lacan retorna para articular una de
las principales características del objeto a: no ser especularizable, esto es, no puede
aparecer en el espacio del espejo. En el campo especular, de este objeto, sólo podemos
admitir una cicatriz o sutura.
Finalmente, importa detenerse un momento en la noción de escena que Lacan
promueve en este seminario. Para Lacan, la escena es un develamiento continuo que
acontece de acuerdo a la temporalidad de la historia diacrónica, motivo por el cual une
su idea a la de cosmos y mundo –en este punto acercando su formulación a la aletheia
heideggeriana (Cf. Lutereau, 2011)–. Realizaremos un breve rodeo sobre esta
formulación antes de continuar el argumento.
En su conocido trabajo de 1936, El origen de la obra de arte, Heidegger deja
establecido, de acuerdo a una caracterización simbólica de la obra, que la esencia del
arte es “poner en operación la verdad del ente” (Heidegger, 1936, 63). Los dos rasgos
esenciales de este acontecimiento (del ser obra de la obra) se resumen en la apertura de
un mundo, haciéndolo patente, y, con este develamiento, en el permanecer auto-oculto
en la hechura de la tierra. Para dar cuenta de esta relación, Heidegger comenta una obra
de Van Gogh que tematiza unos viejos zapatones. Van Gogh pintó zapatos en más de
una oportunidad, por lo cual la falta de indicaciones de Heidegger respecto de cuál de
esos motivos es el que promueve su inspiración demuestra no sólo un desinterés ajeno
al detalle con que Lacan remitía a las referencias pictóricas en su seminario. En esta
aproximación a la noción de develamiento, lo que Lacan buscar poner de relieve es un
movimiento hermenéutico que, a partir de este momento de su enseñanza, puede
entreverse en una modificación sustancial de la técnica interpretativa de las imágenes, al
buscar un tope a la proliferación del sentido representado. Así como en el seminario 8
había realizado una disquisición rigurosa de los elementos compositivos de la
representación, a partir de la introducción del objeto a interroga a la imagen no tanto por
lo que muestra objetivamente, y sus capas de sentido, sino por lo que da a ver y lo que,
en ella, permanece invisible. De este modo, la invisibilidad es una categoría legítima de

171
la hermenéutica lacaniana de las imágenes, del mismo modo que el deseo ya no es
promovido hacia una subjetivación sino hacia su objetivación y localización en un
objeto perdido, que no es lo mismo que ausente.
La clase del 20 de noviembre de 1963, clase impar del seminario Los Nombres del
Padre, representa el punto de culminación, de máxima consecuencia de la introducción
de la teoría del objeto a –en el período aquí circunscrito–. No nos detendremos, en este
punto, en una reconstrucción de la teoría del Nombre del Padre en Lacan, dado que
nuestro interés está en extraer las consecuencias metodológicas de este pasaje.
J.-A. Miller ha destacado que el seminario de Los Nombres del padre concluye
una serie que se ordena desde el seminario 9 y se consolida en el seminario 10. El
seminario de Los Nombres del Padre representaría, entonces, la conclusión del trabajo
de estos dos seminarios, uno dedicado al tema de lo Uno, y el otro al tema del Otro, a
aquello que hace que el Otro no sea reducible al Uno, esto es, el objeto a.

“¿Y qué viene a ser ese nombre del Padre en más, en plus? El nombre del
Padre no designa nada más que el poder de la palabra. De tal manera que
los Nombres del Padre, que se pueden buscar, son todos mitos de la
pérdida de goce.” (Miller, 1992, 41)

Se entiende, entonces, la relación de necesidad que queda establecida en el pasaje


del seminario 10 a este Seminario: si aquél había concluido con la fenomenología de las
pérdidas de goce, en las distintas formas del objeto a, “no sin motivo” (Lacan, 1962-63,
364) Lacan anticipa un seminario que trataría sobre la relación entre las huellas del
goce, marcas vacías del cuerpo, y el velo que las recubre.
Miller reconstruye metodológicamente el curso de estos seminarios como el
pasaje de los nombres a los matemas:

“Lacan se propone hacer pasar el psicoanálisis del respeto religioso hacia


las fórmulas de Freud, las expresiones de Freud, los conceptos
formulados por Freud, hacia un uso científico del concepto.” (Miller,
1992, 18)

Testimonia de este recorrido el título mismo del seminario 11: Los 4 conceptos
fundamentales del psicoanálisis. Los nombres de Freud –inconsciente, repetición,

172
transferencia y pulsión– son tomados en el seminario con el propósito de hacerlos pasar
a la perspectiva del concepto. Sin embargo, en el comienzo del seminario 12 Lacan
daría por fallido este intento.12 Los conceptos no se sostienen, la noción de repetición se
desdibuja en tyché y automatón, el inconsciente se superpone al automatón de la
repetición, la transferencia, al mismo tiempo, pone en acto la pulsión, etc.
En este punto, es preciso volver al campo de las imágenes ¿Por qué Lacan toma
una pintura de Caravaggio en el seminario que anticipa la barradura de los nombres de
Freud? Este camino ya se dejaba entrever en el seminario 10 cuando proponía ir “más
allá del complejo de castración”, del extravío que representaría la roca dura freudiana.
La lectura lacaniana del deseo de Freud comienza, a partir de este seminario, un
movimiento que es, a su vez, un más allá de Freud. Entonces, ¿qué es lo que permanece
invisible en El sacrificio de Isaac? Puede decirse, inicialmente, aunque de un modo algo
críptico, que de lo que se trata, en El sacrificio de Isaac, es, nada menos, que del
“sacrificio de Abraham”, esto es, del Padre:

“Hay un hijo, la cabeza apretada contra el pequeño altar de piedra, ese


niño hace una mueca de sufrimiento, el cuchillo de Abraham se levanta
sobre él, el ángel que está allí es la presencia de aquél cuyo nombre no es
pronunciable.”

En esta oportunidad, Lacan realiza un comentario minucioso de la obra. Su


método de lectura de la imagen comprende dos estrategias relacionadas: por un lado,
interroga a la imagen de acuerdo con sus elementos ideográficos, reponiendo al detalle
la historia de Abraham en la tradición y el simbolismo de algunos de los elementos
figurativos.13 Sin embargo, “esto no es todo lo que puede verse sobre la estampa de

12
“Ya ven por qué vía me decidí a introducir este año, buscando darles su tono, lo que yo llamo
Problemas cruciales para el psicoanálisis. El año pasado hablé de los fundamentos del psicoanálisis.
Hablé de los conceptos que me parecen esenciales para estructurar su experiencia y pudieron ver que en
ninguno de esos niveles se trató de verdaderos conceptos; que no pude hacer que ninguno resistiera, en la
medida en que los hice rigurosos, en el lugar de referente alguno; que siempre, de algún modo el sujeto,
que es quien aporta esos conceptos, está implicado en su discurso mismo; que no puedo hablar de la
apertura o del cierre del inconsciente sin estar implicado, en mi discurso mismo, por esta apertura o este
cierre; que no puedo hablar del reencuentro como constituyente, por su misma falta, del principio de la
repetición, sin tornar inaprensible el punto mismo donde se califica esta repetición”. Clase 2 de diciembre
1964.
13
“Este ángel retiene el brazo de Abraham, y sin el consentimiento del padre Teilhard, sea lo que sea este
ángel, es a título de El Sadday que está allí. Siempre visto tradicionalmente allí. Es sin duda a título de
esto que se desarrolla todo lo patético del drama al que nos arrastra Kierkegaard. Antes de este gesto que
lo retiene, Abraham llegó ahí para algo, Dios le dio un hijo y le dio la orden de traer al pequeño para una
misteriosa cita, atado de pies y manos como un cordero, para sacrificarlo. Antes de conmovernos,

173
Espinal, hay todavía más cosas a derecha e izquierda en el cuadro de Caravaggio, la
cabeza de cordero que introduzco bajo la forma del shofar.”
El sacrificio de Isaac es una pintura que podría caracterizarse por dos rasgos
sobresalientes: el uso enfático de la luz, en un claroscuro organizado desde un foco
lumínico exterior a los personajes, y la gestualidad de estos personajes, en especial el
instante detenido se conserva paradigmáticamente en el rostro de Isaac. Los colores son
atenuados para esta obra, en comparación con la producción anterior del artista. Este no
deja de ser un rasgo significativo, si consideramos la mención que realiza Lacan: ¿en
qué consiste la alusión al shofar, subrayando la presencia del carnero? Pareciera que
Lacan busca en la imagen algo más que una presencia visual. Consideramos que no es
un detalle menor que Lacan utilizara la segunda versión del sacrificio que hiciera
Caravaggio, es decir, la de 1603, siendo que hay una primera versión del mismo tema,
fechada en 1596. Esta primera versión se caracteriza por una profunda oscuridad y una
luz lateral que embiste a los personajes desde detrás, la orientación de la pintura es
inversa, la túnica de Abraham recarga los pliegues intensos de un rojo intenso. La cara
de Isaac permanece impávida, como escrutando celosamente la conversación de su
padre y el ángel, casi en el pedido de que la historia continúe. Es notable, en este punto,
la diferencia entre una pintura y su doble: Lacan eligió una pintura que aún acontece en
el tiempo, que repone en la boca abierta de Isaac la contorsión de los músculos. Es el
instante del temblor lo que llama su atención en esta pintura de Caravaggio y lo que hay
que investigar para entender lo que permanece velado en la alusión al shofar.
En el seminario 10 Lacan ya había presentado la función de la voz en tanto “lo
que ocurre cuando el significante no está únicamente articulado… sino que es emitido y
vocalizado” (Lacan, 1962-63, 270). Al mismo tiempo, ponía sobre aviso de no
confundir este plano con el de la fonemización, dado que este campo se encuentra
regido por oposiciones. Es en este punto que Lacan presenta al shofar también
remitiendo a las campanas del Nô japonés, y otros objetos resonantes, siendo que lo que
busca poner al descubierto es una “función muy particular, de precipitación y de
ligazón” (Lacan, 1962-63, 270). Luego de presentar la condición de separabilidad del
objeto voz, Lacan formula que “para orientarnos, tenemos que situar lo nuevo que
introduje respecto al piso articulado anteriormente, que concernía a la función del ojo en

podríamos recordar que, hacer el sacrificio de un pequeño hijo al Elohim era algo corriente en aquella
época. Esto ha continuando hasta tan tardíamente que fue necesario, para que esto cesara, que el ángel y
los profetas detuvieran a los israelitas para que no volviesen a hacerlo”.

174
la estructura del deseo” (Lacan, 1962-63, 272). De este modo, el análisis que se busque
realizar del Sacrificio de Isaac debe poner en relación la mirada y el objeto voz, como si
de dos pisos se tratara, teniendo en cuenta que:

“… todo lo que se revela en la nueva dimensión parece estar


enmascarado en el piso anterior, al que necesitamos volver un instante
para que resalte más lo nuevo que aporta el nivel donde surge la forma de
la llamada voz.” (Lacan, 1962-63, 272)

Quiere decir esto, entonces, que hay un índice del funcionamiento de la voz que
puede leerse en el campo visual. Este intrincamiento es lo que Lacan intentó formalizar
en el Seminario Los nombres del Padre:

“Ahora bien, esta cabeza de cordero con los cuernos enredados en una
maraña de espinas que lo detiene, ese lugar de la maraña de espinas,
quisiera comentárselos. El texto mismo hace sentir que se precipita sobre
el lugar del sacrificio. ¿De qué viene ávidamente a reponerse cuando
aquél cuyo nombre que es impronunciable lo designa, a él, para el
sacrificio?”

La respuesta está en lo que la pintura no da a ver. Caravaggio puso en escena la


vibración de un movimiento; así es como encuentra lugar la remisión del shofar. El
Seminario Los nombres del padre comenzaba entonces con lo que prometía saldar un
aspecto oscuro del Seminario 10: el objeto voz. Sin embargo, la interrupción de la
enseñanza, y el comienzo del Seminario 11, volvió a poner en situación la primacía del
campo escópico, según explicaremos en el próximo apartado.
El Sacrificio de Isaac promueve la difícil figuración del objeto voz, el arduo
aparecer del tiempo en el espacio visual (Cf. Baas, 2012). Manifestar la latencia
temporal y sonora de los objetos no ha sido una característica exclusiva de Caravaggio;
en todo caso, lo que no debería sorprender es que este rasgo también forme parte de la
producción de pintores modernos, como Cézanne:

“El pintor retoma y convierte justamente en objeto visible lo que sin él


permanece encerrado en la vida separada de su conciencia: la vibración

175
de las apariencias, que es la cuna de las cosas.” (Merleau-Ponty, 1964,
53)

El objeto voz es la cuna desde la cual se abre el campo visual. Sin embargo, la
vibración en el temblor invocante es sólo un aspecto del aparecer de los objetos,
también es preciso prestar atención a lo que en ellos permanece invisible. Hacia este
propósito corresponde encauzar el paso siguiente..

9.3 Anamorfosis y “función cuadro”

Hemos planteado en el apartado anterior una posible articulación conceptual en la


introducción de la noción de objeto a en la teoría psicoanalítica, y ha quedado indicado,
asimismo, el soporte de su lectura en las obras visuales que Lacan analizara en el
seminario 10. Luego nos hemos detenido en la interrelación del objeto voz en una obra
de Caravaggio, tal como ésta es tematizada en el seminario Los nombres del padre.
La noción de objeto a, presentada también en el seminario 10 a través de la
metáfora orgánica de la placenta, en tanto objeto caído del cuerpo, delimita un agujero y
explicita –para el tema que aquí concierne– que la constitución de un espacio requiere
una operación de pérdida. Que el objeto a es un agujero lo demuestra ejemplarmente el
objeto oral que, antes que con el seno, correspondería identificar con el circuito que
comienza en la mucosa bucal y en el que puede introducirse casi cualquier objeto, de un
pezón en adelante. Éste es el principal aporte que Lacan toma de la topología: el corte
revela la estructura constituyendo una superficie. Al mismo tiempo, la noción de objeto
a relativiza la función del Nombre del Padre, evidenciando su falla y promoviendo su
pluralidad:

“En otras palabras, el objeto a vale como el fracaso del Nombre del
padre, en la medida en que el Nombre del padre es el operador mayor de
la simbolización […]. Decir que este objeto a no es nombrable es solo
repetir de otra forma el motivo por el que Lacan lo presenta en este
seminario, a saber, que el objeto a es irreductible a la simbolización.”
(Miller, 2007, 110)

176
Por otra parte, hay una consecuencia añadida a esta introducción del objeto a en la
doctrina que es preciso subrayar antes de comenzar con la exposición de los argumentos
del seminario 11. Hasta el seminario 10, la conceptualización del cuerpo era entendida
especialmente en términos especulares. La introducción del objeto a hace del organismo
una estructura diferente a la totalidad pregnante provista por el espejo. El cuerpo
atravesado por la operación de caída del objeto a es un cuerpo de límites difusos, en
conexión topológica con el espacio circundante, un cuerpo abierto al encastre y al
contacto. Al mismo tiempo, la noción de objeto a obliga a una concepción distinta de la
contemplación estética; a partir de su apertura el organismo enlaza en la obra como en
su propia carne. Este aspecto es el que hemos intentado articular para el objeto voz en el
apartado anterior.
Esta misma intuición acerca de la estructura abierta de la corporalidad puede
encontrarse en los estudios tardíos de M. Merleau-Ponty. Dado que nuestro propósito es
elucidar la estructura que Lacan llama “dar a ver” y la función de mancha inherente a
esta estructura, realizaremos un rodeo introductorio por la articulación merleau-
pontyana de la visibilidad, justificando esta decisión en la interlocución conceptual que
hubo entre ambos pensadores. Es esta estructura de reversibilidad la que Lacan encontró
como un modelo privilegiado para su elaboración del campo escópico en la función del
cuadro. Es notable la cercanía que las descripciones de Merleau-Ponty sobre la
corporalidad encuentran con los agujeros corporales ya entrevistos por Lacan desde el
seminario 10:

“[…] como si el cuerpo visible permaneciera inconcluso, abierto, como si


toda la fisiología de la visión no consiguiera encerrar el funcionamiento
nervioso dentro de su propio circuito […] como si el cuerpo visible por
un trabajo que efectúa en sí mismo, va preparando el hueco de donde
saldrá una visión.” (Merleau-Ponty, 1964, 164)

El hueco de lo visible, la reversibilidad en el circuito de la visión, la mirada de las


cosas, la apertura del cuerpo, ¿puede llamar la atención que Merleau-Ponty formulara su
proyecto último con el título de un “psicoanálisis de la naturaleza”? Al mismo tiempo,
para ese entonces Lacan decía que Merleau-Ponty daba un paso “forzando los límites de
la fenomenología” (Lacan, 1964, 80). La intuición que encuentra a ambos pensadores

177
no expresa otra cosa sino que “somos seres mirados en el espectáculo del mundo”
(Lacan, 1964, 82).
En el seminario 11, Lacan tematiza el objeto a como mirada en un conjunto de
cuatro clases. El desarrollo de estas clases se encuentra subtendido por la interlocución
con la, entonces reciente, publicación del libro póstumo de Merleau-Ponty Lo visible y
lo invisible. Las propuestas de ambos pensadores, Lacan y Merleau, afortunadamente se
encuentran en un motivo específico: la inspiración topológica.
En la clase del 19 de febrero de 1964, Lacan presenta el campo escópico a partir
de la esquizia del ojo y la mirada:

“La esquizia que nos interesa no es la distancia que se debe al hecho de


que existan formas impuestas por el mundo hacia las cuales nos dirige la
intencionalidad de la experiencia fenomenológica, por lo cual
encontramos límites en la experiencia de lo visible. La mirada sólo se nos
presenta bajo la forma de una extraña contingencia, simbólica de aquello
que nos encontramos en el horizonte y como tope de nuestra experiencia,
a saber, la falta constitutiva de la angustia de castración.” (Lacan, 1964,
81)

El signo de la castración se manifiesta en el campo escópico mediante una


operación simbólica particular: la elusión. La esquizia de la mirada, para Lacan, se
verifica en la función de lo dado a ver de la mancha, cuya operatoria se trasunta en una
atracción que preexiste a la visión posible, aunque dicha mancha deba ser entendida
como una cicatriz resultante de la elusión de la mirada.
La atracción por un aspecto parcial ya había sido destacada por Lacan en el
seminario 10: “Lunares y tejidos de belleza –permítanme proseguir con el equívoco–
muestran el lugar del a, reducido aquí al punto cero” (Lacan, 1962-63, 274). Lo mismo
puede decirse del carácter elusivo:

“La base de la función del deseo es, en un estilo y una forma que se
tienen que precisar cada vez, este objeto central a, en la medida en que
está, no sólo separado, sino siempre elidido, en otro lugar que allí donde
soporta el deseo, y sin embargo en relación profunda con él. Este carácter
elusivo no es en ningún otro lugar más manifiesto que en el nivel de la
función del ojo.” (Lacan, 1962-63, 274)

178
Sin embargo, el carácter específico del seminario 11 radica en situar del modo
más acabado la estructura a la que responden ambos aspectos: la función de la mancha
se consolida en los “peldaños de la constitución del mundo en el campo escópico”
(Lacan, 1964, 82). La estructura del mundo visible se organiza en la composición de un
punto ciego y una mancha. Por su parte, el hueco de la mirada en que se constituye el
punto ciego de la vista es explicitado por Lacan como “el efecto pacificante, apolíneo de
la pintura. Algo es dado, no tanto a la mirada, sino al ojo, algo que comporta un
abandono, un depósito de la mirada” (Lacan, 1964, 82).
En el dar a ver se define lo propio y lo esencial de la satisfacción escópica, cuya
eficacia se verifica en la reducción del objeto a a un punto luminoso envanescente que
“deja al sujeto en la ignorancia de lo que está más allá de la apariencia” (Lacan, 1964,
82). Lo invisible, que Merleau-Ponty planteara en términos ontológicos, como el
esquema metafísico de la carne que subtiende al vidente-visible, en Lacan se resuelve
por la vía del objeto a y el escotoma. En la clase del 26 de febrero de 1964, Lacan
introduce la noción de escotoma para esquematizar el modo en que “la mirada, en
cuanto el sujeto intenta acomodarse a ella, se convierte en ese objeto puntiforme, ese
punto de ser evanescente, con que el sujeto confunde su propio desvanecimiento”
(Lacan, 1964, 90). Este desvanecimiento es explicitado por Lacan de un modo distinto
al que entreviera Sartre en su analítica de El Ser y la nada. Sartre entiende que en la
relación con el Otro, la mirada es anonadada en la donación objetiva de su cuerpo como
un “en-sí”:

“En tanto estoy bajo la mirada, escribe Sartre, y si veo el ojo, ya no veo
el ojo que me mira, y si veo el ojo, entonces desaparece la mirada.”
(Lacan, 1964, 91)

Sin embargo, Lacan critica la descripción sartreana, buscando un punto de


positivización de la mirada en el campo escópico. Dice Lacan, retomando el análisis
sartreano:

“¿Es éste análisis fenomenológico exacto? No. No es cierto que cuando


estoy ante la mirada, cuando la obtengo, no la veo como mirada.”
(Lacan, 1964, 91)

179
“La mirada se ve”, afirma Lacan (Lacan, 1964, 92). Para dar cuenta de esta
presencia en el campo escópico, aunque escotomizada, Lacan desarrolla una lectura del
fenómeno de la anamorfosis, al analizar el cuadro de H. Holbein Los embajadores.
La pintura de H Holbein es comentada por Lacan como la fuente de la cual extraer
un saber aplicable a toda obra de arte: la función cuadro.

“¿Cómo podríamos, en consecuencia, definir la “función cuadro”?


Ponemos de relieve al menos dos significaciones. La primera está en
referencia a la tyche, en el sentido en que la obra de arte debe tener, para
ser considerada como tal, la capacidad de producir un encuentro con lo
real. Pero este encuentro se funda sobre la inversión de la idea de
aprehender la obra: no es el sujeto el que contempla la obra, sino es la
exterioridad de la obra que aferra al sujeto.” (Recalcati, 2006, 22)

Ch. Buci-Glucksmann, en su libro Folie de voir. De l´estethique baroque (1986),


presenta a la pintura de acuerdo con lo que entiende como una avidez de la mirada. Es
importante destacar que Buci-Glucksmann apoya su exposición en argumentos tomados
de Merleau-Ponty y Lacan. Lo esencial de la pintura se caracterizaría, entonces, por
pretender ver lo invisible, en su afán por documentar el escorzo, el pliegue del
movimiento y la perspectiva; y, respecto de este último punto, también, por ese
fenómeno particular que es la anamorfosis. El término “anamorfosis” comenzó a
utilizarse en el siglo XVII, aunque dicha técnica ya era tenida como un curioso corolario
del descubrimiento de la perspectiva en los siglos XIV y XV. Lacan, por su parte, en la
clase que venimos comentando, realiza una referencia a Baltrasäutis, recomendando su
libro Anamorfosis o perspectivas curiosas. Es importante constatar que Lacan ya había
hecho alusión a este autor ejemplar en el seminario 7, siendo que en esta clase del 26 de
febrero de 1964 afirma: “En mi seminario utilicé mucho la función de la anamorfosis,
en la medida en que es una estructura ejemplar” (Lacan, 1964, 92). Acto seguido,
pregunta a su auditorio: “¿en qué consiste una anamorfosis, simple, no cilíndrica?”. Con
estas dos últimas menciones queremos subrayar que Lacan no sólo se refiere de modo
ocasional a esta estructura, sino que la considera ejemplar para el desarrollo de su
seminario –y de su método, podría agregarse– y que había estudiado dicha estructura
con detalle: las anamorfosis pueden ser planas o cilíndricas, según requieran un espejo

180
cóncavo de reflexión, o no. Es notorio que Lacan está desarrollando su argumento
teniendo en mente la articulación de la técnica artística. Sin embargo, el concepto
específico del psicoanálisis del que busca dar cuenta en el recurso a esta técnica, se
formula en la siguiente pregunta:

“¿Cómo es posible que, en ellas, a nadie se le haya ocurrido evocar […]


el efecto de una erección? [...] ¿Cómo no ver en esto, inmanente a la
dimensión geometral –dimensión parcial en el campo de la mirada,
dimensión que nada tiene que ver con la visión como tal– algo simbólico
de la función de la falta, de la aparición del espectro fálico?” (Lacan,
1964, 95)

El análisis lacaniano de la mirada, luego de la introducción de la teoría del objeto


a, busca dirimir una relación que había quedado pendiente a partir de la reformulación
del falo simbólico en el seminario 8: la articulación entre falo y objeto. En el seminario
10, la propuesta encarnada del falo como órgano, haciendo de éste un objeto más en la
serie de las formas del objeto a, más que pensar dicha relación disolvía el problema. Por
un lado, Lacan realiza una lectura de la pintura a partir de sus elementos figurados,
“esos objetos son todos símbolos de las ciencias y de las artes tal como estaban
agrupadas en esa época en los trivium y quadrivium”. En esta presentación falicizada de
objetos, la aparición alegórica de la calavera no hace más que reenviar a la lección del
seminario 8 respecto de la vacilación de la representación en la escena a partir de la
manifestación de la presencia real. Sin embargo, esta no es toda la articulación que
Lacan extrae en su lectura de Los embajadores:

“Todo esto nos hace ver que en el propio ámbito de la época en que se
delinea el sujeto y en que se busca la óptica geometral, Holbein hace
visible algo que es, sencillamente, el sujeto como anonadado –anonadado
en una forma que, a decir verdad, es la encarnación ilustrada del menos fi
de la castración.” (Lacan, 1964, 95)

Se destaca, entonces, que en la articulación que Lacan promueve, la propuesta


radica en articular el falo como símbolo con el objeto a a través de la presencia negativa
del falo imaginario: la captura de la mirada, en la cicatriz de la mancha, es la sutura que
en lo imaginario encarna la operación simbólica del falo, que lleva a la mirada a
181
condescender al placer de la visión. La operación del falo simbólico hace de la mirada
una función pulsátil:14

“Pero la función de la mirada ha de ser buscada aún más allá. Veremos


entonces dibujarse a partir de ella, no el símbolo fálico, el espectro
anamórfico, sino la mirada como tal.” (Lacan, 1964, 96)

La intersección del objeto a mirada y el falo es sólo un aspecto de la estructura de


la visión, en la cual el objeto opera como causa de deseo. Que el objeto a tiene la
estructura de un agujero, de una hiancia esplendente, es algo que sólo puede explicarse
por su entrecruzamiento con el falo. Sin embargo, el objeto a como mirada no sólo está
polarizado hacia el deseo. En la clase del 4 de marzo de 1964, Lacan plantea la luz
como un componente esencial de lo visible:

“En el ámbito de lo geometral, como lo denominé, la luz parece, a


primera vista, darnos el hilo conductor. En efecto, la vez pasada vieron
cómo ese hilo nos une a cada punto del objeto, y lo vieron funcionar de
verdad como hilo cuando atraviesa la retícula en forma de pantalla sobre
la cual vamos a identificar la imagen.” (Lacan, 1964, 100)

La imagen queda identificada, entonces, con una pantalla. No obstante, la función


de la luz no debe ser confundida con la de la proyección geométrica. Para Lacan, la luz
tiene una autonomía propia en el campo de la mirada: “La luz se propaga en línea recta,
sin duda, pero se refracta, se difunde, inunda, llena” (Lacan, 1964, 101). Lacan se
propone demostrar que la relación del sujeto con la luz es distinta del lugar del punto
geometral. La mirada de las cosas se estructura en el punto luminoso que captura la
visión, tal como Lacan intenta demostrar con una anécdota personal en la que un
pequeño pescador le indicó cómo era visto por una lata en el mar: “Lo que es luz me
mira […] En lo que se me presenta como espacio de la luz, la mirada siempre es algún
juego de luz y de opacidad” (Lacan, 1964, 104). La mirada es esa reverberación ante la
cual el sujeto se identifica como una mancha, pasando a formar parte del cuadro, según

14
En una respuesta a M. Safouan, respecto de si más allá de la apariencia está la falta o la mirada, Lacan
afirma “El objeto a… vale como símbolo de la falta, es decir, del falo”. Entendemos que en esta respuesta
están articuladas las tres dimensiones: el objeto, el falo imaginario, el falo como símbolo. Por eso, en la
misma respuesta Lacan puede escribir el falo simbólico con un menos adelante.

182
demostraremos en el análisis de Las Meninas de Velázquez. Siempre estamos dentro del
cuadro, recortados en una escena.
La clase del 11 de marzo de 1964, titulada “¿Qué es un cuadro?” es el último
eslabón de este recorrido, dando, a su vez, el punto de capitón a todos los desarrollos
anteriores de la obra con la introducción de la noción de objeto a. De acuerdo con esta
exposición, esta clase demuestra que el desarrollo de la teoría psicoanalítica lacaniana, a
partir del seminario 8, culmina en una “teoría estética”:

“Uno de los juegos más fascinantes es encontrar en el cuadro la


composición propiamente dicha, las líneas de separación de las
superficies creadas por el pintor, las líneas de fuga, las líneas de fuerza.
[…] En un cuadro, en efecto, siempre podemos notar una ausencia.”
(Lacan, 1964, 115)

Lugar de alojamiento de la mirada reverberante –piénsese en la Exposición de


estampas de Escher–, en su análisis de la “función cuadro” Lacan recomienda una
técnica de análisis visual que atienda al criterio composicional de la obra, a su forma y a
su modo de aparición. Este último punto es ilustrado en la mención de un término que
luego cobraría una relevancia excepcional en su obra: semblante. El ser de la obra de
arte es de semblante, y eso no quiere decir otra cosa que el hecho de que la obra se da a
ver en un más allá de la apariencia, que, al mismo tiempo, es su aparecer. “El cuadro es
esa apariencia que dice ser lo que da la apariencia” (Lacan, 1964, 119). La obra de arte
no es ni tiene un ser por procuración, de ahí que el problema de la representación sea
último gran problema que deba resolverse luego de la introducción de la noción de
objeto a:

“El cuadro no actúa en el campo de la representación. […] ¿O estará el


principio de la creación artística en el hecho de que ésta extrae –
recuerden como traduzco Vorstellungsrepräsentanz– ese algo que hace
las veces de representación? ¿A eso les conduzco distinguiendo el cuadro
de la representación?” (Lacan, 1964, 115-117)

183
Capítulo 10
El objeto mirada en la enseñanza de J. Lacan III:
Mirada y representación

El objetivo de este capítulo es esclarecer los desarrollos lacanianos del objeto


mirada como contrapunto de la noción filosófica de representación. Como ya fuera
dicho en los capítulo precedentes, en términos generales podría decirse que el objeto a
como mirada es presentado entre el seminario 10 y el seminario 13. La cuestión de la
representación es considerada por Lacan específicamente en este último seminario, en
una discusión con Michel Foucault, cuya asistencia al seminario lacaniano se encuentra
documentada en la versión estenográfica.
El punto capital del debate –que nunca tomó la forma de una discusión explícita–
radica en la interpretación que ambos hicieran del cuadro de Velázquez Las Meninas.
Foucault realizó su análisis del cuadro en la apertura de Las palabras y las cosas
(1966). Ese mismo año, en su seminario El objeto del psicoanálisis (1966-67), Lacan
retomó el análisis foucaultiano con el propósito de ampliar sus desarrollos sobre la
mirada. El resultado de este análisis es una nueva interpretación de Las Meninas.
Mientras para Foucault dicho cuadro exponía de modo privilegiado los elementos de la
noción de la episteme de la representación, Lacan se empeñaría en ir más allá del
análisis foucaultiano, para destacar cómo el cuadro de Velázquez permite asimismo
entrever un rasgo específico del objeto a como mirada, que pondría en cuestión la
noción de representación.
En un primer apartado consideraremos el contexto de exposición de Las palabras y
las cosas, y los precedentes de la cuestión de la representación en la enseñanza de Lacan
a partir de los desarrollos del seminario 12; luego, nos detendremos en el análisis

184
foucaultiano de Las Meninas (complementados con su estudio sobre la pintura de
Magritte); por último, consideraremos la lectura lacaniana del seminario 13.

10.1 La representación

“A principios del siglo XVII –sostiene M. Foucault en Las palabras y las cosas– en
este período que equivocada o correctamente ha sido llamado Barroco, el pensamiento
deja de moverse dentro del elemento de la semejanza. La similitud ya no es la forma del
saber, sino más bien, la ocasión del error, el peligro al que uno se expone cuando no se
examina el lugar mal iluminado de las confusiones […]. La época de lo semejante está
en vías de cerrarse sobre sí misma. No deja, detrás de sí, más que juegos. Juegos cuyos
poderes de encantamiento surgen de este nuevo parentesco entre la semejanza y la
ilusión; por todas partes se dibujan las quimeras de la similitud, pero se sabe que son
quimeras” (Foucault, 1966, 57-58).
Para la episteme15 del Siglo XVI, el mundo conformaba un espacio cerrado, “una
cadena consigo mismo” (Foucault, 1966, 57-58), a cuyo conocimiento se accedía por la
vía del establecimiento de semejanzas. Así, el mundo quedaba abierto en una imitación
indefinida, cuyo potencial más concreto se encuentra en la analogía: la relación de los
astros con el cielo se asemejaba a la de la hierba con la tierra, o un vegetal era un animal
invertido. Aunque cerrado, el mundo estaba ofrecido a una duplicación permanente, a
un frenesí especular. Tal el resurgimiento en el Renacimiento de la categoría de
Microcosmos:

“La naturaleza, en tanto juego de signos y semejanzas, se encierra en sí


misma según la figura duplicada del cosmos.” (Foucault, 1966, 39)

En esta experiencia del mundo, en el que la adivinación participa como una forma
de conocimiento facilitado, en el que lo invisible no es más que el reverso análogo de lo
visible, el lenguaje ocupa una posición particular, en cuanto signo favorito de la cosa.

15
“Por episteme se entiende […] el conjunto de las relaciones que pueden unir, en una época
determinada, las prácticas discursivas que dan lugar a unas figuras epistemológicas, a unas ciencias,
eventualmente a unos sistemas formalizados” (Foucault, 1969, 322).

185
La articulación entre ambos elementos es la interpretación, el mundo es conocido en su
desciframiento, al mundo se accede por la resolución del algoritmo del lenguaje:

“El mundo está cubierto de signos que es necesario descifrar y estos


signos, que revelan semejanzas y afinidades […]. Así, pues, conocer será
interpretar: pasar de la marca invisible a lo que se dice a través de ella y
que, sin ella, permanecería como palabra muda, adormecida entre las
cosas.” (Foucault, 1966, 40)

Entonces, el lenguaje es una cosa entre las cosas; depositado en el mundo forma
parte de él, lejos aún de cualquier sistema independiente de signos arbitrarios.
La época clásica desanda el lazo entre las palabras y las cosas con el advenimiento
de la Representación:

“En los siglos XVII y XVIII la existencia propia del lenguaje, su vieja
solidez de cosa inscrita en el mundo, se había disuelto en el
funcionamiento de la representación; todo lenguaje valía como discurso.”
(Foucault, 1966, 40)

A la disciplina del comentario, le sucede la crítica. Por ejemplo, en sus Reglas para
la dirección del espíritu (1628), Descartes reniega del uso de la semejanza, ya que
fuerza a atribuir a una de las cosas semejantes algún rasgo que sólo pertenece a la otra.
El pensamiento clásico refrenda el advenimiento del orden, del espacio organizado a
partir de identidad y diferencia:

“Se trata del pensamiento clásico que excluye la semejanza como


experiencia fundamental y forma primera del saber, denunciando en ella
una mixtura confusa que es necesario analizar en términos de identidad y
diferencias, de medida y de orden.” (Foucault, 1966, 59)

Así, el lenguaje se retira del mundo, convirtiéndose en un texto neutro, en el que el


signo deja de estar a la espera de quien lo descifre, intercambiando su mudez por una
significación clara y distinta:

186
“En la época clásica, el servirse de estos signos no es ya como en los
siglos precedentes, un ensayo de encontrar por debajo de ellos el texto
primitivo de un discurso tenido, y retenido, para siempre; es el intento de
descubrir el lenguaje arbitrario que autorizará el despliegue de la
naturaleza en su espacio, los términos últimos de su análisis y las leyes
de su composición.” (Foucault, 1966, 69)

En este contexto, el problema de la representación pictórica es un problema


intestino a la pregunta más amplia por la cuestión de la representación. El problema de
la representación no se circunscribe sin más en el campo de la imagen. De hecho, su
prevalencia, en cuanto tema, se orienta de un modo mejor cuando se la considera en el
terreno del lenguaje: la representación es la pregunta por la relación entre el lenguaje y
el mundo. En este dominio, el tema de la representación se convierte en el problema de
la significación.
Si bien este capítulo se propone considerar el problema de la representación a
través de la referencia al caso del cuadro –cuya función fuera anticipada en el capítulo
anterior–, caben aquí algunas reflexiones que indiquen los precedentes de la cuestión en
el seminario 13 de Lacan, a partir de la relación que Lacan establece entre la
representación y la significación en el seminario 12.
En este último seminario, el problema de la representación es tomado por Lacan a
partir de una reformulación de la propuesta de su escrito “La instancia de la letra en el
inconsciente o la razón desde Freud” (1957): en este nuevo contexto Lacan apunta a
reelaborar su noción de metáfora (como pas de sens; “sin sentido” o “paso de sentido)
distinguiendo entre sentido y significación:

“Lo que el análisis aporta es que el sujeto no habla para decir sus
pensamientos; que no existe el mundo, el reflejo intencional o
significativo, en ningún grado que sea, ese personaje grotesco e
infatuado, que estaría en el centro del mundo predestinado a dar de él su
reflejo.” (Lacan, 1964-65, clase del 6 de enero)

El sentido es el operador de la intervención analítica, en tanto el pas implica un


franqueamiento hacia lo real en la verdad del saber. La concepción del significante,
como lo que representa un sujeto para otro significante, no debe entenderse en términos

187
de significación, sino de la producción de un efecto. La representación del sujeto
encuentra su verdad en la decantación de un sentido no representacional.
Por otro lado, el problema de la representación es tomado desde un punto de vista
topológico, de acuerdo con la figura introducida en este seminario: la botella de Klein.
Con este modelo topológico Lacan busca despejar la idea de semejanza, tal como ésta es
retomada en la figura de la doble esfera y la relación Macrocosmos/Microcosmos:

“Botella cuyo cuello hará entrada en el interior, para ir a insertarse sobre


el fondo de la misma. Si ustedes soplan un poco, ese cuello entrado,
tendrán un esquema de una doble esfera. La una comprendiendo a la otra
[…]. El hombre ha podido encontrar esa doble imagen conjugada del
microcosmos y del macrocosmos.” (Lacan, 1964-65, clase del 6 de
enero)

Sin embargo, la dimensión específica del psicoanálisis se encuentra más allá de la


duplicación, “sin duda, el análisis nos ha enseñado un cierto camino de acceso al entre-
dos, un cierto modo que el sujeto puede tener de desorientarse en relación a su situación
entre esas dos esferas” (Lacan, 1964-65: clase del 6 de enero). La propuesta de Lacan
del objeto a como a-cósmico tiene el propósito de desarticular el campo de la
semejanza, oponiéndolo a una topología del agujero:

“Es a partir de este descubrimiento [de la función del significante] que la


ruptura del pacto supuestamente preestablecido del significante a algo
[…] a partir del momento en que se rompe ese paralelismo del sujeto al
cosmos que lo envuelve, y que hace del sujeto psicológico, microcosmos.
Es a partir del momento en que introducimos otra sutura, lo que he
llamado en otra parte un punto de capitonado esencial que abre un
agujero, gracias al cual la estructura de la botella de Klein se instaura en
la estructura de lo que hace el agujero.” (Lacan, 1964-65, clase del 6 de
enero)

El campo del psicoanálisis desborda la episteme de la semejanza y la filosofía de la


representación. Queda por ver, a continuación, la especificidad de la crítica de la
representación en el campo de la obra visual, en la función del cuadro y en la estructura
del objeto a como mirada. Como conclusión de este primer apartado puede decirse que

188
en el seminario 12, frente al esquema de la representación, Lacan propone la lógica por
la cual “la falta viene al ser” (Lacan, 1964-65, clase del 6 de enero). Antes que una
significación, el pas de sens “no quiere decir ni absurdo ni insensato; no-sentido, él es lo
que hay de más positivo” (Lacan, 1964-65, clase del 6 de enero). El psicoanálisis se
despliega en el límite de la semejanza y de la representación, buscando la positivización
de una falta en una topología del agujero.

10.2 Las Meninas

Foucault realiza su análisis de Las Meninas con el propósito de esclarecer los


elementos de la representación, tal como éstos encuentran su consolidación en la época
clásica. Su exposición comienza destacando la posición del pintor y el modo en que sus
ojos apresan al espectador en el lugar del modelo:

“Así, pues, el espectáculo que él contempla es dos veces invisible;


porque no está representado en el espacio del cuadro y porque se sitúa
justo en este punto ciego, en este recuadro esencial en el que nuestra
mirada se sustrae a nosotros mismos en el momento en que la vemos.”
(Foucault, 1966, 15)

Los otros personajes, puede verse en el gesto de reverencia de Isabel de Velasco,


también inauguran un espacio de invisibilidad no representada. Al mismo tiempo,
también la luz juega con el factor de la invisibilidad, al inundar la habitación con una
intensidad que no revela su fuente. De este modo, el cuadro presentifica elementos que
alternan lo visible y lo invisible en la representación. Quizás el participante lejano, a
cuestas de una escalera –metáfora del espectador que ve sin ver lo que se ve– entienda
los puntos de visibilidad que la obra ofrece problematizando la referencia. Sólo el
espejo expone de un modo preclaro la función de la visibilidad, aunque los participantes
de la escena no atienden a su reflejo:

“Entre todos estos elementos, destinados a ofrecer representaciones, pero


que las impugnan, las hurtan, las esquivan por su posición o su distancia,

189
sólo éste funciona con toda honradez y dejar ver lo que debe mostrar.”
(Foucault, 1966, 16)

Sin embargo, dicho espejo, en el que aparecen las figuras de lo reyes, nadie lo ve.
Curiosamente, este espejo “no refleja nada, en efecto, de todo lo que se encuentra en el
mismo espacio que él” (Foucault, 1966, 17). Si bien era una tradición en la pintura
holandesa que los espejos representaran, en una duplicación, lo que se daba en el
cuadro, aunque de forma modificada –como en El matrimonio Arnolfini, de Van Eyck–,
en Las Meninas, el espejo también pasa a funcionar como una representación hurtada:

“En Las Meninas los aspectos de la representación –el tema principal de


la pintura– han sido dispersados entre figuras separadas. Sus
representaciones están diseminadas en la pintura misma. Estos aspectos
son la producción de la representación (el pintor), el objeto representado
(los modelos y su mirada) y la observación de la representación.”
(Dreyfus; Rabinow, 2001, 51)

Velázquez representa los elementos de la representación pero dejando al


descubierto una cuestión crucial: la inestabilidad de la misma para representar el acto
mismo de la representación. En el momento de la representación, el pintor está
suspendido en un gesto, no pinta. Al mismo tiempo, permanece invisible la condición
de posibilidad de la misma, la masa de luz dorada que sostiene la escena. Sobre este
aspecto lumínico es que Lacan llamaría la atención en su lectura del cuadro, más allá de
sus aspectos representativos. Velázquez denuncia el escándalo de la representación, su
drama intrínseco.16
Con el propósito de especificar de un modo más preciso este análisis foucaultiano
nos detendremos en su estudio sobre la pintura de Magritte. Consideraremos los
componentes de su exposición ya que resaltan la metodología de lectura de una obra que
transitaría una puesta en cuestión de la representación en el arte.
Una primera pregunta que plantea la obra de Magritte –en su primera versión de
1926– es respecto del estatuto del enunciado que afirma “esto no es una pipa”. Este

16
“Quizá haya, en este cuadro de Velázquez, una representación de la representación clásica y la
definición del espacio que ella abre. En efecto, intenta representar todos sus elementos, con sus imágenes,
las miradas a las que se ofrece, los rostros que hace visibles, los gestos que la hacen nacer. Pero allí, en
esta dispersión que aquella recoge y despliega en conjunto, se señala imperiosamente, por doquier, un
vacío esencial: la desaparición necesaria de lo que la fundamenta” (Foucault, 1966, 25).

190
enunciado no podría ser contradictorio, dado que la contradicción es una relación entre
dos enunciados, y en la pintura sólo hay uno. Entonces cabría la pregunta por su verdad,
o falsedad, dado que su referente no lo verifica. Sin embargo, esta segunda pregunta no
hace más que despertar un interrogante mucho más desesperado: ¿qué es ese dibujo?, ya
que “toda la función de un dibujo tan esquemático […] radica en dejar aparecer sin
equívocos ni vacilaciones lo que representa” (Foucault, 1968, 32). Pero, al mismo
tiempo, ese dibujo “no reenvía como una flecha o un dedo índice apuntando a una
determinada pipa que estaría más lejos, o en otro lugar; es una pipa” (Foucault, 1968,
32). En este punto retorna la pregunta inicial, aunque con cierto fastidio, ¿qué se
propone Magritte?
Para Foucault, la obra de Magritte debe ser entrevista como un caligrama, que
“convierte al dibujo en el delgado envoltorio que hay que dejar agujerear para seguir,
palabra a palabra, el devanado de su texto intestino” (Foucault, 1968, 33). Esta es la
operación que –en un capítulo anterior– hemos propuesto, a su vez, para entender la
obra de Arcimboldo. Un caligrama se sirve de sus elementos descontando su propiedad
significativa, atendiendo a su carácter lineal y, a un tiempo, espacial. Por eso, Foucault
suscribe que también el caligrama es una forma de alegoría, dada su vacuidad
intencional. La escena del cuadro de Magritte se sostiene como un acto de escritura
antes que de significación, “para el que lo contempla, el caligrama no dice, todavía no
puede decir: esto es una flor, esto es un pájaro; todavía está demasiado preso en la
forma” (Foucault, 1968, 38). Esa forma debe ser descifrada, y lo esencial en su
descifrado es la potencialidad de remisiones que engendra: Foucault lee el cuadro de
Magritte deslindando las distintas versiones del demostrativo en la frase (esto),
desplegando un juego de espejos donde la significación no puede ser detenida. Su
análisis sólo alcanza un descanso cuando se detiene sobre el espacio vaciado, que en el
dibujo de Magritte separa el texto y la figura. Esa delgada franja, “incolora y neutra […]
hay que verla como un hueco” (Foucault, 1968, 42). En este punto, Foucault remite a la
última versión del cuadro (que sobre el dibujo de un bastidor con una pipa y la frase,
coloca el dibujo de otra pipa, sin soporte, casi inmaterial), entendiendo en este hueco el
espacio generador de las negaciones que el demostrativo pusiera en forma:

“[E]sto no es una pipa, sino el dibujo de una pipa; esto no es una pipa,
sino una frase que dice que es una pipa; la frase ‘esto no es una pipa’ no
es una pipa; en la frase ‘esto no es una pipa’ esto no es una pipa; este

191
cuadro, esta frase escrita, este dibujo de una pipa, todo esto no es una
pipa.” (Foucault, 1968, 44)

Foucault dramatiza la aparición de este hueco como la dislocación del soporte


biselado del cuadro; así, la pipa cae en suelo y se casca. Del mismo modo que los libros
del Bibliotecario de Arcimboldo, cuando atendemos a la significación de sus elementos
componentes. Toda la operación de lectura del caligrama se sostenía en la
negativización indefinida de la relación de sus elementos, esas negaciones sucesivas de
las que habla Foucault. La aparición de ese hueco por el que se desbarata la escena fue
llamada, en otro capítulo, “presencia real” del falo como símbolo.17

10.3 El representante de la representación

La clase del 4 de mayo de 1966 del seminario 13 comienza con un interrogante de


Lacan respecto de la condición metafórica de su topología. Inmediatamente desplaza
esta pregunta hacia el interrogante por la constitución de la objetividad visual:

“El fundamento de la superficie está en el principio de todo lo que


llamamos organización de la forma, constelación. De ahí en más todo se
organiza en una superposición de planos paralelos y se instauran los
laberintos sin salida de la representación como tal.”

La objetividad visual también es una superficie, cuya clave debe ser entrevista en
los aspectos formales de su constitución. Lo visible, como representación, es una forma
a ser descifrada como un laberinto. La imagen, en tanto representación visual, se
identifica con la constelación formal que la soporta y configura:

17
Para Foucault, según el esquema expuesto en Las palabras y las cosas, Magritte disoció la similitud de
la semejanza, poniendo en acción aquella contra ésta. “Lo similar se desarrolla en series que no poseen ni
comienzo ni fin […] la similitud sirve a la repetición que corre a través de ella” (Foucault, 1968, 64).
Entendemos que la similitud, sostén del orden del caligrama, indica la proliferación metonímica del
significante. Esto es lo que puede verse en otra obra de Magritte, La representación (1962), en la que la
relación lateral de similitud desanda cualquier referencia exterior a un modelo. En la similitud, al igual
que en el orden significante, la pregunta por el referente, u original, es expulsada en la negatividad de la
articulación.

192
“[D]e manera que de cualquier modo que manipulemos la relación de la
imagen al objeto, resulta que es muy necesario que haya en alguna parte
este famoso sujeto que unifica la configuración, la constelación, para
limitarla a algunos puntos brillantes, que, en alguna parte, unifica ese
algo en lo que ella consiste.”

La unificación que produce el sujeto es la de la mirada en la visión. Lacan afirma


que el punto de fuga de la perspectiva representa en la figura el ojo que mira. Por lo
demás, “la constelación formal que se organiza a su alrededor será el representante de
la representación”.
En esta misma clase, Lacan distingue dos tipos de puntos: el punto de fuga, que es
el punto del sujeto en tanto que vidente; y el punto que cae en el intervalo del sujeto y el
plano figural, al que llama punto mirante. Esta nueva nomenclatura, cabe entender,
recubre la distinción, que hemos expuesto en un capítulo anterior, entre vacío
representado y agujero o mancha. Puede verse cómo, de este modo, en este seminario
confluye el movimiento desplegado desde el seminario 8 hasta el 12. La diferencia entre
ambos puntos estaría en que el segundo es localizable, mientras que el primero
constituye la remisión significante que Lacan entiende bajo la forma de una retícula.
Cabe destacar hasta qué punto este análisis del campo visual actualiza las relaciones que
la teoría de la percepción artística de Arnheim había formalizado desde la Gestalt:
equilibrio, forma, espacio, luz, color, movimiento, tensión. Lacan recompone una teoría
del espacio visual que, si bien tiene su anclaje privilegiado en la descripción de la
perspectiva, no deja de considerar aspectos dinámicos de la percepción. En el próximo
capítulo explicaremos que son estos factores los que no permiten que la teoría lacaniana
de la pintura se reduzca a una retórica de la imagen, aunque presuponga a esta última.
Asimismo, que Lacan desarrolle una sólida formación de rasgos compositivos y de
teoría de la percepción artística, no debe llevar a entender sus argumentos como
reductibles a una teoría del campo visual. Esto es lo que debemos explicar ahora.
En la clase del 11 de mayo de 1966, Lacan retoma el tópico de la perspectiva y el
punto de fuga, con el propósito de “decir lo que en esta experiencia de la perspectiva,
hablando con propiedad, pueda ilustrar para nosotros aquello de lo que se trata, a saber,
la relación de la división del sujeto a lo que especifica en la experiencia analítica, la
relación propiamente visual al mundo, a saber, un cierto objeto a.” En esta clase, vuelve

193
a retomar la distinción de los dos tipos de puntos, aunque, esta vez, desarrollándolos de
acuerdo a posiciones del sujeto:

“[T]enemos de esto dos puntos sujetos en toda estructura de un mundo


proyectivo o de un mundo perspectivo, dos puntos sujeto, uno que es un
punto cualquiera sobre la línea del horizonte, en el plano de la figura, el
otro que está en la intersección de otra línea paralela a la primera, que se
llama la línea fundamental, que expresa una relación del plano figura al
sujeto proyectivo con la línea en el infinito en el plano figura.”

Este segundo plano, en tanto plano distinto del punto de fuga metonímico, Lacan
propone sea considerado como el punto donde debe buscarse el objeto a. Este segundo
punto sujeto también es descrito por Lacan como “una distancia”, respecto de la que hay
que ubicarse para acceder a la mirada del cuadro. “La distancia se inscribe pues en la
estructura”. Este punto de acceso a la mirada, ausencia intrínseca al campo de visión,
determina a su vez la perspectiva. A decir verdad, esta distancia, más que una ausencia
es “un intervalo no marcado”, en el que se destaca la intersección entre la mirada de la
pintura y la del sujeto. Respecto de este último puede decirse que “su mirada cae, la
deposita en el intervalo buscado por el pintor, para estar completamente bajo la mirada
del artista que supo calmar su ardor” (Vinciguerra, 2006, 158). Este mismo argumento
es el que permite explicar por qué Lacan afirma que en la función cuadro el sujeto
deviene habitante de la escena. Sólo bastaría entender que es habitante del cuadro…
bajo la mirada del pintor. Luego de esta consideración Lacan comienza su análisis de
Las Meninas.
Una de las primeras precisiones que Lacan formula está en subrayar algo que el
análisis foucaultiano de la obra habría “elidido”:

“Es, en efecto, el punto alrededor del cual importa hacer girar todo el
valor, toda la función de este cuadro.”

Al mismo tiempo, vuelve a ubicar el papel de la representación, destacando que el


cuadro debe ser analizado de acuerdo a su aspecto representativo, aludiendo a la
Vorstellungrepresentanz de Freud. Lacan ya había retomado este significante freudiano
en el seminario 11, planteando su operación como una extracción. Volveremos sobre

194
esta consecuencia, luego de señalar los puntos relevantes del análisis lacaniano de Las
Meninas:

“Acá el personaje que ven enmarcarse en una puerta con fondo de luz, es
el punto muy preciso donde concurren las líneas de perspectiva, es un
punto más o menos situado según las líneas que se trazan entre las
figuras de este personaje –hay ligeras fluctuaciones de recortes que se
producen.”

Lacan comienza su análisis destacando el escorzo metonímico de la pintura en la


perspectiva, orientación que luego redobla en la mirada del propio Velázquez retratado,
del que subraya “el aspecto de alguna manera soñador, ausente, dirigido hacia algún
diseño interno”. No es por esta vía que habría que buscar la mirada, advierte Lacan,
dado que Velázquez está replegado en su ausencia. La mirada se aísla, siguiendo la
presentación del seminario 12, como la positivización de una falta. Lacan llama esta
primera orientación una versión del Barroco, dado que “en este estilo no hay metáfora,
que la metáfora entra ahí como un componente real”. La captura de la mirada no debe
confundirse con la metonimia significante que organiza el campo visual. El
descubrimiento psicoanalítico de la función de la mirada en el cuadro no es reductible a
un esquema interpretativo significante del campo visual,18 o a una teoría de la
percepción estética, aunque estos elementos son parte del desarrollo que Lacan
promueve. Este es el punto en que Lacan busca dar cuenta de un detalle que el análisis
foucaultiano no habría advertido, ya que se trata de develar “la estructura del sujeto
escópico” y no del campo de la visión. Los análisis formalistas del campo visual son
sólo un rodeo propedéutico para que la mirada quede circunscrita como un resto de esa
operación significante.
El programa de Lacan para circunscribir la función de la mirada, luego de una
relación entre la idea de Bien en Platón y una alusión a Heidegger, se dirige –al igual
que en el seminario 11– al componente lumínico:

“Partir de esta centralidad de la luz hacia algo que va a devenir no


simplemente la estructura, que es a saber, el objeto y su sombra, sino una
especie de degradé de realidad, que va de alguna manera, a introducir en
18
Esta advertencia puede entenderse en la respuesta de Lacan a la intervención que realizara A. Green
destacando los planos que componen la imagen de la obra.

195
el corazón mismo de todo lo que aparece, de todo lo que es Scheinen
para retomar la que está en el texto de Heidegger, una especie de
mitología, que es, justamente, aquella sobre la cual reposa la idea misma
de la idea que es la Idea del Bien, aquella donde está, donde se encuentra
la intensidad misma de la realidad de la consistencia y de donde, de
alguna manera, emanan todas las envolturas, que ya no serán, al fin de
cuentas, sino envolturas del ilusiones crecientes de representaciones,
siempre de representaciones.”

En este punto, la referencia al punto lumínico es situada en el corazón de la


representación. Lacan juega un equívoco, que también puede encontrarse en la
definición hegeliana de la obra de arte como “apariencia (Schein) sensible de la idea” –
en sus Lecciones de Estética– entre el campo de la apariencia y el de la luz (Schein): en
el corazón mismo de lo que aparece está el punto luminoso; todos las envolturas y
pliegues que parten de él son ilusiones de la visión, subtendidas por este punto mirante.
El articulador con que Lacan circunscribe el punto de la mirada es la noción de
pantalla. Esta noción encuentra toda su aplicación en tanto “la pantalla no es solamente
lo que oculta lo real, lo es seguramente, pero al mismo tiempo lo indica”:

“Ahí está el punto pivote a partir del cual tenemos que si queremos dar
cuenta de los términos mínimos que intervienen en nuestra experiencia
como connotados por el término escópico y ahí desde luego no tenemos
que ver sino con el recuerdo encubridor, tenemos que ver con ese algo
que se llama el fantasma, tenemos que ver con ese término que Freud
llama, no representación, sino representante de la representación.”

La noción de pantalla permite integrar la función del cuadro con otros fenómenos
específicos de la experiencia analítica, como el recuerdo encubridor, el fantasma, y
podríamos agregar el sueño, si consideramos, por ejemplo, el análisis freudiano del
sueño del Hombre de los lobos, donde podría verse a Freud como un interrogador
denodado de la función de la pantalla. Un cuadro es una pantalla, una retícula y un
aparecer, siendo que su interrogación no sólo estará cernida a los elementos
significantes que lo constituyen, sino también a la posición del sujeto en la misma.
Piénsese, para el caso, en los recuerdos encubridores que suelen hacer notable que el
sujeto pueda reconocerse en la mirada que le permite verse en una escena infantil de un

196
modo hipernítido. La propuesta lacaniana no redime un formalismo de la imagen, sino
que también interroga el aporte que la función escópica desarrolla en el cuadro. Para un
análisis pictórico, esta función no puede ser rehabilitada sin considerar la participación
del espectador en la obra de arte. No quiere decir esto que de la teoría de Lacan se
desprenda una estética de la recepción; se trata aquí de un aporte irreductible de la
versión lacaniana de la obra de arte, dado que la función del sujeto en la mirada es una
contribución que no mienta al espectador en tanto persona, sino en tanto “habitante del
cuadro”:

“Si queremos dar cuenta de la posibilidad de una relación, digamos de lo


real, no digo al mundo, que sea tal que se manifieste ahí la estructura del
fantasma, debemos, en este caso, tener algo que nos connote la presencia
del objeto a, del objeto a en tanto es la montura de un efecto, no
solamente, no tengo que decir lo que conocemos bien, no lo conocemos
justamente, tenemos que dar cuenta de este efecto primero, dado de
donde partimos en el psicoanálisis, que es la división del sujeto.”

El objeto a como montura de la división subjetiva, en tanto punto luminoso elidido,


es lo que se trata de reponer. En el cuadro de Las Meninas, la cicatriz de este objeto
mirante se encuentra en el borde luminoso del bastidor. Lacan concluye con una
apreciación metodológica:

“[E]s precisamente, porque hay un intervalo entre esta alta tela


representada de espaldas y algo que pone el marco del cuadro […]. Es
una interpretación propiamente estructural y estrechamente escópica.”

10.4 Conclusiones a los capítulos 8, 9 y 10

La clase del 25 de mayo de 1966 comienza realizando una distinción propicia para
especificar el recorrido que venimos realizando en este capítulo: “La relación del cuadro
al sujeto es fundamentalmente diferente de aquella del espejo”. En esta tercera parte de
la tesis, hemos comenzado con una lectura de los modelos del registro imaginario en
Lacan (Cf. Capítulo 8). En un primer momento, dicho registro se determinó como

197
idéntico al fenómeno especular, entendiendo la imagen, primero, como Gestalt, y,
luego, de acuerdo con el modelo de la negatividad sartreana. La introducción del objeto
a llevó, entonces, a modificar esa apreciación, aportando al campo de lo especular lo no
especularizable. A partir de este punto, la noción de imagen se complejizó aún más: la
imagen no sólo es soporte de una falta y su veladura, sino también sustrato de un real
figurado como una cicatriz o, para terminar de decirlo con Lacan, una huella. Por eso el
cuadro no es el espejo, aunque el cuadro sí sea una determinación de la imagen. En esta
clase del seminario 13, Lacan busca circunscribir de modo definitivo el estatuto del
objeto mirada en esa imagen que es el cuadro de Las Meninas:

“Estas dos ranuras paralelas, este intervalo, este eje que constituye este
intervalo, para rematar a la terminología barroca de George Desargue,
ahí y solamente ahí está el Dasein. Es por esto que se puede decir que
Velázquez, el pintor, porque es un verdadero pintor, no está, entonces,
ahí para traficar su Dasein, si puedo decir la diferencia entre la buena y
la mala pintura, entre la buena y la mala concepción del mundo, es que,
al igual que los malos pintores, nunca hacen sino su propio retrato en
cualquier retrato que hagan y que la mala concepción del mundo, ve en el
mundo, el macrocosmos del microcosmos.”

La pintura no es representación. Puede verse retornar aquí el argumento del


seminario 12 que ponía en cuestión la relación Macrocosmos/Microcosmos; si el cuadro
fuese una ventana –sostiene Lacan– debería asemejarse a ese cuadro de Magritte que
pone en la ventana esa misma imagen que debería representar. De este modo, el cuadro
es la parodia de la representación, al igual que el caligrama es el vaciado de la
significación o, mejor, un decir figurativo. La noción freudiana retomada por Lacan –
representante de la representación–, pone al descubierto una operación de vaciado en la
estructuración de la escena escópica. Puede verse refrendado el camino de esta tercera
parte al encontrar que Lacan suscribe esta operación a la cuenta de su método, en un
intervalo irreductible –como el que hemos destacado en la pintura de Magritte–, al
retomar el corazón del fenómeno anamórfico. La referencia lacaniana a la anamorfosis,
que hemos expuesto en el capítulo anterior, condice con el propósito freudiano del
desciframiento de los sueños. La palabra misma lo indica: R. Ibarlucía (1998, 46) ha
llamado la atención sobre el equívoco en la traducción del término Vexierbild como

198
jeroglífico –en la Traumdeutung–, cuando, según el significado que el término tiene
para la historia de la pintura alemana, hubiera correspondido decir anamorfosis. Todo
cuadro es anamórfico, de ahí que la pregunta por la representación esté fuera de juego
de inicio. La Vexierbild también podría haber sido traducida, literalmente, como imagen
vejadora, de tormento y agitación, de goce; o bien, imagen barroca.

“Es pues, la presencia del cuadro en el cuadro lo que permite liberar el


resto de lo que está en el cuadro de esta función de representación y es en
esto que este cuadro nos capta y nos sorprende.”

El bastidor invertido es ese elemento en el que hay que buscar la función no


representativa de la mirada. Ya hemos advertido sobre el papel destacado del brillo de
su borde. Podría tenerse presente aquí otro cuadro de estructura similar, nos referimos
refiero al Artista en su estudio (1629) de Rembrandt. Se trata de un caballete de espalda,
el pintor en un segundo plano, vestido con ropas elegantes aunque holgadas, la luz
cayendo en un fuerte foco que inunda el cuadro que no vemos. La cara del pintor
permanece enigmática, como ensombrecida, como si la cubriera una máscara.
Recorriendo una línea descendente desde la izquierda, la mirada queda capturada en una
esquina de la pared antes de llegar a la puerta, mucho menos trabajada, al menos si la
comparamos con los demás objetos y el esmero puesto en las tablas del suelo. En esa
esquina, en el mismo plano que el caballete, la pared exhibe una superficie
descascarada, un pedazo de pared derruido. En este fragmento de pared no se trata del
enigma del personaje, de si se trata de un autorretrato, o no, de si contempla una gran
obra recién terminada, o si teme la invisibilidad visible de la tela sin tocar; la pared
desconchada polariza el acercamiento a la obra, permitiendo el despliegue de todas estas
significaciones, a condición de que la mirada no se fije en ese resto de pared agrietada,
la luz se reparte en la escena a condición de brillar desapercibida en el resquicio. En el
cuadro de Velázquez, el brillo en el borde del bastidor limita la apertura de luz que entra
desde la derecha, de un fuera-de-escena en el ventanal. La luz concentrada en este hilo
brillante se sobrepone a la fugaz luminosidad que viene desde el horizonte de la puerta
abierta. ¿Qué quiere decir que la mirada se ubique en este fatuo brillar? ¿Dónde declina
este exceso de luz dorada?

199
En la clase que venimos comentando, a partir de considerar el carácter plano del
espejo que está suspendido en el fondo de la habitación del cuadro, Lacan reintroduce
su formulación del estadio del espejo:

“¿Y bien, tengo necesidad de insistir mucho para permitirles reconocer


en este cuadro, bajo el pincel de Velázquez, una imagen casi idéntica a
aquella que les presenté ahí?, ¿qué se parece más a esta especie de objeto
secreto bajo una vestidura brillante, que está, por una parte, representado
acá en el ramo de flores, velado, oculto, tomado, contenido alrededor de
este enorme vestido del jarrón, que es, a la vez, imagen real, pero imagen
real captada en lo virtual del espejo, y la vestidura de esta pequeña
Infanta, personaje iluminado, personaje central, modelo preferido de
Velázquez, que le pintó siete u ocho veces y que ustedes no tienen sino
que ir al Louvre para verle pintada en el mismo año?”

Que la mayoría de las figuras miren hacia fuera del cuadro, y la presencia de este
espejo plano, conducen a Lacan a retomar la distinción entre imagen real e imagen
virtual, que hemos planteado precedentemente, destacando el papel de la infanta
Margarita. La infanta no sólo es la figura central de la composición, sino que también
convoca en su vestido la tensión reflejada del foco luminoso. La luz descarnada que se
concentra en el borde del bastidor, por una operación reflexiva, regresa, a mitad de
camino respecto del punto de fuga de la puerta, en el vestido de la infanta, abultándose
como un velo. La luz dorada se refugia, en el entre de la luz cruda del bastidor y la
luminosidad de la puerta abierta, como en un intervalo. De este modo es que Lacan
propone a la pequeña infanta como signo del falo, dado su reflejo en al campo del Otro
y el carácter de pliegue o hendidura que porta en la volanta de su vestido –no se debe
olvidar el armazón hueco que la soporta–. Al igual que en el análisis sobre Psique, el
cuerpo femenino es privilegiado en la ecuación fálica. En consecuencia, en la obra
visual trabajada en el seminario 13, quedan articulados los tres componentes de la
estructura que Lacan formalizó en los años precedentes: el objeto a, el falo imaginario,
el falo como símbolo. No puede sorprender a nadie que en la clase del 1 de junio de
1966 Lacan realice un largo excursus sobre su método, sobre el valor de su forma de
exponer y argumentar. Luego de nombrar, una vez más, el retorno a Freud, afirma:
“Repensar, ese es mi método”. Por nuestra parte, no otra cosa hemos intentado hacer en

200
esta parte de la tesis, que, sin embargo, deja planteadas una serie de preguntas: dado que
la elaboración teórica que hace Lacan del objeto mirada no puede ser separada del
método argumentativo, basado en fenómenos visuales (imágenes pictóricas), ¿en qué
sentido Lacan extiende las fronteras de la fenomenología? Por otro lado, ¿cómo plantear
distinciones clínicas en los aportes propuestos? Acaso, ¿es indistinto hablar de
“pantalla”, “velo” y “escena” como si fueran sinónimos? ¿No podrían proponerse
fundamentaciones de estos términos en estructuras formales sirvan para la experiencia?
La primera pregunta la retomaremos en el capítulo siguiente, con el cual concluirá la
tercera parte. La segunda parte será el motivo de la cuarta parte de la tesis.

201
Capítulo 11
La mirada como “fenómeno saturado”:
Un nuevo recurso a la fenomenología

En el conjunto de capítulos de esta tercera parte de esta tesis hemos presentado un


recorrido expositivo que podría resumirse del modo siguiente: a partir de ubicar el
movimiento interno de la teoría lacaniana con la introducción del objeto a, hemos
integrado esta noción en una formulación del esquema de la mirada concernido en el
análisis de las obras visuales que Lacan tematizó en el período comprendido entre los
años 1958 y 1966, buscando destacar la relación intrínseca entre dichas obras visuales y
la formalización de aquella noción. De este recorrido se ha desprendido una técnica de
análisis visual, que si bien recoge aportes de otras disciplinas –fundamentalmente la
fenomenología– tal como Lacan las recogía en el seminario, es de inspiración
propiamente psicoanalítica, al poner de manifiesto la estructura del campo escópico en
el cuadro.
Si bien esta sección de la tesis no se proponía extraer una teoría del arte visual
desde el punto de vista psicoanalítico lacaniano, ésta no ha sido sino el resto
desprendido de otra producción más amplia y relativa a la elucidación de la importancia
de las obras visuales como recurso metodológico –desde el punto de vista de la
fenomenología– en la construcción de la noción de objeto a. Esta importancia se
verifica, al menos en un primer acercamiento, en la primacía del campo escópico en los
seminarios 11 y 13, ocupando también un lugar destacado en el seminario 10 y en la
única clase del seminario Los nombres del padre.

202
En este capítulo conclusivo de esta tercera parte, realizaremos un balance de los
resultados obtenido a partir de la comparación de los desarrollos de Lacan sobre la
mirada con la propuesta de Jean-Luc Marion acerca de los “fenómenos saturados”.
A pesar de su relativa contemporaneidad, Jean-Luc Marion y Jacques Lacan no
tuvieron un intercambio intelectual explícito del que pudiera quedar algún rastro
documentado. Nunca se han citado; ni se encuentran referencias laterales que pudieran
suponer un interés recíproco. Es evidente que este hecho se deba a que la muerte de
Lacan precedió en muchos años el desarrollo de los libros más importantes de Marion.
No obstante, más allá de Lacan, es sorprendente que no haya habido un interés
semejante entre los más notables discípulos lacanianos. Es posible que el trasfondo
teológico de la fenomenología de Marion sea un motivo de este distanciamiento.
Aunque también cabría argüir un contra-motivo similar: es posible que la concepción
ordinaria del psicoanálisis como una práctica de dudosa fundamentación filosófica –si
bien Marion no propone en absoluto un proyecto fundacionalista para filosofía– haya
motivado que aquél nunca se haya explayado concienzudamente acerca del psicoanálisis
y su impacto en diversas cuestiones: el sujeto, el inconsciente, etc.
En este capítulo de conclusiones nos proponemos un intento de aproximación de
ambos autores, en función de un tema específico: el fenómeno de la mirada. Si bien la
noción de mirada tiene un alcance específico en la obra de Lacan –y no en la de
Marion–, en sentido amplio utilizamos el término como un modo de describir una
determinada experiencia que, consideramos, tanto Marion como Lacan han intentado
describir. En ambos casos, el hilo conductor se encuentra en la noción de cuadro, que
Marion utiliza como eje principal en la introducción de los que llama “fenómenos
saturados”. En el caso de Lacan, el cuadro es el motivo capital de su descripción de la
mirada.

11.1 El cuadro como fenómeno saturado

La “fenomenología de la donación” de J.-L. Marion tiene en su centro una


reelaboración de la noción de fenómeno. En su libro Siendo dado (1997) –segundo
volumen de una trilogía que comenzó en Reducción y donación (1989), completada por
En exceso. Estudios sobres los fenómenos saturados (2001)– Marion se propone

203
desarrollar una nueva definición de fenómeno, ya no como objeto u ente, sino como
dado.
A partir de esclarecer el papel fundamental de la reducción en el acceso a la
fenomenalidad –al punto de considerar a aquella, en su correlación con la donación, el
principio capital de la fenomenología– Marion destaca que la reducción de la
fenomenalidad a la donación tiene como testimonio paradigmático la descripción de
ciertos fenómenos excepcionales, caracterizados por el exceso de intuición. Marion
llama a estos fenómenos “saturados” o “paradojas”. Esta orientación se presenta como
crítica de la concepción husserliana de la donación, que sometía todo fenómeno a un
horizonte de aparición y un sujeto constituyente.
Según Marion la fenomenología husserliana –que en La idea de la fenomenología
(1907) había subrayado la duplicidad del término “fenómeno”, designando a un tiempo
el “aparecer” y “lo que aparece”– permanece hipotecada en “el paradigma ininterrogado
de la objetividad” (Marion, 1997, 50). Este paradigma se expresa en diversos pares
correlativos y articulados: intención/intuición; significación/planificación;
nóesis/nóema; etc. Así, por ejemplo, la intención sobrepasa la donación intuitiva, que
debe ser completada con intenciones vacías y apresentaciones. Por eso Marion remite a
una “penuria” (Marion, 1997, 265) de la intuición cuando ésta es sometida a la
objetivación.
Confrontando este paradigma, en busca de hacer aparecer la donación en el
pliegue de lo dado, Marion presenta el caso del cuadro:

“Seguiremos entonces, a título de prolegómeno de un análisis más


ambicioso, el caso de un fenómeno que pretende, obstinadamente, para
aparecer, sustraerse a estos dos modelos [el objeto y el ente], intentando
mostrarse aunque escapando a la objetividad y la entidad: […] el
cuadro.” (Marion, 1997, 61)

El cuadro sirve como fenómeno que permite dar cuenta de una reducción a lo dado
que no se confunde con la objetividad. En primer lugar, el cuadro no se reduce a su
soporte material; en todo caso, el objeto estético aparece a pesar de sus condiciones
materiales (esto es incluso evidente en el caso extremo de un ready-made, cuya
presentación estética muestra otra cosa más que un objeto de uso cotidiano).

204
En segundo lugar, el cuadro escapa a las determinaciones utilitarias: se manifiesta
a partir de sí mismo, dado que “escapa al estatuto del útil, porque, en última instancia,
no sirve a ningún manejo” (Marion, 1997, 65). Este aspecto es extensible a la
representación del cuadro, ya que –más allá de que la obra sea figurativa o no– el
cuadro da a ver algo, antes que manifestarse objetivamente; en él “no hay nada para ver,
sino la visión en su puro y simple surgimiento” (Marion, 1997, 67). El fenómeno
estético se caracteriza por “mostrar”, más allá de su estatuto figurativo; asimismo, la
distinción entre obra de arte y objeto utilitario puede ser reconducida a varios otros
autores de la tradición fenomenológica.
En función de lo anterior puede precisarse un tercer aspecto de la manifestación
privilegiada que pone en acto el fenómeno del cuadro para una concepción de la
donación: el cuadro no es; o, mejor dicho, es una nada:

“En grados diferentes, el cuadro siempre (como todo fenómeno) no


muestra un objeto, ni se presenta como un ente, sino que realiza un acto –
adviene en la visibilidad.” (Marion, 1997, 73)

Dicho de otro modo, “el cuadro no es visible, sino que otorga visibilidad”
(Marion, 1997, 77). Reducido a la donación, el cuadro es un fenómeno privilegiado para
dar cuenta de “el efecto, el surgimiento, la precedencia del acto de darse” (Marion,
1997, 77).
La obra de arte es un fenómeno cuya posición de existencia debe ser suspendida,
como condición para que en su aparición estética pueda manifestar un mundo, dando a
ver, antes que nada, su propia apariencia. El estatuto del fenómeno como representación
indicaría menos su referencia a un objeto que el modo en que hace visible esa aparición.
De este modo, siguiendo el hilo conductor del cuadro, Marion define al fenómeno
saturado –de acuerdo a las categorías del entendimiento definidas por Kant, aunque en
contraposición– como inabarcable (según la cantidad), insoportable o insostenible
(según la cualidad), absoluto (según la relación), inmirable (según la modalidad). En
resumidas cuentas, el fenómeno saturado es un “fenómeno incondicionado (por su
horizonte) e irreductible (a un Yo)” (Marion, 1997, 265).
Por esta vía, el fenómeno saturado “abre” el campo de la fenomenalidad,
desafiando no sólo el tradicional esquema hylemórfico, sino que también cuestiona la
noción de un Yo constituyente, cuya aprehensión intencional queda subvertida en un

205
efecto que lo constituye, en una inversión de la intencionalidad que se expone como
“efecto” de la correlación de aprehensión, en una suerte de “contra-experiencia”
(Marion, 1997, 300).
Como caso del carácter inabarcable del fenómeno saturado, Marion recurre a la
consideración del cuadro cubista, cuya simultaneidad de partes no es componible en una
unidad sintética, presentando siempre un exceso de exposición frente la idea de su
referente. En tanto insoportable o insostenible, es el caso del artista que pinta la luz el
que menciona Marion, que demuestra “la imposibilidad de mantenerlo [el cuadro] en el
horizonte de lo visible” (Marion, 1997, 288). Un objeto estético no se presenta jamás
para ser interrogado según sus perfiles, ampliado en intenciones vacías que requieren de
eventuales plenificaciones, defraudaciones, etc. En este sentido, podría decirse que toda
pintura tiende a enceguecer, en la medida en que busca causar el asombro del
espectador.
Absoluto, según la relación, el fenómeno saturado se sustrae a toda analogía de la
experiencia, libre de toda experiencia objetiva ya comprendida. En este sentido, Marion
continúa un designio kantiano que sostiene la ejemplaridad de la obra de arte –que no
sólo da que pensar, en cuanto símbolo estético–, sino que también se presenta como
incondicionada respecto de sus precedentes.
Por último, según la modalidad, el fenómeno saturado es inmirable, esto es, se
niega a dejarse mirar como un objeto, porque aparece con un exceso indescriptible que
anula todo acto de constitución. Aunque ejemplarmente visible, no se deja mirar:

“[…] para ver no es necesario tanto percibir por el sentido de la vista (o


por otro) cuanto recibir lo que se muestra por sí mismo, porque se da en
la visibilidad según su iniciativa (anamorfosis), su ritmo (llegada) y su
esencial contingencia (incidente), de tal manera que aparece sin
reproducirse ni repetirse (evento).” (Marion, 2007, 38)

11.2 El cuadro como mirada

Según hemos destacado en esta tercera parte de la tesis, la concepción lacaniana


de la mirada es el resultado de cinco años de trabajo (1960-1965), entre los seminarios
La transferencia (1960-61) y El objeto del psicoanálisis (1965-66). En este recorrido,

206
repartido en apuntes y referencias parciales, se destaca el conjunto de clases del
seminario 11 dedicadas a la cuestión, y que J.-A. Miller titulara –con la anuencia de
Lacan, ya que el seminario fue publicado en vida de este último–: “De la mirada como
pequeño objeto a”.
En este conjunto de clases Lacan otorga especial atención a la consideración de
obras de arte; en sentido estricto, se concentra en la pintura:

“¿Qué es la pintura? […] el arte de la pintura se distingue de todos los


otros en que, en la obra, es como sujeto, como mirada, que el artista
pretende imponérsenos. […] El pintor, a aquél que debe estar delante de
su cuadro, da algo que, en toda una parte de la pintura, al menos, podría
resumirse así: ¿quieres mirar? Muy bien, ¡ve esto entonces!” (Lacan,
1964, 115-116)

El cuadro da algo; una mirada. El efecto apolíneo de la pintura radicaría en que


obliga al espectador a deponer su propia mirada, del mismo modo que se deponen las
armas. Algo se da; no tanto a la mirada como al ojo. Y es en sentido que podría decirse
que la mirada se ve, y que el cuadro es la manifestación de la mirada por excelencia. 19
No obstante, ¿de qué clase de fenómeno se trata?
El objeto mirada es el paradigma de la teoría lacaniana del objeto a. En el
seminario 11, su aparición es esclarecida de acuerdo con una estructura específica, que
Lacan llama “dar-a-ver” (Lacan, 1964, 114). Si bien la consideración de obras de arte
visual, de acuerdo con la función del cuadro, es una constante de su desarrollo
argumentativo, también es importante advertir que esta función del cuadro no se
presenta de modo aislado, sino en concordancia con otros fenómenos que permitirían
cernir cuál es su estatuto.
En primer lugar, Lacan considera el fenómeno del mimetismo. Luego de
cuestionar la concepción habitual que lo concibe como un empleo adaptativo del
organismo –a partir de mencionar casos en que la función mimética está asociada a la
captura del animal–, Lacan afirma lo siguiente:

“El problema más radical del mimetismo está en saber si es necesario


atribuirlo a una potencia formativa del organismo que nos muestra sus

19
“En el cuadro, siempre se manifiesta algo de la mirada” (Lacan, 1964, 116).

207
manifestaciones. Para que esto sea legítimo sería necesario que podamos
concebir por qué circuitos esta fuerza podría encontrarse en posición de
dominar, no solamente la forma misma del cuerpo mimético, sino su
relación con el medio.” (Lacan, 1964, 86)

De este modo, el mimetismo no estaría relacionado con un ocultamiento en el


medio, sino con una mostración que captura a aquél que mira. El ejemplo que propone
Lacan es el de los ocelos, cuyo efecto en el predador o en la víctima que los mira lleva a
preguntar si la fascinación conseguida no implica la suposición de “una preexistencia,
en lo visto, de un dado-a-ver” (Lacan, 1964, 86).
En segundo lugar, Lacan considera el fenómeno de la mancha. La mirada se
presenta bajo la forma de una mancha que se da-a-ver,20 y su operación resume también
–al igual que el mimetismo– en una atracción que preexiste a toda visión posible. La
función de la mancha se consolida en los “estratos de la constitución del mundo en el
campo escópico” (Lacan, 1964, 87). Un caso paradigmático de la función de la mancha
es –según Lacan– el caso de los lunares, cuyo atractivo cautiva a quien los mira, aunque
no pueda precisar qué es lo que está viendo. Lacan sostiene que los lunares deben valor
erótico a esta indeterminación, cuya incidencia llega hasta situaciones en que no pueden
dejar de ser observados, punto en el que se produciría una inversión quiasmática de la
experiencia, cuyo resultado sería sentirse mirado por el lunar.
En tercer lugar, Lacan menciona la incidencia de ciertos efectos lumínicos en
determinadas experiencias visuales. Así, por ejemplo, recuerda una anécdota personal,
en la que al salir de pesca un muchachito le habría indicado una lata de sardinas que
flotaba en el mar, y cuyo reflejo lumínico encandilaba a quien quisiera verla. “Ella me
mira[ba] a nivel del punto luminoso” (Lacan, 1964, 110). En este punto, la mirada se
convierte en un objeto puntiforme de atracción. Lacan plantea la luz como un
componente esencial de lo visible, en tanto que “aquello que es mirada es siempre algún
juego de la luz y la opacidad” (Lacan, 1964, 111).
Por último, en el caso singular del cuadro, Lacan introduce la consideración de
una técnica específica: la anamorfosis. “La anamorfosis nos muestra que en pintura no
se trata de una reproducción realista de las cosas del espacio” (Lacan, 1964, 106). En un
análisis del cuadro Los embajadores, de Hans Holbein el joven, al oponer el “campo

20
“La función de la mancha es reconocida en su autonomía e identificada con la de la mirada” (Lacan,
1964, 87)

208
geométrico” –propio de la visión– al campo de la mirada, Lacan apunta que su objetivo
es precisar que “estamos en el cuadro literalmente llamados, y aquí representados como
capturados” (Lacan, 1964, 107). Esta “llamada” del cuadro, apunta a dar cuenta de que
el espectador no es un mejor interpretante del sentido de la pintura, sino que “a partir de
esta mirada, el sujeto intenta acomodarse, deviene […] este punto de ser desvanecido,
con el que el sujeto confunde su propio desfallecimiento” (Lacan, 1964, 97). De este
modo, la anamorfosis refiere a la acomodación que el sujeto debe realizar para poder
capturar la mirada, aunque el efecto concluya en reconocerse como capturado por una
mirada que lo precedía. Al igual que en al concepción de los fenómenos saturados de
Marion, el “llamado” un elemento central de la concepción lacaniana de la mirada. Por
eso, luego de este rodeo expositivo de los lineamientos generales de la fenomenología
de la mirada en Lacan, podemos detenernos en un análisis comparativo de ambos
trabajos, que destaque sus convergencias.

11.3 Conclusiones: La mirada como fenómeno saturado

En el seminario 11, Lacan se propone localizar el fenómeno de la mirada más allá


de “ahí donde la tradición desde siempre lo ha hecho, a nivel de la dialéctica de lo
verdadero y la apariencia” (Lacan, 1964, 83). Luego de cuestionar la distinción kantiana
entre fenómeno y noúmeno –que llevaría a presuponer que la mirada fuese una especie
de trasfondo oculto, independiente de su aparición sensible–, Lacan celebra la reciente
publicación del libro póstumo de Merleau-Ponty Lo visible y lo invisible.
Para Merleau-Ponty (Cf. Lutereau, 2011), lo invisible no es más que otra forma de
“en-lo-visible”, y esta concepción un recurso valioso, en la perspectiva de Lacan, para
cernir “la preexistencia de la mirada” (Lacan, 1964, 84) en el mundo. De este modo, la
esquicia del ojo y la mirada que propone Lacan no debe ser concebida como una
distinción de niveles incompatibles –como en el planteo de Sartre–,21 sino como una
inserción de la segunda en el campo de la visión. “La mirada no se presenta a nosotros

21
“En tanto estoy bajo la mirada, escribe Sartre, ya no veo el ojo que me mira, y si veo el ojo, es entonces
la mirada la que desaparece. ¿Es este un análisis fenomenológico justo? No. No es verdad que, cuando
estoy bajo la mirada, cuando pido una mirada, cuando la obtengo, ya no la veo como mirada” (Lacan,
1964, 97). Este pasaje es capital para advertir aquello que, en la concepción de Lacan se distancia de
Sartre, y podría acercarlo a Marion: la mirada es pasible de ser vista; no implica una cancelación de la
fenomenalidad, sino su expresión más lograda.

209
más que bajo la forma de una extraña contingencia” (Lacan, 1964, 85). Por lo tanto,
cabe retomar la pregunta acerca de qué clase de presentación se trata en este caso.
De acuerdo con el desarrollo de la tercera parte de esta tesis proponemos que la
mirada debe ser concebida como un “fenómeno saturado”, en el sentido en que esta
noción fuera propuesta –y desarrollada en el primer apartado– por Marion. La estrategia
argumentativa –en este tramo final de la exposición– radica en demostrar que las
condiciones del fenómeno saturado pueden ser aplicadas a los fenómenos que Lacan
asocia a la mirada y, en particular, al cuadro.
En el último párrafo del apartado anterior destacamos una primera convergencia
entre Lacan y Marion: la mirada se presenta a partir de un “llamado”. En segundo lugar,
es notable que ambos autores destaquen el fenómeno de la anamorfosis en la
manifestación del cuadro. En el mismo sentido, ambos enfatizan el carácter
“contingente” de su aparición, y su carácter no reproductivo. Aquí nos centraremos en
las dos cuestiones fundamentales del fenómeno saturado: su carácter no objetivo y el
sujeto que se le encuentra asociado. No obstante, como precedente a este motivo
correlacionaremos las cuatro notas distintivas del carácter excesivo del fenómeno –
según el hilo conductor que Marion toma en la concepción kantiana del entendimiento–
y los diversos modos de la mirada propuestos por Lacan.
Por un lado, en el caso del mimetismo, se destaca el carácter inmirable de la
mirada, en la medida en que “el mimetismo da a ver algo en tanto que es distinto de
aquello que podríamos llamar un sí mismo que está detrás” (Lacan, 1964, 114). Pero, en
este carácter de disfraz, o de simulación que posee la función mimética, lo importante es
destacar su condición intimidante. Disfraz, camuflaje e intimidación son los tres rasgos
propios del mimetismo que lo hacen inmirable, y que lo distinguen una intención de
adaptación u ocultamiento.
Por otro lado, la mancha implica el carácter inabarcable de la mirada, dado que no
es componible en una unidad sintética a la que puedan suponerse perfiles o escorzos.
“Hay hechos que no pueden articularse más que en la dimensión fenoménica de un
sobrevuelo, dado que me sitúo en el cuadro como mancha” (Lacan, 1964, 113).
Respecto de la incidencia del factor lumínico, su presentación califica a la mirada
como insoportable o insostenible, de acuerdo con la concepción propia de Marion de
que el artista pinta la luz como un modo de enceguecer:

210
“Se trata siempre de esa iridiscencia que estaba en el corazón de mi
pequeña anécdota [referida en el apartado anterior]; se trata de lo que me
retiene, en cada punto, como pantalla, al hacer aparecer la luz como
tornasol que la desborda.” (Lacan, 1954, 110)

Por último, a propósito de la condición absoluta del fenómeno saturado, cabe


apreciar que es propiamente lo que caracteriza a la anamorfosis tal como la presenta
Lacan, ya que en el análisis de Los embajadores, uno de los aspectos importantes de su
comentario radica en destacar que los objetos emblemáticos de la escena, que
circunscriben una referencia a la vanitas del saber y la experiencia precedente, quedan
en suspenso con la irrupción de la calavera.
De este modo, la aplicación respectiva de los rasgos propios del fenómeno
saturado, entrevistos por Marion, a la concepción de la mirada en Lacan permite una
aproximación entre ambos autores, y una mejor delimitación del alcance de la
descripción clínica psicoanalítica. El objeto a como mirada –a partir de este recorrido
expositivo– no es un objeto intencional, que se ofrezca en función de perfiles y
escorzos, sino un fenómeno desbordante, que excede la capacidad de recepción del
sujeto. Para concluir, dedicaremos los últimos párrafos a esta cuestión del sujeto, luego
de haber explicitado el carácter no-objetivo de la mirada.
En el seminario 11 Lacan formula una severa crítica lo que llama el “sujeto de la
representación”. Este se caracteriza por la “ilusión” de “verse ver” (Lacan, 1964, 87). Es
a este sujeto, pretendidamente autónomo, que la concepción de la mirada viene a
cuestionar:

“¿No es claro que la mirada no interviene aquí más que en la medida en


no es el sujeto anonadante, correlativo del mundo de la objetividad, el
que se siente sorprendido […]?” (Lacan, 1964, 98).

De este modo, “la conciencia, en su ilusión de verse ver, encuentra su fundamento


en la estructura invertida de la mirada” (Lacan, 1964, 96). La mirada es el reverso de la
conciencia, no sólo porque no es un correlato objetivo, sino porque el sujeto no puede
proponerse como su constituyente. El sujeto es un efecto de su aparición, a través de la
captura que su precedencia promueve. Fascinado, el sujeto no puede menos que
condescender a su llamado.

211
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213
Cuarta Parte
Clínica de la mirada

214
Capítulo 12
El acting out como escena

El propósito de este capítulo es esclarecer el carácter mostrativo del acting out. De


acuerdo con los desarrollos lacanianos sobre la mirada (especialmente situados entre los
seminarios 10 y 13), el acting out se determina por su condición mostrativa. No
obstante, este aspecto dista de ser unívoco, dado que la definición lacaniana del acting
out tampoco lo es.
En el curso del seminario y los escritos de Lacan pueden encontrarse diversas
definiciones (y funciones) del acting out. Por lo tanto, en un primer apartado de este
capítulo nos dedicaremos a deslindar un primer concepto en cuestión, para –luego de un
segundo apartado en que se expondrá cierto viraje a partir del seminario 10–, delimitar
un segundo concepto –a través del carácter mostrativo– en un tercer apartado. En un
cuarto apartado se considerará un caso paradigmático en la bibliografía analítica: el
Hombre de los sesos frescos. De este modo, el concepto genérico cobra variedad clínica
y, entonces, podría hablarse de “formas” de acting out.
Ahora bien, en este punto es preciso anticipar que la noción de escena tampoco es
unívoca en la enseñanza de Lacan. Por lo tanto, para evitar duplicar el problema que se
encuentra en el punto de partida –y para que no sea necesario recurrir a un segundo
rodeo en la especificación de un concepto–, propondremos operacionalizar la noción de
escena a través de una estructura formal específica: la articulación vacío/lleno, utilizada
por Lacan en diferentes ocasiones. En el quinto apartado se justificará esta
operacionalización, al definir la escena como una operación de vaciado, es decir, la
constitución de un vacío, cuyo objeto fundamental de referencia es la mirada.

215
Por último, en un apartado dedicado a las conclusiones, se plantearán preguntas y
expondrán líneas posibles de futuras investigaciones que continúen el desarrollo aquí
propuesto en los capítulos siguientes.

12.1 La función correctiva del acting out

En la enseñanza de Lacan el término acting out aparece desde el comienzo. Así,


por ejemplo, en “Función y campo de la palabra y del lenguaje en psicoanálisis” (1953)
afirma que “el término acting out toma su sentido literal puesto que actúa fuera de sí
mismo” (Lacan, 1953, 292). En este contexto, Lacan intenta precisar ciertas coyunturas
en el análisis de sujetos histéricos, a través de una puesta entre paréntesis del carácter
simbólico de la asociación libre. De este modo, el acting out queda ubicado como una
restitución perversa del deseo en lo imaginario –donde cabe destacar que Lacan todavía
no había elaborado un concepto estricto de perversión–. No obstante, ya queda indicado
desde el comienzo una primera determinación del acting out a través de la interrupción
de la representación del sujeto en la cadena asociativa.
Esta misma línea de elaboración es la que se continúa en el seminario 1 (1953-54)
y en “Respuesta al comentario de Jean Hyppolite sobre la Verneinung de Freud” (1954),
donde el acting out queda articulado a un caso que sería paradigmático en la obra de
Lacan: el Hombre de los sesos frescos, de E. Kris –nos detendremos con mayor detalle
en este caso en el cuarto apartado–. En el seminario 1 Lacan afirma lo siguiente,
respecto de la significación del término:

“Si, hace un momento, hablé de automatismo de repetición, si hablé de él


esencialmente a propósito del lenguaje, es porque toda acción en la
sesión, acting out o acting in, está incluida en un contexto de palabra. Se
califica como acting out cualquier cosa que ocurra en el tratamiento. Y no
sin razón. Si muchos sujetos se precipitan durante el análisis a realizar
múltiples y variadas acciones eróticas, como, por ejemplo, casarse,
evidentemente es por acting out. Si actúan lo hacen dirigiéndose a su
analista. Por ello es preciso hacer un análisis del acting out y hacer un
análisis de la transferencia, es decir, encontrar en un acto su sentido de

216
palabra. Ya que se trata para el sujeto de hacerse reconocer, un acto es
una palabra.” (Lacan, 1953-54, 355-356)

En este punto, podría decirse que el concepto no presenta límites discretos, ya que
pareciera solaparse con una concepción general del acto y con la transferencia misma;
es decir, Lacan no precisaría qué avatar de la transferencia es el acting out, cuestión a la
que se dedicaría en años posteriores.
En el seminario 2 (1954-55) Lacan vuelve a referirse al acting out en los
siguientes términos:

“El psicoanálisis de Edipo termina en Colona, en el momento en que


destroza su rostro. Es el momento esencial que da sentido a su historia y,
desde el punto de vista de Edipo, un acting out.” (Lacan, 1954-55, 321)

Esta afirmación es solidaria con la perspectiva presentada en un escrito como “La


cosa freudiana o sentido del retorno a Freud en psicoanálisis” (1955), donde Lacan
presenta el acting out como un modo dramático de responder a la reducción del deseo a
la sugestión, es decir, al intento de comunicación de yo a yo en la experiencia analítica.
De este modo, el acting out viene a ser un “un salto impulsivo a lo real a través del aro
de papel de la fantasía: acting out en un sentido ordinariamente de signo contrario a la
sugestión” (Lacan, 1955, 411). En esta referencia puede notarse la anticipación de la
concepción que habría de formularse en “La dirección de la cura y los principios de su
poder” (1958), que ubica como función del acting out su valor correctivo para el
analista. Asimismo, se encuentra aquí una primera indicación de que el acting out es
una escenificación de la fantasía, cuestión sobre la que Lacan volvería sistemáticamente
algunos años después.
En continuidad con lo anterior, en el seminario 3 –nuevamente en referencia al
caso de Kris (Cf. Lacan,, 1955-56, 116-8)– Lacan propone el acting out como un
fenómeno alucinatorio cuya ocasión radica en un déficit de elaboración simbólica22 y
una insistencia del analista por corregir la realidad del paciente. Es esta misma
concepción del acting out la que vuelve a ser considerada en el seminario 4, en términos
22
En este contexto es curioso, o pareciera contradictorio con la idea de un retorno significante, que Lacan
exponga el acting out como una forma de verwerfung (forclusión). No obstante, lo significativo es que –a
pesar de esta formulación– lo que retorna es concebido como un significante (así como la alucinación es
entrevista como un “significante en lo real”). En todo caso, la noción de forclusión aquí aplicada
pareciera un modo amplio de indicar la ruptura de la cadena asociativa.

217
equivalentes, en función de los casos freudianos de Dora y de la joven homosexual (Cf.
Lacan, 1956-57, 133-149), que luego habrían de ser reelaborados en el seminario 10.
Una última vía de formalización del acting out, en el camino que lleva a “La
dirección de la cura y los principios de su poder” (1958) como primer momento fecundo
de una noción sistemática, se encuentra en el seminario 5 (1957-58). En este seminario,
Lacan conceptualiza el acting out en relación con el deseo y la demanda, a partir de
comentar un artículo de P. Greenacre –al que Lacan se refirió en más de una ocasión en
su enseñanza– “General problems of acting out” (1950). En términos específicos, Lacan
sostiene que el acting out no es el síntoma –caracterizado por ser una formación de
compromiso; “En el afecto del acting out, encontramos componentes que lo distinguen
por completo de lo que se llama un acto fallido, un síntoma” (Lacan, 1957-58, 428)–,
así como tampoco un modo de la repetición en transferencia: el acting out es un acción
recurrente, que se presenta con un carácter inmotivado –el paciente no sabe por qué
hace lo que hace–, cuya causa es escurridiza. De este modo, “el acting out contiene
siempre un elemento altamente significante, precisamente porque es enigmático”
(Lacan, 1957-58, 428). Nótese que en esta formulación Lacan aprecia el carácter
significante del acting out, es decir, en el acting out podría leerse el significante que el
analista no pudo escuchar, y es por eso que también se lo podría considerar una
restitución “alucinatoria” del deseo. Esta aclaración es importante ya que en su
articulación con la noción de escena, a través de la consideración del objeto mirada, el
acting out pasaría a tener otro estatuto, no tan próximo al de las formaciones del
inconsciente. En este contexto, la singularidad del acting out radica en acontecer como
cortocircuito del deseo a partir de la respuesta a la demanda:

“El acting out se produce sin lugar a dudas a lo largo del camino de la
realización analítica del deseo inconsciente.” (Lacan, 1957-58, 428)

Asimismo, el acting out queda asociado al fantasma, dado que está estructurado
como un guión, pero –como ya fuera anticipado–, en este momento de la enseñanza, la
escena es pensada a través de su vía de desciframiento significante (dado que, en esta
época, el fantasma es pensado principalmente a través de su condición simbólica); por
ejemplo, en el análisis de un caso de R. Lebovici –un sujeto que iba a espiar mujeres a
un lavabo, forzado al acting out por las intervenciones de la analista, que busca una
“correcta distancia respecto del objeto”–, Lacan lo dice en los siguientes términos: “en

218
la forma compulsiva del acting out, que llevaba a cabo la presentificación de un
significante en cuanto tal” (Lacan, 1957-58, 455; cursiva añadida). En tercer lugar, el
vínculo de dicha escena con el Otro es formulado por Lacan a través del recurso a la
dimensión de la hazaña: el acting out es un mensaje, un llamado, dirigido al analista:

“En la medida en que éste no esté demasiado mal situado, pero tampoco
está del todo en su lugar. En general, es un hint que nos lanza el sujeto, y
a veces llega muy lejos, a veces es muy grave.” (Lacan, 1957-58, 429)

Un poco más adelante, lo dice en los siguientes términos:

“¿No sería el acting out lo que señala precisamente lo que se ha dejado


escapar? [...] El sujeto, a pesar suyo, de una forma sin lugar a dudas
inconsciente, idéntica a un acting out, cuando algo no ha sido tocado en
un análisis muestra que se hubiera debido escuchar alguna otra cosa.”
(Lacan, 1957-58, 499-500)

De este modo, encontramos ya en estas formulaciones del seminario 5 los


elementos capitales de una primera concepción del acting out, cuyo punto de
formalización crucial fue escrito por Lacan en “La dirección de la cura…”. Es en el
apartado siguiente donde nos detendremos específicamente en el caso clínico ya
mencionado que permite jugar esta especificidad, ampliamente elaborada en “La
dirección de la cura…”: el Hombre de los sesos frescos. No obstante, cabe destacar que
los elementos hasta aquí considerados destacan las condiciones de producción del
acting out, a través de su articulación con el deseo, y –como en “La dirección de la
cura…”– a través de su relación con la interpretación. Un rasgo diferencial que habría
de incorporarse en años posteriores, a partir de los desarrollos de la mirada, sería la
elaboración del “modo” en que el acting out muestra. Por esta vía, se entrevería una
nueva concepción del acting out, que ya no sólo apreciaría su función correctiva para el
analista, sino que tendría una función propicia para el análisis.
Es en el seminario 8 (1960-61) que comienza este movimiento, donde Lacan
apunta a esclarecer cuál es la textura del acting out antes de sancionar anticipadamente
que se trata de un extravío de la intervención del analista:

219
“Es una recaída del sujeto […] es un efecto de nuestras estupideces […]
pero estos son casos particulares de la definición que les propongo para
el acting out. Como la acción analítica es tentativa […] de responder al
inconsciente, el acting out es aquel tipo de acción por la cual en
determinado momento del tratamiento –sin duda, si se ve especialmente
incitado a ello es quizás por nuestra estupidez, quizás por la suya, pero
esto es secundario, qué importa– el sujeto exige una respuesta más
justa. Toda acción, acting out o no, acción analítica o no, tiene alguna
relación con la opacidad de lo reprimido.” (Lacan, 1960-61, 374-375;
cursiva añadida)

En este punto, se destaca que Lacan ya comienza a cuestionar la función


correctiva del acting out; no obstante, el modelo de retorno continúa siendo la vía
significante, a través de la referencia a lo reprimido.23

12.2 Introducción del objeto a

Es a partir del seminario 10 (1962-63) que Lacan amplía este punto de vista de
conceptualización exhaustiva, con la interrogación de la noción de objeto a en sus
manifestaciones clínicas. En este nuevo contexto, el acting out –junto con el pasaje al
acto– es una respuesta frente a la angustia. Como fuera dicho anteriormente, dos casos
freudianos resultan paradigmáticos en esta elaboración: Dora y la joven homosexual.
Sin embargo, antes de considerar el modo de aproximación de Lacan a estos dos casos,
cabe precisar algunas notas fundamentales que se desprenden de esta nueva vía de
interrogación.
Uno de los aspectos notables de este seminario es que –ya en la sexta clase (Cf.
Lacan, 1962-63)– Lacan ubica que la angustia escapa al significante. De este modo, los
fenómenos que responden a la misma también son elaborados por fuera de la red de
significantes y se presentan como marginales a la intervención canónica de la

23
A pesar de que, en la nota anterior, hemos destacado la referencia a la condición alucinatoria del acting
out, asociada a la interrupción de la cadena simbólica, el modelo general de este período para pensar el
acting out es el retorno de lo reprimido. Sin intentar dirimir este problema, que debería llevar a un
examen exhaustivo de la concepción de la alucinación y la represión en la obra de Lacan, lo importante a
los fines de este capítulo es destacar que el retorno aquí es concebido en la vía del significante y no del
objeto.

220
interpretación. La posición del analista frente a estos “fenómenos” –cabe destacar la
etimología de la palabra, que claramente puede ser parafraseada como “aquello que se
muestra”– es diversa. Respecto del acting out, Lacan –en un nuevo comentario del
artículo de Greenacre que ya fue mencionado– sostiene que no sólo no hay que
interpretarlo, sino que tampoco requiere que sea prohibido –mucho menos que se
recurra al reforzamiento del yo–. En este punto, el carácter del acting out se desprende
de la indicación de no interpretarlo, ya que Lacan sostiene que se trata de una escena
dirigida al Otro –y que, por lo tanto, llama a la interpretación–. Así podría introducirse
su diferenciación con el síntoma:

“El síntoma no puede ser interpretado directamente, se necesita la


transferencia, o sea, la introducción del Otro […] no es llamada al Otro,
no es lo que muestra al Otro.” (Lacan, 1962-63, 139; cursiva añadida)

Por lo tanto, la presentación del síntoma y el acting out están contrapuestas. Y es


por esta vía que Lacan advierte que la interpretación de este último tendría efectos
deleznables, ya que conduciría a un impasse:

“La mayoría de las veces […] el sujeto sabe perfectamente que lo que
hace en el acting out es para ofrecerse a la interpretación de ustedes […]
no es el sentido […] lo que cuenta, sino el resto.” (Lacan, 1962-63, 140)

En esta indicación puede notarse que Lacan explícitamente presenta el acting out
a través del objeto que se recorta en su manifestación. Y este resto no tiene estructura
significante, así como tampoco podría decirse que se trata de un objeto que se muestra
positivamente. La noción de escena que habremos de recortar en un próximo apartado,
de acuerdo con una forma de aparición específica, dará cuenta de cómo ese resto puede
mostrarse de un modo no objetivo, en función de considerar los planteos lacanianos
sobre la mirada. En última instancia, se precisará por qué “aquello” que se muestra no
es un “algo” –que, clínicamente, podría llevar a la confusión de que se trata de
aprehender positivamente un objeto en el acting out– sino el resto de una operación de
mostración. Pero, antes de exponer este desarrollo, es preciso terminar de elaborar la
referencia del seminario 10 –y su continuación en seminarios posteriores–, junto con los
casos de Dora y la joven homosexual.

221
En continuidad con el planteo precedente, que buscaba esclarecer su relación con
el síntoma –y según la consideración que en el seminario 1 había dejado inacabada la
relación con la transferencia–, Lacan sostiene lo siguiente:

“A diferencia del síntoma el acting out […] es el esbozo de la


transferencia. Es la transferencia salvaje […]. La transferencia sin análisis
es el acting out.” (Lacan 1962-63, 139)

En esta afirmación puede apreciarse un anticipo de los planteos del seminario 14,
según el cual el acting out es propicio como precedente para la entrada en análisis –y ya
no sólo como indicador de extravío para el analista–. Asimismo, respecto de la posición
del objeto a en el acting out, caben algunas distinciones a partir de su relación
comparativa con el pasaje al acto, dado que “todo lo que es acting out debe oponerse al
pasaje al acto” (Lacan, 1962-63, 135). No obstante, dejaremos esta cuestión para el
siguiente apartado, para que el contrapunto entre acting out y pasaje al acto sea uno de
los hilos conductores en la determinación de la noción de escena. Concluiremos esta
sección con la consideración de uno de los dos casos freudianos anticipados, según la
elaboración que Lacan realiza en el seminario 10, con el propósito de dejar planteada la
inquietud propia del apartado siguiente: la escena del acting out.
En el texto “Sobre la psicogénesis de un caso de homosexualidad femenina”
(1920), Freud considera el caso de una muchacha de dieciocho años que “provoca el
disgusto y el cuidado de sus padres” (Freud, 1920, 141) por mantener una relación con
una cocotte mayor que ella. La joven no discute su mala fama “pero ello no le hace
desistir de su adoración por la dama, a pesar de que no le falta el sentido de lo
conveniente y decoroso” (Freud, 1920, 141). Esta joven actúa como un hombre con su
dama idealizada. Se trata de un amor cortés: le envía flores, la espera durante largas
horas en la puerta de su casa; no procura un comercio sexual. Su dama constituye el
centro de su interés. Pero, ¿qué lo motivaría? Cabe señalar aquí la palabra de Freud:
“provocación”. Más allá de que esta dama reúna dos orientaciones de deseo (la
homosexual en relación a la madre y la heterosexual con el hermano), hay un interés de
provocar al padre, tal como dos aspectos de su conducta, aparentemente opuestos,
demuestran:

222
“[Ambos aspectos] provocaron grandísimo desagrado a sus padres: que
no tuviese reparo alguno en exhibirse públicamente por calles concurridas
con esa su amada de mala fama, y por tanto le tuviese sin cuidado su
propia honra, y que no desdeñara ningún medio de engaño, ningún
subterfugio ni mentira para posibilitar y encubrir sus encuentros con
ella.” (Freud, 1920, 142)

En el seminario 10, Lacan ubica el acting out en los siguientes términos:


“mientras que la tentativa de suicidio es un pasaje al acto, toda la aventura con la dama
de dudosa reputación elevada a la función de objeto supremo es un acting out” (Lacan,
1962-63, 136). Cabe recordar, entonces, las circunstancias de aquella tentativa de
suicidio: el padre encontró a la muchacha y la cocotte en la calle y les dirigió una
mirada colérica. La muchacha le confiesa a la dama quién era ese hombre, motivo por el
cual la dama la rechaza. Ocurrido esto, ella se escapa y se precipita, por encima de un
muro, a las vías del ferrocarril. Sale de la escena, deviniendo resto, y así se separa del
Otro. He aquí el pasaje al acto.
En cuanto a que sus paseos con la dama sean un acting out, Freud afirma que esta
joven lleva a cabo una conducta, acción que consiste en una mostración, en este caso,
dirigida al padre. Freud intenta explicar sus llamativas faltas de precaución:

“Es que el padre debía enterarse en ocasiones de sus tratos con la dama;
de lo contrario perdería la satisfacción de la venganza, que era la más
acuciante para ella. Así, exhibiéndose en público con la adorada,
procuraba ir de paseo por las calles próximas al local donde el padre tenía
su negocio, y cosas parecidas. Por cierto, esas faltas de precaución no
carecían de propósito.” (Freud, 1920, 153)

Encontramos aquí elementos propios del acting out: provocación, conducta,


mostración dirigida al Otro. Sin embargo, la conceptualización de este tipo de acting out
pareciera requerir un modo distinto de esclarecimiento, que no lo pensara en función de
un retorno de lo reprimido, o a través de la vía significante. Cabe destacar, además, en
la joven homosexual, la pregnancia de la pulsión escópica: ser vista y hacerse ver; “la
chica se exhibe ante los ojos de todos. Cuanto más escandalosa resulta tal publicidad,
más se acentúa su conducta” (Lacan, 1962-63, 136).

223
12.3 La función mostrativa acting out

En los apartados anteriores hemos expuesto una primera deriva de la concepción


del acting out en la enseñanza de Lacan, asociada a una función correctiva para el
analista, y concebida de acuerdo con la estructura significante. No obstante, hemos
indicado que no sólo se encuentra esta orientación en la enseñanza lacaniana. A partir
de la introducción de la noción de objeto a comienza a deslindarse una nueva
disposición que interroga el carácter mostrativo del acting out, en función del propósito
de cernir “aquello” que se muestra en el acting out, a sabiendas de que este mostrar no
es propiamente el mostrar de un “algo”, sino una forma específica de mostración que
Lacan articuló bajo el nombre de “escena”. Por lo tanto, en lo que sigue cabe
preguntarse de qué modo muestra una escena.
En primer lugar, podría pensarse la noción de escena en función de su referencia a
la representación teatral; una articulación simbólico-imaginaria donde el sujeto se
despliega y escenifica. Por ejemplo, en el seminario 10 Lacan da cuenta de esta
incidencia en los siguientes términos:

“El macho cabrío que salta por el escenario, es el acting out. El acting out
del que les hablo es el movimiento inverso de aquello a lo que aspira el
teatro moderno, a saber, que los actores bajen al patio de la butacas –es
que los espectadores suban a la escena y digan lo que tienen que decir.”
(Lacan, 1962-63, 154)

Sin embargo, la referencia al teatro no es elaborada exhaustivamente por Lacan,


sino que sirve con fines comparativos y de ejemplificación. Asimismo, para dar cuenta
de este aspecto “escenográfico” del acting out, puede recurrirse a su articulación (del
acting out, aunque también del pasaje al acto) con el fantasma. En este mismo
seminario Lacan considera dichos fenómenos clínicos nuevamente con la noción de
escena, a través del fantasma:

“La fórmula del fantasma, el pasaje al acto está del lado del sujeto en
tanto que éste aparece borrado al máximo por la barra. El momento del
pasaje al acto es el del mayor embarazo del sujeto, con el añadido

224
comportamental de la emoción como desorden del movimiento […] el
sujeto se precipita y bascula fuera de la escena.” (Lacan, 1962-63, 128)

Por la barradura del sujeto, éste queda en posición del objeto, caído de toda su
determinación histórica; al profundizarse la barra, el sujeto queda como a, como resto.
En cambio, “el acting out es esencialmente algo, en la conducta del sujeto, que se
muestra. El acento demostrativo de todo acting out, su orientación hacia el Otro, debe
ser destacado” (Lacan, 1962-63, 136). De este modo, una primera forma de aproximarse
a la noción de escena es entenderla a partir de las coordenadas simbólicas que
representan al sujeto, o bien en función de cierta posición fantasmática que,
ocasionalmente, puede perder estabilidad. El caso de la joven homosexual –considerado
en el apartado anterior– puede ser un buen ejemplo de vacilación de la escena montada
para llamar la atención del padre; aunque también podría pensarse en el pasaje al acto
de Dora, cuando la proposición del señor K en la escena del lago hace vacilar su
complicidad histérica con las relaciones entre su padre y la señora K, en las cuales el
señor K jugaba el papel de soporte viril de su deseo; con dicha proposición, la posición
histérica fantasmática de Dora vacila y no tiene más representante que la cachetada que
le oferta al señor K. De este modo, la noción de escena podría ser considerada como una
forma de actuación fantasmática. Y este aspecto es importante si consideramos que en
la referencia anterior Lacan no deja de afirmar que el acting out es una “conducta”, esto
es, que pone en juego una acción.
El valor de esta última apreciación radica en no confundir acción y palabra,
porque, de hecho, un decir desafiante también puede ser una acción. La diferencia que
nombra la indicación de una “conducta” radica en que se trata de un modo de aparición
que no puede ser considerado de acuerdo con la articulación significante. Un modo de
entender este aspecto es a través de su condición inmotivada, porque el sujeto no se
reconoce en aquello que realiza; hace eso y no sabe por qué; no puede dar cuenta e
inclusive a veces ni se pregunta por qué lo hace. De esta manera, la expresión
“conducta” remite al carácter desubjetivado del acting out.
En lo que sigue indicaremos un decurso posterior de la noción de acting out en el
seminario de Lacan. En el seminario 14 Lacan presenta el acting out como algo singular
“de los análisis” (Lacan, 1966-67, clase del 22 de febrero), a partir de ciertas
distinciones con el acto y el pasaje al acto:

225
“El pasaje al acto cumple ciertas funciones por relación a la repetición, no
es al menos sugerido por una posición que esto debe ser lo mismo que
separa la sublimación del actinf out, en otro sentido, la sublimación con
relación al pasaje al acto debe tener alguna cosa en común en esto que
separa la repetición del acting out. Hay ahí un paso mucho más grande
que aquel que seguramente hace del acto analítico.” (Lacan, 1966-67,
clase del 22 de febrero)

Para dar cuenta de esta diferenciación, es importante destacar que en este contexto
Lacan sostiene que el acto analítico tiene la estructura de la represión –y que hay que
precisarlo, de acuerdo con la referencia del cuadrángulo de Klein trabajado en este
contrexto, en el nivel del inconsciente y del síntoma–. A propósito del acting out
propone los siguientes términos:

“Ciertos actos tienen una estructura que no están forzados a admitir, pero
de lo que se puede reconocer, que son susceptibles de producirse en el
análisis en una cierta dependencia, más o menos grande, en relación, no a
la situación o a la relación analítica, sino a un momento preciso de la
intervención del analista, de algo que debe tener alguna relación con lo
que considero aún no definido, a saber el acto psicoanalítico.” (Lacan,
1966-67, clase del 8 de marzo)

En este punto, Lacan nuevamente aproxima la relación del acting out con la
intervención del analista. No obstante, cabe destacar que no habla de su carácter
correctivo; en todo caso, cabría pensar que Lacan está extendiendo mucho más
ampliamente su noción de acting out, al punto de sostener que es un acting out todo
aquello que el analista sancione como acting out. Por lo tanto, el acting out no tendría
sentido que fuese pensado por fuera de la transferencia. Es cierto que este movimiento
puede realizarse porque, en este momento de la enseñanza lacaniana, transferencia y
repetición ya habían dejado de ser sinónimos en el seminario 11.24 En función de la
incumbencia de este capítulo es importante apreciar que Lacan vuelve a referirse aquí al

24
No es el objetivo de este capítulo plantear ni exponer las distintas concepciones de la transferencia y de
la repetición en la obra de Lacan, lo cual podría ser el objetivo de una investigación independiente. En
este punto, la aclaración pertinente radica en afirmar que si la transferencia ya no es concebida sólo como
obstáculo a la asociación libre, sino como su condición de posibilidad, el acting out –como transferencia
salvaje– puede ser la ocasión primera para la puesta en forma de un tratamiento analítico.

226
caso del Hombre de los sesos frescos –en el que nos detendremos a continuación– de
acuerdo con una indicación terminológica que vuelve a reestablecer la función de la
escena como noción capital para dar cuenta de este fenómeno clínico:

“Si los autores se han servido del acting out, sabían muy bien lo que eso
quería decir. […]. Me ha alcanzado con abrir el Webster […]; para
América aparece lo siguiente: To represent (as play story, an story, in
action), entonces, representar como un juego sobre una escena una
historia en acción […]. Supongan que las personas que han elegido ese
término en la literatura inglesa para designar el acting out sabían bien lo
que querían decir […]. Hay algo de costado, amortiguado en al acting
out.” (Lacan, 1966-67, clase del 8 de marzo)

Antes de detenernos en el caso del Hombre de los sesos frescos, de particular


incumbencia en la bibliografía analítica –dadas las múltiples lecturas que ha recibido no
sólo en la obra de Lacan sino en comentarios recientes– consideraremos tres referencias
más sobre el acting out, que dejen sentado su decurso conceptual posterior. En Reseñas
de enseñanza (1960-1968) Lacan retomó la cuestión del acto y sostuvo que el acto
psicoanalítico está siempre a la merced del acting out. En el seminario 15 (1967-68)
diferenciaría el acto de la motricidad, y de los reflejos, a los que referiría Pavlov. Por
ejemplo, los actos sintomáticos, remitiéndose a Psicopatología de la vida cotidiana
“tienen que contener en sí algo que lo prepara al menos para este acto” (Lacan, 1967-
1968, clase del 22 de noviembre de 1967). En este contexto, Lacan vuelve a mencionar
el acting out como algo que se muestra; diferente al pasaje al acto y el acto. En el
seminario 16 (1968-69) Lacan se refiere al acting out en términos muy lejanos ya a los
que utilizara para indicar su función correctiva:

“Si se le pide en la regla analítica al que entra en análisis evitar el pasaje


al acto, es justamente para privilegiar el lugar del acting out, que corre
solamente por cuenta del analista.” (Lacan, 1968-69, 318)

En este punto, puede notarse de qué modo a partir del seminario 14 la cuestión del
acting out es trabajada principalmente en relación al acto analítico, y ya no sólo en
función de una mostración del paciente, siendo cada vez más ocasionales las referencias
a esta última acepción. No indagaremos aquí el comienzo de una tercera acepción
227
posible del acting out en la clínica –vinculada al acto analítico, tema principal de interés
de Lacan en los seminarios posteriores–, ya que ha quedado establecido el caso
particular de acting out que interesa relevar en este contexto, en función de las
referencias lacanianas sobre la mirada.

12.4 Un caso clínico: El Hombre de los sesos frescos

Antes de formular una lectura del caso clínico de E. Kris, que pueda articular la
noción de escena en función de un material de la experiencia, es preciso hacer explícitas
dos conclusiones provisorias que se desprenden del recorrido anterior: por un lado, que
el concepto de acting out dista de ser unívoco en la obra de Lacan; aspecto asociado a la
idea de que habría variedades clínicas del acting out, algunas articuladas a cierta
función correctiva del analista, cuya restitución podría ser por la vía significante, o no;
otras formas en las que cobra un acento particular su condición mostrativa, no
necesariamente como un retorno simbólico, en el que puede mostrarse una forma de
satisfacción pulsional; por otro lado, el acting out, al definirse como una conducta no
necesariamente se opone al decir, ya que puede haber un decir mostrativo, desafiante,
que eventualmente se dirija al analista y no necesariamente sea el de la asociación libre.
Para dar cuenta de este tipo de acting out es que realizaremos a continuación una lectura
del caso del Hombre de los sesos frescos –que permite apreciar un acting out que
responde a una intervención del analista–, para destacar otra variedad clínica del acting
out.
Como recensión preliminar al caso del Hombre de los sesos frescos caben algunas
especificaciones sobre la concepción de la interpretación tal como ésta se expone en “La
dirección de la cura…” –bajo la consideración de que en absoluto se trata de desarrollar
aquí una versión elaborada de su noción en la enseñanza de Lacan, sino de
operacionalizar la introducción de la lectura lacaniana del caso en cuestión–.
¿Cuál es el lugar de la interpretación? Según “La dirección de la cura…” podría
decirse que son, al menos, dos: por un lado, y en lo que a la utilización del término
respecta en la actualidad de la época del escrito, su lugar es mínimo; modalizado por
división y especificidad (explicación, gratificación, confrontación, etc.) Lacan denuncia
que la diversidad de especies se revela como una procesión degradada, es decir, la
pluralidad de nombres que vienen al lugar de la interpretación demuestran el extravío en
228
la conceptualización de su acto no sólo por deficiencia de su efecto, sino de su lugar.
Por otro lado, la interpretación es definida por Lacan como un decir esclarecedor, cuya
finalidad es la producción de algo nuevo, novedad entendida como una transmutación
en el sujeto. La pregunta de Lacan es por un “lugar”, es decir, se trata del interrogante
acerca de dónde actúa la interpretación.
Pero antes vale precisar la condición de ese lugar, su vía de acceso: la operación
de la interpretación tiene que soportarse en “nuestra doctrina significante” (Lacan, 1958,
574), dato primero (quizás axioma o postulado) de la subordinación del sujeto a la
función significante como sujeto del significante sobornado por él. Así, por ejemplo,
diría, años después, en Lacan en “Posición del inconsciente”:

“Toda vez que el deseo hace su lecho del corte significante en el que se
efectúa la metonimia, la diacronía […] retorna a la especie de fijeza que
Freud discierne en el anhelo inconsciente. Este soborno […] proyecta la
topología del sujeto en el instante del fantasma […] lo que es por no ser
otra cosa que el deseo del Otro.” (Lacan, 1964, 822, cursivas añadidas)

En este extracto, se trata del contexto de formalización de la segunda operación de


causación del sujeto, anticipada en la comunidad de sus términos con la definición de la
interpretación de “La Dirección de la Cura…”:

“La interpretación, para descifrar la diacronía de las repeticiones


inconscientes, debe introducir en la sincronía de los significantes que allí
se componen algo que bruscamente haga posible su traducción –
precisamente lo que permite la función del Otro en la ocultación del
código, ya que es a propósito de él como aparece su elemento faltante.”
(Lacan, 1958, 573)

Por lo tanto, en la interpretación se trataría de una traducción por introducción


brusca de un elemento faltante, es decir, la interpretación operaría en la sincronía
significante para transmutar la repetición diacrónica… en la topología fantasmática del
sujeto. La interpretación debe producir algo nuevo a partir de alcanzar el goce
fantasmático que captura al sujeto. Dicho de otro modo, la interpretación debe operar en
la efectuación metonímica del deseo (como insatisfecho o imposible) en el fantasma.

229
En el marco de “La dirección de la cura…”, luego de la definición de la
interpretación, Lacan ubica un tipo privilegiado de la misma sobre el modelo de la
rectificación subjetiva. Dicha rectificación consistiría en “introducir al paciente a una
primera ubicación de su posición en lo real” (Lacan, 1958, 576). En este punto, el caso
freudiano retomado en la lectura del escrito es el del Hombre de las ratas. He aquí la
introducción del entendimiento en la cura: el momento en que Freud le sugiere al joven
delirante su participación en su delirio a partir de introducirlo en la precipitada sospecha
de su saber anticipado sobre la persona que hubiese motivado la deuda, es decir, la
empleada de la estafeta postal.
El Hombre de las ratas es un deudor, y su deuda resuena como una deuda de juego
(Spielratten), abriendo el retorno de su destino en la vía del padre y en la diplopía del
obsesivo en la vida amorosa (el conflicto alrededor de la elección de la amada y el
matrimonio –Heirratten–). Dicho de otro modo, esa primera posición en lo real del
paciente consiste en la extracción de un significante de la cadena (S1) para comandar el
decurso de las asociaciones fundando el campo de la transferencia. El despeje de ese
significante privilegiado, significante de la transferencia, es la representación del sujeto
en un significante que capitanea el retorno de los otros significantes (S2) sobre los que
luego, sistemáticamente, opera la interpretación. Al cuestionar ese retorno, en las
llamadas formaciones del inconsciente, se iría despejando correlativamente el peso en lo
real de ese significante primero, para promover su derrocamiento. Curioso proceder el
del psicoanálisis: no habría promoción de despeje sin una operación de localización
inicial, siendo que el cierre del procedimiento coincide con su fórmula primera.
Hecha esta recensión inicial, cabe apreciar cómo Lacan resume el drama subjetivo
del Hombre de los sesos frescos:

“Se trata de un sujeto inhibido en su vida intelectual y especialmente


inepto para llegar a alguna publicación de sus investigaciones, esto en
razón de un impulso de plagiar del cual parece no poder se dueño.”
(Lacan, 1958, 574)

Entonces, se trata de un universitario, especialmente afecto a los libros, que


empieza con Kris un segundo análisis, retomando el saldo que el primer intento de
Melitta Schmideberg –su primera analista– había conseguido: vincular la inhibición con
el robo de libros y golosinas en la pubertad.

230
El procedimiento de Kris no apuntaría, esta vez, a un acceso directo o rápido al
Ello por medio de la interpretación –tal su modificación técnica–; en todo caso, se
trataría, luego de una descripción exploratoria de la superficie psíquica, de clarificar el
mecanismo de defensa implicado en la inhibición de la actividad.
“Estoy en peligro de plagiar” es la expresión que comanda la presentación
sintomática del paciente. Poco importa al analista que éste formule su peligro con un
“tono paradójico de satisfacción y excitación”, ya que para Kris se trata de demostrarle
que quiere serlo para impedirse a sí mismo serlo de veras, es decir, el paciente se
escatimaría al impulso por medio de un inhibición defensiva. El modelo de la superficie
(peligro) y la profundidad (impulso del ello) se articula en un gráfico concéntrico de
fuerzas contrarias.
Y sin embargo, Kris no desestima del todo ese tono paradójico: “al relatármelo
me llevó a indagar con todo detalle sobre el texto que temía plagiar” (Kris, 1951, 147).
Pero, ¿qué sentido puede tener aquí esta indagación? No se trata de dilucidar cuál fue
esa acción que Kris llamó su “amplio escrutinio” (Kris, 1951, 148), sino de atisbar el
estatuto en que Kris formalizó el decir del paciente sobre su plagio. Podría decirse que
Kris dispone la oración a partir de su semántica proposicional. Para Kris se trata de
determinar si la proposición “Existe x, tal que x es P(lagiario)” tiene valor de verdad V
o F, tal su determinación semántica y significación:

“Una vez asegurada esta pista todo el problema del plagio se presentó
bajo una nueva luz. Sucedió que el eminente colega había tomado, en
repetidas ocasiones, las ideas del paciente…” (Kris, 1951, 147)

Por eso, en función de esta consideración de la “realidad” en juego en el decir del


paciente, Lacan concluye que “Kris muy loablemente no se contenta con los decires del
paciente” (Lacan, 1958, 579), ya que parte del decir para dirigirse a la realidad, 25 es
decir, a la significación. Otra cosa hubiese sido retornar desde el decir hacia el decir
mismo. En este último caso la intervención hubiese apuntado a producir un efecto de
sentido (distinto del valor veritativo de la significación en la realidad) que valiese como
ubicación del sujeto en lo real, es decir, como rectificación subjetiva.

25
Esta intervención de Kris es retomada por Lacan en los siguientes términos: “Pide ver ese libro. Lo lee.
Descubre que nada justifica en él lo que el sujeto cree leer allí” (Lacan, 1954, 378).

231
A partir de los elementos anteriores puede ahora intentarse una lectura del acting
out de los sesos frescos. ¿Cuál es el acting out? ¿Ir a comer sesos frescos después de
sesión? ¿Decir que se va comerlos? Si el acting out es una escena mostrativa dirigida al
analista, con valor correctivo en este caso, en la que el deseo que sostiene al sujeto se
muestra como otra cosa, la respuesta es inequívoca: el acting out está en la “intuición
repentina” por la que el paciente informa de su conducta. Y su motivación no puede ser
sino una respuesta a la intervención del analista extraviado de su posición por “borrar el
deseo del mapa” (Lacan, 1958, 579) con las interpretaciones edípicas con que respondía
a la inhibición del paciente, ubicando, como factor determinante, la identificación con
su padre. Éste último, a diferencia de su abuelo, no había dejado huella en su campo
profesional:

“En este punto de la interpretación estaba esperando la reacción del


paciente […] estaba en silencio […]. Luego, como si informara de una
intuición repentina, dijo: ‘Todos los días al mediodía, cuando salgo de
aquí, […] me paseo por la calle X […] y miro los menús detrás de las
vidrieras. Es en uno de esos restaurantes donde encuentro de costumbre
mi plato favorito: sesos frescos’.” (Kris, 1951, 148)

No obstante, a partir de lo anterior, la cuestión no es más que un desplazamiento


sobre el único eje de un mismo interrogante: ¿cómo entrever un acting out en el decir
repentino del paciente cuando la interpretación de Kris no puede ser calificada como
menos que “justa” (Lacan, 1953-54, 100)? Porque las interpretaciones edípicas de Kris
no son propiamente las que desencadenan el acting out. El texto de su interpretación, tal
como está consignada en el artículo, consiste en decirle al paciente que “sólo eran
interesantes las ideas de los demás, sólo las ideas que uno pudiera tomar de los otros”,
esto es, interpretar su atracción por esas ideas, alcanzar al sujeto en su relación con el
Otro, con el saber supuesto al Otro sobre esas atractivas ideas (S2), no es menos que
concernirlo en su enunciación. Una interpretación justa. Sin embargo, el acierto de esta
interpretación se recorta sobre el malogro del paso precedente que la hubiese habilitado
para producir una transmutación del sujeto: previamente Kris había desalojado la
condición de plagiario como representación del sujeto (S1). Por lo que la operación
sobre el S2, sin el aislamiento lógicamente anterior del significante fundante de la
transferencia no hace más que reponerlo mostrándose como otra cosa, a través de la

232
pulsión: ir a ver un plato favorito antes de almorzar. La mostración no es de sesos
frescos, sino del hambre, de unas ganas anoréxicas de comer. El extravío de Kris no está
en la interpretación sino en la apertura del campo transferencial.
De este modo, el caso de Kris es paradigmático para esclarecer que si el conjunto
de interpretaciones que el analista produce en la cura no está orientado en la referencia
de una rectificación subjetiva que las incardine, la justeza de esas interpretaciones puede
ser motivo de acting out. Kris lo demuestra: allí donde alcanza al sujeto… no es sino
para desalojarlo, en vez de lograr su transmutación. El resultado de este trabajo se
establece del siguiente modo: no son las malas interpretaciones las que producen un
acting out, sino aquellas fuera de tiempo.
En este contexto, Lacan propone una interpretación posible de la escena en que se
recorta la satisfacción anoréxica, a través de la restitución de un deseo oral:

“No es que su paciente no robe lo que importa aquí. Es que


no…Quitemos el ‘no’: es que roba nada. Y eso es lo que habría que
haberle hecho entender. Muy a la inversa de lo que usted cree, no es su
defensa contra la idea de robar lo que le hace creer que roba. Es de que
pueda tener una idea propia, de lo que no tiene ni la menor idea, o a
penas.” (Lacan, 1958, 580)

Para dar cuenta de la articulación entre la nada –como objeto de la pulsión oral– y
el acting out –como formación de la mirada– es que en el apartado próximo nos
detendremos en la estructura formal vacío/lleno.

12.5 Acting out y mirada

De acuerdo a lo considerado en el apartado anterior, el acting-out se caracteriza


por su carácter desafiante y, para decirlo con otra expresión de Lacan, de “trampantojo”
(trompe l’oeil) para el analista, quien puede extraviarse fácilmente con aquello que se
muestra de un modo facilitado, reclamando perentoriamente una verdad sin sujeto:

“Se necesita ante todo poseer la combinatoria que preside su variedad sin
duda, pero, más útilmente aún, nos da cuenta de los trampantojos, mejor

233
aún, de los cambios a ojos vista del laberinto.” (Lacan, 1958, 610; cursiva
añadida)

Asimismo, como formación que llama al Otro, y le expone una verdad, la


presentación del acting out declara, al mismo tiempo, que no se trata de aquello que se
muestra. En la conducta inmotivada el analista encuentra un signo, un índice de otra
cosa, que se monta no sólo para despistar, sino para vaciarse y remitir a un modo
privilegiado de presencia no objetiva. Por ejemplo, en el caso de E. Kris ya considerado,
en que el paciente se lanzaba a un restorán, a la salida de la sesión, para mirar la oferta
de su plato favorito en el menú de la puerta de entrada, puede notarse cómo dicha
escena da a ver que no se trata de comer “sesos frescos”, sino de mostrar el vacío
constitutivo del sujeto en una escena que permita desearlos. En este punto, corresponde
articular esta condición de la escena con el “dar a ver” propio de la mirada y la
estructura formal propuesta: vacío/lleno.
En términos generales, la concepción lacaniana de la mirada puede resumirse en
los términos siguientes –según ya hemos elaborado en otro contexto (Cf. Lutereau,
2011): se trata de la captación de un fenómeno que no puede ser determinado
predicativamente, que produce un sujeto distinto al de la experiencia ordinaria, en la que
sentidos habituales (y fantasmáticos) conforman un discurrir continuo y anticipable,
imaginario y simbólicamente ordenado; en tercer lugar, en la mirada se “muestra” algo
que no puede ser reconducido a un objeto ni a un sentido preestablecido. En particular,
lo propio de la escena como estructura mostrativa es montar un escenario que restituye
la función del sujeto a través de un modo que no es la representación significante. C.
Soler destaca esta particularidad a partir de su comparación con el síntoma:

“Síntomas y acting out, si ambos tienen, como hechos de verdad,


estructura de ficción, difieren en cuanto al lugar del sujeto: en uno éste es
representado, en el otro no.” (Soler, 1988, 99)

Que en el síntoma el sujeto se encuentre representado es lo que habilita la


intervención de su desciframiento. El acting out, en cambio, si bien llama a la
interpretación, en esta singular concepción mostrativa del mismo, no es interpretable
porque no se trata de un retorno por la vía significante. En tanto formación de la mirada,

234
el acting out requiere una intervención que le otorgue un estatuto sintomático, que lo
subjetive de acuerdo con el estatuto de una pregunta que motive la asociación libre.
Las estructuras de mostración de la mirada se caracterizan por un “dar a ver” que
es distinto a “dar a ver algo”, ya que el objeto a no es fenomenalizable, sino que su
presencia se hace patente a través de cierto modo de mostración, y la estructura
mostrativa del acting out se realiza a través de una condición específica que es preciso
esclarecer. En el acting out el sujeto monta una escena en la que se hace mirar, incluso
cuando esa mostración esté incardinada con otro objeto pulsional –un objeto oral, como
en el caso de Kris–.
Lo relevante para este trabajo es esclarecer el carácter mostrativo del acting out a
través de la mirada, y para lo cual recurriremos a una estructura formal habitualmente
presente en la obra de Lacan: la articulación entre el vacío y lo lleno. Lo singular de esta
estructura formal es que no considera el vacío como una forma estática, sino que lo
considera dinámicamente como resultado de una operación: un vaciamiento que arroja
como efecto una forma plena que, sin embargo, remite indirectamente a eso que no
puede mostrarse, porque, en última instancia, el vacío es condición de esa mostración.
La pertinencia del recurso a esta estructura formal para relacionarla con el objeto mirada
se comprueba, por ejemplo, en que Lacan la utiliza en el contexto de un análisis de la
pintura en el seminario 7, en una primera referencia al fenómeno de la anamorfosis –
cuyo centro es la famosa afirmación de que “todo arte se caracteriza por cierto modo de
organización alrededor de ese vacío” (Lacan, 1959-60, 160)–:

“… en tanto que organización alrededor de ese vacío que designa,


justamente, el lugar de la Cosa, y llega hasta la figuración del vacío en las
paredes de ese vacío mismo, en la medida en que la pintura aprende
progresivamente a dominar ese vacío […]. Digo entonces que el interés
por la anamorfosis es descripto […] en la medida en que, de cierto modo,
se trata siempre en una obra de arte de cercar la Cosa.” (Lacan, 1959-60,
172-73)

En el contexto de esta exposición Lacan desarrolla ciertas modalidades de


representación de la Cosa –que es irrepresentable per se–, aunque puede se representada
indirectamente y manifestarse, por ejemplo, con la figura de la Dama en el amor cortés
(cuestión que cabría aplicar al caso de la joven homosexual), el objeto de una colección

235
(que ya no vale como objeto), la obra de arte, etc., porque en cada uno de estos casos se
trata de objetos que son elevados al estatuto de la Cosa. Dicho de otro modo, no se trata
de objetos, sino de formas del vacío que representan a la Cosa:

“Esta Cosa, todas cuyas formas creadas por el hombre son del registro de
la sublimación, estará representada siempre por un vacío, precisamente en
tanto que ella no puede ser representada por otra cosa –o con más
exactitud ella sólo puede ser representada por otra cosa.” (Lacan, 1959-
60, 160).

Si bien en el seminario 7 el interés de Lacan se encuentra subtendido por un


esclarecimiento de la noción de sublimación, la estructura formal a la que recurre es de
un carácter más amplio, ya que también se la podría encontrar en el seminario 10, en el
contexto de una reelaboración de lo imaginario a partir de la introducción del objeto a,
que vuelve a considerar el estadio del espejo –cuya relevancia para la manifestación del
objeto escópico es patente (Cf. Lacan, 1962-63, 290)–.Pero, antes de explicitar esta
última referencia, cabe una última indicación del seminario 7, en la cual Lacan formula
que la representación a través del vacío requiere de la mostración de un “objeto”
específico, la nada (Rien):

“Ahora bien, si ustedes consideran el vaso desde la perspectiva que


promoví primero, como un objeto hecho para representar la existencia del
vacío en el centro de lo real que se llama la Cosa, ese vacío tal como se
presenta en la representación se presenta como un nihil, como nada…”
(Lacan, 1959-60, 151)

De este modo, la nada es un objeto privilegiado para representar el vacío; o, mejor


dicho, para manifestarse como el efecto del vaciamiento. La efectuación de la nada, su
delimitación, es la planificación del vacío –como expone Lacan en este contexto en que
comenta un breve artículo de Heidegger titulado “La cosa”, de acuerdo con la referencia
al vacío de una jarra que Lacan llama “la función del vaso”–. Que se trate de una
“función” demuestra que es una estructura lo que se intenta hacer patente; y dicha
estructura del vaso –que articula lo vacío y lo pleno– no es incidental en Lacan, sino que
–como hemos dicho– vuelve a ser considerada en el seminario 10:

236
“… lo sustituible entre los tarros, es el vacío en torno al cual está hecho
un tarro. […] el tarro de mostaza siempre está vacío.” (Lacan, 1962-63,
202-203)

En estos términos Lacan considera que, incluso cuando está lleno, un vaso no deja
de portar un vacío que es constitutivo, y que no puede manifestarse más que
indirectamente, a través de su plenitud. Lo importante para este contexto de exposición
es que Lacan sostenga “no soy en absoluto tacaño en cuanto al uso de los tarros. Lo
digo porque recientemente se nos planteó un problema de este orden” (Lacan, 1962-63),
por el cual Lacan se refiere a un caso de acting out que habría presentado Piera
Aulagnier. No se trata, en este punto, de un caso establecido y publicado, dado que
pareciera haber sido comentado de modo informal en el curso del seminario. No
obstante, la secuencia de la lógica del caso realizada por Lacan es clara para el objetivo
de este trabajo:

“Como es manifiesto en la observación, al enfermo se le impidió que


asistiera a la salida de su retoño por las puertas maternas, y fue la
turbación por sentirse impotente para superar este nuevo impedimento de
este orden lo que lo precipitó a provocar la angustia de los agentes del
orden reivindicando por escrito el derecho del padre a lo que llamaré
hylofagia, para precisar la noción representada por la imagen de la
decoración de Saturno.” (Lacan, 1962-63, 204)

Por un lado, pueden reconocerse aquí las coordenadas de turbación e impedimento


que, según Lacan, caracterizan al acting out. Asimismo, la escena que el sujeto monta
es parafraseada por Lacan en los siguientes términos: “Este señor, en efecto, se presenta
en la comisaría para decir que nada en la ley le impide comerse a su bebé, que acaba de
morir” (Lacan, 1962-63, 204). Es importante destacar la sutileza con que Lacan
parafrasea esta posición, ya que no se trata de que este señor se presente en la comisaría
para solicitar le sea entregado el cadáver de su hijo, que pretendería comerse, sino que
se trata en su escena de recortar una nada respecto de la ley, un punto de falta como
respuesta ante la turbación y el impedimento en que se encontraría por la iniciativa de
los médicos que no le permitieron asistir al parto. Podría notarse que, al igual que en el
caso del Hombre de los sesos frescos, se trata de recortar una nada como forma de

237
restitución de un deseo destituido simbólicamente. Por esta vía, la nada es el modo de
mostrar el vacío constitutivo del sujeto deseante, menos en la indicación de un objeto (o
un “algo”) que en la escenificación escópica de un deseo oral.
Que en la escena en cuestión se trate de un objeto oral, o, mejor dicho, que la nada
sea la mostración escópica de un objeto oral, debería ser el hilo conductor de un
conjunto de preguntas específicas que plantearemos en el apartado siguiente, dedicado a
las conclusiones y perspectivas de investigaciones posibles.

12.6 Conclusiones y perspectivas

En el presente capítulo se ha desarrollado, desde un punto de vista diacrónico y


conceptual, la concepción lacaniana del acting out, estableciendo el carácter polisémico
del término y la variedad clínica a que puede dar lugar.
En segundo lugar, se han precisado dos formas del acting out, a partir de
circunscribir dos funciones posibles de manifestación clínica: por un lado, su valor
correctivo para el analista; en segundo lugar, el carácter mostrativo que, eventualmente,
puede enfatizar la perspectiva de la satisfacción pulsional antes que un retorno
significante.
De acuerdo con esta última perspectiva, en tercer lugar, se ha propuesto el
esclarecimiento del estatuto mostrativo del acting out a partir de la noción de escena.
Esta última noción, antes que definida en términos conceptuales, fue operacionalizada
de acuerdo a una estructura formal presente en diferentes contextos en la obra de Lacan:
vacío/lleno.
Al menos tres preguntas se desprenden del trabajo en cuestión, para ser retomadas
en los próximos capítulos de esta última parte de la tesis: ¿qué relación puede
establecerse entre el vacío y la noción de objeto a? ¿Qué otros fenómenos mostrativos
pueden localizarse en la experiencia analítica? ¿Qué otras estructuras formales presentes
en la obra de Lacan podrían proponerse para formalizar otros fenómenos clínicos?
En términos generales, se podría responder a estas tres preguntas con la indicación
prospectiva de los próximos dos capítulos abocados al estudio del sueño y el recuerdo
encubridor, con el propósito de formalizar su condición mostrativa, a través del recurso
a otras dos estructuras formales: presencia/ausencia y parte/todo –también presentes en
la obra de Lacan–.
238
Capítulo 13
El uso mostrativo del sueño
Función del velo y formación de objeto

El propósito principal de este capítulo es exponer un uso diverso del sueño en la


cura analítica –que llamaremos “mostrativo”– a expensas de su estatuto como
formación del inconsciente. Para dar cuenta de este objetivo se tomarán como punto de
partida clínico las transformaciones afectan al sueño en el curso del tratamiento: no se
sueña de la misma manera antes del análisis, una vez iniciado el mismo, o bien sobre su
conclusión. Este aspecto de la experiencia puede ser resumido y aceptado de forma
intuitiva, al comparar el (segundo) sueño (de la monografía botánica) del caso Dora,
transmitido por S. Freud, con un sueño surgido en el marco de los testimonios del pase
–en este caso, tomaremos los comunicados por Marcelo Mazzuca en el libro Ecos del
pase–. En resumidas cuentas, que el proceso analítico afecta el modo de soñar es uno de
los datos clínicos de que parte este trabajo.
Por otro lado, en términos generales, podría entenderse por “uso” las funciones
pragmáticas que un concepto adquiere en sus diversas manifestaciones clínicas. De este
modo, el “uso” requiere la consideración de la singularidad clínica del momento del
tratamiento en que se manifiesta dicho concepto, convirtiéndose entonces en un
operador para la lectura de la lógica del caso, así como de las intervenciones propias
que un analista podría realizar con dicho operador clínico, de acuerdo con la dirección
de la cura.
El precedente inmediato de esta orientación puede rastrearse en el artículo “El uso
de la interpretación de los sueños en el psicoanálisis” (1911), que comentaremos en el
primer apartado, en el que Freud sostiene lo siguiente:

239
“Abogo, pues, porque en el tratamiento analítico la interpretación de
sueños no se cultive como un arte autónomo, sino que su manejo se
someta a las reglas técnicas que en general gobiernan la ejecución de la
cura.” (Freud, 1911, 90)

En este contexto, con la expresión “reglas técnicas” Freud se refiere


principalmente a la transferencia y al momento del tratamiento en cuestión, tal como sus
escritos técnicos se ocuparon de demostrar. Por otro lado, cabe destacar que la palabra
“manejo” –Handhabung, en el original– también podría ser traducida como “uso” –o
bien como “empleo”, según fuera traducida por López Ballesteros–. En cualquiera de
estos casos, lo que se busca transmitir es que no habría una teoría de la interpretación de
los sueños que pueda ser operativa en la experiencia, independientemente de la
consideración del momento del tratamiento en curso, y que es incumbencia del analista
poder servirse de las formaciones de la cura en función de la coyuntura y los fines del
análisis.
Otro precedente, mucho más reciente, en esta misma orientación, se encuentra en
el artículo de Colette Soler “Acerca del sueño”, de 1988, donde la autora distingue
varias funciones del sueño, articuladas a diversos momentos del tratamiento: junto al
sueño como metáfora, también estaría el sueño en su condición “mostrativa”, destinado
a presentar la inserción de la pulsión en la formación onírica. El analista puede servirse
de esta doble vertiente con usos distintos: en el primer caso, el analista realiza una
invitación a la metonimia significante en la asociación libre; en el segundo, cuando el
sueño “muestra la invocación del sujeto fuera del desciframiento” (Soler, 1988, 80), el
analista se sirve de aquel para indicar el “ser de goce” (Soler, 1988, 81) que subtiende la
sujeción inconsciente.
En el curso de este trabajo nos interesará especialmente atender a esta función
mostrativa del sueño, en vistas de su articulación con el objeto mirada. He aquí el que
será el motivo del tercer apartado, luego de que en el segundo hayamos revisado el
estatuto de tres sueños paradigmáticos en la obra de Freud. A partir de lo anterior,
entonces, cabe interrogar en el primer apartado una circunstancia corriente en la práctica
del psicoanálisis: ¿todo sueño debe ser interpretado? Esta pregunta nos conducirá,
luego, a una pregunta menos debida a la coyuntura clínica: ¿todo sueño es interpretable?

240
13.1 ¿Siempre se ‘debe’ interpretar un sueño?

Las indicaciones que Freud incluye dentro de sus escritos técnicos distan mucho
de ser protocolos para una adecuada acción terapéutica. La modalidad enunciativa que
sostiene el fundador del psicoanálisis es la del consejo, y no se trata aquí de una señal
de condescendencia hacia sus seguidores, sino que Freud elige esta tonalidad en tanto
que es un vehículo de transmisión privilegiado, en tanto que se acompasa con las
coordenadas concretas de la experiencia en que se forjó el concepto que quiere hacer
llegar a los practicantes.
¿Qué constelación precede al nacimiento de la noción de “uso”, en función de qué
“momento crucial” se enuncia el consejo? No es otro que el del haber pasado por un
obstáculo en el ejercicio de una praxis. El artículo titulado “El uso de la interpretación
de los sueños en psicoanálisis” no es el primer escrito freudiano acerca de la
interpretación de los sueños; pareciera un texto “anodino”, que no brinda –como lo
hacen otros– un despliegue sistemático de la técnica de la interpretación, sino que pone
el acento en un fenómeno que Freud ha encontrado típicamente en su práctica.
Encontramos en este escrito al hombre que “descifró” el sentido de los sueños, haciendo
una extraña declaración:

“Quien aborde el tratamiento analítico querrá obtener la interpretación


más completa posible de cada sueño que el enfermo le cuente. Sin
embargo, pronto se notará que se mueve en unas constelaciones
sumamente diversas, y que si quiere llevar a cabo su designio entra en
colisión con las tareas más inmediatas de la terapia.” (Freud, 1911, 87)

No obstante, ¿a qué dificultad se refiere?

“Luego de los primeros esclarecimientos, la producción onírica es tan


copiosa, y tan vacilante el progreso del enfermo en el entendimiento de
los sueños, que el analista no puede apartar de sí la idea de que ese
ofrecimiento de material no sería sino una exteriorización de la
resistencia, luego de experimentarse que la cura no puede dominar el
material que así se le brinda. Y de esta manera, la cura se ha quedado
rezagada un buen trecho respecto del presente y ha perdido el contacto
con la realidad.” (Freud, 1911, 88)

241
El analista, entonces, ve cómo la burocracia onírica invade poco a poco el espacio
de la cura: ¿a qué se debe este curioso fenómeno? Tal como es presentado y descrito, el
fenómeno es resultado de lo que en el diccionario analítico es designado como
“resistencia”. Una fuerza resiste a la tarea de la cura y llena el diálogo analítico de
elementos que imposibilitan el discernimiento. Si nos contentamos con esta atractiva
explicación metapsicológica quizás alcanzaría para proceder de acuerdo con el consejo
e ir por la interesante salida al impasse que propone Freud. Antes de explorar la salida
“técnica”, digamos que recurrir a “La bruja”, tal como Freud llamaba a la
metapsicología –en tanto armado conceptual útil para resolver, en un pase mágico, una
dificultad en el entendimiento clínico–, no deja de ser una apelación a un “Deus ex
machina” que invisibiliza las condiciones de producción del fenómeno. Según otro
modo de ver, el campo del entendimiento se abre en la medida en que no se le “echa la
culpa” a la resistencia como si esto fuera un fenómeno natural, sino en que se averigüe
acerca de aquello que hay en el núcleo de la resistencia. ¿Cuál es el núcleo del motivo
por el que los pacientes atiborraban de sueños a Freud? Quizás en el consejo que Freud
trasmite logremos aislar un retorno de aquello que está en la causa del detenimiento. La
indicación no es otra que la de guiar la escucha de acuerdo con la regla fundamental:

“A semejante técnica [el abarrotamiento onírico] hay que contraponer


esta regla: para el tratamiento es del máximo valor tomar noticia, cada
vez, de la superficie psíquica del enfermo, y mantenerse uno orientado
hacia los complejos […] casi nunca será lícito demorar esta meta
terapéutica en aras del interés por la interpretación de los sueños.” (Freud,
1911, 88)

¿Cómo el “José del siglo XX” –según la referencia bíblica–, el Aníbal de la


interpretación onírica, se revuelve contra su propio descubrimiento y desestima el
interés que le pueda causar el trabajo analítico de los sueños? ¿Por qué eso daría la
salida? Podría argumentarse que allí no hay más que el precepto genérico de la
abstinencia: “denegar las satisfacciones que más intensamente reclama” el paciente –
según la expresión de “Nuevos caminos de la terapia analítica” (1918)– pero hay algo
más. Continuemos con la descripción del “procedimiento” del cual Freud se sirve para
ubicar ese elemento:

242
“¿Qué hacer con la interpretación de los sueños en análisis? Más o menos
esto: Uno se conforma cada vez con los resultados interpretativos que
pueda obtener en una sesión, y si no alcanzó a discernir por completo el
contenido del sueño, no anota esto como una deuda […]. Por lo tanto, no
se hace excepción a la regla de tomar siempre lo primero que al enfermo
se le pase por la mente, aun a costa de interrumpir la interpretación de un
sueño. Y cuando los sueños se vuelvan copiosos y extensos, uno
renunciará entre sí de antemano a una solución completa.” (Freud, 1911,
88, cursiva añadida)

El arrullo de la prosa freudiana quizás no permita percibir el modo en que el


procedimiento que sugiere para esta manifestación de la resistencia ha cambiado el
acento de la causa del fenómeno del analizante al analista. En otros términos, no se trata
tanto de que el primero tenga que renunciar a “una satisfacción sustitutiva en la cura”,
sino que el que debe renunciar es el segundo, pero a su propio interés por el jeroglífico
que el sueño constituye. Es decir, abstenerse no quiere decir, por ejemplo, que el
paciente deje de demandar más y más sentidos para más sueños; sino que el analista
mismo deje de demandar(se) una “solución completa” de lo que se le ofrece, porque
quizás encuentre en su curiosidad la causa de la resistencia.
¿Resultaría inverosímil pensar que los sueños a Freud “le llovieran” por su deseo
articulado a la condición de “inventor del método que resuelve el enigma de los
sueños”? No por nada la indicación técnica culmina con una mención directa de un
sucedáneo del deseo:

“En general, hay que guardarse de mostrar un interés muy especial por la
interpretación de los sueños y de despertar en el enfermo la creencia de
que el trabajo se quedará por fuerza detenido si él no aporta sueños.”
(Freud, 1911, 88, cursiva añadida)

Lo desarrollado hasta aquí nos lleva a concluir que para hablar de “uso” –en
sentido estricto– es necesario referirse en un sentido positivo a un evento particular
acontecido en una cura dada, en tanto que su sentido analítico es una plasmación del
acto y no una forma deontológica abstracta que el analista debería adoptar.

243
13.2 Los límites de la interpretación

Este apartado tiene como punto de partida un hecho clínico corriente: en la


práctica actual del psicoanálisis, casi no se encuentran textos que refieran una
interpretación pormenorizada de los sueños de un analizante. Incluso, eventualmente,
suelen encontrarse materiales en los cuales apenas el paciente alcanza a terminar de
relatar el sueño que el analista ya ofrece una intervención… no basada, por lo tanto, en
el desciframiento y las asociaciones. Por lo tanto, cabría preguntarse, ¿se trata en estos
casos de un procedimiento anti-analítico? Dicho de otro modo, ¿todo sueño debe ser
tratado como un jeroglífico? ¿No podría mencionarse otro estatuto del sueño, que
habilite estas intervenciones habituales?
En la obra freudiana existen tres sueños paradigmáticos: 1. El llamado “sueño de
la inyección de Irma”, estudiado en el segundo capítulo de La interpretación de los
sueños, y esclarecido por Lacan en un conjunto de clases del seminario 2; 2. El sueño
“Padre, ¿no ves que estoy ardiendo?”, presente en el último capítulo de La
interpretación de los sueños, y retomado por Lacan en el seminario 11; 3. Por último,
cabe mencionar también el sueño del Hombre de los lobos. En este apartado nos
dedicaremos a los dos primeros, y dejaremos el tercero para el apartado siguiente.
Tanto el sueño de la inyección de Irma como el de “Padre, ¿no ves que estoy
ardiendo?”, son sueños en los que el deseo onírico es la continuación durante el reposo
de los pensamientos de la vigilia. En el primero, la idea latente que llega a la
representación aparece en los siguientes términos: “¡Ojalá fuese Otto el culpable de la
enfermedad de Irma!”. En el sueño es sustituida la expresión desiderativa, y se la
expresa en presente: “Otto tiene la culpa de la enfermedad de Irma”. No obstante, este
no es un rasgo exclusivo del sueño (dado que lo comparte con la fantasía diurna), sino la
transposición en imágenes sensoriales –a las que se concede creencia–, a pesar de que
no todos los sueños tengan este carácter sensorial.
Este aspecto es el que destaca Lacan en el seminario 2, cuando menciona la
disociación entre percepción y conciencia a la que se vio obligado Freud para introducir
la hipótesis de la regresión que da cuenta del carácter figurativo del sueño. En este
contexto es que Lacan realiza un análisis pormenorizado del sueño de la inyección de
Irma, que retomaremos en este punto por dos motivos: por un lado, debido al
tratamiento que Lacan hace del sueño, que no se contenta con una mera paráfrasis de los
resultados freudianos, sino que los extiende a conclusiones novedosas y significativas
244
para el propósito de nuestro trabajo: delimitar una dimensión mostrativa del sueño; por
otro lado, porque Lacan problematiza explícitamente el método freudiano incluso en un
seminario temprano, como el que aquí comentaremos, anticipando los desarrollos
posteriores del seminario 11 en torno al sueño “Padre, ¿no ves que estoy ardiendo?”,
quedando claro, entones, que sólo la introducción del objeto a permitiría incorporar la
dimensión mostrativa a la que hemos hecho referencia.
En el seminario El yo en la teoría de Freud y en la técnica psicoanalítica, Lacan
comienza su trabajo sobre el sueño de Irma con la apreciación concluyente de que se
trata de un “sueño inicial, el sueño de los sueños, el sueño inauguralmente descifrado”
(Lacan, 1954-55). La elaboración metodológica de Freud es exhaustiva, ejemplifica su
procedimiento que permite el convencimiento de que los sueños tienen un sentido y, por
lo demás, que éste entronca con una realización de deseo. Ahora bien, en este punto,
Lacan plantea una primera dificultad:

“¿Cómo es posible que Freud, quien más adelante desarrollará la función


del deseo inconsciente, se limite a presentar, como primer paso de su
demostración, un sueño enteramente explicado por la satisfacción de un
deseo que sólo podemos llamar preconsciente, e incluso completamente
consciente?” (Lacan, 1954-55, 231)

He aquí el problema sobre el cual importa a Lacan avanzar en su comentario; por


lo cual es importante atender a que diga: “…no es cuestión de analizar el propio sueño
de Freud mejor que él” (Lacan, 1954-55, 232), dado que efectivamente eso es lo que
Lacan hace, como veremos a continuación. Si bien se escuda en la advertencia freudiana
de que el análisis se habría detenido en el punto en que el soñante no puede seguir el
esclarecimiento porque lo llevaría cuestiones íntimas, lo cierto es que su dirección es
otra:

“No se trata de exegetar allí donde Freud mismo se interrumpe, sino de


tomar el conjunto del sueño y de su interpretación. De este modo,
estamos en una posición diferente de la suya.” (Lacan, 1954-55, 232)

De esta manera, Lacan avanza en su consideración del sueño a expensas de las


asociaciones freudianas y, en particular, ensaya una aproximación metodológica

245
diferente: tomar el conjunto del sueño para ofrecer un sentido de otro tenor. Pero, ¿cuál
es este sentido y cómo lo obtiene?

1) Por un lado, Lacan toma la escena en que Freud revisa la garganta de Irma y
sostiene, a partir de destacar que la situación transcurre sobre un fondo de
discusión, que se pone en juego una “resistencia femenina” (Lacan, 1954-55,
234), vinculada con la presencia de otras dos mujeres: la mujer del propio Freud
y otra enferma: “Si Freud analizara sus comportamientos, sus respuestas, sus
emociones, su transferencia de cada momento en el diálogo con Irma, vería
igualmente que detrás de ésta se halla su mujer, que es su amiga íntima, y
también la seductora joven que se encuentra a dos pasos y que sería mejor
paciente que Irma” (Lacan, 1954-55, 235). En esta afirmación puede verse
cómo Lacan camina más allá del análisis de Freud.

2) Por otro lado, junto a este trío Lacan construye otro trío en el que está incluido
Freud mismo: “El doctor M. representa el personaje ideal constituido por la
seudoimagen paterna, el padre imaginario. Otto corresponde a ese personaje
que jugó un papel constante en la vida de Freud, […]. Y Leopoldo cumple el
del personaje que presta el servicio de estar siempre en contra del amigo-
enemigo” (Lacan, 1954-55, 238). Respecto de esta tríada se pone en juego,
según Lacan, la pregunta por la ley (si tiene razón o está equivocado, si ha
obrado bien o mal). De la conjunción de este triángulo con el precedente se
desprende un primer efecto de sentido: “Así llegamos lo que está detrás del trío
místico […]. El último término es sencillamente la muerte” (Lacan, 1954-55,
239). Lacan fundamenta este sentido con una mención lateral: la enfermedad de
Irma en el sueño expondría también el riesgo de muerte de una de las hijas de
Freud, vinculado a la culpa que habría padecido por la mala administración de
un medicamento.

3) Esta última indicación lleva, entonces, la punto central: la aparición de la


fórmula de la trimetilamina, donde vuelve a presentarse la referencia a la
terceridad: “En estos tres que seguimos encontrando, es ahí donde está, en el
sueño, el inconsciente. […] Este sueño nos revela, pues, lo siguiente: lo que está
en juego en la función el sueño se encuentra más allá del ego, lo que en el
sujeto es del sujeto y no es del sujeto, es el inconsciente” (Lacan, 1954-55,

246
241). Sin embargo, esta observación de Lacan no es conclusiva, ya que se
encuentra dicha en el marco de una afirmación metodológica específica: “El
sueño no cobra su sentido únicamente de la indagación de Freud sobre el
sentido del sueño” (Lacan, 1954-55, 24). Dicho de otro modo, por esta vía
habría una polisemia del sentido, uno de los cuales estaría asociado con Freud
como “hombre de agallas” e inventor del psicoanálisis. Lo mismo podría
decirse de la referencia de Lacan a la “jeringa” de Otto, que vincula con el
erotismo uretral –asociado a la ambición– a partir de las resonancias en francés
del verbo “glicer” (rociar). Es evidente, en este punto, que la pertinencia del
francés en un sueño escrito en alemán demuestra que Lacan no se contenta con
el método de Freud y hace otro uso del sueño. ¿Podría reprocharse que se traten
de las asociaciones del propio Lacan? Nos ocuparemos luego de este punto (el
saber del analista como condicionante del uso del sueño); pero, en todo caso,
subrayemos aquí que, más allá de esta indicación, Lacan busca un sentido de
otro orden, “el sueño lo muestra” (Lacan, 1954-55, 242), que aquí llamamos,
entonces, “mostrativo”.

Sin embargo, en el contexto de este seminario, el análisis de Lacan queda


absorbido por la prevalencia de lo simbólico y no se sobrepone a la interpretación
“teórica”: “el verdadero valor inconsciente de este sueño está en la búsqueda de la
palabra, en el abordaje directo de la realidad secreta del sueño, en la búsqueda de la
significación como tal” (Lacan, 1954-55, 242). En medio de sus colegas Freud se
debatiría sobre el telón de fondo de la muerte con su deseo de probar que el sueño tiene
sentido, el corazón de su doctrina, contra la resistencia de la relación imaginaria con su
paciente. En cierta medida, la interpretación de Lacan es algo idealista y meta-teórica:
lee la historia del nacimiento del psicoanálisis en el sueño de su inventor. Dicho de un
modo precipitado: ¡Freud habría soñado con el esquema Lambda de Lacan! Aunque, de
un modo menos malintencionado, podríamos decir: Lacan usa el sueño de Freud de un
modo que le permite leer la estructura del esquema Lambda, que pone en tensión la
resistencia imaginaria con la palabra simbólica. He aquí un sentido novedoso.
Asimismo, Lacan busca la aparición de este sentido extraordinario en el marco del
“ombligo del sueño”, pero sin hacer de esta noción un esclarecimiento preciso. Para
avanzar respecto de este último punto, es preciso trazar el pasaje a la elaboración del

247
seminario 11, donde nos detendremos en el sueño “Padre, ¿no ves que estoy ardiendo?”,
dado que será importante, para completar la introducción del carácter mostrativo del
sueño, distinguir el ombligo del sueño (saldo de la operación de interpretación) de la
manifestación de la satisfacción pulsional en que se basa el carácter mostrativo del
sueño.
El capítulo VII de La interpretación de los sueños comienza de un modo curioso:
Freud anuncia que va a relatar un sueño cuya “verdadera fuente me es desconocida”
(Freud, 1900, 656) y que, en realidad, le fue relatado por una paciente, quien, a su vez,
lo oyó en un una conferencia. Es cierto que el efecto que produjo en esta paciente fue tal
que, ella misma, lo soñó por su cuenta también. No obstante, de un modo u otro (a pesar
de la repetición que, en la transferencia, podría localizar una coincidencia sobre un
punto), lo significativo es que Freud no analiza el sueño en función de las asociaciones
de la paciente. Este sueño se resume del modo siguiente:

“Un individuo había pasado varios días, sin un instante de reposo, a la


cabecera del lecho de su hijo, gravemente enfermo. Muerto el niño, se
acostó el padre en la habitación contigua a aquella en la que se hallaba el
cadáver y dejó abierta la puerta, por la que penetraba el resplandor de los
cirios. Un anciano, amigo suyo, quedó velando el cadáver. Después de
algunas horas de reposo soñó que su hijo se acercaba a la cama en que se
hallaba, le tocaba en el brazo y le murmuraba al oído, en tono de amargo
reproche: ‘Padre, ¿no ves que estoy ardiendo?’.” (Freud, 1900, 656)

La situación del sueño remite al hecho de que el padre despierta sobresaltado y


nota que el anciano que velaba al niño se había quedado dormido y un cirio había caído
sobre el ataúd. En este punto, Freud no duda en ofrecer una explicación del sueño, que,
por cierto, retoma del conferenciante –del que se entera a través de su paciente–: el
resplandor entró por la puerta, mientras el soñante dormía, y provocó la misma
conclusión que habría producido en estado de vigilia. Asimismo, Freud añade que el
contenido del sueño estaría determinado, las palabras del niño provendrían de ocasiones
en que fueron dichas según otros contextos. Por último, Freud verifica una vez más su
tesis: el sueño es una realización de deseos; pero, ¿por qué el hombre no despierta?
Porque así conserva todavía un poco más la presencia de su hijo: “El sueño quedó

248
antepuesto aquí a la reflexión del pensamiento despierto porque le era dado mostrar al
niño nuevamente con vida” (Freud, 1900, 657, cursiva añadida).
Antes de continuar con la delimitación del análisis del sueño, cabe detenerse en el
contexto argumentativo en que se presenta:

“Hasta ahora nos hemos ocupado predominantemente de averiguar en


qué consiste el sentido oculto de los sueños, por qué camino nos es dado
descubrirlo y cuáles son los medios [mecanismos] de que se ha servido la
elaboración onírica para ocultarlos. Los problemas de la interpretación
ocupaban hasta aquí el centro […]; pero en este punto tropezamos con el
sueño mencionado, que no plantea a la interpretación labor ninguna y
cuyo sentido aparece sin el menor disfraz.” (Freud, 1900, 657, cursivas
añadidas)

A partir de las cursivas añadidas en la referencia anterior, podríamos


preguntarnos: ¿cómo surge este “más allá” de la interpretación? ¿Cuál es su razón?
Porque no se trata de que el sueño no tenga sentido, sólo que no se accede a éste a
través del desciframiento. Diríamos, entonces, que se trata de un sentido que se muestra
(según indicamos con cursiva en la cita anterior). Sobre esta cuestión es que avanzaría
Lacan en el marco de las clases del seminario 11. Retomaremos a continuación este
aspecto, pero antes concluyamos con la elaboración de La interpretación de los sueños,
de acuerdo con dos consideraciones:

1) Por un lado, luego de la observación anteriormente mencionada, Freud modifica


el estilo de su discurso y retoma una orientación técnica a propósito del olvido
de los sueños: destaca que los rasgos insignificantes resultan imprescindibles
para la interpretación; que suele pedir al paciente que reitere el relato del sueño
(en caso de que éste se presente de una forma especialmente abstrusa); que el
signo de la duda es un indicador perfecto de las ideas latentes; por último, que
aquellos retazos que surgen durante la interpretación se revelan como los más
importantes –por ejemplo, no hay más que pensar en el factor del humo en el
primer sueño de Dora (que lleva a una interpretación transferencial)–. Ahora
bien, estas elaboraciones técnicas llevan a una conclusión: la interpretación no
se consigue al primer intento, muchas veces debe ser “fraccionada” (Freud,

249
1900, 664) y, por cierto, eventualmente es preciso aceptar que una interpretación
completa, llena de sentido, puede esconder otra distinta. De este modo, Freud
realiza un pasaje de lo técnico a lo estructural, dado que por esta vía llega a la
noción de “ombligo del sueño”:

“En los sueños mejor interpretados solemos vernos


obligados a dejar en tinieblas determinado punto, pues
advertimos que constituye un foco de convergencia de las
ideas latentes, un nudo imposible de desatar, pero que por lo
demás no ha aportado otros elementos al contenido
manifiesto. Esto es entonces lo que podemos considerar
como el ombligo del sueño, o sea el punto por el que se halla
ligado a lo desconocido. Las ideas latentes descubiertas en el
análisis no llegan nunca a un límite y tenemos que dejarlas
perderse por todos lados en el tejido reticular de nuestro
mundo intelectual. De una parte más densa de este tejido se
eleva luego el deseo del sueño.” (Freud, 1900, 666)

De esta manera, Freud encuentra en la clínica una razón estructural. Es también


esta orientación, que fundamenta los conceptos en la experiencia, la que
seguimos en este trabajo; aunque cabe trazar una distinción: no sólo Freud
sostiene que, eventualmente, es preciso abandonar la interpretación de un sueño
(por un motivo distinto al ubicado en el primer apartado respecto de la
resistencia), sino que ubica un límite a la interpretación. Ahora bien, este límite
no responde al mismo fundamento que el delimitado respecto del sueño “Padre,
¿no ves que estoy ardiendo?”.26 En el primer caso, se trata de un límite que
supone la labor interpretativa; en el segundo caso, el sueño expuso el sentido de
manera inmediata. Por lo tanto, habría un modo de tratar el sueño de una forma
divergente, a la que este apartado del capítulo VII no da respuesta.

2) Como fue mencionado en el comienzo de este apartado, un rasgo específico del


sueño es la transposición en imágenes sensoriales. Aunque sea algo

26
“Al principio del presente capítulo hemos expuesto un sueño que nos plantea un enigma cuya solución
no hemos emprendido todavía. La interpretación de este sueño no nos opuso dificultad alguna.” (Freud,
1900, 670)

250
“específico”, no es excluyente tampoco, dado que lo comparte con la
alucinación. Asimismo, este rasgo no se explica por la relajación de la censura
entre los sistemas inconsciente y pre-consciente, sino porque la excitación toma
un camino regresivo: en lugar de avanzar hacia el polo motor del aparato
psíquico, regresa hacia el sistema de las percepciones. Este aspecto es el que
permite reinterpretar lo que, en el capítulo VI del libro, Freud había llamado
“cuidado por la representabilidad [o figurabilidad]”.27 Sin embargo, este carácter
regrediente no satisface respecto de la explicación del sueño en cuestión: “Nos
consolaremos pensando en que nos vemos obligados a construir en las tinieblas”
(Freud, 1900, 679); como tampoco lo hace la elucidación de la realización de
deseos, en cuyo apartado Freud apenas puede justificar la no equivalencia entre
los diferentes deseos que pueden motivar un sueño, al dar privilegio al deseo
inconsciente de fuente infantil.28 En última instancia, estos esclarecimientos
sirven más a los fines de validar la construcción teórica del esquema del aparato
psíquico, coronado con la experiencia de satisfacción, en tanto arroja “viva luz
sobre la naturaleza psíquica del desear” (Freud, 1900, 689); pero respecto del
sueño mencionado Freud llega hasta la construcción del deseo de reposo, propio
de lo preconsciente (prestador de ayuda al deseo inconsciente), que permite
explicar la continuidad durante el sueño de un pensamiento de la vigilia. La
conclusión freudiana hasta podría ser catalogada como paradójica, dado que
finalmente se excusa detrás de que no fue un sueño proveniente de su práctica:
“No habiendo podido realizar el análisis de este caso, se nos escapan
probablemente otros deseos inconscientes en él contenidos” (Freud, 1900, 692,
cursiva añadida). Sin embargo, en este punto pareciera que Freud borra con el
codo lo escrito con la mano; el carácter sintomático de su gesto se advierte en la
cursiva que indicamos en la cita: Freud reconstruyó un sentido inconsciente sin
recurrir al desciframiento; por lo tanto, ¿cómo accedió a ese sentido que se
mostraba si la elaboración posterior no ofreció los resultados esperados? Por eso
se entiende que, luego, quisiera deshacerse de este sueño, así como que Lacan –
hábil lector– tomara la posta para su original aproximación en el seminario 11.

27
“Aquello que en el análisis de la elaboración onírica hemos descrito con el nombre de cuidado de la
representabilidad podría ser referido a la atracción selectora de las escenas visualmente recordadas,
enlazadas con las ideas latentes” (Freud, 1900, 679).
28
Indiquemos sólo algunas referencias del tono enunciativo de Freud en este contexto: “No puedo
demostrar aquí que en realidad…” (Freud, 1900, 681); “Sé que estas afirmaciones no pueden demostrarse
en general…” (Freud, 1900, 682).

251
A partir de estas dos consideraciones, que demuestran cómo la continuidad del
capítulo VII de La interpretación de los sueños no responde al enigma que plantea un
sueño cuyo sentido se muestra a expensas del desciframiento, es que puede entenderse
la importancia del análisis realizado por Lacan en el seminario 11. Detengámonos ahora
en este punto.
En el seminario Los cuatro conceptos fundamentales del psicoanálisis, Lacan se
ocupa del sueño “Padre, ¿no ves que estoy ardiendo?” durante cuatro clases
consecutivas. En la clase del 29 de enero de 1964, formula una pregunta inquietante
para el planteo freudiano: “¿Por qué, entonces, sustentar la teoría según la cual el sueño
es la imagen de un deseo con este ejemplo […]?” (Lacan, 1964, 42). En este punto,
Lacan destaca el carácter de certeza que toma este sueño, vinculado con lo real y el
estatuto novedoso que buscar darle a la noción de repetición, ya no asociada a la cadena
significante, sino más bien a aquello que la interrumpe; en este sentido, en la clase
siguiente (del 5 de febrero), entronca la repetición con el trauma y, de este modo, el
sueño en cuestión pasa a asumir la condición de aquello que, incluso en el proceso
onírico, despierta. Así es que, en la clase del 12 de febrero, resume los dos puntos
anteriores en los siguientes términos:

“Esto es algo que parece poco indicado para confirmar la tesis de Freud
en la Traumdeutung: que el sueño es la realización de un deseo. […] Si la
función del sueño es permitir que se siga durmiendo, si el sueño después
de todo, puede acercarse tanto a la realidad que lo provoca, ¿no podemos
acaso decir que se podría responder a esta realidad sin dejar de dormir? –
al fin y al cabo, existen actividades sonámbulas.” (Lacan, 1964, 66)

De este modo, Lacan pone en entredicho la diferencia de sentido común entre


sueño y vigilia. Se puede dormir despierto, así como hay sueños que despiertan; pero,
¿qué es lo real que despierta en este sueño? En primer lugar, Lacan subraya la frase
dicha por el hijo, relativizando la condición anecdótica que le diera Freud:

“Este mensaje tiene, de veras, más realidad que el ruido con que el padre
identifica asimismo la extraña realidad de lo que está pasando en la

252
habitación de al lado. ¿Acaso no pasa por estas palabras la realidad
fallida que causó la muerte del niño?” (Lacan, 1964, 66, cursiva añadida)

En función de esta indicación a lo fallido, Lacan hace de este sueño un caso de


repetición tíquica (basada en el azar); es decir, le da al sueño el estatuto de
“acontecimiento” –con este término es también que Marcelo Mazzuca se refiere, según
veremos, a los que llama “sueños-índice”–: el sueño ya no es retorno de lo reprimido,
sino mostración. Por eso Lacan desestima la idea freudiana de que “en el sueño se
afirme que el hijo aún vive” (Lacan, 1964, 67). En el sueño se muestra una “visión
atroz”, y Lacan realiza un juego de palabras para introducir la función del velo: el
anciano que debía “velar” al hijo es víctima de una “vela” que cae y produce un fuego
que quema en la frase pronunciada:

“La frase misma es una tea –por sí sola prende fuego a lo que toca, y no
vemos lo que quema, porque la llama nos encandila ante el hecho de que
el fuego alcanza lo Unterlegt, lo Untertragen, lo real.” (Lacan, 1964, 67)

La frase del hijo muerto-vivo encarna un vector que orienta respecto de lo real, sin
que éste pueda manifestarse de modo directo; esto es, la función de velo expresa esa
estructura en la que algo puede mostrarse, pero de forma no objetiva, como mirada, a
partir de su ausencia, de manera “velada” o “envuelta”:

“Esto es lo que nos lleva a reconocer en esa frase del sueño arrancada al
padre […] el correlato de la representación. […] en este caso vemos el
sueño verdaderamente como reverso de la representación [en este
contexto, equivalente para Lacan del significante]. […] Lo real hay que
buscarlo más allá del sueño –en lo que el sueño ha recubierto, envuelto,
escondido.” (Lacan, 1964, 68)

Hecha esta primera exposición de la función de velo, de acuerdo con la cual


Lacan presenta un novedoso uso del sueño, en un apartado posterior nos dedicaremos a
exponer la estructura que le concierne, luego de retomar en el siguiente otros dos sueños
ejemplares, el del hombre de los lobos y los sueños de Marcelo Mazzuca en sus
testimonios del pase.

253
13.3 Sueño hipernítido y sueño-índice

En un artículo complementario a La interpretación de los sueños, publicado en


1925 con el título “Los límites de la interpretabilidad”, Freud retoma diferentes
consideraciones que anticipamos en el apartado anterior: por un lado, destaca que los
sueños se encuentran al servicio de la conservación del dormir y, por otro lado, respecto
de la interpretación delimita una serie de puntos:

1. En primer lugar, afirma el vínculo entre interpretación de los sueños y trabajo


analítico, en la medida en que “de nada valdría que alguien se pusiese a
interpretar sueños fuera del análisis” (Freud, 1925, 130). Sin embargo, ¿acaso
no es esto lo que Freud hiciera con el sueño inicial del capítulo VII de La
interpretación de los sueños? En este punto puede leerse retrospectivamente por
qué Freud cancela la posibilidad de un sentido que pueda advertirse por fuera
del desciframiento: porque podría habilitar un psicoanálisis silvestre que
ofreciera el sentido de los sueños más allá de las asociaciones de un paciente.
No obstante, proponer que puede haber otro uso del sueño que no recurra al
desciframiento, ¿sería necesariamente un procedimiento anti-analítico? En este
apartado expondremos lo contrario, porque a esta aproximación no le cabe el
reproche que Freud formula: “evitar las condiciones de la situación analítica”
(Freud, 1925, 130); especialmente cuando, en efecto, Freud también sostiene
que “este señalamiento no vale para quien renuncie a la colaboración del
soñante y procure alcanzar la interpretación de los sueños mediante una
aprehensión intuitiva” (Freud, 1925, 130). Ahora bien, podríamos preguntar,
¿por qué esa “aprehensión intuitiva” dejaría de lado la “colaboración del
paciente”? Respecto de este aspecto, la respuesta de Freud pareciera circular: se
refiere a la interpretación “sin miramiento por las asociaciones del soñante”
(Freud, 1925, 130); pero, ¿no hay un solapamiento de Freud al confundir las
“asociaciones del paciente” como la única “condición de la situación analítica”?
Acaso, ¿no fue él mismo quien reconoció los límites de la interpretación para la
transferencia en sus escritos técnicos? Por lo tanto, así como respecto del cierre
del inconsciente se vio llevado a pensar en un uso diferente de la posición del
analista, ¿por qué no aplicar el mismo criterio para el sueño y promover un uso
254
distinto? La respuesta freudiana termina de mostrar un interés cuando sostiene
que el problema de esas “aprehensiones intuitivas” son una “muestra de
virtuosismo acientífico” (Freud, 1925, 130); dicho de otro modo, Freud no
invalida esta orientación, sino que subraya el problema de su legitimación,
punto de tope –como demostramos en el apartado anterior– al que había llegado
La interpretación de los sueños.

2. En segundo lugar, Freud sostiene que “si se practica la interpretación de los


sueños siguiendo el único procedimiento técnico que puede justificarse” (Freud,
1925, 130) –cuestión que ratifica la indicación propuesta en el punto anterior–
puede ocurrir que, debido a las resistencias, sólo se alcance a traducir una parte
de las producciones oníricas del paciente. En este aspecto, lo que a Freud le
interesa es afirmar que, no por eso, igualmente todo sueño es un fenómeno de
sentido. Ahora bien, si en este contexto Freud vuelve a destacar la necesidad de
un procedimiento justificado es porque la práctica también permite al analista
comprender sueños para cuya interpretación el paciente ofreció pocas
contribuciones –es, por ejemplo, el caso de los sueños típicos–; sin embargo, en
estas circunstancias, Freud subraya el carácter “discutible” (Freud, 1925, 131)
que tendría la interpretación (basada en el saber sedimentado del analista), dado
que –podríamos decir– no respetaría la singularidad de ese análisis. Por lo tanto,
su interés es detener la posibilidad de que el analista imponga su conjetura al
analizante; y así vuelve a enfatizar que el sueño es “interpretable”:

“…el sueño es, universalmente, un producto psíquico interpretable,


aunque la situación no siempre permita interpretarlo. […] Cuando
se ha hallado la interpretación de un sueño, no siempre es fácil
decidir si es completa, vale decir, si por medio de ese mismo sueño
no habrán procurado expresión otros pensamientos […] Debe
considerarse demostrado aquel sentido que puede invocar en su
favor las ocurrencias del soñante y la apreciación de la situación,
mas no por ello es lícito rechazar siempre el otro sentido. Sigue
siendo posible, aunque indemostrado.” (Freud, 1925, 131)

255
De esta manera, puede advertirse de qué modo el interés de Freud se fundamenta
en una cuestión de validación. No obstante, es curioso cómo hasta en este contexto la
riqueza del texto freudiano radica en su condición sintomática: él mismo admite que el
sueño puede tener otro tipo de tratamiento, sólo que intenta limitarlo –de ahí su tono
normativo (“Debe”)–; aunque también da cierto lugar (“mas no por ello…”), reservado
en que si no puede legitimarse en las asociaciones del paciente, no puede considerarse
demostrado. Ahora bien, volvamos a plantear nuestra pregunta, ¿no hay otros modos de
colaboración del paciente que autorizan un uso del sueño que no es el de formación del
inconsciente (que requiere del desciframiento), sin por eso recaer en una “conjetura” del
analista? Luego de estas dos consideraciones podemos detenernos en el caso del sueño
del Hombre de los lobos, donde puede verse cómo Freud realiza una “interpretación
inmediata” que no por eso se fundamenta en un saber del analista, sino que responde al
caso.
El Hombre de los lobos consulta a Freud después de haber sufrido un “quebranto
patológico” a los dieciocho años, por haber contraído una gonorrea. Esta herida
narcisista determinaría el inicio de su neurosis adulta. No obstante, lo que Freud
construye respecto del historial da cuenta de su neurosis infantil (de la cual la
enfermedad actual es una continuación). En este punto, el objetivo principal del material
clínico es terciar en un debate con Jung respecto de la incidencia de la sexualidad
infantil en la causa de los síntomas. Para ello, Freud buscará enfatizar el carácter de
“realidad” de lo vivido en la temprana infancia. El hilo conductor de la elaboración es la
consideración de un sueño, que el paciente tuvo por primera vez en la infancia, y que
luego se reprodujo en otras ocasiones incluido el análisis: se trata del sueño de los
lobos, cuya primera ocurrencia fue un poco antes de cumplir cuatro años.
Ahora bien, ¿qué tratamiento le da Freud al sueño? En principio, de acuerdo con
un comentario de S. Mattera (2003), es notorio que en Freud “se observa cierta
oscilación […] entre estar a la espera de un saber nuevo como de verificar hipótesis
previas” (Mattera, 2003, 59). Dicho de otro modo, podríamos proponer que el reproche
anteriormente mencionado –respecto del saber decantado por el analista– podría
aplicarse a Freud mismo; no obstante, en todo caso cabría ubicar que aquí es donde se
encuentra la tensión entre Freud como “teórico” y como “clínico”, en la medida en que
no sigue estrictamente las elaboraciones propias de la doctrina de los sueños:

256
“Esto último no se corresponde con La interpretación de los sueños
donde leemos que no hay la clave fija para la interpretación, sino las
asociaciones que a ese respecto el paciente pueda producir. Donde
especifica que no hay ningún saber posible si no es por el método de la
asociación libre.” (Mattera, 2003, 59)

De este modo, Freud se dirige al sueño con una “clave”: la castración y su


anudamiento al Complejo de Edipo. Pero no se trata solamente de esta hipótesis teórica,
dado que Freud no duda en otorgar a este sueño un lugar fundamental: ser el velo que da
a ver la causa de la neurosis. De acuerdo una vez más con el artículo de Mattera, puede
decirse que Freud “se vale en esta oportunidad de dos procedimientos” (Mattera, 2003,
59). En el primero, aplica el método clásico, procede parte por parte, fragmenta cada
unidad significante, pidiendo asociaciones al paciente: lobo / blanco / árbol / número 7 u
8 / curiosidad sexual (ovejas) / el lobo y el árbol que le recuerdan el cuento del viejo
sastre que le arranca la cola al lobo / significante “sastre” que es “cortador” en alemán.
De todo este trabajo, Freud extrae una conclusión: el nexo entre el lobo y el padre, es
decir, la angustia ante el lobo es en realidad angustia ante la amenaza de castración
respecto del padre. En última instancia, la angustia de castración toma la forma de
angustia de devoración y da lugar a la fobia.
Sin embargo, en este punto Freud detiene su trabajo. Hace un salto (que se refleja
en el renglón en blanco que hay en el texto), espacio que da lugar al segundo
procedimiento, por el cual dice:

“Ahora dejemos de lado todo cuanto se adelantaba en este ensayo sobre


la valoración del sueño y pasemos a su interpretación más inmediata.”
(Freud, 1918, 32, cursiva añadida)

Decíamos anteriormente que aquí se veía la tensión entre la teoría y la clínica,


dado que a partir de la situación del caso –aunque sin fundamentarse en el
cumplimiento de la asociación libre– Freud introduce un nuevo sentido. Ya no se tratará
de la objeción que podría hacerse en función del principio mencionado en La
interpretación de los sueños –según el cual cuando se tiene una interpretación completa
siempre cabe pensar que podría haber otra–, porque el proceder de Freud no se apoya en
la estructura significante, en la metonimia que resignifica todo S1 a partir de un S2. Por

257
el contrario, se trata de un momento en que “la cadena se interrumpe, operándose un
cercenamiento en la libertad originaria de asociación” (Mattera, 2003, 60). Por esta vía,
Freud se dirige a la “raíz pulsional del sueño” (Mattera, 2003, 61):

“Produce un vacío y pasa a otro método que atiende a lo inmediato. Esto


posibilita ubicar lo simbólico, el mecanismo significante abrochado a otra
cosa. Dando cuenta de la articulación simbólico-real.” (Mattera, 2003,
62)

Según este uso del sueño, Freud se detiene en los aspectos que causan mayor
impresión: los lobos lo miraban atentamente, inmovilidad y un recuerdo que reclama ser
tomado como real. Así se obtiene la serie siguiente: episodio real / época temprana /
sexualidad / castración / algo terrorífico. Y luego, el paciente agrega una pieza
significativa: “Los ojos se abren de pronto […] y entonces veo” (Freud, 1918, 34).
A partir de estas consideraciones pueden destacarse, entonces, dos cuestiones: por
un lado, la “aprehensión intuitiva” o “interpretación inmediata” dista de ser una mera
ocurrencia del analista, sino que se fundamenta en un uso que el analista hace del sueño
en función de la singularidad del caso. Es la situación de un sueño que “indica” y ofrece
un vector hacia una participación pulsional del sujeto.
No obstante, no debe creerse que esta consideración buscaría validez solamente
para sueños que sean de angustia, pesadillas, etc. (a pesar de que no entraremos en este
contexto en esta distinción). Para exponer el alcance de estas elaboraciones en otras
circunstancias, tomaremos también el caso de los sueños de un análisis que se orientó
hacia la experiencia del pase. En particular nos interesa el trabajo de Marcelo Mazzuca,
en la medida en que su experiencia con el dispositivo analítico lo llevó a la diferencia
entre “sueños-significante” y “sueños-índice”:

“…tomar el sueño en su función de signo o índice de una relación


establecida entre deseo y satisfacción en un momento determinado de la
experiencia.” (Mazzuca, 2011, 76)

Es especialmente importante el modo en que Mazzuca ubica para estos sueños-


índice un carácter conclusivo, que resiste a la interpretación, aunque no por eso dejan de
tener un sentido. Asimismo, de acuerdo con la mención que hiciéramos anteriormente,

258
nos interesará esclarecer el punto en que el sueño es un velo que apunta a la satisfacción
pulsional. A continuación formalizaremos la estructura del velo, con el propósito de
explicitar su función como forma de la mirada, que permitirá otorgar una
fundamentación a este uso de los sueños que puede reconocerse en la práctica del
psicoanálisis.
Los testimonios de Marcelo Mazzuca, recogidos en Ecos del pase, cuentan que la
elección del analista y la arteria principal del lazo transferencial se centró en derredor de
la imago del hermano mayor varón:

“Una suerte de compañero de ruta que camina unos cuantos pasos


adelante […]. La fantasía que dominó la escena transferencial en ese
primer tramo del análisis: mi padre y la madre de mi analista eran marido
y mujer […] y se percibe fácilmente que esta fantasía o clisé reservaba el
lugar de hermano mayor para el analista.” (Mazzuca, 2011, 78)

En síntesis, el lugar del analista está signado por esa frase: El que camina unos
pasos delante… y el que camina unos pasos detrás, término que en algunos pasajes de
la historia es también atribuido al padre, y a otros varones: profesores, amigos, etc.
Refiriéndose al sueño inaugural del análisis, pero al mismo tiempo también a las
características del lazo transferencial, Mazzuca dice:

“En cierto sentido, podría considerar que el conjunto de la operación del


análisis consistió en des-pegar a esos niños siameses hasta hacer presente
la dimensión del instrumento que los pegaba y el objeto que los
pegoteaba hasta fusionarlos.” (Mazzuca, 2011, 79)

Por otro lado, como encaminamiento a detenernos en los sueños, reconstruyamos


qué dice este testimonio acerca del destino de la relación transferencial al final del
análisis:

“Fue desmontada porque el agotamiento del trabajo de desciframiento


significante condujo hacia el cuestionamiento y la caída de aquella
ficción operatoria que Lacan denominó ‘sujeto supuesto al saber
inconsciente’. Y fue desmantelada, porque el objeto que el analista

259
encarnaba con su presencia se separó o se desvistió de aquella imagen o
imago que lo cubría.” (Mazzuca, 2011, 85)

En un momento la palabra del analista pierde valor:

“La sensación era que hasta cierto momento iba un paso adelante, pero
que ahora se había quedado atrás. Mejor dicho, estaba perdido, ya no
podía seguirme.” (Mazzuca, 2011, 85)

Luego de esta coordenada se precipita la conclusión y la convicción de atravesar


la experiencia del pase. Se podría pensar que la relación transferencial se ha liquidado,
pero al leer el testimonio se hace claro que, un resto –el andamiaje simbólico de la
relación transferencial– permanece como un elemento presente en el funcionamiento del
dispositivo del pase. Se deja entrever que hay un resto de la transferencia que queda
vigente, pero que es sostén y marco de una tarea. Por ejemplo “el que camina unos
pasos delante…” aparece en los sueños posteriores a la entrevista con el secretariado del
pase. Tras esta entrevista, aparece el sueño siguiente, “A partir de ahora usted tiene que
inventar”:

“Una persona (una de aquellas que había ocupado el lugar de hermano


mayor) proyectaba unas imágenes desde el balcón de un departamento
hacia la superficie del edificio de enfrente con un raro aparato que
utilizaba con fines de enseñanza.” (Mazzuca, 2011, 94)

Durante las entrevistas con los pasadores, el pasante destaca que la interlocución
tiene lugar con “quien se elige por ser alguien que camina justo un paso atrás del
pasante”. También a posteriori de la nominación, cuando recibe la noticia:

“El resultado de esa última interlocución que desmantelaba ahora el


dispositivo del pase, volvió a expresarse en un sueño que ponía en escena
el modo en que la palabra pasaba o se transfería de generación en
generación [es decir, entre los que caminan unos pasos adelante y los que
caminan unos pasos detrás].” (Mazzuca, 2011, 99)

260
De este modo, el testimonio de Mazzuca desarrolla que el dispositivo del pase
toma algo que excede al análisis. Se deja entrever el modo en que los restos
transferenciales entran al dispositivo del pase, quizás para tener la función de sostén de
la experiencia. Por esta vía, el resto transferencial –al ser tomado en este
procedimiento– es reubicado en cuanto a su función y, por ende, se hace algo diferente
con él, más que –por ejemplo– el de ser soporte del padecimiento.
Ahora bien, respecto del uso de los sueños en el curso de estos testimonios, es
notorio que aquellos son tomados con un vector que no relanza la asociación libre. Por
ejemplo: “Sexto sueño: Dejo a mí hijo recién nacido un tiempo en un hospital-
estacionamiento. Nos vamos con mi mujer a disfrutar un tiempo solos. Sentido: el hijo
es no todo mío y la mujer es no toda madre”. Puede notarse así como en el sueño-índice
el sentido obedece a casi una traducción inmediata que, retomando la afirmación de
Lacan respecto del sueño de la inyección de Irma, toma al sueño en su conjunto con un
sentido que decanta e indica. En este punto, este aspecto es importante porque
demuestra también que el vector del sueño hacia la satisfacción no es directo, sino que
tiene una referencia; de ahí la palabra “índice”, cuyo campo semántico contempla
términos asociados como huella, señal, vestigio (asociado a investigar, en el sentido de
“seguir la pista”). Dicho de otro modo, lo real no se manifiesta sino de forma velada;
cuando hablamos de un uso de los sueños que los pone en tensión hacia la relación del
sujeto con la satisfacción, no hablamos de un sueño que se volvería transparente a un
nuevo método. El sueño continúa siendo una forma opaca, pero no un jeroglífico.
Asimismo, luego de este apartado, en que hemos puesto en correlación el sueño del
hombre de los lobos con los de Marcelo Mazzuca, puede verse que este uso de los
sueños se encuentra afectado por los tiempos del análisis, en la medida en que el
análisis modifica la relación del analizante con la producción onírica; pero sin que
pueda afirmarse que este uso mostrativo valga para un momento específico. En la
diacronía se lee la pertinencia del concepto, mas no por eso se conduce este último a
una regla técnica. El uso de los sueños en cada caso corresponderá a la experiencia de
análisis, sin que puedan formularse prescripciones normativas. A continuación,
entonces, nos queda operacionalizar la función del velo –que fundamentaría este uso de
los sueños del que venimos hablando– para vincularla con el objeto mirada, de modo
que podamos exponer cómo el sueño, además de una formación del inconsciente, puede
ser también una formación del objeto a.

261
13.4 La función del velo: el sueño como formación de la mirada

La clase del 9 de febrero de 1964 es la última de la serie de cuatro clases del


seminario 11 en que Lacan se dedica al sueño “Padre, ¿no ves que estoy ardiendo?”. En
un apartado anterior ya apuntamos los resultados de las tres clases anteriores y
delimitamos la introducción que realiza de la función del velo. No obstante, esta no
sería la primera vez que Lacan hablara del velo e intentara determinar su estructura.
En la clase del 30 de enero de 1957 del seminario La relación de objeto, Lacan
dedicó algunos desarrollos a lo que llamó, por primera vez, “función del velo”.
Podríamos introducir la cuestión a través del esquema que figura en la edición
establecida:

Sujeto Objeto Nada

Velo

En el contexto de una exposición dedicada al fetichismo y, luego, al amor, Lacan


plantea el siguiente interrogante:

“¿Que puede materializar para nosotros, de la forma más neta, esta


relación de interposición por la cual aquello a lo que se apunta está más
allá de lo que se presenta, sino una de las imágenes verdaderamente más
fundamentales de la relación humana con el mundo: el velo?” (Lacan,
1956-57, 134)

En esta formulación, mentando un más-allá-de-lo-efectivamente-presente, Lacan


busca dar cuenta de la situación fundamental del amor, orientada en la propiedad
simbólica de un objeto que encuentra dicha valuación por ser una nada. Sigue así:

“Sobre el velo se dibuja la imagen. Ésta y ninguna otra es la función de


una cortina, cualquiera que sea. La cortina cobra su valor, su ser, su

262
consistencia, precisamente porque sobre ella se proyecta y se imagina la
ausencia.” (Lacan, 1956-57, 134)

En este “marco”, la nadificación del objeto en la imagen es, al mismo tiempo, una
ausencia e indicador de la función simbólica que la constituye. Respecto de la operación
que atrapa esta constitución del objeto, Lacan no duda en llamarla “metonímica”, lo
cual puede entenderse a partir de considerar que esa ausencia inscrita en la estructura es
un operador vacío.
A partir de lo anterior, entonces, puede advertirse cómo la función del velo es una
estructura fundamentada en el par formal presencia-ausencia: el velo es una función de
la imagen que encarna la ausencia, pero para darle valor a la presencia de eso que no
puede manifestarse de manera objetiva. Este objeto no objetivo es el que con el tiempo
Lacan llamó objeto a y, en particular, es el campo de la mirada el que se sirve de esta
función de veladura.
Luego de este rodeo por el seminario 4, continuemos entonces con el alcance de
la función del velo en el marco de la elaboración del objeto a, que permitirá
fundamentar el estatuto del sueño como formación de la mirada:

“La vez pasada abordé lo que entraña la repetición con el sueño del
capítulo siete de La interpretación de los sueños […]. La realidad que
determina el despertar, ¿es en verdad el ruido ligero contra el cual se
mantiene el imperio del sueño y del deseo? ¿No será más bien otra cosa?
[…] el acontecimiento sin sentido […] y lo conmovedor aunque velado
del ‘Padre, ¿acaso no ves que ardo?” (Lacan, 1964, 76-77)

De este modo, en el velo se hace presente, a través de su ausencia, lo real en “la


imagen del hijo que se acerca, con una mirada llena de reproche […]: solicitación de la
mirada” (Lacan, 1964, 78). Por esta vía, entonces, el sueño es una forma de gozar de la
mirada, y es esta función mostrativa que el velo permite operacionalizar, la que otorga
importancia al método de tomar el sueño en su conjunto para realizar una lectura a partir
de la relación con la satisfacción. Si en la vigilia la mirada se encuentra elidida (excepto
en ciertos fenómenos de extrañanmiento), en el sueño pasa a primer lugar:

263
“…en el estado llamado de vigilia está elidida la mirada […]. En el
campo del sueño, en cambio, a las imágenes las caracteriza el hecho de
que eso muestra. […] Remítanse a un texto de sueño cualquier […]
vuelvan a colocarlo en sus coordenadas y verán que el eso muestra está
antes. […] el carácter de emergencia, de mancha, de sus imágenes, la
intensificación de sus colores –nuestra posición en el sueño, a fin de
cuentas, es fundamentalmente la del que no ve.” (Lacan, 1964, 83)

Eso muestra. Está antes. He aquí el modo en que Lacan concede un valor
intensivo a las imágenes del sueño, para interrogar no sólo el sueño como texto sino a
partir de su relación con el soñante. La satisfacción escópica en el sueño no radica en
ningún contenido específico, sino en el modo mismo de aparición del sueño que,
eventualmente, recorta determinados elementos como prevalentes, cuyo sentido resiste
al desciframiento inconsciente; elementos que velan el vector hacia la pulsión, en tanto
vestigios de lo real.

13.5 Conclusiones y perspectivas

En el presente capítulo hemos realizado un ejercicio metodológico a partir de la


función del sueño, con el propósito de delimitar un uso mostrativo del mismo que le
otorgaría el estatuto de formación de la mirada. Esta vía metódica se apoyó en una
aproximación fenomenológica a diversas producciones oníricas (el sueño de la
inyección de Irma, el sueño “Padre, ¿no ves que estoy ardiendo?”, el sueño del hombre
de los lobos, los sueños de los testimonios de Marcelo Mazzuca) para no recaer en el
extravío de ofrecer una definición abstracta que luego se aplicaría a diferentes casos que
funcionarían como ejemplos. Por el contrario, en diferentes fenómenos hemos
procedido a reconocer una función, la del velo, que se establece en la enseñanza de
Lacan y puede ser delimitada a partir de la estructura formal “presencia-ausencia”.
Por esta vía, hemos avanzado en la dirección de interrogar el modo en que los
sueños se presentan en la experiencia analítica; al tomar la clínica como hilo conductor,
no sólo cuestionamos la idea de que siempre se deban interpretar los sueños (conclusión
convergente con el planteo freudiano, expuesto en el primer apartado), sino que más allá
del precepto teórico que hace de todo sueño un fenómeno “interpretable”, introdujimos

264
la posibilidad de que el sueño pueda ser utilizado –de acuerdo con la situación
analítica– según una intención mostrativa, que pone en juego la relación del sujeto con
la satisfacción.
En este punto, nuestra conclusión dista de ser original, en la medida en que a un
resultado coincidente también han avanzado los autores de una compilación titulada El
escenario del sueño (1995), surgida de un premio otorgado por la Facultad de
Psicología de la UBA, cuando sostienen que en el sueño pueden mostrarse con
particular intensidad “sucesos que no han logrado transformación simbólica” (VV.AA.,
1995, 23):

“Su ‘puesta en escena’ responde tanto a la dificultad de integrarlos como


a la necesidad de poder develarlos. […] La ubicación de contenidos en el
escenario puede responder a la necesidad de deshacerse disociativamente
de ellos. Pero la conclusión opuesta también es posible: allí están en
busca de ser develados.” (VV.AA., 1995, 23)

Puede advertirse cómo, aunque de manera no tematizada, estos autores también


recurren terminológicamente a la función del velo. En todo caso, este artículo realizó la
fundamentación de esta función que permitió darle el estatuto de estructura, quitándole
la acepción ordinaria.
Asimismo, debería reconocerse que la perspectiva freudiana, interesada
principalmente en las leyes del inconsciente, se centró en los mecanismos de producción
del sueño (y en su contenido), más que en el vínculo del soñante con su sueño. A esta
conclusión también había llegado J.-B. Pontalis en “La penetración del sueño” (1972),
al destacar que Freud desatiende el sueño como experiencia. Por lo demás, en otro
artículo titulado “Entre el sueño-objeto y el texto-sueño”, este mismo autor introduce
lineamientos que permiten pensar una relectura del sueño a partir de su valor libidinal.
De este modo, la orientación general de este capítulo no es original, en cuanto al tema
que busca cercar, sino respecto de la fundamentación que ensaya: basado en la
experiencia clínica, ensaya una elaboración lacaniana –al tomar el objeto mirada– de ese
uso del sueño que puede reconocerse como legítimo en la práctica.

265
Capítulo 14
La pantalla de la memoria
El recuerdo encubridor como formación de la mirada

El recordar es un acto fundamental en la práctica del psicoanálisis, al punto de que


pueda afirmarse que condiciona su posibilidad misma. Ya sea desde los primeros
escritos freudianos, donde la reaparición de la escena traumática demostraba la eficacia
terapéutica del método; hasta los desarrollos últimos de su obra, en los que la anamnesis
encuentra un límite estructural, el recuerdo es una pieza capital de las más diversas
construcciones teóricas del psicoanálisis: la noción de represión, el origen del
inconsciente, etc., suponen una concepción de lo mnémico.
Asimismo, desde la perspectiva lacaniana, también el recuerdo encuentra un lugar
destacado, ya sea en textos tempranos –como “Función y campo de la palabra y del
lenguaje en psicoanálisis”– o en los primeros seminarios, donde la historización es un
momento privilegiado del análisis, o bien en el seminario 11, donde Lacan dedica un
conjunto de clases a comentar el artículo freudiano “Recordar, repetir, reelaborar” (Cf.
Lacan, 1964, 52-60).
Sin embargo, a pesar del interés conjunto de Freud y Lacan por la función del
recuerdo, lo cierto es que no hay en sus trabajos un interés por delimitar una facultad
psíquica, de modo independiente a su utilización clínica. Dicho de otro modo, no hay en
Freud y Lacan un interés por establecer el modo de presentación intrínseco del recuerdo
–su carácter de pasado en el presente– ni su relación con otras presentificaciones –por
ejemplo, la distinción entre recuerdo y fantasía, o bien entre recuerdo y expectativa,
etc.–. En resumidas cuentas, ni a Freud ni a Lacan le interesaron la fenomenología del
recuerdo… excepto cuando se ocuparon del recuerdo encubridor. En este caso particular
sí pueden encontrarse elaboraciones en torno a los rasgos propios de este fenómeno y su
particular incidencia en la cura analítica.

266
En el presente capítulo nos dedicaremos, en un primer apartado, a exponer un
basamento de la teoría freudiana del recuerdo en La interpretación de los sueños; en el
segundo apartado, nos detendremos en el alcance clínico de la concepción del recuerdo
en psicoanálisis para, en el tercer apartado, ocuparnos específicamente del recuerdo
encubridor y su carácter fenoménico. El cuarto apartado, entonces, estará dedicado a
presentar una estructura formal que permita extraer del fenómeno en cuestión un modo
de relación con el objeto mirada. En última instancia, el objetivo final de este capítulo
es demostrar que si bien el recuerdo encubridor no se fundamenta en una teoría
abstracta del recuerdo, sino en ciertas coordenadas clínicas, su estatuto es igualmente
riguroso y puede ser tratado en función de su modo de aparición en la experiencia
analítica.

14.1 Teoría del recuerdo

Uno de los contextos más elaborados en que Freud expone una concepción del
recuerdo es el último capítulo de La interpretación de los sueños. En dicho capítulo, la
teoría del recuerdo está al servicio de realizar una construcción de las bases del aparato
psíquico. En el apartado dedicado a la regresión remite a la Psicofísica de G. Th.
Fechner, y a su hipótesis de que los sueños se desarrollan en una escena distinta a la de
la vigilia, para afirmar lo siguiente:

“Nos representamos, pues, el aparato anímico como un instrumento


compuesto a cuyos elementos damos el nombre de instancias, o, para
mayor plasticidad de sistemas. […] Nos basta con que exista un orden
fijo de sucesión [entre los sistemas] establecido por la circunstancia de
que en determinados procesos psíquicos la excitación recorre los sistemas
conforme a una sucesión temporal determinada.” (Freud, 1900, 673)

De acuerdo con esta perspectiva, para Freud el aparato tiene un polo sensible y un
polo motor. En el primero se encuentra un sistema que recibe las percepciones, y en el
segundo, otro que abre a la motilidad. Ahora bien, las percepciones dejan en el aparato
psíquico una huella a la que Freud llama “huella mnémica” (Erinnerungsspur): “La
función que a esta huella mnémica se refiere es la que denominamos memoria” (Freud,

267
1900, 673). En función del propósito de adscribir a diversos sistemas los procesos
psíquicos, la huella mnémica consiste en modificaciones permanentes de los elementos
del sistema. No obstante, se plantea una dificultad:

“…el que un mismo sistema haya de retener fielmente modificaciones de


sus elementos y conservar, sin embargo, una capacidad constante de
acoger nuevos motivos de modificación […]. […] distribuiremos, pues,
estas dos funciones en sistemas distintos, suponiendo que los estímulos
de percepción son acogidos por un sistema anterior del aparato que no
conserva nada de ellos; esto es, que carece de toda memoria, y que detrás
de este sistema hay otro que transforma la momentánea excitación del
primero en huellas duraderas.” (Freud, 1900, 673)

Salvada esta dificultad, Freud sostiene que en la memoria las percepciones suelen
enlazarse, mientras que el sistema de percepción no puede conservar estas huellas (dado
que carece de memoria). Este aspecto apunta a poner de relieve que en la figuración del
sueño suelen desaparecer ciertos nexos entre las huellas mnémicas. Asimismo, a esta
consideración Freud añade otra, esta vez con el término de “observación” (en cursiva en
el texto):

“El sistema P, que no posee capacidad para conservar las modificaciones;


esto es, que carece de memoria, aporta a nuestra conciencia toda la
variedad de las cualidades sensibles. Por el contrario, nuestros recuerdos,
sin excluir los más profundos y precisos, son inconscientes en sí.” (Freud,
1900, 674, cursiva añadida)

De este modo, puede “observarse” cómo Freud busca esclarecer la función del
recuerdo más allá de su presencia para la conciencia. La noción de huella mnémica,
inconsciente por definición, no aporta a una teoría del recuerdo entendida a partir de la
presencia a sí del sujeto. Por el contrario, sólo subsidiariamente un recuerdo puede
devenir consciente: “…cuando los recuerdos se hacen de nuevo conscientes no
muestran cualidad sensorial alguna o sólo muy pequeña, en comparación con las
percepciones (Freud, 1900, 674). Por esta vía, entonces, la huella mnémica implica
pérdida de las cualidades perceptivas y, si fuera el caso de que el recuerdo advenga a la
conciencia, será de modo mermado. Este aspecto, como dijéramos anteriormente, es el

268
que a Freud le importa determinar en función de promover, a través de la regresión, la
recuperación sensible que implica la figurabilidad del sueño. Según anticipamos, la
concepción del aparato psíquico y las elaboraciones sobre el recuerdo son dependientes
de los rasgos que importa probar para la teoría del sueño. Sin embargo, también en este
contexto se formulan apreciaciones sobre el acto de recordar:

“También el recordar voluntario, la reflexión y otros procesos parciales


de nuestro pensamiento normal corresponden a un retroceso, dentro del
aparato psíquico, desde cualquier acto complejo de representación al
material bruto de las huellas mnémicas en las que se halla basado.”
(Freud, 1900, 676)

Sin embargo, el acto del recuerdo nunca consigue la ganancia sensorial de la


percepción –como sí lo hace, por ejemplo, la alucinación (según Freud)–. De esta
manera se explica la particularidad del sueño:

“Considerando el proceso onírico como una regresión dentro del aparato


psíquico por nosotros supuesto, hallamos la explicación de un hecho
antes empíricamente demostrado; esto es, el de que las relaciones
intelectuales de las ideas, latentes entre sí, desaparecen en la elaboración
del sueño […]. La regresión descompone en su material bruto el ajuste de
las ideas latentes.” (Freud, 1900, 676, cursivas añadidas)

Lo importante en este punto es notar que la explicación precedente –que, como


fuera dicho, parte de un dato empírico que debe explicar estructuralmente, para lo cual
recurre a una teoría del aparato psíquico– encuentra un fundamento anterior en un
motivo clínico: en la labor analítica con el sueño, que recorta sus elementos en función
de los vínculos asociativos que requieren, la autoridad del recuerdo viene dada por el
postulado de que en el sueño “hallamos un centro que posee una especial intensidad
sensorial” (Freud, 1900, 687) y este centro constituye regularmente la “representación
directa” de la realización de deseos. De este modo, la teoría del recuerdo que se
desprende de la concepción del aparato psíquico es, a su vez, dependiente del interés de
dar cuenta de este aspecto clínico en que la sensorialidad es significativa para el análisis
del sueño. Ahora bien, ¿cómo trata Freud el recordar asociativo de acuerdo con estas

269
coordenadas? Para dar cuenta de esta circunstancia es que recurre a una pieza crucial
del cumplimiento de la asociación libre:

“En la labor analítica procedemos suspendiendo las representaciones


finales que en toda otra ocasión dominan el proceso reflexivo, dirigiendo
nuestra atención sobre un único elemento del sueño y anotando después
aquellas ideas involuntarias que con respecto al mismo surgen
espontáneamente en nosotros.” (Freud, 1900, 667)

Sin embargo, Freud mismo indica que una suspensión absoluta de


representaciones finales es imposible; pero justamente eso es lo que mayor validez da al
método analítico, ya que justamente permanecen las representaciones vinculadas con el
tratamiento. De este modo, la presencia tácita de estas representaciones condiciona el
recuerdo asociativo:

“Cuando solicito de un paciente que suprima toda reflexión y me


comunique aquello que surja en su cerebro, presupongo que no puede
prescindir de las representaciones finales relativas al tratamiento y me
creo autorizado a concluir que todo lo que puede comunicarme, por
inocente o arbitrario que parezca, se halla en conexión con su estado
patológico. Otra representación final de la que el paciente no sospecha
nada es la relativa a mi persona…” (Freud, 1900, 669)

Por esta vía, entonces, el recuerdo en análisis no es arbitrario sino que encuentra
una condición psíquica; lo mismo podría decirse del sueño, y esto es lo que asegura el
pasaje del contenido manifiesto a las ideas latentes. En última instancia, el resorte
intrínseco al despliegue asociativo es el padecimiento, como en el sueño la realización
de deseo. Este es el aspecto que justifica la especial atención que requieren los
contenido hipervalentes, marcados por cierta intensidad. De acuerdo con este proceder
es que Freud incluso anticipa las leyes del significante de Lacan:

“El hecho de que las representaciones (o imágenes) emergentes aparezcan


ligadas entre sí por los lazos de las llamadas asociaciones superficiales –
asonancia, equívoco verbal o coincidencia temporal sin relación interior
de sentido–, esto es, por todas aquellas asociaciones que nos permitimos

270
emplear en el chiste y en el juego de palabras, ha sido considerado como
una señal evidente de la asociación exenta de representaciones finales. De
esta clase son las asociaciones que nos llevan desde los elementos del
contenido manifiesto a los elementos colaterales y de estos a las
verdaderas ideas latentes.” (Freud, 1900, 668)

De esta manera, antes que un esclarecimiento de las propiedades intrínsecas del


recuerdo, Freud fundamenta un método que atiende al modo en que aquél se presenta en
la experiencia, al cobrar una relevancia específica por las condiciones del tratamiento y
el sufrimiento que lo motiva. En resumidas cuentas, el recuerdo vale menos por sí
mismo que por aquello a lo que refiere.
En este primer apartado hemos realizado una especie de “reducción” (en el
sentido fenomenológico) de la concepción freudiana del recuerdo; es decir, a partir de
las elaboraciones teóricas presentes en La interpretación de los sueños, realizamos una
reconducción al fundamento de experiencia en que se formulan: la práctica de la
asociación libre. No hay teoría abstracta del recuerdo en Freud, que no dependa de las
condiciones del tratamiento analítico y su regla fundamental. De acuerdo con este
lineamiento capital es que, en el próximo apartado, continuaremos con la consideración
clínica del recuerdo.

14.2 Clínica del recuerdo

En la anteúltima referencia indicada en el apartado anterior, Freud indicaba que


otra representación final que el paciente no podría cancelar es la relativa a su persona (la
del analista); por lo cual, puede notarse cómo en ese contexto inicial ya se encuentra
esbozada la idea misma de transferencia. Dicho de otro modo, el recuerdo asociativo
también tiene cierta intencionalidad, se encuentra dirigido a ese otro que sostiene la
invitación a hablar.29 Por eso, como habría de formular años después, en el contexto de
los llamados “escritos técnicos”, la resistencia puede servirse de la transferencia para
interrumpir el cumplimiento de la asociación libre.

29
He aquí un aspecto que Lacan mismo subrayó en la última parte de uno de sus primeros escritos: “Más
allá del principio de realidad” (1936).

271
Detengámonos ahora, entonces, en el artículo (de los trabajos sobre técnica) que
nos concierne: “Recordar, repetir, reelaborar” (1914).
En un primer momento, Freud destaca que la fase inicial del análisis, vinculada a
la idea de catarsis, se enfocaba sobre el momento de la formación de síntoma y buscaba
hacer reproducir (Reproduzieren) los procesos psíquicos de aquella situación, con el
propósito de que vuelvan a la conciencia: “Recordar y abreaccionar eran en aquel
tiempo las metas que se procuraba enlazar con auxilio del estado hipnótico” (Freud,
1914, 149). Luego del abandono de la hipnosis, la vía de acceso al recuerdo fue otra, a
través de la asociación libre:

“…la tarea de colegir desde las ocurrencias libres del analizado aquello
que él denegaba recordar […]. Dominadas ellas [las resistencias] el
paciente narra con toda la facilidad las situaciones y los nexos
olvidados.” (Freud, 1914, 149)

De esta manera, al buscar hacer consciente aquello inconsciente, el psicoanálisis


se constituye en una verdadera disciplina de la memoria que apunta a “llenar las lagunas
del recuerdo”. Ahora bien, en este punto el inventor del psicoanálisis realiza tres
precisiones fundamentales:

1) Por un lado, en un apartado que en la primera edición del texto aparecía con letra
más pequeña, Freud aprecia que el olvido de ciertas escenas se reduce las más
de las veces a un “bloqueo”; y, por cierto, no pocas veces el paciente se refiere
a este hecho con la indicación de que se trataba de algo “sabido desde siempre”,
pero que no venía a cuento hasta ese momento, o bien de una circunstancia en
la que no había vuelto a pensar. De aquí se desprende nuevamente que el
recuerdo se delimita según el modo en que llega a la conciencia.

2) Por otro lado, hay ciertos recuerdos singulares, dado que sucede que el paciente
recuerde algo que nunca pudo ser olvidado “porque en ningún tiempo se lo
advirtió, nunca fue consciente” (Freud, 1914, 151). Dicho de otro modo, se trata
de recuerdos que anticipan aquello que, en la década de 1920, Freud ubicaría
“más allá del principio del placer”, esto es, aquello que el aparato psíquico no
logró “ligar”. Para estos casos, el convencimiento en el análisis se adquiere por
una vía diferente… a partir de la transferencia, tal como lo demuestra el
272
historial del Hombre de las ratas y la asunción de la escena en que debería haber
realizado un desaguisado en la infancia (Cf. Freud, 1909, 152-160).

3) Por último, Freud menciona otra restricción al olvido: el caso de los recuerdos
encubridores, cuya presencia es universal: “En muchos casos he recibido la
impresión de que la consabida amnesia infantil, tan sustantiva para nuestra
teoría, está contrabalanceada en su totalidad por los recuerdos encubridores”
(Freud, 1914, 150). De estos, dice Freud, que conservan lo esencial de la vida
infantil. Representan –“Repräsentieren” es la palabra utilizada, que remite a
una operación de “estar en lugar de” y no al sentido habitual de la palara
“representación”– los años infantiles… “como el contenido manifiesto del
sueño a los pensamientos oníricos” (Freud, 1914, 150). En función de esta
última observación puede advertirse por qué era necesario comenzar este
artículo, y el apartado anterior, con una elaboración en torno a La
interpretación de los sueños.

De este modo, para Freud el recuerdo encubridor tiene la estructura del sueño, es
decir, debe ser tratado de forma semejante. Sin embargo, a pesar de esta relativa
indistinción, que permitiría –por ejemplo– incorporar a la serie al síntoma (y decir que
el síntoma se analiza también como un sueño, en la medida en que requiere del
cumplimiento de la regla asociativa), cabría preguntarse: ¿qué distingue al sueño del
recuerdo encubridor? A partir de lo tematizado en el primer apartado, ha podido verse
que el recurso a la regresión facilitaba le explicación de los aspectos figurativos del
sueño, aquello que reclamaba una mayor pregnancia –representación directa de la
realización de deseo–. Sin embargo, ¿el recuerdo encubridor se presenta de la misma
manera? En primer lugar, es evidente que este último tiene un carácter consciente
inmediato, por lo cual no puede quedar apresado dentro de lo que Freud había llamado
el “recuerdo voluntario” (y su consecuente pérdida de intensidad); asimismo, el
recuerdo encubridor no tiene el carácter de la alucinación.
En segundo lugar, el sueño en su conjunto reclama un tinte alucinatorio, mientras
que en los recuerdos encubridores siempre se trata de un rasgo, un fragmento, una parte,
que se recorta como privilegiada. A partir de esta última indicación es que
propondremos que la estructura formal que permite esclarecer los recuerdos
encubridores es la de parte-todo, asociada a la forma del objeto a como mirada que

273
Lacan llamó “pantalla” en el seminario Los cuatros conceptos fundamentales del
psicoanálisis. A esta cuestión nos dedicaremos luego de explicitar en el apartado
siguiente el contenido específico de los dos artículos que Freud dedicó al tema de los
recuerdos encubridores.

14.3 Recuerdos que encubren

En 1899 Freud publica un artículo titulado “Los recuerdos encubridores”. En


alemán el título es Über deckrinnerungen, donde la partícula “deck” es especialmente
importante aquí ya que remite a lo que cubre, esto es, se trataría –en un sentido amplio,
y que en este apartado corresponde precisar– de recuerdos que encubren otra cosa.
Freud comienza el trabajo con la indicación de que los recuerdos de los primeros
años, por lo general fragmentarios, tienen una gran eficacia patógena, tal como lo
demuestra el análisis de las neurosis. No obstante, Freud no busca que su reflexión
permanezca en el ámbito psicopatológico, ya que destaca que la diferencia en el
recordar también permite trazar una distinción entre el niño y los adultos, dado que para
estos la disposición de la memoria comienza partir de los seis (o siete) años, anudándose
un rasgo suplementario: de modo corriente la pregnancia de un recuerdo es correlativa
de la importancia del suceso que lo motiva; sin embargo, ¿por qué el adulto olvidaría
episodios significativos y, como contrapunto, retendría detalles anodinos? Según Freud,
esta diferencia no puede deberse a que el niño sería un ser “inferior” o “incompleto”, ya
que hacia los tres años puede advertirse que los menores realizan razonamientos y
deducciones complejos. Por lo tanto, ¿qué otra circunstancia podría explicar la amnesia
infantil del adulto?
Asimismo, Freud precisa que la época en que se sitúa el contenido de los
recuerdos infantiles suele ir entre los dos y los cuatro años. Para validar estos aspectos
empíricos se apoya en un trabajo de C. y V. Henri, publicado en 1897, basado en un
cuestionario que respondieron más de cien personas. Y, por cierto, esta referencia al
“contenido” es significativa:

“La cuestión de cuál puede ser el contenido de estos primeros recuerdos


infantiles presenta especialísimo interés. La psicología de los adultos nos
haría esperar que del material de sucesos vividos serían seleccionadas

274
aquellas impresiones que provocaron un intenso afecto o cuya
importancia quedó impuesta […]. Habrá, pues, de extrañarnos […] que
los recuerdos infantiles más tempranos de algunas personas tienen por
contenido impresiones cotidianas e indiferentes…” (Freud, 1899, 331)

Para dar cuenta de este rasgo, a expensas de los investigadores Henri, Freud
concede credibilidad a uno de los informantes de aquellos:

“[El informante] supone que en estos casos la escena de referencia no se


ha conservado sino incompletamente en el recuerdo, pareciendo así
indiferente, pero que en los elementos olvidados se hallaría, quizá,
contenido todo aquello que la hizo digna de ser recordada. Mi experiencia
está de completo acuerdo…” (Freud, 1899, 332)

De este modo, el detalle indiferente recordado sería sólo una parte que remitiría a
la totalidad olvidada. La única salvedad que Freud realizaría a la explicación anterior es
la de reemplazar “olvidados” por “omitidos”. De todos modos, este esclarecimiento no
tiene un alcance mayor, dado que no permite dilucidar los motivos de la selección ni su
mecanismo.
Para dar cuenta de este último aspecto es que Freud plantea el proceso del
recuerdo a través de la transacción entre fuerzas, siendo una de ellas –la resistencia– la
que motiva un desplazamiento. En última instancia, un conflicto sobrevive gracias a una
formación indicadora, en la que algo se muestra de modo subrepticio; la pervivencia de
la imagen mnémica está polarizada por aquello que encubre. Respecto de la
particularidad del mecanismo, Freud dice lo siguiente:

“Constituye un desplazamiento por contigüidad asociativa, o, atendiendo


a la totalidad del proceso, en una represión, seguida de sustitución por
algo contiguo (local o temporalmente).” (Freud, 1899, 333, cursiva
añadida)

De esta manera, puede notarse cómo Freud reflexiona a partir de la estructura


formal todo-parte; y la justificación de que se trate de un desplazamiento sería
convergente con la elaboración lacaniana en torno a la figura de la metonimia (Cf.
Lacan, 1957), en la cual la contigüidad es fundamento de la elisión significativa. Por

275
esta vía, el recuerdo encubridor se explicaría a través de un mecanismo significante. Sin
embargo, Freud también afirma que “su génesis puede seguir aún otros caminos, y que
su aparente inocencia suele encubrir recuerdos insospechados” (Freud, 1899, 333).
Dicho de otro modo, se trata de la aparición de un sentido que escapa a la estructura del
significante y que nosotros vincularemos al objeto mirada. Para dar cuenta de este
aspecto, Freud menciona un recuerdo que atribuye a un paciente (pero que corresponde
a su propia persona):

“Veo una pradera cuadrangular, algo pendiente, verde y muy densa. Entre
la hierba resaltan muchas flores amarillas, de la especie llamada
vulgarmente ‘diente de león’. En lo alto de la pradera, una casa
campestre, a la puerta de la cual conversan apaciblemente dos mujeres:
una campesina, con su pañuelo en la cabeza, y una niñera. En la pradera
juegan tres niños: yo mismo, representando dos o tres años; un primo
mío, un año mayor, y su hermana, casi de mi misma edad. Cogemos las
flores amarillas, y tenemos ya un ramito cada uno. El más bonito es el de
la niña; pero mi primo y yo nos arrojamos sobre ella y se lo arrebatamos.
La chiquilla echa a correr, llorando, pradera arriba, y al llegar a la casita,
la campesina le da para consolarla un gran pedazo de pan de centeno. Al
advertirlo mi primo y yo tiramos las flores y corremos hacia la casa,
pidiendo también pan. La campesina nos da, cortando rebanadas con un
largo cuchillo. El resabor de este pan en mi recuerdo es verdaderamente
delicioso, y con ello termina la escena.” (Freud, 1899, 335)

Freud no duda en llamar “escena” a la circunstancia de este recuerdo, destacando


un rasgo específico: “El amarillo de las flores resalta demasiado en el conjunto, y el
buen sabor del pan me parece también exagerado, como en una alucinación” (Freud,
1899, 335, cursiva añadida). De acuerdo con este lineamiento, la impresión psíquica
tiene un visillo de falsedad para la conciencia de quien recuerda; pero, en principio,
importa apreciar esta cuestión: la estructura parte-todo no responde a una lógica
diferencial (propia del significante) sino a una formación (hiper-)intensiva:

1) Por un lado, a partir de notar que la aparición de este recuerdo no


proviene de la infancia sino de un momento posterior (la visita, a los diecisiete
años, a la provincia natal), se establece que la persistencia del color amarillo

276
respondería a la añoranza de la pasión por una muchacha que, en la primera
ocasión de verla, llevaba un vestido… amarillo.

2) Por otro lado, a partir del hecho de que el sabor del pan es el
elemento más ostensible en el recuerdo, se establece que la presencia del trío de
primos en el recuerdo reenvía a la situación en que los padres de quien recuerda
habían planificado un plan matrimonial con una prima, en vistas de que el joven
no padeciera la difícil carrera de ganar el sustento cotidiano.

Ambas vías de elucidación quedan reunidas en el siguiente efecto de traducción:


“Esta representación, de la que emana una sensación casi alucinante, corresponde a la
idea, fantaseada por usted, de que si hubiera permanecido en su lugar natal se hubiese
casado con aquella muchacha y hubiera llevado una vida serena” (Freud, 1899, 337). El
recuerdo encubridor tiene la estructura de una fantasía; o, mejor dicho, en este caso, de
dos. Por eso es que Freud puede afirmar que antes que de un recuerdo infantil, se trata
de una fantasía retrotraída a la infancia. Asimismo, no quiere decir esto que la escena no
sea verdadera o auténtica, sino que un suceso indiferente fue elegido para tal propósito,
el de representar dos fantasías. Por lo demás, en último término, el recuerdo reenvía a
un aspecto de la sexualidad: el acto de quitar las flores a una muchacha, en definitiva, es
“desflorarla”. De este modo, otro vector de la escena es un deseo inconsciente.
De acuerdo con Freud, el recuerdo encubridor es la “exposición visual” (Freud,
1899, 339) de una fantasía, cuestión que remite a las condiciones de su tratamiento.
Porque sería erróneo sostener que este tipo de recuerdos se interpreta, o bien que son
dependientes de las formaciones del inconsciente y su desciframiento significante. En el
primer apartado ubicamos de qué manera la regla fundamental puede entenderse a partir
del tipo de recuerdo que produce o, mejor dicho, a partir del modo de aparición de los
recuerdos en el análisis. Sin embargo, el recuerdo encubridor tiene otro estatuto, menos
móvil y motivado en cierta fijeza que, a través de la hipertintensidad, remite a un factor
pulsional. Independientemente de la moción en juego, lo que nos interesa interrogar en
lo siguiente es la satisfacción que –por sí misma– implica este tipo de representación
mnémica, aquello que Freud llama su “expresión plástica”.
Llegados a este punto cabría ahondar en por qué darle un estatuto diferencial a los
recuerdos encubridores, dado que no podrían ser explicados como cualquier formación
del inconsciente, en términos de una sustitución que podría ser reconducida a una

277
operación significante. Para avanzar en esta dirección es que cabe atender a un segundo
rasgo específico que Freud introduce –además de la circunscripción del detalle–, a partir
del cual importa detenerse con mayor énfasis en la cuestión de la mirada: en el recuerdo
encubridor, además de recortarse una parte de una totalidad, esta última tiene una
particular intensidad mnémica asociada al rasgo de que el sujeto puede verse a sí mismo
en dicho recuerdo. El artículo que venimos comentando concluye con esta referencia:

“Siempre que en un recuerdo así aparece la propia persona, como un


objeto entre otros objetos, puede considerarse esta oposición del sujeto
acto y el sujeto evocador como una prueba de que la impresión primitiva
ha experimentado una elaboración secundaria. Parece como si una huella
mnémica de la infancia hubiera sido retraducida luego en una época
posterior (en la correspondiente al despertar del recuerdo) al lenguaje
plástico y visual.” (Freud, 1899, 341)

El sentido del recurso a este lenguaje “plástico y visual” es el que se trata de


interrogar en función del objeto mirada. Para avanzar en esta dirección, consideremos el
segundo texto freudiano sobre los recuerdos encubridores, publicado como capítulo en
la Psicopatología de la vida cotidiana (1901). Del cuarto capítulo de este libro importa
destacar dos cuestiones:

1. Por un lado, el recuerdo encubridor no es la sustitución de un


recuerdo por otro recuerdo. No responde a la mera alteración de la memoria a
partir de un vínculo asociativo, sino que es la mostración de una fantasía,
aspecto que dota de particular hiperintensidad al recuerdo.

2- Por otro lado, hay diferencias –por ejemplo– entre el olvido de


nombres y el recuerdo encubridor: en el primero se trata de nombres aislados,
mientras que en el segundo de impresiones “completas”; en uno hay falla de la
memoria, y en el otro hay formación positiva de un fenómeno; el olvido es una
perturbación momentánea (lo que demuestra su carácter de formación del
inconsciente), mientras que el recuerdo tiene una presentación prolongada; en un
caso hay pérdida (y división subjetiva, podríamos decir), mientras que en el otro
un elemento positivo; por último, “en el olvido de nombres sabemos que los
nombres sustitutivos son falsos, y en los recuerdos encubridores nos

278
maravillamos de retenerlos todavía” (Freud, 1901, 783); dicho de otro modo, el
olvido de nombres se engarza con un saber supuesto, mientras que el recuerdo
encubridor solicita una atención diferente.

Ahondemos estas precisiones. En tanto fenómeno, el recuerdo encubridor no tiene


el estatuto de una formación del inconsciente: no se presenta interrogando por su
sentido (en conformidad con la suposición de saber), mucho menos es la expresión de
un conflicto; no obstante lo cual no deja de tener un sentido, que se evidencia a través
de una extrañeza que, según Freud, se parece más a la “curiosidad” (Freud, 1901, 783):
¿por qué se recuerda esto tan nimio? De ahí que el sujeto del recuerdo encubridor, en el
tratamiento, no sea el que recuerda motivado por un padecimiento, sino más bien el que
interrumpe la asociación para manifestar su desconcierto. Un modo más preciso de
enfatizar este aspecto, radica en la distinción que podría realizarse entre un “falso
recuerdo” o “engaño de la memoria” y un recuerdo encubridor: mientras que los
primeros “funden varias personas en una sola o las sustituyen entre sí, o resultan de una
amalgama de dos sucesos distintos” (Freud, 1899, 341), entre otras posibilidades, pero
en las que siempre se verifican las operaciones de condensación y desplazamiento, que
habilitan el desciframiento posterior; en el recuerdo encubridor se trata de una
estructura “visual”. Así lo decía en el artículo de 1899: “La simple infidelidad de la
memoria no desempeña precisamente aquí, dada la gran intensidad sensorial de las
imágenes […] ningún papel considerable” (Freud, 1899, 341). Y en estos términos
vuelve sobre la cuestión en 1901:

“…todos nuestros sueños son predominantemente visuales. Algo análogo


sucede con los recuerdos infantiles, los cuales poseen también carácter
plástico visual hasta en aquellas personas cuya memoria carece después
de este carácter. […] En estas escenas de niñez […] aparece regularmente
la imagen de la propia persona infantil con sus bien definidos contornos y
vestidos. Esta circunstancia tiene que sorprendernos.” (Freud, 1901, 785)

Freud destaca el carácter de “escenario” que se establece en los recuerdos


encubridores. Enfatiza la pregnancia visual que los caracteriza; y si bien delimita
condiciones específicas para el tratamiento, respecto de la teorización permanece en la
circunscripción del modo de presentación, sin esclarecer la fundamentación de este

279
modo de aparecer. Para dar cuenta del estatuto propio de los recuerdos encubridores, en
cuanto implican un tipo de satisfacción pulsional, se hace necesario recurrir a los
desarrollos lacanianos en torno del objeto mirada y su estructura propia de mostración,
que Lacan llamó “dar a ver”.

14.4 El recuerdo escópico

A diferencia de otras formaciones clínicas, el tratamiento del recuerdo encubridor


es un motivo prácticamente ausente en la enseñanza de Lacan. A lo sumo, se encuentran
referencias ocasionales, pero nunca una elaboración sistemática sobre la cuestión. En
términos generales, podría decirse que hay dos contextos en los que Lacan establece
indicaciones significativas sobre este tópico. Por un lado, el seminario La relación de
objeto, en el que esboza (sin continuidad) la cuestión de la intensidad propia con que se
presentan estos recuerdos; por otro lado, el seminario sobre Los cuatro conceptos
fundamentales del psicoanálisis, en el que más allá de la mención explícita, el
desarrollo de la noción de pantalla reenvía directamente al modo de presentación de los
recuerdos encubridores y considera su articulación con la noción de mirada como un
operador que permitiría su esclarecimiento.
En la clase del 30 de enero de 1956, del seminario 4, Lacan comienza su
exposición con una referencia al campo de las perversiones, en general, y al fetichismo
de manera específica. El contexto argumentativo plantea la distinción entre la estructura
metafórica del síntoma neurótico y la condición metonímica de las perversiones:

“La otra vez les hablé, a propósito de la estructura perversa, de la


metonimia, así como de la alusión y el mensaje entre líneas, que son
formas elevadas de la metonimia. Está claro, Freud no nos dice otra cosa,
salvo que no emplea el término metonimia. Lo que constituye el fetiche,
el elemento simbólico que fija el fetiche y lo proyecta […]. Es el
momento de la historia en el cual la imagen se detiene.” (Lacan, 1956-57,
159, cursiva añadida)

Sin que sea necesario detenernos aquí en la fundamentación de esta distinción,


destaquemos que el fetiche tiene para Lacan una estructura propia: su valor no proviene

280
de ningún rasgo intrínseco, sino de lo que representa; su imagen refiere a una nada
(Rien) cuyo estatuto positivo no es el de la ausencia (la nada como Néant). El fetiche
realiza una detención imaginaria, recorta una parte de una totalidad, de la que adquiere
su significatividad por vía indirecta a través del proceso negativo indicado. Ahora bien,
este esquema del fetiche es el que Lacan aplica al recuerdo encubridor:

“Me refiero a la rememoración de la historia, porque no puede darse otro


sentido al término de recuerdo pantalla […]. El recuerdo pantalla, el
Deckerinnerung, no es simplemente una instantánea, es una interrupción
de la historia, un momento en el cual se detiene y se fija.” (Lacan, 1956-
57, 159)

En este punto, podrían proponerse dos observaciones críticas: por un lado, el


planteo de Lacan pareciera quedar más cerca de la primera versión freudiana de los
recuerdos encubridores, entendidos a partir de la sustitución simbólica de un recuerdo
por otro; pero también, por otro lado, cabría preguntarse si acaso esta detención de la
que habla Lacan recoge la idea de “detalle” que caracteriza lo que Freud delimitó para
privilegiar su particular intensidad.
Podría salvarse este último punto, al formular que “el recuerdo pantalla está
vinculado con la historia a través de toda la cadena, y por eso es metonímico […].
Deteniéndose ahí, la cadena indica su continuación” (Lacan, 1956-57, 159). En todo
caso, a expensas de esta salvedad, el problema crucial radica en que a través del intento
de reducción significante que propone, sin justificar su equivalencia con el fetichismo,
Lacan no logra dar cuenta –en este contexto– de la pregnancia del recuerdo encubridor,
como tampoco menciona el segundo rasgo específico: que el sujeto se vea en la escena.
Asimismo, otro problema de la concepción lacaniana del recuerdo encubridor en
el contexto del seminario 4 radica en que termina conceptualizándolo como un retorno
de lo reprimido (“Esta imagen es el signo, el indicador, del punto de represión”, Lacan,
1956-57, 160), lo cual no sería convergente incluso con la utilización precedente del
modelo del fetichismo. Por esta deriva, entonces, puede advertirse cómo en este
contexto temprano de la enseñanza lacaniana, todavía no se encuentra una elaboración
precisa de la noción de recuerdo encubridor.
Una última indicación del seminario 4 se encuentra también en la articulación que
Lacan propone –en la clase del 6 de febrero de 1957– entre “dar a ver” y “mostrar”:

281
“…en el uso masivo que suele hacerse de la relación escoptofílica, se
supone siempre como algo evidente que el hecho de mostrarse es algo
muy simple, correlativo de la actividad de ver.” (Lacan, 1956-57, 169)

De acuerdo con este lineamiento, Lacan subraya que no se trata simplemente de la


implicación del sujeto en la captura visual, como si fuera algo evidente o que fuera de
suyo; es decir, el mostrar no necesariamente se recubre con algo visto:

“Hay en la escoptofilia una dimensión suplementaria de la implicación,


expresada en el uso de la lengua por la presencia del reflexivo, esa forma
del verbo que existe en otras lenguas y se llama la voz media. Aquí sería
el darse a ver. […] Lo que el sujeto da a ver al mostrarse es algo distinto
de lo que muestra.” (Lacan, 1956-57, 169)

De esta manera, a pesar del carácter temprano del contexto de argumentación,


Lacan introduce una distinción que será importante en el marco del seminario 11, al
vincular al sujeto con la “visión” desde el punto de vista de la satisfacción pulsional y
enfatizar que en la mostración importa menos lo que se muestra que el mostrar per se.
Sin embargo, Lacan no extiende esta consideración para el recuerdo encubridor. Para
avanzar en esta dirección, entonces, detengámonos en el seminario del año ’64, luego de
explicitar los resultados hasta aquí obtenidos: 1. En el seminario 4 Lacan no consigue
elaborar la noción de recuerdo encubridor, a partir de la referencia al fetichismo y a la
estructura significante; 2. Esta movimiento recién habría de consolidarse cuando la
referencia sea a la estructura de la mirada y su “dar a ver”, que permitirá esclarecer los
dos motivos propios del recuerdo encubridor (la hiperintensidad y la posición del sujeto
como espectador de sí mismo).
En el contexto del seminario 11, el hilo conductor para dar cuenta del recuerdo
encubridor es el tipo de conciencia “maravillada” –de acuerdo con la expresión de
Freud– que se le asocia. En primer lugar, Lacan subraya la diferencia con la conciencia
del sueño, para lo cual toma un célebre apólogo de Chuang-Tzú, que soñaba que era una
mariposa:

282
“En un sueño, es una mariposa. ¿Qué quiere decir esto? Quiere decir que
ve a la mariposa en su realidad de mirada. ¿Qué son tantas figuras, tantos
dibujos, tantos colores? –no son más que ese dar a ver gratuito, donde se
marca para nosotros la primitividad de la esencia de la mirada.” (Lacan,
1964, 83-84)

Lacan parte de esta mención para retomar la idea freudiana de que en el sueño
siempre hay una conciencia implícita (a través de la cual muchas veces el soñante se
dice: “Esto es sólo un sueño”). Sin embargo, agrega algo más, dado que plantea que
Chuang-Tzú podría preguntarse –ya despierto– si no es la mariposa la que sueña que
ella es Chuang-Tzú. Esta observación le permite a Lacan extraer dos conclusiones: por
un lado, afirmar que Chuang-Tzú no está loco (en función de la definición lacaniana de
la locura como identificación inmediata con el propio ser); por otro lado, establecer una
distinción entre sueño y vigilia, dado que cuando es la mariposa, a Chuang-Tzú no se le
ocurre preguntarse si, cuando es Chuang-Tzú despierto, no es la mariposa que está
soñando que es. Dicho de otro modo, si bien no se refiere aquí al ser propio de la
identificación de la locura, sí se trata de la identificación con el objeto como mirada.
Porque, en efecto, Chuang-Tzú es la mariposa en su fantasma:

“En la relación escópica, el objeto del que depende el fantasma al cual


está suspendido el sujeto en una vacilación esencial, es la mirada. Su
privilegio –como también la razón por la que el sujeto pudo, durante tanto
tiempo, desconocer esta dependencia– se debe a su propia estructura.”
(Lacan, 1964, 90)

La mirada es el objeto privilegiado para dar cuenta de la estructura del fantasma y


la captura del sujeto en una formación en la que se vuelve mancha. No expondremos en
este contexto los lineamientos generales sobre el objeto mirada en la enseñanza de
Lacan (cuestión que hemos hecho en otros trabajos), pero sí destacaremos que las
formaciones del fantasma son diversas: a esto apunta la distinción que Lacan realiza
entre la conciencia del sueño y otro tipo de conciencia –propia del recuerdo encubridor–
en la que se produce un fenómeno diferente, basado en los principios ya mencionados:
el recorte de un detalle y la posición del sujeto que se ve a sí mismo.

283
Para dar cuenta de este último punto es que en la clase del 26 de febrero de 1964
Lacan presenta un hilo conductor para explicitar el estatuto de la conciencia: la ilusión
“me veo verme” (Lacan, 1964, 87). Por esta vía, reformula la concepción del cogito
cartesiano, como sujeto de la representación, fundamentado en la reflexividad y la
autoconciencia: al percibir siempre soy consciente (de modo implícito) de que percibo:

“El privilegio del sujeto parece establecerse con esta relación reflexiva
bipolar, por la cual, en la medida en que yo percibo, mis representaciones
me pertenecen.” (Lacan, 1964, 88)

No obstante, Lacan califica esta formulación como una “ilusión” dado que elide
un aspecto central: “la conciencia, en su ilusión de verse verse, encuentra su
fundamento en la estructura vuelta de revés de la mirada” (Lacan, 1964, 89). En la
captación intuitiva de la identidad, se albergaría un elemento extraño. No es en la
captura solipsista de la reflexión que el sujeto se constituye, sino a través de una
exterioridad que hace de la conciencia una forma de gozar de la mirada. Ahora bien,
esta forma de conciencia que menciona aquí Lacan no es la indicada anteriormente para
el sueño: mientras que esta última implica la posibilidad de poner entre paréntesis lo
real en el sueño –lo real del sueño– y, por eso mismo, se consolida como un modo de
presentación de lo real, en la ilusión de verse verse se apunta a otro modo de
manifestación de la mirada, propio del recuerdo encubridor: al verse como parte del
recuerdo, el sujeto desconoce la satisfacción que lo comanda en este mismo acto de
verse. Cree que ve un objeto (sí mismo), pero se satisface en el acto de ver. De acuerdo
con este lineamiento específico es que puede entenderse la pregnancia de los elementos
hipervalentes del recuerdo encubridor, para lo cual cabe detenerse en una anécdota
singular –del propio Lacan– a la que no dudaríamos en calificar como un recuerdo de
este tenor:

“Es una historia verídica. Tenía yo entonces unos veinte años –época en
la cual, joven intelectual, no tenía otra inquietud, por supuesto, que la de
salir fuera, la de sumergirme en alguna práctica directa, rural, cazadora,
marina incluso. Un día, estaba en un pequeño barco con unas pocas
personas que eran miembros de una familia de pescadores de un pequeño
puerto. En aquel momento, nuestra Bretaña aún no había alcanzado la

284
etapa de la gran industria, ni del barco pesquero, y el pescador pescaba en
su cáscara de nuez, por su cuenta y riesgos. A mí me gusta compartirlos,
aunque no todo era riesgo, había también días de buen tiempo. Así que un
día, cuando esperábamos el momento de retirar las redes, el tal Petit-Jean,
como lo llamaremos […] me enseñó algo que estaba flotando en la
superficie de las olas. Se trataba de una pequeña lata, más precisamente
de una lata de sardinas. Flotaba bajo el sol, testimonio de la industria de
conservas que, por lo demás, nos tocaba abastecer. Resplandecía bajo el
sol. Y Petit-Jean me dice –¿Ves esa lata? ¿La ves? Pues bien, ¡ella no te
ve!” (Lacan, 1964, 102)

Dejaremos de lado aquí cualquier intento de interpretación del mismo, dado que
no se trata de un paciente en análisis, pero sí subrayaremos la presencia en este recuerdo
–cuya textura narrativa es florida, y ubica al joven Lacan y sus expectativas juveniles en
el centro–30 de ese elemento “iridiscente” que motiva su atención. En efecto, no tendría
sentido realizar un análisis de este recuerdo por nuestra cuenta, porque es el propio
Lacan quien se toma este trabajo en el seminario –cuya posición al enseñar era la del
analizante– cuando formaliza la estructura de la pantalla: “Sólo soy algo en el cuadro,
yo también, cuando soy esa forma de la pantalla” (Lacan, 1964, 104).
Ahora bien, esta función de la pantalla no encuentra una exposición del todo
precisa en el seminario. Por cierto, incluso permanece en una aproximación intuitiva y
Lacan mismo lo reconoce:

“…basta ocultar mediante una pantalla la parte de un campo que funciona


como fuente de colores compuestos […]. Percibimos aquí, en efecto, la
función puramente subjetiva, en el sentido corriente de la palabra…”
(Lacan, 1964, 104)

Para no permanecer en este registro metafórico, es preciso avanzar en la vía de


cernir esa forma de la mirada –que se manifiesta en el recuerdo encubridor– que es la
función de la pantalla, fundamentada en la estructura formal ya entrevista: parte-todo.
De acuerdo con este propósito comentaremos un texto reciente, de un autor post-
lacaniano.

30
“…tal como me pinté […] yo constituía un cuadro vivo bastante inenarrable. Para decirlo todo, yo era
una mancha en el cuadro” (Lacan, 1964, 103).

285
En el libro La relación de desconocido (1978), de G. Rosolato, puede encontrarse
uno de los pocos trabajos dedicados por un lacaniano a la cuestión del recuerdo
encubridor. El artículo, titulado justamente “Recuerdo-encubridor” parte de la
presentación de dos materiales clínicos, con un objeto específico: vincular estas
formaciones con la posición pulsional fantasmática del sujeto.
Respecto del primer caso, se trata de un joven que asiste al cine con su madre y en
ocasión de contemplar la escena de un beso entre los protagonistas del film, recuerda
que su madre le deniega la mirada para reconducirla hacia la parte inferior del asiento,
donde advierte la presencia intensa de un charco. En este punto, el análisis demuestra
que la escena encubre una teoría sexual infantil, relacionada con la micción, siendo el
charco una forma de dar a ver el resultado de la acción elidida. No obstante, a través de
un segundo caso, Rosolato amplía su elaboración para darle un mayor énfasis a una
hipótesis propia. Citemos el recuerdo presentado:

“Una piragua de la que sólo veo un extremo (como si yo estuviera situado


en el otro), en la parte delantera hay un muchacho joven atado, trabado.
La piragua está bastante cerca de la orilla, como si mordiera sobre la
arena de la playa que aparece en el fondo. Una especie de isla del
Pacífico. Se distinguen algunas palmeras, una jungla. Unos caníbales,
desnudos y gritando (evidentemente se trata de una película muda) van a
acercarse (¿se acercan?) a la piragua para apoderarse de este muchacho
(¿para matarlo, para comerlo?).” (Rosolato, 1978, 278)

En este caso, el recuerdo encubridor se encuentra fundido con la contemplación


de una película, a la que un muchacho asiste con su madre: “Se trata de un niño, de
aproximadamente tres años […] que va por primera vez al cine con su madre y su tía”
(Rosolato, 1978, 278). En este punto, el autor busca avanzar en su hipótesis a partir de
recordar la observación capital mencionada por Freud, junto con la hiperintensidad, esto
es, que el sujeto se vea a sí mismo en la escena:

“Freud había notado que en el recuerdo encubridor uno se ve a sí mismo


niño, siendo al mismo tiempo ‘un observador fuera de la escena’. Esta
particularidad sería la prueba de la transformación de un episodio más
antiguo de la vida […]. En el presente caso, el sujeto se imagina asistir a
la representación estando a la izquierda del lugar que ocupaba entre su

286
madre y su tía […]. Su propia imagen articula los dos espacios contiguos
de la película, ilusorio y del recuerdo vivido en la sala oscura. Uno da un
indicio de la irrealidad el otro.” (Rosolato, 1978, 279)

Por esta vía, la duda respecto del montaje del recuerdo es tomada por el autor para
construir una posición fantasmática del sujeto: la dramatización de la escena
corresponde al peligro de la devoración que resulta del contacto establecido entre, por
un lado el mar, la piragua y el niño atado y, por otro lado, la tierra (materna) y los
caníbales. La orilla es el límite en el que se realiza la unión de los dos elementos y la
isla del Pacífico, su jungla y sus palmeras evocan un paraíso original.
En todo caso, antes que cuestionar la traducción de la escena que realiza Rosolato,
lo significativo es el método plástico al que se arriesga, basado en la figurabilidad del
recuerdo. Asimismo, el trasfondo de la hipótesis del autor radica en vincular los
recuerdos encubridores con las vivencias tempranas de seducción del niño, que así
verificarían su posición fálica. Dicho de otra manera, los recuerdos encubridores
elevarían recuerdo anodinos al estatuto de fantasías encubiertas que plasman la
seducción que, de modo traumático, introduce la sexualidad para el niño a través de la
presencia del Otro parental.
No discutiremos este resultado al que llega Rosolato, dado que excedería los
límites de este trabajo, aunque una observación crítica que podría realizarse es la que
atiende al fundamento que permitiría validar la generalización que formula a partir de la
mención de apenas dos casos. De todos modos, más allá de esta indicación, importa
subrayar de qué manera Rosolato destaca el vínculo entre el recuerdo encubridor y el
objeto mirada, al apuntar que aquél “pone en escena importantes experiencias
escoptofílicas de la infancia” (Rosolato, 1978, 271).
Para dar sustento a esta idea, Rosolato propone tomar en sentido estricto la idea
del recuerdo encubridor como pantalla, aunque podría darse este término una diversidad
de acepciones: en el sentido más vulgar, y anti-analítico, la pantalla sería simplemente
algo que cubre y oculta, mientras que lo significativo de la pantalla-analítica es cómo da
a ver algo; el recuerdo encubridor no debe ser tratado en términos de algo que debe ser
cancelado, sino como hilo conductor que en la conciencia paradójica que lo expone (al
reclamar autenticidad, pero asociada a cierta extrañeza) muestra a través de sí. En este
sentido, cabría mencionar una segunda acepción, para la cual Rosolato utiliza la
metáfora del “parachispas” (de una estufa):

287
“La imagen que viene a la mente para explicar esto podría ser la del
parachispas. Este objeto no tiene otra utilidad que la de proteger de la
radiación del fuego. Además, si su superficie representa la escena elegida
de un hogar incandescente, no hará más que reenviar al abrasamiento que
emite, un calor y chispas reales. Pero la pantalla de la chimenea sólo es
un panel o un filtro, mientras que el recuerdo encubridor es más que eso,
por lo menos en otros rasgos indicados por Freud.” (Rosolato, 1978, 268)

De este modo, la pantalla del recuerdo encubridor no sería un simple “trasluz”,


que podría llevar a la creencia ingenua de creer que lo real es algo que está detrás.
Mucho más concretamente, la pantalla es una formación de lo real, un modo de
manifestación de lo real, que nunca es una presencia directa o inmediata (intuitiva) sino
que se delimita en la conciencia paradójica mencionada anteriormente. Antes que
propiedades “objetivadas”, el recuerdo encubridor se caracteriza por su modo de
presentación a la conciencia en el dispositivo. De acuerdo con la definición de lo real
que Lacan propone en el seminario 4: “…lo real se encuentra en el límite de nuestra
experiencia” (Lacan, 1956-57, 33), entendida ésta a partir del cumplimiento de la
asociación libre. Lo real no es algo, que estaría escondido o en otra parte, sino la
interrogación de las condiciones que hacen posible el cumplimiento de la regla
fundamental. Así, el recuerdo encubridor es una formación que hace presente lo real del
objeto mirada a través de su puesta en tensión de la lógica del significante. Que a este
modo de manifestación le quepa el nombre de pantalla reenvía a una tercera acepción
del término: “…la pantalla es más bien el índice de una ausencia de significante […].
Este es el tercer sentido, el más importante y que siempre orienta hacia un origen”
(Rosolato, 1978, 269).
A partir de lo anterior, puede otorgarse a la función de la pantalla un sentido
estricto, que orienta hacia la pregunta por su origen, formulada anteriormente al tomar
como hilo conductor la conciencia paradójica en que se manifestaba: “¿Por qué
recuerdo esto tan nimio?”. Este tipo de conciencia, que es la función de la pantalla como
tal, no esconde nada, no hay nada detrás de ella, sino que polariza hacia un modo de
gozar de la mirada que se expresa más en el acto que en un objeto específico. En todo
caso, el elemento hipervalente que se muestra en el recuerdo encubridor es un signo de

288
esta posición del sujeto, cuyo correlato es su objetivación en la escena –el verse verse,
según Lacan–.
En última instancia, el recuerdo encubridor definido desde su modo de
presentación en la experiencia, basado en la conciencia paradójica que lo sostiene,
implica el pasaje por una estructura formal (parte/todo) que guía desde la pregnancia
visual no hacia otro recuerdo “oculto” sino hacia la posición del sujeto y un modo de
satisfacción en la fantasía, un goce escópico en el que se expresa el deseo.

289
Bibliografía de la Cuarta Parte

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290
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Soler, C. (1988) “Acerca del sueño” en Finales de análisis, Buenos Aires,
Manantial.

291
Conclusiones

“Lo que permanece en un pensar es el


camino. Y los caminos del pensamiento
resguardan en ellos este secreto: podemos ir
por ellos caminando hacia adelante como
hacia atrás; más aún, el caminar que
retrocede, sólo él, nos lleva hacia adelante”.
M. Heidegger.

En este último capítulo, dedicado a las conclusiones de esta tesis de doctorado,


quisiéramos presentar los resultados obtenidos a partir de su contribución a la clínica de
la experiencia analítica y la delimitación de futuros temas de investigación.
En las páginas precedentes hemos fundamentado la pertinencia de la fenomenología
para el esclarecimiento epistemológico de nociones en psicoanálisis. De forma habitual,
entre psicoanalistas (y no sólo en escritos de divulgación, sino también en contextos
académicos) se utiliza la expresión “fenomenológico” en un sentido peyorativo. Por lo
general, se la entiende como equivalente a términos del estilo “intuitivo”, “inmediato”,
“aparente”, etc. De este modo, se confunde un método riguroso con una aproximación
irreflexiva; dicho de otra manera, donde dice “fenomenológico” se lee “fenoménico”, a
expensas de la contribución que una metodología puede ofrecer a la teoría psicoanalítica
para no dilapidarse en un saber que desconoce sus condiciones.
La tradición fenomenológica, de acuerdo con el epígrafe de Ricoeur que encabeza
esta tesis, podría definirse a través de una sucesión de “herejías” –a sabiendas de que
Lacan eligió este mismo término para nombrar la homofonía en el título de uno de sus
seminario (RSI)–: este método no se “aplica” a un campo determinado de objetos de
estudio, sino que su ámbito es su propia posibilidad; dicho de otro modo, el estudio de
los fenómenos –aquello que se muestra– tiene como base la interrogación de su propia
donación. En este sentido, la fenomenología es una disciplina que permite explicitar

292
condiciones de posibilidad –en convergencia con el designio crítico de la epistemología
kantiana–.
En resumidas cuentas, no se suscribe la fenomenología por la afirmación de una u
otra tesis teórica, sino a través de un procedimiento. De ahí que, como afirmara Lacan
en la entrevista con P. Caruso que citamos como epígrafe de otro de nuestros capítulos,
la fenomenología puede ser “útil” para el psicoanálisis, en la medida en que se la “use”
de forma propicia.
En nuestra tesis de investigación nos hemos servido de la fenomenología en un
doble sentido: por un lado, en la segunda parte, como hilo conductor teórico que
permitió explicitar diversas referencias manifiestas en la enseñanza de Lacan, con el
objetivo de restituir ciertas nociones operativas en la formalización lacaniana; sin
embargo, por otro lado, también nos ha interesado seguir, en la tercera parte, el
procedimiento lacaniano de construcción de la noción de objeto a como mirada, en el
que ha podido advertirse una singular fenomenología que toma como fenómeno
privilegiado las imágenes pictóricas.
De este modo, puede afirmarse que Lacan construye su noción de objeto mirada en
función de una referencia “doble” a la fenomenología: por un lado, a partir de ciertos
“autores” a los que cita y comenta; por otro lado, desde cierta actitud metodológica que
interroga las condiciones de posibilidad de manifestación de ese invento que llamó
“objeto a”.

II

De acuerdo con este último punto de vista es que puede entenderse que esta tesis no
haya podido ser elaborada sin una referencia directa a la experiencia, dado que las
formas privilegiadas de aparición de la mirada –en el contexto de los seminarios que
van desde La transferencia hasta El objeto del psicoanálisis– son el acting out, el sueño
y el recuerdo encubridor. En este contexto nos hemos ceñido a estas “formaciones de la
mirada” –según el nombre que hemos adoptado en convergencia con una designación
propuesta por Nasio–, mientras que un estudio sobre la voz debería dedicarse a otras
formaciones (como la alucinación, el superyó, etc.).
En resumidas cuentas, esta última indicación permite cernir la experiencia desde la
cual surge esta tesis, una clínica de la mirada, a través del método fenomenológico, que

293
derriba cualquier idea de que habría una presentación per se de la mirada que no se
instancie en fenómenos concretos.
No obstante, los fenómenos elegidos no son excluyentes, dado que también podría
haberse tomado como un hilo conductor para el estudio de la mirada la alucinación
visual, la persecución paranoide, etc. En todo caso, lo que circunscribe la unidad de los
fenómenos retomados es –de acuerdo con la pregunta explícita que formulamos en la
primera parte de esta tesis– su relación con la fantasía. Tanto el acting out, como el
sueño y el recuerdo encubridor, son “expresiones” de posiciones fantasmáticas –de
formas de gozar de la fantasía–, aunque a partir de vías diferentes. Aquí es donde cobra
valor la distinción propuesta entre “estructuras de la mirada”:

1) La forma de manifestación de la fantasía en el acting out es la escena, cuya


operacionalización realizamos a través de la estructura formal vacío-lleno. El
acting out da a ver a través de un vaciamiento, donde lo que se muestra es la
falta constitutiva del sujeto, tal como lo demuestra el caso del Hombre de los
sesos frescos (que expone el “hambre” con que se queda cada vez que sale de
sesión).

2) En el caso del sueño, a partir de su estatuto mostrativo, se lo puede considerar


como un velo en que la satisfacción pulsional se presenta a partir de la ausencia.
De ahí que la estructura que otorga inteligibilidad a la función del velo sea el
par formal presencia-ausencia. En este punto podría retomarse el análisis
realizado acerca del sueño del Hombre de los lobos, o bien los que Marcelo
Mazzuca llama “sueños-índice” a partir de su experiencia con el dispositivo del
pase, sueños que no se prestan al desciframiento inconsciente, sino que dan a
ver la posición del sujeto desde un punto de vista libidinal aunque de forma
figurada.

3) Respecto del recuerdo encubridor, la doble determinación de la hiper-intensidad


y la posibilidad de verse representado en el mismo, conducen a un análisis
formal que toma como hilo conductor la conciencia paradójica (por su
extrañeza) en que se basa este tipo de memoria para poner de manifiesto la
estructura parte-todo que lo caracteriza. Se trata en este contexto de la función
de la “pantalla”, cuyo valor radica menos en lo que cubre que en el modo
singular –de recorte parcial– en que exhibe.

294
III

A partir de la triple referencia clínica del acting out, el sueño y el recuerdo


encubridor pueden corroborarse las elaboraciones teóricas respecto del objeto mirada,
tal como fue elucidado a través de la fenomenología:

1) La mirada no es un objeto “objetivable”, sino que se manifiesta en una


experiencia contra-intencional, de la cual el sujeto es un efecto.

2) El “dar a ver” como estructura de la mirada, no es una experiencia en la que


se muestre “algo”, sino un modo de ver.

3) En tanto “fenómeno invisible”, la mirada se da “en lo visible”, subvirtiendo


la conciencia vidente por una conciencia ambigua o paradójica, en la que se
destaca la sorpresa antes que el reconocimiento.

4) La conciencia fascinada en que se manifiesta el objeto mirada es un tipo de


formación en la práctica analítica que se produce de modo diferencial al
retorno de lo reprimido propio de lo inconsciente.

De acuerdo con estos lineamientos, en los que reconstruimos de modo regresivo las
partes que componen esta tesis, quedan esclarecidos diversos motivos de la concepción
lacaniana de la mirada, al reconducirlos a ciertas condiciones de experiencia, lo que
permite desprenderse de cierto vocabulario metafórico que, eventualmente, pesa sobre
las indicaciones al tema en cuestión. Por ejemplo, a través de esta orientación
fenomenológica puede encontrarse una deriva conceptual para elaborar las referencias
lumínicas (el objeto “incandescente”, la mirada que “ciega” al sujeto, etc.) que Lacan
acostumbraba usar –y que muchos artículos de otros psicoanalistas utilizan sin pensar
sus fundamentos–, o bien las menciones ocasionales a fenómenos puntuales como los de
la experiencia estética, la contemplación de lunares, el mimetismo, etc.
Asimismo, en función del último punto mencionado, esta tesis se convierte en un
precedente para dos tipos de investigaciones: por un lado, futuros trabajos podrían
dedicarse a la cuestión de la regla fundamental del psicoanálisis y sus condiciones, en la
medida en que las formaciones de la mirada son vías de poner en cuestión la asociación
libre; por otro lado, investigaciones de otras formas de gozar de la mirada que no estén

295
sostenidas en la fantasía (a diferencias de las estudiadas en esta tesis). A estos dos
puntos dedicaremos los próximos dos apartados de este capítulo de conclusiones.

IV

La ética freudiana supera la formulación técnica de algunas de sus ideas. Este es


uno de los aspectos más notorios de la obra de Freud: su presencia en el dispositivo (y
su modo de transmisión del mismo a partir de los historiales clínicos) desborda la
vacilación en la comunicación teórica de los resultados de sus investigaciones. He aquí
algo que se verifica respecto de la asociación libre, donde el breve comentario de un
historial como el del hombre de las ratas permite entrever con una mayor pregnancia
qué uso hacía Freud de la regla analítica, a expensas de los enunciados dispersos que
encontramos en los escritos técnicos.
Para dar cuenta de este último punto, cabría retomar la metáfora que Freud utiliza
en “Sobre la iniciación del tratamiento” para ejemplificar el decir analizante:

“Diga, pues, todo cuando se le pase por la mente. Compórtese como


lo haría, por ejemplo, un viajero sentado en el tren del lado de la
ventanilla que describiera para su vecino del pasillo cómo cambia el
paisaje ante su vista.” (Freud, 1912, 136)

De acuerdo con esta formulación, cabría preguntarse: ¿acaso el cumplimiento de la


regla nos ofrece un discurso tan floreciente y continuo como el de un viajero que mira
por la ventanilla? En este punto, quizás el problema no esté en la metáfora misma, sino
en la paráfrasis y comentario que, luego, Freud enuncia cuando indica que nada sea
omitido y no se espere un relato sistemático.31 Estas dos aristas de la concepción de la
regla fueron comentadas por Lacan en un apartado del artículo “Más allá del principio
de realidad” (1936), donde circunscribió el trasfondo de la regla a partir de dos leyes
básicas: la “ley de no omisión” y la “ley de no sistematicidad”. No obstante,
quisiéramos preguntarnos si el cumplimiento estricto de estas dos leyes coincide con la
puesta en forma del discurso que requiere el inicio del tratamiento.

31
“En ningún caso debe esperarse un relato sistemático, ni se debe hacer nada para propiciarlo” (Freud,
1912, 137).

296
Por un lado, consideremos la situación de que alguien no omita nada en el momento
de hablar. El cumplimiento exhaustivo de esta condición podría ser parafraseado con la
idea de que la regla fundamental es un imperativo de decirlo todo. Sin embargo, ¿puede
el psicoanálisis propugnar aquello que justamente trata de verificar en su experiencia,
que la estructura cuenta con un indecible? Por otro lado, consideremos el caso de que
alguien no sistematice en absoluto su discurso. En este punto, la regla podría ser
parafraseada como un imperativo de decir cualquier cosa. Pero, ¿no es esta la situación
que menos describe al analizante y mejor ejemplifica el goce vacío de la defensa frente
a un decir que importe? De este modo, el cumplimiento de ambas condiciones –la no
omisión y la no sistematicidad– no parece ofrecer una descripción precisa del uso de la
regla en el análisis. Quizá la dificultad radique en que lo hacen por la negativa, es decir,
formulan lo que no hay que hacer. Sin embargo, ¿no sería más provechoso deslindar
qué prescribe propositivamente la asociación libre?
En este punto, son las referencias a una “promesa de sinceridad”32 de la regla y la
“insinceridad”33 inicial de quien consulta, las que podrían colaborar con esta
formulación restante: en definitiva, la propuesta freudiana radica en decir aquello que
no quisiera decirse, lo que se preferiría callar (aquí se recorta el sentido de la omisión),
ya sea porque causa vergüenza, timidez, etc., o bien porque se lo considera dispensable
(aquí cobra sentido el valor de la sistematización), lo que podría marcar un antes y un
después a partir de su comunicación.
De acuerdo con lo anterior, entonces, ni en la obra de Freud ni en la de Lacan
encontramos una elaboración sistemática de la asociación libre que permita dar cuenta
de sus matices clínicos. En todo caso, encontramos elaboraciones en torno a indicadores
propios de la división subjetiva que se ponen de manifiesto con el cumplimiento de la
regla analítica. Sin embargo, ¿podría darse cuenta de la vergüenza sin una referencia a
la mirada? De este modo, esta tesis es la vía de acceso a una fundamentación de la regla
analítica en función de los afectos que pone en juego antes que en preceptos normativos
o técnicos.
Para avanzar en esta dirección investigativa, en convergencia con el segundo de los
puntos mencionados en el apartado anterior, dedicaremos el apartado siguiente a las

32
La cita anterior en el cuerpo del texto continúa: “Por último, no olvide nunca que ha prometido absoluta
sinceridad, y nunca omita algo so protexto de que por alguna razón le resulta desagradable comunicarlo”
(Freud, 1912, 136).
33
En el caso Dora, Freud se refiere a la insinceridad consciente de los pacientes, que deliberadamente no
informan aspectos que deberían comunicar: “Se guarda conciente y deliberadamente una parte de lo que
le es bien conocido y debería contar” (Freud, 1905, 17).

297
relaciones entre vergüenza y mirada, con el propósito de establecer un estado del arte
básico que entronque el trabajo aquí realizado con futuras producciones.

En los últimos años distintas publicaciones han comenzado a ocuparse de la


cuestión de la vergüenza. Si bien el término no cobra en Freud (quizá sí en Lacan) el
estatuto de un concepto, estas recientes publicaciones avanzan en la vía de delimitar
formas y variantes de su estructura. De hecho, podría decirse que este criterio es el que
permite distinguir los trabajos que se aproximan al tema con alguna gravedad, y afán
sistemático, de aquellos que permanecen en una mera paráfrasis descriptiva o un breve
comentario de citas.
Por ejemplo, podrían mencionarse los trabajos contemporáneos de S. Tisseron, La
vergüenza. Psicoanálisis de un lazo social (1992), y V. de Gaulejac, La fuentes de la
vergüenza (1996), que –propuestos desde una perspectiva psico-sociológica– vinculan
la vergüenza, el primero, con el objeto materno, y el segundo con el desfallecimiento de
la imagen del padre. No obstante, a pesar de este lineamiento fundamental y divergente,
ambos trabajos apuntan –a través del estudio clínico de “casos paradigmáticos” o
“trayectos de vida”– a complejizar la noción, intentando precisar distintas aristas
intrínsecas a su consolidación. De este modo, de Gaulejac distingue formas de la
vergüenza en función de la condición existencial del sujeto: corporal (relacionada con la
fealdad), sexual (relativa a la intimidad), psíquica (respecto de la estima de sí), moral
(propia de la hipocresía, la mentira, etc.), social (en los casos de estigmatización a causa
de una identidad, raza, etc.), ontológica (en la que el sujeto está confrontado a lo
inhumano como espectador), etc. En este punto, su trabajo se encuentra próximo de
ciertas referencias filosóficas clásicas, entre las que cabría considerar a M. Heidegger (y
la “vergüenza de ser”) y, más recientemente, el tercer capítulo de Lo que queda de
Auschwitz (1998), de G. Agamben, titulado “La vergüenza, o del sujeto” –y que estudia
este afecto, desde una perspectiva no psicológica, en los sobrevivientes–. También
cabría observar que aquí la cuestión de la vergüenza se cruza con el motivo de la
culpabilidad (también analizada por Heidegger y Agamben). Un libro reciente que
retoma este aspecto es Vergüenza, culpabilidad y traumatismo (2007) de A. Ciccone y
A. Ferrant.

298
Dos observaciones pueden desprenderse de este apretado repertorio bibliográfico:
por un lado, el campo de estudios sobre la vergüenza desborda la perspectiva
psicoanalítica, e incluso en este último territorio dista de tratarse de un afecto que pueda
ser definido unívocamente; por otro lado, es preciso partir de distinguir la vergüenza de
otros afectos para poder realizar una primera aproximación.
Esta última orientación fue llevada a cabo por C. Soler en su libro Los afectos
lacanianos (2011):

“La vergüenza es un afecto más complejo, más sutil que la cólera y


también más ligado al inconsciente. Es difícil de delimitar. […] el
dominio del fastidio y la pesadumbre en nuestro discurso actual hace eco
a la falta en gozar, del goce que hay o que no hay; la tristeza o el gay
saber inscriben el rechazo del saber o sus límites intrínsecos; la cólera
ratifica las inadecuaciones de lo real a lo simbólico. Por lo que se refiere
a la vergüenza […] Lacan habló de la vergüenza a menudo, pero sus
desarrollos más consistentes y, sobre todo, más novedosos sobre este
sentimiento se encuentran hacia el final del seminario El revés del
psicoanálisis…” (Soler, 2011, 89)

Entonces, es importante distinguir la vergüenza en el contexto de otros afectos


(como la cólera, la tristeza, el fastidio, etc.), para luego detenerse en su especificidad; y,
como sostiene Soler, es el seminario 17, en apenas una de sus lecciones, donde se
encuentran desarrollos importantes de Lacan sobre este tema.
Asimismo, en una publicación reciente –Livre compagnon de «L’envers de la
psychanalyse» (2007)– dedicada a una lectura del seminario 17, y que consta de varios
análisis de esta clase mencionada, Anne Oldenhove-Calberg, distingue la vergüenza de
la culpabilidad en los siguientes términos:

“Me parece importante distinguir la culpabilidad de la vergüenza: en


efecto, si la culpabilidad surge cuando el sujeto no estaría en orden con el
ideal paterno, la vergüenza vendría más bien a testimoniar del momento
en que algo del goce privado hace irrupción en el espacio público.”
(Oldenhove-Calberg, 2007, 229)

299
De acuerdo con la perspectiva de esta autora, cabe añadir a la distinción entre
vergüenza y culpa, distintas formas de la vergüenza en la vida amorosa: por ejemplo, la
vergüenza de ser rechazado –ser visto como alguien que no fue amado, lo que
eventualmente lleva al acting out de la destreza de la seducción compulsiva en el
hombre, o al deseo prevenido que interactúa en condiciones de anonimato (como en las
redes sociales y otros modos de virtualidad), o la inhibición ocasional en la mujer– y la
vergüenza que se puede sentir frente a la iniciativa de otro –ocasionalmente vinculada a
la “vergüenza ajena” o al impudor del partenaire–. No obstante, dado su carácter de
breve comentario de una clase de Lacan, ciertas distinciones quedan solapadas o apenas
introducidas. En este punto, sería aconsejable, antes de detenerse en un análisis de la
estructura de la vergüenza en la vida amorosa, deslindar el alcance de tres conceptos
que suelen superponerse: vergüenza, pudor, timidez.
Ahora bien, la vergüenza es un afecto crucial en la práctica analítica. En principio,
porque es un indicador prístino de la división subjetiva, al punto de que el sujeto
avergonzado vacila en la situación de sentirse descubierto y, eventualmente, se detiene
en su decir y calla. Por lo tanto, a primera vista, la vergüenza pareciera una especie de
obstáculo concreto para el cumplimiento de la regla fundamental del psicoanálisis, la
asociación libre, ya que facilitaría cierto “disimulo” por parte del analizante. En estos
términos lo entendía Freud cuando, como mencionamos en el apartado anterior, se
refería a la “insinceridad consciente” que puede estar a la base del carácter fragmentario
y reticente del discurso del neurótico:

“En efecto, esa falla [la incapacidad para dar una exposición ordenada de
la propia biografía] reconoce los siguiente fundamentos: En primer lugar,
el enfermo, por los motivos todavía no superados de la timidez y la
vergüenza (o la discreción, cuando entran en cuenta otras personas)…”
(Freud, 1905, 17)

No obstante, cabría preguntarse si acaso la timidez y la vergüenza realizan la misma


contribución, cuando podría pensarse que no son idénticas entre sí. Asimismo, podría
añadirse un tercer elemento en la consideración y pensar, por ejemplo, en el pudor.
¿Cuáles son las coordenadas estructurales de la vergüenza, la timidez y el pudor? En sus
Tres ensayos de teoría sexual, Freud se refiere en diversas ocasiones a la vergüenza,
como una de las resistencias ante la pulsión, esto es, como uno de los diques psíquicos

300
que se constituyen en el período de latencia y que inhiben la sexualidad, al punto de
calificar a la vergüenza como una formación reactiva (Cf. Freud, 1905b, 146-7; 149;
161-2). Vergüenza, asco y escrúpulos morales son el saldo de este modo de sublimación
–aunque puede haber sublimación por otras vías no reactivas–; y, entonces, cabe
preguntarse si acaso el asco no indica una referencia indirecta al pudor,34 es decir, la
violencia ejercida contra el pudor suele producir ese efecto: con estas coordenadas
podría considerarse el síntoma del asco en el caso Dora, cuando el Sr. K. le solicita que
lo espere junto a la puerta que daba a la escalera y, a al pasar, junta su cuerpo contra el
de ella y le estampa un beso que produce, en la joven muchacha, un “violento asco”
(Freud, 1905, 26). Podría pensarse que esta escena demuestra que el pudor –al igual que
la vergüenza– también requiere de la participación del otro, pero sus coordenadas serían
distintas.35 Si en la vergüenza, la barra recae sobre el avergonzado de modo directo,
frente al sentimiento de sentirse mirado, en el pudor es precisa una condición
suplementaria: que el otro actúe una forma de transgresión (incluso cuando dicho acto
no sea más que la realización de un deseo). En estos términos puede entenderse una
referencia de Lacan en “Kant con Sade” (1962), cuando sostiene el carácter
amboceptivo del pudor, que para ser violentado en uno no necesita más que un acto en
el otro:

“…el pudor es amboceptivo de las coyunturas del ser: entre dos, el


impudor de uno basta para constituir la violación del pudor del otro.”
(Lacan, 1962, 751)

De este modo, el asco –el ataque al pudor– es un efecto de la presencia ante un


modo de satisfacción en el otro, un supuesto goce en el Otro, que no puede reconocerse
como propio. En la vergüenza, en cambio, la división del sujeto tiene la dimensión de lo
in fraganti, de una revelación súbita de la intimidad, en la que es sorprendido un goce
escondido o un deseo inesperado.

34
Una referencia de Lacan que distingue vergüenza y pudor, e introduce el motivo del asco, se encuentra
en la clase del 3 de junio de 1959 en el seminario “El deseo y su interpretación”: “El objeto tiene esta
función, precisamente, de significar ese punto donde el sujeto no puede nombrarse, donde el pudor, diría,
es la forma regia de lo que se efectiviza en los síntomas de la vergüenza y el asco.”
35
Desde un punto de vista descriptivo, podría decirse que la vergüenza es una forma de sanción subjetiva
de la transgresión del pudor. De este modo, el pudor precedería a la vergüenza y sería una suerte de
barrera o inhibición objetiva contra aquella.

301
Por último, respecto de la timidez, cabría añadir que se trata de una posición
subjetiva que prácticamente no ha sido estudiada en psicoanálisis, con la excepción de
unos pocos artículos, entre ellos, uno de Winnicott, quien distingue una timidez normal
(ligada, eventualmente, a la retracción de un duelo) y una patológica, o sintomática,
vinculada a cuestiones persecutorias (Cf. Winnicott, 1938). En este último caso, la
timidez responde a temores de ser perseguido –nuevamente, es la dimensión
omnipresente de la mirada la que se pone en juego–.
En la clase del 17 de junio de 1970, en el seminario 17, Lacan presenta la idea de
una “vergonzontología”, neologismo que juega en francés con los términos “vergüenza”
(honte) y “ontología” (ontologie). Para el psicoanálisis, la ontología se defrauda en la
vergüenza, en la medida en que el estudio del ser del sujeto siempre queda confrontado
con la falta, dado que el significante no puede decir su ser íntimo, aquella satisfacción a
la que está fijado y, ocasionalmente, desconoce.
En este seminario, Lacan articula la vergüenza con el discurso universitario. En
términos generales, el discurso universitario puede ser definido a partir de la imposición
del trabajo de tener que develar las coordenadas que un saber encubre. No obstante, y
esto es lo que diferencia esta estructura del discurso del Amo –en el que el saber se
encuentra expuesto–, lo que se produce en el discurso universitario es la división
subjetiva de aquel que, en posición de objeto, no hace más que verificar su falta
respecto de este saber. El que quiere saber –o, mejor dicho, quien debe saber–, todo el
tiempo descubre, como su verdad, que no sabe (tanto como lo esperado). Y esto también
obedece a motivos estructurales, ya que el discurso universitario tiene como agente la
represión de las coordenadas del saber en cuestión.
Este modo de discurso, que articula una relación específica entre el saber y la
verdad, podría otorgar títulos aproximados a las formas de sensibilidad que,
esporádicamente, pueden representarlo. Al agente del saber se lo suele llamar
“profesor”, del que Lacan sostenía que se caracteriza por “enseñar sobre enseñanzas” y,
por lo tanto, es incapaz de producir una enseñanza propia. Al esclavo que acompaña
esta partida Lacan le concedió el nombre de “astudé”, neologismo que condensa una
referencia a la palabra “estudiante” aunque también a la palabra “estúpido” –por lo
tanto, se trata de aquel que sólo verifica, una y otra vez, su estupidez frente a un saber
respecto del cual está en falta–. En esta tesis hemos sido conscientes de esta
elaboración, y no por inscribirse en un contexto universitario consideramos que
responde al discurso universitario. En todo caso, hemos tensado nuestras ideas en un

302
contexto argumentativo que pretende validación, pero sin recaer en una justificación
impostada, agotada en una sistematización de citas sin enunciación.
Asimismo, en el seminario 17 Lacan introduce la idea de una vergüenza “propia”
del discurso universitario de esa época, que denomina “vergüenza por vivir” y que
marca “una degeneración del significante amo”. Esta vergüenza estaría asociada a
ciertas coordenadas que pueden resumirse en la expresión “morirse de vergüenza”
(Lacan, 1960-70, 195), es decir, la situación en que alguien preferiría la muerte a quedar
expuesto a la revelación de su división –en nuestro idioma, nos referimos a esta
posibilidad cuando decimos “que me trague la tierra”–. Para Lacan existió una época, ya
pasada, en que al rebajamiento de los ideales se prefería la muerte. Pero, según Lacan,
los tiempos han cambiado. Desde la perspectiva Lacan, la vergüenza hoy en día se
convirtió en una “vergüenza por vivir tan finamente” (Lacan, 1969-70, 198).
Actualmente, lo que avergüenza es vivir una vida que nunca merece la muerte, dado que
falta su inscripción en la genealogía de un S1. Todo se reduce a lo trivial, al vacío, lo
que se suele llamar “tiempo líquidos”.
No obstante, esta perspectiva no permite avanzar respecto de la articulación entre
mirada y vergüenza, a pesar de que la relación entre vergüenza y mirada es presentada
por Lacan desde el comienzo de su enseñanza. Así, por ejemplo, en el seminario 1 se
afirma la idea de una “fenomenología de la vergüenza, del pudor, del prestigio, del
temor particular engendrado por la mirada” (Lacan, 1953-54, 314). En este contexto, el
referente específico para dar cuenta de la cuestión es J.-P. Sartre y el apartado “La
mirada” de El ser y la nada (1943).
No obstante, antes de este apartado específico, la cuestión de la vergüenza se
plantea en desde el inicio de la tercera parte del El ser y la nada, dedicada al problema
de la existencia del otro. Contra la posición idealista, para la cual el solipsismo es un
punto de partida, y que requiere demostrar la existencia del prójimo a través de la
presentación de su cuerpo como un objeto más del mundo, la fenomenología sartreana
encuentra en el ser para otro un punto de partida, una estructura que no puede ser
deducida. La vergüenza se inscribe en el tipo de experiencias que exponen esta situación
radical:

“… aunque ciertas formas complejas y derivadas de la vergüenza puedan


aparecer en el plano reflexivo, la vergüenza no es originariamente un
fenómeno de reflexión. En efecto, cualesquiera que fueren los resultados

303
que puedan obtenerse en la soledad por la práctica religiosa de la
vergüenza, la vergüenza, en su estructura primera, es vergüenza ante
alguien.” (Sartre, 1943, 250-51)

Por un lado, esta observación introduce la noción de que la presencia del otro no
necesariamente requiere de su presencia física. Podríamos pensar, por ejemplo, que
dicha injerencia se efectúa eventualmente a través de la participación de ideales desde
los cuales, sólo secundariamente, alguien reflexiona (se ve a sí mismo). Por otro lado, la
vergüenza requiere una forma específica de manifestación ante alguien: la mirada. Para
Sartre, “soy como el prójimo me ve” (Sartre, 1943, 251), donde el énfasis puesto en el
ser indica que el sujeto se reduce a un objeto para la mirada del otro, esto es, queda
fijado en alguna actitud “evidente”. Asimismo, cabe aquí una aclaración, para matizar la
idea de que esta fijación deba toda su responsabilidad al Otro:

“…este nuevo ser que aparece para otro no reside en el otro: yo soy
responsable de él, como lo muestra a las claras el sistema educativo
consistente en ‘avergonzar’ a los niños de lo que son. Así, la vergüenza es
vergüenza de sí ante otro; estas dos estructuras son inseparables.” (Sartre,
1943, 251)

De este modo, el sujeto no deja de ser responsable de su ser para el otro. Y la


vergüenza, para el caso, es un índice de que en esa objetivación se compromete algo de
su intimidad. Podríamos añadir, entonces, que en la vergüenza se realiza ese traslado de
lo íntimo a lo privado que no se corresponde estrictamente con la mirada de una persona
concreta, sino con una posición subjetiva –porque, así como la mirada puede
manifestarse en soledad, también podemos imaginar situaciones en las que alguien no se
sienta aludido por los semejantes a su alrededor (y, por ejemplo, se sentiría tocado ante
la imagen de una fotografía de su amada ausente)–. Sartre expresa estas distinciones en
los siguientes términos:

“…si aprehendo la mirada, dejo de percibir los ojos […]. La mirada del
otro enmascara sus ojos, parece ir por delante de ellos.” (Sartre, 1943,
286)

304
Esta última indicación permite apreciar que la mirada no se confunde con la visión
–cuestión que, según vimos en esta tesis, habría de retomar Lacan en el seminario 11–.
Para tomar el ejemplo paradigmático de Sartre, podría considerarse el caso del celoso
que espía detrás de una puerta hasta que siente unos pasos en la escalera. No es
necesario que sea visto por unos ojos, porque –por decirlo así– ya fue visto por la
mirada; en esta situación, el sujeto queda asumido como celoso, objetivado incluso para
sí mismo, confundido “con este ser que yo soy que la vergüenza me descubre” (Sartre,
1943, 289). En este punto, la vergüenza es un indicador de la presencia del sujeto, de
que ese cuerpo es “habitado”, como lo demuestran el rubor, bajar la mirada, en
definitiva, no saber detrás de qué esconderse, cuando el sujeto se siente mirado desde
todos lados.
El “ser descubierto” de la mirada es sólo un modo de respuesta ante la mirada del
otro; también podría haberse pensado en el orgullo –y así lo propone Sartre, junto con la
posibilidad del miedo–, como una forma de responder a la división subjetiva de la
mirada. De hecho, desde la perspectiva psicoanalítica, es conocida la inflación narcisista
–aquello que Lacan llamara “infatuación” (Cf. Lacan, 1946, 146) como un modo de
encubrir la angustia–.
Resumamos, entonces, el planteo sartreano de la estructura de la mirada, con una
nueva consideración:

“… la mirada, como lo hemos mostrado, aparece sobre fondo de


destrucción del objeto que la pone de manifiesto. Si ese transeúnte gordo
y feo que avanza hacia mí con paso saltarín de pronto me mira, adiós su
fealdad, su obesidad y sus saltitos: durante el tiempo que me siento
mirado, es pura libertad mediadora entre yo y yo mismo.” (Sartre, 1943,
304)

La vergüenza es un modo de respuesta ante la mirada del Otro. No obstante, la


mirada no es la visión de un semejante concreto, sino que plantea una trascendencia
respecto del partenaire especular y supone una nueva dimensión: el otro como objeto de
semejanza, o de eventual agresividad, queda suspendido, entre paréntesis –como lo
demuestra la referencia anterior–, y el sujeto queda reducido a un objeto para alguien
que no es o, mejor dicho, para Otro que es “pura libertad”, como la que tiene la mantis
religiosa en el ejemplo propuesto por Lacan en el seminario 10 para hablar de la

305
angustia (Cf. Lacan, 1962-63, 14). En este punto, podría decirse que la vergüenza
supone un pasaje por la angustia, propio de la división subjetiva, pero también es una
respuesta a esta última, en la medida en que hace consistir un modo de satisfacción en
que el sujeto se reconoce como descubierto. En última instancia, lo que cabría añadir es
que dicho “dar a ver” se realiza ante una forma indeterminada del Otro. “¿Qué va a
pensar de mí?”, suele preguntarse el avergonzado.
En un artículo como “El creador literario y el fantaseo” (1908) Freud ya se había
referido al paseante que camina por la calle envuelto en sus ensoñaciones, con una
sonrisa dibujada en el rostro. Se trata de una situación harto conocida, a la que cabría
añadir el detalle de que estos fantaseadores suelen esconder sus gestos al caminar
(miran para abajo, desvían la mirada, etc.). Ahora imaginemos la posibilidad de que uno
de ellos sea sorprendido e interrogado por alguien que le dijera: “¡Qué bonito reírse de
esas cosas!”. El efecto no se dejaría esperar: la más inclemente vergüenza inundaría el
rostro del sujeto. Esta intervención, que se yergue como una referencia a un saber
supuesto en el Otro, restituye el goce de la mirada. En todo caso, podría decirse que si el
goce de la visión consiste en la metonimia de apuntar a lo que no se ve –a través de un
develamiento continuo–, la mirada –en este caso, a través de la vergüenza– es una forma
de restitución del objeto perdido:

“La mirada es ese objeto perdido y, de pronto, re-encontrado, en la


conflagración de la vergüenza […]. Hasta ese momento ¿qué busca ver el
sujeto? Busca, sépase bien, al objeto como ausencia. […] Busca, no el
falo, como dicen, sino justamente su ausencia, y a eso se debe la
preeminencia de ciertas formas como objetos de su búsqueda.” (Lacan,
1964, 189)

Para concluir este apartado, que se continuará en investigaciones posteriores, cabría


explicitar la corroboración de estos elementos (el deseo, el saber, el goce) en la
interpretación que realiza Lacan de la concepción de la mirada en el seminario 11:

“La mirada se ve –precisamente, la mirada de la que habla Sartre, la


mirada que me sorprende y me reduce a la vergüenza ya que éste es el
sentimiento que él más recalca. […] Si leen su texto verán que no habla
en absoluto de la entrada en escena de la mirada como algo que atañe al
órgano de la vista […]. Una mirada lo sorprende haciendo de mirón, lo

306
desconcierta, lo hace zozobrar, y lo reduce a un sentimiento de
vergüenza. […]. ¿No queda claro que la mirada sólo se interpone en la
medida en que el que se siente sorprendido no es el sujeto anonadante,
correlativo del mundo de la objetividad, sino el sujeto que se sostiene en
una función de deseo?” (Lacan, 1964, 92)

Junto con la referencia anteriormente citada, esta indicación de varios motivos,


confirma la continuidad entre el análisis sartreano de la mirada y la perspectiva de
Lacan, en una enumeración de cuatro puntos: a) la articulación entre mirada y
vergüenza; b) la mirada no es la visión; c) la mirada se expresa en la sorpresa, en la
sensación de sentirse descubierto; d) lo que se descubre es una posición deseante del
sujeto. En nuestra exposición hemos ampliado una consideración acerca del matiz de
este descubrimiento del deseo del sujeto a través de una referencia al saber que se
supone en juego. En este punto, no se trataría de una mirada ciega, sino una mirada
omnisciente a cuya merced el sujeto se supone indefenso.

VI

Esta tesis concluye, a partir de los dos últimos apartados, con una indicación de los
temas que garantizan la continuidad de sus resultados en nuevas investigaciones.
Asimismo, en el último apartado en particular, puede advertirse de qué modo –en un
estudio sobre la vergüenza– la fenomenología continuaría siendo una referencia capital.
De esta manera, este fenómeno clínico, dada su exterioridad a la investigación presente,
se constituye en una suerte de excepción que confirma la regla. Una tesis que buscara
ser omnicomprensiva no demostraría nada, pero también el recorte de un tema debe
dejar de lado fenómenos cuya exclusión encuentre una justificación razonable, es decir,
cuya razonabilidad pueda explicitarse. Este el lugar que ocupa la vergüenza, como
formación de la mirada, en este caso.
Para concluir, entonces, realizaremos una última observación. La reducción de los
fenómenos clínicos estudiados (acting out, sueño, recuerdo encubridor) a formas de la
mirada, basados en funciones (con los términos “escena”, “velo”, “pantalla”) que
remiten a estructuras formales, permite no sólo sortear la equivocidad con que estos
términos son utilizados en la enseñanza de Lacan, sino también evitar la permanencia de

307
residuos psicológicos en la experiencia psicoanalítica. Dicho de otra manera, a partir de
nuestra tesis, un sueño no es lo que un paciente menciona cuando dice “Tuve un sueño”,
sino aquello que se presenta con la estructura de un sueño y, por lo tanto, motiva una
intervención del analista conforme con esta condición. De este modo, el sueño ya no es
una “función psíquica” sino un fenómeno fundamentado en la experiencia psicoanalítica
desde su aparición particular, de la misma manera que un recuerdo encubridor deja ser
aprehensible desde la indicación psicologista “Recuerdo que cuando era niño…” o bien
el acting out deja de nombrar cualquier conducta más o menos provocativa… El
resultado más interesante, para el caso, es que bien puede haber “sueños” que, desde la
experiencia analítica, “funcionen” como un acting out, o bien recuerdos de infancia
cuya estructura sea onírica. Por esta vía el psicoanálisis no debería nada a una
psicología de la mente o de las llamadas “facultades superiores”, porque sólo tendría
como piedra de toque fundamental interrogar las condiciones de su experiencia a partir
de la regla fundamental.

308
Bibliografía de Conclusiones

Ciccone, A; Ferrant; A. (2007) Honte, Culpabilité et Traumatismo, Paris, Dunod.


Freud, S. (1905) Fragmento de análisis de un caso de histeria (caso «Dora») en
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Winnicott, D. W. (1938) “La timidez y los trastornos nerviosos en los niños” en El
niño y el mundo externo, Buenos Aires, Hormé, 1965.

309
Doctorado en Psicología

Tesis

“Construcción fenomenológica y consecuencias clínicas del objeto a


como mirada en psicoanálisis.”

Doctorando: Luciano Lutereau

Director y Consejero: Dr. Pablo Muñoz

Abril de 2015

310
Índice

Introducción……………………………………………………………………………1

Primera parte: Cuestiones de método

Capítulo 1: Observaciones sobre la mirada. Cuestiones conceptuales y metodológicas...9


1.1 La mirada en las formaciones de objeto a……………………………………………….11
1.2 La mirada, paradigma del objeto…………………………………………………………15
1.3 El objeto mirada en la constitución de lo imaginario…………………………………...19
1.4 Conclusiones y perspectivas de investigación…………………………………………..22

Capítulo 2: Fenomenología y Psicoanálisis. Precedentes históricos y


contemporáneos…………………………………………………………………….…..25
2.1 Precedentes históricos de estudios metodológicos…………….…..……………….28
2.2 Consideraciones metodológicas en la obra de G.-F. Duportail………………….…35
2.3 Conclusiones……………………………………………………………………..…42

Segunda Parte: Fenomenología de la mirada

Capítulo 3: La construcción fenomenológica de lo imaginario (1932-1953)…………..47


3.1 Hacia la Imago…………………………………………………………………..…51
3.2 Con la Imago……………………………………………………………………….53
3.3 Después de la Imago………………………………………………………………61
3.4 Conclusiones………………………………………………………………….…...66

Capítulo 4: El objeto a y la intencionalidad……………………………………………72


4.1 El objeto como correlato intencional en Husserl……………………………….…..74
4.2 El objeto en la fenomenología de Heidegger……………………………………….80
4.3 La intencionalidad corporal en Merleau-Ponty…………………………………….85
4.4 Conclusiones…………………………………………………………………...…...94

311
Capítulo 5: Merleau-Ponty y Lacan I: Deseo, inconsciente y lenguaje…………..…….98
5.1 Del comportamiento integrado al cuerpo deseante…………………………………99
5.2 Una concepción simbólica del inconsciente………………………………………105
5.2 El lenguaje como expresión y la doctrina del significante………………………..109
5.3 Conclusiones…………………………………………………………………….112

Capítulo 6: Merleau-Ponty y Lacan II: La mirada……………………………………115


6.1 De la percepción a la mirada, del cuerpo a la carne………………………………116
6.2 ¿Fenomenología del objeto a?.................................................................................120
6.3 Hacia una clínica de la mirada…………………………………………………….127
6.4 Conclusiones……………………...….. …………………………………………..130

Tercera Parte: Psicoanálisis de la mirada

Capítulo 7: El psicoanálisis como antifenomenología………………………………..137


7.1 La cuestión del inconsciente……………………………….………………….….139
7.2 La antifenomenología………………………………………….………………….142
7.3 Conclusiones………………………………………………….…………………...149

Capítulo 8: El objeto mirada en la enseñanza de J. Lacan I: Precedentes y una primera


noción de imagen……………………………………………………….……………..152
8.1 Precedentes fenomenológicos………………………………………..……………153
8.2 La imagen como velo…………………………………………………………..…157
8.3 Conclusiones………………………………………………………………………160

Capítulo 9: El objeto mirada en Lacan II: Del falo simbólico al objeto a…………… 161
9.1 El falo como símbolo……………………………………………………………162
9.2 El objeto a como mirada………………………………………………………..…165
9.3 Anamorfosis y “función cuadro”………………………………………………….176

Capítulo 10: El objeto mirada en la enseñanza de J. Lacan III: Mirada y


representación…………………………………………………………………………184

312
10.1 La representación……………………………………………………..………….185
10.2 Las Meninas……………………………………………………………………...189
10.3 El representante de la representación…………….……………………………...192
10.4 Conclusiones a los capítulos 8, 9 y 10…………………………………………..197

Capítulo 11: La mirada como “fenómeno saturado”: Un nuevo recurso a la


fenomenología………………………………………………………………….……..202
11.1 El cuadro como fenómeno saturado…………………………….………………203
11.2 El cuadro como mirada…………………………………………….……………206
11.3 Conclusiones: La mirada como fenómeno saturado…………………………….209

Cuarta Parte: Clínica de la mirada

Capítulo 12: El acting out como escena……………………………………………....215


12.1 La función correctiva del acting out………………………….………….……...216
12.2 Introducción del objeto a……………………………………….……………….220
12.3 La función mostrativa acting out…………………………….………………….224
12.4 Un caso clínico: El Hombre de los sesos frescos……………………………….228
12.5 Acting out y mirada………………………………………………………………233
12.6 Conclusiones y perspectivas………………………………………………...…. 238

Capítulo 13: El uso mostrativo del sueño. Función del velo y formación de objeto….239
13.1 ¿Siempre se ‘debe’ interpretar un sueño?..............................................................241
13.2 Los límites de la interpretación………………………………………………….244
13.3 Sueño hipernítido y sueño-índice……………………………….……………….254
13.4 La función del velo: el sueño como formación de la mirada…….………………262
13.5 Conclusiones y perspectivas……………………………………………………..264

Capítulo 14: La pantalla de la memoria. El recuerdo encubridor como formación de la


mirada……………………………………………………………………………..…..266
14.1 Teoría del recuerdo………………………………………………………………267
14.2 Clínica del recuerdo……………………………………………………………...271
14.3 Recuerdos que encubren…………………………………………………………274

313
14.4 El recuerdo escópico…………………………………………………………….280
Conclusiones…………………………………………………………………………..292

314

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