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Calderón Monroy Milly Danahé

HISTORIA MUNDIAL II

HISTORIA DEL SIGLO XX. CUARTO CAPÍTULO.


La caída del liberalismo.

La civilización liberal implicaba el rechazo a la dictadura y del gobierno


autoritario, el constitucionalismo, el respeto a los derechos y libertades del
ciudadano. En el Estado debían imperarla razón, el debate público, la educación
y la ciencia. Hasta 1914, estos valores sólo eran rechazados por los
tradicionalistas como la Iglesia católica y algunos intelectuales rebeldes.

Los movimientos de masas democráticos entrañaban un peligro inmediato, sobre


todo el movimiento obrero socialista; que defendía los valores de la razón, la
ciencia, el progreso, la educación y la libertad individual. Lo que rechazaban era
el sistema económico, no el gobierno constitucional y los principios de
convivencia.

Las instituciones de la democracia liberal habían progresado en la esfera política


y la primera guerra mundial parecía ayudar a acelerar ese progreso. Excepto en
la URSS todos los regímenes de la posguerra, viejos o nuevos, eran regímenes
parlamentarios representativos, sin embargo, en los veinte años que van desde
la “marcha sobre Roma” de Mussolini, hasta el apogeo de las potencias del Eje,
las instituciones políticas liberales sufrieron un retroceso, el cual se aceleró
cuando Hitler tomó el poder en Alemania.

En estos veinte años del retroceso del liberalismo ni un solo régimen


democrático-liberal fue desalojado del poder desde la izquierda, sino por
movimientos de derecha, que amenazaban al gobierno constitucional, por su
contenido ideológico de alcance mundial. Estos movimientos son llamados
fascistas, aunque no todas las fuerzas que derrocaron regímenes liberales lo
eran.

El fascismo inspiró a otras fuerzas antiliberales, las apoyó y dio a la derecha


internacional una confianza histórica. Dichas fuerzas se caracterizaban porque
eran contrarias a la revolución social, autoritarias y hostiles a las instituciones
políticas liberales, tendían a favorecer al ejército y a la policía por representar la
fuerza inmediata contra la subversión, y tendían a ser nacionalistas.

Había, sin embargo, diferencias entre ellas. Los autoritarios o conservadores de


viejo cuño carecían de una ideología concreta, más allá del anticomunismo y de
los prejuicios tradicionales de su clase. Si apoyaron a Hitler y a los movimientos
fascistas fue porque en la coyuntura del periodo de entreguerras la alianza
natural era la de todos los sectores de la derecha. Por otra parte estaban los
llamados “estados orgánicos”, regímenes conservadores que más que defender
el orden tradicional, recreaban sus principios como una forma de resistencia al
individualismo liberal y al desafío que planteaba el movimiento obrero y el
socialismo.

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Se reconocía la existencia de clases o grupos económicos, pero se conjuraba el


peligro de la lucha de clases mediante la aceptación de la jerarquía social, y el
reconocimiento de que cada grupo social desempeñaba una función en la
sociedad orgánica.

El nexo de unión entre la Iglesia, los viejos reaccionarios y los fascistas era el
odio común a la Ilustración, a la revolución francesa y a la democracia, al
liberalismo y al comunismo ateo.

El antifascismo legitimó por primera vez al catolicismo democrático en el seno


de la Iglesia. Comenzaron a aparecer partidos políticos que aglutinaban el voto
católico cuyo interés era defender los intereses de la Iglesia frente a los estados
laicos.

El primer movimiento fascista fue el italiano, que dio nombre al movimiento,


creación de Mussolini, seguido de la versión alemana creada por Hitler, quien
reconocía su deuda con éste último. Salvo el italiano, todos los movimientos
fascistas se establecieron después de la subida de Hitler al poder.

La teoría no era el punto fuerte de estos movimientos que predicaban la


insuficiencia de la razón y del racionalismo, y la superioridad del instinto y de la
voluntad. De hecho, el racismo estaba ausente al principio del fascismo italiano,
además, el fascismo compartía el nacionalismo, el anticomunismo y el
antiliberalismo, con otros movimientos no fascistas de derecha. La diferencia
entre derecha fascista y no fascistas era que la primera movilizaba a las masas
desde abajo.

El fascismo denunciaba la emancipación liberal –la mujer debía permanecer en


el hogar y dar a luz a muchos hijos- y desconfiaba de la influencia de la cultura
moderna y del arte de vanguardia. Los principales movimientos fascistas
(italiano y alemán) no recurrieron a la Iglesia y a la monarquía, all contrario,
intentaron suplantarlos por un principio de liderazgo encarnado en el hombre
hecho a sí mismo y legitimado por el apoyo de las masas y por unas ideologías
de carácter laico.

Hostil a la revolución francesa y a la Ilustración, el fascismo no creía


formalmente en la modernidad y en el progreso, pero no tenía dificultad en llevar
a la práctica la modernización tecnológica. El fascismo triunfó sobre el
liberalismo al demostrar que los hombres pueden conjurar sus creencias
absurdas sobre el mundo con un dominio eficaz de la alta tecnología
contemporánea.

Esos movimientos de la derecha radical que combinaban valores conservadores


con técnicas de la democracia de masas, habían surgido en los países europeos
a finales del siglo XIX como reacción contra el liberalismo y contra la corriente
de extranjeros que se desplazaban de uno otro lado del planeta en el mayor
movimiento migratorio que la historia había registrado. Esto anticipó lo que

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ocurriría en el siglo XX, iniciando la xenofobia masiva, de la que el racismo pasó


a ser la expresión habitual.

Estos encontraron su expresión más característica en el antisemitismo, que a


finales del XIX comenzó a animar en diversos países, movimientos políticos
específicos basados en la hostilidad hacia los judíos, que eran el símbolo del
odiado capitalista financiero, agitador revolucionario, competencia “injusta” a los
puestos de determinadas profesiones, etc.

En los países como Gran Bretaña, Francia y Estados Unidos, la hegemonía de la


tradición revolucionaria impidió la aparición de movimientos racistas
importantes.

Las clases medias y medias bajas fueron el sustento de esos movimientos


durante todo el período del fascismo, que ejerció un fuerte atractivo entre los
jóvenes de clase media, especialmente entre los universitarios de la Europa
continental que, durante el periodo de entreguerras, daban apoyo a la
ultraderecha.

El ascenso de la derecha radical después de la primera guerra mundial fue una


respuesta a la revolución social y al fortalecimiento de la clase obrera, o en
particular a la revolución de octubre y al leninismo. Sin ellos no habría existido
el fascismo, aunque esta tesis necesita ser matizada en dos aspectos. En primer
lugar, subestima el impacto de la primera guerra mundial tuvo sobre un
importante segmento de las clases menos favorecidas. Por otra parte, la reacción
derechista no fue una respuesta al bolchevismo como tal, sino a todos los
movimientos que amenazaban el orden vigente de la sociedad.

La amenaza no residía en los partidos socialistas obreros, sino en el


fortalecimiento del poder, la confianza y el radicalismo de la clase obrera, que
daba a los viejos partidos socialistas una nueva fuerza política y que los convirtió
en el sostén indispensable de los estados liberales.

Lo que le dio a la reacción de la derecha la oportunidad de triunfar después de


la primera guerra mundial, fue el hundimiento de los viejos regímenes y, con
ellos su influencia y hegemonía. En los países en los que esos regímenes se
conservaron en buen estado no fue necesario el fascismo; en cambio, las
condiciones óptimas para el triunfo de la derecha extrema eran un estado caduco
inoperante, una masa de ciudadanos descontentos y desconfiados, movimientos
socialistas fuertes que amenazaran con la revolución social pero sin tener los
medios para lograrlo.

Una vez tomado el poder en Alemania e Italia, el fascismo se negó a respetar


las viejas formas políticas e impuso su autoridad absoluta. Una vez conseguida
la eliminación de sus adversarios, no hubo ya límites políticos internos para lo
que pasó a ser la dictadura ilimitada de un “líder” populista supremo (duce o
Führer).

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La tesis fascista de que hubo una “revolución fascista” y la tesis marxista de que
el fascismo representó la expresión del “capitalismo monopolista” han sido
rechazadas. El nazismo tenía un programa social para las masas, sin embargo,
su principal logro fue haber superado la Gran Depresión con mayor éxito que
ningún otro gobierno, gracias a que su antiliberalismo le permitía no
comprometerse a aceptar el libre mercado.

El fascismo italiano era un régimen que defendía los intereses de las viejas clases
dirigentes, pues surgió como una defensa frente a la agitación revolucionaria
posterior a 1918, más que como una reacción a los traumas de la Gran
Depresión.

Con respecto a la tesis del “capitalismo monopolista de estado”, lo cierto es que


el capital se puede entender con cualquier régimen que no pretende expropiarlo
y que cualquier régimen debe alcanzar un entendimiento con él. Aunque el
fascismo no representa “la expresión de los intereses del capital monopolista”,
presenta algunas ventajas para el capital que no tenían otros regímenes, por
ejemplo; eliminó o venció a la revolución social izquierdista y pareció convertirse
en el principal bastión contra ella, y suprimió los sindicatos obreros y otros
elementos que limitaban los derechos de la patronal.

Probablemente el fascismo no habría alcanzado importancia de no haberse


producido la Gran Depresión, porque fue justamente lo que transformó a Hitler
en el dominador de Alemania.

La conquista del poder en Alemania por Hitler pareció confirmar el éxito de la


Italia de Mussolini e hizo del fascismo un poderoso movimiento político de
alcance mundial. Así que una serie de países se sintieron atraídos e influidos por
el fascismo, buscaron apoyo de Alemania e Italia.

Aunque en los treinta el fascismo influyó a escala mundial por ser impulsado por
estas dos potencias, fuera de Europa no existían condiciones favorables para la
aparición de grupos fascistas. A diferencia del comunismo, el fascismo no se
arraigó en Asia y África porque no respondía a las situaciones políticas locales.
Por otra parte, a pesar de las similitudes con el nacionalsocialismo alemán (y
afinidades menores con Italia), Japón no era fascista.

Para los estados y movimientos que buscaron el apoyo de Alemania e Italia, las
razones ideológicas no eran el motivo fundamental de ello. Algunos de ellos
negociaron el apoyo alemán, basándose en el principio de que “el enemigo de
mi enemigo es mi amigo”. Fue en América Latina donde la influencia del fascismo
europeo resultó abierta y reconocida, en Colombia con Eliécer Gaitán, Argentina
con Perón, y Brasil con Getulio Vargas.

A pesar de los infundados temores de Estados Unidos de verse asediado por el


nazismo desde el sur, la principal repercusión del fascismo en América latina fue
de carácter interno, porque Estados Unidos no aparecía ya, desde 1914, como
un aliado de las fuerzas progresistas y un contrapeso al imperialismo, y sus

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conquistas imperialistas hicieron surgir un rechazo “anti yanqui” en la política


latinoamericana.

Lo que tomaron del fascismo los dirigentes latinoamericanos fue la divinización


de líderes populistas valorados por su activismo. Pero las masas que movilizaron
no eran las que tenían temor por lo que pudieran perder, sino las que no tenían
nada que perder, y sus enemigos no fueron los extranjeros o los grupos
marginales, sino la oligarquía, los ricos y la clase dirigente local.

Mientras que los regímenes fascistas europeos aniquilaron los movimientos


obreros, los dirigentes latinoamericanos inspirados por él fueron sus creadores.

Se suele identificar erróneamente al fascismo con el nacionalismo. Es innegable


que los movimientos fascistas tendían a estimular las pasiones y prejuicios
nacionalistas, pero es evidente también que no todos los nacionalismos
simpatizaban con el fascismo, pues las ambiciones de Hitler y Mussolini suponían
una amenaza para algunos de ellos.

La movilización contra el fascismo impulsó en algunos países un patriotismo de


izquierda, sobre todo durante la guerra, en la que la resistencia al Eje se encarnó
en frentes nacionales. El alineamiento de un nacionalismo local junto al fascismo
dependía de si el avance de las potencias del Eje podía reportarle más beneficios
que inconvenientes y de si su odio hacia el comunismo, o hacia algún otro estado
o etnia, era más fuerte que el rechazo que le inspiraban los alemanes e italianos.

En el periodo de entreguerras donde el liberalismo retrocedió, se consideraba la


era de la crisis mundial como el final del sistema capitalista. La burguesía
enfrentada a problemas económicos y a una clase obrera cada vez más
revolucionaria, se veía obligada a recurrir a la fuerza y a la coerción, esto es, a
algo similar al fascismo.

Los sistemas democráticos no pueden funcionar si no existe un consenso básico


entre la gran mayoría de los ciudadanos acerca de la aceptación de su estado y
de su sistema social. A la inversa, es innegable que la estabilidad de los
regímenes democráticos tras la segunda guerra mundial, se cimentó en el
milagro económico de esos años.

En los inicios del siglo XX, la política liberal demostró su debilidad para dirigir de
forma convincente los estados, pues las condiciones no eran favorables para una
democracia representativa, como:

1) Gozar del consenso y aceptación generales (en el período de entreguerras


muy pocas democracias eran sólidas)

2) Cierto grado de compatibilidad entre los diferentes componentes del pueblo


–la democracia era viable donde el voto iba más allá de las divisiones de la
población nacional-, sin embargo, en una era de revoluciones, la norma era la
lucha de clases trasladada a la política y no la paz entre las diversas clases

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3) Que los gobiernos democráticos no tuvieran que desempeñar una labor


intensa de gobierno, los parlamentos se habían constituido no tanto para
gobernar como para controlar el poder de los que lo hacían, pero en el siglo XX
fue cada vez más necesaria intervención del gobierno, el estado que se limitaba
a dar las normas básicas para regir la economía y la sociedad había quedado
obsoleto.

4) Una condición de riqueza y prosperidad; las democracias de los veinte se


quebraron bajo la tensión de la revolución y la contrarrevolución y en los treinta
sufrieron los efectos de las tensiones de la crisis mundial. En estas
circunstancias, la democracia parlamentaria era débil, y funcionaba más bien
como un mecanismo para formalizar las divisiones entre grupos irreconciliables.
Nadie esperó que la democracia se revitalizara después de la guerra y menos
que al principio de los noventa sería la forma predominante de gobierno en el
planeta. La caía de los sistemas políticos liberales en el período de entreguerras
es una breve interrupción en su conquista secular del planeta.

BIBLIOGRAFÍA.
HOBSBAWM, Eric. Historia del siglo XX (1994). Buenos Aires, Grijalbo
Mondadori, 1999, 611 pp. [Versión electrónica].

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