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Hobsbawm, Eric (2009): “La era del Imperio, 1875-1914”. 6° edición – 1° reimpresión. Editorial Crítica.

Buenos Aires, Argentina.

INTRODUCCIÓN

Agosto de 1914 constituye uno de los indudables «puntos de inflexión naturales» en la historia. Fue
considerado como el final de una época por los contemporáneos y esa conclusión está vigente todavía;
pero es perfectamente posible rechazar esa idea e insistir en las continuidades que se manifiestan en los
años de la primera guerra mundial.

Más que ningún otro período, la era del imperio ha de ser desmitificada, precisamente porque nosotros ya
no formamos parte de ella, pero no sabemos hasta qué punto una parte de esa época está todavía
presente en nosotros.

La era del imperio fue considerada, en el decenio de 1980, como la más significativa en la formación del
pensamiento moderno vigente en ese momento. Estemos o no de acuerdo con ese punto de vista no hay
duda respecto a su significación histórica.

El periodo qué se extiende entre 1880 y 1914, no es sólo fundamental para el desarrollo de la cultura
moderna, sino que además constituye el marco para una serie de debates apasionados de historia, nacional
o internacional, iniciados en su mayor parte en los decenios anteriores a 1914, destacando además, el
hecho de que gran parte de los aspectos más característicos de nuestra época se originaron en esos
mismos años; en la política, los partidos socialistas, que ocupan los gobiernos o son la primera fuerza de
oposición en casi todos los estados de la Europa occidental, son producto del período que se extiende entre
1875 y 1914, al igual que una rama de la familia socialista, los partidos comunistas, que gobiernan los
regímenes de la Europa oriental. Otro tanto ocurre respecto al sistema de elección de los gobiernos
mediante elección democrática, respecto a los modernos partidos de masas y los sindicatos obreros
organizados a nivel nacional, así como con la legislación social.

Bajo el nombre de modernismo, la vanguardia de ese período protagonizó la mayor parte de la elevada
producción cultural del siglo XX. Mientras tanto, la cultura de la vida cotidiana está dominada todavía por
tres innovaciones que se produjeron en ese período: la industria de la publicidad en su forma moderna, los
periódicos o revistas modernos de circulación masiva y (directamente o a través de la televisión) el cine. Es
cierto que la ciencia y la tecnología han recorrido un largo camino desde 1875-1914, pero en el campo
científico existe una evidente continuidad entre la época de Planck, Einstein y el joven Niels Bohr y el
momento actual. En cuanto a la tecnología, los automóviles de gasolina y los ingenios voladores que
aparecieron por primera vez en la historia en el período que estudiamos, dominan todavía nuestros
paisajes y ciudades. La comunicación telefónica y radiofónica inventada en ese período se ha
perfeccionado, pero no ha sido superada. Es posible que los últimos decenios del siglo XX no encajen ya en
el marco establecido antes de 1914, marco que, sin embargo, es válido todavía a efectos de orientación.

Después de todo, la relación del pasado y el presente es esencial para comprender de qué forma el pasado
ha devenido en el presente.

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La era del imperio se halla dominada por contradicciones. Fue una época de paz sin precedentes en el
mundo occidental, que al mismo tiempo generó una época de guerras mundiales también sin precedentes.
Pese a las apariencias, fue una época de creciente estabilidad social en el ámbito de las economías
industriales desarrolladas que permitió la aparición de pequeños núcleos de individuos que con una
facilidad casi insultante se vieron en situación de conquistar y gobernar vastos imperios, pero que
inevitablemente generó en los márgenes de esos imperios las fuerzas combinadas de la rebelión y la
revolución que acabarían con esa estabilidad. Desde 1914 el mundo está dominado por el miedo —y, en
ocasiones, por la realidad— de una guerra global y por el miedo (o la esperanza) de la revolución, ambos
basados en las situaciones históricas que surgieron directamente de la era del imperio.

En ese período aparecieron los movimientos de masas organizados de los trabajadores, característicos del
capitalismo industrial y originados por él, que exigieron el derrocamiento del capitalismo. Pero surgieron en
el seno de unas economías muy florecientes y en expansión y en los países en que tenían mayor fuerza, en
una época en que probablemente el capitalismo les ofrecía unas condiciones algo menos duras que antes.
En este período, las instituciones políticas y culturales del liberalismo burgués se ampliaron a las masas
trabajadoras de las sociedades burguesas, incluyendo también (por primera vez en la historia) a la mujer,
pero esa extensión se realizó al precio de forzar a la clase fundamental, la burguesía liberal, a situarse en
los márgenes del poder político. En efecto, las democracias electorales, producto inevitable del progreso
liberal, liquidaron el liberalismo burgués como fuerza política en la mayor parte de los países. Fue un
período de profunda crisis de identidad y de transformación para una burguesía cuyos fundamentos
morales tradicionales se hundieron bajo la misma presión de sus acumulaciones de riqueza y su confort. Su
misma existencia como clase dominadora se vio socavada por la transformación del sistema económico. Las
personas jurídicas (es decir, las grandes organizaciones o compañías), propiedad de accionistas y que
empleaban a administradores y ejecutivos, comenzaron a sustituir a las personas reales y a sus familias,
que poseían y administraban sus propias empresas.

La historia de la era del imperio es un recuento sin fin de tales paradojas. Su esquema básico, tal como lo
vemos en este trabajo, es el de la sociedad y el mundo del liberalismo burgués avanzando hacia lo que se
ha llamado su «extraña muerte», conforme alcanza su apogeo, víctima de las contradicciones inherentes a
su progreso.

Pero lo que da a este período su tono y sabor peculiares es el hecho de que los cataclismos que habían de
producirse eran esperados, y al mismo tiempo resultaban incomprendidos y no creídos. La guerra mundial
tenía que producirse, pero nadie, ni siquiera el más cualificado de los profetas, comprendía realmente el
tipo de guerra que sería. Y cuando finalmente el mundo se vio al borde del abismo, los dirigentes se
precipitaron en él sin dar crédito a lo que sucedía. Los nuevos movimientos socialistas eran revolucionarios,
pero para la mayor parte de ellos la revolución era, en cierto sentido, la consecuencia lógica y necesaria de
la democracia burguesa que hacía que las decisiones, antes en manos de unos pocos, fueran compartidas
cada vez por un mayor número de individuos. Y para aquellos que esperaban una insurrección real se
trataba de una batalla cuyo, objetivo sólo podía ser, fundamentalmente, el de conseguir la democracia
burguesa como un paso previo para alcanzar otras metas más ambiciosas. Así pues, los revolucionarios se
mantuvieron en el seno de la era del imperio, aunque se preparaban para trascenderla.

Lo que es peculiar durante el siglo XIX largo es el hecho de que las fuerzas titánicas y revolucionarias de ese
período, cambiaron radicalmente el mundo; y que desde 1914 el siglo de la burguesía pertenece a la
historia.

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