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En la escuela
La escuela es un lugar de encuentro en el que hay niños que aprenden, niños
que juegan, docentes que enseñan e intercambian, directores que dirigen,
supervisores que supervisan, padres que anotan a sus hijos, hablan con los docentes,
construyen expectativas. Cada uno va armando su oficio, en una trama, en un campo
de significados que se va enlazando entre todos.
El aprendizaje escolar no se construye de modo aislado sino que se configura
en esta trama que le da sentido, porque se arman lazos sociales, que son
imprescindibles, inherentes e inevitables en la vida escolar. Preocupa tanto un chico
que no aprende como aquel que no juega o no establece relaciones con los demás,
o se relaciona de modo “no esperable” (agresión, por ejemplo). Lo que se espera
aparece como un modelo a seguir, bajo la normativa de una necesidad de
homogeneizar, aunque no se lo admita. Es decir, en la escuela se plantea el respeto
por la diversidad, pero cuando un niño es demasiado “distinto” al resto, en sus
aprendizajes, en sus conductas, no se sabe qué hacer. ¿Cuál es, entonces, la función
de la escuela?
Pensar que ésta es sólo lugar para aprender contenidos curriculares, enseñar,
dirigir y gestionar por fuera de un contexto, por fuera de la época, y formar una suerte
de comunidad de parecidos, es no entenderla como parte de un sistema, es pensar
que lo social y lo histórico no existen, lo cual supone también otro modo de mirar la
escuela, en el que resulta más fácil atribuir responsabilidades: si un chico no aprende,
es problema del chico y de su familia.
Por ello, lo que propongo es una mirada reflexiva sobre la escuela, que nos
implique como actores que trabajamos en ella, para entender lo que allí acontece y
los efectos que produce. En este sentido, la función primordial de la escuela es la de
brindar a sus alumnos la posibilidad de que todos aprendan. Cuando esto no ocurre,
es el sistema el que está fallando, en una doble dirección, a sí mismo y a los otros.,
y en consecuencia, fracasa. El “sistema” incluye las operaciones políticas, lo
ideológico y las prácticas que de ello derivan, ejercidas por las instituciones y los
distintos actores sociales que forman parte de ella, en las que los niños también son
actores.
Cada escuela tiene una modalidad, un estilo que le es propio, y es un
emergente epocal. Este estilo se expresa en el modo que tiene de valorar la realidad
y los aprendizajes, de plantear expectativas, de evaluar, y para ello cuenta con
marcos explícitos e implícitos que le permiten sostener sus prácticas, dando sentido
a las mismas.
Por lo tanto, mirar la escuela y lo que en ella sucede no es un simple ejercicio
de la voluntad, implica entender que estamos atravesados por el contexto social,
histórico y político, que incluye las leyes del mercado, que a su vez exigen soluciones
rápidas.(cultura zapping y diagnósticos exprés), construyendo la ilusión de que con
buena voluntad, atención, y mérito, los problemas se resuelven
Ante esta clara tensión entre las políticas públicas y ciertas lógicas privadas, hay que
revisar, entonces, diferentes cuestiones: qué entendemos, no sólo desde la teoría
sino desde nuestras prácticas, por inclusión escolar, qué significa “acompañar” a un
niño, cómo se sostiene a un docente, cómo se juegan las ¿diferentes? legalidades en
el ámbito escolar y cómo se plantea una intervención institucional. Es decir, abordar
lo institucional de la inclusión, nos supone, nos involucra, de lo contrario, la inclusión
pasa a ser “de los incluidos”.
Si la inclusión escolar es el modo en que la escuela debe dar respuesta a la
diversidad, superando la idea de “integración” escolar, es el sistema el que debe
ofrecer al niño respuestas a sus necesidades y no el niño el que debe “adaptarse” a
lo prescripto.(Dubrovsky, 2005, Szyber, 2009).
La inclusión de niños con patología psíquica grave en la escuela común
necesita de un marco regulatorio que la ordene, pero el movimiento que suele
suscitarse es el de la instalación de una situación dilemática que, como tal, parece no
tener salida. Albergar a un niño no es incluirlo en la escuela común como si no le
pasara nada, como si fuera uno más, porque no lo es, porque implicaría una lectura
simplificadora que, paradójicamente, excluye a los demás y a los efectos que se
producen en este movimiento institucional. Surgen, entonces, desencuentros, sobre
los que los equipos profesionales externos a la escuela debemos trabajar. Los
docentes, los padres de los otros alumnos, la conducción, plantean “problemas” a la
inclusión, en el sentido de situaciones que generan ambivalencia y malestar:
• ¿Por qué a Lorenzo se le permiten cosas que a los otro niños no?
• ¿Qué hace la escuela y quienes allí habitan con las “sugerencias” del
equipo privado y los padres del niño?
• ¿Qué efectos tiene en el grupo la situación de Lorenzo?
Los profesionales de los Equipos de Orientación Escolar (Ministerio de
Educación, CABA), enmarcados en un enfoque institucional, tratamos de pensar
cómo la escuela puede ofrecerle al niño una experiencia única, un lugar de encuentro
con los otros chicos, de construcción de lazos sociales y de experiencias de
aprendizaje que dejen huellas significativas, a la vez que pensamos en el entramado
aúlico, escolar y sus avatares. En principio, entonces, nos planteamos preguntas y
posibles intervenciones que permitan articular algunos aspectos: ¿Cómo se arman
lazos en un grupo, en una escuela, en la que se plantean las situaciones descriptas?
¿Cómo se construyen, cómo construye Lorenzo, y todos los Lorenzos una relación
de pertenencia con el grupo? La inclusión nos involucra, y su dimensión excede cada
situación individual, pero la contempla y sostiene.
Nos preguntamos, entonces, en este marco, acerca de cómo se construye la
diversidad de experiencias escolares y cómo se legitiman.
La escuela manifiesta su impotencia frente no sólo a un niño difícil, sino frente
a padres y equipos externos que pretenden imponer sus propias lógicas, convirtiendo
la inserción del niño en una suerte de “encaje forzoso” en el grupo. Se producen
miedos, contradicciones. Esta impotencia es la cara visible de la caída abrupta de un
ideal docente, en tanto que se quiebra la idea de la representación de lo que debió
ser y no es (Corea y Duschatzky, 2005), y supone, por lo tanto, la necesidad de
elaborar un duelo, del que el sistema debe ocuparse como modo de amparar al niño,
al docente, a las familias, a la escuela.
Propongo, entonces, la construcción de políticas públicas que no formulen
antinomias tales como escuela vs familia, niños normales vs niños con patologías, lo
homogéneo vs lo heterogéneo, que se esconden bajo la idea de que la escuela
incluye porque integra niños con graves problemas.
Una escuela para todos debe estar sostenida por un sistema que promueva
la construcción de aprendizajes significativos que favorezcan el deseo de conocer y
modos singulares de estar en la escuela, de construir lazos sociales propiciando el
armado de recursos simbólicos en todos los actores sociales. Una política pública de
inclusión escolar no debe escudarse en leyes por patologías, sino procurar la
construcción de relaciones significativas, otorgando sentido al vínculo entre la
problemática del niño, el discurso de los padres y lo que la escuela puede ofrecer.
Los organizadores escolares, en términos de tiempo, espacio, objetivos
pedagógicos, roles, funciones, es decir, encuadre, no son meras formalidades, porque
la escuela se convertiría en un galpón, sino que deben encararse como portadores
de sentido, que los actores resignifican.
Trabajar la inclusión escolar no implica necesariamente el abordaje de
perspectivas compatibles y articulables, cuyo epicentro sea el niño en cuestión. En
términos de la idea de “trama en movimiento”, se van produciendo diversos focos
cuya relación es el funcionamiento mismo del aula en principio.
Es importante marcar que, en tanto trama, podemos ir viendo algunos efectos,
y que estos se deben, básicamente, a la posibilidad delos encuentros con los otros,
intentando construir lo común a partir de lo diverso. Poder escucharse desde las
distintas perspectivas permite construir puentes entre modos de pensar y operar
diferentes, y, como plantea Jacobo Cupich (2012, ob. Cit)“…registrar el orden de lo
cotidiano, intentar escuchar más allá de las palabras, estar atentos a voces, significados
explícitos o encubiertos, silencios…”
La complejidad implica abrir un campo de análisis y de intervención posible con
múltiples focos para abordar, que, desde el trabajo institucional se intenta sostener
construyendo una mirada subjetivante, profundamente humana, para que la escuela
sea el lugar de encuentro en el que se construyen procesos de enseñanza y
aprendizaje.
Retoma Paula Pogré en Escuelas que enseñan a pensar (2004) , la idea de
que el enseñar no garantiza aprendizaje, pero quienes enseñan deben ser garantes
del derecho a aprender de todos y todas.
La segunda cuestión paradojal que se plantea hace referencia a las relaciones
al interior de cada grupo escolar específicamente, es decir, cómo se construyen las
relaciones de pertenencia cuando hay un niño con una discapacidad, patología visible
y diagnosticada. Aun así, quiero dejar claramente planteado que siempre opera como
fondo la inclusión social, la producción de existentes, de subjetividades, en el acotado
marco de lo escolar. La idea de trama en movimiento va visibilizando aspectos, que
pueden aparecer como focos ocasionales, pero que suponen, al mismo tiempo, el
movimiento de los otros aspectos
Pensar en el modo en que cada niño aprende y se relaciona con los otros
implica, al mismo tiempo, posicionarse como institución para explicitar qué se
entiende por “aprender” y armar lazos, y de qué modo la escuela se involucra.
Convivir, construir lo común, albergar diferencias, pensar en una escuela para todos
es un arduo trabajo político, estratégico, que involucra también un proceso compartido
de aprendizaje, complejo y singular, que no está exento de riesgos, y que ponen en
tela de juicio las ideas previas.
Se plantea una doble cuestión, o tal vez múltiple. Los efectos que produce en
un grupo un niño con ciertas características, ya, desde su enunciación, nos hace
pensar que “el niño” está por fuera y el resto “ por dentro”. El docente, sostenido,
tiene la oportunidad de construir con otros y desde su función la corresponsabilidad
de ser artífice del entramado grupal. El grupo no tiene una identidad acabada sino
que se reconstruye, porque también está atravesado por lo cotidiano. Así, no es la
sumatoria de identidades individuales, sino que las singularidades se enlazan para
armar identidades grupales. “este es el grupo del nene que tiene…..”, este es el grupo
que tiene tres integrados….”. Es decir, el grupo es sostén de la identidad individual,
a la vez que construye una propia, en función de cómo se van armando diferentes
procesos: lo pedagógico, la propuesta docente, la disposición en el aula, la mirada
institucional, la perspectiva de las familias, proceso en el que se va construyendo una
representación interna del otro, de cada uno y del conjunto.. El encuadre
grupal, marcado por el adulto, habilita, por un lado, la producción de significados, y
por otro, que se genere la experiencia de comenzar a “pertenecer”.
El desarrollo de la pertenencia grupal implica la posibilidad de poder pensarse
a sí mismo con el otro, en un marco que contiene
Dice Daniel Pennac:
“ ¿ A qué se debe el atractivo de la pandilla? A poder disolverse en ella con la sensación de
afirmarse. ¡La hermosa ilusión de la identidad¡ Todo para olvidar esa sensación de ser
absolutamente ajeno al universo escolar, y huir de aquellas miradas de adulto …Oponer un
sentimiento de comunidad a esa perpetua soledad, un allá a este aquí, un territorio a esta
prisión…” (Pennac, 2007, pag 30)
.
Intervenciones posibles
En toda intervención, que significa “venir entre”, se juegan dos cuestiones
centrales: la universalidad de un principio, los aspectos más generales, y la
singularidad de cada escena, de cada espacio, con los dispositivos específicos
construidos, las acciones llevadas a cabo, materiales y simbólicas, definidas en
términos de encuadre. Esto supone la creación espacios institucionales que permitan
interrogar lo cotidiano, revisitando prácticas y trayectorias, como recorridos situados.
Es decir, se trata de un recorrido en el que ningún sujeto está solo. La integración, la
inclusión, entonces, se con-mueven. Lo institucional hace referencia al encuadre de
trabajo en todas sus dimensiones, reconfigurando las relaciones que allí aparecen.
Es decir, es preciso analizar cómo se efectiviza un “posible” a partir de un marco
regulatorio que supone un encuadre de trabajo dinámico, con pautas que pueden
cambiar de forma pero no en el hecho de ser pautas (tiempo, espacio, roles,
proyectos, diseño curricular, legislación)., y considerando aspectos nodales como la
construcción de criterios para describir e interpretar las instituciones, sus espacios
reales y simbólicos, los lazos que se construyen y las singularidades.
Si se articulan la dimensión epocal con la de los avatares institucionales a raíz
de la cantidad de “niños integrados con proyectos de inclusión”, comenzamos a asistir
a la promoción de clasificaciones diagnósticas que funcionan como etiquetas que
arrasan la subjetividad y tiñen de patología el contexto escolar en su conjunto.
Resultan interesantes, en este sentido, las conceptualizaciones que proponen
Mariana Cantarelli y Sebastián Abad, en Habitar el Estado (2012): para pensar
nuestras intervenciones. Estos autores hablan de una posición subjetiva demandante
y una responsable, frente a la ética estatal. En el primer caso, se apunta a la
necesidad de una satisfacción inmediata, que nunca se logra, y que necesita de la
operación de “fuga” , es decir, atribución de los problemas en el otro, para deslindarse
de responsabilidades. La segunda, supone que la responsabilidad es un atributo que
deviene de la producción activa del sujeto, y está “…es el polo opuesto de la demanda.
Es un modo no moralista de vincularse con la tarea (estatal), con el otro…” (Cantarelli, Abad,
2012, ibid.).
La institución escolar, estallada, impactada, cuyos actores plantean su
impotencia frente a lo que sienten que se los fuerza a hacer, se sumerge en el
desamparo, y necesita de un profundo trabajo de historización colectiva que le permita
re-situarse, para deconstruir y reconstruirse. Pensar al niño en la escuela ,en la red
de lazos, y la trama que se produce, constituye un modo de abordar no sólo que le
pasa al niño con dificultades en la escuela sino cómo esto nos implica.
Las intervenciones escolares en tiempos de “tengo 3 integrados en el aula” necesitan
de miradas subjetivantes que puedan traducirse en acciones entramadas construidas
corresponsablemente, en una lógica de “lo posible”, como amparo, como borde, como
“condición para” y suponen algunos puntos cruciales:
• Facilitar experiencias que promuevan el deseo de construir proyectos con “los
otros visiblemente distintos”, compartiendo perspectivas..
• Generar espacios de intercambio que impliquen el armado de recursos internos
para afrontar situaciones y crear nuevas respuestas.
• Promover la construcción de lazos significativos.
• Propiciar el registro de las situaciones de conflicto y su abordaje en términos
posibilidad y no de déficit.