Está en la página 1de 8

Jean D’Alembert – Análisis del ESPIRITU DE

LAS LEYES y elogio de MONTESQUIEU.


Posted on 24 octubre, 2016

Análisis del ESPIRITU DE LAS LEYES y elogio de MONTESQUIEU.


Por Jean D’Alembert
La mayorı́a de la gente de letras que ha hablado de Del espı́ritu de las leyes se ha dedicado má s a
criticarlo que a proporcionar una idea cabal. Nosotros vamos a tratar de suplirlos en lo que
hubieran debido hacer, y desarrollar su plan, su cará cter y su objetivo. Tal vez los que hallaren
demasiado extenso el aná lisis juzgará n, luego de haberlo leı́do, que no existı́a má s que ese ú nico
medio de hacer resaltar el mé todo del autor. Debe recordarse, por otra parte, que la historia de los
escritores cé lebres no es idé ntica a la de sus pensamientos y de sus trabajos, y que esta parte de su
elogio es la má s esencial y la má s ú til.

No conociendo los hombres, en su estado natural (abstracció n hecha de toda religió n), en las
discrepancias que puedan tener, otra ley que la de los animales, o el derecho del má s fuerte, debe
contemplarse el establecimiento de las sociedades como una especie de tratado contra aquel
injusto derecho; tratado destinado a establecer, entre las diferentes partes del gé nero humano, una
especie de equilibrio. Pero hay en esto tanto equilibrio moral como fı́sico; y es extrañ o que sea
perfecto y durable; y los tratados del gé nero humano son, como los tratados entre nuestros
prı́ncipes, una semilla permanente de discordias. El interé s, la necesidad y el placer han acercado a
los hombres. Pero esos mismos motivos los empujan sin cesar a aprovecharse de las ventajas de la
sociedad sin sufrir sus cargas; y es en este sentido que puede decirse, con el autor, que los hombres,
desde que ellos viven en sociedad, se encuentran en estado de guerra. Pues la guerra supone, entre
quienes la hacen, ya que no la igualdad de las fuerzas, por lo menos la creencia en esta igualdad: de
ahı́ provienen el anhelo y la recı́proca esperanza de vencerse. Ahora bien: si el equilibrio no es
nunca perfecto entre los hombres en el estado de sociedad, tampoco es demasiado desigual. Por lo
contrario, o no tendrı́an nada que disputarse en el estado natural o, si la necesidad los obligara, só lo
podrı́a verse a la debilidad huyendo ante la fuerza, a las opresiones sin entablar lucha, y a los
oprimidos, sin ofrecer resistencia.

Vemos entonces a los hombres reunidos y armados de consuno, por un lado a brazá ndose, si ası́
puede decirse, y por el otro buscando herirse mutuamente. Las leyes constituyen el obstá culo, má s
o menos eficaz, destinado a suspender o a impedir sus golpes. Pero la extensió n prodigiosa del
globo en que habitamos, la diferente naturaleza de las regiones de la tierra y de los pueblos que la
cubren, no permiten que todos los hombres vivan bajo un solo y ú nico gobierno: el gé nero humano
ha debido fraccionarse en determinado nú mero de Estados que se distinguen por la diferencia de
las leyes a las cuales obedecen. Un gobierno ú nico no habrı́a hecho del gé nero humano má s que un
cuerpo extenuado y languideciente, extendido sin vigor sobre la superficie de la tierra. Los
diferentes Estados no son otra cosa que á giles y robustos cuerpos que, dá ndose las manos unos a
los otros, forman uno solo, y cuya acció n recı́proca mantiene por doquiera el movimiento y la vida.

Pueden distinguirse tres formas de gobierno: el republicano, el moná rquico y el despó tico. En
el republicano, el pueblo, como corporació n, tiene el poder soberano. En el moná rquico, una sola
persona gobierna mediante leyes de fondo. En el despó tico, no se conoce otra ley que la voluntad
del amo, o má s bien, del tirano. Con esto no queremos decir que no haya en el universo má s que
esas tres especies de Estados; tampoco queremos decir que haya Estados que pertenezcan ú nica y
rigurosamente a alguna de esas formas; la mayor parte son, por ası́ decirlo, compuestos o
combinaciones de unos con otros. Aquı́, la monarquı́a se inclina hacia el despotismo; allá , el
gobierno moná rquico está combinado con el republicano; en otra parte, no es el pueblo entero
quien hace las leyes, sino una parte del pueblo. Pero la divisió n precedente no es por ello menos
exacta y menos justa. Las tres especies de gobierno que involucra está n de tal modo diferenciadas,
que propiamente no tienen nada en comú n. Y, por lo demá s, todos los Estados que conocemos
participan de lo uno y lo otro. Es preciso, pues, con estas tres especies, formar clases particulares y
dedicarse a determinar las leyes que les son propias. Será entonces fá cil modificar esas leyes para
aplicarlas a cualquier gobierno que sea, segú n participe é ste, má s o menos, de aquellas diferentes
formas.

En los diversos Estados, las leyes deben ser adecuadas a su naturaleza, es decir, a eso que los
constituye; y a su principio, es decir, a lo que los sostiene y los hace obrar. Distinció n importante,
clave de una infinidad de leyes, y de la cual el autor extrae valiosas consecuencias.

Las principales leyes atinentes a la naturaleza de la democracia han de basarse en que el pueblo
sea, en cierto sentido, el monarca; en otros respectos, el sujeto; que é l elija y juzgue a los
magistrados; y que los magistrados, en ciertas ocasiones, decidan. La naturaleza de la monarquı́a
exige que haya, entre el monarca y el pueblo, muchos poderes y jerarquı́as intermedias, y un cuerpo
depositario de las leyes, mediador entre los individuos y el prı́ncipe. La naturaleza del despotismo
obliga al tirano a que ejerza su autoridad, ya por sı́ mismo, ya por alguien que lo represente.

En cuanto al principio de los tres gobiernos, el de la democracia es el amor de la repú blica, es decir,
de la igualdad; en las monarquı́as, donde uno solo es el dispensador de las distinciones y de las
recompensas, y en donde se suele confundir al Estado con ese ú nico hombre, el principio es el
honor, es decir, la ambició n y la estima de la dignidad. Por ú ltimo, bajo el despotismo, el principio es
el miedo. Cuanto má s fé rreos son estos principios, má s estable es el gobierno; cuanto má s se alteran
y se corrompen, má s derivan hacia su destrucció n. Cuando el autor habla de la igualdad en las
democracias, no entiende una igualdad extrema, absoluta, y por consecuencia quimé rica: entiende
ese feliz equilibrio que lleva a todos los ciudadanos a someterse igualitariamente a las leyes y a
interesarse igualmente en observarlas.

En cada gobierno, las leyes de la educació n deben estar relacionadas con el principio. Aquı́ se
entiende por educació n lo que se recibe por la convivencia, y no la de los padres y maestros, que
con frecuencia es negativa, sobre todo en ciertos Estados. En las monarquı́as, la educació n debe
tener por objeto la urbanidad y las consideraciones recı́procas; en los Estados despó ticos, el terror
y el envilecimiento de los espı́ritus; en las repú blicas, es imperioso todo el poder de la educació n,
pues ella debe inspirar un sentimiento noble, aunque arduo: el renunciamiento de sı́ mismo, de
donde nace el amor a la patria.

Las leyes que elabora el legislador deben estar conformes con el principio de cada gobierno. En la
repú blica deben mantener la igualdad y la austeridad; en la monarquı́a, deben apoyar la nobleza,
sin sacrificar al pueblo. Bajo el gobierno despó tico, reducen a todas las clases por igual al silencio.
No puede reprocharse aquı́ al señ or de Montesquieu haber señ alado a los soberanos los principios
del poder arbitrario, cuyo solo nombre es tan odioso a los prı́ncipes justos, y, con mayor razó n aú n,
al ciudadano sabio y virtuoso. Es ya colaborar para abatirlo el hecho de exponer lo que es preciso
hacer para conservarlo; la perfecció n de ese gobierno es la ruina; y el có digo exacto de la tiranı́a, tal
como el autor lo presenta, es al mismo tiempo la sá tira y el lá tigo má s formidable contra los tiranos.

Respecto de los demá s gobiernos, cada uno de ellos tiene sus ventajas: el republicano es má s
apropiado para los pequeñ os Estados, el moná rquico, para los má s grandes; el republicano es má s
cuidadoso en los excesos, el moná rquico se inclina má s hacia los abusos; el republicano aporta má s
madurez en la ejecució n de las leyes, el moná rquico, má s diligencia.

La diferencia de los principios de los tres gobiernos ha de radicar en el nú mero y el objeto de las
leyes, en la forma de los juicios y en la naturaleza de las penas. Siendo invariable y fundamental, la
organizació n de las monarquı́as exige má s leyes civiles y má s tribunales, a fin de que la justicia sea
cumplida de una manera má s uniforme y menos arbitraria. En los Estados moderados, sean
monarquı́as o repú blicas, nunca serı́an suficientes las formalidades de las leyes criminales. Las
penas deben, no solamente estar en proporció n con el delito, sino ser las má s benignas que fuera
posible, sobre todo en la democracia; el criterio que emana de las penas tendrá con frecuencia má s
efecto que su misma magnitud. En las repú blicas, es preciso juzgar segú n la ley, ya que ningú n
particular es dueñ o de alterarla. En las monarquı́as, la clemencia del soberano puede algunas veces
mitigarla; pero los delitos jamá s deben ser juzgados sino por magistrados encargados
expresamente de entender en ellos. En fin, es principalmente en las democracias que las leyes
deben ser severas contra el lujo, el relajamiento de las costumbres y la seducció n de las mujeres. Su
debilidad misma las hace apropiadas para gobernar en las monarquı́as, y la historia demuestra que,
frecuentemente, han llevado la corona con gloria.

Habiendo el señ or de Montesquieu pasado ası́ revista a cada gobierno en particular, los examina
luego en los contactos que pueden tener unos con otros, pero solamente desde un punto de vista
má s general, es decir, desde aquel que só lo es relativo a su naturaleza y a su principio. Encarados de
esta manera, los Estados no pueden tener otras relaciones que las de defenderse o atacar. Debiendo
las repú blicas, por su naturaleza, limitarse a un Estado pequeñ o, no les es posible defenderse sin
alianza; pero esas alianzas deben efectuarse con otras repú blicas. La fuerza defensiva de una
monarquı́a consiste principalmente en tener fronteras a salvo de ataques. Como los hombres, los
Estados tienen el derecho de atacar por su propia conservació n; del derecho de la guerra deriva el
de la conquista; derecho necesario, legı́timo y doloroso, que deja siempre de pagar una deuda
inmensa para cumplir un deber hacia la naturaleza humana, y cuya ley general es hacer el menor
mal posible a los vencidos. Las repú blicas pueden ser menos conquistadoras que las monarquı́as:
grandes conquistas suponen el despotismo, o lo aseguran. Uno de los grandes principios del
espı́ritu de conquista debe ser el de mejorar, tanto como sea posible, la condició n del pueblo
conquistado: satisfacer, simultá neamente, la ley natural y la norma del Estado.

No existe nada má s hermoso que el tratado de paz de Geló n con los cartagineses, por el cual se
prohibı́a inmolar en lo futuro a sus propios niñ os. Los españ oles, al conquistar el Perú , hubieran
debido obligar tambié n a sus habitantes a no sacrificar má s hombres a sus dioses; pero creyeron
má s ventajoso inmolar a esos mismos pueblos. No tuvieron por conquista má s que un vasto
desierto; fueron obligados a despoblar el paı́s, y se debilitaron para siempre con su propia victoria.

Se puede estar obligado, en ocasiones, a modificar las leyes del pueblo vencido; pero nada
puede obligarlo jamá s a abandonar sus costumbres. El medio má s seguro de conservar una
conquista es el de situar, si es posible, al pueblo vencido al nivel del pueblo conquistador, de
acordarle los mismos derechos y los mismos privilegios: ası́ es como acostumbraron hacer casi
siempre los romanos; ası́ es como se comportó Cé sar con los galos.

Hasta aquı́, considerando cada forma de gobierno, tanto en sı́ misma como en su relació n con las
demá s, no hemos teñ ido en cuenta ni a lo que debe serles comú n a las circunstancias particulares
extraı́das, o de la naturaleza del paı́s o del genio de los pueblos: es esto lo que es preciso desarrollar
ahora.

La ley comú n de todos los gobiernos, al menos de los gobiernos moderados, y por consecuencia
justos, es la libertad polı́tica de la cual cada ciudadano debe gozar. Esta libertad no es la licencia
absurda de hacer lo que se quiere, sino el poder hacer todo lo que las leyes permiten. Puede ser
tratada, o en sus vı́nculos con su organizació n, o en su relació n con el ciudadano.

En la organizació n de cada Estado hay dos especies de poderes: el Poder Legislativo, y el Ejecutivo.
Este segundo tiene dos objetos: el interior del Estado y el exterior. De la distribució n legı́tima y de
la repartició n adecuada de esas diferencias depende la má s grande perfecció n de la libertad
polı́tica, en relació n con su organizació n. El señ or de Montesquieu presenta como prueba la
organizació n de la repú blica romana y la de Inglaterra. Encuentra el principio de esta ú ltima en la
ley fundamental del gobierno de los antiguos germanos, entre quienes los asuntos poco
importantes eran decididos por los jefes, y los grandes, presentados al tribunal de la nació n, luego
de haber sido tratados previamente por los jefes. El señ or de Montesquieu no discute si los ingleses
gozan o no de esta extrema libertad polı́tica que su organizació n les ofrece: a é l le basta que ella
esté establecida por sus leyes. Lejos se encuentra de satirizar a los demá s Estados: cree, por el
contrario, que el exceso, aun en el bien, no es siempre deseable; que la libertad extrema tiene sus
inconvenientes, como la extrema servidumbre; y que, en general, la naturaleza humana se acomoda
mejor en un Estado medio.

La libertad polı́tica, considerada en relació n con el ciudadano, consiste en la seguridad de que é ste
se encuentra al abrigo de las leyes; o, por lo menos, en la creencia de esta seguridad, que hace que
un ciudadano no tema a otro. Es principalmente por la naturaleza y la proporció n de las
penalidades que esta libertad se establece o se destruye. Los delitos contra la religió n deben ser
castigados con la privació n de los bienes que la religió n procura; los crı́menes contra las
costumbres, con el desprecio; los crı́menes contra la tranquilidad pú blica, con la prisió n o el exilio;
los crı́menes contra la seguridad, con los tormentos. Los escritos deben ser menos castigados que
las acciones; jamá s deben serlo los simples pensamientos. Acusaciones no jurı́dicas, espı́as, cartas
anó nimas, todos estos expedientes de la tiranı́a, despreciables igualmente para aquellos que los
usan y se sirven de ellos, deben ser proscritos en un buen gobierno moná rquico. No debe ser
permitido acusar má s que frente a la ley, que castiga siempre, o al acusado o al calumniador. En
todo otro caso, los que gobiernan deben decir, con el emperador Constancio: Nosotros no
deberı́amos recelar de aquel a quien le ha faltado un acusador sobre todo cuando no le faltaba un
enemigo. Es una muy buena institució n pú blica la que se encarga, en nombre del Estado, de
perseguir a los criminales, y que tenga toda la utilidad de los delatores sin tener sus viles intereses,
sus inconvenientes y su infamia.

La magnitud de los impuestos debe estar en proporció n directa con la libertad. Ası́, en las
democracias, pueden ser mayores que en otras partes, sin ser onerosos; porque cada ciudadano los
mira como un tributo que é l se paga a sı́ mismo, y que asegura la tranquilidad y la fuerza de cada
miembro. Por otra parte, en un Estado democrá tico, es má s difı́cil el empleo infiel de los dineros
pú blicos, porque es má s fá cil de conocerse y de castigarse; el depositario debe rendir cuenta, por
ası́ decirlo, al primer ciudadano que se la exige.

En cualquier gobierno que sea, la especie de tributo menos onerosa es aquella que se establece
sobre las mercancı́as, porque el ciudadano lo paga sin darse cuenta. La cantidad excesiva de tropas,
en tiempos de paz, no es má s que un pretexto para cargar al pueblo de impuestos, un medio de
enervar al Estado, y un instrumento de servidumbre. La administració n de los tributos, que hace
entrar el producto entero en el fisco pú blico, es, sin comparació n, una carga menor para el pueblo y
en consecuencia má s ventajosa (cuando puede tener lugar) que la explotació n de esos mismos
tributos, que deja siempre entre las manos de algunos particulares una parte de las rentas del
Estado. Todo está perdido en especial (segú n los té rminos del autor) cuando la profesió n del
comerciante se convierte en honorable; y esto ocurre desde que el lujo está en auge. Dejar a algunos
hombres nutrirse de la sustancia pú blica para despojarlos a su vez, como se lo ha practicado antes
en ciertos Estados, es reparar una injusticia con otra, y hacer dos males en vez de uno.

Entremos ahora, con el señ or de Montesquieu, en las circunstancias particulares independientes de


la naturaleza del gobierno, y que obligan a la modificació n de las leyes. Las circunstancias que
derivan de la naturaleza del paı́s son de dos clases: unas tienen relació n con el clima; otras, con la
topografı́a. Nadie duda de que el clima no influye sobre la disposició n habitual de los cuerpos, y, en
consecuencia, sobre los caracteres; es por ello que las leyes deben conformarse a la fı́sica climá tica
en cosas sin importancia, y, por el contrario, combatirla en los efectos viciosos: ası́, en los paı́ses
donde el uso del vino es dañ oso, una ley muy atinada es la que lo prohı́be; en los paı́ses en que el
calor del clima conduce a la molicie, una muy buena ley es aquella que estimula al trabajo.

El gobierno puede corregir entonces los efectos del clima; y esto basta para poner el espı́ritu de las
leyes a cubierto del muy injusto reproche que se le ha hecho: atribuir todo al frı́o y al calor. Pues,
aparte de que el calor y el frı́o no son las ú nicas cosas por las cuales pueden diferenciarse los climas,
serı́a tan absurdo negar ciertos efectos del clima como querer atribuirles todo.
La utilizació n de los esclavos, establecida en los paı́ses cá lidos del Asia y de Amé rica, y reprobada
en los climas templados de Europa, da ocasió n al autor de tratar de la esclavitud civil. No teniendo
los hombres má s derecho sobre la libertad que sobre la vida unos de otros, se deduce que la
esclavitud, hablando en general, está contra la ley natural. En efecto, el derecho de esclavitud no
puede provenir ni de la guerra —ya que no podrı́a entonces ser fundado má s que sobre el rescate
de la vida, y que no hay derecho sobre la vida de aquellos que no son combatientes—, ni de la venta
que un hombre hace de sı́ mismo a otro, puesto que todo ciudadano, siendo deudor de su vida al
Estado, le es, con mayor razó n, deudor de su libertad, y, en consecuencia, no es dueñ o de venderla.
Por otra parte, ¿cuá l serı́a el precio de esta venta? No puede ser el dinero dado al vendedor, puesto
que en el momento en que se convierte en esclavo, todos los bienes pertenecen al amo. Ahora bien:
una venta sin precio es tan quimé rica como un contrato sin condició n. No ha habido jamá s, quizá ,
má s que una ley justa a favor de la esclavitud: era la ley romana, que hacı́a al deudor esclavo del
acreedor. Incluso esta ley, para ser equitativa, debı́a limitar la servidumbre en cuanto a su grado y a
su duració n. La esclavitud, todo lo má s, puede ser tolerada en los Estados despó ticos, donde los
hombres libres, demasiado dé biles contra el gobierno, buscan convertirse, para su propio provecho,
en los esclavos de aquellos que tiranizan el Estado; o bien en los climas donde el calor enerva tanto
el cuerpo y debilita de tal modo el coraje, que los hombres no son llevados a una penosa labor má s
que por el miedo al castigo.

Junto a la esclavitud civil, puede colocarse a la esclavitud domé stica, es decir, la que tienen las
mujeres en ciertos climas. Puede tener lugar en esas comarcas del Asia, donde se hallan en estado
de convivir con los hombres, antes de poder hacer uso de su razó n: nú biles por la ley del clima,
niñ as por la de la naturaleza. Esta sujeció n se hizo má s necesaria aun en los paı́ses donde la
poligamia está establecida: uso que el señ or de Montesquieu no pretende justificar en lo que tiene
de contrario a la religió n; pero que, en los sitios donde se la practica (aquı́ hablamos só lo
polı́ticamente), puede estar fundado, hasta cierto punto, o sobre la naturaleza del paı́s o sobre la
relació n del nú mero de mujeres con el nú mero de hombres. El señ or de Montesquieu habla, en esta
ocasió n, del repudio y del divorcio; y establece, provisto de buenas razones, que el repudio, una vez
admitido, deberı́a ser permitido a las mujeres tanto como a los hombres.

Si el clima tiene tanta influencia sobre la servidumbre domé stica y civil, no la tiene menos sobre la
servidumbre polı́tica, es decir, sobre la que somete un pueblo a otro. Los pueblos del norte son má s
fuertes y má s intré pidos que los del mediodı́a; en general, estos deberı́an ser subyugados, y
aqué llos, ser conquistadores; é stos, esclavos, aqué llos, libres. Tal es lo que la historia confirma: el
Asia ha sido conquistada once veces por los pueblos del norte. Europa ha padecido muchı́simas
revoluciones menos.

Respecto de las leyes relativas a la naturaleza del terreno, está claro que la democracia conviene
má s que la monarquı́a a los paı́ses esté riles, en donde la tierra tiene necesidad de todo el ingenio de
los hombres. La libertad es, por lo demá s, en este caso, una especie de resarcimiento del rigor del
trabajo. Son necesarias má s leyes para un pueblo agricultor que para un pueblo que crı́a ganado;
para é ste, má s que para un pueblo cazador; y para un pueblo que utiliza la moneda, má s que para
aquel que la desconoce.

En fin, se debe tener en cuenta el genio particular de la nació n. La vanidad, que magnifica los
objetos, es un buen resorte para el gobierno; el orgullo, que los empequeñ ece, es un medio
peligroso. El legislador debe respetar, hasta cierto punto, los prejuicios, las pasiones, los abusos.
Debe imitar a Soló n, que habı́a dado a los atenienses no las mejores leyes en sı́ mismas, sino las
mejores que ellos pudiesen tener. El cará cter alegre de esos pueblos demandaba leyes má s
benignas; el cará cter de los lacedemonios, leyes má s severas. Las leyes son un mal recurso para
cambiar los modos y los usos; es por las recompensas y el ejemplo que es preciso tratar de llegar a
aquello. Por lo tanto es verdad que las leyes de un pueblo, cuando no se trate de contrariar grosera
y directamente sus costumbres, deben influir insensiblemente sobre ellas, ya sea para afirmarlas,
ya para cambiarlas.
Despué s de haber profundizado de este modo en la naturaleza y el espı́ritu de las leyes en relació n
con las diferentes especies de paı́ses y pueblos, el autor vuelve a considerar a los Estados en
relació n unos con otros. Compará ndolos entre ellos de una manera general, primero, no hubiera
podido encararlos má s que por la relació n con el mal que ellos pueden hacerse; aquı́, los examina
en relació n a las mutuas seguridades que pueden ofrecerse; esas seguridades está n fundadas
principalmente sobre el comercio. Si el espı́ritu de comercio produce naturalmente un espı́ritu de
interé s opuesto a la sublimidad de las virtudes morales, produce tambié n un pueblo naturalmente
justo, y aleja la ociosidad y el bandidaje. Las naciones libres, que viven bajo gobiernos moderados,
deben librarse de aqué llos má s que las naciones esclavas. Una nació n jamá s debe excluir de su
comercio a otra nació n, sin razones muy poderosas. Por lo demá s, la libertad en este gé nero no es
una facultad absoluta acordada a los negociantes de hacer lo que ellos quieren, facultad que muchas
veces les serı́a perjudicial; consiste en dejar actuar a los comerciantes só lo en favor del comercio.
En la monarquı́a, la nobleza no debe dedicarse a los negocios, y menos aú n, el prı́ncipe. En fin, hay
naciones a las cuales el comercio les es desfavorable: no son aquellas que no tienen necesidad de
nada, sino aquellas que tienen necesidad de todo. Paradoja que el autor hace sensible con el
ejemplo de Polonia, a la que le falta de todo, excepto el trigo, y que, mediante el comercio que hace
de é l, priva a los ciudadanos de su alimento para satisfacer el lujo de los señ ores. El señ or de
Montesquieu, al tratar de las leyes exigidas por el comercio, hace la historia de sus diferentes
revoluciones; y esta parte de su libro no es ni la menos interesante ni la menos curiosa. Compara el
empobrecimiento de Españ a por el descubrimiento de Amé rica con la suerte de ese prı́ncipe
imbé cil de la fá bula, a punto de morir de hambre por haber pedido a los dioses que todo lo que é l
tocara se convirtiera en oro. Siendo el uso de la moneda una porció n considerable del objeto del
comercio y su instrumento principal, creyó en consecuencia que debı́a tratar de las operaciones de
la moneda, del cambio, del pago de las deudas pú blicas, del pré stamo a interé s, de los cuales é l ñ ja
las leyes y los lı́mites, y que en ninguna parte confunde con los excesos, tan justamente condenados,
de la usura.

La població n y el nú mero de habitantes tienen una relació n inmediata con el comercio; y teniendo
los matrimonios por objeto la població n, el señ or de Montesquieu profundiza en esta importante
materia. Lo que má s favorece la propagació n es la continencia pú blica: la experiencia prueba que
las uniones ilı́citas contribuyen poco a ella, y aun la perjudican. Se ha establecido, para los
matrimonios, con justicia, el consentimiento de los padres; no obstante, deben introducirse en ese
asunto ciertas restricciones, pues la ley debe, en general, favorecer los matrimonios. La ley que
prohı́be el matrimonio de las madres con los hijos (independientemente de los preceptos de la
religió n), es una muy buena ley civil; pues, sin hablar de muchı́simas otras razones, al ser los
contrayentes de edad muy diferente, estas especies de matrimonios raramente pueden tener como
objeto la propagació n. La ley que prohı́be el matrimonio del padre con la hija está fundada sobre los
mismos motivos; no obstante (en sentido civil), no es tan indispensablemente necesaria como la
otra respecto de la població n, puesto que la virtud de engendrar acaba mucho má s tarde en los
hombres: ası́ el uso contrario ha tenido lugar entre ciertos pueblos que la luz del cristianismo no ha
iluminado. Como la naturaleza misma conduce al matrimonio, es un mal gobierno el que necesite
crear estı́mulos para ello. La libertad, la seguridad, la moderació n de los impuestos, la proscripció n
del lujo, son los verdaderos principios y los verdaderos sostenes de la població n: no obstante, es
posible, con é xito, hacer leyes para estimular los matrimonios cuando, a pesar de la corrupció n,
todavı́a queden resortes en el pueblo que lo liguen a su patria. No hubo nada má s hermoso que las
leyes de Augusto para favorecer la propagació n de la especie. Por desdicha, hizo esas leyes durante
la decadencia o, má s bien, durante la caı́da de la repú blica; y los ciudadanos, descorazonados, no
podı́an dejar de ver que só lo echaban esclavos al mundo. Por eso la ejecució n de esas leyes fue má s
bien dé bil durante todo el tiempo de los emperadores paganos. Constantino, finalmente, las abolió
al hacerse cristiano, como si el cristianismo hubiera tenido por finalidad despoblar la sociedad,
aconsejando a un pequeñ o nú mero la perfecció n del celibato.

El establecimiento de los hospitales, segú n el espı́ritu con que fue hecho, puede perjudicar a la
població n, o favorecerla. Puede, y debe asimismo, haber hospitales en un Estado donde la mayorı́a
de los ciudadanos no tiene má s que su trabajo como sosté n, porque este trabajo puede muchas
veces ser desafortunado. Pero la ayuda que brindan esos hospitales no debe ser má s que
transitoria, para no favorecer la mendicidad y la haraganerı́a. Es preciso comenzar por hacer rico al
pueblo y edificar enseguida hospitales para las necesidades imprevistas y urgentes. ¡Desdichados
los paı́ses en los que la multitud de hospitales y de monasterios —que no son má s que hospitales
perpetuos— hace que todo el mundo esté có modo, excepto los que trabajan!

El señ or de Montesquieu no se ha referido hasta ahora má s que a las leyes humanas. Pasa luego a
aquellas de la religió n que, en casi todos los Estados, constituyen un objetivo esencial del gobierno.
En todas partes hace el elogio del cristianismo; muestra sus ventajas y su grandeza; busca hacerlo
amar; sostiene que no es imposible, como lo ha pretendido Bayle, que una sociedad de perfectos
cristianos forme un Estado vigoroso y durable. Pero tambié n ha estimado que le era permitido
examinar lo que las diferentes religiones (humanamente hablando) pueden tener de conforme o de
contrario al genio y a la situació n de los pueblos que las profesan. Es desde este punto de vista que
es preciso leer todo lo que ha escrito sobre este asunto, y que ha sido objeto de tantas discusiones
injustas. Sobre todo es sorprendente que, en un siglo que invoca a tantos a bá rbaros, se considere
un delito lo que é l dice de la tolerancia; como si se tratara de aprobar una religió n má s que de
tolerarla; como si, en fin, el Evangelio mismo no hubiera desechado todo otro medio de expandirla
que no fuera la dulzura y la persuasió n. Aquellos en quienes la superstició n no ha extinguido aú n
todo el sentimiento de compasió n y de justicia, no podrá n leer, sin ser conmovidos, la amonestació n
a los inquisidores, ese odioso tribunal que ultraja la religió n aparentando vengarla.

En fin, despué s de haber tratado en particular de las diferentes especies de leyes que los hombres
pueden tener, no quedaba má s que compararlas en conjunto, y examinarlas en su relació n con las
cosas sobre las que ellas estatuyen.

Los hombres son gobernados por diferentes especies de leyes: por el derecho natural, comú n a cada
individuo; por el derecho divino, que es el de la religió n; por el derecho eclesiá stico, que es el de la
policı́a de la religió n; por el derecho civil, que es el de los miembros de una misma sociedad; por el
derecho polı́tico, que es el del gobierno de esa sociedad; por el derecho de gentes, que es el de las
sociedades, en relació n unas con otras. Esos derechos tienen cada uno sus objetivos diferentes, que
es menester cuidarse de confundir. No se debe reglar por uno lo que pertenece a otro, para no
introducir ningú n desorden ni injusticia en los principios que gobiernan a los hombres. Es
necesario, en fin, que los principios que prescriben el gé nero de las leyes, y que determinan su
objeto, reinen tambié n en la manera de componerlas. El espı́ritu de moderació n debe, tanto como
sea posible, dictar todas las disposiciones, aunque aparenten oponé rsele. Tal era la famosa Ley de
Soló n, por la cual todos los que no tomaban parte en las sediciones eran declarados infames. Ella
prevenı́a las sediciones, o las consideraba ú tiles, forzando a todos los miembros de la repú blica a
ocuparse de sus verdaderos intereses. La del ostracismo mismo era una muy buena ley, pues, por
un lado, honraba al ciudadano que la causaba; y prevenı́a, por el otro, los efectos de la ambició n.
Ademá s, se necesitaba gran cantidad de sufragios, y no se podı́a dictar el exilio má s que cada cinco
añ os. Con frecuencia, las leyes que parecen las mismas no tienen ni el mismo motivo ni el mismo
efecto ni la misma equidad; la forma de gobierno, la oportunidad y el genio del pueblo cambian
todo. En fin, el estilo de las leyes debe ser simple y grave. Pueden dispensarse de alegar razones,
porque el motivo se supone que existe en el espı́ritu del legislador; pero cuando ellas está n
motivadas, deben serlo sobre principios evidentes: no deben parecerse a esa ley que, prohibiendo a
los ciegos pleitear, aduce como razó n que no pueden ver los ornamentos del tribunal.

El señ or de Montesquieu, por ejemplo, para mostrar la aplicació n de sus principios, ha elegido
dos pueblos diferentes: uno, el má s cé lebre de la tierra; y el otro, ese cuya historia nos interesa má s:
los romanos y los francos. No trata má s que una parte de la jurisprudencia del primero: la que
contempla las sucesiones. Respecto de los francos, se explaya sobre el origen y las evoluciones de
sus leyes civiles, y sobre los diferentes usos, abolidos o subsistentes, que han sido su consecuencia.
Se extiende principalmente sobre las leyes feudales, esa especie de gobierno desconocido de toda la
antigü edad y que lo será acaso para siempre en los siglos futuros, y que ha tenido tanto de bueno y
tanto de malo. Discute sobre todo esas leyes en los contactos que tienen con el establecimiento y la
evolució n de la monarquı́a francesa. Prueba, contra el señ or Abate du Bos, que los francos
penetraron realmente como conquistadores en las Galias; y que no es verdad, como aquel autor lo
pretende, que hayan sido llamados por los pueblos para suceder en los derechos a los emperadores
romanos que los oprimı́an. Detalle profundo, exacto y curioso, pero en el cual nos es imposible
seguirlo.
Tal es el aná lisis general, pero muy informe y muy imperfecto, de la obra del señ or de Montesquieu.
Lo hemos separado del resto de su Elogio, para no interrumpir demasiado la continuidad de
nuestro escrito.

También podría gustarte